SEGUNDO DÍA: MARTES

Capítulo 3

A falta de otra cosa que hacer, Rebus fue por la mañana al depósito donde ya estaba en marcha la autopsia del cadáver no identificado. En la galería de observación había tres bancos separados por una mampara de cristal de la sala de autopsias. Era un lugar que a ciertas personas les revolvía el estómago, quizá por el diseño clínico de sus mesas de acero inoxidable con tubos de drenaje, los tarros y frascos con muestras, o el modo en que el procedimiento se asemejaba al del oficio de carnicero, sustituido en este caso por patólogos con delantal y botas de goma. Un local, memento de la mortalidad y al mismo tiempo de la naturaleza animal del cuerpo, un ser humano reducido a una masa de carne sobre una plancha de acero.

Había otros dos espectadores -un hombre y una mujer- que saludaron a Rebus con una inclinación de cabeza. La mujer se rebulló ligeramente al sentarse éste a su lado.

– Buenos días -dijo Rebus, saludando.

Curt y Gates trabajaban hombro con hombro al otro lado del cristal en cumplimiento del requisito legal de que dos patólogos realizasen la autopsia, reglamento que entorpecía aún más un servicio ya de por sí saturado.

– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó el hombre.

Era Hugh Davidson, a quien todos llamaban Shug, inspector de la comisaría de West End en Torphichen Place.

– Tú, por lo visto, Shug. Por alguna razón derivada de la escasez de agentes de altos vuelos.

Algo parecido a una sonrisa alteró el rostro de Davidson.

– ¿Y tú cuándo obtuviste el diploma de piloto, John?

Rebus, sin hacer caso, miró a quien acompañaba a Davidson.

– Cuánto tiempo sin verte, Ellen.

Ellen Wylie era sargento a las órdenes de Davidson. Tenía en el regazo un archivador nuevo y algunas hojas con el número del caso anotado en la parte superior de la primera página. Rebus sabía que el archivador no tardaría en llenarse casi a reventar con informes, fotos y listas de rotación de personal. Era el Libro del homicidio: la biblia de la investigación que se iniciaba.

– Me dijeron que estuvo ayer en Knoxland -replicó Wylie con la mirada fija al frente como viendo una película que requería su atención para no perder sentido- y que tuvo una agradable charla con un representante del cuarto poder.

– ¿Para gozo de los testigos de habla inglesa?

– Con Steve Holly -añadió ella-. La expresión «de habla inglesa», en el contexto de este caso, podría ser tachada de racista.

– Eso es porque actualmente todo es racista o sexista, cielo. -Rebus hizo una pausa a la espera de alguna reacción, pero ella no estaba por la labor-. El otro día me enteré de que ya no se puede decir «puntos negros de tráfico».

– Ni incapacitado -añadió Davidson inclinándose y mirando a Rebus a los ojos, quien sacudió la cabeza pensando en lo absurdo del tema y se reclinó en el asiento para observar la escena al otro lado del cristal.

– ¿Qué tal en Gayfield Square? -preguntó Wylle.

– ¿«Gay»field Square? A punto de cambiar su nombre políticamente incorrecto.

Davidson soltó una carcajada que hizo que las caras de detrás del cristal se volvieran a mirar. Levantó una mano en señal de disculpa y se tapó la boca con la otra. Wylie anotó algo en el Libro del homicidio.

– Te vas a buscar el arresto, Shug -comentó Rebus-. Bueno, ¿qué tal va el caso? ¿Hay indicios sobre algún sospechoso?

Fue Wylie quien contestó:

– En los bolsillos de la víctima sólo había calderilla, ni siquiera un juego de llaves.

– Ni ha aparecido ningún familiar -añadió Davidson.

– ¿Y el puerta a puerta?

– John, trabajamos en Knoxland -replicó Davidson.

Se refería a que se trataba de una barriada donde el vecindario no colaboraba; era como un rito tribal que pasaba de padres a hijos. Pase lo que pase, no se dice nada a la policía.

– ¿Y los medios informativos?

Davidson le tendió un tabloide doblado. El crimen no aparecía en primera página; sólo en la cinco había una información de Steve Holly: «misteriosa muerte de un solicitante de asilo». Mientras Rebus leía el artículo, Wylie se volvió hacia él.

– ¿Quién le mencionaría eso del solicitante de asilo?

– Yo no -contestó Rebus-. Holly se inventa las cosas. «Fuentes próximas a la investigación» -dijo con un bufido-. ¿A quién de vosotros se refiere? ¿O será a los dos?

– No nos busques las cosquillas, John.

Rebus devolvió el periódico.

– ¿Cuántos agentes trabajan en el caso? -preguntó.

– Pocos -contestó Davidson.

– ¿Ellen y tú?

– Y Charlie Reynolds.

– Y usted, por lo visto -añadió Wylie.

– Yo no apostaría mucho.

– Tenemos bastantes agentes de uniforme dedicados al puerta a puerta -añadió Davidson a la defensiva.

– Entonces, no hay problema. Caso resuelto -apostilló Rebus, viendo que la autopsia tocaba a su fin.

Ahora un ayudante cosería el cadáver. Curt les indicó con una seña que se verían abajo y desapareció por una puerta para ir a cambiarse.

Como los patólogos no disponían de despacho, Curt les esperaba en el oscuro pasillo desde el que se oían ruidos en la sala común de personal: el pitido de un hervidor y voces de una partida de cartas al parecer reñida.

– ¿El Profe se ha marchado ya? -preguntó Rebus.

– Tiene clase dentro de diez minutos.

– Bien, doctor, ¿qué nos dice? -terció Ellen Wylie, que hacía tiempo había perdido sus escasas dotes para la conversación intrascendente.

– Doce cuchilladas en total, casi con certeza hechas con la misma arma. Un cuchillo de cocina dentado de un centímetro de anchura. La penetración más profunda es de cinco centímetros -añadió con una pausa como propiciando el chiste de mal gusto, pero Wylie carraspeó a modo de aviso-. Seguramente la herida de la garganta fue mortal de necesidad porque le seccionó la carótida. A juzgar por la sangre en los pulmones, debió de morir de asfixia.

– ¿Hay heridas que indiquen que opuso resistencia? -preguntó Davidson.

Curt asintió con la cabeza.

– En la palma de la mano, en las yemas de los dedos y en las muñecas. Se defendió como pudo de quien fuese.

– ¿Pero cree que fue un solo agresor?

– Un solo cuchillo -Curt corrigió a Davidson-, que es muy distinto.

– ¿Hora de la muerte? -preguntó Wylie, que no paraba de anotar datos.

– Por la temperatura interna del cadáver tomada en el escenario del crimen debió de morir una media hora antes de que se recibiera la llamada.

– Por cierto -preguntó Rebus-, ¿quién avisó?

– Fue una llamada anónima a las trece cincuenta -contestó Wylie.

– O dos menos diez, dicho a la antigua. ¿Fue un hombre?

Wylie negó con la cabeza.

– Una mujer, desde una cabina pública.

– ¿Tenemos el número?

Wylie volvió a negar.

– La conversación está grabada, pero localizaremos desde donde se hizo. Es cuestión de tiempo.

Curt miró el reloj, dispuesto a marcharse.

– ¿Puede decirnos algo más, doctor? -preguntó Davidson.

– La víctima tenía buena salud, aunque acusaba cierta desnutrición. Tenía la dentadura en buen estado; o no se crió aquí o se abstuvo de la dieta escocesa. Hoy mismo enviaremos al laboratorio una muestra del contenido estomacal; de lo que quedaba. Su última colación no fue muy copiosa: arroz y verdura.

– ¿Tienen idea de qué raza era?

– No es mi especialidad.

– Ya lo sabemos, pero de todos modos…

– ¿De Oriente Medio…? ¿Mediterráneo…? -respondió Curt sin alzar la voz.

– Bueno, eso reduce la ambigüedad -dijo Rebus.

– ¿No tenía tatuajes o marcas peculiares? -preguntó Wylie sin dejar de escribir.

– Nada -dijo Curt con una pausa-. Les enviaremos todo por escrito, sargento Wylie.

– Son datos para ir trabajando, señor.

– Una dedicación así no es frecuente hoy día -comentó Curt con una sonrisa que desentonaba en su rostro demacrado-. Ya saben dónde encontrarme si necesitan preguntarme algo más.

– Gracias, doctor -dijo Davidson.

Curt se volvió hacia Rebus.

– John, ¿podemos hablar un momento? -Su mirada se cruzó con la de Davidson-. Es una cuestión personal -añadió, llevándose a Rebus del codo hacia la otra puerta, que daba paso a la zona propiamente del depósito.

No había nadie; al menos nadie vivo; sólo una pared cubierta de cajones metálicos delante del muelle de descarga donde las furgonetas depositaban sin descanso los cadáveres. El único ruido de fondo era el zumbido de la refrigeración. Pese a todo, Curt miró a derecha e izquierda por si alguien escuchaba.

– Se trata de la pregunta que me planteó Siobhan -dijo.

– ¿Aja?

– Dígale, por favor, que estoy dispuesto a acceder. Pero a cambio de que Gates no se entere -añadió Curt aproximando su rostro al de Rebus.

– No ha parado de echarle la bronca, ¿eh?

El ojo izquierdo de Curt acusó una contracción nerviosa.

– Seguro que ya estará contándolo por ahí.

– Todos nos dejamos impresionar por el espectáculo de los huesos, doctor. No fue usted solo.

Curt no sabía qué decir.

– Escuche, dígale a Siobhan que es confidencial y que no lo comente con nadie más que conmigo, ¿entiende?

– Guardaremos el secreto -dijo Rebus poniéndole en el hombro una mano que Curt miró entristecido.

– No sé por qué, pero me recuerda a quienes compadecían al pobre Job -comentó.

– He tomado nota de lo que me ha dicho, doctor.

– Pero no entiende ni palabra, ¿verdad?

– Como de costumbre, doctor, como de costumbre.


* * *

Siobhan advirtió que había estado mirando la pantalla del ordenador varios minutos sin realmente leer nada. Se levantó y se acercó a la mesa del hervidor, la que habría debido ocupar Rebus. El inspector jefe Macrae se había asomado un par de veces, poniendo cara casi de satisfacción al no verle allí sentado, y Derek Starr estaba en su despacho hablando del caso con alguien de la fiscalía.

– ¿Quieres un café, Col? -preguntó Siobhan.

– No, gracias -respondió Tibbet, acariciándose la garganta y deteniendo los dedos sobre lo que parecía una quemadura de la maquinilla de afeitar, sin levantar la vista de la pantalla y con voz de ultratumba, como si estuviera en otra parte.

– ¿Tienes algo interesante?

– No… Estoy tratando de comprobar si hay alguna relación entre las recientes rachas de robos de tiendas, porque creo que pueden estar vinculadas al horario de trenes.

– ¿De qué manera?

Col comprendió que se había ido de la lengua. Si uno quería estar seguro de la exclusiva del éxito había que guardarse la información. Es lo que le amargaba la vida laboral a Siobhan. Los policías eran reacios a compartir datos y cualquier ayuda no estaba generalmente exenta de desconfianza. Tibbet no contestó, y ella apoyó la cucharilla en los dientes.

– A ver si lo adivino -dijo-. Una racha de robos corresponderá probablemente a una o dos bandas organizadas, y debes de estar mirando el horario de trenes porque crees que vienen de fuera de Edimburgo… De modo que la serie de robos se inicia después de la llegada del tren y cesa cuando los ladrones regresan con él -añadió asintiendo con la cabeza-. ¿Voy bien encaminada?

– Lo importante es saber de dónde vienen -replicó Tibbet en sus trece.

– ¿De Newcastle? -aventuró Siobhan.

Por la actitud de Tibbet comprendió que había dado en el clavo. Sonó el pitido del hervidor, ella llenó la taza y se la llevó a la mesa.

– Newcastle -repitió al sentarse.

– Al menos hago algo positivo en vez de navegar por Internet.

– ¿Crees que es eso lo que yo hago?

– Es lo que parece que haces.

– Bien, pues para tu información te diré que estoy indagando sobre una persona desaparecida, entrando en sitios que puedan dar algún resultado.

– No recuerdo que hayan dado aviso de ninguna persona desaparecida.

Siobhan lanzó una maldición para sus adentros: había caído en su propia trampa hablando demasiado.

– Bueno, pues estoy indagando. ¿Debo recordarte que yo soy aquí el oficial superior?

– ¿Me estás diciendo que me ocupe de mis asuntos?

– Exacto, agente Tibbet. Y no te preocupes, Newcastle es todo tuyo.

– Es posible que tenga que llamar al Departamento de Investigación Criminal de allí para que me informen sobre las bandas locales.

– Haz lo que tengas que hacer, Col -dijo Siobhan.

– Muy bien, Shiv. Gracias.

– No vuelvas a llamarme así o te retuerzo el cuello.

– Todo el mundo te llama Shiv -protestó Tibbet.

– Cierto, pero tú no. Tú me llamas Siobhan.

Tibbet guardó silencio un instante y ella pensó que había vuelto a abstraerse en su hipótesis de horarios de tren, pero él volvió a la carga:

– No te gusta que te llamen Shiv, pero a nadie le dices nada. Qué raro…

Siobhan estuvo a punto de preguntarle qué pretendía, pero consideró que sería prolongar la discusión. En realidad, lo sabía: aquel dato en manos de Tibbet le confería cierto poder incendiario susceptible de uso a posteriori. Aunque, de momento, no había que preocuparse. Se concentró en la pantalla y decidió hacer otra búsqueda. Había entrado en páginas a cargo de grupos que buscaban a personas desaparecidas. Éstas muchas veces no deseaban que los padres dieran con ellas, pero sí querían hacerles saber que se encontraban bien y colgaban mensajes en estas páginas. Siobhan había redactado un texto, que revisó tres veces, para mandarlo a diversos tableros de anuncios.

«Ishbel: Mamá y papá te echan de menos; las chicas de la peluquería también. Dinos que estás bien. Que sepas que te echamos en falta y que te queremos.»

Siobhan pensó que bastaba así. Ni demasiado impersonal ni demasiado sentimental. No daba a entender que hubiera nadie fuera del círculo de la joven dedicado a la búsqueda, y aunque los Jardine le hubieran mentido y hubiese habido disensiones en el hogar, la mención de las chicas del trabajo quizás hiciera que Ishbel sintiera mala conciencia por haber ocultado su decisión a una amiga como Susie. Siobhan tenía la foto junto al teclado.

«¿Es una amiga tuya?», había preguntado Tibbet con interés. Eran dos chicas guapas, pasándolo bien en una fiesta en el pub. Demasiado sonrientes… Siobhan pensó que ella nunca entendería qué motivaba aquella alegría, pero no por eso iba a abandonar la búsqueda. Envió también mensajes por correo electrónico a comisarías de Dundee y de Glasgow en las que tenía compañeros conocidos, donde resaltaba el nombre de Ishbel, acompañado de una descripción general y una nota diciendo que les agradecería como favor personal que le informasen de algo. No tardó en sonar el móvil. Era Liz Hetherington, su contacto en Dundee y también sargento en la policía de Tayside.

Cuánto tiempo -dijo Hetherington-. ¿Qué tiene de especial este caso?

– Es que conozco a los padres -contestó Siobhan. Como no podía bajar la voz para que Tibbet no oyera, se levantó y salió al pasillo. Notó aquel olor, como si la comisaría se pudriera por dentro-. Viven en un pueblo de Lothian Oeste.

Bien, difundiré los datos. ¿Por qué crees que anda por aquí?

– Bueno, digamos que es agarrarme a un clavo ardiendo. Les prometí a los padres hacer lo que pudiera.

¿Y no crees que habrá recurrido a la prostitución?

– ¿Por qué lo dices?

Las chicas que se van de su pueblo marchan encandiladas a la ciudad… No te sorprenda.

– Ésta es peluquera.

De eso hay muchas ofertas de trabajo -replicó Hetherington-. Es un oficio tan deambulante como el de la prostitución callejera.

– Lo curioso -añadió Siobhan- es que salía con un tipo y una amiga de ella dice que tenía pinta de chulo.

Pues ya está. ¿Tiene aquí alguna amiga en casa de la cual pueda dormir?

– Eso aún no lo he averiguado.

Bien, si alguna de ellas vive por aquí, dímelo y pasaré a hacerle una visita.

– Gracias, Liz.

A ver si vienes por aquí, Siobhan. Te enseñaré Dundee y verás que no es el gueto que tú piensas.

– Un fin de semana de éstos, Liz.

¿Lo prometes?

– Prometido -dijo Siobhan poniendo fin a la conversación.

Sí, iría a Dundee cuando no le apeteciera quedarse un fin de semana tumbada en el sofá con chocolatinas y películas antiguas, ni desayunar en la cama con un buen libro y el primer álbum de Goldsfrapp sonando, ni comer fuera y quizás ir al cine en Dominion o la Filmhouse, con una botella de vino blanco frío esperándola en casa.

Se encontró de pie junto a su mesa y Tibbet la miraba.

– Tengo que salir -dijo.

Él miró el reloj como si fuera a anotar la hora de su marcha.

– ¿Para mucho tiempo? -preguntó.

– Un par de horas, si no te importa, agente Tibbet.

– Es por si alguien pregunta -replicó él con desdén.

– Pues bien -añadió ella cogiendo la chaqueta y el bolso-. Ahí tienes café si quieres.

– Qué bien; gracias.

Salió sin añadir nada más, bajó la cuesta hasta el Peugeot y abrió la portezuela. Lo tenía entre dos coches aparcados muy juntos y necesitó seis maniobras para sacarlo. A pesar de ser zona reservada a residentes, el de delante era un coche intruso con una multa en el parabrisas. Frenó, escribió en una hoja de su libreta «POLICÍA INFORMADA», se bajó del coche y la dejó bajo el limpiaparabrisas del BMW. Satisfecha, se sentó al volante y arrancó.

El tráfico en el centro era intenso y no había ningún atajo camino de la M8. Tamborileó en el volante, tarareando con Jackie Leven, un regalo de cumpleaños de Rebus, quien le había dicho que aquel cantante era paisano suyo.

– ¿Y eso es una recomendación? -replicó ella.

Le gustaba aquel disco, pero no podía concentrarse en la letra de la canción porque no dejaba de pensar en los esqueletos del callejón Fleshmarket. Le fastidiaba no encontrar una explicación, y más aún haber tapado con tanto cuidado un esqueleto falso con su chaqueta.

Banehall quedaba a medio camino entre Livingstone y Whitburn, al norte de la autopista. La salida estaba pasado el pueblo con un letrero que indicaba «Servicios locales» y los iconos de una gasolinera y un tenedor con cuchillo. Dudaba mucho que hubiera viajeros que se molestasen en hacer un alto, vista la panorámica del pueblo desde la autopista. Era un lugar desolado lleno de tejados de casas de principios del siglo XX, una iglesia cerrada con planchas de madera y un polígono industrial abandonado que no parecía haber conocido actividad en toda su existencia. La gasolinera -cerrada también y rodeada de malas hierbas- fue lo primero que pasó después del indicador de «Bienvenido a Banehall», que habían corregido y pintarrajeado con un «The Bane». Eran los naturales del lugar y no los jovenzuelos quienes insistían en llamarlo así. Otro indicador de «¡Cuidado: niños!» estaba tergiversado y rezaba: «¡Cuidado con los niños!». Sonrió y miró a uno y otro lado en busca de la peluquería. Había tan pocas tiendas abiertas al público que no tendría mucho que buscar. La peluquería se llamaba El Salón. Decidió seguir hasta el final de la calle principal, dar la vuelta y tomar una bocacalle que conducía a un barrio de viviendas subvencionadas.

No tardó en encontrar la casa de los Jardine, pero no había nadie. Ni tampoco en las casas contiguas. Vio algunos coches, un triciclo de niño sin las ruedas traseras y profusión de parabólicas. En las ventanas de algunos cuartos de estar había letreros hechos a mano que decían «SÍ A WHITEMIRE». Sabía que Whitemire era una antigua cárcel a unos tres kilómetros del pueblo, convertida hacía dos años en centro de detención para inmigrantes y probablemente ahora la mayor oferta de puestos de trabajo en Banehall; una empresa en crecimiento… Al volver a la calle principal vio que el único pub del pueblo se llamaba The Bane. No había visto ningún bar, sólo un puesto solitario de pescado y patatas fritas. El viajero cansado que esperase encontrar servicios de tenedor y cuchillo no tendría más remedio que recurrir al pub, contando con que sirvieran algo de comer, porque no había ningún cartel que lo indicara. Aparcó junto a la acera de enfrente y cruzó la calle hacia El Salón, que también tenía un cartel a favor de Whitemire.

Había dos mujeres sentadas tomando café y fumando, dada la ausencia de clientas, que no parecieron mostrarse muy complacidas ante la posible perspectiva de atender a una. Siobhan sacó su carné de policía y se presentó.

– Yo la conozco -dijo la más joven-. Estuvo en el funeral de Tracy; la vi en la iglesia abrazando a Ishbel. Se lo pregunté después a la madre de ella.

– Tienes buena memoria, Susie -dijo Siobhan.

Como no se habían levantado y el único asiento que vio eran las butacas para las clientas, continuó de pie.

– No me importaría tomar un café, si hay -dijo para congraciarse.

La mujer mayor se puso en pie despacio y Siobhan advirtió que llevaba las uñas pintadas con espirales multicolores.

– No queda leche -dijo.

– Lo tomo solo.

– ¿Con azúcar?

– No, gracias.

La mujer se acercó sin prisas a una despensa en la trastienda.

– Por cierto, me llamo Angie -dijo a Siobhan-. Dueña de El Salón y peluquera de las estrellas.

– ¿Ha venido por lo de Ishbel? -preguntó Susie.

Siobhan asintió con la cabeza y ocupó el sitio que había quedado libre en el banco almohadillado, pero Susie se levantó inmediatamente como alarmada por su proximidad y apagó el cigarrillo en un cenicero al tiempo que expulsaba humo. Se acercó a una butaca y se sentó balanceando los pies y mirándose en el espejo.

– No hemos sabido nada de ella -dijo.

– ¿Y no tienes idea de dónde puede haber ido?

La muchacha se encogió de hombros.

– Yo lo único que sé es que sus padres no pueden más -dijo.

– ¿Y ese hombre a quien viste con Ishbel?

Volvió a encogerse de hombros jugueteando con su flequillo.

– Era un tipo bajo, fornido.

– ¿Y su pelo?

– No lo recuerdo.

– ¿No sería calvo?

– No creo.

– ¿Cómo vestía?

– Llevaba una chaqueta de cuero… y gafas de sol.

– ¿No era del pueblo?

Susie negó con la cabeza.

– Conducía un coche llamativo.

– ¿Un BMW, un Mercedes?

– No entiendo mucho de coches.

– ¿Era grande, pequeño, con techo?

– Mediano…, con techo, aunque a lo mejor era descapotable.

Angie volvió con una taza que tendió a Siobhan y se sentó en el sitio que había dejado Susie.

Siobhan le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

– Susie, ¿qué edad tendría?

– Era mayor… Cuarenta o cincuenta años.

Angie lanzó un bufido.

– Viejo para ti, tal vez -dijo.

Ella tendría unos cincuenta años pero iba peinada como una mujer de veinte años menos.

– ¿Qué te dijo ella cuando le preguntaste quién era?

– Que me callara.

– ¿Tienes idea de dónde pudo conocerle?

– No.

– ¿A qué sitios suele ir ella?

– A Livingston… y a veces a pubs y discotecas de Edimburgo y Glasgow.

– ¿Va a esos sitios con alguien más aparte de ti?

Susie mencionó varios nombres y Siobhan tomó nota.

– Ya ha hablado Susie con ellas -terció Angie- y no saben nada.

– Gracias, de todos modos -dijo Siobhan mirando con exagerado interés el local-. ¿Suele estar tan tranquilo?

– Hoy tuvimos varias clientas a primera hora, pero hay más trabajo a medida que avanza la semana.

– ¿Y no es un problema que no esté Ishbel?

– Nos las arreglamos.

– No sé, pero…

– ¿Qué? -urgió Angie entornando los ojos.

– ¿Para qué necesita dos peluqueras?

Angie miró hacia Susie.

– ¿Y qué podía hacer?

Siobhan comprendió que la mujer había dado trabajo a Ishbel por lástima a raíz del suicidio de su hermana.

– ¿Se le ocurre por qué puede haberse marchado de casa así de repente?

– Quizás ha encontrado un empleo mejor. Hay mucha gente que se marcha de Bane y no vuelve.

– ¿Sería por ese hombre misterioso?

Angie se encogió de hombros.

– Si es lo que desea, que tenga suerte.

Siobhan se volvió hacia Susie.

– Tú comentaste a los padres de Ishbel que tenía aspecto de chulo.

– ¿Ah, sí? -replicó ella como francamente sorprendida-. Bueno, tal vez. Por las gafas y la chaqueta… Era como en las películas. Taxi Driver-añadió abriendo mucho los ojos-. ¿Cómo se llamaba el chulo? La vi en la tele hace un par de meses.

– ¿Tenía ese hombre el mismo aspecto?

– No… pero llevaba sombrero. ¡Por eso no me acordaba del pelo!

– ¿Qué clase de sombrero?

– No lo sé…, un sombrero -dijo Susie perdiendo el entusiasmo.

– ¿Gorra de béisbol, boina?

– Tenía alas -contestó Susie.

Siobhan miró a Angie en busca de ayuda.

– ¿Un tirolés, uno de fieltro? -sugirió ésta.

– No sé cómo son esos que dice -respondió Susie.

– ¿Como los de los gángsters en las películas antiguas? -añadió Angie.

Susie reflexionó.

– Tal vez -dijo.

Siobhan apuntó el número de su móvil.

– Estupendo, Susie. Si te acuerdas de algo más ¿me llamarás?

Susie asintió con la cabeza. Como no estaba a su lado, Siobhan entregó la nota a Angie.

– Y usted también -añadió mientras la peluquera doblaba el papel.

Se abrió la puerta y entró una mujer anciana encorvada.

– Señora Prentice -dijo Angie a guisa de saludo.

– Vengo antes de la hora, Angie, guapa. ¿Puedes atenderme?

– Tratándose de usted, señora Prentice, naturalmente que sí -contestó Angie, que se había puesto en pie mientras Susie se levantaba de la butaca para que se sentara la dienta cuando se quitara el abrigo.

– Otra cosa, Susie -dijo Siobhan poniéndose también de pie.

– ¿Qué?

Siobhan se dirigió a la trastienda y Susie la siguió.

– Me han dicho los Jardine -comentó Siobhan bajando la voz- que Donald Cruikshank ha salido de la cárcel.

El rostro de Susie se ensombreció.

– ¿Tú le has visto? -preguntó Siobhan.

– Un par de veces… Ese cerdo…

– ¿Has hablado con él?

– ¡Ni mucho menos! ¿Querrá creer que el Ayuntamiento le ha dado casa? Sus padres no querían saber nada de él.

– ¿Ishbel te contó algo sobre él?

– Dijo que sentía lo mismo que yo. ¿Cree que se ha marchado por eso?

– ¿Lo crees tú?

– Es él quien debería largarse del pueblo -replicó Susie entre dientes.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Bueno, no te olvides de llamarme si recuerdas algo más -dijo colgándose el bolso del hombro.

– Claro -contestó Susie, y añadió mirándole el pelo-: ¿No podría arreglárselo?

– ¿Qué le pasa? -replicó Siobhan llevándose instintivamente la mano a la cabeza.

– No lo sé… Simplemente… le hace mayor de lo que es.

– Tal vez sea la imagen que busco -contestó Siobhan a la defensiva camino de la puerta.

– ¿Permanente y retoque? -preguntó Angie a la dienta en el momento en que Siobhan salía del local.

Se detuvo un momento en la acera sin saber qué hacer a continuación. Había pensado preguntar a Susie sobre el antiguo novio de Ishbel, con quien seguía teniendo amistad, pero no le apetecía volver a entrar. Ya se lo preguntaría. Había una tienda de prensa abierta y tuvo el impulso de comprarse chocolatinas, pero decidió ir al pub; así podría decirle algo a Rebus y hasta ganarse algo más su estima si resultaba que era uno de los pocos de Escocia que él no conocía.

Empujó la puerta acristalada y se vio rodeada de linóleo rojo con lunares y papel de relieve en las paredes a juego. En una tienda de decoración lo catalogarían como kitsch, y lo promocionarían como una vuelta a los setenta, pero aquél era auténticamente de los setenta. Había herraduras de latón en las paredes y dibujos enmarcados de perros orinando contra la pared, como si fueran hombres. En el televisor se veía una carrera de caballos, y entre ella y la barra se interponía una neblina de humo de cigarrillos. Había tres hombres jugando al dominó que alzaron la vista. Uno de ellos se levantó y entró en la barra.

– ¿Qué va a tomar, encanto?

– Zumo de lima con soda -dijo ella sentándose en un taburete.

Sobre la diana de los dardos colgaba una bufanda de los Rangers de Glasgow, cerca de una mesa de billar con parches en el tapete. Y ni un solo signo que justificase el tenedor y el cuchillo del indicador de la salida de la autopista.

– Ochenta y cinco peniques -dijo el camarero poniéndole el vaso delante.

Siobhan comprendió que su única alternativa era preguntar: «¿Viene por aquí Ishbel Jardine?», lo que no le parecía muy acertado porque se enterarían de que era policía y, además, dudaba mucho que aquellos hombres le facilitasen algún dato de interés en el caso de que la conocieran. Se llevó el vaso a los labios y notó que era zumo concentrado muy dulzón y poco gaseoso.

– ¿Está bien? -preguntó el barman más desafiante que interesado.

– Bien -contestó ella.

Satisfecho, el hombre salió de la barra para reanudar la partida de dominó. Había en la mesa un bote de calderilla con monedas de diez y veinte peniques. Los otros dos jugadores tenían aspecto de jubilados, colocaban las fichas con exagerada brusquedad y daban tres golpecitos si pasaban. Siobhan había dejado ya de interesarles. Miró a su alrededor buscando el servicio de señoras, vio que estaba a la izquierda del tablero de dardos y se dirigió hacia allí. Pensarían que había entrado sólo a orinar y había pedido el refresco como pretexto. Era un servicio, pero sin espejo encima del lavabo, y el vacío lo llenaban unas pintadas hechas con bolígrafo.

«Sean tiene un polvo»

«¡Kenny Reilly chulo!»

«¡Coños uníos!»

«Las chicas reinas de Bane»

Siobhan sonrió y entró en el cubículo. El pestillo estaba roto. Se sentó y se entretuvo leyendo otros grafiti.

«Donny Cruikshank vas a morir»

«Donny pervertido»

«Muerte al violador»

«Muerte a Cruik»

«¡¡¡Juramento de sangre hermanas!!!»

«Tracy Jardine, Dios te bendiga»

Había más -muchas más- pero no todas escritas por la misma mano. Con rotulador negro grueso, con bolígrafo azul, con rotulador fino dorado. Siobhan pensó que la de tres signos de admiración era de la misma mano que había escrito las de encima del lavabo. Al entrar en los servicios iba convencida de ser un ejemplo atípico de clienta femenina; ahora veía que no. Se preguntó si alguna de aquellas expresiones espontáneas era obra de Ishbel Jardine; lo sabría comparando una muestra de escritura. Buscó en el bolso, pero había olvidado la cámara digital en la guantera del coche. Bien; iría a buscarla. Le daba igual lo que pensaran los jugadores de dominó.

Al salir del lavabo vio que había un nuevo cliente. Estaba en un taburete pegado al suyo con los codos apoyados en la barra y la cabeza gacha, y movía las caderas. Al oír la puerta de los servicios volvió la cabeza, y Siobhan vio un cráneo rapado, un rostro blanco mofletudo y barba de dos días.

En la mejilla derecha tenía tres cicatrices: Donny Cruikshank.

La última vez que le había visto fue en el juzgado de Edimburgo, durante el juicio. Él no la conocería porque ella no declaró ante el tribunal ni le había interrogado. Era un gozo verle tan ajado. El poco tiempo pasado entre rejas le había hecho perder juventud y vitalidad. Siobhan sabía que en la cárcel rige una jerarquía en la que los violadores ocupan el escalafón más bajo. Cruikshank abrió la boca con una sonrisa desmayada prescindiendo de la cerveza que acababa de ponerle delante el camarero, quien permaneció frente a él con cara de palo y la mano abierta esperando el pago. Siobhan se percató de que no le alegraba la presencia de Cruikshank y vio también que éste tenía un ojo inyectado en sangre como si acabara de recibir un puñetazo.

– ¿Qué tal, cielo? -dijo mientras Siobhan se acercaba al taburete.

– No me llames eso -replicó ella glacial.

– ¡Oh! «No me llames eso» -repitió él en grotesco remedo, que él mismo rió-. Me gustan las muñecas con huevos.

– Si continúas vas a perder los tuyos.

Cruikshank no daba crédito a lo que oía y, tras un momento de estupefacción, echó la cabeza hacia atrás y vociferó:

– ¿No has oído, Malky?

– Corta, Donny -dijo el camarero.

– ¿O qué? ¿Me enseñarás otra tarjeta roja? -replicó mirando alrededor-. Figúrate cómo echo de menos esto. Aunque hay que reconocer que últimamente ha mejorado en cuestión de tías -añadió fijando la vista lascivamente en Siobhan.

La cárcel le había afectado físicamente, pero al mismo tiempo le había dado una especie de bravuconería.

Siobhan sabía que si seguía allí acabaría por estallar y podía herirle, aunque el daño que pudiera hacerle sería simplemente físico, lo cual sería una victoria para él. Así que optó por marcharse para no oírle.

– A tomar por culo, ¿sabes, Malky? Vuelve, hermosa, que tengo un paquete sorpresa para ti.

Siobhan siguió camino del coche. La adrenalina le había acelerado el pulso. Se sentó al volante y trató de dominar su sofoco. «Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta», pensó mientras hurgaba inútilmente en la guantera. Tendría que volver en otra ocasión para hacer las fotos. Sonó el móvil y lo sacó del bolso. En la pantalla vio el número de Rebus y respiró hondo para que no notara la alteración en su voz.

– ¿Qué sucede, John? -dijo.

¿Siobhan? ¿Qué te sucede a ti?

– ¿Por qué lo dices?

Parece como si acabases de dar una vuelta a Arthur's Seat corriendo.

– He echado una carrera hasta el coche porque se ha puesto a llover -replicó mirando el cielo azul.

¿Lloviendo? ¿Dónde demonios estás?

– En Banehall.

Muy conocido en su casa…

– Es un pueblo de Lothian Oeste, junto a la autopista antes de Whitburn.

Ah, sí. ¿Con un pub que se llama The Bane?

– Eso es -contestó ella sin poder evitar una sonrisa.

¿Y qué haces ahí?

– Es una larga historia. ¿Tú qué haces?

Nada que no pueda dejarse aparcado si tienes una historia que contarme. ¿Vuelves a Edimburgo?

– Sí.

Entonces, prácticamente pasas por Knoxland.

– ¿Es donde estás tú?

No te costará verme: tenemos los carros en círculo para defendernos de los indígenas.

Siobhan vio que se abría la puerta del pub dando paso a Donny Cruikshank que lanzaba maldiciones hacia el interior con un gesto obsceno seguido de un escupitajo. Por lo visto Malky se había hartado. Giró la llave de contacto.

– Nos vemos dentro de unos cuarenta minutos.

Trae munición, por favor. Dos paquetes de Benson Gold.

– Se acabó lo de comprarte cigarrillos, John.

Es la última voluntad de un moribundo, Shiv -suplicó Rebus.

Al ver el gesto de ira y desesperación en la cara de Donny Cruikshank, Siobhan no pudo contener una sonrisa.

Capítulo 4

Los carros en círculo de Rebus eran simplemente una caseta portátil verde oscuro instalada en el aparcamiento contiguo al primer bloque, con reja protectora en la ventana y una puerta reforzada. Al aparcar el coche la habitual pandilla de chiquillos le pidió dinero por vigilárselo y él alzó un dedo amenazador.

– Si encuentro una sola cagada de golondrina en el parabrisas la limpiáis con la lengua.

Fue a la puerta de la caseta a fumar un pitillo. Ellen Wylie tecleaba en un portátil que desenchufarían al final de la jornada para llevárselo, pues la otra posibilidad era dejar vigilancia nocturna. Como no les iban a instalar línea telefónica, utilizaban los móviles. Vio que de uno de los bloques altos volvía el agente Charlie Reynolds, a quien llamaban Culo de Rata. Tendría casi cincuenta años y era casi tan ancho como alto; jugador de rugby en su momento, contaba en su haber con un torneo nacional en el equipo de la policía. Como consecuencia tenía la cara llena de costurones y cicatrices y su pelo no habría desentonado con el de un golfillo de los años veinte. Reynolds gozaba de fama de bromista, pero ahora no se le veía risueño precisamente.

– Es una maldita pérdida de tiempo -gruñó.

– ¿No hablan? -aventuró Rebus.

– El problema está en los que hablan.

– ¿Por qué? -preguntó Rebus ofreciéndole un cigarrillo que el grueso agente aceptó sin dar las gracias.

– Pues porque no saben inglés. Son gente de cincuenta y siete países distintos -añadió señalando el bloque-. Y hay un olor… A saber qué guisan; pocos gatos he visto yo por aquí -Reynolds captó el gesto de desaprobación de Rebus-. A ver si me entiende, John, no es que sea racista. Pero es que pienso…

– ¿El qué?

– La cuestión del asilo. Quiero decir que, supongamos que uno tuviera que marcharse de Escocia, porque le torturan o por algo… Se iría al país seguro más cercano, ¿no?, por no estar lejos de donde nació. Pero esta gente… -añadió mirando al bloque y meneando la cabeza-. Me comprende, ¿verdad?

– Supongo que sí, Charlie.

– La mitad ni se preocupa de aprender el idioma, sólo de recoger el dinero que les da el Estado y gracias. -Reynolds se concentró en fumar el pitillo con cierta energía, con el filtro entre los dientes aspirando con fuerza-. Usted al menos puede volver a Gayfield cuando le apetece, pero nosotros tenemos que estar aquí hasta que nos digan.

– Espera a que me ponga en situación -dijo Rebus en el momento en que llegó otro coche con Shug Davidson, que regresaba de una reunión para elaborar el presupuesto de la investigación y no parecía muy satisfecho.

– ¿No va a haber intérpretes? -preguntó Rebus.

– Sí, autorizan todos los que queramos -respondió Davidson-, lo malo es que no podemos pagarlos. Nuestro estimado subdirector dice que veamos si el Ayuntamiento puede facilitarnos gratis un par de ellos.

– Y encima eso -murmuró Reynolds.

– ¿Cómo dices? -replicó Davidson.

– Nada, Shug, nada -respondió Reynolds aplastando la colilla como quien toma impulso para chutar el balón.

– Charlie opina que los emigrados se conforman tranquilamente con las subvenciones -dijo Rebus.

– Yo no he dicho eso.

– Es que a veces leo el pensamiento, es una tradición de familia, transmitida de padres a hijos y que pasó de mi abuelo a mi padre -añadió Rebus aplastando su colilla-. Por cierto, mi abuelo era polaco. Somos una nación mestiza, Charlie; acostúmbrate.

Rebus se alejó para recibir a la recién llegada: Siobhan Clarke, que echó un vistazo al lugar.

– Mira que les gustaba el cemento en los sesenta -dijo-. Y, bueno, esos murales…

Rebus ya ni los advertía: «fuera morenos», «PAKIS MIERDA», «PODER BLANCO». Él lo que pensaba era hasta qué punto se habían implantado allí los traficantes de droga. Tal vez fuese otro de los motivos del descontento general; los inmigrantes no podrían comprar droga, aun suponiendo que la quisieran, «ESCOCIA PARA LOS ESCOCESES.» Una vieja pintada que decía «BASURA YONQUI» había sido transformada en «BASURA NEGRA».

– Qué sitio tan encantador -comentó Siobhan-. Gracias por invitarme.

– ¿Has traído la invitación?

Ella le tendió las cajetillas. Rebus las besó y se las guardó en el bolsillo. Davidson y Reynolds habían entrado en la caseta.

– Bueno, ¿me cuentas esa historia? -dijo él.

– ¿Haces tú de cicerone?

– ¿Por qué no? -respondió Rebus encogiéndose de hombros.

Echaron a andar por Knoxland, que tenía cuatro torres principales de ocho pisos situadas en las esquinas de un cuadrado con vistas a la zona de juego central totalmente devastada. Todas las plantas tenían su galería exterior, y cada piso, un balcón que daba a la carretera de dos carriles.

– Mucha antena parabólica -comentó Siobhan, y Rebus asintió con la cabeza.

Había pensado en aquellas antenas y sobre las versiones del mundo que transmitirían en las distintas salas de estar y las diversas vidas. Por el día los anuncios de seguros por accidentes y compensaciones de todo tipo, y por la noche publicidad de alcohol. Una generación que crecía convencida de que la vida podía controlarse con un mando a distancia de televisor.

Unos chiquillos en bicicleta comenzaron a correr en círculo a su alrededor mientras otros se apiñaban junto a una pared compartiendo un cigarrillo y algo en una botella de gaseosa que no parecía gaseosa. Llevaban gorras de béisbol y zapatillas de deporte; moda reflejo de otra cultura.

– ¡Demasiado viejo para ti! -ladró una voz, seguida de una carcajada y el característico gruñido de cerdo.

– ¡Yo soy joven pero tengo un buen pito, puta! -espetó la misma voz.

Siguieron caminando. A cada extremo del escenario del crimen había un policía de uniforme a punto de perder la paciencia ante las protestas de los vecinos por impedirles utilizar el pasadizo subterráneo.

– Total… porque han matado a un chino, tío.

– No era chino… Me han dicho que llevaba turbante.

Las voces arreciaron al verlos.

– Oiga, ¿por qué a ellos les deja y a nosotros no? Eso sí que es discriminación…

Rebus hizo pasar a Siobhan por detrás del uniformado. No había mucho que ver. Quedaban manchas de sangre en el suelo y persistía un leve olor a orines. Las paredes estaban totalmente cubiertas de pintadas.

– Fuese quien fuese, alguien le echa de menos -dijo Rebus en voz baja al advertir un ramo de flores en el suelo.

No eran realmente flores, sino hierbas silvestres y unos dientes de león recogidos en algún erial.

– ¿Querrá insinuar algo? -aventuró Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

– Tal vez no puedan comprar flores o no sabían dónde comprarlas.

– ¿Tantos inmigrantes hay en Knoxland?

Rebus negó con la cabeza.

– Probablemente no más de sesenta o setenta.

– Es decir sesenta o setenta más que hace unos años.

– Espero que no te estés volviendo como Reynolds Culo de Rata.

– Sólo me pongo en el lugar de los vecinos. A la gente no le gustan los forasteros, los inmigrantes, los viajeros, las personas de aspecto distinto… Incluso con un acento inglés como el mío puedes tener problemas.

– Y viceversa, claro.

Salieron por el otro extremo del pasadizo y vieron otro conjunto de bloques más bajos, de cuatro pisos, y algunas filas de adosados.

– Esas casas fueron construidas para jubilados -dijo Rebus-, para que estuvieran integrados en la comunidad.

– Bonito sueño, como diría Thom Yorke.

Sí, eso era Knoxland: un bonito sueño. Como tantos otros en el extrarradio de la urbe. Los arquitectos habrían presentado ufanos sus planos y maquetas, sin que nadie se planteara construir un gueto.

– ¿Por qué se llama Knoxland? -preguntó Siobhan-. No será por el calvinista Knox.

– No creo. Knox deseaba que Escocia fuese una nueva Jerusalén. Algo que Knoxland dista mucho de ser.

– Yo lo único que sé de él es que no permitía imágenes en las iglesias y que no era un entusiasta de las mujeres.

– Ni le gustaba que la gente lo pasara bien. En su tiempo había torturas y juicios por brujería. -Rebus hizo una pausa-. No estaba mal.

No sabía hacia dónde caminaba. Siobhan avanzaba movida por una energía que tenía que quemar. Dio la vuelta y se dirigió a uno de los bloques altos.

– ¿Entramos? -dijo accionando el pestillo; pero estaba cerrado.

– Es una tradición reciente -comentó Rebus-. Y junto a los ascensores han puesto cámaras de seguridad para mantener a raya a los bárbaros.

– ¿Cámaras? -preguntó Siobhan mientras Rebus marcaba un código de cuatro cifras en el teclado de la puerta y contestaba su pregunta negando con la cabeza.

– Pero no están conectadas porque el Ayuntamiento no tiene presupuesto para pagar a un empleado de seguridad -comentó abriendo la puerta.

Había dos ascensores y los dos funcionaban, así que tal vez el teclado servía para algo.

– Al último piso -dijo Siobhan entrando en el de la izquierda.

Rebus apretó el botón y las puertas se cerraron.

– Bueno, ¿y esa historia? -dijo Rebus.

Siobhan le explicó el caso en breves palabras y cuando terminó estaban ya en la galería exterior apoyados en la balaustrada. El viento soplaba con fuerza. Se veía el paisaje del norte y a lo lejos, al este, Corstorphine Hill y Craiglockhart.

– Fíjate cuanto espacio -dijo ella-. ¿Por qué no harían casas individuales?

– ¡Qué dices! ¿Y destruir el espíritu comunitario? -Rebus volvió el cuerpo hacia Siobhan para darle a entender que centraba toda su atención en ella. Ni siquiera fumaba en aquel momento-. ¿Quieres interrogar a Cruikshank en la comisaría? -preguntó-. Puedo sujetarle mientras tú le das una tunda.

– Al estilo antiguo, ¿no?

– Es una idea que siempre he considerado refrescante.

– Bueno, no es necesario. Ya le he dado un repaso… aquí -añadió tocándose la cabeza-. Pero gracias por tu propuesta.

Rebus se encogió de hombros y se volvió a mirar el paisaje.

– ¿Sabes que esa chica aparecerá si ella quiere?

– Lo sé.

– Técnicamente no es una persona desaparecida.

– ¿Tú nunca has hecho un favor a alguien?

– Tienes razón -contestó Rebus-. Pero no esperes resultados.

– No importa. Oye, ¿no ves ahí algo raro? -dijo ella señalando la torre del otro extremo en diagonal a su puesto de observación.

– Nada que no viera borracho de una pinta de cerveza.

– No hay casi pintadas en comparación con los otros bloques.

Rebus miró a la altura del suelo, y era cierto: las paredes enlucidas al estilo rústico de aquel bloque estaban más limpias.

– Es Stevenson House. Tal vez alguien del Ayuntamiento guarda buenos recuerdos de La isla del tesoro. La próxima vez que nos carguen una multa de aparcamiento la invertirán en limpieza de fachadas.

En aquel momento se abrieron las puertas del ascensor dando paso a dos uniformados con carpetas y aire de no estar muy por la labor.

– Menos mal que es el último piso -farfulló uno de ellos-. ¿Viven aquí? -preguntó al ver a Rebus y a Siobhan, haciendo ademán de apuntar sus nombres en la lista.

– Debemos de tener mayor aspecto de necesitados de lo que creemos -dijo Rebus mirando a Siobhan-. Somos del DIC, hijo -añadió para el agente.

El otro agente dio un resoplido por el patinazo de su compañero al tiempo que llamaba a la primera puerta. Rebus oyó un vocerío, que llegaba a lo largo del pasillo, hasta que abrieron.

Era un hombre enfurecido y, detrás de él, estaba su mujer con los puños cerrados. Él, al ver a los policías, puso los ojos en blanco.

– Esto es lo último que me faltaba -exclamó.

– Cálmese, señor…

A Rebus le habría gustado decir al joven agente que cuando hablase con una persona enfurecida aludir a su excitación no era lo más adecuado.

– ¿Que me calme? Sí, claro, se dice fácilmente, joven. Vienen por ese cabrón que han matado, ¿verdad? Aquí la gente puede desgañitarse como loca porque le queman el coche o protestando porque esto está lleno de drogadictos, pero ustedes acuden únicamente cuando se queja alguno de ésos. ¿Le parece justo?

– Se lo tienen bien merecido -espetó la mujer.

Vestía un chándal gris con capucha a pesar de que no tenía aspecto de deportista precisamente; era más bien un uniforme, como el de los agentes.

– Me permito recordarles que han asesinado a una persona -replicó el agente abochornado y sonrojado.

Le habían sulfurado y no lo ocultaba. Rebus decidió intervenir.

– Soy el inspector Rebus -dijo mostrando su tarjeta de identificación-. Tenemos una tarea que hacer aquí y les agradeceríamos que colaboren. Así de simple.

– ¿Y a nosotros qué nos va en ello? -replicó la mujer, que se había situado al lado del marido cerrando el paso en la puerta.

Ya no parecía que acabaran de pelearse; ahora formaban un equipo codo con codo.

– Sentido cívico de responsabilidad -replicó Rebus-. Es su aportación al barrio. O ¿es que quizá les tiene sin cuidado que ande por ahí un asesino suelto?

– Sea quien sea, a nosotros no nos va a hacer nada.

– Que se cargue a cuantos quiera de ésos…, a ver si se asustan -añadió el marido en apoyo de sus palabras.

– No puedo creer lo que oigo -musitó Siobhan, sin lograr impedir que la oyeran.

– ¿Y usted quién coño es? -preguntó el hombre.

– Es policía también -replicó Rebus-. Escuche -añadió como creciéndose, ante lo cual la pareja prestó atención-, lo hacemos por las buenas o por las malas. Ustedes deciden.

El hombre calibró a Rebus tensando un poco los hombros.

– Nosotros no sabemos nada -dijo-. ¿Está satisfecho con eso?

– ¿Es que no lamentan la muerte de un inocente?

La mujer lanzó un bufido.

– Para lo que hacía, milagro es que no le sucediera antes… -comentó con voz apagada ante la mirada de su enfurecido marido.

– Perra idiota. Ahora nos traerán al retortero toda la noche -dijo en voz baja antes de volver a mirar a Rebus.

– Ustedes eligen -comentó éste-. En su cuarto de estar o en la comisaría.

– En el cuarto de estar -dijeron al unísono marido y mujer.


* * *

Al final, en el piso no cabían más. Despidieron a los agentes de uniforme diciéndoles que continuaran con el puerta a puerta y que no dijeran nada de lo ocurrido.

– Seguro que toda la comisaría se entera antes de que regresemos -dijo Shug Davidson, quien después de un aparte con Rebus se disponía a hacerse cargo del interrogatorio secundado por Wylie y Reynolds.

– Deja que pregunte Culo de Rata -dijo Rebus, para sorpresa de Davidson-. Creo que con él se explayarán porque social y políticamente son de la misma cuerda. Con Reynolds la situación cambia y ya no es «ellos» y «nosotros».

Davidson había asentido, y de momento daba buen resultado. Reynolds decía que sí con la cabeza a casi todo lo que decía el matrimonio.

– Es un conflicto de culturas. Sí, claro, lo entendemos.

La atmósfera del cuarto era agobiante. Rebus pensó que aquellas ventanas de doble cristal no debían de abrirse nunca: el vaho se había filtrado entre las dos láminas y formaba como lágrimas. Había un calentador eléctrico, pero las bombillas que imitaban brasas estaban fundidas, lo que hacía más sombría la pieza amueblada con un gran sofá marrón flanqueado por sus correspondientes sillones, en los que se habían acomodado marido y mujer. No les habían ofrecido té ni café, y cuando Siobhan hizo gesto de beber un vaso de agua, Rebus negó con la cabeza para prevenirle del riesgo a que se exponía.

Durante la mayor parte del interrogatorio, él permaneció junto a la librería mirando las estanterías llenas de vídeos: comedias románticas para la señora e historias vulgares y partidos de fútbol para el marido. Algunos eran copias pirata. Había algún libro en rústica de biografías de actores y otro sobre cómo adelgazar, cuya portada reivindicaba haber «cambiado cinco millones de vidas». Cinco millones: la población de Escocia. Bueno, bueno… Rebus no veía el menor indicio de que hubiese cambiado la vida de los inquilinos de aquel piso.

Resumiendo los hechos: la víctima vivía en el piso de al lado. No habían hablado con él nunca, salvo para decirle que se callase. ¿Por qué? Porque había noches que daba gritos y pisaba siempre metiendo ruido. No tenía familia ni amigos, que ellos supieran; ni habían visto u oído visitas entrando o saliendo.

– Pero no crean, por el ruido que hacía, era como si hubiera un equipo de gente bailando con zuecos.

– Los vecinos ruidosos son un horror -dijo Reynolds sin ironía.

Era más o menos todo cuanto sabían: era un piso que había estado vacío y no recordaban bien cuándo había llegado él; haría cinco o seis meses y no sabían cómo se llamaba ni si tenía trabajo.

– Seguro que no… Son todos unos parásitos.

Momento en que Rebus salió fuera a fumarse un pitillo por no preguntar: «¿Y qué hacen ustedes exactamente? ¿Qué añaden al acervo del afán humano?». Mirando aquel barrio, pensó que en realidad no había visto ninguna de aquellas gentes que tanto les enfurecían. Seguramente se aislarían en sus pisos con la puerta bien cerrada, a salvo del odio que suscitaban, uniéndose sólo entre ellos y formando una comunidad aparte. Si lo conseguían el odio aumentaría, pero daba igual, porque si lo lograban quizá podrían marcharse de Knoxland. Y entonces los vecinos volverían a ser felices tras sus barricadas y persianas.

– En ocasiones como ésta me gustaría fumar -dijo Siobhan acercándose a él.

– Nunca es tarde -dijo él sacando la cajetilla del bolsillo, pero ella rehusó.

– Aunque no vendría mal un trago -dijo.

– ¿El que no tomaste anoche?

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, pero me refiero a mi casa, en el baño…, tal vez con unas velas.

– ¿Crees que eso te sirve para olvidarlo todo fácilmente? -dijo Rebus haciendo un gesto en dirección al piso.

– No es necesario que me lo digas.

– Todo forma parte del rico mosaico de la vida, Shiv.

– Un mosaico precioso, ¿no es cierto?

Se abrieron las puertas del ascensor y aparecieron más agentes de uniforme, pero éstos llevaban chaleco antibalas y casco. Eran cuatro, entrenados para ser malos, de la dotación de Delitos Graves adscrita a la Brigada Antidroga y provistos del instrumento necesario: la «llave», una barra de hierro que usaban de ariete. Su cometido era entrar en el domicilio de los traficantes con la mayor rapidez posible para no darles tiempo de retirar las pruebas del delito.

– Probablemente bastaría con una patada -les dijo Rebus.

El que iba al mando le miró sin pestañear.

– ¿Qué puerta es?

Rebus la señaló con el dedo. El hombre se volvió hacia los otros tres y les hizo una señal con la cabeza. Colocaron el hierro e hicieron palanca.

Saltaron astillas y la puerta se abrió.

– Acabo de recordar una cosa -dijo Siobhan-. La víctima no llevaba llaves.

Rebus miró el marco astillado e hizo girar el pomo.

– No estaba cerrada -dijo confirmando lo que ella había dicho.

El ruido había atraído, además de a otros vecinos, a Davidson y a Wylie.

– Vamos a echar un vistazo -sugirió Rebus, y Davidson asintió con la cabeza.

– Un momento -dijo Wylie-. Shiv no trabaja en este caso.

– Ellen, es digno de encomio tu espíritu de equipo -espetó Rebus.

Davidson ladeó la cabeza para dar a entender a Wylie que volviera para continuar el interrogatorio. Entraron en el piso y Rebus miró al que mandaba en el grupo, que ya salía del piso de la víctima. Estaba a oscuras, pero los del grupo llevaban linternas.

– Terreno despejado -dijo el hombre.

Rebus avanzó por el vestíbulo y pulsó inútilmente el interruptor.

– ¿Me prestan una linterna? -Advirtió que al capitán no le hacía mucha gracia-. Prometo devolverla -añadió tendiendo la mano.

– Alan, dale tu linterna -dijo el capitán.

– Sí, señor -contestó el hombre, tendiéndosela a Rebus.

– Mañana por la mañana -puntualizó el oficial.

– A primera hora -contestó Rebus.

El capitán le miraba con mala cara. Luego dijo a sus hombres que habían terminado y se dirigieron al ascensor. Nada más cerrarse las puertas, Siobhan lanzó un bufido.

– ¿Tú has visto eso?

Rebus probó la linterna y vio que daba buena luz.

– Ten en cuenta que su trabajo consiste en irrumpir en casas llenas de armas y jeringuillas. Es normal que actúen así.

– No he dicho nada -se disculpó Siobhan.

Entraron. No sólo estaba oscuro, sino que hacía frío. En el cuarto de estar encontraron periódicos que parecían recogidos del cubo de la basura, latas de comida vacías y cartones de leche. No había muebles y la cocina era diminuta, pero estaba limpia. Siobhan señaló en lo alto de la pared un contador de monedas; sacó una del bolsillo, la introdujo en la ranura, giró la llave y las luces se encendieron.

– Mejor así -dijo Rebus dejando la linterna en la encimera-. Aunque no hay mucho que ver.

– No parece que cocinara gran cosa -dijo Siobhan abriendo los armaritos con escasos platos y tazones, paquetes de arroz y condimentos, más dos tazas de té desconchadas y una cajita de té medio vacía. Junto al fregadero, en la encimera, había un paquete de azúcar con una cuchara. Rebus miró el fregadero con peladuras de zanahoria. Arroz y verduras: la última comida del difunto.

En el cuarto de baño se encontraron con un intento rudimentario de colada: una camisa y unos calzoncillos estirados sobre el borde de la bañera junto a una pastilla de jabón; y en el lavabo había un cepillo de dientes, pero no dentífrico.

Quedaba el dormitorio. Rebus dio la luz y vieron que allí tampoco había muebles; sólo un saco de dormir desplegado en el suelo. La moqueta era como la del cuarto de estar, parda, y a Rebus se le pegaron las suelas de los zapatos al aproximarse al saco. No había visillos; la ventana daba a otro bloque alto a unos treinta metros.

– No hay nada que explique el ruido que dicen que hacía -comentó Rebus.

– No sé qué decirte… Si yo viviera aquí, creo que me daría hasta un ataque de nervios.

– Tienes razón.

– En vez de cómoda, el hombre usaba una bolsa de basura. Rebus la levantó y vio unas prendas andrajosas cuidadosamente dobladas.

– Debió de comprarlas en una tienda de ropa usada -dijo.

– O serán de alguna organización caritativa. Hay muchas dedicadas a atender a los solicitantes de asilo.

– ¿Tú crees que era un refugiado?

– Bueno, desde luego no parece muy afincado en el país. Yo diría que llegó con un mínimo bastante exiguo de pertenencias.

Rebus cogió el saco de dormir y lo sacudió. Era un saco anticuado, ancho y poco grueso. Del interior cayeron media docena de fotos.

Al recogerlas vio que eran instantáneas con los bordes manoseados. Una mujer con un niño y una niña.

– ¿La esposa y los hijos?

– ¿Dónde dirías que están hechas?

– En Escocia no.

En efecto, el fondo eran las paredes blancas de yeso de un apartamento cuya ventana daba a los tejados de una ciudad. A Rebus le pareció de un país cálido por el cielo azul intenso. Los niños miraban risueños y uno tenía los dedos metidos en la boca. La mujer y la niña se abrazaban y sonreían.

– Me imagino que habrá alguien que podrá reconocerlos -dijo Siobhan.

– No hará falta -replicó Rebus-. Ten en cuenta que es un piso del Ayuntamiento.

– ¿Quieres decir que el Ayuntamiento lo sabrá?

Rebus asintió con la cabeza.

– Lo primero que hay que hacer es recoger huellas dactilares y no apresurar conclusiones. Después, el Ayuntamiento nos facilitará el nombre.

– ¿Y eso nos llevará más cerca del asesino?

Rebus se encogió de hombros.

– Quienes lo mataron tuvieron que regresar a casa manchados de sangre. Es imposible que cruzaran Knoxland sin que nadie los viera. -Hizo una pausa-. Lo que no quiere decir que vayan a denunciarlo.

– Porque aunque sea un asesino, es «su» asesino -aventuró Siobhan.

– O porque tienen miedo. En esta barriada son frecuentes los casos de violencia.

– Entonces, nos veremos en vía muerta.

Rebus le tendió una de las fotos.

– ¿Qué ves? -preguntó.

– Una familia.

Rebus negó con la cabeza.

– Una viuda y dos niños que no volverán a ver nunca más al padre. Debemos pensar en ellos, no en nosotros.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Podemos divulgar las fotos.

– Eso mismo estaba yo pensando. Creo que conozco al periodista adecuado.

– ¿Steve Holly?

– Su periódico es una basura, pero lo lee mucha gente -dijo mirando a su alrededor-. ¿Está todo visto? -Siobhan asintió-. Pues vamos a decirle a Shug Davidson lo que hemos encontrado.

Davidson llamó por teléfono al departamento de huellas dactilares y Rebus le convenció para que le entregara una foto para difundirla en la prensa.

– Está bien -dijo Davidson sin gran entusiasmo, pero pensando en la posibilidad de que en el Departamento de Vivienda del Ayuntamiento constara el nombre del inquilino.

– Por cierto -añadió Rebus-, hay que descontar una libra del presupuesto porque Siobhan gastó una moneda en el contador.

Davidson sonrió, metió la mano en el bolsillo y sacó dos monedas.

– Ten, Siobhan; tómate algo con el cambio,

– ¿Y yo? -protestó Rebus-. Esto es discriminación de género…

– Tú, John, vas a darle una exclusiva a Steve Holly, y si no te invita a un par de cervezas merecerá que le expulsen de la profesión.


* * *

Cuando Rebus se alejaba en coche de la barriada recordó de pronto algo y llamó con el móvil a Siobhan, que también regresaba a Edimburgo.

– Es muy probable que me reúna con Holly en el pub, únete a nosotros si quieres -dijo.

Parece tentador, pero tengo que ir a otro sitio. Gracias de todos modos.

– No te llamo por eso… ¿No podrías regresar al piso de la víctima?

No. ¡Se te olvidó la linterna! -exclamó ella tras un silencio.

– Me la dejé en la encimera de la cocina.

Pues llama a Davidson o a Wylie.

Rebus arrugó la nariz.

– Bah, no hay prisa. Nadie va a entrar a robarla en un piso vacío con la puerta rota. Seguro que en ese barrio son todos unos benditos temerosos de Dios.

Lo que tú esperas es que se la lleven para ver qué pasa con los de la unidad especial, ¿a que sí?

Rebus la imaginó sonriendo.

– ¿Tú qué crees, que van a forzar mi piso para hacerse con algo en compensación?

Eres el demonio, John Rebus.

– Naturalmente; no tengo por qué ser distinto.

Puso fin a la comunicación y se dirigió al Bar Oxford, donde se tomó despacio una pinta de Deuchar's para deglutir el último panecillo de carne de vaca en conserva con remolacha que quedaba en el expositor. Harry, el camarero, le preguntó si sabía algo del ritual satánico.

– ¿Qué ritual satánico?

– El del callejón Fleshmarket. Ese aquelarre…

– Por Dios, Harry, ¿te crees todas las historias que escuchas en la barra?

Harry procuró disimular su decepción.

– Pero ese esqueleto de niño…

– Es de imitación… Lo pusieron allí.

– ¿Por qué iba alguien a hacer una cosa así?

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez tengas razón, Harry, lo haría el camarero para vender su alma al diablo.

Harry torció la comisura de los labios.

– ¿Cree que la mía serviría para un trato con él?

– No tienes la menor posibilidad -respondió Rebus llevándose la cerveza a los labios y pensando en Siobhan: «Tengo que ir a otro sitio».

Probablemente iba a tratar de localizar al doctor Curt. Sacó el teléfono y comprobó si había suficiente cobertura. Llevaba en la cartera el número del periodista. Holly respondió de inmediato.

Inspector Rebus, qué inesperado placer…

Lo que significaba que tenía identificador de llamadas y estaba con alguien a quien le hacía saber quién le llamaba, para impresionar.

– Lamento interrumpirle cuando está reunido con su editor -dijo Rebus.

Se hizo un silencio y Rebus sonrió con ganas. Oyó que Holly se disculpaba para salir de donde estuviera.

Me está vigilando, ¿no?-farfulló.

– Sí, claro, Steve, por andar con esos periodistas del Watergate. -Rebus calló un instante-. Lo he dicho al azar, sin pensar.

¿Ah, sí? -replicó Holly no muy convencido.

– Escuche. Tengo una noticia, pero podemos dejarlo para más tarde hasta que se le pase la paranoia.

Guau. Un momento… ¿de qué se trata?

– De la víctima de Knoxland. Encontramos una foto y creemos que es de su mujer con los niños.

¿Y piensan divulgarla a través de la prensa?

– De momento sólo se la ofrecemos a usted. Si quiere puede publicarla en cuanto los especialistas en huellas confirmen que pertenecía a la víctima.

¿Por qué a mí?

– ¿Quiere que le diga la verdad? Porque una exclusiva supone mayor cobertura, mayor impacto, tal vez en primera página…

No le prometo nada -replicó Holly al quite-. ¿Y cuándo tendrán la foto los demás?

– Un día después.

El periodista no decía nada, como si se lo estuviera pensando.

Insisto, ¿por qué a mí?

«No es por ti -deseó decir Rebus-, sino por tu periódico, o más exactamente por la circulación de tu periódico.» Pero guardó silencio y oyó que Holly lanzaba un profundo suspiro.

Muy bien; de acuerdo. Estoy en Glasgow. ¿Puede enviármela?

– La dejo en la barra del Ox. Venga a recogerla. Ah, y se la dejo con una cuenta por liquidar.

Por supuesto.

– Adiós -añadió Rebus cerrando el móvil y encendiendo un pitillo.

Claro que la recogería, porque si no lo hacía y caía en manos de la competencia, el jefe le pediría explicaciones.

– ¿Otra? -preguntó Harry, que ya tenía el vaso reluciente en la mano dispuesto a llenarlo.

Rebus no podía hacerle ese desprecio.

Capítulo 5

– De un somero examen del esqueleto de la mujer, se desprende que es muy antiguo.

– ¿Somero?

El doctor Curt se rebulló en el asiento. Estaban en su despacho de la Facultad de Medicina, con vistas a un pequeño patio detrás de McEwan Hall. De vez en cuando -generalmente cuando estaban los dos en algún bar- Rebus recordaba a Siobhan que muchos de los grandes edificios de Edimburgo, como el Usher Hall y el McEwan Hall sobre todo, eran obra de dinastías cerveceras, y que ello no habría sucedido si no hubiera habido bebedores como él.

– ¿Somero? -repitió ella.

Curt fingió ordenar unos bolígrafos sobre la mesa.

– Bueno, no había necesidad de consultar con nadie… Es un esqueleto de los que se emplean en las clases de anatomía, Siobhan.

– Pero ¿es auténtico?

– Ya lo creo. En épocas de menos reparos que ésta, la enseñanza de la medicina dependía de objetos como ése.

– ¿Ahora ya no?

Curt negó con la cabeza.

– Las nuevas tecnologías los han desplazado prácticamente del todo -respondió casi con tristeza.

– ¿Esa calavera no es auténtica? -preguntó ella señalando la expuesta en una vitrina con fieltro verde sobre un estante a espaldas del patólogo.

– Oh, sí que lo es. Perteneció al anatomista Robert Knox.

– ¿El que estaba conchabado con los ladrones de cadáveres?

Curt torció el gesto.

– Él no les secundaba, pero ellos arruinaron su carrera.

– Bien. Así que para la enseñanza se empleaban esqueletos auténticos… -dijo Siobhan, advirtiendo que Curt pensaba ahora en su predecesor-. ¿Cuándo dejaron de utilizarse?

– Hará unos cinco o diez años, pero algunos ejemplares siguieron en uso.

– ¿Y la misteriosa mujer es uno de ellos?

Curt abrió la boca sin decir nada.

– Dígame sí o no -insistió Siobhan.

– No puedo decirle… No estoy seguro.

– Bien, ¿qué hicieron con ellos?

– Escuche, Siobhan…

– ¿Qué es lo que le preocupa, doctor?

Él la miró y pareció adoptar una decisión, apoyando los brazos en la mesa con las manos entrelazadas.

– Hace cuatro años, seguramente no lo recordará, hallaron en Edimburgo unas piezas anatómicas.

– ¿Unas piezas?

– Una mano en un lugar, un pie en otro… Al analizarlas se comprobó que estaban conservadas en formol.

– Recuerdo haberlo oído -dijo Siobhan asintiendo con la cabeza.

– Resultó que las habían sustraído de un laboratorio como broma de mal gusto. No descubrieron a los culpables, pero la prensa se cebó de lo lindo y nos ganamos serias reprimendas de toda la jerarquía, desde el rector para abajo.

– No veo la relación.

Curt alzó una mano.

– Dos años después desapareció una muestra del pasillo junto al despacho del profesor Gates.

– ¿Un esqueleto de mujer?

Curt asintió con la cabeza.

– Lamentablemente se echó tierra al asunto. Era la época en que estábamos deshaciéndonos de muchos elementos didácticos anticuados -añadió alzando la vista hacia ella y volviendo a centrarla en los bolígrafos-. Y creo que fue por entonces cuando tiramos algunos esqueletos de plástico.

– ¿Uno de niño entre ellos?

– Sí.

– Me dijo usted que no había desaparecido ningún objeto.

Curt se encogió de hombros.

– Me mintió, doctor.

Mea culpa, Siobhan.

Siobhan reflexionó un instante restregándose el puente de la nariz.

– No sé si lo entiendo. ¿Por qué conservaban de muestra el esqueleto de esa mujer?

Curt volvió a mover los bolígrafos.

– Por decisión de uno de los predecesores del profesor Gates. La mujer se llamaba Mag Lennox. ¿Ha oído hablar de ella? Mag Lennox tenía fama de bruja… Hablo de hace doscientos cincuenta años. Murió linchada por el populacho, que se opuso a que la enterraran por temor a que escapara del féretro. Así que dejaron el cuerpo pudrirse para que quienes tuvieran interés estudiaran sus restos en busca de indicios diabólicos. Supongo que el esqueleto iría a parar a manos de Alexander Monro, quien lo legó a la Facultad de Medicina.

– ¿Y alguien lo robó y ustedes se lo callaron?

Curt se encogió de hombros y echó la cabeza hacia atrás mirando al techo.

– ¿Tienen alguna idea de quién fue? -preguntó ella.

– Oh, sí, desde luego… Los estudiantes de medicina son famosos por su humor negro. La cosa es que fue a parar al cuarto de estar de un piso compartido. Dispusimos que alguien investigara… -Curt la miró-. Un detective privado, entiéndame…

– ¿Un detective privado? Por favor, doctor… -comentó Siobhan meneando la cabeza.

– Pero ya no estaba en ese piso. Claro que igual se deshicieron de él.

– ¿Enterrándolo en el callejón Fleshmarket?

Curt se encogió de hombros. Era un hombre tan reticente, tan escrupuloso… Siobhan advertía que aquella conversación casi le producía dolor físico.

– ¿Cómo se llamaban?

– Eran dos jóvenes casi inseparables… Alfred McAteer y Alexis Cater. Creo que emulaban a los personajes de la serie televisiva MASH. ¿La conoce?

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Siguen estudiando aquí?

– Ahora están en el Hospital Infirmary, ¡Dios nos asista!

– Alexis Cater, ¿tiene algo que ver con…?

– Sí, es su hijo.

Siobhan hizo una O con los labios. Gordon Cater era uno de los pocos escoceses de su generación triunfador en Hollywood, gracias sobre todo a papeles de carácter en películas taquilleras. Se decía que en cierta ocasión había sido finalista para encarnar a James Bond después de Roger Moore, pero le arrebató el papel Timothy Dalton. Pendenciero en sus buenos tiempos, Cater era un actor que las mujeres adoraban aunque hiciese películas malas.

– Ya veo que es usted admiradora suya -musitó Curt-. Tratamos de impedir que se supiera que Alexis estudiaba aquí. Es hijo de Gordon, de un segundo o tercer matrimonio.

– ¿Y cree que él robó a Mag Lennox?

– Figuraba entre los sospechosos. ¿Entiende por qué no hicimos una investigación oficial?

– ¿Aparte del hecho de que usted y el profesor habrían vuelto a quedar como irresponsables? -dijo Siobhan sonriendo ante el apuro de Curt. Él, como irritado de pronto por los bolígrafos, los cogió y los echó dentro de un cajón.

– ¿Exutorio de su agresividad, doctor?

Curt la miró desalentado y suspiró.

– Hay otra pega. Una especie de historiadora local, que al parecer ha revelado a la prensa que cree que existe una explicación sobrenatural del caso de los esqueletos del callejón Fleshmarket.

– ¿Sobrenatural?

– En las excavaciones del palacio de Holyrood se descubrieron hace ya tiempo unos esqueletos y circuló la hipótesis de que fueran víctimas de ejecuciones.

– ¿De quién? ¿De la reina María de Escocia?

– El caso es que esa «historiadora» trata de vincularlos con los del callejón Fleshmarket. Quizá le interese saber que esa mujer ha estado trabajando en eso de las visitas guiadas sobre espectros en High Street.

Siobhan había formado parte de una de ellas. Había varias compañías que ofrecían rutas por la Royal Mile y callejuelas adyacentes, con un guión explicativo que mezclaba historias sangrientas, edulcoradas con eventos más felices, surtido todo ello con efectos especiales dignos del mejor túnel de los horrores de una feria.

– O sea, que tiene una motivación.

– No sabría decirle -contestó Curt mirando el reloj-. Seguro que en el periódico encontrará algún artículo sobre sus tonterías.

– ¿Ha tenido usted contacto con ella?

– Nos preguntó qué había sido de Mag Lennox y, como le dijimos que no era asunto suyo, ella trató de suscitar interés en la prensa -añadió Curt haciendo un gesto con la mano como si espantara el recuerdo.

– ¿Cómo se llama?

– Judith Lennox… Sí, reivindica ser descendiente suya.

Siobhan anotó el nombre junto a los de Alfred McAteer y Alexis Cater. Tras una pausa añadió el de Mag Lennox, y lo unió con una flecha al de Judith Lennox.

– ¿Falta mucho para que acabe mi tortura? -dijo Curt con voz cansina.

– Pues no -contestó Siobhan dándose golpecitos con el bolígrafo en los dientes-Bueno, ¿y qué van a hacer con el esqueleto de Mag?

El patólogo se encogió de hombros.

– Dado que, al parecer, ha vuelto a casa, tal vez lo restituyamos a su vitrina.

– ¿Se lo ha dicho al profesor?

– Le envié un correo electrónico esta tarde.

– ¿Un mensaje por correo electrónico teniendo su despacho a veinte metros…?

– Pues es lo que hice -añadió Curt poniéndose en pie.

– Le tiene miedo, ¿eh? -dijo Siobhan en broma.

Curt no se dignó responder al comentario. Le abrió la puerta y la despidió con una leve inclinación de cabeza. Tal vez fuese por sus modales anticuados, pensó Siobhan, pero lo más seguro es que no osaba mirarla a la cara.

El itinerario de vuelta a su casa discurría por el puente George IV. Dobló a la derecha de los semáforos y decidió dar un pequeño rodeo por High Street. Había cartelones en la catedral de St. Giles anunciando recorridos históricos de espectros aquella misma noche. Comenzaban dos horas más tarde, pero ya había turistas leyendo los programas. Más adelante, ante el viejo Tron Kirk, había más anuncios incitando a vivir el «pasado embrujado de Edimburgo». Lo que a ella más le preocupaba era su agobiante realidad presente. Miró el callejón Fleshmarket vacío. ¿No era un buen incentivo para añadirlo al recorrido de los guías turísticos? En Broughton Street aparcó junto a la acera y entró en una tienda a comprar comestibles y el periódico de la tarde. Su casa estaba cerca; no encontró aparcamiento y dejó el coche sobre la raya amarilla confiada en retirarlo antes de que los agentes iniciaran la ronda matutina.

Vivía en una casa de cuatro pisos con la suerte de no tener vecinos que dieran fiestas nocturnas o fuesen baterías aficionados de rock. Conocía a algunos de vista, pero no sus nombres. En Edimburgo la gente casi no habla con los vecinos, salvo si existe algún problema común que resolver, como una gotera o un canalón roto. Pensó en Knoxland, con sus pisos de tabiques de papel donde se oían unos a otros. Las únicas pegas en su casa eran un vecino con gatos y que la escalera olía, pero una vez dentro del apartamento ella se desconectaba del mundo.

Metió en la nevera la leche y el bote de helado en el congelador. Desenvolvió el plato preparado y lo puso en el microondas. Era bajo en calorías, como desagravio a la posibilidad de sucumbir al deseo del helado. Tenía una botella de vino en el aparador de la que había consumido un par de vasos; se sirvió un poco, dio un sorbo y se dijo que no iba a morirse por ello. Se sentó a hojear el periódico mientras se calentaba la cena. Nunca guisaba cuando comía sola. Sentada a la mesa, advirtió que los kilos que había ganado últimamente le aconsejaban aflojar el pantalón. También le apretaba la blusa en las axilas. Se levantó y volvió dos minutos después en chanclas y bata. Vio que la comida estaba caliente y la llevó al cuarto de estar en una bandeja con el vaso y el periódico.

En las páginas centrales aparecía Judith Lennox, en una foto a la entrada del callejón Fleshmarket, probablemente hecha aquella tarde. Una foto de medio cuerpo; lucía una espesa melena rizada hasta los hombros y un pañuelo de vivos colores. Siobhan no podía decir qué actitud había pretendido adoptar, pero boca y ojos desprendían engreimiento. Se notaba que le encantaba la cámara y que estaba dispuesta a prestarse a la pose que le pidieran. Había otra foto, ésta sí en pose, de Ray Mangold, prepotente y con los brazos cruzados ante The Warlock.

Una imagen más pequeña mostraba las excavaciones arqueológicas de Holyrood, lugar del descubrimiento de varios esqueletos.

Y venía una entrevista con un miembro de Escocia Histórica que ironizaba sobre la hipótesis de Lennox a propósito de rituales satánicos en relación con los restos y el modo de enterramiento. Pero era un simple comentario en el último párrafo, dado que el artículo hacía hincapié en la pretensión de Lennox de que, al margen de que los esqueletos del callejón fuesen auténticos o no, era posible que estuvieran en la misma posición que los de Holyrood y que alguien hubiera intentado hacer un simulacro del histórico enterramiento. Siobhan lanzó un bufido y continuó cenando y hojeando el periódico, deteniéndose sobre todo en la página de los programas de televisión, pero era evidente que no había ninguno entretenido hasta la hora de acostarse, por lo que las alternativas eran música y un libro. Comprobó el contestador y vio que no había mensajes, puso a recargar el móvil y se trajo un libro y el edredón nórdico del dormitorio. Puso un compacto de John Martyn que le había prestado Rebus y pensó cómo pasaría él la velada; tal vez en el pub con Steve Holly, o a solas. Bueno, ella tendría una noche tranquila y así estaría más en forma por la mañana. Leería dos capítulos antes de atacar el helado.

La despertó el teléfono. Saltó del sofá y descolgó.

– Diga.

No te habré despertado… -dijo Rebus.

– ¿Qué hora es? -respondió ella tratando de verla en su reloj.

Las once y media. Lo siento si estabas en la cama.

– No. ¿Dónde es el fuego?

La verdad es que no es ningún fuego; simples rescoldos. Se trata del matrimonio cuya hija ha desaparecido.

– ¿Qué sucede?

Que requieren tu presencia.

– No entiendo -dijo ella pasándose la mano por el rostro.

Acaban de recogerlos en Leith.

– ¿Los han detenido?

Por abordar a las busconas. La madre estaba histérica y los llevaron a la comisaría de Leith a ver si se calmaba.

– ¿Y tú cómo te has enterado?

Porque llamaron aquí desde Leith preguntando por ti.

– ¿Todavía estás en Gayfield Square? -dijo ella frunciendo el ceño.

A esta hora se está muy tranquilo y puedo disponer de la mesa que quiera.

– Ya es hora de que te vayas a casa.

En realidad estaba a punto de hacerlo cuando llamaron -replicó él conteniendo la risa-. ¿Sabes a qué se dedica Tibbet? Tiene el ordenador lleno de horarios de tren.

– ¿O sea, que estás fisgando en las cosas de los demás?

Es mi modo de adaptarme al nuevo destino, Shiv. ¿Quieres que vaya a recogerte o nos vemos en Leith?

– ¿No te ibas a casa?

Lo de Leith parece más interesante.

– Pues allí nos vemos.

Siobhan colgó y fue a vestirse al cuarto de baño. El resto de la barra de helado se había derretido, pero la guardó en el congelador.


* * *

La comisaría de Leith estaba en Constitution Street, en un edificio de piedra sombrío y adusto como la misma zona. Leith, antaño próspero barrio portuario de Edimburgo, con personalidad propia, llevaba décadas en decadencia: crisis industrial, drogas y prostitución. Habían remodelado y adecentado algunas zonas, porque a los nuevos residentes no les gustaba el viejo y sucio Leith, y no obstante, a criterio de Siobhan, era una pena que aquel barrio perdiera su carácter; pero, claro, ella no tenía que vivir en él.

En Leith se permitía hacía años una «zona de tolerancia» para la prostitución. No es que la policía cerrara los ojos, pero hacía la vista gorda. Ahora aquello se había acabado, obligaban a las prostitutas a esparcirse y ello provocaba más casos de violencia contra ellas. Algunas, resignadas, regresaban a su coto particular, pero otras lo habían abandonado por Salamander Street y Leith Walk, que unía el barrio al centro de la ciudad. Siobhan se imaginaba lo que pretendían los Jardine, pero quería oírlo de su propia boca.

Rebus la esperaba en la zona de recepción. Tenía aspecto cansado, aunque era su aspecto habitual. Siobhan sabía que usaba el mismo traje toda la semana y lo llevaba el sábado a la tintorería. Hablaba con el oficial de guardia, pero cortó la conversación al verla y accionó el mecanismo de apertura de la puerta, sujetándolo para que entrara.

– No les han detenido -dijo-. Sólo les trajeron para hablar con ellos. Están ahí.

«Ahí» era el cuarto de interrogatorios número 1, pequeño y sin ventanas, con una mesa y dos sillas. John y Alice Jardine estaban sentados uno frente al otro con los brazos estirados agarrados de las manos. En la mesa había dos tazas vacías. Al abrirse la puerta, Alice se levantó de un salto y tumbó una de ellas.

– ¡No pueden tenernos aquí toda la noche! -exclamó. Pero al ver a Siobhan se quedó boquiabierta y la tensión de su rostro cedió, al tiempo que su esposo sonreía avergonzado y enderezaba la taza.

– Perdone que la hayamos hecho venir -dijo John Jardine-. Dimos su nombre pensando que nos dejarían marchar.

– John, me consta que no están detenidos. Ah, les presento al inspector Rebus.

El matrimonio le saludó con una inclinación de cabeza y Alice Jardine volvió a sentarse. Siobhan se acercó a la mesa y se cruzó de brazos.

– Me han dicho que han estado atemorizando a las honradas y tenaces trabajadoras de Leith.

– Sólo les hacíamos preguntas -replicó Alice.

– Lamentablemente, ellas no ganan dinero charlando -terció Rebus.

– Anoche estuvimos haciendo lo mismo en Glasgow -dijo John Jardine- y no hubo ningún problema.

Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada.

– ¿Hacen todo eso simplemente porque Ishbel se veía con alguien con pinta de chulo? -preguntó Siobhan-. Escúchenme una cosa. Las chicas de Leith pueden ser drogadictas, pero no les saca el dinero ningún chulo como los que se ven en las películas de Hollywood.

– Hay hombres mayores -dijo John Jardine- que engañan a chicas como Ishbel y las explotan. Lo publican constantemente los periódicos.

– Los periódicos que ustedes leen -replicó Rebus.

– Fue idea mía -añadió Alice Jardine-. Pensé que…

– ¿Por qué se irritó de ese modo? -preguntó Siobhan.

– Es que llevamos dos noches tratando de hablar con las prostitutas -dijo John Jardine.

Pero su mujer negó con la cabeza.

– Vamos a decírselo a Siobhan -le reprochó-. La última mujer con quien hablamos -prosiguió dirigiéndose a Siobhan- nos dijo que quizás Ishbel estaba en… No sé cómo dijo exactamente…

– En el triángulo púbico -añadió el marido.

Su esposa asintió despacio con la cabeza.

– Y cuando le preguntamos qué era eso se echó a reír y nos dijo que nos largásemos. Eso es lo que me sacó de mis casillas.

– Y en ese momento pasó un coche de policía -añadió el marido encogiéndose de hombros- y nos trajeron aquí. Perdone las molestias que le ocasionamos, Siobhan.

– No es molestia -replicó ella, sin creérselo del todo.

– El triángulo púbico -dijo Rebus, que tenía las manos en los bolsillos- es un tramo de Lothian Road con locales de destape y sex-shops.

Siobhan le dirigió una mirada preventiva, pero era demasiado tarde.

– Tal vez esté ahí -dijo Alice con voz temblorosa agarrándose al borde de la mesa como dispuesta a levantarse y marcharse.

– Pero vamos a ver -dijo Siobhan alzando la mano-. Una mujer les dice, seguramente en broma, que Ishbel «quizá» trabaja de bailarina de destape… ¿y usted se dispone a ir a ese tipo de locales?

– ¿Por qué no? -replicó Alice.

– Señora Jardine -explicó Rebus-, los dueños de esos locales no suelen hacer gala de muchos miramientos, ni son tampoco muy complacientes, y cuando ven husmear a alguien…

John Jardine asintió con la cabeza.

– Otra cosa sería -añadió Rebus- que esa mujer se hubiese referido a un local concreto…

– Siempre que no le estuviera tomando el pelo -comentó Siobhan.

– Hay un modo de averiguarlo -dijo Rebus provocando que Siobhan le mirara-. ¿Vamos en tu coche o en el mío?

Fueron en el de ella con los Jardine en el asiento de atrás. No habían recorrido mucho trecho cuando John Jardine les señaló el lugar en que habían visto a «la joven», apoyada en la pared de un antiguo almacén. Ya no había rastro de ella, aunque sí otra compañera paseando de arriba abajo encogida de frío.

– Esperaremos diez minutos -dijo Rebus-. No se ven muchos clientes y a lo mejor vuelve pronto.

Siobhan condujo por Seafield Road hasta la rotonda de Portobello, giró a la derecha hacia Inchview Terrace y de nuevo a la derecha en Craigentinny Avenue. Aquélla era una zona de calles residenciales tranquilas y en casi todas ellas sus moradores dormían, porque no se veían luces.

– Me gusta ir en coche a esta hora -dijo Rebus en tono familiar.

– Las calles cambian radicalmente cuando no hay tráfico, y se va mucho más tranquilo -dijo la señora Jardine.

– Y es más fácil localizar a los malhechores -añadió Rebus.

Tras su comentario se hizo silencio en el asiento de atrás hasta que entraron de nuevo en Leith.

– Ahí está -dijo John Jardine.

Delgada, con pelo moreno corto que el viento azotaba sobre sus ojos, la muchacha llevaba botas hasta las rodillas, minifalda negra y una cazadora texana abrochada. Tenía el rostro pálido, sin maquillaje, e incluso de lejos se advertían en sus piernas unas magulladuras.

– ¿La conoces? -preguntó Siobhan.

Rebus negó con la cabeza.

– Parece nueva en la plaza, no como esa otra -añadió refiriéndose a una mujer que acababan de rebasar-. Está a menos de seis metros y ni le habla.

Siobhan asintió con la cabeza. A falta de otra cosa, las chicas que hacían la calle solían ser solidarias entre sí, pero aquéllas no. Indicio de que la mayor consideraba que la nueva había invadido su territorio. Después de unos metros, Siobhan dio la vuelta en redondo y continuó despacio pegada al bordillo. Rebus bajó la ventanilla y la prostituta se acercó, recelosa al ver a tanta gente en el coche.

– Yo no hago grupos -dijo-. Dios, ustedes otra vez -añadió, tratando de alejarse al ver las caras del asiento de atrás.

Pero Rebus bajó y la agarró del brazo obligándola a darse la vuelta y mostrándole su carnet de policía.

– Departamento de Investigación Criminal -dijo-. ¿Cómo te llamas?

– Cheyanne. ¿Por qué? -respondió ella levantando la barbilla haciéndose la dura.

– Y ése es tu rollo, ¿no? -dijo Rebus poco convencido-. ¿Cuánto tiempo llevas en Edimburgo?

– Bastante.

– ¿Ese acento tuyo es de Brummie?

– ¿A usted qué le importa?

– Podría importarme. Para empezar habría que comprobar tu edad…

– ¡Tengo dieciocho años!

– Lo que implica -prosiguió Rebus, como si la chica no hubiera dicho nada- verificar tu certificado de nacimiento, lo que requiere hablar con tus padres. -Hizo una pausa-. A menos que nos ayudes. Ésos han perdido a su hija -añadió señalando al matrimonio dentro del coche-. Se fue de casa.

– Que tenga suerte -dijo la muchacha enfurruñada.

– Pero a sus padres les preocupa… quizá como te gustaría a ti que hicieran los tuyos. -Se calló para observar su reacción sin que se apercibiera; no parecía que se hubiera drogado, aunque tal vez fuese porque no había ganado lo suficiente para poder hacerlo-. Pero esta noche tienes la suerte -continuó- de poder ayudarles… suponiendo que eso que les dijiste del triángulo púbico no fuese un cuento.

– Yo sólo sé que han contratado a algunas.

– ¿Dónde en concreto?

– En The Nook. Lo sé porque fui a ver y… Me dijeron que era muy delgada.

Rebus se volvió hacia el asiento trasero del coche. Los Jardine habían bajado el cristal de la ventanilla.

– ¿Le enseñaron a Cheyanne la foto de Ishbel? -preguntó.

Alice Jardine asintió con la cabeza y él miró a la muchacha, que ya no prestaba atención y oteaba a derecha e izquierda por si aparecían clientes. La que estaba unos metros más allá fingía concentrarse en su trozo de asfalto.

– ¿La conocías? -preguntó Rebus.

– ¿A quién? -replicó ella sin mirar.

– A la chica de la foto.

Cheyanne negó con fuerza con la cabeza y se apartó el pelo de los ojos.

– Tu trabajo no es muy agradable, ¿eh? -comentó Rebus.

– De momento me vale -respondió ella metiendo las manos en los estrechos bolsillos de la cazadora.

– ¿No puedes decirnos nada más? ¿Algo que pueda ayudar a Ishbel?

La muchacha volvió a menear la cabeza sin dejar de mirar la calle, y dijo:

– Siento lo de antes. No sé qué me hizo echarme a reír… son cosas que pasan.

– ¡Cuídate! -gritó John Jardine desde el asiento de atrás. Su mujer sacó la foto por la ventanilla.

– Si la ves… -dijo ella con voz desmayada.

Cheyanne asintió con la cabeza y cogió la tarjeta de Rebus, quien volvió a subir al coche y cerró la portezuela. Siobhan puso el intermitente y levantó el pie del freno.

– ¿Dónde tienen aparcado el coche? -preguntó a los Jardine.

Le indicaron una calle al extremo opuesto, por lo que volvió a girar en redondo pasando por delante de Cheyanne. Ella ni les miró, al contrario que la otra mujer, que se le acercó para preguntarle qué había ocurrido.

– Tal vez sea el principio de una buena amistad -musitó Rebus cruzando los brazos.

Siobhan miraba por el retrovisor sin hacer caso.

– Allí no se les ocurra ir, ¿entendido? -dijo.

No hubo respuesta.

– Lo mejor será que vayamos el inspector Rebus y yo. Si al inspector le parece bien.

– ¿Yo, ir a un club de striptease? -replicó Rebus haciendo pucheros-. Bueno, sargento Clarke, si lo cree necesario…

– Pues iremos mañana -dijo Siobhan-. Antes de que abran -añadió, mirándole y sonriendo.

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