Bar Oxford.
Harry sirvió a Rebus una jarra de IPA y le dijo que había «uno de la prensa» en el salón de atrás.
– Para que lo sepa -añadió el camarero.
Rebus asintió con la cabeza, llevándose la cerveza. Era Steve Holly, que hojeaba el periódico. Lo dobló al verle llegar.
– Los tambores de la selva se han vuelto locos -comentó.
– Yo nunca los escucho -replicó Rebus-. Ni leo prensa amarilla.
– Whitemire está en las últimas, ha detenido al dueño de un puticlub y hay un artículo sobre los paramilitares que campaban a sus anchas por Knoxland -añadió Holly alzando las manos-. No sé por dónde empezar -exclamó riendo y levantando el vaso-. Bueno, no tanto… ¿Quiere saber por qué?
– ¿Por qué?
Holly se pasó la lengua por el labio superior.
– Pues porque en todo ello encuentro huellas suyas.
– ¿Ah, sí?
Holly asintió despacio con la cabeza.
– Entre la información general del artículo, podría convertirle en el héroe del día. Y de ese modo lograría salir de Gayfield Square de la noche a la mañana.
– Vaya, mi salvador -comentó Rebus mirando su cerveza-. Pero vamos a ver… ¿Recuerda el artículo que escribió sobre Knoxland tergiversándolo todo y presentando a los refugiados como un problema?
– Es que lo son.
– Lo escribió -continuó Rebus sin hacer caso de la interrupción- porque se lo encargó Stuart Bullen -añadió sin pensarlo, y al levantar la vista hacia Steve Holly comprobó que era cierto-. ¿Qué hizo, llamarle por teléfono para pedirle ese favor? ¿Se hacían favores mutuos, como cuando él le avisaba de los famosos que iban a su club?
– No sé a qué se refiere.
Rebus se inclinó hacia delante.
– ¿No se preguntó por qué le pedía eso?
– Me dijo que era una cuestión de imparcialidad dar la versión de los residentes locales.
– Pero ¿por qué?
Holly se encogió de hombros.
– Sí que me di cuenta de que era un racista de tantos, pero no tenía ni idea de que tuviera algo que ocultar.
– Y ahora lo sabe, ¿verdad? Pretendía que enfocásemos el asesinato de Stef Yurgii como un crimen racista. Cuando fueron él y sus hombres, con basura como usted a su servicio -añadió Rebus mirándole a la cara.
Pensaba en Cafferty y Felix Storey, y en las diversas maneras en que se puede engañar y manipular a la gente. Sabía que podía despacharse a gusto con todo aquello con el periodista y que quizá divulgase algo, pero ¿qué pruebas había? Simplemente su corazonada y las brasas de su indignación.
– Yo informo sobre los hechos, Rebus -replicó el periodista-, no soy quien los provoca.
Rebus asintió para sus adentros.
– Para que después gente como yo vaya a limpiar la mierda.
Holly frunció la nariz.
– Por cierto, ¿no vendrá de la piscina?
– ¿Tengo yo aspecto de nadador?
– No me lo parece, pero, de todos modos, huele a cloro.
Siobhan aparcó delante de la casa de Rebus y al bajar del coche oyó el tintineo de las botellas en su bolsa de la compra.
– A pesar de lo mucho que trabajas, me han dicho que tuviste tiempo de darte un chapuzón en el lago de Duddingston -dijo Rebus.
Ella sonrió.
– Estás bien, ¿no?
– Lo estaré después de un par de tragos. Suponiendo que no tengas algún compromiso…
– ¿Lo dices por Caro? -replicó Rebus con las manos en los bolsillos, encogiéndose de hombros.
– ¿Ha sido por mi culpa? -preguntó ella rompiendo el silencio.
– No… pero eso no te exime de tu responsabilidad. ¿Qué tal el Mayor Calzoncillos?
– Está bien.
Rebus asintió despacio con la cabeza y sacó la llave del bolsillo.
– Espero que no sea vino peleón lo que llevas en la bolsa.
– Lo más selecto de los restos de basura -replicó ella.
Subieron la escalera uno al lado del otro, agradablemente en silencio, pero Rebus se paró de pronto al llegar al rellano y lanzó una maldición: la puerta estaba abierta y el marco astillado.
– Joder -exclamó Siobhan, entrando tras él hasta el cuarto de estar-. Se han llevado el televisor -añadió.
– Y el equipo estéreo.
– ¿Llamo y lo denuncio?
– ¿Para que se partan de risa en Gayfield toda la semana?
– Supongo que tendrás seguro.
– Tengo que comprobarlo. Estoy al día de los pagos… -añadió.
Dejó la frase en el aire al advertir algo: una nota en el sillón junto a la ventana. Se puso en cuclillas para leerla, pero no era más que un número de siete cifras. Cogió el teléfono y marcó el número sin incorporarse y escuchó un contestador que le decía lo que quería saber. Colgó y se puso en pie.
– ¿Y bien? -dijo Siobhan.
– Están en una tienda de empeños de Queen Street.
Ella puso cara de sorpresa y más aún al verle sonreír.
– La maldita Brigada Antidroga -dijo él-. Lo han empeñado por el importe de esa maldita linterna -añadió, echándose a reír muy a su pesar, pellizcándose el puente de la nariz-. Ve a por el sacacorchos, por favor. Está en el cajón de la cocina…
Cogió el papelito y se dejó caer en el sillón mirándolo, mientras su risa se apagaba. Siobhan apareció en el marco de la puerta con otra nota en la mano.
– ¿No hay sacacorchos? -preguntó él alelado.
– Desaparecido -contestó ella.
– Eso sí que es mala leche. ¡Es inhumano!
– ¿No podrías pedir uno a los vecinos?
– No conozco a ningún vecino.
– Pues es tu oportunidad para conocerlos. Eso o no bebemos. Tú decides -añadió Siobhan encogiéndose de hombros.
– No te lo tomes tan a la ligera -replicó él con voz quejumbrosa-. Siéntate por si tardo.