TERCER DÍA: MIÉRCOLES

Capítulo 6

Al llegar el agente Colin Tibbet por la mañana al departamento, se encontró con una locomotora de juguete en la solitaria alfombrilla del ratón. El ratón estaba desconectado y dentro de un cajón… Un cajón que él cerraba con llave al marcharse por la tarde y que acababa de abrir. Aun así, el ratón había ido a parar allí de algún modo. Miró a Siobhan Clarke y, cuando estaba a punto de hablar, ella le disuadió negando rotundamente con la cabeza.

– Dímelo más tarde porque ahora tengo que irme -advirtió.

Así era. Acababa de salir del despacho del inspector cuando entró Colin, a tiempo de oír lo último que decía Derek Starr: «Un par de días como máximo, Siobhan». Tibbet se imaginaba que sería algo relacionado con el callejón Fleshmarket, pero no sabía qué exactamente. Lo que sí sabía era que a Siobhan le constaba que él había estado estudiando horarios de trenes, lo que la convertía en la principal sospechosa. Pero había otras posibilidades, porque Phyllida Hawes también gastaba bromas, y lo mismo podía decirse de los agentes Paddy Connolly y Tommy Daniels. ¿O sería el inspector jefe Macrae el autor de aquella broma infantil? ¿Y aquel que tomaba un café en la mesita plegable del rincón? Tibbet realmente sólo conocía a Rebus por su fama, y su fama era de campeonato. Hawes le había prevenido para que no le tuviera miedo.

– La regla número uno con Rebus es no prestarle dinero ni invitarle a copas -había dicho.

– ¿No son dos reglas?

– No necesariamente, porque las dos cosas pueden suceder en un pub.

Aquella mañana Rebus parecía bastante inocente, como adormilado y con unos pelos grises en el cuello que habían escapado a la acción de la maquinilla. Llevaba la corbata como muchos colegiales: porque no tenía más remedio. Entraba siempre silbando alguna irritante y pegadiza melodía pop, y a media mañana, cuando paraba, ya se la había contagiado perniciosamente y era él quien comenzaba a silbarla.


* * *

Rebus oyó a Tibbet tararear la melodía inicial de Wichita Linesman y trató de disimular una sonrisa. Lo había logrado. Se levantó de la mesa y se puso la chaqueta.

– Tengo que ir a un sitio -dijo.

– Ah.

– Qué bonito -añadió Rebus señalando la locomotora verde-. ¿Es tu hobby?

– Es un regalo de mi sobrino -contestó Tibbet.

Rebus asintió con la cabeza, admirado. Tibbet le miraba sin pestañear. Aquel muchacho sabía pensar y responder rápido, virtudes útiles en un policía.

– Bueno, hasta luego -dijo Rebus.

– ¿Y si alguien pregunta por usted? -insistió Tibbet para ver si decía algo más.

– No preguntará nadie, ya verás -respondió él con un guiño al tiempo que salía.

El inspector jefe Macrae salió al pasillo con un montón de papeles camino de alguna reunión.

– ¿Adónde va, John?

– Es por el caso de Knoxland, señor. De alguna manera, resulto útil.

– Pese a sus esfuerzos, estoy seguro.

– Ya lo creo.

– Bien, vaya, pero no olvide que usted es nuestro, no de ellos. Si hay trabajo aquí le recuperamos inmediatamente.

– Mejor que no, señor -replicó Rebus buscando la llave del coche en el bolsillo y cruzando la puerta.

Estaba en el aparcamiento cuando sonó el móvil. Era Shug Davidson.

John, ¿has leído el periódico?

– ¿Hay algo que pueda interesarme?

Te interesará saber lo que tu amigo Steve Holly dice de nosotros.

El rostro de Rebus se ensombreció.

– Ahora voy para allá.

Cinco minutos más tarde aparcaba junto al bordillo e irrumpía en una tienda de prensa. En el coche, miró el periódico y vio que Holly había publicado la foto dentro de un artículo que describía las astucias de los falsos solicitantes de asilo. Mencionaba a unos supuestos terroristas que llegaban a Gran Bretaña haciéndose pasar por refugiados. Aportaba pruebas anecdóticas de aprovechados y embaucadores junto con manifestaciones de vecinos de Knoxland. El mensaje que encerraba era doble: Gran Bretaña era un objetivo fácil y aquella situación no podía continuar.

En el centro del artículo, la foto no era más que un falso adorno.

Rebus llamó a Holly al número del móvil sin obtener contestación y, tras unas discretas maldiciones, colgó.

Se dirigió con el coche al Departamento de Vivienda del Ayuntamiento en Waterloo Place, donde tenía cita con la señora Mackenzie. Era una mujer de cincuenta años, pequeña y activa, a quien Shug Davidson había comunicado por fax la petición de información, pero ella mostraba cierta reserva.

– Se trata de datos privados -dijo-. En la actualidad hay una serie de reglas y restricciones -añadió mientras cruzaban una oficina de planta diáfana.

– No creo que el difunto planteara objeciones, señora Mackenzie, sobre todo si capturamos al asesino.

– Sí, pero de todos modos… -habían entrado en un cubículo acristalado, que Rebus imaginó sería su despacho.

– Y yo que pensaba que los tabiques de Knoxland eran delgados -comentó tocando el cristal.

Ella quitó unos papeles de una silla y le indicó que se sentara, tras lo cual pasó por el reducido espacio a ocupar su asiento en la mesa, se caló unas gafas de media luna y rebuscó entre los papeles.

Rebus pensó que con ella no iba a servir de nada un abordaje simpático. Tanto mejor, ya que no era precisamente su punto fuerte. Optó por motivar su ego profesional.

– Mire, señora Mackenzie, tanto a usted como a mí nos interesa hacer nuestro trabajo como es debido -ella le miró a través de las gafas- y resulta que mi trabajo en este caso es la investigación de un homicidio. Una investigación que no podemos iniciar bien sin conocer la identidad de la víctima. Esta mañana recibimos a primera hora un informe de huellas y no hay duda de que la víctima vivía en ese piso.

– Bien, inspector, ése es precisamente el problema. Ese pobre hombre no era el inquilino.

Rebus frunció el ceño.

– No lo comprendo -dijo al tiempo que ella le tendía una hoja.

– Ahí tiene los datos del inquilino, y según yo tengo entendido la víctima era de origen asiático o algo así. ¿Es lógico que se llamase Robert Baird?

Rebus clavó la mirada en aquel nombre. El número de la vivienda era correcto y el del bloque también. Y allí figuraba como inquilino Robert Baird.

– Se habrá mudado de casa.

Mackenzie negó con la cabeza.

– La ficha está al día. Cobramos el alquiler la semana pasada y lo abonó el señor Baird.

– ¿No será que lo subarrienda?

Una amplia sonrisa cruzó el rostro de la señora Mackenzie.

– Eso está estrictamente prohibido en el contrato de arrendamiento -comentó.

– Pero ¿la gente lo hace?

– Sí, claro. El caso es que yo misma he hecho indagaciones… -añadió ella con evidente satisfacción, y Rebus se inclinó sobre la mesa para estimularla.

– Cuénteme -dijo.

– He comprobado otros barrios de casas subvencionadas y hay varios Robert Baird en los registros. Además de otros nombres con el apellido de Baird.

– Algunos serán auténticos -dijo Rebus haciendo de abogado del diablo.

– Y algunos no.

– ¿Cree que ese Baird ha solicitado pisos subvencionados a gran escala?

La mujer se encogió de hombros.

– Sólo hay un modo de averiguarlo…


* * *

La primera dirección que comprobaron correspondía a un bloque de Dumbiedykes, cerca de la antigua comisaría de Rebus. La mujer que les abrió la puerta parecía africana. Detrás de ella vieron a dos niños pequeños correteando.

– Queremos ver al señor Baird -dijo Mackenzie.

Pero la mujer negó con la cabeza y Mackenzie repitió el apellido.

– El hombre a quien pagan el alquiler -añadió Rebus.

La mujer siguió negando con la cabeza y les cerró la puerta despacio pero decidida.

– Creo que no vamos a averiguar nada -comentó Mackenzie-. Vámonos.

Fuera del coche estuvo enérgica y directa, pero una vez sentada se relajó y le preguntó a Rebus por su trabajo, dónde vivía y si estaba casado.

– Separado hace tiempo -contestó él-. ¿Y usted?

Ella alzó la mano mostrando el anillo.

– Hay mujeres que se lo ponen simplemente para que no las molesten -comentó él.

Ella lanzó un bufido.

– Y yo que me creía desconfiada…

– Bueno, es connatural a nuestro trabajo.

Mackenzie suspiró.

– El mío sería muchísimo más fácil sin ellos.

– ¿Se refiere a los inmigrantes?

Ella asintió con la cabeza.

– A veces les miro a los ojos y me imagino lo que habrán pasado para llegar aquí. -Hizo una pausa-. Y yo lo único que puedo ofrecerles es un piso como los de Knoxland.

– Mejor eso que nada -comentó Rebus.

– Sí, eso espero.

La siguiente dirección era en un bloque de Leith. Los ascensores estaban estropeados y tuvieron que subir a pie cuatro pisos; Mackenzie en cabeza con sus ruidosos zapatos. En el rellano, Rebus recuperó aliento un instante antes de hacerle seña con la cabeza para que llamase a la puerta. Les abrió un hombre moreno y sin afeitar con túnica blanca y pantalones de chándal, que se pasó los dedos por la pelambrera.

– ¿Quién coño son ustedes? -dijo en inglés con un acento muy marcado.

– ¿Aprendió a hablar así en el colegio? -replicó Rebus alzando la voz igual que el hombre.

El otro se quedó mirándole sin entender.

Mackenzie se volvió hacia Rebus.

– ¿Qué cree que será, eslavo, de Europa del este? ¿De dónde es? -añadió volviéndose hacia el hombre.

– Que le den por saco -contestó el hombre sin gran inquina farfullando las palabras como para ver su efecto o porque le habían dado buen resultado otras veces.

– ¿Conoce a Robert Baird?

El hombre entornó los ojos y Rebus repitió el nombre.

– Le paga dinero -añadió restregando índice y pulgar para que entendiera.

El hombre se enfureció.

– ¡A tomar por saco!

– No le estamos pidiendo dinero -dijo Rebus-. Buscamos a Robert Baird, el que tiene el piso -añadió Rebus señalando al interior.

– El dueño -dijo Mackenzie, sin resultado.

El hombre estaba nervioso y su frente comenzaba a perlarse de sudor.

– No es ningún problema -añadió Rebus alzando las manos con la palma hacia él, con la esperanza de que el gesto les franqueara la entrada, cuando vio otra figura en la sombra del pasillo-. ¿Habla inglés? -preguntó alzando la voz.

El hombre volvió la cabeza y vociferó algo gutural, pero la figura continuó acercándose a la puerta y Rebus advirtió en ese momento que era un jovencito.

– ¿Hablas inglés? -repitió.

– Un poco -contestó el muchacho.

Era delgado y guapo y vestía camisa azul de manga corta y vaqueros.

– ¿Sois inmigrantes? -preguntó Rebus.

– Éste es nuestro país -contestó al fin el chico.

– No temas, hijo, no somos de Inmigración. Pagáis dinero por vivir aquí, ¿verdad?

– Sí, pagamos.

– Con quien queremos hablar es con el hombre al que dais el dinero.

El chico tradujo la frase a su padre y éste miró a Rebus y negó con la cabeza.

– Dile a tu padre que podemos solicitar una visita de Inmigración si prefiere hablar con ellos.

El muchacho abrió ojos de temor y su traducción fue más elaborada. El hombre miró a Rebus de nuevo, esta vez con cara de resignación, como si estuviese acostumbrado a ser tratado a patadas por la autoridad con alternancia de treguas. Musitó unas palabras y el chico cruzó el pasillo hacia el interior y volvió con un papel doblado.

– El que viene a por el dinero; si tenemos problemas, aquí…

Rebus desdobló el papel y vio un número de móvil y un nombre: Gareth. Se lo mostró a Mackenzie.

– Gareth Baird es uno de los nombres de la lista -dijo ella.

– No puede haber muchos en Edimburgo. Es muy posible que sea el mismo -dijo Rebus recogiendo la nota y pensando qué resultado daría una llamada.

Vio que el hombre le ofrecía algo: un puñado de billetes.

– ¿Trata de sobornarme? -preguntó al muchacho, quien negó con la cabeza.

– Él no lo entiende -respondió el chico.

Habló de nuevo con su padre. El hombre murmuró algo y miró a Rebus, quien comprendió inmediatamente lo que Mackenzie había dicho en el coche. Efectivamente: aquellos ojos denotaban dolor.

– Hoy-añadió el muchacho-. Hoy…, el dinero.

– ¿Gareth viene hoy a cobrar el alquiler? -dijo Rebus entrecerrando los ojos.

El chico habló con su padre y luego asintió con la cabeza.

– ¿A qué hora? -preguntó Rebus.

Hubo otro diálogo entre padre e hijo.

– Tal vez ahora… Pronto -tradujo el muchacho.

Rebus se volvió hacia Mackenzie.

– Puedo pedir un coche para que le lleve a su oficina -dijo.

– ¿Va a esperarle?

– Eso es.

– Si incumple el contrato, yo debería estar presente.

– A lo mejor tarda. Yo le informaré. A menos que quiera esperar conmigo todo el día -añadió Rebus encogiéndose de hombros, instándola a que decidiese.

– ¿Me llamará? -preguntó ella.

Él asintió con la cabeza.

– Entretanto, puede verificar alguna otra dirección.

Mackenzie pensó que tenía razón.

– De acuerdo -dijo.

– Pediré un coche patrulla -dijo Rebus sacando el móvil.

– ¿Y si le asusta?

– Tiene razón. Pediré un taxi.

Rebus hizo una llamada y ella bajó las escaleras dejándole a solas con padre e hijo.

– Voy a esperar a Gareth -les dijo mirando al interior del piso-. ¿Puedo pasar?

– Por favor -dijo el muchacho.

Era un piso sin pintar con las rendijas de las ventanas tapadas con toallas y trozos de tela, pero había muebles y estaba limpio. En el cuarto de estar había una estufa de gas con un quemador encendido.

– ¿Quiere un café? -preguntó el muchacho.

– Sí, gracias -contestó Rebus, señalando el sofá, pidiendo permiso para sentarse.

El padre asintió con la cabeza y Rebus tomó asiento. Pero se levantó para mirar las fotos de la repisa de la chimenea. Tres o cuatro generaciones de la familia. Se volvió hacia el padre sonriendo y asintiendo con la cabeza. El rostro del hombre se suavizó un poco. No había nada más en el cuarto que atrajese la atención de Rebus; ni objetos de adorno, ni libros, ni televisor ni tocadiscos. En el suelo, junto a la silla del padre, había una radio portátil pequeña sujeta con cinta adhesiva, seguramente para que no se desmontara. Como no había cenicero no sacó el tabaco. El muchacho regresó de la cocina y le tendió una tacita de café solo sin leche; con el primer sorbo, Rebus sintió una sacudida que no sabía si era por el azúcar o por la cafeína. Asintió con la cabeza para dar a entender su aprobación y vio que le observaban como un ejemplar raro; optó por preguntar al muchacho su nombre y cosas de la familia, pero en ese momento sonó el móvil. Musitó unas palabras y contestó.

Era Siobhan.


* * *

– ¿Algo sensacional de lo que informar? -preguntó ella.

Estaba sentada en una sala de espera donde no contaba con ver de inmediato a los médicos, aunque ella había imaginado que la harían esperar en un despacho o una antesala y no entre pacientes y acompañantes, niños pequeños ruidosos y personal hospitalario que ignoraba a aquellas visitas que compraban cosas de comer en las dos máquinas. Hacía rato que Siobhan examinaba lo que ofrecían. Una de ellas, una serie limitada de sándwiches -triangulitos de pan con una mezcla de lechuga, tomate, atún, jamón y queso-, y la otra guardaba las patatas fritas y las chocolatinas. Había también una tercera con bebidas y un cartel de «No funciona».

Una vez superado el efecto señuelo de las máquinas, había hojeado el material de lectura de la mesita de centro: revistas femeninas viejas, casi desencuadernadas, con anuncios de ofertas de trabajo arrancados. Un par de cómics infantiles que quedaban, los dejaba para más tarde. Optó por limpiar el teléfono, eliminando mensajes no deseados y llamadas atrasadas de la memoria; luego, mandó un par de mensajes a amigos y finalmente decidió llamar a Rebus.

No puedo quejarme -contestó él-. ¿Dónde estás?

– En el Royal Infirmary. ¿Y tú?

En Leith.

– Y habrá quien diga que no nos gusta Gayfield.

Bien sabemos que no es cierto, ¿verdad?

Siobhan sonrió. Acababa de entrar un niño apenas capaz de empujar la puerta y, poniéndose de puntillas, introducía monedas en la máquina de las chocolatinas sin acabar de decidirse por el producto, con la nariz y las manos pegadas al cristal.

– ¿Sigue en firme la cita para más tarde? -preguntó Siobhan.

Si hay cambios te llamaré.

– No me digas que esperas una oferta mejor.

Nunca se sabe. ¿Viste esa basura de Steve Holly en el periódico?

– Yo sólo leo periódicos para adultos. ¿Publicó la foto?

Oh, sí… y se despachó a gusto con los solicitantes de asilo.

– Mierda.

Así que si otro de esos desgraciados acaba en el depósito ya sabemos de quién es la culpa.

Se abrió de nuevo la puerta de la sala de espera y Siobhan pensó que sería la madre de la criatura de la máquina, pero era la recepcionista, que le hizo una seña para que la siguiera.

– John, ya hablaremos después.

Tú eres quien ha llamado.

– Lo siento, pero ahora me reclaman.

¿Y a mí ya no? Adiós, Siobhan.

– Nos vemos por la tarde…

Pero Rebus ya había colgado. Siobhan siguió a la recepcionista primero por un pasillo y a continuación por otro; la mujer caminaba aprisa, por lo que no había posibilidad de entablar conversación con ella. Finalmente le señaló una puerta. Siobhan le dio las gracias con una inclinación de cabeza, llamó con los nudillos y entró.

Era una especie de despacho con estanterías, una mesa y un ordenador. Había un médico con bata blanca sentado en la única silla, que hizo girar al entrar ella; el otro se apoyaba en la mesa con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Los dos eran guapos y lo sabían.

– Soy la sargento Clarke -dijo ella estrechando la mano al primero.

– Alf McAteer -respondió él forzando el contacto de las manos y volviéndose hacia su colega, que se levantó-. ¿No es señal de que nos hacemos viejos? -añadió.

– ¿El qué?

– Que los policías sean cada vez más encantadores.

El otro sonrió mientras estrechaba la mano de Siobhan.

– Soy Alexis Cater. No se preocupe por él; el Viagra ya ha dejado de hacerle efecto.

– ¿Ah, sí? -replicó McAteer fingiendo terror-. Pues habrá que hacer otra receta.

– Mire -dijo Cater-, si es por lo de la pornografía infantil en el ordenador de Alf…

Siobhan endureció el rostro y ladeó la cabeza mirándole.

– Es una broma -dijo él.

– Bueno -replicó ella-, podría hacer que me acompañasen a la comisaría para interrogarles e incautarles los ordenadores y los programas y eso llevaría algunos días, desde luego. -Hizo una pausa-. Por cierto, puede que la policía vaya ganando en aspecto físico, pero también nos dan manga ancha para el sentido del humor desde el primer día.

Los dos la miraron, codo con codo apoyados en el borde de la mesa.

– Está claro -comentó Cater a su amigo.

– Ya lo creo -dijo McAteer.

Eran altos, esbeltos y anchos de hombros. Colegios de pago y rugby, pensó Siobhan. Y también deportes de invierno a juzgar por el bronceado. McAteer era el más moreno y tenía unas cejas espesas que casi se juntaban, pelo negro rebelde, y necesitaba un afeitado. Cater era rubio como su padre, aunque a Siobhan le pareció teñido y advirtió una alopecia precoz. También los mismos ojos verdes del padre, pero, aparte de eso, no se parecía mucho a él. El encanto natural de Gordon Cater había dejado paso a algo menos atractivo: la suficiencia de quien está absolutamente convencido de que todo le va a ir bien en la vida, no por méritos propios, sino por ser hijo de su padre.

McAteer se volvió hacia su amigo.

– Debe de ser por esos vídeos de nuestras criadas filipinas.

Cater le palmeó en el hombro mirando a Siobhan.

– Somos curiosos -dijo.

– A mí no me mezcles, cariño -dijo McAteer con gesto amanerado.

En ese momento Siobhan captó cómo funcionaba la relación entre ellos dos. McAteer la estimulaba constantemente casi como un bufón real que necesitara el beneplácito de Cater, porque tenía poder y todos querían ser amigos suyos. Cater era como un imán para todo lo que McAteer ansiaba: las invitaciones y las mujeres. Como para reforzar la tesis, Cater miró a su amigo y McAteer esbozó un gesto aparatoso de hacer mutis.

– ¿En qué podemos servirle? -preguntó Cater con una pizca de exagerada cortesía-. No disponemos más que de unos minutos entre consulta y consulta.

Era otra muestra de su perspicacia: reforzar su posición, dando a entender que aunque fuese hijo de una estrella, su profesión era ayudar a la gente, salvar vidas. Era alguien necesario y eso era intocable.

– Mag Lennox -dijo Siobhan.

– No sabemos de qué habla -dijo Cater, dejando de mirarla a la cara y cruzando las piernas.

– Sí que lo saben -replicó ella-. Robaron su esqueleto en la facultad.

– ¿Ah, sí?

– Y ahora ha aparecido… enterrado en el callejón Fleshmarket.

– Lo he leído -dijo Cater con gesto indiferente-. Un hallazgo horripilante. Creo que el artículo decía que guardaba relación con ritos satánicos.

Siobhan negó con la cabeza.

– Hay muchos demonios en Edimburgo, ¿verdad, Lex? -preguntó McAteer.

Cater no le hizo caso.

– ¿Cree, entonces, que robamos un esqueleto de la facultad para enterrarlo en un sótano? Tras un silencio, continuó-: ¿Lo denunciaron a la policía en su momento? No, no recuerdo ninguna denuncia. Aunque las autoridades universitarias alertarían a las otras autoridades.

McAteer asintió con la cabeza.

– Sabe perfectamente lo que sucedió -replicó Siobhan sin levantar la voz-, y que aún padecían las consecuencias de no haberle sancionado por robar del laboratorio de patología miembros humanos.

– Eso es una alegación grave -dijo Cater con una sonrisa-. ¿Debo llamar a mi abogado?

– Lo único que quiero saber es qué hizo con el esqueleto.

Él la miró, probablemente con la misma caída de ojos que ponía nerviosas a tantas mujeres, pero Siobhan no se inmutó. Cater lanzó un bufido y suspiró.

– ¿Tan grave delito es enterrar una pieza de museo en un sótano? -insistió con otra sonrisa ladeando la cabeza-. ¿Es que no hay traficantes de droga o violadores que requieran su atención?

Siobhan recordó a Donny Cruikshank con la cara marcada como premio a su delito.

– No tiene por qué preocuparse. Lo que me explique quedará entre nosotros dos -dijo al fin.

– ¿Como en las conversaciones de alcoba? -replicó McAteer sin poderlo evitar y cortando de raíz su risita ante una mirada de Cater.

– Eso significa que le haremos un favor, agente Clarke. Un favor que tendrá que pagar.

McAteer sonrió por el comentario, pero no dijo nada.

– Eso depende -replicó Siobhan.

Cater se inclinó levemente hacia ella.

– Venga a tomar una copa conmigo esta tarde y se lo explicaré -dijo.

– Explíquemelo ahora.

Él negó con la cabeza sin dejar de mirarla a la cara.

– Esta tarde -insistió.

McAteer no parecía muy interesado en la propuesta, probablemente por tener que renunciar a algún plan previo.

– No -dijo Siobhan.

Cater consultó el reloj.

– Tenemos que volver al pabellón -dijo tendiéndole la mano-. Ha sido todo un placer. Seguro que habríamos podido charlar bastante… -añadió.

Y al ver que ella no se movía ni le estrechaba la mano, enarcó una ceja. Era el gesto peculiar del padre que Siobhan conocía de algunas películas: ligeramente decepcionado por no haber triunfado.

– Bien. Una copa -dijo.

– Con dos pajitas -añadió Cater, recuperando el dominio perdido.

Al final no le había rechazado y se apuntaba otra victoria.

– ¿En el Opal Lounge a las ocho? -dijo.

Siobhan negó con la cabeza.

– En el Bar Oxford a las siete y media -replicó.

– No lo… ¿Es nuevo?

– Todo lo contrario. Búsquelo en la guía telefónica -dijo abriendo la puerta para salir, pero se detuvo un instante y añadió mirando a Alf McAteer-: Y deje aquí a su bufón.

Alexis Cater se echó a reír.

Capítulo 7

El llamado Gareth reía por el móvil cuando le abrieron la puerta. Llevaba anillos de oro en todos los dedos, cadenas en el cuello y en las muñecas y, aunque no alto, era fornido, pero a Rebus le dio la impresión de que casi todo era grasa. Le colgaba una riñonera de la cintura. Era ya bastante calvo y el poco pelo desbaratado que le quedaba le caía por atrás hasta más abajo del cuello. Vestía una chaqueta negra de cuero y una camiseta negra también, vaqueros gastados y zapatillas de deporte rozadas. Con la mano estirada para cobrar, no esperaba que se la agarraran haciéndole entrar de golpe en el piso. Dejó caer el teléfono entre maldiciones y al final clavó la mirada en Rebus.

– ¿Quién coño es usted?

– Buenas tardes, Gareth. Perdona que haya sido un poco brusco, pero es algo que a veces me pasa después de tres cafés.

Gareth se sobrepuso decidido a no dejarse avasallar y se agachó para recoger el teléfono, pero Rebus puso el pie encima y dijo que no moviendo la cabeza.

– Después -dijo echando el aparato fuera de un puntapié y cerrando la puerta.

– ¿Qué coño pasa aquí?

– Vamos a charlar un poco, eso es lo que pasa.

– Usted es de la pasma.

– Buen psicólogo -replicó Rebus.

Señaló el pasillo invitándole a entrar en el cuarto de estar, empujándole con la otra mano sobre la espalda. Al pasar frente al padre y el hijo en la puerta de la cocina, Rebus miró al muchacho y éste asintió con la cabeza para indicarle que era el hombre.

– Siéntate -ordenó, y Gareth lo hizo en el brazo del sofá mientras Rebus permanecía de pie frente a él-. ¿Este piso es tuyo?

– ¿A usted qué le importa?

– El alquiler está a tu nombre.

– ¿Ah, sí? -replicó Gareth jugueteando con las cadenitas de la muñeca izquierda.

– ¿Baird es tu verdadero apellido? -preguntó Rebus inclinándose y arrimando su rostro al de él.

– Sí. -Por el tono risueño en que lo dijo, Rebus pensó que mentía y sonrió-. ¿Qué es lo gracioso?

– Nada. Un pequeño truco, Gareth, porque yo no sabía realmente tu apellido. -Rebus se calló un momento y se irguió-. Ahora lo sé. Robert, ¿quién es, tu hermano, tu padre?

– Pero, ¿de qué habla?

Rebus volvió a sonreír.

– A buenas horas, Gareth.

El tal Gareth pareció resignarse y señaló con un dedo hacia la cocina.

– Se lo han soplado ellos, ¿verdad?

Rebus negó con la cabeza y aguardó hasta que Gareth le mirara a la cara.

– No, Gareth -dijo-. Fue un muerto.

Tras lo cual dejó al joven en ascuas cinco minutos, como una sopa que bulle a fuego lento, mientras fingía comprobar mensajes en el móvil, abría una cajetilla y se ponía un cigarrillo en la boca.

– ¿Me da uno? -dijo Gareth.

– Por supuesto… en cuanto me digas si Robert es tu hermano o tu padre. Supongo que es tu padre, pero no estoy seguro. Por cierto, no te imaginas la cantidad de delitos en que has incurrido hasta el momento. Uno por subarrendar el piso. ¿Declara Robert estos ingresos ilegales? Ten en cuenta que si un inspector de Hacienda mete las narices en vuestra calderilla, saldréis muy mal librados. Créeme; conozco casos. -Hizo una pausa-. Luego, hay una imputación por exigir dinero con amenazas, que te es aplicable.

– Yo no he hecho nada.

– ¿No?

– Yo no he hecho eso… Yo sólo cobro -dijo con tono suplicante.

Rebus pensó que Gareth debió de ser en el colegio el alumno lento y torpe, sin amigos y rodeado de gente que lo toleraba para aprovechar su masa corporal en ocasiones.

– No eres tú quien me interesa -añadió para tranquilizarle-. No te sucederá nada en cuanto me des la dirección de tu padre, una dirección que, de todos modos, averiguaré. Lo único que intento es ahorrarme el esfuerzo de sacártela.

Gareth alzó la vista pensativo y Rebus se encogió de hombros como expresando lo inevitable.

– Te llevaré a la comisaría y te encerraremos hasta que me digas la dirección y luego iremos a ver a tu…

– Vive en Porty -farfulló Gareth refiriéndose a Portobello, el barrio marítimo de Edimburgo.

– ¿Y es tu padre?

Gareth asintió con la cabeza.

– ¿No ves? Ha sido fácil -dijo Rebus-. Ahora levántate.

– ¿Por qué?

– Porque tú y yo vamos a hacerle una visita.

Rebus vio que a Gareth no acababa de gustarle la perspectiva, pero el joven no ofreció resistencia en cuanto logró hacer que se pusiera en pie.

Rebus tendió la mano a padre e hijo y les dio las gracias por el café. El padre quiso entregarle unos billetes a Gareth, pero Rebus los rehusó.

– No se paga más alquiler -comentó al hijo-. ¿Verdad, Gareth?

Gareth hizo un movimiento despectivo con la cabeza sin decir palabra. Afuera el móvil había desaparecido y Rebus pensó en la linterna.

– Me lo han quitado -se quejó Gareth.

– Tienes que denunciarlo -dijo Rebus- y que lo pague el seguro. -Vio la cara que ponía el muchacho y añadió-: Suponiendo que no fuera robado.

Frente al portal había un coche deportivo japonés, rodeado por una docena de críos cuyos progenitores habían desistido de la escolarización.

– ¿Cuánto os ha dado? -preguntó Rebus.

– Dos libras.

– ¿Y cuánto tiempo le queda?

Los chicos miraron a Rebus.

– Esto no es un parquímetro. No damos resguardo -dijo uno de ellos juntando las manos y echándose a reír.

Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Gareth.

– Iremos en mi coche -dijo-. Espero que el tuyo siga aquí cuando vuelvas.

– ¿Y si no está?

– En la comisaría te darán una copia de la denuncia para la compañía de seguros. Suponiendo que tengas seguro.

– Suponiendo -repitió Gareth resignado.

No tardaron en llegar a Portobello. Se dirigieron a Seafield Road, donde por ser de día no se veía a ninguna prostituta. Gareth le indicó una bocacalle cerca del paseo marítimo.

– Hay que aparcar aquí y seguir a pie -dijo.

El mar tenía color de pizarra y por la arena de la playa corrían perros en pos del palo que les tiraban sus amos. Rebus se sintió retroceder en el tiempo: tiendas de patatas fritas y pescado, y salones de juego. Durante varios años, cuando era pequeño, fue con sus padres y su hermano en verano a una caravana en St. Andrews o a una pensión barata de Blackpool. Desde entonces, todas las playas le recordaban aquella época.

– ¿Te has criado aquí? -preguntó a Gareth.

– En un piso de Gorgie.

– Has subido de categoría -comentó Rebus.

Gareth se encogió de hombros y empujó una cancela.

– Aquí es.

Un camino conducía a través del jardín a dos adosados de cuatro pisos con doble entrada. Rebus miró la fachada y vio que todo eran ventanas que daban a la playa.

– Muy distinto a Gorgie -musitó mientras seguía los pasos de Gareth.

El joven abrió con llave y gritó que había llegado.

El vestíbulo era corto y estrecho, con puertas y una escalera que Gareth, sin mirar en ninguna habitación, tomó hasta el primer piso seguido por Rebus. Entraron en un estudio de nueve metros de largo con ventanales, decorado y amueblado con gusto, aunque muy moderno, a base de cromados, cuero y cuadros abstractos que desentonaban en aquel salón que conservaba las molduras primitivas y la araña de cristal. Junto a un ventanal había un telescopio de latón sobre trípode de madera.

– ¿Con quién demonios vienes?

Había un hombre sentado a una mesa junto al telescopio. Usaba gafas que sujetaba con un cordoncillo al cuello, tenía el pelo gris plateado, un rostro más curtido que envejecido e iba bien afeitado.

– Señor Baird, soy el inspector Rebus.

– ¿Qué ha hecho esta vez? -preguntó Baird cerrando el periódico que leía y mirando furioso a su hijo.

Lo había dicho en tono resignado más que airado y Rebus pensó que al muchacho no le iban bien las cosas en la pequeña empresa familiar.

– Señor Baird, no se trata de Gareth, sino de usted.

– ¿De mí?

Rebus dio la vuelta al cuarto.

– Las viviendas subvencionadas del Ayuntamiento han mejorado mucho -dijo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Baird, mirando al mismo tiempo a su hijo como requiriendo una explicación.

– Papá, me estaba esperando y me hizo dejar allí el coche y todo -espetó Gareth.

– El fraude es un delito, señor Baird -dijo Rebus-. A mí no deja de sorprenderme, pero los jueces lo detestan más que el robo con allanamiento o el atraco. Porque, en definitiva, ¿a quién engaña? No es a una persona concreta, sino a esa entidad anónima llamada Ayuntamiento, y se le van a echar encima como lobos -añadió Rebus moviendo la cabeza.

Baird se recostó en la silla y cruzó los brazos.

– Y, además, usted -prosiguió Rebus- no se contentó con una pequeñez… ¿Cuántos pisos tiene en subarriendo? ¿Diez? ¿Veinte? Ha enganchado a toda su parentela… y hasta a algunas tías y tíos fallecidos.

– ¿Ha venido a detenerme?

Rebus negó con la cabeza.

– Estoy dispuesto a irme por donde he venido en cuanto obtenga lo que quiero.

Baird mostró de pronto interés al ver que podía entenderse con él, aunque sin acabar de creérselo.

– Gareth, ¿le acompaña alguien?

Gareth movió la cabeza de un lado a otro.

– Me estaba esperando en el piso -dijo.

– ¿No había nadie en la calle, en un coche?

Gareth negó de nuevo con la cabeza.

– Vinimos en el suyo él y yo.

Baird reflexionó un instante.

– Bien, ¿cuánto va a costarme?

– Contestar unas preguntas. El otro día mataron a uno de sus realquilados.

– Yo les digo que no se metan en nada -replicó Baird, dispuesto a defenderse de cualquier alegación como dueño del piso.

Rebus estaba junto al ventanal mirando la playa y el paseo por donde caminaba una pareja de ancianos cogidos de la mano, y le irritó pensar que tal vez contribuyesen a los fraudes de un buitre como Baird o que quizá sus nietos estuvieran hacía tiempo en la lista de espera de viviendas subvencionadas.

– Muy acertado por su parte, desde luego -comentó Rebus-. Lo que necesito es el nombre y el país de origen.

Baird hizo un gesto despectivo.

– Yo no les pregunto de dónde son. Una vez cometí ese error y quedé bien escarmentado. A mí lo único que me importa es que todos necesitan un techo y si el Ayuntamiento no quiere o no puede ayudarles, lo hago yo.

– Por una cantidad.

– Una cantidad razonable.

– Qué gran corazón. Así que no sabe su nombre…

– Le llamaban Jim.

– ¿Jim? ¿Fue idea suya?

– Mía.

– ¿Cómo le conoció?

– Los clientes saben encontrarme. Por el boca a boca, podríamos decir. No sería así si no les gustara lo que obtienen.

– Obtienen pisos subvencionados del Ayuntamiento y le pagan más de lo debido por el privilegio -Rebus aguardó en vano que Baird alegara algo, consciente de que la mirada del hombre le decía «Suéltelo de una vez»-. ¿Y no tiene ni idea de su nacionalidad? ¿De qué país venía? ¿Cómo llegó aquí?

Baird negó con la cabeza.

– Gareth, ve a por una cerveza a la nevera.

Gareth no se hizo rogar y Rebus se quedó con las ganas de que hubiera dicho «unas cervezas».

– ¿Cómo se entiende con toda esa gente que no habla inglés?

– Hay maneras. Por signos y mímica.

Gareth volvió con una sola lata, que tendió a su padre.

– Gareth estudió francés en el colegio y pensé que podría servirnos -añadió Bird bajando la voz al final de la frase, por lo que Rebus dedujo que el chico no había respondido a sus expectativas.

– Con Jim no había que hacer mímica -terció Gareth para aportar su granito de arena-, porque hablaba un poco de inglés, aunque no tan bien como su amiga…

El padre le miró enfurecido, pero Rebus se interpuso entre ambos.

– ¿Qué amiga? -preguntó al muchacho.

– Una mujer… de mi edad aproximadamente.

– ¿Vivían juntos?

– Jim vivía solo. Me dio la impresión de que era una conocida.

– ¿Del barrio?

– Me imagino.

Baird se puso en pie.

– Bueno, ya le hemos dicho lo que quería -anunció.

– ¿Seguro?

– Bien, lo expresaré de otro modo: eso es lo que ha conseguido.

– Eso lo decido yo, señor Baird. Gareth, ¿qué aspecto tenía? -añadió dirigiéndose al hijo.

Pero Gareth había captado la onda.

– No lo recuerdo.

– ¿Qué? ¿Ni siquiera su color de piel? Su edad sí que la recuerdas.

– Era de piel mucho más oscura que Jim. Eso es todo.

– ¿Y hablaba inglés?

Gareth trató de mirar a su padre para que le orientara, pero Rebus le obstruía la visión.

– Hablaba inglés y era amiga de Jim -insistió Rebus-. Y vivía en el barrio… -Dime algo más.

– Eso es todo.

Baird pasó junto a Rebus y puso el brazo por encima de los hombros de su hijo.

– El chico está confuso -dijo-. Si recuerda algo más ya se lo dirá.

– No me cabe la menor duda -dijo Rebus.

– ¿Y es cierto eso que ha dicho de que no nos molestaría?

– Totalmente, señor Baird. Aunque el Departamento de Vivienda tal vez no piense igual.

Baird hizo un gesto de desdén.

– Bien, me marcho -añadió Rebus.

En el paseo soplaba viento y no logró encender el cigarrillo hasta el cuarto intento. Se detuvo un instante mirando los ventanales del estudio y se dio cuenta de que no había almorzado. Como no faltaban pubs en High Street, dejó el coche donde estaba y mientras se dirigía a pie hasta el más cercano llamó a Mackenzie y le puso al corriente de la visita a Baird. Cortó la comunicación al entrar y pidió una caña y un panecillo de ensalada de pollo. El local olía aún a la sopa y a los bocadillos que habían servido para el almuerzo. Un cliente habitual pidió al camarero que pusiera la cadena de las carreras de caballos, y mientras éste cambiaba de canal con el control remoto pasaron unas escenas que obligaron a Rebus a dejar de masticar.

– Vuelva atrás -dijo con la boca llena.

– ¿Cuál quiere?

– Guau, eso.

Era un noticiario local sobre una manifestación al aire libre en Knoxland con pancartas improvisadas:


NO NOS HACEN CASO

NO PODEMOS VIVIR ASÍ

LOS DEL BARRIO TAMBIÉN NECESITAMOS AYUDA

El reportero entrevistaba a la pareja del piso anexo al de la víctima, y Rebus captó algunas frases: «Es responsabilidad del Ayuntamiento… No nos hacen caso… Los meten aquí sin más… Nosotros les tenemos sin cuidado». Era como si les hubiesen aleccionado con frases hechas. El periodista se volvió hacia un hombre de aspecto asiático bien vestido con gafas de montura plateada. En la pantalla apareció el nombre de Mohamed Dirwan, de la asociación Nuevos Ciudadanos de Glasgow.

– Ahí hay mucha gente loca -comentó el camarero.

– En Knoxland pueden meter todo lo que quieran -añadió un cliente habitual.

Rebus se volvió hacia él.

– ¿Todo lo que quieran de qué?

El hombre se encogió de hombros.

– Llámelos como le guste…, refugiados o chorizos. Sean lo que sean, yo sé muy bien quién acaba pagando el pato.

– Es cierto, Matty -comentó el camarero, y añadió dirigiéndose a Rebus-: ¿Ha visto lo que quería?

– De sobra -dijo Rebus, y se marchó dejando la cerveza a medias.

Capítulo 8

Knoxland no se había calmado aún cuando Rebus llegó. Los fotógrafos de prensa se enseñaban unos a otros en la pantalla de sus cámaras digitales las fotos que habían tomado, un reportero de radio entrevistaba a Ellen Wylie, y Reynolds Culo de Rata movía indignado la cabeza camino de su coche en un descampado.

– ¿Qué sucede, Charlie? -preguntó Rebus.

– A ver si se despeja un poco el ambiente si les dejamos seguir -gruñó Reynolds.

Subió al coche, cogió una bolsa de patatas fritas empezada y cerró la portezuela con furia como aislándose del mundo.

Entre la multitud que rodeaba la caseta Rebus reconoció algunas caras de la grabación televisiva y vio que las pancartas mostraban ya signos de deterioro. Algunos residentes discutían con Mohamed Dirwan y le apuntaban con el dedo. Visto de cerca, a Rebus Dirwan le pareció un abogado: buena chaqueta negra de lana, zapatos relucientes y un bigote plateado. Gesticulaba con las manos y levantaba la voz por encima de la algarabía.

Rebus miró por la reja que protegía la ventana de la caseta y vio, tal como pensaba, que estaba vacía. Miró a su alrededor y finalmente se dirigió al otro lado del bloque alto y pensó en el ramito de flores silvestres del escenario del crimen ya dispersas y pisoteadas. Que habría dejado allí tal vez la amiga de Jim…

Había una furgoneta sin ventanas aislada y acordonada en una zona destinada a aparcamiento vecinal. Rebus no vio a nadie al volante y llamó con fuerza a las puertas traseras. Tenía cristales negros, pero él sabía que podía verse desde el interior. Abrieron y entró en el vehículo.

– Bienvenido a la caja de juguetes -dijo Shug Davidson sentándose otra vez junto al operador de la cámara.

La furgoneta estaba llena de aparatos de grabación y monitores, que la policía utilizaba para documentar los disturbios en la ciudad e identificar a los agitadores para demostrar los cargos en caso necesario. Por el vídeo de registro, a Rebus le pareció que habían filmado algunas escenas desde el segundo o tercer piso; había secuencias en que el zoom alejaba o aproximaba el encuadre y primeros planos borrosos que de repente quedaban enfocados.

– No se ha producido ninguna violencia -musitó Shug Davidson, y añadió para el operador-: Vuelve un poco atrás, Chris… Ahí; congélalo, por favor.

Vieron una imagen con un parpadeo, que Chris eliminó.

– ¿Quién te preocupa, Shug? -preguntó Rebus.

– John, siempre tan sagaz -dijo Davidson señalando a un personaje en la cola de la manifestación, un hombre con la capucha de la chaqueta verde oliva subida tapándole la cara, de la que sólo se veían la barbilla y los labios-. Creo que estuvo rondando por aquí hace unos meses, cuando aquella banda de Glasgow intentó acaparar el mercado de la droga.

– Pero los metisteis entre rejas, ¿no?

– La mayoría sigue en prisión preventiva, pero algunos volvieron a Glasgow.

– ¿Y éste anda por aquí?

– No lo sé.

– ¿No se lo has preguntado?

– Se largó nada más ver las cámaras.

– ¿Cómo se llama?

Davidson negó con la cabeza.

– Tengo que averiguar ciertos datos -contestó frotándose la frente-. ¿Qué tal tu jornada, John?

Rebus le explicó la entrevista con Robert Baird.

– Buen trabajo -comentó Davidson con una inclinación de cabeza sin apenas entusiasmo.

– Ya sé que eso no nos lleva muy lejos -dijo Rebus.

– Lo siento, John -añadió Davidson meneando despacio la cabeza-. Necesitamos que aparezca algún testigo. El arma no debe de andar lejos y el asesino tendrá sangre en la ropa. Alguien lo habrá visto.

– La amiga de Jim podría aclararnos alguna cosa. Podemos traer aquí a Gareth a ver si la localiza.

– Es una idea -murmuró Davidson-. Y, entretanto, asistiremos al estallido de Knoxland.

Cuatro pantallas distintas pasaban secuencias de la filmación. En una aparecía un grupo de jóvenes a cierta distancia de la cola de la manifestación. Todos llevaban capucha y un pañuelo cubriéndoles la boca. Al ver al operador, le volvieron la espalda y uno de ellos cogió una piedra y la arrojó sin hacer blanco.

– ¿No ves? -dijo Davidson-. Una cosa así podría ser la chispa que…

– ¿No ha habido agresiones?

– Insultos nada más -dijo Davidson recostándose en el asiento y estirándose-. Hemos concluido el puerta a puerta. Bueno, con los vecinos que se han prestado a hablar. -Hizo una pausa-. Es decir, los «capaces» de hablar. Esto es como la torre de Babel. Con un pelotón de intérpretes no tendríamos ni para empezar -añadió, al tiempo que le sonaban los intestinos y trataba de disimularlo haciendo chirriar la silla.

– ¿Nos tomamos un descanso? -sugirió Rebus, pero Davidson negó con la cabeza-. ¿Y ese tal Dirwan?

– Es un abogado de Glasgow que se ocupa de los refugiados de las barriadas.

– ¿Y a qué ha venido aquí?

– Aparte de la propaganda, tal vez piense que puede conseguir más clientela. Pretende que venga a Knoxland el alcalde en persona y pide una reunión entre los políticos y la comunidad de inmigrantes. Quiere muchas cosas.

– De momento, está bien solo.

– Ya lo veo.

– ¿Te alegra dejarle en el foso de los leones?

– Tenemos hombres ahí fuera, John -replicó Davidson mirándole.

– El ambiente se está caldeando.

– ¿Te ofreces de guardaespaldas?

– Haré lo que me digas -contestó Rebus encogiéndose de hombros-. Aunque sólo sea por tomar el aire -añadió abriendo la puerta.

– Ah, John, tengo un recado para ti: los de drogas reclaman la linterna. Es urgente, me dijeron.

Rebus asintió con la cabeza, salió, cerró la puerta y se dirigió al piso de Jim. La puerta estaba abierta de par en par y no había rastro de la linterna ni en la cocina ni por ninguna parte. El equipo de huellas había pasado ya, pero dudaba que ellos se la hubieran llevado. Al salir, Steve Holly apareció en la puerta del piso contiguo con la grabadora arrimada al oído comprobando el sonido.

«La facilidad, ése es el problema de este país…»

– Tengo entendido que está de acuerdo con eso -dijo Rebus, y el periodista, sobresaltado, paró la grabadora y la guardó.

– Yo hago periodismo objetivo, Rebus, con la opinión de los dos bandos.

– ¿Ha hablado con los desgraciados abandonados en esta leonera?

Holly asintió con la cabeza. Miraba por encima del parapeto para ver si en la calle sucedía algo que pudiera interesarle.

– Incluso encontré gente del barrio a quien no le importan los inmigrantes, lo que me sorprendió; no sé a usted… -dijo encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole uno.

– Acabo de fumar -mintió Rebus.

– ¿Le ha servido de algo la foto que publicamos?

– Es posible que nadie se fijara en ella con tantos evasores de impuestos, sobornos y viviendas privilegiadas.

– Es todo verdad -protestó Holly-. No dije que fuera el caso aquí, pero sucede en muchos barrios.

– Si fuera más bajo, su cabeza hasta podría servir de soporte para una pelota de golf.

– Me gusta la frase; a lo mejor la utilizo.

Sonó su móvil y contestó a la llamada dando la espalda a Rebus y alejándose como si el policía no existiera.

Rebus suponía que éste era el modo de trabajar de un tipo como Holly. Al quite de los acontecimientos y prestando atención sólo en la medida en que le interesara para su artículo, y una vez escrito, a otra cosa. Había que llenar el vacío con otra historia. No podía evitar comparar aquel método con la pauta de trabajo de algunos colegas suyos, que borraban de su mente los casos pensando en otros futuros que tuvieran quizás algo fuera de serie o interesante. Pero sabía que también había buenos periodistas muy distintos a Steve Holly, y que muchos de ellos no podían ni verle.

Rebus le siguió hasta la calle camino del altercado que comenzaba a amainar. Ya no quedaban más que unos diez intransigentes discutiendo acaloradamente con el abogado, a quien se había unido un grupo de inmigrantes. Era la ocasión de tomar una foto y las cámaras entraron en acción, pero algún que otro inmigrante se tapó la cara con la mano. Rebus oyó ruido a sus espaldas y una voz que decía: «¡Vamos, Howie!». Se volvió y vio a un joven que caminaba directo hacia el grupo, jaleado por sus amigos a cierta distancia. Con el rostro cubierto y las manos hundidas en los bolsillos frontales de la cazadora, apretó el paso al pasar junto a Rebus, que notó su respiración agitada y casi olió la adrenalina que despedía.

Le agarró del brazo y tiró de él. El joven giró en redondo y sacó las manos de los bolsillos, dejando caer una piedra al suelo y gritando de dolor por la llave que Rebus le hacía doblándole el brazo hacia arriba y obligándole a arrodillarse. La multitud se volvió y las cámaras captaron la escena, sin embargo, Rebus no apartaba la vista de la pandilla por si intentaba lanzar un ataque en masa. Pero no: se alejaron sin el menor ánimo de rescatar a su compañero. Un hombre subió a un BMW desvencijado. Un hombre con una chaqueta verde oliva.

Mientras el jovenzuelo capturado maldecía entre gritos de dolor, Rebus notó la presencia de unos policías de uniforme que le esposaban. Se incorporó y se encontró cara a cara con Ellen Wylie.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.

– Éste, que llevaba una piedra en el bolsillo para tirársela a Dirwan.

– Es mentira -exclamó el muchacho- ¡Me quieren liar!

Le habían quitado la capucha y el pañuelo y Rebus vio una cabeza rapada y un rostro lleno de acné. Le faltaba un diente y abría la boca aturdido por el cariz que habían tomado los acontecimientos. Rebus se agachó y recogió la piedra.

– Aún está caliente -dijo.

– Llévenselo a la comisaría -ordenó Wylie a los dos agentes, y añadió dirigiéndose al joven-: Antes de que te registremos dinos si llevas algún objeto afilado.

– No pienso decir nada.

– Llevadle al coche, muchachos.

Se alejaron con el detenido mientras las cámaras entraban en acción y captaban sus protestas. Rebus se encontró con el abogado frente a él.

– Me ha salvado la vida, señor -afirmó cogiéndole las manos.

– Yo no diría tanto.

Dirwan se volvió hacia los congregados.

– ¿Habéis visto? ¿Habéis visto cómo el odio pasa de padres a hijos? ¡Es como un veneno que se filtra en la tierra que debería nutrirnos! -exclamó tratando de abrazar a Rebus, que se resistió inútilmente-. Es policía, ¿verdad?

– Inspector -asintió Rebus.

– ¡Inspector Rebus! -gritó una voz.

Rebus miró a Steve Holly, que sonreía satisfecho.

– Señor Rebus, estaré en deuda con usted hasta el fin de mis días. Todos lo estamos -añadió Dirwan refiriéndose al grupo de inmigrantes que contemplaban la escena, ignorantes, al parecer, de lo que había acontecido.

Shug Davidson se acercó intrigado en compañía de un sonriente Reynolds Culo de Rata.

– Haciendo el número, como de costumbre, John -dijo Reynolds.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Davidson.

– Un crío que quería tirar una piedra al señor Dirwan y se lo impedí -musitó Rebus encogiéndose de hombros, como dando a entender que ojalá no lo hubiera hecho. Uno de los agentes que se habían llevado al muchacho regresó.

– Mire esto, señor.

Le tendió una bolsa de plástico con un pequeño objeto punzante: un cuchillo de cocina de doce centímetros.


* * *

Rebus se encontró haciendo de niñera de su nuevo amigo.

Shug Davidson y Ellen Wylie interrogaban al jovenzuelo en uno de los cuartos al efecto del Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Torphichen Place. El cuchillo estaba ya en el laboratorio forense de Howdenhall y Rebus intentaba enviar un mensaje de texto a Siobhan para decirle que cambiaba la cita para las seis.

Mohamed Dirwan, tras su declaración, tomaba un té con azúcar en una mesa sin quitar ojo a Rebus.

– Yo no he logrado dominar los intríngulis de esa nueva tecnología -comentó.

– Ni yo -dijo Rebus.

– Pero se han hecho imprescindibles en la vida actual.

– Pues sí.

– Es hombre de pocas palabras, inspector. ¿O es que le pongo nervioso?

– Tengo que aplazar la hora de una reunión, señor Dirwan; nada más.

– Por favor… -replicó Dirwan alzando una mano-. Le dije que me llamara Mo -añadió con una sonrisa, mostrando una dentadura inmaculada-. La gente cree que es un nombre de mujer porque lo asocia con el personaje de EastEnders. ¿Sabe a quién me refiero? -Rebus negó con la cabeza-. Pero yo les digo: ¿es que no se acuerdan del futbolista Mo Johnston, que jugó en el Rangers y en el Celtic, y se convirtió dos veces en héroe y villano, hazaña que ni el mejor abogado podría superar?

Rebus forzó una sonrisa. Rangers y Celtics eran los equipos protestante y católico respectivamente, y se le ocurrió una idea.

– Mo, me dijo que había asesorado a solicitantes de asilo en Glasgow, ¿es cierto?

– Correcto.

– Creemos que un individuo que estaba en la manifestación es de Belfast.

– No me extrañaría. En los barrios de Glasgow sucede igual. Es una consecuencia de los disturbios de Irlanda del Norte.

– ¿Ah, sí?

– Los inmigrantes comienzan a llegar a lugares como Belfast porque allí encuentran trabajo, cosa que no les gusta a los directamente implicados en el conflicto, que lo ven todo bajo el prisma exclusivo de católicos y protestantes, y tal vez les alarme la llegada de nuevas religiones… Ya se han producido agresiones físicas. Yo lo calificaría de instinto básico, ese atavismo de rechazar algo que no podemos comprender. Lo que no significa que lo apruebe -añadió alzando un dedo.

– ¿Pero por qué viene a Escocia esa gente de Belfast?

– Tal vez para reclutar para su causa a gente disconforme -dijo encogiéndose de hombros-. Hay gente para quien los disturbios son un fin en sí mismo.

– Sí, puede ser -dijo Rebus, que había comprobado aquel interés por crear desórdenes y revolver las cosas sin otro fin que la sensación de poder.

El abogado apuró su bebida.

– ¿Cree que ese muchacho es el asesino?

– Podría ser.

– En este país todo el mundo lleva un cuchillo. ¿Sabe que Glasgow es la ciudad más peligrosa de Europa?

– Eso he oído.

– Todos los días hay puñaladas -añadió Dirwan moviendo la cabeza-. Y, sin embargo, la gente se pelea por venir a Escocia.

– ¿Se refiere a los inmigrantes?

– El primer ministro dice que le preocupa el envejecimiento de la población, y en eso tiene razón. Necesitamos gente joven para cubrir los puestos de trabajo, si no ¿cómo vamos a atender a los jubilados? Y hace falta gente especializada. Pero, al mismo tiempo, el Gobierno pone grandes dificultades a la inmigración, y en cuanto a los solicitantes de asilo… -Volvió a agitar la cabeza, esta vez más despacio con gesto de incredulidad-. ¿Conoce Whitemire?

– ¿El centro de internamiento?

– Un lugar dejado de la mano de Dios, inspector. Allí no me ven con buenos ojos. Tal vez se imagina por qué.

– ¿Tiene defendidos en Whitemire?

– Varios con recurso de apelación. Aquello era una cárcel y ahora alberga a familias e individuos aterrorizados, gente que sabe que una deportación a su país de origen es una condena a muerte.

– Y que están detenidos en Whitemire porque si no, no harían caso de la sentencia y se evadirían.

– Sí, claro -dijo Dirwan mirando a Rebus y torciendo el gesto-, usted forma parte del propio aparato del Estado.

– ¿Qué quiere decir? -replicó él a la defensiva.

– Perdone mi impertinencia, pero seguro que usted cree que a esos malditos negros hay que devolverlos a sus países y que Escocia sería jauja de no ser por los paquistaníes, los gitanos y los negros.

– Por Dios bendito…

– ¿Tiene amigos árabes o africanos, inspector? ¿Toma copas con asiáticos? ¿O para usted son sólo rostros detrás de la caja registradora de donde compra el periódico?

– No voy a discutir -dijo Rebus tirando el vaso de plástico a la papelera.

– Es un tema delicado, desde luego, aunque yo tengo que enfrentarme a él todos los días. Creo que Escocia vivió orgullosa muchos años porque como los escoceses son muy suyos no había lugar para el racismo. Pero eso se acabó.

– Yo no soy racista.

– Sólo hablaba de una situación. No se enfade.

– No me enfado.

– Lo siento… Me cuesta desconectar-dijo Dirwan encogiéndose de hombros-. Es deformación profesional -añadió mirando el cuarto como buscando cambiar de tema-. ¿Cree que descubrirán al asesino?

– No escatimaremos esfuerzos.

– Estupendo. Estoy convencido de que actúan ustedes con gran entrega profesional.

Rebus pensó en Reynolds pero no dijo nada.

– Sepa que si hay algo que pueda hacer yo…

Rebus asintió con la cabeza, pensando.

– En realidad…

– ¿Qué?

– Pues, mire, parece que la víctima tenía una amiga… o una conocida. Convendría localizarla.

– ¿Vive en Knoxland?

– Es posible. Es de piel más oscura que la víctima y probablemente habla mejor inglés que él.

– ¿Eso es todo?

– Todo cuanto sé -asintió Rebus.

– Puedo preguntar… Los inmigrantes no temerán tanto hablar conmigo. -Hizo una pausa-. Y gracias por pedirme ayuda -añadió con mirada afectuosa-. Tenga la seguridad de que haré cuanto pueda.

Se volvieron los dos al ver que Reynolds irrumpía en el cuarto masticando un panecillo del que se habían desprendido migas sobre su camisa y corbata.

– Vamos a procesarle -dijo y, tras un breve silencio, continuó-: pero no por homicidio. Comunican del laboratorio que no es la misma arma.

– Qué rápido -comentó Rebus.

– Según la autopsia, la del crimen es un cuchillo dentado y éste es de filo continuo. Falta que analicen si hay restos de sangre, aunque no es probable -Reynolds miró hacia Dirwan-. Se le podría acusar de intento de agresión y de portar armas escondidas.

– Así es la justicia -comentó Dirwan con un suspiro.

– ¿Qué quiere que hagamos? ¿Cortarle las manos?

– ¿Ese comentario es una alusión? -dijo el abogado poniéndose en pie-. Es difícil saberlo si no me mira.

– Ahora le estoy mirando -replicó Reynolds.

– ¿Y qué ve?

Rebus intervino:

– Lo que vea o no vea el agente Reynolds no viene a cuento.

– Se lo diré si quiere -añadió Reynolds expulsando migas por la boca, pero Rebus ya le dirigía hacia la puerta.

– Gracias, agente Reynolds -dijo tajante, casi con ganas de darle un empujón para echarle al pasillo.

Reynolds miró furioso al abogado, se volvió y se marchó.

– Dígame, ¿hace alguna vez amigos o sólo enemigos? -dijo Rebus.

– Yo juzgo a la gente según mi propio criterio.

– ¿Y le basta para juzgarlos lo que digan en unos segundos?

Dirwan reflexionó un instante.

– Pues sí, a veces es suficiente.

– En cuyo caso, se habrá hecho un criterio sobre mí -añadió Rebus cruzando los brazos.

– No, inspector… A usted no es tan fácil juzgarle.

– Ya, pero todos los polis son racistas, ¿no?

– Todos somos racistas, inspector… incluso yo. Lo importante es cómo resolvemos ese hecho reprobable.

Sonó el teléfono de la mesa de Wylie y Rebus contestó:

– Departamento de Investigación Criminal, inspector Rebus.

Ah, hola… -Era una voz de mujer insegura-. ¿Se ocupa del asesinato de ese inmigrante del barrio de viviendas?

– Sí.

En el periódico de hoy…

– Ha visto la fotografía -añadió Rebus, sentándose impaciente y cogiendo bolígrafo y papel.

Creo que sé quiénes son… Bueno, sé quienes son.

Era una voz tan débil que Rebus temió asustar a la mujer y que colgase.

– Bien, nos interesaría mucho cualquier información que pueda facilitarnos, señorita…

¿Qué?

– ¿Cómo se llama?

¿Por qué?

– Porque no solemos tomar en consideración llamadas anónimas.

Bueno, pero es que…

– Le aseguro que la información quedará entre usted y yo.

Se hizo un silencio.

Eylot. Janet Eylot.

Rebus anotó el nombre en mayúsculas.

– ¿Puedo preguntarle de qué conoce a las personas de la foto, señorita Eylot?

Porque… están aquí.

– ¿Dónde es «aquí»? -dijo Rebus mirando al abogado sin verle.

Escuche… Tal vez debería haber pedido permiso antes.

Rebus sitió que estaba a punto de perderla.

– Ha actuado perfectamente y como es debido, señorita Eylot. Sólo necesito algún dato más. Nos gustaría capturar al asesino, pero de momento no tenemos casi pistas y su información puede ser fundamental -añadió en tono animoso para no asustarla.

Se llaman…

Rebus contuvo el deseo de animarla con una interjección.

Yurgii.

Le pidió que se lo deletreara y lo anotó.

– Suena a eslavo.

Son turcos. Kurdos.

– Trabaja ayudando a refugiados, ¿verdad, señorita Eylot?

En cierto modo -respondió ella un poco más tranquila-. Llamo desde Whitemire, ¿lo conoce?

Rebus clavó la mirada en Dirwan.

– Curiosamente ahora mismo hablaba de ese lugar. Supongo que se refiere al centro de detención.

En realidad somos un centro de traslado de Inmigración.

– Y ¿se encuentra ahí esa familia de la foto?

La madre y los dos niños.

– ¿Y el marido?

Escapó antes de que la familia fuese detenida y trasladada aquí. A veces sucede.

– Sí, claro… -dijo Rebus tamborileando con los dedos en la libreta-. Oiga, ¿puede darme un teléfono de contacto?

Es que…

– Del trabajo o de casa, da igual.

Es que no…

– ¿Qué sucede, señorita Eylot? ¿Qué teme usted?

Debería haber hablado primero con mi jefe. -Se calló un instante-. Ahora usted vendrá aquí, ¿verdad?

– ¿Por qué no habló con su jefe?

No lo sé.

– ¿Corre peligro su empleo si se entera él?

Se hizo un silencio mientras la mujer reflexionaba.

¿Tienen que decirle que llamé yo?

– No, no, en absoluto -respondió Rebus-, pero me gustaría poder ponerme en contacto con usted.

La mujer accedió y le dio su número de móvil. Rebus le dio las gracias y dijo que a lo mejor necesitaba llamarla.

– En plan confidencial -añadió sin estar convencido de que resultara cierto.

Al terminar la conversación arrancó la hoja de la libreta.

– Tiene familia en Whitemire -dijo Dirwan.

– Le pido que de momento no lo comente con nadie.

– Me ha salvado la vida -replicó el abogado encogiéndose de hombros- y es lo menos que puedo hacer. ¿Quiere que le acompañe?

Rebus negó con la cabeza. Lo que menos le interesaba era que Dirwan se enzarzara con los guardianes. Fue a buscar a Shug Davidson y lo encontró en el pasillo hablando con Ellen Wylie delante del cuarto de interrogatorios.

– ¿Te lo ha dicho Reynolds? -preguntó Davidson.

Rebus asintió con la cabeza.

– Que no es el mismo cuchillo.

– Pero de todos modos vamos a presionar un poco más a este cabroncete, por si sabe algo que nos oriente. En un brazo tiene un tatuaje reciente de color rojo con las letras UVF, Fuerza de Voluntarios del Ulster.

– No sigas esa pista, Shug -dijo Rebus alzando el papel con lo que acababa de anotar-. La víctima logró eludir el internamiento en Whitemire, y allí están la mujer y los hijos.

– ¿Alguien vio la foto? -preguntó Davidson mirando a Rebus.

– Exacto. ¿No crees que deberíamos hacer una visita? ¿Tu coche o el mío?

Pero Davidson se restregó la barbilla.

– John…

– ¿Qué?

– La mujer y los hijos… no saben que ha muerto, ¿verdad? ¿Crees que tú eres el más indicado para comunicárselo?

– Yo también puedo ser afable.

– No lo dudo, pero que te acompañe Ellen. ¿Te parece, Ellen?

Wylie asintió con la cabeza y se volvió hacia Rebus.

– Vamos en mi coche -dijo.

Capítulo 9

Su coche era un Volvo S40 con pocos miles de kilómetros. En el asiento del pasajero había unos compactos que Rebus examinó.

– Ponga algo si quiere -dijo ella.

– Antes tengo que enviar un mensaje a Siobhan -replicó él, como excusa para no tener que elegir entre Norah Jones, los Beastie Boys y Mariah Carey. Tardó varios minutos en enviar el mensaje de «siento no pueda ser a las seis sino a las ocho», y luego se preguntó por qué no la había llamado; se habría ahorrado la mitad del tiempo. Casi inmediatamente ella le llamó.

¿Estás de broma?

– Estoy camino de Whitemire.

¿El centro de detención?

– Bueno, sé de buena tinta que es un centro de deportación de Inmigración. Y resulta que allí viven la esposa y los hijos de la víctima.

Siobhan guardó silencio un instante.

Bueno, es que yo a las ocho no puedo. Tengo una cita para tomar una copa y esperaba que tú vinieras también.

– Es muy posible que pueda, y así después iremos al triángulo púbico.

¿A la hora en que hay más gente? ¿Tú crees?

– No puedo arreglarlo de otro modo, Siobhan.

Bueno… Hazlo con tacto, ¿eh?

– ¿Qué quieres decir?

Supongo que vas a Whitemire a dar la mala nueva.

– ¿Por qué nadie me cree capaz de ser afable? -Wylie le miró y sonrió-. Si quiero, sé ser el poli afectuoso del New Age.

Claro que sí, John. Nos vemos en el Ox hacia las ocho.

Rebus guardó el teléfono y se concentró en la carretera. Salían de Edimburgo en dirección oeste y Whitemire quedaba entre Banehall y Bo'ness, a unos veinticinco kilómetros. Había sido cárcel hasta finales de los setenta y él había estado allí una vez poco después de ingresar en el Cuerpo. Así se lo dijo a Wylie.

– Antes de que yo entrara -comentó ella.

– La cerraron poco después. Lo único que recuerdo es que me enseñaron el sitio de la horca.

– Precioso -dijo Wylie frenando.

Era la hora punta y todos los que vivían en las cercanías de la ciudad regresaban a casa. No había mejor ruta ni atajos posibles y tenían los semáforos en contra.

– Yo sería incapaz de hacer este viaje todos los días -dijo Rebus.

– Pero es bonito vivir en el campo.

– ¿Por qué? -preguntó él mirándola.

– Hay más espacio y menos mierda de perro.

– ¿Es que en el campo han prohibido los perros?

Ella volvió a sonreír.

– Y por el precio de un piso de dos dormitorios en la Ciudad Nueva puedes tener cinco mil metros cuadrados y una sala de billar.

– Yo no juego al billar.

– Yo tampoco, pero podría aprender. -Wylie hizo una pausa-. Bueno, ¿cuál es el plan en Whitemire?

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez necesitemos un intérprete -dijo.

– No lo había pensado.

– A lo mejor hay uno en el centro, y podría darle la noticia.

– Pero la esposa tendrá que identificar el cadáver.

– Puede decírselo también el intérprete -añadió Rebus.

– ¿Cuando nos hayamos marchado?

– Nosotros preguntamos lo que tenemos que preguntar y nos largamos -replicó Rebus encogiéndose de hombros.

– Y luego dicen que no sabe ser afable… -replicó ella mirándole.

Continuaron en silencio mientras Rebus sintonizaba diversas emisoras. No decían nada de su refriega con el muchacho en Knoxland. Esperaba que nadie lo recogiera. Finalmente, vieron el indicador de la salida de Whitemire.

– Estoy pensando una cosa -dijo Wylie-. ¿No deberíamos haberles avisado de nuestra llegada?

– Ahora es un poco tarde.

– La carretera se convirtió en una pista llena de baches con letreros de prohibido el paso bajo pena de sanción. Habían ampliado la valla de cuatro metros con secciones de metal ondulado gris claro.

– Para que nadie vea el interior -comentó Wylie.

– Ni el exterior -añadió Rebus.

Sabía que había habido manifestaciones contra aquel centro y se imaginó que eran la razón de aquel nuevo revestimiento.

– ¿Qué demonios es eso? -exclamó Wylie.

Miraba hacia una figura a un lado de la pista. Era una mujer muy abrigada delante de una tienda de campaña unipersonal, junto a una pequeña fogata sobre la que colgaba un hervidor. La mujer sostenía una vela encendida y la protegía con el hueco de la mano. Rebus la miró al pasar, pero ella mantuvo la vista en el suelo balbuciendo algo. Cincuenta metros más allá estaba la entrada. Wylie detuvo el Volvo y tocó el claxon, pero no apareció nadie. Rebus bajó del coche, se acercó a una garita y vio por la ventana a un guardián, que comía un bocadillo.

– Buenas tardes -dijo.

El hombre pulsó un botón y se oyó su voz por un altavoz:

– ¿Tiene cita?

– No lo necesito, soy policía -replicó Rebus mostrándole el carnet.

El hombre replicó sin inmutarse:

– Pásemelo.

Rebus lo puso en la bandeja de metal y observó cómo el guardián lo examinaba y llamaba por teléfono, sin lograr oír lo que decía. A continuación el guardián anotó los datos del carnet y volvió a pulsar el botón.

– Matrícula del coche.

Rebus se la leyó y observó que las tres últimas letras eran WYL. Wylie se había comprado una matrícula personalizada.

– ¿Le acompaña alguien? -preguntó el vigilante.

– La sargento Ellen Wylie.

El vigilante le pidió que deletreara el apellido y lo anotó todo. Rebus miró hacia la mujer junto a la pista.

– ¿Ésa siempre está ahí? -preguntó.

El vigilante negó con la cabeza.

– ¿Tiene dentro familia o alguien?

– Es una loca -dijo el vigilante devolviéndole el carnet-. Aparque en el estacionamiento de visitantes y saldrán a buscarles.

Rebus asintió con la cabeza y volvió al Volvo. La barrera se alzó automáticamente pero el vigilante tuvo que salir a abrir la puerta. Les hizo una seña para que entraran y Rebus indicó a Wylie el sitio para las visitas en el aparcamiento.

– He visto que tienes una matrícula personalizada -comentó él.

– ¿Y?

– Pensaba que eran cosas de chicos.

– Es un regalo de mi novio -dijo Wylie-. ¿Qué iba a hacer?

– Ah, ¿quién es el novio?

– A usted no le importa -replicó ella mirándole furiosa.

Entre el aparcamiento y el edificio había otra valla metálica y estaban haciendo la cimentación de un nuevo edificio.

– Menos mal que hay una industria próspera en Lothian Oeste -musitó Rebus.

Del edificio salió un guardián, que abrió la puerta de la valla y preguntó a Wylie si había cerrado el coche.

– Y he puesto la alarma -respondió ella-. ¿Hay muchos robos de coches aquí?

El hombre no captó la ironía.

– Tenemos gente muy desesperada.

En la entrada principal les esperaba un hombre con traje en lugar de uniforme gris, quien dirigió al guardián una inclinación de cabeza indicándole que se retirara. Rebus miró la fachada de piedra desnuda del edificio y sus ventanitas a gran altura; a derecha e izquierda se alzaban anexos de reciente construcción enjalbegados.

– Me llamo Alan Traynor -dijo el hombre dando primero la mano a Rebus y luego a Wylie-. ¿En qué puedo servirles?

Rebus sacó del bolsillo un ejemplar del periódico doblado por la página de la fotografía.

– Creemos que están aquí detenidas estas personas.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo han llegado a esa conclusión?

Rebus no contestó.

– Su apellido es Yurgii -añadió.

Traynor examinó la foto y asintió despacio.

– Síganme -dijo.

Les condujo al interior de la cárcel. Para Rebus no era otra cosa a pesar de los retoques. Traynor les explicó las medidas de seguridad y añadió que a los visitantes corrientes era obligado tomarles las huellas dactilares, una fotografía y hacerlos pasar por el detector de metales. El personal con el que se cruzaban vestía uniforme azul y llevaba manojos de llaves a la cintura. Como en una cárcel. Traynor tendría algo más de treinta años y el traje azul marino que lucía estaba hecho a medida de su delgada figura. Peinaba su pelo negro largo con raya a la izquierda y a veces le caía sobre los ojos. Les dijo que era el subdirector y que su jefe estaba de baja por enfermedad.

– ¿Algo grave?

– Estrés -contestó Traynor encogiéndose de hombros como dando a entender que era lo natural.

Le siguieron por una escalera y cruzaron una oficina de planta diáfana donde había una joven sentada ante un ordenador.

– ¿Aún no se ha marchado a casa, Janet? -preguntó Traynor con una sonrisa.

La joven no respondió, pero no dejó de mirarles, a la expectativa. En un momento en que Traynor no observaba, Rebus dirigió un guiño a Janet Eylot.

El despacho de Traynor era pequeño y funcional. A través de un vidrio se veían unos monitores del circuito cerrado de televisión enfocado a una docena de puntos del edificio.

– Lo siento, sólo hay una silla -dijo situándose detrás de la mesa.

– Yo estoy bien de pie, señor -dijo Rebus.

Hizo una señal a Wylie con la barbilla para que se sentara, pero ella optó por permanecer de pie. Traynor tomó asiento en su sillón y miró a los dos policías.

– ¿Están aquí los Yurgii? -preguntó Rebus fingiendo interés por los monitores.

– Sí, están aquí.

– ¿Y el marido no?

– Escapó… -respondió Traynor encogiéndose de hombros-, pero no de aquí, sino del Servicio de Inmigración.

– ¿Y ustedes no forman parte del Servicio de Inmigración?

Traynor replicó con desdén:

– Whitemire está administrado por Cencrast Security, que a su vez es una subcontrata de ForeTrust.

– Es decir, ¿una empresa privada?

– Exacto.

– ForeTrust es una empresa estadounidense, ¿verdad? -preguntó Wylie.

– Eso es. Propietaria de cárceles en Estados Unidos.

– ¿Y en Gran Bretaña?

Traynor se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.

– Bien, en cuanto a los Yurgii… -añadió jugueteando con la pulsera del reloj, dando a entender que tenía otras cosas que hacer.

– Bueno, señor -dijo Rebus-, le he mostrado el periódico y ni se ha inmutado. Como si no le interesara el titular del artículo. -Hizo una pausa-. Por lo que me da la impresión de que ya conocía el suceso, lo cual me hace preguntarme por qué no nos llamó -añadió apoyando los nudillos en la mesa e inclinándose.

Traynor le miró a la cara y luego dirigió la vista a las pantallas.

– Inspector, ¿sabe usted la mala prensa que tenemos? Más de lo que merecemos… muchísimo más. Pregunte a los equipos de inspección que nos controlan trimestralmente. Le dirán que ésta es una empresa humana y eficiente y que no escatimamos en gastos -añadió señalando una pantalla en la que se veía a un grupo de hombres jugando a las cartas en una mesa-. Sabemos que son personas y les tratamos como tales.

– Señor Traynor, si hubiera querido el folleto de la empresa lo habría pedido al entrar -dijo Rebus inclinándose más para que el joven no esquivara su mirada-. Leyendo entre líneas desde la perspectiva corporativa, yo diría que temió que Whitemire se viera envuelto en el caso y por eso no hizo nada… Y eso, señor Traynor, es obstaculización de la justicia. ¿Cuánto tiempo cree que Cencrast le mantendría en su empleo teniendo una ficha policial?

El rostro de Traynor enrojeció.

– No puede probar que yo supiera nada -farfulló.

– Pero puedo intentarlo, ¿no es cierto? -añadió Rebus con la sonrisa más desagradable que se haya visto en la vida. Se irguió volviéndose a Wylie, le dirigió una sonrisa muy distinta y encaró de nuevo a Traynor-. Bien, volvamos a los Yurgii, ¿le parece?

– ¿Qué quiere saber?

– Todo.

– Yo no conozco la historia de los detenidos -replicó Traynor a la defensiva.

– Entonces, consulte el expediente.

Traynor asintió con la cabeza y salió a pedir la documentación a Janet Eylot.

– ¡Muy bien! -jaleó Wylie a Rebus en voz baja.

– Y además divertido.

Rebus endureció el gesto al regresar Traynor. El joven se sentó y consultó ceñudo varias hojas. La historia que contó no tenía mucho de particular: los Yurgii eran kurdos turcos que habían emigrado a Alemania alegando que corrían peligro en su país, donde habían desaparecido otros miembros de la familia; el padre declaró llamarse Stef. Traynor guardó silencio unos instantes.

– No tenían documentos de identidad ni nada que demostrase que era cierto -continuó-. No parece un nombre kurdo, ¿no creen? Afirmó que era periodista…

Sí, un periodista que escribía artículos críticos contra el Gobierno y que utilizaba varios seudónimos para proteger a su familia, de la que habían desaparecido un tío y un primo, supuestamente detenidos para ser sometidos a tortura y obtener información sobre Stef.

– Dice tener veintinueve años, pero también puede ser mentira, claro.

La esposa tenía veinticinco, y los hijos, seis y cuatro. Manifestaron a las autoridades alemanas que querían vivir en el Reino Unido, y los alemanes estuvieron encantados de tener cuatro refugiados menos. Sin embargo, tras considerar el caso de la familia, Inmigración de Glasgow dictaminó la deportación; primero a Alemania y después probablemente a Turquía.

– ¿Se alega algún motivo? -preguntó Rebus.

– Por no demostrar que eran emigrantes económicos.

– Qué fuerte -comentó Wylie cruzando los brazos-. Como demostrar que no eres bruja.

– Esas cuestiones se abordan con gran meticulosidad -dijo Traynor a la defensiva.

– Bien, ¿cuánto tiempo llevan aquí? -preguntó Rebus.

– Siete meses.

– Es mucho tiempo.

– La señora Yurgii se niega a marcharse.

– ¿Puede hacerlo?

– Su caso lo lleva un abogado.

– No será el señor Dirwan…

– ¿Cómo lo ha adivinado?

Rebus se maldijo para sus adentros: si hubiera aceptado el ofrecimiento de Dirwan, éste habría podido dar la noticia a la viuda.

– ¿Habla inglés la señora Yurgii? -preguntó.

– Algo.

– Tendrá que venir a Edimburgo a identificar el cadáver. ¿Cree que lo entenderá?

– No tengo ni idea.

– ¿Tienen aquí algún intérprete?

Traynor negó con la cabeza.

– ¿Los niños están con ella? -preguntó Wylie.

– Sí.

– ¿Todo el día? -Traynor asintió con la cabeza-. ¿No van al colegio?

– Viene un maestro a darles clase.

– ¿A cuántos niños exactamente?

– Entre cinco y veinte, según el número de detenidos.

– ¿Todos de distinta edad y de varias nacionalidades?

– Nigerianos, rusos, somalíes…

– ¿Para un solo maestro?

Traynor sonrió.

– No haga caso de los periódicos, sargento Wylie. Ya sé que nos llaman el «campo de concentración de Escocia» y la gente se manifiesta alrededor del recinto cogida de las manos. -Hizo una pausa con cara de cansado-. Aquí nos ceñimos al procedimiento y nada más. No somos monstruos ni esto es una cárcel. Los edificios nuevos que han visto al entrar son para alojar a las familias, y hay televisión y cafetería, ping-pong y máquinas dispensadoras…

– ¿Y cuántos de ellos no van a parar a la cárcel? -preguntó Rebus.

– Si hubieran abandonado el país cuando se les dijo, no estarían aquí -replicó Traynor dando una palmadita en el expediente-. Es la decisión de las autoridades -añadió con un suspiro-. Bien, supongo que querrán ver a la señora Yurgii.

– Sí, pero antes díganos qué consta en el expediente sobre la desaparición de Stef-dijo Rebus.

– Que cuando fueron a buscarle al piso…

– Que estaba, ¿dónde?

– En Sigthill, en Glasgow.

– Un barrio muy alegre.

– Mejor que muchos, inspector. Bien, cuando llegaron, el señor Yurgii no estaba y según su esposa se había marchado la víspera.

– ¿Se enteró de que iban a buscarle?

– No era ningún secreto. Se había celebrado el juicio y el abogado se lo había comunicado.

– ¿No tenía medios para mantenerse?

– No, a menos que Dirwan le avalase -respondió Traynor encogiéndose de hombros.

Bien, era algo para preguntar al abogado, se dijo Rebus.

– ¿No intentó ponerse en contacto con su esposa?

– Que yo sepa, no.

Rebus reflexionó un instante y se volvió hacia Wylie por si tenía alguna pregunta que hacer, pero ella hizo una mueca de renuncia.

– Bien, vamos a ver a la señora Yurgii -dijo.

Había terminado la cena y en la cantina quedaba poca gente.

– Todos comen a la misma hora -comentó Wylie.

Un guardián uniformado discutía con una mujer con la cabeza cubierta por un chal y con un niño pequeño apoyado en su hombro, a quien el guardián quería quitar una fruta.

– A veces se llevan comida a las habitaciones -dijo Traynor.

– ¿Y está prohibido?

Traynor asintió con la cabeza.

– No los veo; deben de haber terminado. Síganme.

Les condujo por un pasillo con una cámara del circuito cerrado de televisión. Era un edificio nuevo y limpio, pero para Rebus no dejaba de ser una cárcel.

– ¿Ha habido suicidios? -preguntó.

– Un par de intentos -dijo Traynor mirándole furioso-. Y uno que se declaró en huelga de hambre. En estos sitios ya se sabe.

Se detuvo ante una puerta abierta y señaló con la mano. Rebus miró y vio un cuarto de cuatro por cinco metros con una litera, una cama, un armario y una mesa, en la que se entretenían dos niños con lápices de colores hablando en voz baja. La madre estaba sentada en la cama mirando al vacío con las manos en el regazo.

– Señora Yurgii, soy policía -al decirlo los chicos les miraron- y ésta es mi colega. ¿Podemos hablar sin que estén los niños?

Ella le observó un buen rato sin pestañear hasta que las lágrimas comenzaron a bañarle las mejillas, al tiempo que su boca se crispaba conteniendo los sollozos. Los niños se acercaron a ella y la abrazaron. La escena era como una repetición de situaciones anteriores. El niño, que tendría seis o siete años, miró a los intrusos con lágrimas en los ojos pero con gesto adusto.

– Marche. No haga esto a nosotros -dijo.

– Tengo que hablar con tu madre -replicó Rebus con voz queda.

– No está permitido. Lárguese -dijo el crío con gran soltura y perfecto acento local.

Habría aprendido de los guardianes, pensó Rebus.

– De verdad que tengo que hablar con…

– Lo sé -terció de pronto la mujer-. Él… ya no… -Sus ojos miraron suplicantes a Rebus, quien sólo supo asentir con la cabeza. Ella se abrazó a los niños-. Él ya no -repitió.

La niña rompió a llorar, pero su hermano no. Era como si supiera que la vida volvía a dar un vuelco y le exigía enfrentarse a una nueva prueba.

– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer con chal de la cantina, que se había acercado a la puerta.

– ¿Conoce a la señora Yurgii? -preguntó Rebus.

– Es amiga mía -contestó ella; ya no llevaba al niño, que había dejado en su hombro una mancha de leche y saliva, y entró en el cuarto y se puso en cuclillas delante de la viuda-. ¿Qué ha sucedido? -preguntó con voz profunda, imperativa.

– Le hemos traído malas noticias -contestó Rebus.

– ¿Qué noticias?

– Se trata del esposo de la señora Yurgii -dijo Wylie.

– ¿Qué le ha ocurrido? -añadió la mujer con mirada de temor, imaginándoselo.

– Nada bueno -terció Rebus-. Su marido ha muerto.

– ¿Muerto?

– Le han matado y tendrá que identificar el cadáver. ¿Los conocía de antes de venir aquí?

La mujer le miró como si fuera idiota.

– Ninguno nos conocíamos antes de estar aquí -replicó con peculiar énfasis en la última palabra.

– ¿Puede decirle que tendrá que identificar a su esposo? Podemos enviar un coche a recogerla mañana por la mañana.

Traynor alzó una mano.

– No es necesario; tenemos medios de transporte.

– ¿Ah, sí? -terció Wylie escéptica-. ¿Con ventanas enrejadas?

– La señora Yurgii está clasificada como posible fugitiva y soy responsable de ella.

– ¿Y piensa llevarla al depósito en un coche celular?

– Irá escoltada por guardianes -replicó Traynor con mirada furiosa.

– Estoy segura de que la sociedad respirará aliviada.

Rebus puso la mano en el codo de Wylie, que estaba a punto de decir algo, pero ella optó por dar media vuelta y echar a andar por el pasillo. Rebus se encogió ligeramente de hombros.

– ¿A las diez? -preguntó.

Traynor asintió con la cabeza.

– ¿Podría acompañar a la señora Yurgii su amiga? -añadió Rebus dándole la dirección del depósito.

– Sí, cómo no -contestó Traynor.

– Gracias -dijo Rebus, siguiendo a Wylie camino del aparcamiento.

Ella andaba a zancadas, dando puntapiés a piedras imaginarias, observada por un guardián que recorría el perímetro con una linterna a pesar de los focos. Rebus encendió un cigarrillo.

– ¿Te sientes mejor, Ellen?

– ¿Por qué voy a sentirme mejor?

Rebus alzó las manos en gesto de paz.

– Yo no tengo la culpa de tu enfado.

Ella emitió un bufido que se convirtió en suspiro.

– Eso es lo malo: que no sé quién tiene la culpa.

– ¿La dirección? -aventuró a preguntar Rebus-. Los que no vemos nunca -añadió aguardando a que ella asintiera-. En mi opinión -prosiguió-, dedicamos casi todo nuestro tiempo a perseguir lo que llaman la «escoria» y es realmente a la «crema» a quien deberíamos vigilar.

Wylie reflexionó sobre la marcha y acabó asintiendo imperceptiblemente. El guardián se acercó a ellos.

– No se puede fumar -vociferó.

Rebus le miró sin decir nada.

– Está prohibido.

Rebus dio una calada entornando los ojos y Wylie señaló una línea amarilla en el suelo apenas visible.

– ¿Esto para qué es? -preguntó con ánimo de distraer la atención del hombre sobre Rebus.

– Es la zona límite que no pueden cruzar los detenidos -contestó el guardián.

– ¿Por qué demonios no?

El hombre la miró.

– Por si intentan escaparse.

– ¿Pero es que no ve esas puertas y la altura de la valla? ¿Y el alambre de espino y las planchas onduladas…? -replicó ella avanzando hacia él y haciéndole retroceder.

Rebus volvió a cogerla del brazo.

– Vámonos -dijo.

Tiró la colilla, que rebotó en la puntera del zapato reluciente del guardián, esparciendo chispas en la noche. Cuando salían del recinto, la mujer solitaria les miró desde la fogata.

Capítulo 10

– Sí que es… rústico -dijo Alexis Cater recorriendo con la vista las paredes patinadas de nicotina del salón de atrás del Bar Oxford.

– Me alegro de que le guste.

Él esgrimió un dedo.

– Ese fuego que hay en usted me gusta. Yo he apagado bastantes fuegos en mi vida, pero después de encenderlos -añadió sonriendo satisfecho, llevándose el vaso a los labios y degustando la cerveza antes de tragarla-. No está mal, y muy barata. Tengo que tomar nota del local. ¿Es su bar habitual?

Siobhan negó con la cabeza en el momento en que el barman se acercaba a retirar un vaso vacío.

– ¿Qué tal, Shiv?

Ella le hizo un saludo con la cabeza.

– Está descubierta, Shiv -dijo Cater sonriente.

– Siobhan -replicó ella.

– Hagamos un trato, yo la llamo Siobhan si usted me llama Lex.

– ¿Hace tratos con agentes de policía?

Los ojos de Cater chispearon por encima del vaso.

– Me cuesta imaginármela de uniforme… pero merece la pena, cuando menos.

Siobhan se había sentado en el banco pensando que él lo haría enfrente, en la silla, pero Cater se había acomodado a su lado y no dejaba de acortar distancias imperceptiblemente.

– Dígame una cosa -dijo ella-. ¿Esa estrategia de conquistador le da siempre buen resultado?

– No puedo quejarme. Aunque… -añadió mirando el reloj- llevo aquí casi diez minutos y usted aún no me ha preguntado nada sobre mi padre. Puede decirse que es un récord.

– O sea, que a las mujeres les cae bien por ser hijo de papá.

– Tocado -respondió él con una mueca.

– ¿Recuerda por qué hemos concertado esta reunión?

– Dios, no le dé ese cariz tan formal.

– Si quiere formalidad, podemos seguir charlando en Gayfield Square.

– ¿En su piso? -replicó él alzando una ceja.

– En mi comisaría -puntualizó ella.

– Dios mío, qué difícil.

– Lo mismo estaba yo pensando.

– Necesito un cigarrillo -dijo Cater-. ¿Usted fuma?

Siobhan negó con la cabeza y él buscó con la mirada. En la mesa contigua acababa de sentarse un cliente que leía el periódico. Cater miró la cajetilla que tenía sobre la mesa y dijo:

– Perdone, ¿no tendría por casualidad un cigarrillo de más para mí?

– No, de más no. Los necesito todos -respondió el hombre prosiguiendo la lectura.

– Qué clientela tan agradable -comentó Cater volviéndose hacia Siobhan.

Ella se encogió de hombros. No pensaba decirle que había una máquina a la entrada de los servicios.

– El esqueleto -espetó, como recordatorio.

– ¿Qué sucede con el esqueleto? -dijo él reclinándose en el asiento como deseando evadirse.

– Lo robaron del pasillo frente al despacho del profesor Gates.

– ¿Y qué?

– Quiero saber cómo acabó bajo un suelo de hormigón en el callejón Fleshmarket.

– Y yo -replicó él con desdén-. Tal vez pueda venderle la idea a papá para una miniserie.

– Después de cogerlo de la facultad… -añadió ella para darle pie.

Cater movió el vaso formando espuma en la cerveza.

– ¿Me toma por una cita barata que a la primera copa lo cuenta todo?

– De acuerdo, pues… -dijo Siobhan levantándose.

– Termínese la copa al menos -protestó él.

– No, gracias.

Él movió la cabeza de un lado a otro.

– Bueno, como quiera. Siéntese -añadió con un gesto de invitación- y se lo contaré.

Siobhan estaba indecisa, pero acabó por acomodarse en la silla frente a él, al tiempo que Cater desplazaba hacia ella el agua tónica.

– Dios, cuando se embala qué exagerada es.

– Seguro que usted también -replicó ella alzando el vaso.

Al entrar en el bar había pedido ginebra y tónica, pero se las arregló para hacer una seña a Harry e indicarle que no echara ginebra, por eso le había resultado barata la cuenta a Cater.

– Si se lo cuento, ¿acepta que vayamos a comer un bocado después?

Ella le miró furiosa.

– Es que estoy hambriento -insistió él.

– En Broughton Street encontrará un buen quiosco de patatas fritas y pescado.

– ¿Cerca de su piso? Podríamos comprar la cena y llevárnosla allí.

Esta vez Siobhan no pudo evitar una sonrisa.

– Nunca se rinde, ¿verdad?

– No, si no estoy totalmente seguro.

– ¿Seguro de qué?

– De que a la mujer no le intereso -respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

El de la mesa contigua se aclaró la garganta mientras pasaba una página.

– Ya veremos -respondió ella, y añadió-: Aún tiene que hablarme de los huesos de Mag Lennox.

Él miró al techo, pensativo.

– Qué tiempos aquellos… Esto será confidencial, ¿no? -espetó.

– Pierda cuidado.

– Pues sí, tiene razón, decidimos tomar prestada a Mag porque íbamos a dar una fiesta y pensamos que sería divertido. La ocurrencia nos vino por una fiesta de un estudiante de veterinaria que sacó un perro disecado del laboratorio y lo puso en el baño, y cada vez que alguien tenía que…

– Ya me lo imagino.

Él se encogió de hombros.

– Es lo que hicimos nosotros con Mag. La pusimos en una silla presidiendo la mesa y luego creo que hasta bailamos con ella. Estábamos todos un poco bebidos, pero pensábamos devolverla…

– ¿Y no lo hicieron?

– Bueno, es que cuando nos despertamos por la mañana se había marchado por sí sola.

– No me venga con cuentos.

– Bien, pues alguien se la llevó.

– Con el esqueleto del niño. ¿Lo cogieron cuando la facultad renovó el material?

Él asintió con la cabeza.

– ¿No averiguaron quién se los llevó?

Cater negó con la cabeza.

– Éramos siete en aquella cena y a continuación vino la fiesta con veinte o treinta personas. Pudo ser cualquiera de ellas.

– ¿Tiene algún sospechoso en particular?

Cater reflexionó un instante.

– Pippa Greenlaw vino con un tipo algo basto, pero era un ligue ocasional y nunca más se supo.

– ¿Tenía nombre?

– Yo diría que sí -respondió él mirándola-, aunque no creo que fuera tan sexy como el de usted.

– Esa Pippa, ¿es también médica?

– Dios, no. Trabaja en relaciones públicas. Ahora que lo pienso fue así como conoció a su galán. Un futbolista. -Hizo una pausa-. Bueno, quería ser futbolista.

– ¿Tiene algún número de teléfono de Pippa?

– Debo de tenerlo… No sé si será el mismo… -añadió inclinándose hacia delante-. Claro que no lo llevo encima. Por consiguiente, creo que tendremos que acordar otro rendez-vous.

– Sí; es decir, usted me llama y me lo dice -replicó ella tendiéndole una tarjeta-. Si no estoy, deje el mensaje a la telefonista de la comisaría.

La sonrisa de Cater se suavizó mientras la miraba e inclinaba la cabeza a un lado y a otro.

– ¿Qué pasa? -inquirió ella.

– Estoy pensando hasta qué extremo esa actitud de Dama de Hielo es pura pose. ¿Nunca abandona su papel? -añadió estirando el brazo por encima de la mesa, asiéndola de la muñeca y besándosela.

Siobhan se zafó de un tirón; él se reclinó en el asiento con cara de embeleso.

– Fuego y hielo -musitó Cater-. Una buen mezcla.

– ¿Quiere ver otra buena mezcla? -dijo el cliente de la mesa contigua cerrando el periódico-. ¿Qué tal un puñetazo en la cara y una patada en el culo?

– ¡Oh, cielos, sir Galahad! -exclamó Cater riendo-. Lo siento, amiguete, no hay ninguna damisela que requiera sus servicios.

El hombre se puso en pie y se situó ante ellos, pero Siobhan se interpuso tapando a Cater.

– Déjalo, John -dijo, y añadió para Cater-: Más vale que se escabulla.

– ¿Conoce a este primate?

– Es colega mío -dijo Siobhan.

Rebus estiró el cuello pare ver mejor a Cater.

– Dele ese número, amigo. Y déjese de galanteos.

Cater se levantó, recreándose en apurar despacio su cerveza.

– Ha sido una velada deliciosa, Siobhan. A ver si la repetimos. Con o sin mono amaestrado.

– ¿Ese Aston de fuera es suyo, amigo? -preguntó el barman asomándose a la puerta del salón.

– Es bonito, ¿verdad? -replicó Cater con soltura.

– Pues no sé, pero un cliente lo ha confundido con un urinario.

Cater ahogó un grito y subió corriendo los escalones hacia la salida. Harry les dirigió un guiño y volvió a la barra, mientras ellos se miraban intercambiando una sonrisa.

– Pegajoso de mierda -murmuró Rebus.

– Tal vez sea comprensible, teniendo en cuenta quién es el padre.

– Sí, claro, su papá se lo ha dado todo hecho -comentó Rebus sentándose a su mesa, al tiempo que Siobhan volvía la silla hacia él.

– Puede que sea una pose.

– Como la tuya, Dama de Hielo.

– ¿Y la tuya, señor Hosco?

Rebus hizo una mueca y se llevó el vaso a los labios. Siobhan había advertido la manera que tenía de abrir la boca al beber, como si mordiera el líquido con los dientes.

– ¿Quieres otra? -dijo.

– ¿Tratas de retrasar el momento de la verdad? -replicó él en broma-. Bueno, ¿por qué no? Más barato que allí, será.

Siobhan volvió con las bebidas.

– ¿Qué tal en Whitemire?

– Lo mejor que cabía esperar. Un guardián sacó a Ellen Wylie de sus casillas. -Rebus le explicó la visita hasta aquella escena final-. ¿Por qué crees que se pondría así?

– ¿Sentido innato de la justicia? -aventuró ella-. A lo mejor tiene antepasados emigrantes.

– ¿Como yo?

– Es verdad; me dijiste que eras de origen polaco.

– Yo no. Mi abuelo.

– Seguramente aún tendrás familia en Polonia.

– Dios sabe.

– Bueno, piensa que yo también soy inmigrante, ya que mis padres son ingleses y me criaron al sur de la frontera.

– Pero naciste aquí.

– Y me llevaron a Inglaterra cuando estaba en pañales.

– Eres escocesa, no puedes negarlo.

– Yo sólo digo…

– Somos una nación mestiza. De siempre. Colonizada por los irlandeses y violada y pillada por los vikingos. Cuando era niño, todas las tiendas de pescado y patatas fritas las regentaban italianos y en clase tenía compañeros de apellido polaco y ruso… -Miró su vaso-. Y no recuerdo que a nadie le apuñalaran por eso.

– Pero tú te criaste en un pueblo.

– ¿Y qué?

– Me refiero a que Knoxland es distinto.

Él asintió con la cabeza y apuró la cerveza.

– Vamos -dijo.

– Me queda medio vaso.

– ¿Acaso se raja, sargento Clarke?

Siobhan ahogó una protesta, pero se puso en pie.


* * *

– ¿Has estado en un local de éstos?

– Un par de veces -contestó Rebus-. En despedidas de soltero.

Aparcaron en Bread Street, frente a uno de los hoteles más elegantes de Edimburgo. Rebus pensó qué impresión causaría a los huéspedes salir de sus lujosas habitaciones y encontrarse en medio del triángulo púbico. La zona se extendía desde los bares con espectáculo de Tollcross y Lothian Road hasta Lady Lawson Street. Locales con carteles que anunciaban «las "jarras" más grandes de Edimburgo» -con el doble sentido de tetas-, «reservados para personas de categoría», «animación continua». De momento no había más que un discreto sex-shop y ni el menor indicio de que por allí hicieran la calle las prostitutas de Leith.

– Me trae ciertos recuerdos -dijo Rebus-. Tú no estabas aquí en los setenta, ¿verdad? En los pubs, a la hora del almuerzo, había go-gos y, cerca de la universidad, un cine de películas porno…

– Qué felicidad verte tan nostálgico -comentó Siobhan con gran frialdad.

Su destino era un pub renovado enfrente de una tienda vacía. Rebus recordaba algunos de sus nombres anteriores: The Laurie Tavern, The Wheaten Inn o The Snakepit; ahora se llamaba The Nook. Un cartel sobre las lunas negras proclamaba los placeres en oferta y prometía «tarjeta de socio de oro inmediata». Un par de gorilas impedían en la puerta la posible entrada de borrachos e indeseables. Los dos tenían sobrepeso, llevaban la cabeza rapada e idéntico traje oscuro color granito con camisa sin corbata, además de un auricular minúsculo para recibir aviso en caso de trifulca en el interior.

– Tarará y Tararí -dijo Siobhan en voz baja.

Era a ella a quien miraban más que a Rebus, pues las mujeres no eran clientes habituales de The Nook.

– Lo siento, no se admiten parejas -dijo uno de los porteros.

– Hola, Bob -replicó Rebus-. ¿Cuándo has salido?

El gorila tardó un momento en reconocerle.

– Tiene buen aspecto, señor Rebus -dijo.

– Y tú; debes de haber utilizado el gimnasio en Saughton. -Rebus se volvió hacia Siobhan-. Te presento a Bob Dodds, que purgaba seis años por agresión grave.

– Me los redujeron en apelación -añadió Dodds-. Y aquel cabrón se lo merecía.

– Sí, había dejado plantada a tu hermana, ¿no es eso? Y tú le apañaste con un bate de béisbol y un cuchillo Stanley. Y aquí estás, tan pancho -añadió Rebus con una sonrisa-. Y desempeñando una función social útil.

– ¿Es policía? -preguntó finalmente su compañero.

– Yo también -dijo Siobhan-. Así que, con parejas o sin parejas, vamos a entrar.

– ¿Quieren ver al director? -preguntó Dodds.

– Más o menos.

Dodds sacó un walkie-talkie del bolsillo.

– Puerta a oficina.

Se oyeron unos chasquidos de estático y una voz entre interferencias:

¿Qué coño pasa ahora?

– Dos policías quieren verle.

¿Buscan un soborno o qué?

Rebus arrebató el aparato a Dodds.

– Sólo queremos hablar, señor. Si nos ofrece un soborno, es un asunto que podemos tratar en comisaría.

Era en broma, por Dios bendito. Que les acompañe Bob.

Rebus devolvió el transmisor a Dodds.

– Creo que nos ha admitido como socios de oro -dijo.

Nada más cruzar la puerta se encontraron con una mampara que impedía la vista del local antes de pagar la entrada. En el mostrador de recepción, una mujer de mediana edad atendía ante una caja registradora antigua. Cubría el suelo una moqueta carmesí y morada, las paredes eran negras con minúsculos filamentos luminosos como imitando el cielo estrellado o para evitar que los clientes leyeran a la primera la lista de precios y de medidas de las bebidas. La barra era muy parecida a la que Rebus recordaba de la época de la Laurie Tavern, con la salvedad de que no había cerveza de barril; sólo cerveza de botella, más cara. Ocupaba ahora el centro del local un pequeño escenario con dos barras metálicas relucientes que llegaban hasta el techo, y una mujer de piel oscura bailaba al son de una melodía a todo volumen para apenas una docena de clientes. Siobhan advirtió que mantenía los ojos cerrados, concentrada en la música. Había otros dos hombres sentados en un sofá cercano y una mujer con los senos desnudos bailando delante de ellos. Vio una flecha que señalaba en dirección a un «Reservado para VIPs» velado por cortinajes negros. Unos ejecutivos con traje ocupaban tres taburetes de la barra y consumían una botella de champán.

– Más tarde está más animado -comentó Dodds a Rebus-. Y los fines de semana es una locura.

Cruzaron el local y se detuvieron ante una puerta con el cartel de «Privado». Dodds pulsó unos números de un teclado, la abrió y les hizo pasar.

Cruzaron un pasillo estrecho hasta una puerta al fondo. Dodds se detuvo y llamó.

– ¡Adelante! -dijo una voz al otro lado.

Rebus hizo a Dodds una señal con la cabeza para que se retirase y giró el pomo.

El despacho no era más grande que un trastero y lo llenaban casi por completo unas estanterías atiborradas de papeles, piezas y trozos de maquinaria, la bomba de un surtidor de cerveza y una vieja máquina de escribir eléctrica. Había una caja fuerte de museo abierta con cajas de pajitas para bebidas y de servilletas de papel y, detrás de la mesa, una ventanita enrejada, que Rebus pensó daría algo de luz por el día. El resto del espacio lo llenaban recortes de fotos de la prensa sensacionalista de clientes saliendo de The Nook, entre los que reconoció a un par de futbolistas cuya carrera había quedado truncada.

El hombre sentado a la mesa tendría algo más de treinta años. Llevaba una camiseta ajustada que ponía de relieve su torso musculoso y dejaba ver sus fuertes brazos; tenía el rostro bronceado y el pelo negro azabache muy corto. El único adorno era un reloj de oro con exceso de esferas. Sus ojos azules brillaban en aquel cuarto poco iluminado.

– Stuart Bullen -dijo tendiendo la mano sin levantarse.

Rebus se presentó e hizo lo propio con Siobhan y, tras estrecharles la mano, Bullen se disculpó por la falta de sillas.

– No caben -dijo encogiéndose de hombros.

– Estamos bien de pie, señor Bullen -dijo Rebus.

– Como ven, en The Nook no hay nada que ocultar, por lo que me extraña su visita.

– Su acento no es de aquí, señor Bullen -comentó Rebus.

– Soy de la costa oeste.

Rebus asintió con la cabeza.

– Creo que su apellido me suena -añadió.

– Para su tranquilidad, le diré que mi padre era Rab Bullen.

– Un gánster de Glasgow -dijo Rebus a Siobhan.

– Un hombre de negocios respetable -corrigió Bullen.

– Que murió de un disparo a quemarropa en la puerta de su casa -dijo Rebus-. ¿Cuánto tiempo hace…, cinco, seis años?

– Si hubiera sabido que quería hablar de mi padre… -replicó Bullen mirándole fijamente.

– No es de su padre de quien quiero hablar -le interrumpió Rebus.

– Señor Bullen, buscamos a una joven -dijo Siobhan- que se llama Ishbel Jardine y se ha marchado de su casa -añadió tendiéndole la foto-. ¿La ha visto?

– ¿Por qué iba yo a verla?

Siobhan se encogió de hombros.

– Quizá necesitara dinero, y nos han dicho que usted estaba contratando bailarinas.

– Todos los clubs de Edimburgo contratan bailarinas -replicó él encogiéndose igualmente de hombros-. Van y vienen… Les advierto que mis bailarinas tienen contrato legal y sólo bailan.

– ¿Incluso en los reservados especiales? -preguntó Rebus.

– Se trata de amas de casa y estudiantes…, mujeres que necesitan dinero fácil.

– Mire bien la foto, por favor -dijo Siobhan-. Tiene dieciocho años y se llama Ishbel.

– No la he visto en mi vida -contestó Bullen devolviéndosela-. ¿Quién les dijo que contrataba bailarinas?

– Recibimos esa información -respondió Rebus.

– He visto que miraba mi colección -añadió Bullen señalando con la barbilla las fotos de la pared-. Esto es un local de buen tono de un nivel mejor que los de la zona. Lo que quiere decir que somos exigentes con las bailarinas que empleamos y procuramos no contratar a drogadictas.

– Nadie ha dicho que Ishbel fuese drogadicta, y mucho dudo que de este garito pueda decirse que es de buen tono.

Bullen se reclinó en el asiento para examinarle mejor.

– Debe de faltarle poco para jubilarse, inspector, y me gustaría que llegase pronto el día de poder tratar con policías como su colega. Una perspectiva mucho más agradable -añadió sonriendo hacia Siobhan.

– ¿Cuánto tiempo hace que tiene este local? -preguntó Rebus sacando el tabaco.

– Aquí no fume, que hay riesgo de incendio -dijo Bullen.

Rebus, tras un instante de indecisión, se guardó la cajetilla. Bullen inclinó levemente la cabeza para dar las gracias.

– Contestando a su pregunta: cuatro años.

– ¿Por qué se marchó de Glasgow?

– Pues el asesinato de mi padre podría ser una respuesta.

– No se encontró al culpable, ¿verdad?

– ¿No debería cambiar el «no se encontró» por «no encontramos»?

– La policía de Glasgow y la de Edimburgo son como el día y la noche.

– ¿Quiere decir que usted habría tenido más suerte?

– La suerte no tiene nada que ver.

– Bien, inspector, si ha venido por eso… Estoy seguro de que tendrá otros locales que visitar.

– ¿Podemos hablar con las chicas? -preguntó Siobhan.

– ¿Para qué?

– Para enseñarles la foto. ¿Tienen camerino?

Bullen asintió con la cabeza.

– Detrás de la cortina negra, pero sólo entran en los cambios de turno.

– Pues hablaremos con ellas sobre la marcha donde estén.

– Háganlo -espetó Bullen.

Siobhan dio media vuelta dispuesta a salir, pero se detuvo en seco. Había una chaqueta de cuero colgada en la puerta y palpó el cuello con los dedos.

– ¿Qué coche tiene? -preguntó de pronto.

– ¿Eso qué tiene que ver?

– Es una simple pregunta, pero si prefiere que se la hagamos en otro sitio… -replicó ella mirándole furiosa.

– Un BMW X5 -dijo Bullen con un suspiro.

– ¿Deportivo?

Bullen lanzó un bufido.

– Es un todoterreno de tracción en las cuatro ruedas. Grande como un tanque.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Son los coches que compran los hombres cuando tienen necesidad de compensar alguna deficiencia -replicó cruzando la puerta sin más comentarios.

Rebus dirigió una sonrisa a Bullen.

– ¿Qué me dice ahora de esa «perspectiva mucho más agradable»?

– Yo le conozco -dijo Bullen-. Es el poli que Ger Cafferty tiene metido en el bolsillo.

– ¿Y se lo cree?

– Lo dice todo el mundo.

– Y cosa hecha, ¿no?

Rebus dio media vuelta y siguió a Siobhan. Había hecho bien en no responder a la invectiva del joven. Big Ger Cafferty había sido durante años el rey del hampa de Edimburgo y ahora llevaba una vida tranquila, al menos en apariencia. Pero con Cafferty nunca se sabía. Sí, claro que le conocía. De hecho, Bullen acababa de darle una idea, porque si había alguien que pudiera saber qué demonios, hacía un tipo de los bajos fondos de Glasgow como Stuart Bullen en el otro extremo del país, ese alguien era Morris Gerald Cafferty.

Siobhan se había acomodado en un taburete en la barra y los ejecutivos ocupaban ahora una mesa. Rebus se sentó al lado de Siobhan, para tranquilidad del camarero, que probablemente nunca había servido a una mujer sola.

– Una cerveza de la mejor y lo que quiera la señorita -dijo.

– Una coca sin calorías -dijo Siobhan.

El camarero trajo las bebidas.

– Son seis libras.

– El señor Bullen dijo que paga la casa para que seamos buenos -dijo Rebus con un guiño.

– ¿Ha visto alguna vez aquí a esta muchacha? -preguntó Siobhan enseñándole la foto.

– Yo diría que no… pero hay muchas chicas como ella.

– ¿Cómo te llamas, hijo? -preguntó Rebus.

El camarero puso mala cara por lo de «hijo». Tendría sus veintitantos años, era bajo y fuerte y lucía camiseta blanca ajustada, quizá a ejemplo de su jefe. Llevaba el pelo en puntas con brillantina, un miniauricular como el de los gorilas y dos aros en la otra oreja.

– Barney Grant.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí, Barney?

– Un par de años.

– En un local como éste serás seguramente uno de los veteranos.

– Soy el más antiguo -asintió el camarero.

– Y seguro que has visto de todo.

Grant asintió con la cabeza.

– Pero algo que no he visto nunca es que Stuart invite a beber a nadie -dijo extendiendo la mano-. Seis libras, por favor.

– Admiro tu constancia, hijo -replicó Rebus echando el dinero sobre el mostrador-. ¿De dónde es tu deje?

– Soy australiano, y le diré una cosa: soy buen fisonomista y creo que le conozco.

– Estuve aquí hace un par de meses en una despedida de soltero, pero no me quedé mucho rato.

– Bien, volvamos a Ishbel Jardine. ¿Cree haberla visto? -preguntó Siobhan con zalamería.

Grant volvió a mirar la foto.

– Pero quizá no haya sido aquí. Hay muchos pubs y discotecas, y puedo haberla visto en cualquier parte.

Guardó el dinero en la caja y Siobhan se dio la vuelta para observar el local, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho al ver que una de las bailarinas conducía hacia el reservado a uno de los ejecutivos. Otra, la que había visto al entrar, concentrada en la música, se deslizaba de arriba abajo por el poste plateado sin el tanga de cuero.

– Dios, qué repugnante -comentó a Rebus-. ¿Qué consiguen con eso?

– Aligerar la cartera -repuso él.

Siobhan se volvió otra vez hacia el camarero.

– ¿Cuánto cobran?

– Diez libras por un baile que dura unos minutos, y no se permite tocar.

– ¿Y en el reservado especial?

– No puedo decirle.

– ¿Por qué?

– Porque nunca he entrado. ¿Quiere otra? -preguntó señalando el vaso que estaba lleno de hielo como en el momento de servirlo, pero sin líquido.

– Trucos del oficio -le explicó Rebus a Siobhan-. Cuanto más hielo ponen, menos bebida cabe.

– No, gracias -respondió ella-. Grant, ¿cree que las chicas querrán hablar con nosotros?

– No creo.

– Si le dejamos la foto, ¿se la enseñará?

– Tal vez sí.

– Y aquí tiene mi tarjeta. Puede llamarme si hay novedades -dijo Siobhan tendiéndosela con la fotografía.

– De acuerdo -repuso el camarero guardándolas bajo el mostrador y dirigiéndose a Rebus-: Y usted, ¿quiere otra?

– Con esos precios, no, Barney. Gracias, de todos modos.

– No lo olvide. Llámeme -insistió Siobhan bajándose del taburete y yendo hacia la puerta.

Rebus se detuvo a examinar otras fotos enmarcadas; eran copias de los recortes de periódico del despacho de Bullen. Dio unos golpecitos en una de ellas y Siobhan se acercó para verla mejor. Eran Lex Cater y su cinematográfico padre con sendos rostros blancos por el fogonazo del fotógrafo. A Gordon Cater no le había dado tiempo a tapárselo con la mano y miraba angustiado, pero su hijo sonreía feliz de que su imagen hubiera sido captada para la posteridad.

– Mira los pies de foto -dijo Rebus.

Las imágenes tenían rótulos «exclusivos», todos ellos firmados en negrita por Steve Holly.

– Es curioso que siempre esté en el lugar preciso en el momento justo -comentó Siobhan.

– ¿Verdad que sí? -añadió Rebus.

Afuera, se detuvo a encender un cigarrillo mientras ella continuaba hasta el coche, lo abría, subía y apretaba el volante con las manos. Rebus caminó despacio aspirando el humo a fondo. Cuando llegó al coche aún le quedaba medio pitillo, pero lo tiró a la calzada y subió.

– Sé lo que estás pensando -dijo.

– ¿Ah, sí? -replicó ella poniendo el intermitente.

– Que es un mercado de carne humana. ¿Por qué le preguntaste lo del coche? -añadió volviéndose hacia ella.

Siobhan reflexionó un instante,

– Porque tenía pinta de chulo -dijo, mientras pensaba en lo del mercado de carne.

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