OCTAVO DÍA: LUNES

Capítulo 22

Lunes por la mañana: biblioteca de Banehall; tazas de café de sobre y Donuts azucarados de una panadería. Les Young llegó vestido de traje con camisa blanca y corbata azul marino. Olía levemente al betún de los zapatos. Su equipo estaba sentado a las mesas y, en ellas, unos rascándose las caras cansadas, otros saboreando el café amargo como si fuera elixir. Había carteles en las paredes anunciando autores infantiles: Michael Morpurgo, Francesca Simon, Eoin Colfer, y otro cartel con un protagonista de cómic llamado Capitán Calzoncillos, que por algún motivo se había convertido en el apodo de Young, según había captado Siobhan en una conversación. Y no pensaba que le hiciera mucha gracia.

Ella, había sustituido los pantalones por una falda con leotardos, atavío extraño a sus costumbres. La falda le llegaba hasta las rodillas, pero ella se la estiraba continuamente como si por arte de magia fuera a alargarla unos centímetros. No sabía si tenía piernas bonitas o feas, pero no le gustaba que se las mirasen ni que la juzgasen en función de las mismas. Además, sabía que antes de que acabara el día las mallas estarían arrugadas, en previsión de lo cual llevaba un repuesto en el bolso.

Aquel fin de semana no había hecho la colada. El sábado fue a Dundee y pasó el día con Liz Hetherington contándose historias del trabajo en un bar especializado en vinos, luego fue a un restaurante, al cine y a un par de clubs. Había dormido en el sofá de Liz y volvió a Edimburgo por la tarde, todavía con algo de resaca.

Ahora iba por la tercera taza de café.

Uno de los motivos por los que había estado en Dundee era escapar de Edimburgo y evitar la posibilidad de tropezarse con Rebus. No estaba tan borracha el viernes, y no se arrepentía de su actitud ni de la discusión. Eran discusiones de bar y nada más. Pero, a pesar de todo, dudaba que Rebus lo hubiese olvidado y le constaba por quién tomaría partido. También era consciente de que Whitemire estaba a menos de tres kilómetros de allí y de que Caro Quinn probablemente montaría guardia de nuevo ante el centro de detención en su esfuerzo por ser la conciencia del lugar.

El domingo por la tarde había paseado por el centro, caminando por Cockburn Street y pasando por el callejón Fleshmarket. En High Street vio a un grupo de turistas haciendo corrillo alrededor de su guía, a quien reconoció por la voz y la melena: Judith Lennox.

– … en la época de Knox, las reglas eran más severas, evidentemente. Existían castigos por desplumar un pollo en sábado y estaban prohibidos los bailes, el teatro y el juego. El adulterio se penaba con la muerte y se castigaban también otros delitos con la muerte o con el casco, un casco con candado que clavaba una barra de metal en la boca de los mentirosos y los blasfemos… Al final del recorrido podrán disfrutar de un trago en The Warlock, una posada antigua dedicada al fin horripilante del mayor Weir.

Siobhan pensó si Lennox cobraría por el anuncio.

– … en conclusión -decía Les Young leyendo las notas sobre la autopsia-, se trata de un trauma provocado por un instrumento contundente. Un par de golpes enérgicos que han causado fractura del cráneo con hemorragia cerebral y muerte prácticamente instantánea y, según el patólogo, los impactos circulares demuestran que son obra de algo semejante a un martillo como el que puede adquirirse en cualquier tienda de bricolaje, de un diámetro de dos coma nueve centímetros.

– ¿Con qué fuerza de golpe, señor? -preguntó uno.

Young le dirigió una sonrisa irónica.

– Las notas son un tanto escuetas, pero leyendo entre líneas creo que puede decirse sin temor a equivocarse que se trata de un agresor masculino… y muy probablemente no zurdo. La forma de las marcas del impacto da a entender que la víctima sufrió la agresión por detrás. -Young se acercó a una mampara que hacía las veces de tablero de anuncios con fotos del escenario del crimen sujetas con chinchetas-. Más tarde recibiremos primeros planos de la autopsia, pero la parte posterior del cráneo -añadió señalando una foto hecha en el dormitorio de la cabeza ensangrentada de Cruikshank- fue la más dañada… Lo cual resulta difícil si el agresor está frente a la víctima.

– ¿Se ha confirmado que tuvo lugar en el dormitorio? -preguntó otro-. ¿No trasladaron el cadáver?

– Podemos decir que murió donde cayó. ¿Alguna pregunta más? -dijo Young mirándolos. Nadie habló-. Muy bien -continuó volviéndose hacia la lista de servicio del día.

El núcleo de las indagaciones era la colección de pornografía de Cruikshank, su procedencia y los implicados. Enviaron agentes a la cárcel de Barlinnie para que preguntaran a los guardianes qué amigos había hecho Cruikshank durante su estancia.

Siobhan sabía que a los delincuentes sexuales los confinaban en una sección aparte, lo que impedía que sufrieran agresiones a diario, pero ello a su vez implicaba que hicieran amistad entre sí y era peor, pues cuando salían de la cárcel, muchas veces lo hacían incorporados a alguna red de individuos de mentalidad afín, cerrándose el círculo con nuevos delitos y enfrentamientos con la ley.

– ¡Siobhan!

Miró a Young y comprendió que le había estado hablando a ella.

– ¿Sí? -respondió bajando los ojos y, al ver que la taza estaba vacía, se le antojó otro café.

– ¿Interrogó al novio de Ishbel Jardine?

– ¿Se refiere al ex? No, aún no -contestó con un carraspeo.

– ¿No cree que él pueda saber algo?

– Rompieron amigablemente.

– Sí, pero en cualquier caso…

Siobhan notó que se ruborizaba. Ella había estado ocupada en otra cosa; concentrando sus esfuerzos en Donny Cruikshank.

– Lo tengo en la lista -fue lo único que acertó a decir.

– Bien, ¿quiere interrogarle ahora? -Young consultó el reloj-. Quiero hablar con él cuando terminemos aquí.

Siobhan asintió con la cabeza. Notaba su vista clavada en ella y sabía que habría alguna risita mal disimulada. Acababan de vincularla a Young: el inspector locamente enamorado de la nueva.

El Capitán Calzoncillos tenía una favorita.


* * *

– Se llama Roy Brinkley. Lo único que sé es que salió con Ishbel siete u ocho meses y que hace un par de meses rompieron -le dijo Young.

Se habían quedado solos en la sala de indagación del caso porque los demás agentes habían partido a cumplir sus respectivas tareas.

– ¿Le considera sospechoso?

– Tuvieron una relación y hay que interrogarle. Cruikshank purga cárcel por agresión a Tracy Jardine… Tracy se suicida y su hermana se escapa de casa -respondió Young encogiéndose de hombros y cruzando los brazos.

– Pero él fue novio de Ishbel, no de Tracy… Más probable es que agrediera a Cruikshank un novio de Tracy y no de Ishbel… -replicó Siobhan mirando a Young cara a cara-. Sobre Roy Brinkley no recaen sospechas, ¿no le parece? ¿O es que piensa que puede saber algo sobre la desaparición de Ishbel…? ¡Sospecha que ella es la asesina!

– No recuerdo haber dicho eso.

– Pero es lo que piensa. ¿Pues no ha dicho que los golpes fueron obra de un hombre?

– Y no dejaré de decirlo.

Siobhan asintió despacio con la cabeza.

– Claro, no quiere que ella recele y sea más difícil encontrarla -Siobhan hizo una pausa-. Cree que no anda lejos, ¿verdad?

– No tengo ninguna prueba.

– ¿Es en lo que ha estado pensando todo el fin de semana?

– En realidad se me ocurrió el viernes por la noche -respondió él bajando los brazos.

Echó a andar hacia la puerta seguido por Siobhan.

– ¿Mientras jugaba al bridge?

Young asintió con la cabeza.

– Mal asunto para mi compañero porque apenas ganamos una mano.

Ahora caminaban por la biblioteca y Siobhan le recordó que no había echado la llave del cuarto de investigación.

– No es necesario -dijo él con una sonrisa a medias.

– Pensé que íbamos a hablar con Roy Brinkley.

Young hizo una leve inclinación de cabeza al pasar por el mostrador de recepción, donde el bibliotecario deslizaba por el escáner las primeras devoluciones del día. Siobhan continuó caminando hasta que advirtió que Young se había detenido delante del muchacho.

– ¿Roy Brinkley? -preguntó, y el joven levantó la vista.

– Sí.

– ¿Podríamos hablar? -añadió Young señalando hacia el cuarto de investigación.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– No te preocupes, Roy. Sólo es para recopilar datos.

Al salir Brinkley de detrás del mostrador, Siobhan se acercó a Les Young y le dio con el dedo en el costado.


* * *

– Lo siento -dijo Young disculpándose-. No disponemos de otro sitio.

Corrió una silla hacia Brinkley de modo que quedase frente a las fotos del escenario del crimen. Siobhan sabía que era mentira: le interrogaba precisamente allí por las fotos. El joven, por más que trató de ignorarlas, no podía apartar los ojos de ellas y el gesto de horror de su rostro habría bastado como prueba de inocencia a cualquier jurado.

Roy Brinkley tenía poco más de veinte años. Llevaba una camisa vaquera abierta y la melena de pelo negro le llegaba al cuello. En sus muñecas lucía pulseras de hebras trenzadas, pero no llevaba reloj. Siobhan le habría calificado de niño bonito más que de guapo, por su aspecto de muchacho de diecisiete o dieciocho años. Entendía su atracción por Ishbel, aunque se preguntaba cómo habría podido aguantar a aquellas amigas suyas que actuaban como chicos.

– ¿Tú le conocías? -preguntó Young.

Como Siobhan, permanecía de pie. Se recostó en una mesa y cruzó los brazos y las piernas por los tobillos, mientras ella se situaba a la izquierda de Brinkley para observarlo de reojo.

– Conocerle, no tanto. Sabía quién era.

– ¿Fuisteis juntos al colegio?

– Estábamos en cursos distintos. Él, más que matón era el gracioso de la clase. Me da la impresión de que siempre andaba descolocado.

Siobhan recordó un instante a Alf McAteer haciendo de bufón de Alexis Cater.

– Pero el pueblo es pequeño -replicó Young-. Habrás hablado con él, cuando menos.

– Si hemos coincidido, me imagino que nos saludaríamos.

– Tú tal vez estabas enfrascado en un libro, ¿no?

– Me gusta leer.

– Bien, ¿cómo empezaste a salir con Ishbel Jardine?

– Nos conocimos en la discoteca.

– ¿No os conocíais del colegio?

Brinkley se encogió de hombros.

– Ella tenía tres años menos que yo.

– ¿Y tras conoceros en la disco empezasteis a salir juntos?

– No inmediatamente… Bailamos unas cuantas veces, pero con sus amigas bailaba también.

– ¿Y quiénes eran sus amigas, Roy? -preguntó Siobhan.

El joven miró sucesivamente a uno y a otro.

– Yo pensaba que iban a interrogarme sobre Donny Cruikshank.

– Son datos previos, Roy -dijo Young con un gesto ambiguo.

Brinkley se volvió hacia Siobhan.

– Tenía dos: Janet y Susie.

– ¿Janet, la que trabaja en Whitemire, y Susie, la de la peluquería? -preguntó Siobhan.

El joven asintió con la cabeza.

– ¿Y a qué discoteca ibais?

– A una de Falkirk… Creo que cerró -añadió frunciendo el ceño, concentrado.

– ¿El Albatros? -aventuró Siobhan.

– Ésa -contestó Brinkley asintiendo repetidamente con la cabeza.

– ¿La conoce? -preguntó Les Young a Siobhan.

– Surgió en relación con un caso reciente -respondió ella.

– ¿Ah, sí?

– Después -replicó ella mirando a Brinkley para que entendiera que no era el momento de explicaciones.

Young asintió levemente con la cabeza.

– Roy, Ishbel y sus amigas estaban muy unidas, ¿verdad? -preguntó ella.

– Sí.

– ¿Por qué se iría sin decirles una palabra a ninguna de las dos?

El joven se encogió de hombros.

– ¿Se lo ha preguntado a ellas?

– Te lo pregunto a ti.

– No sé la respuesta.

– Bien, a ver, entonces, esto: ¿por qué rompisteis?

– Me imagino que nos fuimos distanciando.

– Pero tuvo que haber un motivo -añadió Les Young dando un paso hacia Brinkley-. Vamos a ver, ¿te dejó ella o fue al revés?

– Fue más bien de mutuo acuerdo.

– ¿Y por eso seguisteis siendo amigos? -aventuró Siobhan-. ¿Qué es lo primero que pensaste al enterarte de que se había marchado?

El joven se rebulló en la silla, haciéndola crujir.

– Sus padres vinieron a casa a preguntarme si la había visto. Pero la verdad…

– ¿Qué?

– Yo pensé que era culpa suya. Porque nunca superaron lo del suicidio de Tracy; siempre estaban hablando de ella y de cosas del pasado.

– Mientras que Ishbel… ¿quieres decir que lo había superado?

– Yo creo que sí.

– ¿Y por qué se teñía el pelo y se peinaba como Tracy?

– Escuchen, yo no digo que sean mala gente… -alegó apretando las manos.

– ¿Quién? ¿John y Alice?

Él asintió con la cabeza.

– Lo que sucedió es que Ishbel comenzó a pensar… que querían que volviera Tracy. Quiero decir que preferían a Tracy más que a ella.

– ¿Y por eso empezó a imitar a Tracy?

El joven volvió a asentir con la cabeza.

– Es que es difícil de sobrellevar, ¿no? A lo mejor se marchó por eso… -añadió bajando la vista desconsolado.

Siobhan miró a Les Young, quien frunció los labios reflexionando. El silencio duró casi un minuto hasta que lo rompió Siobhan.

– ¿Sabes dónde está Ishbel, Roy?

– No.

– ¿Mataste a Donny Cruikshank?

– Una parte de mí lo habría deseado.

– ¿Quién crees que lo mató? ¿Has pensado en el padre de Ishbel?

Brinkley alzó la cabeza.

– Pensado… sí; de pasada.

Siobhan asintió con la cabeza.

Les Young hizo una pregunta:

– Roy, ¿viste a Cruikshank después de salir de la cárcel?

– Lo vi.

– ¿Hablasteis?

El joven negó con la cabeza.

– Lo vi un par de veces con otro tipo.

– ¿Quién?

– Sería un amigo suyo.

– ¿Tú no le conocías?

– No.

– Entonces, no sería del pueblo.

– A lo mejor sí… Yo no conozco a todo el mundo en Banehall. Como usted ha dicho, siempre estoy enfrascado en un libro.

– ¿Podrías describirlo?

– Una vez visto no se olvida -respondió Brinkley esbozando una especie de sonrisa.

– ¿Por qué?

– Es que tenía un tatuaje que le cubría todo el cuello. Una tela de araña -dijo el joven señalando con la mano su garganta.


* * *

Para que no pudiera oírles Roy Brinkley se sentó en el coche de Siobhan.

– Un tatuaje en forma de tela de araña -comentó ella.

– No es la primera vez que surge ese detalle -dijo Les Young-. Lo mencionó uno de los clientes de The Bane, y el camarero confesó que en una ocasión había servido a ese individuo y que tenía mala catadura.

– ¿Sabemos el nombre?

Young negó con la cabeza.

– Aún no, pero lo averiguaremos.

– ¿Sería alguien a quien conoció en la cárcel?

Young, en vez de contestar, le preguntó:

– ¿Qué era lo del Albatros?

– No me diga que también lo conoce.

– Cuando yo era adolescente y vivía en Livingston, si no iba uno a Lothian Road para eso, se probaba suerte en el Albatros.

– ¿Ya tenía fama entonces?

– De mal sonido, de cerveza aguada y de pista de baile pegajosa.

– ¿Y la gente seguía yendo?

– Durante cierto tiempo fue lo único que había, y algunas noches acudían más mujeres que hombres, mujeres de cierta edad.

– O sea, ¿que era un burdel?

Él se encogió de hombros.

– No llegué a comprobarlo.

– Estaría demasiado ocupado jugando al bridge -dijo ella en broma.

Young no se dio por aludido.

– Lo que me extrañó es que usted supiera de su existencia -dijo.

– ¿Ha leído en los periódicos el caso de los esqueletos?

– No hace falta -dijo él sonriendo-. Se ha comentado bastante en la comisaría. No es frecuente que el doctor Curt meta la pata.

– No metió la pata -replicó ella haciendo una pausa-. De todos modos, yo también me equivoqué.

– ¿Cómo?

– Tapé el esqueleto infantil con mi chaqueta.

– ¿El de plástico?

– Estaba cubierto de tierra y cemento.

Él alzó una mano para dar por zanjado el tema.

– De todos modos, no acabo de ver la relación.

– No hay mucha -admitió ella-. Es que el gerente del pub fue dueño del Albatros.

– ¿Es una coincidencia?

– Supongo.

– ¿Pero va a hablar con él para ver si conocía a Ishbel?

– Probablemente.

Young suspiró.

– Así que nos queda el del tatuaje y poco más.

– Es más de lo que teníamos hace una hora.

– Pues sí -añadió él mirando al aparcamiento-. ¿No hay un café decente en Banehall?

– Podríamos ir por la M8 a Harthill.

– ¿Por qué? ¿Qué hay en Harthill?

– La cafetería de la autopista.

– He dicho un café decente, Siobhan.

– Es sólo una sugerencia -dijo Siobhan mirando también por el parabrisas.

– De acuerdo, usted conduce y yo invito -accedió Young finalmente.

– Vale -contestó ella dándole al contacto.

Capítulo 23

Rebus volvió a George Square. Ante el despacho de la doctora Maybury oyó voces dentro, pero llamó a la puerta.

– ¡Entre!

La abrió, asomó la cabeza y vio que rodeaban la mesa ocho alumnos con cara de sueño.

– ¿Podemos hablar un minuto? -preguntó sonriente a Maybury.

Ella dejó resbalar de la nariz sus gafas, que quedaron colgando de un cordón sobre su pecho, se levantó sin decir nada y, estrujándose entre las sillas y la pared, cerró la puerta y lanzó un hondo suspiro.

– Lamento tener que volver a molestarla -dijo Rebus.

– No, no es eso -replicó ella pellizcándose el puente de la nariz.

– ¿Son alumnos tontos?

– No sé por qué damos clases los lunes a primera hora -dijo ella estirando el cuello a derecha e izquierda-. Bueno, no es problema suyo. ¿Localizó a esa mujer senegalesa?

– Bueno, es la razón de mi visita…

– Dígame.

– Nuestra última hipótesis es que tal vez ella conozca a estudiantes de su país. -Rebus hizo una pausa-. En realidad, puede que incluso sea estudiante.

– Ya.

– Bueno, lo que no sé… es cómo averiguarlo con certeza. Ya sé que no es de su incumbencia, pero podría orientarme.

Maybury reflexionó un instante.

– Lo mejor será que vaya al departamento de matrículas.

– ¿Dónde?

– En la Universidad Vieja.

– ¿Enfrente de la librería Thin?

Ella sonrió.

– Inspector, ya veo que hace tiempo que no compra libros. Esa librería cerró; ahora es de Blackwell -dijo ella sonriendo.

– Pero la Universidad Vieja sigue allí, ¿no?

– Perdone por la impertinencia -repuso ella asintiendo con la cabeza.

– ¿Cree usted que me atenderán?

– Allí sólo van estudiantes a matricularse y usted les resultará algo exótico. Cruce Bristol Square, tome el pasadizo subterráneo y entre por West College Street.

– Sí, gracias, creo que sé el camino.

– Figúrese -dijo ella como volviendo a la realidad-, yo aquí de cháchara para retrasar lo inevitable porque aún me quedan cuarenta minutos… -añadió mirando el reloj.

Rebus, con gesto exagerado, arrimó el oído a la puerta.

– De todos modos, creo que se han quedado dormidos. Sería una lástima despertarlos.

– La lingüística nunca duerme, inspector -replicó Maybury enderezando la espalda-. Vamos a la batalla -añadió con un suspiro abriendo la puerta y dejándole.


* * *

Por el camino, Rebus llamó a Whitemire y pidió hablar con Traynor.

Lo siento, el señor Traynor no está.

– ¿Es usted, Janet?

Se hizo un silencio.

Al habla -dijo Janet Eylot.

– Janet, soy el inspector Rebus. Escuche, siento que mis colegas le hayan molestado. Dígame si yo puedo hacer algo.

Gracias, inspector.

– ¿Qué sucede con su jefe? No me diga que está de baja por estrés…

Es que no quiere que le interrumpan esta mañana.

– Muy bien, pero ¿no me haría el favor de intentarlo? Dígale que tengo que hablarle.

Janet tardó un momento en responder.

Muy bien -dijo finalmente.

Al cabo de un rato, Traynor se ponía al habla:

Escuche, estoy de trabajo hasta el cuello.

– Sí, todos lo estamos -comentó Rebus en tono comprensivo-. Llamaba para saber si ha hecho esas comprobaciones.

¿Qué comprobaciones?

– Cuántos kurdos y africanos francófonos han salido avalados de Whitemire.

Traynor lanzó un suspiro.

No hay ninguno.

– ¿Está seguro?

Seguro. ¿Eso es todo lo que quería?

– De momento -contestó Rebus, e inmediatamente se cortó la comunicación.

Rebus miró el móvil, pero decidió que no merecía la pena ponerse pesado. Al fin y al cabo le había contestado. Aunque no acababa de creerle.


* * *

– Es muy extraño -dijo la mujer del registro una vez más.

Condujo a Rebus a través de la planta hacia otra sección de despachos en la vieja universidad. Rebus creyó recordar que aquello había sido la sede de la Facultad de Medicina, donde los ladrones de cadáveres llevaban su botín para venderlo a los cirujanos interesados. ¿No habían efectuado allí la disección del asesino en serie William Burke una vez ahorcado?

Cometió el error de preguntárselo a la mujer, quien le miró por encima de las gafas de media luna, pero no como algo exótico, desde luego.

– Yo no sé nada de eso -respondió con un gorjeo.

Caminaba aprisa con los pies muy juntos y Rebus vio que, aunque tendría la misma edad que él, resultaba difícil imaginársela más joven.

– Es muy extraño -repitió vocalizándolo despacio, como para sus adentros.

– Le agradeceré mucho la información que pueda darme.

Lo mismo le había dicho al presentarse y ella, tras escucharle atenta, hizo una llamada a un superior, que dio la autorización, con la reserva de que los datos personales eran confidenciales y que para acceder a ellos era preciso una solicitud por escrito.

Rebus estuvo de acuerdo y añadió que el requisito sería irrelevante si no había estudiantes senegaleses matriculados en la universidad.

Por consiguiente, la señora Scrimgour iba a consultar la base de datos.

– Podría usted haber aguardado en la oficina -dijo.

Rebus asintió con la cabeza. Entraron en una habitación abierta, donde había una joven ante un ordenador.

– Voy a ocupar tu puesto, Nancy -añadió la señora Scrimgour en tono casi de reprimenda.

La joven estuvo a punto de tirar la silla por apresurarse a obedecer. La señora Scrimgour señaló con la cabeza al otro lado de la mesa para darle a entender a Rebus que se quedara donde estaba sin ver la pantalla. Él obedeció a medias apoyándose con los codos en el borde de la mesa y situando los ojos a la misma altura que los de la mujer, quien frunció el ceño, pero él se limitó a sonreír.

– ¿Hay información? -preguntó.

– África se divide en dos zonas -contestó ella tecleando.

– Senegal está en la noroeste.

– ¿Norte u oeste? -replicó ella mirándole.

– Una de las dos -contestó él, encogiéndose de hombros.

Ella hizo una especie de inhalación, continuó tecleando y a continuación puso la mano sobre el ratón.

– Bien -dijo-, hay una estudiante de Senegal. Ya lo sabe.

– ¿Y no me pueden dar los datos?

– No sin cumplir el requisito; ya se lo he dicho.

– Lo que nos llevará aún más tiempo.

– Es el procedimiento reglamentario -declamó ella-, según la ley, usted ya sabe.

Rebus asintió despacio con la cabeza acercando su rostro al de ella; la mujer retrocedió en la silla.

– Muy bien -añadió-, creo que es cuanto podemos hacer por hoy.

– ¿Y no es posible que deje distraídamente la pantalla encendida cuando se vaya?

– Usted sabe tan bien como yo la respuesta, inspector.

Dicho lo cual hizo dos veces clic con el ratón y Rebus comprendió que había hecho desaparecer los datos. Pero no importaba. Los había visto reflejados en las gafas de la funcionaría: la foto de una joven sonriente con pelo ensortijado, y estaba casi seguro de que el apellido era Kawake, residente en los pabellones de estudiantes de Dalkeith Road.

– Ha sido muy amable -dijo a la señora Scrimgour.

Ella aceptó el cumplido tratando de no mostrar pesadumbre.


* * *

Pollock Halls estaba al pie de Arthur's Seat, bordeando Holyrood Park. Era un complejo residencial extenso y laberíntico, mezcla de una arquitectura antigua y moderna, con edificios de tejados altos con torretas y otros nuevos como cajas de zapatos. Rebus dejó el coche en la verja de entrada y caminó hasta donde estaba el vigilante.

– Hola, John -saludó el hombre.

– Tienes muy buen aspecto, Andy -contestó Rebus dándole la mano.

Andy Edmunds había sido agente de policía desde los dieciocho años, lo que le permitió jubilarse con la paga entera sin haber cumplido los cincuenta, y tenía aquel empleo a tiempo parcial de vigilante para llenar algunas horas del día. Como los dos se habían hecho favores en su momento, Andy le informaba a Rebus sobre los que intentaban vender droga a los estudiantes de la residencia porque aún se sentía ligado al cuerpo.

– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó.

– A ver si me puedes hacer un favor. Tengo el nombre de una joven, aunque a lo mejor es el apellido, y ésta es su última dirección.

– ¿Qué ha hecho?

Rebus miró a su alrededor como para dar más importancia a lo que iba a decir y Andy se acercó a él un paso.

– Es que puede haber cierta relación con ese asesinato de Knoxland -dijo Rebus en voz baja llevándose el dedo a los labios.

Edmunds asintió con la cabeza.

– John, ya sabe que soy como una tumba.

– Lo sé, Andy. Bien, ¿podríamos localizarla?

El plural electrizó a Edmunds, quien entró en la garita de cristal a hacer una llamada.

– Hablaremos con Maureen -le dijo a Rebus con un guiño-. Hay algo entre nosotros dos, pero ella está casada -añadió llevándose él también un dedo a los labios.

Rebus asintió con la cabeza. Él le había hecho una confidencia y el vigilante le confiaba su secreto. Cubrieron unos diez metros hasta el edificio principal, el más antiguo del recinto, de estilo regional escocés; dominaba el interior una escalera de madera y las paredes estaban recubiertas también de planchas de madera con pátina. La oficina de Maureen, en la planta baja, contaba con una elaborada chimenea de mármol y techo artesonado. Rebus se llevó cierta decepción con la mujer, que era pequeña, regordeta y algo tímida. Costaba imaginarla cometiendo adulterio con un hombre de uniforme. Edmunds miró a Rebus como quien aguarda alguna muestra de admiración. Rebus enarcó una ceja y asintió con la cabeza, y el ex policía pareció satisfecho.

Después de dar la mano a Maureen, Rebus le deletreó el nombre.

– Pero a lo mejor hay algún error en alguna letra -le previno.

– Kawame Mana. Aquí está -dijo la mujer señalando la pantalla, que mostraba la misma información que la de la funcionaría de matrículas-. Tiene una habitación en Fergusson Hall y estudia psicología.

– ¿Fecha de nacimiento? -preguntó Rebus, que acababa de abrir la libreta.

Maureen dio unos golpecitos en la pantalla y Rebus leyó que Kawame tenía veinte años y era estudiante de segundo curso.

– La llaman Kate -añadió Maureen- y su habitación es la doscientos diez.

Rebus se volvió hacia Andy Edmunds, quien ya asentía con la cabeza.

– Le acompaño -dijo.


* * *

El largo pasillo color crema estaba más tranquilo de lo que Rebus pensaba.

– ¿No hay nadie que tenga hip-hop a todo volumen? -preguntó.

Edmunds lanzó un bufido.

– John, hoy día usan auriculares para aislarse del mundo.

– Así que, ¿aunque llamemos no nos oirá?

– Ahora lo veremos -dijo el vigilante.

Se detuvo ante el 210, una puerta adornada con pegatinas de flores y caras sonrientes, y el nombre de Kate sobre unas estrellitas plateadas. Rebus cerró el puño y llamó tres veces con fuerza. Se entreabrió la puerta de enfrente, asomaron dos ojos y volvió a cerrarse de golpe. Edmunds olfateaba exageradamente.

– Hierba cien por cien -dijo.

Rebus torció el gesto.

Como no contestaron al segundo intento, llamó a la otra puerta con más fuerza aún, y cuando abrieron ya tenía el carnet en la mano. Estiró el brazo y le arrancó los auriculares. El estudiante no tendría veinte años, vestía unos pantalones de combate gastados y una camiseta que le venía pequeña. El aire entraba por la ventana recién abierta.

– ¿De qué se trata? -dijo el muchacho vocalizando con torpeza.

– De ti, por lo que se huele -replicó Rebus asomándose a la ventana.

De una mata que había justo debajo salía un hilo de humo.

– Espero que no te quedara mucho.

– ¿Mucho, de qué? -replicó el estudiante con un acento de buena familia, de los Home Counties.

– Como lo llames, costo, maría, mierda, hierba… -contestó Rebus sonriente-. Pero pierde cuidado que no voy a bajar a recoger la toba para analizar la saliva del papel, comprobar el ADN y volver aquí a detenerte.

– ¿No se ha enterado de que la hierba ya no es ilegal?

Rebus negó con la cabeza.

– Han reducido la categoría de delito, que no es lo mismo. De todos modos, tienes derecho a llamar por teléfono a tus padres; esa ley está vigente.

Miró el cuarto: una cama pequeña con un plumón arrugado al lado, en el suelo; estanterías con libros, un portátil en la mesa y carteles de teatro.

– ¿Te gusta el teatro?

– He actuado en algunos montajes de estudiantes.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Conoces a Kate?

– Sí -contestó el joven, desenchufando el aparato conectado a los auriculares. Rebus pensó que Siobhan sabría qué era; él únicamente veía que era muy pequeño para compactos.

– ¿Sabes dónde puede estar?

– ¿Qué ha hecho?

– No ha hecho nada. Sólo quiero hablar con ella.

– No suele parar mucho en su habitación. A lo mejor la encuentra en la biblioteca.

– John…

Edmunds sostenía la puerta abierta para que pudiera ver el pasillo. Una joven de piel oscura, de pelo rizado sujeto atrás con una cinta, abría la puerta mirando curiosa por encima del hombro lo que sucedía en la habitación frente a la suya.

– ¿Kate? -dijo Rebus.

– Sí. ¿Qué quiere? -replicó ella con una entonación poco inglesa.

– Soy policía, Kate -añadió Rebus.

Salió al pasillo, mientras Edmunds cerraba a su espalda la puerta del joven.

– ¿Podemos hablar?

– Dios mío, ¿es por mis padres? -inquirió ella abriendo aún más sus grandes ojos-. ¿Les ha sucedido algo?

– La bolsa que llevaba colgada al hombro resbaló hasta el suelo.

– No tiene nada que ver con tu familia -dijo Rebus.

– ¿Qué, entonces…? No comprendo.

Rebus metió la mano en el bolsillo, sacó la cinta en su estuche transparente y tamborileó con los dedos.

– ¿Tienes un casete?


* * *

Después de escuchar la cinta, la joven miró a Rebus a la cara.

– ¿Por qué me ha pedido que lo escuche? -dijo con voz temblorosa.

Rebus estaba apoyado en el armario con las manos a la espalda. Le había dicho a Edmunds que aguardara fuera, cosa que no le había gustado al vigilante. Pero él no quería que asistiera a la conversación, independientemente de lo que pensara, por una parte porque Edmunds ya no era policía y aquello era una investigación policíaca, y por otra -y sería la excusa que le daría a Edmunds-, porque allí no cabían los tres. Y él no quería soliviantar más aún a Kate. Rebus se inclinó hacia el casete, que estaba en la mesa de estudio, pulsó el botón de paro y a continuación el de rebobinado.

– ¿Quieres oírla otra vez?

– No sé qué es lo que quiere que haga yo.

– Creemos que la voz es de una mujer de Senegal.

– ¿De Senegal? -dijo Kate frunciendo los labios-. Puede ser… ¿Quién le dijo eso?

– Una persona del Departamento de Lingüística -contestó Rebus sacando la cinta-. ¿Hay muchos senegaleses en Edimburgo?

– Que yo sepa, yo soy la única -contestó la joven mirando el casete-. ¿Qué ha hecho esa mujer?

Rebus se dedicó a examinar los compactos de la joven. Tenía una estantería llena y varios montones en el alféizar de la ventana.

– Sí que te gusta la música, Kate.

– Me gusta bailar.

Rebus asintió con la cabeza.

– Ya lo veo. -En realidad lo que veía eran nombres de bandas e intérpretes totalmente desconocidos para él. Se irguió-. ¿No conoces a nadie más de Senegal?

– Sé que hay bastantes senegaleses en Glasgow… ¿Qué ha hecho esa mujer?

– Lo que has oído en la cinta: una llamada de socorro. Asesinaron a alguien que conocía y tenemos que hablar con ella.

– ¿Por qué creen que fue ella?

– Tú, que estudias psicología, ¿qué crees?

– Si ella lo hubiese matado, ¿por qué iba a llamar a la policía?

Rebus asintió con la cabeza.

– Eso pensamos, pero, de todos modos, podrá darnos información.

Rebus había tomado nota de todo, desde las alhajas de Kate hasta el bolso de bandolera que olía a nuevo. Miró por el cuarto buscando las fotos de los padres que se suponía pagaban los gastos de la joven.

– ¿Tienes familia en Senegal, Kate?

– Sí, en Dakar.

– Allí es la etapa final del rally, ¿verdad?

– Exacto.

– ¿Y estás en contacto con tu familia?

– No.

– Ah. Entonces, ¿te lo pagas tú todo?

Ella le miró furiosa.

– Lo siento, la curiosidad es parte de mi trabajo. ¿Te gusta Escocia?

– Es mucho más fría que Senegal.

– Lo supongo.

– No me refiero simplemente al clima.

Rebus asintió con la cabeza.

– Entonces, Kate, no puedes ayudarme…

– De verdad que lo siento.

– No te preocupes -dijo Rebus-, pero si conoces a alguna compatriota…

Dejó su tarjeta en la mesa.

– Se lo comunicaré -continuó ella, levantándose de la cama, dispuesta a despedirle.

– Bueno, gracias otra vez -insistió Rebus.

Le tendió la mano. Al estrechársela notó que la tenía fría y húmeda y, al cerrarse la puerta, pensó en aquel brillo en su mirada como de gran alivio.

Edmunds estaba sentado en el primer escalón cogiéndose las rodillas con los brazos. Rebus se disculpó y le dio sus explicaciones. El vigilante no dijo nada hasta que salieron del edificio y llegaron a la barrera donde estaba el coche, pero finalmente se volvió hacia Rebus.

– ¿Es cierto eso del ADN en los papeles de fumar?

– Yo qué sé, Andy. Pero me sirvió para infundir temor de Dios a ese mequetrefe, y eso es lo que cuenta.


* * *

El material pornográfico había pasado a la dirección general en Livingston. Allí, en el salón de proyecciones, había otras tres agentes, y Siobhan advirtió que era una situación inquietante para el elemento masculino representado por una docena de policías. El único televisor disponible era un aparato de dieciocho pulgadas, en torno al cual se apiñaban todos. Los hombres apenas abrían la boca y mordían el bolígrafo con un mínimo de comentarios chistosos. Les Young no hacía prácticamente otra cosa que caminar de arriba abajo con los brazos cruzados, mirándose los zapatos, como si quisiera mantenerse al margen de aquello.

Algunas películas eran comerciales, compradas en Estados Unidos o en Europa. Había una alemana y otra japonesa con colegialas de uniforme no mayores de quince o dieciséis años.

– Pornografía infantil -comentó uno de los presentes, pidiendo que congelaran la imagen para hacer una foto de una cara.

Uno de los DVD estaba muy mal filmado y montado. Se veía un cuarto de estar del extrarradio con una pareja en un sofá de cuero verde y otra en una alfombra de mucho pelo. Otra mujer de piel oscura estaba en cuclillas junto a la estufa eléctrica masturbándose, mirando a la cámara. La cámara peinaba el cuarto, pero en un momento determinado la mano del que la manejaba entraba en cuadro y tocaba un seno a una de las mujeres. La banda sonora, que hasta aquel momento no era más que una sucesión de balbuceos, gruñidos y resuellos, recogió su pregunta:

«¿Estás a gusto, tío?»

– Parece acento local -comentó un policía.

– Lo han filmado con una cámara digital y montado en un ordenador -añadió otro-. Hoy día cualquiera puede hacer sus propias películas porno.

– Menos mal que no todos piensan así -dijo una voz de mujer.

– Un momento -terció Siobhan-. Páselo hacia atrás, por favor.

El que manejaba el mando a distancia lo hizo y fue congelando paulatinamente la imagen del encuadre.

– ¿Quiere tomar apuntes, Siobhan? -dijo una voz de hombre, seguida de unos resoplidos.

– Basta, Rod -intervino Les Young llamándole la atención.

Cerca de Siobhan un policía se inclinó hacia el que tenía al lado.

– Justo lo que acaba de decir la tía de la alfombra -musitó.

La respuesta fue otro resoplido, pero Siobhan estaba absorta en la imagen de la pantalla.

– Congele ese encuadre -dijo-. ¿Qué es lo que tiene el de la cámara en el dorso de la mano?

– ¿No será una marca de nacimiento? -preguntó uno ladeando la cabeza para observarlo mejor.

– Es un tatuaje -comentó una de las mujeres.

Siobhan asintió con la cabeza, se levantó de la silla y se acercó a la pantalla.

– Yo creo que es una araña -dijo mirando a Les Young.

– Una araña tatuada -repitió él en voz baja.

– ¿Y no tendrá quizá la tela en el cuello?

– Lo que significa que el amigo de la víctima hace películas pornográficas.

– Hay que averiguar quién es.

Les Young barrió el cuarto con la mirada.

– ¿Quién se encarga de averiguar los nombres de las amistades de Cruikshank? -inquirió.

– El agente Maxton, señor.

– ¿Dónde está?

– Creo que dijo que volvía a Barlinnie.

Es decir, que había ido a indagar entre los presos amigos de Donny Cruikshank.

– Llámele y explíquele lo del tatuaje -ordenó Young.

El agente se acercó a una mesa y cogió un teléfono. Siobhan se había apartado del televisor y sacó el móvil junto a la cortina de la ventana.

– Por favor, ¿puedo hablar con Roy Brinkley?

Vio que Young la miraba y asentía con la cabeza, dando su aprobación.

– ¿Roy? Soy la sargento Clarke. Escucha… ese amigo de Donny Cruikshank, el de la tela de araña… ¿no viste si tenía otros tatuajes? -Escuchó y sonrió-. ¿En el dorso de la mano? Muy bien, gracias. Vuelve a tus libros.

Cortó la comunicación.

– Tiene una araña tatuada en el dorso de la mano.

– Buen trabajo, Siobhan.

Hubo algunas miradas resentidas de las que Siobhan no hizo caso.

– De poco nos sirve hasta que no sepamos quién es.

Young asintió.

El del mando a distancia seguía pasando la película.

– A lo mejor hay suerte -dijo-. Si el de la cámara interviene, como parece, tal vez se la pase a otro.

Se sentaron de nuevo a mirar. A Siobhan le inquietaba algo, pero no sabía qué. En ese preciso momento la cámara basculó desde el sofá hacia la mujer en cuclillas, que ya no estaba agachada: se había puesto en pie. Sonaba más música de fondo de una cinta en el mismo cuarto de la escena, y la mujer se puso a bailar al compás del ritmo, absorta en la melodía y totalmente ausente de la escena que se desarrollaba ante ella.

– Yo he visto a esa mujer -dijo Siobhan con voz queda, y con el rabillo del ojo vio a uno que ponía los ojos en blanco, incrédulo.

Sí, claro: ella, la preferida del Capitán Calzoncillos, haciéndose la lista.

«Te aguantas», tuvo ganas de soltarles, pero se volvió hacia Young, que también mostraba enorme extrañeza y le dijo:

– La vi bailar una vez.

– ¿Dónde?

Siobhan miró a los demás y luego a él.

– En un local llamado The Nook.

– ¿El club de striptease? -preguntó un policía, provocando carcajadas entre los demás, que esgrimieron dedos acusadores hacia él-. Fue en una despedida de soltero -añadió a guisa de disculpa.

– ¿Aprobó la prueba de baile? -preguntó otro a Siobhan suscitando nuevas risotadas.

– Parecen críos -espetó Les Young-. Formalidad, o largo de aquí -dijo señalando la puerta-. ¿Cuándo fue eso? -preguntó a Siobhan.

– Hace unos días. Fue en relación con Ishbel Jardine -dijo ella centrando ahora la atención de todos-. Porque teníamos sospechas de que hubiera acabado en ese local.

– ¿Y?

– Ni rastro de ella -respondió Siobhan negando con la cabeza, y añadió señalando el televisor-: pero ésa sí que estoy segura de que estaba allí haciendo precisamente ese mismo baile.

En la pantalla, uno de los hombres, desnudo salvo por los calcetines, se aproximaba a la bailarina y ponía las manos sobre sus hombros como para obligarla a arrodillarse, pero ella lo rechazaba y continuaba bailando con los ojos cerrados. El hombre miró a la cámara y se encogió de hombros. La cámara enfocó hacia abajo borrosamente y al alzarse de nuevo encuadró a otro individuo de cráneo rapado y unas cicatrices más visibles que en la vida real: Donny Cruikshank.

Estaba vestido y sonriente, con una lata de cerveza en la mano.

«Dame la cámara», dijo estirando la mano.

«¿Sabes usarla?»

«Aparta, Mark. Si tú puedes, yo también.»

– Muy bien, Donny-dijo uno de los policías anotando el nombre de «Mark».

Siguió un diálogo, y finalmente la cámara cambió de manos y Donny Cruikshank enfocó a su amigo. La mano destinada a taparse la cara subió con demasiada lentitud y, sin que se lo pidieran, el encargado del mando a distancia retrocedió y congeló la imagen. La cámara digital enfocaba una enorme cabeza rapada reluciente de sudor con tachuelas en las orejas y en la nariz, un anillo en una de las cejas negras y una boca contrariada en la que faltaba un diente.

Y, naturalmente, la tela de araña cubriéndole el cuello.

Capítulo 24

Desde Pollock Halls no tardó mucho en coche hasta Gayfield Square. Sólo había otro cuerpo en el DIC: el de Phyllida Hawes, que se ruborizó al verle entrar.

– ¿Ha delatado a algún otro buen colega últimamente, agente Hawes?

– Escuche, John…

Rebus se echó a reír.

– No te preocupes, Phyl. Hiciste lo que creíste conveniente -añadió recostándose en la mesa de ella-. Cuando Storey vino a verme pensó que estaba en el ajo con Bullen porque conocía la fama que tengo, y eso creo que es gracias a ti.

– De todos modos, debería haberle prevenido -alegó ella desahogándose.

Rebus comprendió que había estado temiendo el momento de enfrentarse a él.

– No voy a guardarte rencor -añadió Rebus, levantándose y dirigiéndose hacia el hervidor-. ¿Quieres un café?

– Sí, muchas gracias.

Rebus echó café con la cucharilla en la única taza limpia que quedaba.

– Bueno -preguntó como quien no quiere la cosa-, ¿quién te presentó a Storey?

– Fue por vía jerárquica, de la central de Fettes al inspector jefe Macrae.

– Y Macrae decidió asignarte a ti el encargo -dijo Rebus asintiendo con la cabeza, como aprobando la elección.

– No tenía que saberlo nadie -añadió Hawes.

Rebus la apuntó con la cucharilla.

– No recuerdo si tomas leche y azúcar… ¿Cómo te lo sirvo?

– No puede recordarlo -replicó ella con una sonrisa-. Es la primera vez que me ofrece café.

Rebus alzó una ceja.

– Es muy posible. Partimos de cero, ¿de acuerdo?

Ella se había levantado de la silla y dio unos pasos hacia él.

– Por cierto, lo tomo con leche.

– Tomo nota -dijo Rebus oliendo el resto de un cartón de leche de medio litro-. Prepararía uno para Colin, pero me imagino que estará en Waverley al acecho de ladrones furtivos del extrarradio.

– En realidad, le llamaron para un servicio -dijo Hawes señalando con la cabeza hacia la ventana.

Rebus miró hacia el aparcamiento y vio que en cada coche patrulla que quedaba subían cuatro o cinco policías de uniforme.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

– En Cramond necesitan refuerzos.

Era una de las zonas más agradables de casas caras entre un campo de golf y el río Almond.

– ¿En Cramond? -repitió Rebus abriendo mucho los ojos-. ¿Se ha sublevado el campesinado?

Hawes se acercó a su vez a la ventana.

– Se trata de algo relacionado con inmigrantes ilegales -explicó.

Rebus la miró.

– ¿Qué exactamente?

Ella se encogió de hombros. Rebus la cogió del brazo y la llevó hasta su mesa, descolgó el teléfono y se lo tendió a ella.

– Haz una llamada a tu amigo Felix -dijo en tono de orden.

– ¿Para qué?

Rebus, sin contestar, observó cómo marcaba los números.

– ¿Es su móvil? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza y él le cogió el receptor. Contestaron al séptimo timbrazo.

Diga -oyó decir a una voz impaciente.

– ¿Felix? -dijo Rebus sin quitar la vista de Phyllida Hawes-. Aquí, Rebus.

Estoy bastante ocupado en este momento -contestó.

Parecía que iba en coche muy rápido, conduciendo él o con chófer.

– Quería saber cómo van mis averiguaciones.

¿Averiguaciones?

– Sobre los senegaleses que viven en Escocia. No me diga que lo ha olvidado -añadió en tono reprobatorio.

He tenido otras cosas en qué pensar, John. Ya lo miraré.

– ¿Qué es lo que le tiene tan ocupado, Felix? ¿Va camino de Cramond?

Se hizo un silencio y una sonrisa afloró al rostro de Rebus.

Okay -dijo Storey despacio-. Que yo sepa este número no se lo di yo… Así que lo habrá conseguido de la agente Hawes, lo que significa que probablemente llama desde Gayfield Square…

– Y contemplando cómo embarca la caballería en este momento. Bien, ¿qué es lo que sucede en Cramond, Felix?

Otro silencio y, finalmente, las palabras que Rebus esperaba:

¿Por qué no viene a verlo?


* * *

No era un aparcamiento en el propio Cramond, sino a cierta distancia a la orilla del mar. La gente dejaba allí los coches y llegaba a la playa por un sendero sinuoso entre hierbas y ortigas. Era un lugar desierto barrido por el viento y probablemente nunca tan concurrido como aquel día, pues había doce coches patrulla y cuatro coches celulares, más los potentes turismos de Aduanas e Inmigración. Felix Storey gesticulaba dando órdenes a sus huestes.

– Sólo están a cincuenta metros de la orilla, pero cuidado, porque en cuanto nos vean se echarán a correr. A Dios gracias no tienen a donde huir si no tratan de nadar hasta Fife. -Hubo algunas sonrisas, pero Storey alzó una mano-. Hablo en serio. No es la primera vez. Por eso están los guardacostas. -Sonó la llamada de un walkie-talkie y se lo llevó al oído-. A la escucha. -Se oyó lo que a Rebus le pareció una descarga estática-. Corto -dijo cerrando la tapa-. Los dos equipos de flanqueo están en posición y comenzarán a avanzar dentro de unos treinta segundos, así que vamos allá.

Abrió la marcha pasando junto a Rebus, que intentaba encender un cigarrillo.

– ¿Otra delación? -dijo éste.

– Del mismo informante -contestó Storey.

Marchó con sus hombres y el agente Colin Tibbet a la zaga. Rebus se puso también en marcha al lado de Storey.

– ¿De qué se trata? ¿De barcos que descargan ilegales en la orilla?

– De marisqueo -respondió Storey mirándole.

– ¿Cómo dice?

– Recolección de berberechos. Las mafias lo hacen con inmigrantes y solicitantes de asilo pagándoles una miseria. ¿Ve aquellos dos Land Rover…?

Rebus volvió la cabeza y reparó en dos vehículos con remolque en el extremo del aparcamiento y dos agentes uniformados de guardia.

– Ahí los transportan y los venden a restaurantes, y es posible que exporten a alguna parte.

En aquel momento pasaban ante un letrero que señalaba que los moluscos recogidos en la arena podían estar contaminados y no ser aptos para el consumo. Storey miró otra vez a Rebus.

Los restaurantes no saben lo que compran.

– Creo que no volveré a mirar la paella con los mismos ojos -comentó Rebus.

Cuando iba a preguntar por los remolques oyó el sonido de unos motores de poca cilindrada y acto seguido vio dos motos quad de cuatro ruedas que remontaban el talud costero cargadas de sacos a rebosar. En la playa se avistaban figuras dispersas con palas, reflejadas en la arena mojada.

– ¡Adelante! -gritó Storey echándose a correr seguido de sus hombres, por el talud de arena fina que descendía a la playa.

Rebus se quedó allí mirando. Vio que los mariscadores alzaban la vista, soltaban sacos y palas y, mientras unos se quedaban quietos, otros se lanzaban a correr. Por ambos extremos de la playa aparecieron policías de uniforme al tiempo que los hombres de Storey bajaban por las dunas. La única posibilidad de escape era el estuario del Forth. Uno o dos inmigrantes avanzaron mar adentro, pero al sentir el agua fría en las piernas y en la cintura entraron en razón.

Los asaltantes gritaban alborozados, pero algunos perdían el equilibrio y andaban a gatas por la arena. Rebus, que había logrado por fin encender el pitillo, aspiró con fuerza y retuvo el humo gozando del espectáculo. Las motos de cuatro ruedas daban vueltas en círculo y los que las conducían decían algo a gritos. Uno de ellos tuvo la idea de subir por el talud para llegar al aparcamiento, convencido tal vez de que si lo alcanzaba lograría huir, pero iba demasiado rápido para aquella carga y las dos ruedas delanteras perdieron contacto con el suelo y la máquina volcó derribando al conductor, sobre quien se abalanzaron cuatro agentes de uniforme. El segundo conductor optó por no seguir su ejemplo; levantó las manos y dejó la máquina al ralentí hasta que un agente de paisano de Inmigración paró el motor. Aquella escena le recordaba algo a Rebus… Sí, el final de Help, la película de los Beatles. Sólo faltaba Eleanor Bron.

Cuando se dirigía hacia la playa vio que entre los mariscadores había mujeres, algunas sollozando y todas chinas, como los dos de las motos de cuatro ruedas. Un hombre de Storey que hablaba su idioma, haciendo bocina con las manos, daba instrucciones que no parecían apaciguar a las mujeres, cuyos lamentos arreciaron.

– ¿Qué dicen? -le preguntó Rebus.

– Que no quieren que los envíen a su país.

Rebus miró a su alrededor.

– Peor que aquí no debe de ser, ¿no cree?

El agente de Inmigración torció el gesto.

– Figúrese, son sacos de cuarenta kilos, y si acaso les pagan tres libras por saco, y sin posibilidad de reclamaciones laborales.

– Lo imagino.

– Es puro esclavismo. Utilizan a seres humanos como mercancía que se compra y se vende. En el nordeste limpiando pescado, y en otros lugares, recogiendo fruta y verdura. Las mafias disponen de un buen contingente para cualquier demanda.

El agente continuó vociferando nuevas instrucciones a los trabajadores, quienes, exhaustos en su mayoría, parecían contentos de parar. Llegaron unos agentes de la operación de flanqueo con unos cuantos fugitivos.

– ¡Una llamada! ¡Tengo que hacer una llamada! -gritó uno de los conductores de los quads.

– En la comisaría, si nos parece bien -replicó un agente.

Storey se detuvo frente al conductor.

– ¿A quién quieres llamar? ¿Tienes móvil?

El hombre trató de mover las manos esposadas hacia el bolsillo del pantalón. Storey le sacó el teléfono y se lo puso delante de las narices.

– Dime el número y yo lo marco.

El hombre le miró y negó con la cabeza despacio sonriendo, dándole a entender que no era tan tonto.

– Si quieres quedarte en este país más vale que colabores -insistió Storey.

– Yo soy legal y tengo permiso de trabajo.

– Me alegro. Lo comprobaremos para ver si es falso o está caducado.

La sonrisa se desvaneció como un castillo de arena tumbado por la marea.

– Pero podemos entendernos -dijo Storey-. En cuanto estés dispuesto a hablar me lo dices.

Indicó con la cabeza que lo llevaran con los demás, que ya subían por las dunas. En aquel momento vio a Rebus a su lado.

– Lo más jodido -comentó- es que si tiene los papeles en regla no está obligado a decirnos nada, porque recoger berberechos no es ilegal.

– ¿Y esos otros? -preguntó Rebus señalando a los rezagados, más viejos, que caminaban encorvados.

– Si son ilegales irán a un centro de detención hasta que podamos deportarlos a su país -contestó Storey irguiéndose y metiendo las manos en los bolsillos de su chaquetón de pelo de camello-. Pero no faltarán quienes les sustituyan.

Rebus vio que el jefe de Inmigración oteaba el inmenso oleaje gris.

– ¿Canute y la marea? -comentó a guisa de metáfora.

Storey sacó un enorme pañuelo blanco, se sonó ruidosamente y comenzó a ascender la duna dejando que Rebus acabara el pitillo.

Cuando llegó al aparcamiento no estaban ya las furgonetas, aunque había un nuevo personaje esposado, y un agente uniformado ponía a Storey al corriente de lo ocurrido.

– Venía por la carretera y dio media vuelta al ver el coche patrulla, pero le alcanzamos.

– ¡Ya le he dicho que no fue por ustedes! -vociferó el hombre con acento irlandés.

Avanzaba desafiante, la barbilla de su mentón cuadrado con barba de varios días. Habían llevado al aparcamiento su coche, un viejo BMW de la serie 7, rojo, descolorido y con las portezuelas oxidadas. Era un coche que Rebus había visto en alguna parte. Se acercó, dio una vuelta en torno a él y vio en el asiento del pasajero un cuaderno abierto con una lista de nombres que le parecieron chinos. Storey cruzó una mirada con Rebus y asintió con la cabeza. Él ya lo sabía.

– A ver, su nombre -preguntó al conductor.

– Antes enséñeme su carnet -replicó el hombre.

Vestía una chaqueta verde oliva, tal vez la misma que llevaba cuando Rebus le vio una semana atrás.

– ¿Qué coño mira? -le espetó escrutándole de arriba abajo.

Rebus sonrió, sacó el móvil e hizo una llamada.

– ¿Shug? Aquí Rebus. ¿Te acuerdas de la manifestación, y que tenías que averiguar el nombre de un irlandés? -Escuchó lo que decía Davidson sin quitar los ojos del hombre-. ¿Peter Hill? Bien -añadió asintiendo con la cabeza-, ¿sabes una cosa? Si no me equivoco creo que lo tengo delante de mí.

El hombre le miró furioso sin osar replicar.


* * *

Fue sugerencia de Rebus que llevaran a Peter Hill a la comisaría de Torphichen, donde les esperaba Shug Davidson en el cuarto de la investigación sobre el homicidio de Stef Yurgii. Rebus hizo las presentaciones y Davidson y Felix Storey se dieron la mano. Varios agentes miraban la escena. No era la primera vez que veían a un negro, pero sí en aquella zona de la ciudad.

Rebus se limitó a escuchar la explicación que daba Davidson sobre la relación entre Peter Hill y Knoxland.

– ¿Tiene pruebas de que traficaba con droga? -preguntó Storey después de escuchar.

– Pruebas determinantes no, pero detuvimos a cuatro compinches suyos.

– Lo que significa que no era un pez gordo o…

– Demasiado listo y pudo escapar -añadió Davidson asintiendo con la cabeza.

– ¿Y de su vinculación con los paramilitares?

– Tampoco hay pruebas, pero la droga tiene que venir de algún sitio y los servicios de inteligencia de Irlanda del Norte señalaron ese origen concreto. Los terroristas necesitan obtener dinero con cualquier medio.

– ¿Incluso traficando con inmigrantes ilegales?

Davidson se encogió de hombros.

– Todo es empezar -aventuró.

– El coche que conducía… -añadió Storey frotándose la barbilla.

– Es un BMW de la serie siete -dijo Rebus.

Storey asintió con la cabeza.

– Pero la matrícula no era irlandesa, ¿verdad? En Irlanda del Norte consta de tres letras y cuatro cifras.

– Está muy enterado -comentó Rebus mirándole.

– Trabajé un tiempo en Aduanas, y vigilando transbordadores de pasajeros se aprenden los números de las matrículas.

– No acabo de ver qué es lo que quiere plantear -dijo Davidson.

Storey se volvió hacia él.

– Pienso en su relación con el coche. Si no vino en él, lo compraría aquí o…

– O es de otra persona -añadió Davidson asintiendo con la cabeza.

– A menos que trabaje por su cuenta y no se trate de una operación de tanta envergadura.

– Se lo podemos preguntar -dijo Davidson.

Suscitó una sonrisa en Storey, que se volvió hacia Rebus como requiriendo su aprobación. Pero Rebus entornaba los ojos sin dejar de pensar en aquel coche.


* * *

Fueron al cuarto número 2 a interrogar al irlandés, que ni miró a los tres hombres que entraban a relevar al agente de uniforme que lo custodiaba. Storey y Davidson se sentaron frente a él a la mesa y Rebus se apoyó en la pared. Se oía un martillo neumático de unas obras en la calle, que serviría de ruido de fondo a la declaración y quedaría grabado en las cintas que Davidson desempaquetó. Las metió en la grabadora y comprobó la hora del aparato. Después hizo lo propio con dos cintas vírgenes de vídeo para la cámara situada encima de la puerta y enfocada hacia la mesa para poder desmentir con imágenes cualquier alegación de malos tratos de los sospechosos.

Los tres policías se identificaron para dejar constancia en la grabación y Davidson pidió al irlandés que diera su nombre completo, pero éste, sin abrir la boca, se dedicó a sacudirse hebras de los pantalones y después juntó las manos, las apoyó en el borde de la mesa y continuó mirando a la pared entre Davidson y Storey. Finalmente dijo:

– Me gustaría tomar una taza de té con tres terrones de azúcar.

Por la falta de tres muelas tenía las mejillas hundidas, lo que resaltaba aún más su cráneo de piel atezada. Tenía pelo plateado corto, ojos azul claro y un cuello escuálido. No pasaría de un metro setenta y tres y pesaría unos sesenta y cuatro kilos. Pero se hacía el duro.

– A su debido tiempo -respondió Davidson sin alterarse.

– Y quiero un abogado y llamar por teléfono.

– También a su tiempo. De momento… -replicó Davidson abriendo un sobre marrón y sacando una fotografía de gran formato en blanco y negro-. Éste es usted, ¿verdad?

Sólo se veía la mitad de una cara, que ocultaba casi totalmente la capucha de la chaqueta. Estaba tomada el día de la manifestación en Knoxland, el día en que Howie Slowther había intentado tirar una piedra a Mo Dirwan.

– No creo.

– ¿Y éste?

Era otra foto donde se le veía bien la cara, tomada meses atrás en Knoxland.

– ¿Y qué quiere insinuar?

– Quiero insinuar que hace tiempo que deseo imputarle algo -replicó Davidson sonriendo y volviéndose hacia Felix Storey.

– Señor Hill -comenzó a decir Storey cruzando las piernas una sobre otra-, soy oficial de Inmigración y vamos a examinar los papeles de todos esos trabajadores para comprobar quiénes son ilegales.

– No sé de qué habla. Yo daba un paseo por la costa y eso no es ilegal, ¿no es cierto?

– No, pero a un jurado le extrañaría esa coincidencia de los nombres de esa lista que había en su coche con los de los detenidos.

– ¿Qué lista? -exclamó Hill, mirando ahora a Storey-. Si hay alguna lista es que la habrán puesto en el coche.

– Claro, y no tendrá sus huellas dactilares.

– Ni le reconocerán los trabajadores en una rueda de identificación -añadió Davidson rematando el acoso.

– ¿Acaso va contra la ley?

– Mire -dijo Storey como haciendo una confidencia-, creo que la esclavitud fue abolida hace siglos.

– ¿Y por eso un negro como usted lleva traje? -espetó el irlandés.

Storey esgrimió una sonrisa irónica como satisfecho de que hubiera llegado tan rápido a la injuria.

– He oído decir que a los irlandeses les llaman los negros de Europa, ¿significa quizá que somos hermanos a pesar de la piel?

– Significa que le den por culo.

Storey echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Davidson cerró el expediente, dejando las dos fotos fuera frente a Peter Hill, y tamborileó sobre el archivador como para llamar su atención sobre el volumen de información acumulada.

– ¿Y desde cuándo te dedicas al tráfico de esclavos? -terció Rebus.

– No diré nada sin una taza de té -respondió el irlandés reclinándose en la silla y cruzando los brazos-. Y quiero que me la traiga mi abogado.

– Ah, ¿tienes abogado? Será seguramente porque lo necesitas.

Hill miró a Rebus, pero su pregunta iba dirigida a los dos policías sentados delante de él.

– ¿Cuánto tiempo piensan tenerme aquí?

– Depende -contestó Davidson-. Esto le vincula con grupos paramilitares -añadió sin dejar de dar palmaditas sobre el archivador- y en virtud de las leyes antiterroristas podemos retenerle más de lo que se figura.

– ¿Ahora resulta que soy terrorista? -inquirió Hill con desdén.

– Siempre lo ha sido, Peter. Lo único que cambia es el modo de financiación. El mes pasado traficaba con droga y ahora con seres humanos…

Llamaron a la puerta y un agente uniformado asomó la cabeza.

– ¿Ya han contestado? -preguntó Davidson.

El agente asintió con la cabeza.

– Pues quédese aquí vigilando al sospechoso -añadió poniéndose en pie.

Dijo en voz alta que el interrogatorio se interrumpía, consultando el reloj para especificar la hora.

Desconectaron las grabadoras y Davidson ofreció su silla al agente, quien le entregó un papel. Afuera en el pasillo, tras cerrar la puerta, desdobló el papel, lo leyó y se lo tendió a Storey, que sonrió satisfecho.

Después fue Rebus quien leyó la nota con la descripción del BMW rojo, la matrícula y el nombre del propietario en mayúsculas: Stuart Bullen.

Storey arrebató la nota a Rebus, besó el papel y dio unos pasos de baile.

Contagiado por su alegría, Davidson, sonriente, le dio unas palmadas en la espalda.

– Pocas veces la vigilancia da tan buen resultado -comentó mirando a Rebus, como recabando su asentimiento.

Pero el éxito no era producto de la vigilancia, pensó él, sino de otra misteriosa delación.

Una delación y la intuición de Storey respecto al propietario del BMW. Si es que era realmente intuición.

Capítulo 25

Cuando llegaron a The Nook se encontraron con otros dos policías: Siobhan y Les Young. Era la hora en que se vaciaban las oficinas y algunos hombres con traje cruzaban la puerta entre los dos gorilas. Rebus preguntó a Siobhan qué hacía allí y en ese momento vio que uno de los porteros hablaba por el pequeño micrófono de los auriculares tapándolo con la mano y con la cabeza vuelta, pero él comprendió que los había visto.

– ¡Está comunicando a Bullen nuestra presencia! -exclamó.

Todos se apresuraron a irrumpir en el local por entre medias del grupo que entraba empujando a los porteros. La música sonaba fuerte, había más clientela que en la primera visita y más bailarinas. Siobhan se rezagó para mirarlas bien mientras Rebus encabezaba la marcha hacia el despacho de Bullen. La puerta del pasillo estaba cerrada y, al mirar a un lado y a otro, vio al camarero de la barra y recordó su nombre: Barney Grant.

– ¡Barney, venga aquí! -gritó.

Barney dejó el vaso que estaba sirviendo, salió de la barra y marcó los números. Rebus dio una embestida a la puerta e inmediatamente sintió que el suelo le faltaba bajo los pies; en el corto pasillo que conducía al despacho habían abierto una trampilla, por la que cayó aterrizando de mala manera sobre unos escalones que se perdían en la oscuridad.

– ¿Qué demonios es esto? -exclamó Storey.

– Una especie de túnel -dijo el camarero.

– ¿Adónde conduce?

El hombre hizo un gesto que daba a entender que no lo sabía. Rebus recobró torpemente el equilibrio al final de los escalones. Se había hecho una buena rozadura, aparte de torcerse el tobillo izquierdo. Alzó la vista y dijo a quienes miraban:

– Salid fuera a ver si averiguáis a dónde conduce.

– Vete a saber -farfulló Davidson.

Rebus escrutó en la oscuridad qué dirección seguía el túnel.

– Creo que va hacia Grassmarket -dijo, cerrando los ojos para que su visión se adaptara a la oscuridad.

Echó a andar palpando las paredes. Al cabo de un rato abrió los ojos parpadeando y distinguió un suelo de tierra húmeda y un techo abovedado, excavado probablemente hacía siglos. La Ciudad Vieja era un laberinto casi inexplorado de túneles y catacumbas que habían servido de refugio a la población contra los invasores y de lugar de citas secretas, conjuras y contrabando. Y en época más reciente la gente los había usado para criar desde champiñones hasta cannabis. Algunos habían sido habilitados para atracción turística, pero en su mayoría eran como aquél, estrechos y malolientes.

El túnel hacía un recodo a la izquierda. Rebus sacó el móvil, pero no había cobertura y no podía indicárselo a los de fuera. Oyó ruido más adelante, aunque no veía nada.

– ¿Stuart? -exclamó, y el túnel hizo eco-. ¡No haga el tonto, Stuart!

Siguió avanzando y vio luz a lo lejos: una figura que desaparecía y de nuevo la oscuridad. Bullen acababa de cerrar otra puerta en la pared. Rebus la palpó con las manos para situar bien el marco y tocó precisamente un pomo. Lo hizo girar tirando de él, pero la puerta abría hacia adentro. Empujó y notó que había algo pesado detrás. Gritó pidiendo ayuda y empujó más con el hombro al tiempo que oía un ruido al otro lado, como si alguien intentara apartar una caja, tras lo cual la puerta se abrió dos o tres palmos y él se escurrió por el resquicio a gatas. Al ponerse en pie vio que la barricada eran unas cajas de libros y que un viejo le miraba.

– Se ha largado a la calle -dijo el hombre.

Rebus asintió con la cabeza y fue hacia la puerta cojeando. Afuera reconoció inmediatamente dónde estaba: en West Port. Había salido a la luz por una librería de viejo a cien metros de The Nook. Vio que el móvil que conservaba en la mano ya tenía cobertura. Miró a su derecha hacia los semáforos de Lady Lawson Street, y luego hacia Grassmarket y vio lo que esperaba: Stuart Bullen en medio de la calle conducido por Felix Storey, que le retorcía un brazo en la espalda, hacia donde él estaba. Llevaba la ropa desgarrada y sucia. Rebus miró la suya, que no estaba mucho mejor; se subió la pernera y advirtió con alivio que sólo tenía rozaduras sin sangre. Apareció Shug Davidson corriendo por Lady Lawson Street, sofocado por el esfuerzo, mientras él doblaba la cintura y apoyaba las manos en las rodillas. Ansiaba fumar un cigarrillo, pero no tenía resuello ni para eso. Se irguió del todo y se encontró cara a cara con Bullen.

– No creas; te estaba dando alcance -dijo al joven.

Le llevaron a The Nook. Había corrido la noticia y no quedaban clientes. Siobhan interrogaba a las bailarinas sentadas en fila en la barra, a quienes Barney Grant servía refrescos.

Del reservado especial salió un cliente solitario, sorprendido del súbito silencio: ni música ni voces. Se hizo cargo de la situación y se dirigió de inmediato a la salida ajustándose el nudo de la corbata. Rebus, que entraba cojeando, chocó hombro con hombro con él.

– Perdone -dijo el hombre.

– Perdone usted, concejal -dijo Rebus mirando cómo se retiraba.

A continuación se acercó a Siobhan y dirigió un saludo con la cabeza a Les Young.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Tenemos que hacer unas cuántas preguntas a Stuart Bullen -contestó Young.

– ¿Sobre qué? -preguntó Rebus sin dejar de mirar a Siobhan.

– Algo en relación con el asesinato de Donald Cruikshank.

Rebus miró a Young.

– Pues por extraño que te resulte, vais a tener que aguardar turno, porque hemos llegado antes.

– ¿Hemos?

Rebus señaló a Felix Storey, que finalmente, aunque a regañadientes, había soltado a Bullen, que ya iba esposado.

– Ese hombre es de Inmigración y tenía sometido a vigilancia a Bullen hace semanas por tráfico de personas, esclavismo y qué sé yo.

– Tenemos que interrogarle -replicó Les Young.

– Pues plantea la solicitud -dijo Rebus estirando el brazo hacia Storey y Shug Davidson.

Les Young miró muy serio a Rebus, pero se dirigió hacia ellos. Siobhan le miraba también furiosa.

– ¿Qué sucede? -preguntó él con cara de inocente.

– ¿No es conmigo con quien estás de mala leche? Pues no la tomes con Les.

– Les ya es mayorcito para arreglárselas por sí mismo.

– Sí, claro; lo que pasa es que él juega limpio, no como otros.

– Siobhan, eso son palabras muy duras.

– De vez en cuando te conviene oírlas.

Rebus se encogió de hombros.

– Bueno, ¿qué relación hay entre Bullen y Cruikshank? -preguntó.

– En casa de la víctima encontramos pornografía casera en la que aparecía una de las bailarinas de este local.

– ¿Y eso es todo?

– Tenemos que hablar con él.

– Me apuesto lo que sea a que a algunos de los que intervienen en el caso va a extrañarles y se preguntarán a qué tanta investigación porque hayan matado a un violador. -Hizo una pausa-. ¿No crees?

– Tú lo sabes mejor que yo.

Rebus se volvió hacia donde estaban Young y Davidson hablando.

– Oye, ¿no tratarás de impresionar al joven Les?

Siobhan puso la mano en el hombro de Rebus para llamar de nuevo su atención.

– Es un caso de homicidio, John. Tú harías lo mismo que hago yo -dijo.

Rebus esbozó una sonrisa imperceptible.

– Era una broma, Siobhan -replicó dirigiéndose a la puerta abierta que conducía al despacho de Bullen-. La primera vez que vinimos aquí, ¿no advertiste esta trampilla?

– Pensé que era del sótano -contestó ella haciendo una pausa-. ¿Tú no la viste?

– Es que no me acordaba de ella -mintió él, restregándose la pierna izquierda.

– Debe de dolerle, amigo -dijo Barney Grant mirando la contusión-. Es igual que cuando te dan una toña. Yo, que he jugado al fútbol, sé lo que es.

– Podría haberme avisado de esa trampilla.

El camarero se encogió de hombros. Felix Storey empujó a Bullen pasillo adelante y Rebus le siguió con Siobhan a la zaga. Storey cerró de golpe la trampilla.

– Buen sitio para esconder a ilegales -comentó.

Bullen lanzó un bufido.

La puerta del despacho estaba abierta y Storey empujó la hoja con el pie. El cuarto estaba tal como Rebus lo recordaba: lleno de cosas. Storey arrugó la nariz.

– Nos va a llevar mucho tiempo meter todo eso en bolsas de pruebas.

– Por Dios bendito -exclamó Bullen a modo de protesta.

La caja fuerte estaba entreabierta y Storey la abrió del todo con la punta del zapato.

– Aja -dijo-. Creo que sí que nos harán falta bolsas de pruebas.

– ¡Es falso! -gritó Bullen-. ¡Lo han puesto ustedes, hijos de puta! -añadió tratando de zafarse de Storey.

Pero el de Inmigración era diez centímetros más alto y seguramente pesaba diez kilos más. Todos miraban apiñados en la puerta, entre ellos Davidson y Young y algunas bailarinas.

Rebus se volvió hacia Siobhan, que frunció los labios. Ella también lo había visto: dentro de la caja fuerte había un montón de pasaportes sujetos con una goma elástica, tarjetas de crédito en blanco, varios sellos de goma falsificados y máquinas de franqueo. Más una serie de documentos doblados, tal vez certificados de nacimiento o de matrimonio. Todo lo necesario para crear cientos de identidades falsas.


* * *

Llevaron a Stuart Bullen al cuarto de interrogatorios número 1 de Torphichen.

– Tenemos aquí a su compinche -dijo Felix Storey, que se había quitado la chaqueta y se soltaba los gemelos para remangarse la camisa.

– ¿Quién? -replicó Bullen, que ahora sin esposas se frotaba las muñecas.

– Creo que se llama Peter Hill.

– No lo conozco.

– Es un irlandés que habla pestes de usted.

Bullen miró a Storey a la cara.

– Ahora sí que veo que es un montaje.

– ¿Por qué? ¿Lo dice porque confía en que Peter no hable?

– Ya le he dicho que no le conozco.

– Tenemos fotos suyas entrando y saliendo de su club.

Bullen miró a Storey como tratando de calibrar si era cierto. Rebus tampoco lo sabía; era posible que los de la cámara de vigilancia hubiesen fotografiado a Hill, pero podía ser un farol de Storey, porque no había traído para el interrogatorio ningún archivador ni carpeta. Bullen miró a Rebus.

– ¿Seguro que quiere que él esté presente? -preguntó a Storey.

– ¿A qué se refiere?

– Se rumorea que está al servicio de Cafferty.

– ¿De quién?

– De Cafferty, el que domina Edimburgo.

– ¿Y eso qué relación tiene con usted, señor Bullen?

– Cafferty odia a mi familia. -Se calló para dar mayor efecto a sus palabras-. Y alguien ha puesto eso en la caja fuerte.

– Invéntese algo mejor -replicó Storey como si lo lamentara- y aclare su relación con Peter Hill.

– Ya se lo he dicho -replicó Bullen apretando los dientes-. No hay ninguna relación.

– ¿Y por eso conducía su coche?

Se hizo un silencio. Shug Davidson paseaba de arriba abajo con los brazos cruzados, Rebus seguía recostado en la pared y Bullen se miraba las uñas.

– Un BMW rojo de la serie siete -prosiguió Storey-, matriculado a su nombre.

– Me lo robaron hace meses.

– ¿Lo denunció?

– No merecía la pena.

– ¿Y va a ratificarse en ese cuento de que las pruebas son un montaje que se hizo en su coche? Espero que tenga un buen abogado, señor Bullen.

– A lo mejor contrato a Mo Dirwan, que parece muy bueno. Me han dicho que son ustedes buenos amigos -añadió Bullen mirando a Rebus.

– Es gracioso que diga eso -terció Shug Davidson acercándose a la mesa-, porque precisamente a su amigo Hill se le ha visto por Knoxland. Tenemos fotos de él en la manifestación el mismo día en que el señor Dirwan estuvo a punto de ser agredido.

– ¿Se pasan el día tomando a escondidas fotos de la gente? -dijo Bullen mirando a su alrededor-. A los que hacen eso se les llama pervertidos.

– Ya que lo dices -añadió Rebus-, tenemos que interrogarte en relación con otro caso.

– Hay que ver qué famoso soy -replicó Bullen abriendo los brazos.

– Por eso permanecerá aquí un buen rato, señor Bullen -dijo Storey-. Así que póngase cómodo.


* * *

Al cabo de cuarenta minutos hicieron un descanso. Los mariscadores estaban detenidos en St. Leonard, única comisaría que disponía de suficientes celdas. Storey fue a un teléfono para comprobar el avance de los interrogatorios, mientras Rebus y Davidson salieron a tomar un té, seguidos al rato por Siobhan y Young.

– ¿Podemos hacer el interrogatorio? -preguntó Siobhan.

– Nosotros vamos a reanudarlo ahora mismo -respondió Davidson.

– Pero en este momento él no hace nada -alegó Les Young.

Davidson lanzó un suspiro, y Rebus comprendió que era porque le complicaban la vida.

– ¿Cuánto tiempo necesitan? -preguntó.

– El que nos conceda.

– De acuerdo, adelante.

Young se dio la vuelta para marcharse, pero Rebus le tocó en el codo.

– ¿Te importa que os acompañe? Es por simple curiosidad.

Siobhan miró a Young para prevenirle, pero él asintió a Rebus con la cabeza. Siobhan giró sobre sus talones y echó a andar hacia el cuarto de interrogatorios para que no vieran su gesto de contrariedad.

Bullen estaba con las manos apoyadas en la nuca, y al ver el té que llevaba Rebus preguntó dónde estaba el suyo.

– En la tetera -replicó Rebus.

Siobhan y Young se presentaban.

– ¿Cambio de turno? -gruñó Bullen apartando las manos de la cabeza.

– Qué bueno es este té -comentó Rebus, y por la mirada con que le obsequió Siobhan comprendió que ella no apreciaba en absoluto su intervención.

– Vamos a interrogarle a propósito de una película pornográfica casera -dijo Les Young.

– De lo sublime a lo ridículo -comentó Bullen con una carcajada.

– La encontramos en el domicilio de una persona asesinada -añadió Siobhan con incisiva frialdad-. Y puede que usted conozca a algún partícipe.

– ¿Ah, sí? -replicó Bullen francamente extrañado.

– Yo reconocí a uno como mínimo -dijo Siobhan cruzando los brazos-. El día que fui a su local con el inspector Rebus estaba bailando en el mástil.

– Primera noticia -respondió Bullen encogiéndose de hombros-. Las chicas van y vienen… Son libres de hacer lo que quieran; yo no soy su abuelita. ¿Han encontrado ya a esa chica que buscaban? -añadió inclinándose sobre la mesa hacia Siobhan.

– No -contestó Siobhan.

– Pero han matado al que violó a su hermana, ¿verdad? -Como Siobhan no respondió, él volvió a encogerse de hombros-. Lo he leído en el periódico, igual que todo el mundo.

– Fue en casa de él donde encontramos la película -añadió Les Young.

– Bueno, sigo sin saber en qué puedo ayudarles yo -dijo Bullen volviéndose hacia Rebus para que se lo aclarara.

– ¿Conocía a Donny Cruikshank? -preguntó Siobhan.

Bullen la miró de nuevo.

– No conocía ni su nombre hasta que leí lo del asesinato.

– ¿No acudía a su club, por casualidad?

– Por supuesto que es posible. Yo no estoy allí permanentemente. Pregunten a Barney.

– ¿Al camarero? -dijo Siobhan.

Bullen asintió con la cabeza.

– O pueden preguntar a Inmigración, que por lo visto vigila mucho -añadió con una sonrisa irónica-. Espero que hayan filmado mi lado bueno.

– ¿Acaso lo tiene? -replicó Siobhan.

La sonrisa de Bullen se desvaneció; miró el reloj, un grueso modelo de oro.

– ¿Hemos acabado? -dijo.

– Ni mucho menos -terció Les Young.

En ese momento se abrió la puerta y entró Felix Storey, seguido de Shug Davidson.

– ¡El equipo al completo! -exclamó Bullen-. Si viniera tanta gente al club, podría retirarme a Gran Canaria.

– Ha pasado el tiempo -dijo Storey a Young-. Tenemos que seguir interrogándole.

Les Young miró a Siobhan, que sacó unas polaroid del bolsillo y las extendió en la mesa.

– A ésta la conoce -afirmó señalando en la foto-. ¿Y a estas otras?

– No soy muy buen fisonomista. Recuerdo mucho mejor los cuerpos -respondió Bullen mirándola de arriba abajo.

– Es una de sus bailarinas.

– Pues sí -repuso Bullen al fin-. ¿Y qué?

– Me gustaría hablar con ella.

– Precisamente esta noche tiene turno -replicó él consultando de nuevo el reloj-Suponiendo que Barney pueda abrir.

Storey negó con la cabeza.

– No, hasta que hayamos registrado el local -dijo.

– En ese caso -añadió Bullen con un suspiro mirando a Siobhan- no sé qué decir.

– Tendrá su dirección o su número de teléfono…

– Las chicas quieren discreción… A lo mejor tengo su número de móvil. Pídalo educadamente y puede que él lo encuentre cuando revuelva el local -añadió mientras señalaba con la cabeza a Storey.

– No es necesario -terció Rebus, que se había acercado a la mesa para mirar las fotos y había cogido la de la bailarina-. Yo la conozco y sé dónde vive.

Siobhan lo miró sorprendida.

– Se llama Kate, ¿verdad que sí? -prosiguió Rebus mirando a Bullen.

– Pues sí, Kate -farfulló Bullen-. Y hay que ver cómo le gusta bailar -agregó casi soñador.


* * *

– Le interrogaste muy bien -dijo Rebus, que ocupaba el asiento del pasajero con Siobhan al volante.

Les Young les había dejado porque tenía que volver a Banehall. Rebus examinaba de nuevo las fotografías.

– ¿Ah, sí? -inquirió ella finalmente.

– Con los tipos como Bullen hay que ir al grano porque si no, no sueltan prenda.

– No nos dijo gran cosa.

– Al joven Leslie le habría dicho menos.

– Tal vez.

– ¡Por Dios, Shiv, acepta un cumplido por una vez en tu vida!

– Estoy buscando una motivación por tu parte.

– No la hay.

– Sería la primera vez…

Iban camino de Pollock Halls. Al salir del interrogatorio, Rebus le había explicado cómo había localizado a Kate.

– Tenía que haberla reconocido, por la cantidad de discos que tenía en su cuarto -dijo él meneando la cabeza.

– Vaya detective -comentó ella en broma-. Tal vez te habrías percatado si la hubieras encontrado en tanga.

Iban por Dalkeith Road, a un tiro de piedra de St. Leonard, con sus calabozos repletos de mariscadores. De momento no habían sacado nada en limpio de los interrogatorios, o algún dato que Felix Storey estuviese dispuesto a compartir. Siobhan puso el intermitente izquierdo para doblar en Holyrood Park Road y el derecho para girar hacia Pollock. Andy Edmunds seguía en la barrera y se agachó ante la ventanilla abierta.

– ¿De vuelta tan pronto? -preguntó.

– Tengo que hacerle algunas preguntas más a Kate -contestó Rebus.

– Llega tarde; acabo de verla irse en la bici.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Unos cinco minutos.

– Va camino del club -dijo Rebus volviéndose hacia Siobhan.

Ella asintió con la cabeza. Kate no podía saber que habían detenido a Stuart Bullen. Rebus dijo adiós con la mano a Edmunds mientras Siobhan daba la vuelta en redondo con el coche. En Dalkeith Road pasó el semáforo en rojo, lo cual levantó un concierto de bocinazos.

– Tengo que poner una sirena al coche -musitó-. ¿Crees que le daremos alcance?

– No, pero no importa porque se entretendrá mientras le explican la situación.

– ¿Hay allí gente de Storey?

– Ni idea -dijo Rebus.

Hasta que no dejaron atrás St. Leonard e iban camino de Cowgate y Grassmarket, Rebus no comprendió por qué Siobhan tomaba aquel itinerario: era el más rápido.

Aunque con riesgo de atascos. Se oyeron de nuevo bocinazos y varios faros les dirigieron destellos por diversas maniobras prohibidas y desconsideradas.

– ¿Cómo era ese túnel? -preguntó ella.

– Lúgubre.

– ¿Pero no había inmigrantes?

– No.

– Yo, si montara una vigilancia, sería precisamente para localizarlos.

Rebus no dijo que no.

– Pero ¿y si Bullen no tiene contacto con ellos? Al fin y al cabo, no es imprescindible teniendo al irlandés de intermediario.

– ¿Es el mismo irlandés que viste en Knoxland?

Rebus asintió con la cabeza y de inmediato comprendió a lo que se refería Siobhan.

– Es allí donde están, claro. Es el mejor sitio para concentrarlos.

– Yo creía que habían registrado de arriba abajo -añadió ella haciendo de abogado del diablo.

– Pero lo que buscábamos era un asesino, testigos… -De pronto guardó silencio.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

– Mo Dirwan recibió una paliza cuando husmeaba en Stevenson House -dijo sacando el móvil y marcando el número de Caro Quinn-. ¿Caro? Soy John. Quiero preguntarle una cosa: ¿dónde estaba exactamente de Knoxland cuando le amenazaron? -Tenía la vista clavada en Siobhan mientras escuchaba-. ¿Está segura? No, no, por nada… Más tarde hablamos. Adiós -añadió cortando la comunicación-. Andaba por Stevenson House -explicó a Siobhan.

– Vaya coincidencia.

Rebus miraba el móvil.

– Tengo que decírselo a Storey -comentó dando vueltas al aparato en su mano.

– ¿No le llamas? -preguntó ella.

– No sé si confiar en él -dijo Rebus-. Recibe muchas delaciones anónimas. Por eso supo lo de Bullen, lo del club y el asunto de los mariscadores…

– ¿Y?

Rebus se encogió de hombros.

– Y tuvo esa súbita intuición sobre el BMW. Precisamente lo que nos permitió relacionarlo con Bullen.

– ¿Por otro delator anónimo? -preguntó Siobhan.

– ¿Quién hará esas llamadas?

– Tiene que ser alguien cercano a Bullen.

– O puede ser simplemente uno que sabe muchas cosas sobre él. Pero si a Storey le dan esas perlas y no sospecha nada…

– ¿Quieres decir que no le intriga que le informen de cosas clave? Tal vez piense que a caballo regalado…

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Caballo regalado o caballo de Troya?

– ¿Es ésa? -preguntó Siobhan de pronto señalando a una ciclista que venía en dirección opuesta.

La bici los rebasó y siguió cuesta abajo hacia Grassmarket.

– La verdad, no la he visto.

Siobhan se mordió el labio.

– Agárrate -dijo dando un frenazo y girando en redondo, esta vez con tráfico en ambas direcciones.

Rebus saludó y se encogió de hombros a guisa de disculpa mirando a uno que comenzó a gritarles por la ventanilla gesticulando con cara de pocos amigos, pero Siobhan continuó hacia Grassmarket con el airado conductor a la zaga, con los faros encendidos y dando bocinazos.

Rebus se volvió en el asiento y miró furioso al hombre, que no paraba de gritar esgrimiendo el puño.

– Se ha encoñado con nosotros -comentó Siobhan.

– Habla bien, por favor -dijo él asomándose por la ventanilla para gritar a pleno pulmón, aunque sabía que el hombre no podía oírle-: ¡Somos putos policías!

Siobhan soltó la carcajada al tiempo que daba un brusco golpe de volante.

– Ha parado -dijo.

La ciclista había bajado de la bicicleta y la encadenó a una farola. Estaban en medio de Grassmarket rodeados de bistrots y pubs para turistas. Siobhan detuvo el coche en raya amarilla y salió corriendo. Desde lejos Rebus reconoció a Kate. Vestía una chaqueta vaquera deshilachada, vaqueros recortados, botas negras altas y un pañuelo al cuello de seda rosa. Vio cómo se sorprendía al mostrarle Siobhan el carnet. Se quitó el cinturón de seguridad y cuando iba a abrir la portezuela un brazo se introdujo por la ventanilla y le agarró del cuello.

– ¿A qué juegas, amigo? -vociferó el estrangulador-. ¿Te crees el dueño de la autopista?

Rebus tenía la boca y la nariz obstruidas por la manga acolchada del impermeable de su agresor. Buscó a tientas la manivela y empujó la portezuela con todas sus fuerzas. Cayó de rodillas fuera del coche sobre el asfalto con un latigazo de dolor. El hombre seguía al otro lado de la portezuela sin la menor intención de soltarle, pues la portezuela hacía de escudo contra los golpes de Rebus.

– Te has creído que a mí puedes hacerme la higa impunemente, ¿eh?

– Sí que puede -oyó Rebus decir a Siobhan-. Es policía; igual que yo. Suéltele.

– Es… ¿qué?

– ¡Que le suelte!

Cesó la presión en el cuello y Rebus se puso en pie sintiendo vahídos y palpitaciones en las sienes. Siobhan retorcía hacia atrás el otro brazo del iracundo conductor y le obligaba a arrodillarse con la cabeza gacha. Rebus sacó el carnet y se lo puso al hombre justo delante de las narices.

– Inténtalo otra vez y te mato -dijo con voz entrecortada.

Siobhan soltó al hombre y dio un paso atrás. Ella también tenía el carnet en la mano cuando el hombre se incorporó.

– ¿Cómo iba yo a saberlo? -se lamentó el hombre.

Pero Siobhan ya se dirigía hacia Kate, que miraba la escena con ojos muy abiertos.

Rebus fingió apuntar la matrícula del coche del energúmeno mientras éste volvía al volante, y a continuación se acercó a Siobhan y Kate.

– Kate ha hecho un alto para tomar algo -dijo Siobhan- y le he preguntado si podemos acompañarla.

A Rebus no se le ocurría nada mejor.

– Pero tengo una cita dentro de media hora -les advirtió Kate.

– Con media hora tenemos de sobra -repuso Rebus.

Fueron al primer bar que encontraron y había mesa. La máquina de discos sonaba a todo volumen, pero Rebus hizo que el camarero lo bajara y pidió una jarra de cerveza para él y refrescos para Siobhan y la joven.

– Le decía a Kate que es muy buena bailarina -dijo Siobhan.

Rebus sintió un latigazo de dolor en el cuello al asentir con la cabeza.

– Lo advertí la primera vez que te vi en The Nook -prosiguió Siobhan, pronunciando en tono admirativo el nombre del club como si fuera una discoteca de moda.

«Es lista, no moraliza y así no pone nerviosa ni avergüenza a la testigo», pensó Rebus dando un trago de cerveza.

– Es lo que hago, bailar… -comentó la joven mirando sucesivamente a Rebus y a Siobhan-. De todas esas cosas que la gente dice de Stuart, de que trafica con inmigrantes, yo no sabía nada -añadió, haciendo una pausa como si fuera a decir algo más, pero optó por dar un sorbo a su bebida.

– ¿Te pagas tú la universidad? -preguntó Rebus, y ella asintió con la cabeza.

– Vi en el periódico un anuncio solicitando bailarinas -añadió ella sonriendo-. No soy tonta y comprendí enseguida la clase de local que era The Nook, pero las chicas son estupendas… y yo lo único que hago es bailar.

– Pero sin ropa -comentó Rebus casi sin pensar, para irritación de Siobhan, que le fulminó con la mirada.

El rostro de Kate se endureció.

– ¿Es que no me ha oído que, de lo otro, yo nada?

– Lo sabemos, Kate -se apresuró a decir Siobhan-. Hemos visto el vídeo.

– ¿Qué vídeo? -preguntó ella mirando a Siobhan.

– Uno en que apareces bailando junto a una chimenea -contestó Siobhan poniendo sobre la mesa la foto polaroid.

Kate la arrebató sin querer mirarla.

– Eso fue una vez -replicó sin mirarle a la cara-. Una de las chicas me contó que podía ganarme un dinero con facilidad y acepté, diciéndole que yo sólo bailaría…

– Efectivamente -dijo Siobhan-. Hemos visto el vídeo y sabemos que es cierto. Se te ve poniendo música y bailando.

– Sí, y luego no me pagaron. Alberta quiso darme parte de su dinero, pero yo no acepté porque se lo había ganado ella -explicó dando otro sorbo al vaso.

Siobhan la secundó y dejaron las dos la bebida en la mesa al mismo tiempo.

– ¿Conocías al hombre que manejaba la cámara? -preguntó Siobhan.

– No le había visto nunca hasta que llegamos a esa casa.

– ¿Dónde estaba la casa?

Kate se encogió de hombros.

– Fuera de Edimburgo. Alberta me llevó en coche y yo no me fijé. ¿Quién más ha visto esa película? -preguntó mirando a Siobhan.

– Sólo yo -mintió Siobhan.

La joven miró a Rebus, quien negó con la cabeza para tranquilizarla.

– Estoy investigando un homicidio -prosiguió Siobhan.

– Ya lo sé. El de ese inmigrante de Knoxland.

– En realidad, es un caso que lleva el inspector Rebus. El que yo investigo tuvo lugar en un pueblo llamado Banehall. ¿No sabes el nombre del hombre de la cámara? -espetó de repente.

Kate reflexionó un instante.

– Quizá Mark -dijo finalmente.

Siobhan asintió despacio con la cabeza.

– ¿Y el apellido?

– Tenía un gran tatuaje en el cuello…

– Una tela de araña -añadió Siobhan-. Después vino otro hombre y Mark le pasó la cámara -dijo Siobhan mostrando otra foto con la imagen borrosa de Donny Cruikshank-. ¿Recuerdas su aspecto?

– Si le digo la verdad, casi todo el tiempo estuve con los ojos cerrados abstraída en la música… Es mi forma de trabajar. Sólo pienso en la música.

Siobhan asintió otra vez con la cabeza para que viera que lo entendía.

– Es el hombre que asesinaron, Kate. ¿No puedes decirme algo de él?

La bailarina negó con la cabeza.

– Me dio la impresión de que ellos dos se lo pasaban bien. Como colegiales, ¿me entiende? Miraban como enfebrecidos.

– ¿Enfebrecidos?

– Casi como temblando de estar en un cuarto con tres mujeres desnudas. Me dio la impresión de que era para ellos algo nuevo y excitante…

– ¿No sentiste miedo en algún momento?

Ella negó con la cabeza. Rebus advirtió que rememoraba la escena con cierto disgusto, y terció en el diálogo con un carraspeo:

– Dices que fue otra bailarina quien te llevó a la casa donde filmaron el vídeo.

– Sí.

– ¿Estaba Stuart Bullen al corriente?

– No creo.

– Pero no puedes asegurarlo.

Kate se encogió de hombros.

– Stuart se porta bien con las chicas. Sabe que hay muchos clubs que buscan bailarinas y que si no nos gusta podemos marcharnos.

– Alberta debía de conocer al hombre del tatuaje -dijo Siobhan.

– Supongo -contestó Kate encogiéndose de hombros.

– ¿Sabes de qué le conocía?

– A lo mejor de ir al club. Era el modo de conocer hombres de Alberta -explicó agitando el hielo del vaso.

– ¿Quieres otra? -preguntó Rebus.

Ella miró el reloj y negó con la cabeza.

– Barney no tardará en venir -dijo.

– ¿Barney Grant? -preguntó Siobhan.

Kate asintió con la cabeza.

– Va a hablar con las chicas porque sabe que si estamos un día o dos sin trabajar nos vamos.

– ¿Quieres decir que va a mantener abierto el club? -preguntó Rebus.

– Hasta que vuelva Stuart. -Hizo una pausa-. ¿Va a volver?

Rebus, sin contestar, apuró la cerveza.

– Bueno, te dejamos -dijo Siobhan-. Gracias por hablar con nosotros -añadió levantándose.

– Siento no haber podido ayudarles más.

– Si recuerdas algo de esos dos hombres…

Kate asintió con la cabeza.

– Se lo comunicaré. -Se calló un momento-. Esa película en que aparezco…

– ¿Qué?

– ¿Cuántos ejemplares cree que habrá?

– No podría decírtelo. ¿Tu amiga Alberta sigue bailando en The Nook?

Kate negó con la cabeza.

– Se marchó poco después.

– ¿Después de filmar el vídeo?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Dos o tres semanas.

Dieron de nuevo gracias a la bailarina y salieron del bar. En la calle se miraron uno a otro y fue Siobhan la primera en hablar.

– Debió de ser al poco de salir de la cárcel Donny Cruikshank.

– No es de extrañar que estuviera febril. ¿Vas a intentar localizar a Alberta?

Siobhan suspiró.

– No lo sé… Ha sido una larga jornada.

– ¿Te apetece una copa en otro sitio?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tienes cita con Les Young?

– ¿Por qué? ¿La tienes tú con Caro Quinn?

– Era una simple pregunta -replicó Rebus mientras sacaba los cigarrillos.

– ¿Te llevo a algún sitio? -añadió Siobhan.

– Creo que iré a pie… pero gracias.

– Bien, entonces… -dijo ella indecisa.

Le vio encender el pitillo, y como no decía nada más, dio media vuelta y se dirigió al coche.

Él la vio marcharse y se concentró en el tabaco un instante, luego cruzó la calle hacia un hotel delante del cual se detuvo a acabar el cigarrillo, pero apenas lo había hecho cuando vio a Barney Grant que venía desde el club con las manos en los bolsillos silbando sin asomo alguno de estar preocupado por su empleo ni por el jefe. Entró en el bar y Rebus instintivamente consultó el reloj y anotó la hora.

Permaneció allí delante del hotel. A través de las ventanas observó el restaurante. Era blanco y esterilizado, la clase de local donde cada plato está en proporción inversa a la cantidad de comida. Sólo había algunas mesas ocupadas y más camareros que comensales. Un camarero le dirigió una mirada como para ahuyentarle, pero Rebus le hizo un guiño. Finalmente, cuando ya comenzaba a aburrirse y se disponía a marcharse, aparcó un coche delante del bar y el conductor efectuó unos acelerones. El pasajero hablaba por un móvil. Se abrió la puerta del bar y salió Barney Grant guardándose el móvil en el bolsillo en el momento en que el pasajero cerraba el suyo. Grant subió al asiento de atrás y el coche volvió a arrancar con la portezuela a medio cerrar; Rebus vio cómo subía la cuesta y continuó caminando.

Cinco minutos después llegaba a The Nook, justo cuando el coche volvía a arrancar. Miró la puerta cerrada y luego al otro lado de la calle, hacia la tienda vacía: se había acabado la vigilancia, porque no había furgoneta. Probó la puerta del club, pero estaba bien cerrada. En cualquier caso, Barney Grant había entrado por algún motivo mientras le esperaban con el coche. Rebus no había reconocido al conductor, aunque sí conocía la cara del pasajero: la del que había gritado de dolor cuando él le retorció el brazo obligándole a caer de rodillas, escena captada por las cámaras para la posteridad en los tabloides: Howie Slowther, el chico de Knoxland, el racista del tatuaje paramilitar.

Amigo del camarero. O del dueño.

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