QUINTO DÍA: VIERNES

Capítulo 15

Siobhan lo oyó por primera vez en el noticiario de la mañana.

Muesli con leche desnatada, café y zumo polivitamínico. Desayunaba siempre en la cocina, aquel día en bata, y si derramaba algo en la mesa no tenía importancia. A continuación una ducha y a vestirse. El pelo se le secaba en unos minutos y por eso lo llevaba siempre corto. Solía poner Radio Escocia de ruido de fondo, una cháchara que llenara el silencio. Pero oyó la palabra Banehall y subió el volumen. No había oído lo esencial, pero el estudio daba paso a una retransmisión:

«Pues sí, Catriona, la policía de Livingston está ahora mismo en el escenario del crimen, que está acordonado, naturalmente. En este momento entra en la casa un equipo forense con el uniforme blanco reglamentario, capucha y mascarilla. Es una casa de alquiler del Ayuntamiento, quizá de dos o tres dormitorios, con muros enlucidos en gris estilo rústico y ventanas todas ellas con cortina. El jardín delantero está abandonado y en él se aglomeran los curiosos. He logrado hablar con algún vecino y, por lo visto, la policía tenía ficha de la víctima, aunque falta saber si eso guarda relación con el caso…»

«Colin, ¿lo han identificado?»

«Oficialmente no, Catriona. Puedo decirte que era un hombre de la localidad de veintidós años, y que el homicidio ha sido bastante brutal. Pero ya te digo que habrá que aguardar a la conferencia de prensa para saber más detalles. Los agentes dicen que va a ser dentro de dos o tres horas.»

«Gracias, Colin… Más detalles sobre este suceso en nuestro noticiario de mediodía. Mientras tanto, les informamos de que una petición de Escocia Central ha sido cursada al Parlamento pidiendo el cierre del centro de detención de Whitemire situado en las afueras de Banehall…»

Siobhan descolgó el teléfono del cargador, pero no recordaba el número de la comisaría de Livingstone. De todos modos, ¿a quién conocía ella? Sólo al agente Davie Hynds, que llevaba allí un par de semanas; otra de las bajas de la reestructuración de St. Leonard. Fue al cuarto de baño y se miró el pelo en el espejo. Un poco de agua y un peine y ya estaba. No tenía tiempo para nada más. Decidido lo cual, entró en el dormitorio y abrió las puertas del armario.

Menos de una hora después estaba en Banehall. Pasó por delante de la antigua casa de los Jardine, que se habían mudado para no vivir tan cerca del violador de Tracy: Donny Cruikshank, cuya edad Siobhan calculaba en veintidós años.

Vio dos furgonetas de la policía en la calle anexa. Había más curiosos y un hombre, micrófono en mano, preguntaba a la gente; debía de ser el mismo reportero radiofónico que ella había oído. Flanqueaban la casa del centro, que era la que atraía la atención, otras dos, pero las tres tenían la puerta abierta. Vio a Steve Holly entrar en la de la derecha. Seguramente había sobornado a los propietarios para tener vista privilegiada pasando al jardín de atrás. Siobhan aparcó en doble fila y se acercó al agente uniformado que hacía guardia ante la cinta azul y blanca; le mostró el carnet y el hombre levantó la cinta para darle paso.

– ¿Han identificado el cadáver?

– Probablemente es del hombre que vivía en la casa.

– ¿Ha llegado el patólogo?

– Aún no.

Siobhan asintió con la cabeza, empujó la cancela y cruzó el camino de entrada hacia el interior sin luz. Aspiró hondo unas cuantas veces y expulsó el aire despacio; quería entrar como si tal cosa, como una profesional. Era un vestíbulo angosto y la planta baja consistía en un cuarto de estar pequeño y una cocina también pequeña con puerta que daba al jardín de atrás. Una escalera empinada conducía al piso de arriba; en él había cuatro puertas abiertas. Una de ellas, la de un armario empotrado lleno de cajas de cartón, cobertores y sábanas. Había dos dormitorios: uno con una sola cama, sin deshacer, y otro más grande en la parte delantera de la casa lleno de gente: el equipo de la científica examinando el escenario del crimen, fotógrafos y un médico hablando con un policía, que fue quien detectó su presencia.

– ¿Qué se le ofrece?

– Soy la sargento Clarke -dijo ella enseñándole el carnet.

Hasta aquel momento había mirado el cadáver de reojo, pero sí, allí estaba, sobre la alfombra color bizcocho empapada de sangre, con el rostro contorsionado y la boca abierta como en un último esfuerzo por aspirar una bocanada de aire, y el cráneo rapado lleno de coágulos. El equipo de la policía científica peinaba las paredes con los detectores de salpicaduras para obtener una pauta distributiva con que obtener parámetros de la ferocidad y naturaleza de la agresión.

El policía le devolvió el carnet.

– No está en su demarcación, sargento Clarke. Soy el inspector Young, encargado de la investigación, y no recuerdo haber pedido refuerzos a Edimburgo.

Siobhan esgrimió su mejor sonrisa. El inspector Young era, como su nombre indicaba, más joven que ella y superior en jerarquía. Tenía un rostro firme sobre un cuerpo fuerte. Probablemente jugaba al rugby y tal vez fuese de origen campesino. Era pelirrojo con pestañas más claras y tenía unas venillas a ambos lados de la nariz. Si alguien le hubiera dicho a Siobhan que hacía poco que había salido de la escuela de la policía, probablemente lo habría creído.

– Es que pensé… -dijo no muy segura de sí misma, tratando de encontrar la frase justa y, al mirar a su alrededor, advirtió, pinchadas en la pared, fotos pornográficas de rubias con la boca y las piernas abiertas.

– ¿Pensó qué, sargento Clarke?

– Que podría ayudar.

– Bien, es muy amable, pero creo que no es necesario, si le parece bien.

– Es que resulta… -replicó bajando la mirada hacia el cadáver. Sintió como un puñetazo en el estómago, pero su expresión sólo reflejaba interés profesional- que sé quién es. Sé bastantes cosas sobre él.

– Bueno, nosotros sabemos también quién es. Gracias de nuevo…

Claro que sabían quién era; por la fama y aquel rostro con cicatrices. Era Donny Cruikshank muerto en el suelo de su dormitorio.

– Pero yo sé cosas que ustedes no saben -insistió ella.

Young entornó los ojos y Siobhan comprendió que se lo había ganado.


* * *

– Hay mucha más pornografía ahí -dijo uno del equipo de la policía científica.

Se refería al cuarto de estar, donde habían encontrado un montón de DVD y vídeos en el suelo junto al televisor. Había igualmente un ordenador ante el cual estaba sentado otro agente manipulando el ratón. Buena labor tenía por delante.

– No olvides que es un trabajo -le advirtió Young.

Para estar a solas, llevó a Siobhan a la cocina.

– Por cierto, me llamo Les -dijo con actitud más amable ahora, al saber que ella tenía más información.

– Y yo Siobhan -repuso ella.

– Bien… -añadió él apoyándose en la encimera y cruzando los brazos-. ¿De qué conocía a Donald Cruikshank?

– Era un violador convicto en cuyo caso trabajé. La víctima se suicidó, era una joven de aquí cuyos padres siguen viviendo en Banehall. Hace unos días vinieron a verme porque otra hija suya se marchó de casa.

– Ah.

– Me dijeron que habían hablado de ello con alguien de Livingston -añadió Siobhan en tono neutro.

– ¿Y algo le hace pensar?

– ¿Qué?

Young se encogió de hombros.

– ¿Que esto tenga algo que ver? ¿Que haya alguna relación?

– Es lo que me pregunto y lo que me impulsó a venir.

– Si hace el favor de redactar un informe…

– Hoy mismo -contestó Siobhan asintiendo con la cabeza.

– Gracias. -Young se apartó de la encimera decidido a subir otra vez al piso, pero se detuvo en la puerta-. ¿Tiene trabajo en Edimburgo?

– No mucho.

– ¿Quién es su jefe?

– El inspector Macrae.

– Yo podría quizá hablar con él… por si puede cedérnosla unos días. -Hizo una pausa-. Suponiendo que esté usted de acuerdo.

– Encantada -dijo Siobhan, quien habría jurado que él salió al pasillo ruborizándose.

Volvió al cuarto de estar y casi tropezó con un recién llegado: el doctor Curt.

– Anda usted por todas partes, sargento Clarke -dijo el patólogo, mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie escuchaba-. ¿Alguna novedad en el callejón Fleshmarket?

– No mucho. Encontré a Judith Lennox.

Curt hizo una mueca.

– No le diría nada…

– Claro que no. Guardo su secreto. ¿Piensan volver a exhibir a Mag Lennox?

– Supongo que sí -contestó Curt apartándose para dejar paso a un agente de la científica-. Bueno, creo que será mejor… -añadió dirigiéndose a la escalera.

– No se preocupe, que no se le va a escapar.

Curt la miró.

– Siobhan, perdone que le diga, pero ese comentario dice mucho sobre usted.

– ¿Qué, por ejemplo?

– Que lleva demasiado tiempo con John Rebus -replicó el patólogo ascendiendo la escalera con su maletín de cuero negro.

Siobhan oyó cómo le crujían las rodillas al subir los peldaños.

– ¿Qué hay de interesante, sargento Clarke? -gritó alguien afuera.

Miró hacia el cordón y vio a Steve Holly saludándola con la libreta.

– Está un poco lejos de su demarcación, ¿no?

Siobhan musitó algo y cruzó el camino, abrió la cancela y pasó por debajo del cordón. Holly se pegó a su lado por el camino hacia el coche.

– Usted trabajó en el caso, ¿verdad? -dijo-. Me refiero al caso de violación. Recuerdo que le pregunté…

– Corte el rollo, Holly.

– Oiga, no voy a citarla en mi crónica… -Se había situado ya frente a ella andando hacia atrás para verle la cara-. Pero seguro que piensa lo mismo que yo… Lo mismo que muchos…

– ¿Y qué es lo que piensan? -replicó ella sin poder evitarlo.

– Que nos hemos librado de una basura. Quiero decir que quien lo haya hecho merece una medalla.

– Los bailarines de comparsa no se rebajan tanto como usted.

– Eso mismo dice su compañero Rebus.

– La gente genial tiene las mismas ideas.

– Vamos, no me…

No dijo más porque chocó con el coche de Siobhan y cayó al suelo. Ella subió al vehículo, lo puso en marcha antes de que él tuviera tiempo de levantarse, y mientras hacía marcha atrás hasta el fondo de la calle vio que el periodista se sacudía el polvo y miraba el bolígrafo aplastado.

No fue muy lejos; paró el coche después del cruce con la calle Mayor y no tardó en encontrar la casa de los Jardine, que la hicieron pasar.

– ¿Se han enterado? -preguntó ella.

Ellos asintieron con la cabeza sin pesar ni alegría.

– ¿Quién habrá sido? -preguntó la señora Jardine.

– Cualquiera -dijo el marido mirando a Siobhan-. A nadie le gustó que volviera a Banehall; ni a su propia familia.

Lo que explicaba por qué Cruikshank vivía solo en la casa.

– ¿Ha averiguado algo? -preguntó Alice Jardine tratando de coger las manos de Siobhan entre las suyas.

Era como si ya hubiese borrado de su mente el asesinato.

– Fuimos a ese club -contestó ella-, pero nadie conocía a Ishbel. ¿No han sabido nada de ella?

– Se lo habríamos dicho antes que a nadie -contestó John Jardine-. Ay, pero qué modales los nuestros. ¿Quiere tomar un té?

– La verdad, no tengo tiempo. -Siobhan guardó silencio un instante-. Lo que sí querría…

– ¿El qué?

– Una muestra de la escritura de Ishbel.

– ¿Para qué? -inquirió Alice Jardine abriendo mucho los ojos.

– Para nada en concreto… Puedo pasar más tarde.

– Veré qué encuentro -dijo John Jardine yendo hacia la escalera y dejándolas solas.

Siobhan metió las manos en los bolsillos para evitar que Alice se las apresara.

– Cree que no la encontraremos, ¿verdad?

– Ella misma se dejará encontrar… cuando quiera -dijo Siobhan.

– ¿Qué cree que le habrá pasado?

– ¿Y usted?

– Pienso lo peor -contestó Alice Jardine, restregándose las manos como si quisiera limpiarse algo.

– Tendremos que interrogarles -añadió Siobhan en voz baja-, y les harán preguntas sobre Cruikshank y su muerte.

– Sí, claro.

– Y también les harán preguntas sobre Ishbel.

– Dios mío, no pensarán… -exclamó la mujer.

– Forma parte de la investigación.

– ¿Nos interrogará usted, Siobhan?

Ella negó con la cabeza.

– No, porque tengo relación con el caso. Lo hará un policía llamado Young. Es buena persona.

– Bien, si usted lo dice…

El marido regresó.

– No hay mucho, la verdad.

Le tendió una agenda de direcciones con nombres y números de teléfono, anotados casi todos con rotulador verde. En la guarda, Ishbel había escrito su nombre y dirección.

– Me servirá -dijo Siobhan-. Se lo devolveré cuando acabe.

Alice Jardine cogió a su marido por el codo.

– Dice Siobhan que la policía hablará con nosotros… sobre él -añadió, incapaz de mencionar el nombre.

– ¿Ah, sí? -preguntó él, volviéndose hacia Siobhan.

– Es algo rutinario para reconstruir la vida de la víctima -dijo ella.

– Ya, comprendo -comentó el hombre no muy convencido-. Pero no será… No pensarán que Ishbel tiene algo que ver.

– ¡No seas idiota, John! -espetó su esposa entre dientes-. ¡Ishbel es incapaz de una cosa así!

Tal vez no, pensó Siobhan, pero no era Ishbel el único miembro de la familia que se consideraría sospechoso.

Volvieron a ofrecerle un té y ella rehusó cortésmente, logrando cruzar la puerta y subir al coche. Al arrancar miró por el retrovisor y vio a Steve Holly andando por la acera mirando el número de las casas. Pensó un instante en parar el coche y regresar para prevenirles, pero esa iniciativa despertaría aún más curiosidad en el periodista. Los Jardine tendrían que arreglárselas solos. Enfiló High Street y paró delante de la peluquería. En el interior olía a permanente y fijador; había dos clientas bajo sendos secadores, con revistas en el regazo, que sostenían una conversación a voz en grito para entenderse entre el ruido de los aparatos.

– … mira, que tengan suerte investigando.

– Desde luego, no es una pérdida que haya que lamentar.

– Usted por aquí, sargento Clarke -dijo la voz de Angie aún más alto.

Las clientas captaron la intención y fijaron la vista en Siobhan.

– ¿Qué se le ofrece? -añadió Angie.

– Quiero hablar con Susie -dijo Siobhan sonriendo a la ayudanta.

– ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo? -protestó Susie, que llevaba una taza de café de sobre a una de las clientas.

– Nada -dijo Siobhan-. A menos que hayas asesinado a Donny Cruikshank, claro.

Las cuatro mujeres la miraron horrorizadas. Siobhan alzó las manos.

– Lo siento -dijo.

– Sospechosos no faltarán -dijo Angie encendiendo un cigarrillo.

Llevaba las uñas pintadas de azul con puntitos amarillos como estrellas.

– ¿Puede decirme los primeros de su lista? -preguntó Siobhan con indiferencia.

– No tiene más que mirar a su alrededor, querida -replicó Angie expulsando humo hacia el techo.

Susie llevaba a la otra clienta un vaso de agua.

– Matar a alguien es para pensárselo -dijo.

Angie asintió con la cabeza.

– Es como si un ángel nos hubiese oído y decidiera hacer lo que era necesario.

– ¿Un ángel vengador? -añadió Siobhan.

– Lea la Biblia, querida. No todo eran plumas y halos. -Las clientas sonrieron ante el comentario-. ¿Quiere que le ayudemos a meter en la cárcel a quien lo hizo? Pues necesitará más paciencia que Job.

– Parece conocer bien la Biblia, lo que significa que también sabrá que el asesinato es un pecado contra Dios.

– De Dios dependerá, supongo -replicó Angie acercándose más a ella-. Usted es amiga de los Jardine; lo sé porque me lo han dicho. Así que, dígamelo sin tapujos…

– ¿Qué le diga, qué?

– Que no se alegra de que haya muerto ese cabrón.

– No me alegro -respondió ella mirando a los ojos a la peluquera.

– Pues, entonces, no es un ángel sino una santa -replicó Angie quitando el casco a una dienta para comprobar cómo estaba el pelo.

Siobhan aprovechó para hablar con Susie.

– Sólo quería tener tus datos.

– ¿Mis datos?

– Tus estadísticas vitales, Susie -dijo Angie rompiendo a reír con las dos clientas.

Siobhan forzó una sonrisa.

– Tu nombre y apellidos, la dirección y el número de teléfono. Por si tengo que hacer un informe.

– Ah, claro -dijo Susie.

Aturdida, se acercó a la caja, cogió un bloc y comenzó a escribir. Arrancó la hoja y se la dio a Siobhan. Había anotado los datos en letras mayúsculas, pero no importaba: era el modo en que estaban escritos casi todos los graffiti del lavabo de mujeres del Bane.

– Gracias, Susie -dijo guardándose la hoja en el bolsillo junto a la agenda de Ishbel.


* * *

Esta vez había más clientes en The Bane. Se apartaron para hacerle sitio en la barra, y el camarero, al reconocerla, inclinó la cabeza con un gesto que podía ser saludo o disculpa por el comportamiento de Cruikshank la vez anterior.

Pidió un refresco.

– Paga la casa -dijo él.

– Sí, sí, Malky últimamente está muy rumboso -comentó uno de los clientes.

Siobhan no hizo caso.

– Generalmente no me invitan a tomar algo hasta después de identificarme como policía -dijo enseñándole el carnet al de la barra.

– Qué planchazo, Malky -dijo otro cliente-. Vendrá por lo del joven Donny.

Siobhan se volvió hacia el que hablaba. Era un hombre de sesenta y tantos años cumplidos con gorra sobre un cráneo calvo, con una pipa en la mano y un perro dormido a sus pies.

– Eso es -dijo.

– Ese chico era un gilipollas, como es sabido… pero no por eso merecía morir.

– ¿No?

El hombre negó con la cabeza.

– En estos tiempos, las chicas a la mínima gritan violación. -Alzó una mano para contrarrestar las protestas del camarero-. No, Malky, lo que quiero decir es que… las chicas en cuanto beben se buscan líos. Mira cómo van vestidas paseando de arriba abajo por High Street. Hace cincuenta años las mujeres iban un poco tapadas… y no se leían cada día en los periódicos agresiones deshonestas.

– Ya está liada -exclamó otro.

– Las cosas han cambiado… -prosiguió el primer cliente casi encantado de los gruñidos que suscitó a su alrededor.

Siobhan comprendió que era un tema habitual, sin guión fijo pero previsible. Miró a Malky y el camarero meneó la cabeza para darle a entender que no merecía la pena replicar porque sería hacerle un favor al cliente. Se disculpó y se dirigió a los servicios. Dentro del cubículo, se sentó y puso la agenda de Ishbel y la nota de Susie en su regazo para comparar la escritura con los mensajes de las paredes. No había ninguno nuevo desde la última vez. Estaba segura de que el «Donny pervertido» era obra de Susie y el «Muerte a Cruick», de Ishbel, pero había más amanuenses. Pensó en Angie e incluso en las mujeres de los secadores.

«Juramento de sangre…»

«Donny Cruikshank vas a morir.»

Ni Ishbel ni Susie habían escrito esos dos, pero eran obra de alguien.

La solidaridad de la peluquería.

Un pueblo lleno de sospechosos.

Hojeando la agenda advirtió que en la letra C había una dirección que le resultaba conocida: Prisión Barlinnie, ala E, la galería de los delincuentes sexuales. Escrita por Ishbel, y en la C de Cruikshank. Hojeó las demás letras, pero no encontró nada más.

De todos modos, ¿significaba eso que Ishbel había escrito a Cruickshank? ¿Había entre ellos una relación que ella ignoraba? Dudaba mucho que los padres lo supieran, porque les habría horrorizado. Volvió de nuevo a la barra, alzó el vaso y clavó la mirada en los ojos de Malky, el camarero.

– ¿Viven todavía en el pueblo los padres de Donny Cruikshank?

– Su padre viene al pub -dijo uno de los clientes-. Eck Cruikshank es un buen hombre. Estuvo a punto de morir cuando Donny fue a la cárcel.

– Pero Donny no vivía con él -replicó Siobhan.

– Después de salir de la cárcel, no -dijo el hombre.

– La madre no le habría dejado entrar en casa -terció Malky.

Y acto seguido todo el bar se puso a hablar de los Cruikshank sin preocuparse de que hubiera alguien de la policía.

– Donny era tremendo…

– Salió con mi hija un par de meses y no mataría ni una mosca…

– El padre trabaja en una tienda de maquinaria de Falkirk…

– No merecía ese final…

– Nadie lo merece…

Siobhan permaneció escuchando y dando sorbos a la bebida, añadiendo algún comentario o haciendo preguntas. Cuando apuró el vaso, un par de clientes quisieron invitarla pero ella rehusó con la cabeza.

– Pago yo la ronda -dijo buscando dinero en el bolso.

– A mí no me invita una mujer -protestó uno de ellos, pero no rechazó la cerveza que el camarero le puso delante.

Siobhan guardó el cambio.

– ¿Y desde que salió de la cárcel -preguntó como quien no quiere la cosa- se le veía con sus amigos de antes?

Los hombres guardaron silencio y comprendió que se le había notado la intención.

– Vendrán a hacerles las mismas preguntas, ¿saben? -añadió con una sonrisa.

– Pero no estamos obligados a contestar -dijo muy serio Malky-. Porque se habla a tontas y a locas y luego…

Los clientes asintieron con la cabeza.

– Es una investigación por homicidio -dijo Siobhan.

Su comentario sembró en el local un silencio frío de aquiescencia.

– Tal vez, pero no somos soplones.

– Nadie les pide que lo sean.

Un cliente apartó la cerveza en el mostrador hacia Malky.

– Yo me pago lo mío -dijo.

El que estaba a su lado le imitó.

Se abrió la puerta, dando paso a dos policías de uniforme, uno de ellos con una carpeta.

– ¿Se han enterado de la defunción? -preguntó.

Defunción: bonito eufemismo, pero también era cierto, porque no sería homicidio hasta que los patólogos hicieran el dictamen. Siobhan decidió marcharse. El de la carpeta le dijo que tenía que anotar sus datos, pero ella le enseñó el carnet.

Afuera oyó un bocinazo. Era Les Young, que detuvo el coche, la saludó con la mano y bajó el cristal de la ventanilla al verla acercarse.

– ¿Ha solucionado el caso el sabueso de Edimburgo? -preguntó.

Siobhan hizo caso omiso del comentario y le puso al corriente de sus visitas a los Jardine, a la peluquería y al pub.

– Ah, entonces no es que sea bebedora empedernida -comentó él mirando hacia la puerta de The Bane. Como ella no replicó, Young pensó que mejor era dejarse de bromas-. Buen trabajo -añadió-. Haremos que estudien los estilos de escritura para ver qué otros enemigos podía tener Donny Cruikshank.

– Tampoco le faltan defensores -replicó Siobhan-. Hombres que piensan que no habría debido ir a la cárcel.

– Tal vez tengan razón… No es que crea que fuese inocente -añadió al ver su expresión-. Lo digo porque a los violadores que van a la cárcel los alojan aparte por su propia seguridad.

– Y los únicos con quienes se juntan son violadores -aventuró Siobhan-. ¿Cree que puede haberle matado uno de ellos?

Young se encogió de hombros.

– Ya ha visto la cantidad de pornografía que tenía en casa, cosas pirateadas, compactos…

– ¿Y qué?

– Que con su ordenador no los hacía porque no disponía de los programas ni de la configuración. Tiene que haberlos sacado de otro sitio.

– ¿Compra por correo o sex-shops?

– Posiblemente -contestó Young mordiéndose el labio inferior.

Siobhan dudó antes de hablar.

– Hay algo más.

– ¿El qué?

– La agenda de direcciones de Ishbel Jardine. Parece ser que escribió a Cruikshank cuando estaba en la cárcel.

– Lo sé.

– ¿Ah, sí?

– Encontramos las cartas en un cajón del dormitorio de Cruikshank.

– ¿Qué decía en ellas?

Young estiró el brazo hasta el asiento del pasajero.

– Écheles un vistazo si quiere.

Eran dos hojas, cada una con un sobre, metidas en bolsas de plástico para presentación de pruebas. Ishbel había escrito en letras mayúsculas:


CUANDO VIOLASTE A MI HERMANA

PODÍAS HABERME MATADO DE PASO…

POR TU CULPA MI VIDA ES UNA PENA…


– Comprenderá por qué estamos deseando hablar con ella -comentó Young.

Siobhan asintió con la cabeza. Creía saber por qué Ishbel había escrito aquello: para que Cruikshank se sintiera culpable. Pero ¿por qué las había guardado? ¿Para recrearse? ¿Alimentaba su ego la indignación de ella?

– ¿Cómo no las interceptaría el censor de la cárcel? -preguntó.

– Lo mismo he pensado yo.

– ¿Ha llamado a Barlinnie? -preguntó ella mirándole.

– Y hablé con el censor. Me dijo que permitió que se las entregaran pensando que servirían para que Cruikshank se enfrentara a su culpa.

– ¿Y sirvieron?

Young se encogió de hombros.

– ¿Y Cruikshank le contestó?

– El censor dijo que no.

– Pero guardaba las cartas…

– Tal vez pensaba tomarle el pelo con ellas. -Young hizo una pausa-. Y quizá ella se lo tomó muy en serio…

– Yo no creo que sea una asesina -dijo Siobhan.

– El problema es que no podemos interrogarla. Su máxima prioridad será encontrarla, Siobhan.

– Sí, señor.

– Entretanto vamos a montar un cuarto de homicidios.

– ¿Dónde?

– Parece ser que nos ceden un lugar en la biblioteca -dijo señalando con la cabeza hacia el fondo de la calle-. Al lado de la escuela primaria. Puede ayudarnos si quiere.

– Antes voy a decirle a mi jefe dónde estoy.

– Hágalo -dijo Young cogiendo el móvil-. Yo le diré que la hemos fichado.

Capítulo 16

Rebus y Ellen Wylie volvieron a Whitemire.

Disponían de un intérprete de la comunidad kurda de Glasgow, una mujer pequeña y animosa que hablaba con acento de la costa oeste y vestía prendas muy llamativas con joyas de oro. A Rebus le parecía una de esas quirománticas que leen la palma de la mano en un carromato. Pero ahora estaba en la cantina con la señora Yurgii, con ellos dos y Alan Traynor, quien, aunque Rebus le había dicho que no hacía falta que les acompañase, había insistido en asistir a la entrevista, sentándose un poco aparte cruzado de brazos. Sólo quedaba en el local el personal de limpieza y de cocina, por lo que a ratos se oía un ruido de cacerolas que sobresaltaba a la señora Yurgii, que llevaba un pañuelo enrollado en los dedos de la mano derecha y había dejado a los niños en la habitación al cuidado de alguien.

Ellen Wylie, que se había encargado de encontrar a la intérprete, era quien efectuaba el interrogatorio.

– Pregúntele si tuvo alguna noticia de su marido o si intentó ponerse en contacto con él.

La mujer tradujo la pregunta y dio a su vez la respuesta en inglés.

– ¿Cómo es posible? No sabía dónde estaba.

– A los internos se les permite hacer llamadas al exterior -terció Traynor-. Hay un teléfono de pago que pueden utilizar.

– Si tienen dinero -replicó la intérprete.

– ¿No intentó él ponerse en contacto con ella? -insistió Wylie.

– Es posible que tuviera noticias por boca de quienes salen -contestó la intérprete sin hacer la pregunta a la viuda.

– ¿A qué se refiere?

– Supongo que hay gente que sale de aquí -replicó ella mirando furiosa a Traynor.

– La mayoría vuelven deportados a su país -dijo éste.

– Y no se sabe más -replicó la mujer.

– En realidad -interrumpió Rebus-, hay algunos que salen si les avalan, ¿no es cierto, señor Traynor?

– Exacto. Si alguien les avala…

– Y así es como Stef Yurgii pudo haber tenido noticias de su familia: por gente que hubiese salido de aquí con un aval.

Traynor hizo un gesto escéptico.

– ¿Tiene alguna lista? -preguntó Rebus.

– ¿Una lista?

– De la gente que ha salido avalada.

– Sí, claro.

– ¿Y de su actual dirección?

Traynor asintió con la cabeza.

– Entonces, sería fácil saber cuántos hay en Edimburgo y quizás en Knoxland.

– Creo que no entiende usted el sistema, inspector. ¿Cuánta gente de Knoxland cree usted que se haría cargo de un solicitante de asilo? Admito que no conozco el barrio, pero por lo que he leído en los periódicos…

– Tiene razón -dijo Rebus-. Pero de todos modos, ¿podría enseñarme la lista?

– Es confidencial.

– No necesito verla completa; sólo los nombres de los que residen en Edimburgo.

– ¿Y sólo de los kurdos? -preguntó Traynor.

– Pues sí.

– Bien, creo que será posible -respondió Traynor sin gran entusiasmo.

– ¿Podría hacerlo ahora mientras hablamos con la señora Yurgii?

– Lo haré más tarde.

– O podría decir a alguien de la oficina…

– Más tarde, inspector -añadió Traynor en tono más firme.

La señora Yurgii dijo algo y la intérprete asintió con la cabeza.

– Stef no podía volver a su país porque estaba amenazado de muerte. Era un periodista defensor de los derechos humanos -dijo la intérprete frunciendo el ceño-. Creo que es exactamente eso. -Volvió a consultar con la viuda, quien asintió con la cabeza-. Sí, él escribía artículos sobre la corrupción estatal y sobre campañas contra los kurdos. Ella me ha dicho que era un héroe, y yo la creo.

La intérprete se reclinó en la silla como desafiándoles a que le llevaran la contraria.

Ellen Wylie se inclinó hacia delante.

– ¿Había alguien afuera que él… conociese? ¿Alguien a quien poder recurrir?

La intérprete planteó la pregunta y la viuda contestó.

– No conocía a nadie en Escocia. Ellos no querían marcharse de Sighthill porque comenzaba a irles bien; los niños iban al colegio y habían hecho amigos. Pero un día les metieron en una furgoneta de la policía y les trajeron aquí en plena noche. Les causó terror.

Wylie tocó a la intérprete en el brazo.

– No sé cómo plantear esta pregunta… Tal vez usted pueda ayudarme. -Hizo una pausa-. Estamos seguros de que él tenía afuera al menos una «amistad».

La intérprete tardó un instante en comprender.

– ¿Se refiere a una mujer?

Wylie asintió despacio con la cabeza.

– Tenemos que encontrarla -dijo.

– ¿Cómo puede ayudarles la viuda?

– No lo sé…

– Pregúntele qué idiomas hablaba su marido -dijo Rebus.

La intérprete le miró mientras lo decía y contestó:

– Hablaba un poco de inglés y de francés. Francés mejor que inglés.

– ¿La amiga habla francés? -dijo Wylie mirándole también.

– Es posible. Señor Traynor, ¿hay aquí alguien que hable francés?

– A veces hay alguno.

– ¿De qué países son?

– Casi todos de África.

– ¿Cree que habrá salido alguno de ellos con un aval?

– ¿Quiere que lo compruebe?

– Si no es mucha molestia -dijo Rebus con una especie de sonrisa.

Traynor lanzó un suspiro. La intérprete volvió a hablar y la viuda contestó rompiendo a llorar y ocultando el rostro en el pañuelo.

– ¿Qué le ha dicho? -preguntó Wylie.

– Le he preguntado si su marido le era fiel.

La señora Yurgii dijo algo y la intérprete le pasó el brazo por los hombros.

– Y ya ha respondido.

– ¿Qué?

– Hasta la muerte -añadió la intérprete.

Rompió el silencio un fuerte chasquido del walkie-talkie de Traynor, que se lo llevó al oído.

– Adelante -dijo, y escuchó lo que le decían-. Dios mío… Voy ahora mismo.

Se levantó y los dejó sin decir palabra. Rebus y Wylie intercambiaron una mirada y él se puso en pie decidido a seguirle.

No era fácil darle alcance porque iba muy deprisa, casi corriendo. Cruzó un pasillo y luego otro a la izquierda, al final del cual abrió una puerta que daba a otro pasillo corto que desembocaba en la salida de incendios. Había tres cuartos pequeños: celdas de aislamiento. En una de ellas alguien golpeaba la puerta por dentro. Eran golpes, puntapiés y gritos en un idioma que Rebus no conocía. Pero no era eso lo que suscitaba el interés de Traynor, que entró en otra celda cuya puerta mantenía abierta un guardián. Dentro había más vigilantes en cuclillas en torno a un cuerpo casi esquelético tendido boca abajo y en calzoncillos. El resto de la ropa formaba una especie de lazo que aún tenía atado al cuello; su rostro estaba congestionado e hinchado, con la lengua fuera.

– ¡Hay que comprobar cada diez minutos! -exclamó Traynor enfurecido.

– Lo hemos hecho -afirmó un vigilante.

– Más le vale -dijo Traynor alzando la mirada y, al ver que Rebus estaba en la puerta, vociferó-: Llévenselo de aquí.

El guardián más cercano comenzó a empujarle hacia el pasillo mientras él alzaba las manos.

– Tranquilo, amigo, ya me voy -replicó Rebus retrocediendo casi cuerpo a cuerpo con el vigilante-. Vigilancia de suicidio, ¿eh? Pues parece que el vecino va a ser el próximo, a juzgar por el jaleo que está organizando.

El guardián no dijo nada. Cerró la puerta y permaneció pegado a ella mirando por el cuadrado de cristal. Rebus volvió a alzar las manos, dio media vuelta y se alejó. Algo le decía que Traynor iba a posponer drásticamente su petición.

La entrevista en la cafetería estaba punto de concluir; Wylie estrechaba la mano de la intérprete que, a continuación, se dirigió con la viuda hacia la sección de familias.

– ¿Dónde era el incendio? -preguntó Wylie a Rebus.

– No era un incendio, sino un desgraciado que ha puesto fin a su vida.

– Caray…

– Vámonos -dijo él echando a andar hacia la salida.

– ¿Cómo lo hizo?

– Con una especie de torniquete con su ropa. No podía colgarse porque no había de dónde.

– Caray -repitió ella.

Cuando estuvieron afuera Rebus encendió un cigarrillo y Wylie abrió el Volvo. -No hemos aclarado nada, ¿verdad?

– Sabíamos que no iba a ser fácil, Ellen. La clave está en la amiga.

– Si no fue ella quien lo hizo -aventuró Wylie.

Rebus negó con la cabeza.

– Escuchando la llamada telefónica… se capta que ella sabía por qué sucedió, y el porqué conduce al quién.

– Eso es un poco metafísico dicho por usted.

Rebus se encogió de hombros y tiró la colilla al suelo.

– Yo soy un renacentista, Ellen.

– ¿Ah, sí? Pues explíquemelo, señor renacentista.

Al salir del centro de detención miró hacia el lugar donde acampaba Caro Quinn, a quien no habían visto al llegar, pero que ahora estaba de pie junto a la carretera bebiendo de un termo. Rebus pidió a Wylie que parase.

– Es un minuto -dijo bajándose.

– ¿Qué va a…?

Él cerró la portezuela sin dejar que terminara la pregunta, al tiempo que Quinn sonreía al reconocerle.

– Hola.

– Escuche -dijo él-, ¿tiene algún amigo periodista? ¿Alguien que se identifique con su activismo?

– Uno o dos -respondió ella entrecerrando los ojos.

– Bien, pues podría darles una noticia exclusiva: un detenido se ha suicidado -continuó Rebus, consciente nada más decirlo de que cometía un error.

«Podías haberlo planteado de otra manera, John», se dijo al ver que los ojos de Caro Quinn se llenaban de lágrimas.

– Lo siento -añadió, mientras advertía que Wylie les observaba por el retrovisor-. Pensé que podría sacarle partido… Habrá una investigación y cuanta mayor sea la presión de los medios, tanto peor para Whitemire…

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, está claro. Gracias por decírmelo -añadió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas y Wylie hacía sonar el claxon-. Su amiga le está esperando -dijo.

– ¿Se encuentra bien?

– No es nada -dijo ella restregándose el rostro con el dorso de una mano, mientras con la otra sostenía la taza, de la que se había derramado la mayor parte del té sin que se hubiera dado cuenta.

– ¿De verdad?

Ella asintió con la cabeza.

– Es que es algo tan… bestia…

– Lo sé -repuso él con voz queda-. Escuche… ¿tiene móvil? -Ella asintió-. Tiene mi número, ¿verdad? ¿Puede darme el suyo?

Quinn se lo dijo y Rebus lo anotó en la libreta.

– Le están esperando -advirtió ella.

Rebus asintió con la cabeza, echó a andar hacia el coche y le dijo adiós con la mano antes de subir.

– Toqué el claxon sin querer -mintió Wylie-. ¿La conoce?

– Un poco -admitió Rebus-. Es pintora de retratos.

– Así que es cierto… -comentó Wylie poniendo la primera-. Es un hombre renacentista.

Rebus movió el retrovisor de su lado y observó la figura de Caro Quinn, que se alejaba a medida que el coche ganaba velocidad.

– ¿Y cómo la conoció?

– La conozco y basta, ¿de acuerdo?

– Perdone que lo pregunte. ¿Sus amigos rompen a llorar cuando los saluda?

Rebus la miró y siguieron en silencio durante un rato.

– ¿Quiere que pasemos por Banehall? -preguntó finalmente Wylie.

– ¿Para qué?

– No lo sé. A echar un vistazo -replicó ella.

En el viaje de ida habían hablado del asesinato.

– ¿Para ver qué?

A los agentes de la F, porque Livingston era la División F de la policía de Lothian y Borders, muy poco apreciada por parte de muchos del cuerpo en Edimburgo. Rebus concedió una sonrisa forzada.

– ¿Por qué no? -dijo.

– Pues vamos allá.

Sonó el móvil de Rebus. Pensó que a lo mejor era Caro Quinn y que quizás habría debido quedarse un poco más acompañándola. Pero era Siobhan.

Acabo de hablar con Gayfield -dijo ella.

– ¿Ah, sí?

El inspector jefe Macrae nos considera ausentes sin permiso.

– ¿Tú cómo lo justificas?

Estoy en Banehall.

– Qué gracia, dentro de dos minutos estaremos allí.

¿Estaréis?

– Ellen y yo. Venimos de Whitemire. ¿Sigues buscando a esa muchacha?

Bueno, ahora se han producido nuevos acontecimientos… ¿Te has enterado de que hay un muerto?

– Creía que era un tío.

El que violó a su hermana.

– Lo que cambia las cosas. ¿Y estás ayudando a los de la División F?

En cierto modo.

Rebus lanzó un bufido.

– Jim Macrae va a pensar que hay algo en Gayfield que no nos gusta.

No está muy entusiasmado con nosotros. Y me ha dicho que te dé otro recado.

– ¿Ah, sí?

De alguien más que se ha enamorado de ti…

Rebus pensó un instante.

– ¿Sigue buscándome ese cabrón de la linterna?

Y quiere presentar una reclamación oficial.

– Por Dios bendito… Le compraré una nueva.

Por lo visto es un artículo especial y vale más de cien libras.

– ¡Por ese precio puede comprarse una araña de cristal!

No la tomes conmigo, John.

El coche pasaba por delante del indicador del pueblo, que de BANEHALL se había convertido en BANEHELL.

– Qué gracioso -musitó Wylie, y añadió para Rebus-: Pregúntele dónde está.

– Ellen pregunta que dónde estás -dijo Rebus.

En la biblioteca hay una habitación que utilizamos como base de información del homicidio.

– Buena idea, así los de la F podrán recurrir a algún libro para orientarse. Enciclopedia del crimen, por ejemplo.

Wylie sonrió al oírlo, pero a Siobhan no pareció hacerle gracia.

John, aquí no vengas en ese plan.

– Era una broma, Shiv. Hasta luego.

Le dijo a Wylie qué camino seguir. El reducido aparcamiento de la biblioteca estaba lleno y había agentes uniformados que trasladaban ordenadores al edificio prefabricado de una sola planta. Rebus sostuvo la puerta abierta para que entrara uno y él lo hizo a continuación. Wylie permaneció afuera comprobando los mensajes del móvil. El cuarto que habían reservado para la investigación tenía cuatro por cinco metros y habían instalado en él dos mesas plegables con un par de sillas.

– Todo eso no cabrá -dijo Siobhan a uno de los agentes, que acababa de agacharse para depositar a sus pies una voluminosa pantalla.

– Son órdenes -dijo el uniformado casi sin aliento.

– ¿Qué desea?

Era una pregunta dirigida a Rebus por un joven con traje.

– Soy el inspector Rebus -contestó él.

Siobhan se acercó.

– John, te presento al inspector Young, encargado del caso.

Se dieron la mano.

– Llámame Les -dijo el joven, sin prestar ya demasiado interés al recién llegado y atendiendo a la organización del cuarto de homicidios.

– ¿Lester Young? -musitó Rebus-. ¿Como el músico de jazz?

– Leslie, como el pueblo de Fife.

– Pues buena suerte, Leslie -añadió Rebus.

Salió hacia la sala de lectura de la biblioteca seguido por Siobhan. Había algunos jubilados hojeando periódicos y revistas en torno a una gran mesa redonda y, en el rincón infantil, una madre sentada en una bolsa con relleno de bolitas de poliestireno, al parecer dormida, mientras su retoño con chupete sacaba libros de los anaqueles y los amontonaba en la moqueta. Rebus se acercó a las estanterías de historia.

– Así que Les -dijo en voz queda.

– Es buen chico -respondió Siobhan en igual tono.

– Eres rápida como psicóloga -comentó Rebus.

Cogió un libro que casi venía a decir que los escoceses eran los inventores del mundo moderno, por lo que miró a su alrededor para asegurarse de que no estaban en la sección de ficción.

– Bueno, ¿qué hay de lo de Ishbel Jardine?

– No he averiguado nada. Por eso ando por aquí.

– ¿Se han enterado los padres del asesinato?

– Sí.

– Lo celebrarán esta noche…

– Fui a verlos y no daban ninguna fiesta.

– ¿Y uno de ellos estaba empapado de sangre?

– No.

Rebus volvió a dejar el libro en su sitio al tiempo que la criatura del chupete lanzaba un alarido al desmoronarse la torre de libros.

– ¿Y los esqueletos?

– Callejón sin salida, como dirías tú. Alexis Cater dice que el principal sospechoso es un tipo que fue a la fiesta con una amiga suya, pero ella apenas le conocía ni está segura de cómo se llamaba. Barry o Gary, cree recordar.

– ¿Caso concluido, entonces? ¿Los huesos pueden descansar en paz?

Siobhan se encogió de hombros.

– ¿Y tú? ¿Algo nuevo en el caso del apuñalado?

– Continúan las indagaciones.

– Eso es lo que dijo hoy una fuente policial. ¿Estáis perdiendo el hilo?

– Yo no diría tanto. Pero vendría bien algún respiro.

– ¿No es lo que haces aquí, tomarte un respiro?

– No el que yo digo -replicó mirando a su alrededor-. ¿Son los de la F quienes se encargan de esto?

– Sospechosos no les faltarán.

– Desde luego. ¿Cómo lo mataron?

– Le golpearon con algo parecido a un martillo.

– ¿Dónde?

– En la cabeza.

– Quiero decir, en qué sitio de la casa.

– En su dormitorio.

– Entonces, ¿sería alguien conocido?

– Yo diría que sí.

– ¿Crees que Ishbel podría golpear con un martillo con fuerza suficiente para matar a alguien?

– No creo que fuera ella.

– A lo mejor tienes la suerte de poder preguntárselo -dijo Rebus dándole unas palmaditas en el brazo-. Pero estando encargados del caso los de la División F, tendrás que trabajar mucho más.

Afuera, Wylie terminó una llamada.

– ¿Hay algo dentro que merezca la pena verse? -preguntó.

Rebus negó con la cabeza.

– Pues volvamos a la base.

– Con otro pequeño desvío de camino -dijo Rebus.

– ¿Adónde?

– A la universidad.

Capítulo 17

Aparcaron en un espacio de pago de George Square y cruzaron el parque hacia la biblioteca de la universidad. Casi todos los edificios eran de los años sesenta y Rebus detestaba aquellos bloques de cemento color arena que habían sustituido a las casas del siglo dieciocho que antaño rodeaban la plaza. El acceso eran unas escalinatas traicioneras a merced de un viento que, por efecto túnel, podía tumbarte si te pillaba desprevenido. Ante la fachada caminaban estudiantes con libros y carpetas contra el pecho mientras otros charlaban en corrillos.

– Malditos estudiantes -fue el lacónico comentario de Wylie.

– ¿Tú no fuiste a la universidad, Ellen? -preguntó Rebus.

– Por eso sé lo que me digo.

Junto al teatro de George Square había un individuo vendiendo el Big Issue, y Rebus se acercó a él.

– ¿Qué tal, Jimmy?

– Bien, señor Rebus.

– ¿Sobrevivirás otro invierno?

– Se hará lo que se pueda.

Rebus le dio unas monedas, pero no quiso aceptar un ejemplar de la guía de empleos.

– ¿Alguna información para mí? -preguntó bajando la voz.

Jimmy le miró pensativo. Llevaba una gorra de béisbol vieja sobre el pelo gris largo y enmarañado y un jersey verde que le llegaba casi a las rodillas. A sus pies dormía un pastor escocés, o un cruce.

– No gran cosa -dijo finalmente con voz enronquecida por los vicios habituales.

– ¿Seguro?

– Ya sabe que soy todo ojos y oídos -contestó el hombre-. Ha bajado el precio de la hierba, por si le interesa.

– Ese mercado no -replicó Rebus sonriendo-. El precio de las drogas que a mí me gustan nunca deja de subir.

Jimmy soltó una carcajada que hizo que el perro abriera un ojo.

– Sí, señor Rebus, el tabaco y la priva son las drogas más perniciosas que existen.

– Cuídate -dijo Rebus alejándose, y añadió para Wylie, abriéndole una puerta-: Éste es el edificio.

– ¿Ya había estado aquí?

– Hay un departamento de lingüística al que tenemos que recurrir a veces para analizar voces.

En una garita de vidrio había un bedel sentado.

– Doctora Maybury -dijo Rebus.

– Aula dos doce.

– Gracias.

Fueron a los ascensores.

– ¿Conoce a todo el mundo en Edimburgo? -preguntó Wylie.

Él la miró.

– Antes se trabajaba así, Ellen -dijo cediéndole el paso en el ascensor y pulsando el botón de la segunda planta.

Llamó a la puerta 212 pero no contestaron. El cristal esmerilado de la ventana junto a la puerta impedía ver si había movimiento en el interior, por lo que Rebus probó en el siguiente despacho, donde le dijeron que encontraría a Maybury en el laboratorio de lingüística del sótano.

El laboratorio estaba al final de un pasillo en un cuarto con puerta de dos hojas. Había cuatro estudiantes en cabinas independientes con auriculares y micrófonos, repitiendo una serie de palabras: bread, mother, think, properly, lake, allegory, entertainment, interesting, impressive.

Alzaron la vista al entrar Rebus y Wylie. Sentada frente a ellos, una mujer ocupaba una mesa grande con una especie de teclado anexo y una voluminosa grabadora. Emitió un suspiro de impaciencia y apagó la grabadora.

– ¿Qué quieren? -espetó.

– Doctora Maybury, nos conocemos. Soy el inspector John Rebus.

– Sí, ya me acuerdo de aquellas llamadas telefónicas amenazadoras en las que quería identificar el acento.

Rebus asintió con la cabeza y presentó a Wylie.

– Lamento interrumpirle. ¿No podría dedicarnos unos minutos?

– Acabaré aquí a la hora en punto -dijo ella consultando el reloj-. ¿Por qué no me esperan en mi despacho? Hay un hervidor y material.

– Eso suena de maravilla.

Maybury sacó una llave del bolsillo y se la dio. Cuando salían ya estaba diciendo a los alumnos que se preparasen para la siguiente tanda de palabras.

– ¿Qué cree que era ese ejercicio? -preguntó Wylie en el ascensor de vuelta al segundo piso.

– Dios sabe.

– Bueno, me imagino que así los chicos no andan por la calle…

El despacho de la doctora Maybury era un revoltijo de libros y papeles, vídeos y cintas de casete, casi no se veía el ordenador enterrado entre montones de hojas. En una mesa para atender a los alumnos había pilas de libros de la biblioteca. Wylie vio el hervidor y lo enchufó, mientras Rebus salía para ir a los servicios, donde sacó el móvil y llamó a Caro Quinn.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó.

Muy bien -contestó ella-. He llamado a un periodista del Evening News y publicará un artículo en la edición de esta noche.

– ¿Qué ha ocurrido?

Ha habido mucho movimiento de coches… -Hizo una pausa-. ¿Es otro interrogatorio?

– Perdone que se lo haya parecido.

Un silencio.

¿Quiere venir más tarde? Al piso, me refiero.

– ¿Para qué?

Para que mi equipo de bien entrenados anarcosindicalistas inicie un cursillo de adoctrinamiento.

– Quieren provocarme, ¿eh?

Ella se echó a reír.

No acabo de entender qué es lo que le da cuerda.

– ¿Aparte de mi reloj, quiere decir? Tenga cuidado, Caro. Al fin y al cabo, soy el enemigo.

¿No dicen que es mejor conocer a tu enemigo?

– Qué gracia; eso mismo me dijeron hace poco. -Se calló un instante-. Podría invitarla a cenar.

¿Para afianzar su hegemonía masculina?

– No sé qué quiere decir, pero quizá debo admitir mi culpabilidad.

Quiere decir que pagamos a medias -replicó ella-. Venga al piso a las ocho.

– Hasta luego.

Rebus cortó la comunicación y casi de inmediato pensó en cómo iría ella a casa desde Whitemire. ¿Haría autostop? Estuvo casi a punto de volver a llamarla, pero se contuvo. No era una niña. Llevaba en aquel descampado meses y podía arreglárselas sola sin él. Y además le reprocharía que pretendiera afianzar su hegemonía masculina.

Volvió al despacho de Maybury, cogió la taza de café que Wylie le tendía y se sentaron cada uno en un extremo de la mesa.

– ¿Usted fue a la universidad, John? -preguntó ella.

– Nunca tuve el menor interés -respondió él-. Además, era un vago en el colegio.

– Yo la odiaba -añadió Wylie-. Nunca sabía qué decir. Me pasé el tiempo en aulas como ésta, un curso tras otro, sin abrir la boca para que nadie advirtiera que era burra.

– ¿Y eras muy burra?

Wylie sonrió.

– Lo gracioso es que mis compañeros pensaban que no abría la boca porque lo sabía todo.

Se abrió la puerta y entró la doctora Maybury. Musitó una disculpa al pasar entre la silla de Wylie y la pared y se sentó a la mesa. Era alta y parecía acomplejada de su delgadez. Tenía una melena morena ondulada recogida hacia atrás en una especia de cola de caballo y usaba gafas anticuadas como para ocultar la belleza clásica de sus rasgos.

– ¿Quiere un café, doctora? -preguntó Wylie.

– Ya he tomado demasiado -replicó Maybury con brusquedad, pero inmediatamente balbució una disculpa y le dio las gracias.

Rebus recordó que era su carácter: nerviosa y disculpándose siempre más de lo necesario.

– Lo siento -volvió a decir sin motivo aparente revolviendo unos papeles.

– ¿Qué es lo que hacía con esos niños? -preguntó Wylie.

– ¿Se refiere a la repetición de palabras? -dijo Maybury torciendo el gesto-. Es que llevo a cabo un estudio sobre la elisión.

Wylie levantó la mano como un alumno en clase.

– Usted y yo sabemos lo que es, doctora, pero ¿podría explicarlo al inspector Rebus?

– Creo que cuando entraron ustedes estábamos con la palabra properly. Mucha gente la pronuncia ahora omitiendo los sonidos centrales. Eso es la elisión.

Rebus no quiso preguntar cuál era el objeto de tal estudio y optó por tamborilear con los dedos en la mesa.

– Tenemos una grabación que nos gustaría que escuchara -dijo.

– ¿Otra llamada anónima?

– En cierto modo… Es una llamada al nueve nueve nueve y queremos determinar la nacionalidad.

Maybury se subió las gafas hasta el puente de la nariz y tendió la mano con la palma hacia arriba. Rebus se levantó y le dio la cinta, que ella introdujo en un cásete que había en el suelo, pulsando el botón de play.

– Es un poco angustiosa -le advirtió Rebus.

Ella asintió con la cabeza y escuchó toda la grabación.

– Inspector, mi especialidad son los acentos regionales -dijo tras unos instantes de silencio-. De las regiones del Reino Unido, y esta mujer no es nativa.

– Pero será nativa de algún país.

– De éste no.

– ¿Y no puede ayudarnos? ¿Ni siquiera darnos una orientación?

Maybury se llevó el dedo a la barbilla.

– Es africana; tal vez afrocaribeña.

– Es posible que hable algo de francés -dijo Rebus-. O que incluso sea su lengua materna.

– Una colega mía del departamento de francés podría decirlo con mayor precisión. Un momento, esperen. -Cuando sonreía era como si el cuarto se iluminara-. Hay una estudiante posgraduada que ha realizado algunos trabajos sobre influencias del francés en países africanos. Tal vez…

– Cualquier cosa que se le ocurra puede sernos útil -dijo Rebus.

– ¿Pueden dejarme la cinta?

Rebus asintió con la cabeza.

– Aunque es un tanto urgente -añadió.

– Es que no sé dónde estará ahora.

– Tal vez podría llamarla a casa -terció Wylie.

– Vive en el sur de Francia -replicó Maybury mirándola.

– Sí, claro, es un problema -comentó Rebus.

– No necesariamente. Puedo llamarla y que la escuche por teléfono.

Rebus sonrió.


* * *

– Elisión -dijo Rebus sin añadir ningún comentario.

Habían regresado a Torphichen Place y la comisaría estaba tranquila porque el desánimo se había apoderado del equipo de Knoxland. Si un caso no se resolvía en las primeras setenta y dos horas, todo comenzaba a desarrollarse a cámara lenta. Disipado el primer impulso de adrenalina, una vez realizado el puerta a puerta, todo contribuía a debilitar las ganas y la dedicación. Rebus tenía casos sin cerrar de hacía veinte años que le reconcomían porque él no podía olvidar por las buenas las horas de trabajo dedicadas, convencido como estaba de que habría bastado con una llamada telefónica -o un nombre- para solucionarlos. Era bien posible que se hubieran descartado los culpables, a pesar de haberles interrogado, o que ni siquiera hubieran localizado sospechosos. Entre las páginas dormidas del expediente del caso había sin duda alguna clave que se les escapaba y que nunca se descubriría.

– Elisión -repitió Wylie asintiendo con la cabeza-. Qué bien que se investigue sobre ese particular.

– Ya lo creo -añadió Rebus con un bufido-. ¿Estudiaste geografía, Ellen?

– En el colegio. ¿Lo considera más importante que la lingüística?

– Estaba pensando en Whitemire y las nacionalidades que alberga. Angola, Namibia, Albania… Sería incapaz de señalar esos países en el mapa.

– Yo también.

– Sin embargo, la mitad de esa gente tiene mejor formación que quienes los vigilan.

– ¿A cuento de qué lo dice?

Él la miró.

– ¿Por qué una conversación tiene que venir a cuento?

Ella lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza.

– ¿Habéis visto esto? -preguntó Shug Davidson delante de ellos con un ejemplar del periódico de la noche con un titular en primera página que decía: «UN AHORCADO EN WHITEMIRE».

– Más directo no puede ser -dijo Rebus cogiendo el periódico para leerlo.

– Me llamó Rory Allan, del Scotsman, y me pidió unas declaraciones para la edición de mañana. Está preparando una serie sobre el tema desde Whitemire hasta Knoxland y sus fases intermedias.

– Eso revolverá el asunto -dijo Rebus.

El artículo era muy flojo. Reproducían una crítica de Caro Quinn protestando por lo inhumano del centro de detención, con un ladillo sobre Knoxland y fotos de anteriores manifestaciones ante el edificio. En una de ellas, del día de la inauguración, entre la multitud enardecida y con pancartas, aparecía el rostro de Caro rodeado por un círculo.

– ¿Su amiga otra vez? -dijo Wylie leyendo por encima del hombro de Rebus.

– ¿Qué amiga? -preguntó Davidson suspicaz.

– Nada, señor -se apresuró a decir Wylie-. Es la mujer que acampa delante del centro.

Rebus había llegado al final del artículo, donde una llamada remitía a una columna de «comentarios» en otra página. Pasó hojas y leyó por encima el editorial: «es necesaria una investigación… basta de que los políticos cierren los ojos… intolerable situación para todos… atasco de casos… apelaciones…a raíz de esta tragedia el futuro de Whitemire pende de un hilo…».

– ¿Te importa que me lo quede? -preguntó pensando en que sería un aliciente para Caro.

– Son treinta y cinco peniques -dijo Davidson tendiendo la mano.

– ¡Por ese precio compro uno nuevo!

– Este ejemplar está tratado con el cariño de un solo propietario, John -replicó Davidson sin retirar la mano.

Rebus pagó pensando que al menos resultaba más barato que una caja de bombones. Aunque no creía que Caro Quinn fuera muy golosa… Pero ya estaba otra vez prejuzgando. Su profesión le había acostumbrado a prejuzgar al más drástico nivel: «ellos y nosotros». Bueno, quería comprobar cómo era ella en el fondo.

De momento sólo había invertido treinta y cinco peniques.


* * *

Siobhan volvió a The Bane, en esta ocasión en compañía de un fotógrafo de la policía y de Les Young.

– Bueno, un trago no nos vendrá mal -había comentado él con un suspiro, al ver que en tres de los cuatro ordenadores del cuarto de operaciones había problemas de configuración y que ninguno se adaptaba bien al sistema telefónico de la biblioteca.

Young pidió media jarra de Eighty-Shilling.

– ¿Lima con soda para la señorita? -aventuró Malky.

Siobhan asintió con la cabeza.

El fotógrafo, sentado a la mesa junto a los lavabos, ajustaba un objetivo a la cámara. Uno de los clientes se acercó a preguntarle por cuánto la vendía.

– Vuelve a tu asiento, Arthur. Son policías -dijo Malky.

Mientras Young pagaba, Siobhan dio un trago a la bebida. No dejó de mirar cómo Malky le devolvía el cambio.

– No es lo que se dice la reacción normal -comentó.

– ¿Qué reacción? -preguntó Young lamiéndose la espuma del labio superior.

– Pues que Malky sabe que somos del Departamento de Investigación Criminal y, aunque ha visto que traemos un fotógrafo, no ha preguntado el motivo.

El camarero respondió encogiéndose de hombros.

– Me tiene sin cuidado lo que hagan -farfulló, dándoles la espalda, poniéndose a frotar un grifo de los barriles de cerveza.

El fotógrafo, que concluía ya los preparativos, dijo:

– Sargento Clarke, sería mejor que entrara usted primero a ver si hay alguien.

– ¿Tú crees que aquí vienen muchas mujeres? -replicó ella sonriendo.

– De todos modos…

– ¿Hay alguien en el lavabo de mujeres? -preguntó Siobhan a Malky.

El camarero alzó de nuevo los hombros y ella se volvió hacia Young.

– ¿No ves? Ni siquiera le sorprende que entremos al váter a hacer fotos.

Dicho lo cual, fue hacia la puerta y la abrió.

– No hay nadie -comunicó al fotógrafo.

Pero al mirar en el interior del cubículo se encontró con que habían emborronado con rotulador las inscripciones dejándolas casi ilegibles. Siobhan lanzó una maldición entre dientes, dijo al fotógrafo que hiciera lo que pudiera y volvió resuelta a la barra.

– Buen trabajo, Malky -proclamó fríamente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Les Young.

– Aquí, Malky, que es muy listo. Me vio ir a los servicios las otras dos veces que estuve aquí, debió de intrigarle por qué lo hacía y decidió borrarlo todo lo mejor que pudo.

Malky, sin decir nada, se limitó a alzar levemente la barbilla como ufano de su hazaña.

– No nos quieres dar pistas, ¿eh, Malky? Piensas que Banehall se ha librado de Donny Cruikshank y enhorabuena a quien lo hiciera. ¿No es eso?

– Yo no he dicho nada.

– No hace falta; aún tienes los dedos manchados.

Malky se miró las marcas negruzcas.

– El caso es que la primera vez que entré aquí, Cruikshank y tú tuvisteis un enfrentamiento -añadió Siobhan.

– Fue por defenderla a usted -replicó el camarero.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Sí, pero después de marcharme yo, le echaste. ¿Había mala leche entre los dos? -añadió apoyando los codos en la barra y aupándose, inclinándose hacia él-. Quizá convendría que nos acompañases para un interrogatorio formal… ¿Qué cree, inspector Young?

– Me parece bien -contestó él dejando el vaso en la barra-. Serías el primer sospechoso oficial, Malky.

– Que les den.

– Aunque… -Siobhan hizo una pausa-. Puedes decirnos de quién son las inscripciones. Sé que algunas son de Ishbel y de Susie. ¿Y el resto?

– Lo siento. No voy mucho al lavabo de mujeres.

– Tal vez no, pero sabías lo de las pintadas -dijo Siobhan sonriendo de nuevo-. Así que alguna vez irás. ¿Quizá después de cerrar el bar?

– ¿Tú también eres un pervertido, Malky? -insistió Young-. ¿Por eso no te llevabas bien con Cruikshank? ¿Por cuestión de afinidades?

– ¡No diga gilipolleces! -replicó el camarero señalando con un dedo al rostro de Young.

– Me da la impresión -añadió Young sin hacer caso de la proximidad del dedo del camarero a su ojo izquierdo- de que todo cuadra. En un caso como éste basta establecer una relación… -Se irguió mirándole-. ¿Quieres acompañarnos ahora mismo o necesitas un minuto para cerrar el bar?

– Están de broma.

– Exacto, Malky -dijo Siobhan-. Mira cómo nos reímos.

Malky miró el rostro serio de uno y otro.

– Me imagino que eres un simple empleado -insistió Young-, así que será mejor que llames al dueño para decirle que te ausentas para ser interrogado por la policía.

Malky, que había retirado el dedo con el puño cerrado, lo dejó caer a su costado.

– Venga, hombre… -balbució como instándoles a no exagerar.

– Quiero recodarte -añadió Siobhan- que obstaculizar la investigación de un caso de homicidio es algo muy grave que a los jueces no les gustará nada.

– Dios, yo lo único que… -comenzó a decir, pero calló de repente.

Young lanzó un suspiro, sacó el móvil y marcó un número.

– ¿Pueden enviar una pareja de agentes uniformados a The Bane? Hay que detener a un sospechoso.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Malky alzando las manos en gesto conciliador-. Nos sentamos aquí y hablamos.

Young cerró el móvil.

– Ya veremos después de hablar -apostilló Siobhan.

El camarero miró a su alrededor para asegurarse de que los clientes habituales estaban servidos y después él mismo se sirvió un whisky. Levantó la escotilla del mostrador, salió y señaló con la cabeza la mesa donde había quedado la funda de la cámara.

En ese momento salió el fotógrafo de los servicios.

– He hecho lo que he podido -comentó.

– Gracias, Billy -dijo Les Young-. Entrégame copias hoy a última hora.

– Veré si es posible.

– Billy, es una cámara digital… No se tarda ni cinco minutos en hacer copias.

– Depende -contestó Billy.

Se colgó la bolsa al hombro, se despidió de todos con un movimiento de cabeza y se dirigió a la puerta. Young seguía cruzado de brazos atento al camarero, que había apurado el whisky de un trago.

– Tracy nos caía bien a todos -afirmó.

– Tracy Jardine -dijo Siobhan a Young-, a quien violó Cruikshank.

Malky asintió con la cabeza.

– Ya no volvió a ser la misma… y no me sorprendió que se suicidara.

– Y después Cruikshank volvió al pueblo -añadió Siobhan.

– Descarado como ninguno, como si fuese el amo de Banehall. Se pensaba que íbamos a tenerle miedo porque había estado un tiempo en la cárcel. Gilipollas… -Malky miró su vaso vacío-. ¿Quieren otra?

Young y Siobhan negaron con la cabeza y el camarero fue a la barra a servirse otro whisky.

– Éste es hoy el último -dijo.

– ¿Has tenido problemas con la bebida? -dijo Young en tono afable.

– Antes bebía bastante -admitió Malky-. Pero ahora lo controlo.

– Me alegra oírlo.

– Malky -intervino Siobhan-, sé que Ishbel y Susie escribieron cosas en el váter, pero ¿quién más?

Malky suspiró hondo.

– Creo que fue una amiga suya llamada Janine Harrison. La verdad es que era más amiga de Tracy, pero al morir ésta empezó a salir con Ishbel y Susie. -Se reclinó en el asiento y miró el vaso como deseando apurarlo al máximo-. Trabaja en Whitemire.

– ¿En qué?

– Es guardiana. -Mantuvo un segundo de silencio-. ¿Se han enterado de lo que ha pasado? Uno de los detenidos se ha ahorcado. Dios, si cierran ese centro…

– ¿Qué?

– El subsuelo de Banehall era puro carbón, pero ya no queda nada y ahora es Whitemire la única posibilidad de trabajo para la gente. La mitad del pueblo, los de coche nuevo y antena parabólica, tienen un empleo en Whitemire.

– De acuerdo. Tenemos a Janine Harrison. ¿Alguien más?

– Hay otra amiga de Susie bastante callada hasta que se le sube el alcohol…

– ¿Cómo se llama?

– Janet Eylot.

– ¿Y trabaja también en Whitemire?

El camarero asintió con la cabeza.

– Creo que es secretaria -explicó.

– ¿Janine y Janet viven en el pueblo?

Malky volvió a asentir con la cabeza.

– Bien -dijo Siobhan después de anotar los nombres-, no sé, inspector Young… -añadió mirando a Les Young-. ¿Qué le parece, cree necesario que nos llevemos a Malky para interrogarle?

– De momento no, sargento Clarke. Pero anote su apellido y dirección.

Malky se lo facilitó más contento que unas pascuas.

Capítulo 18

Fueron a Whitemire en el coche de Siobhan. Young dijo, admirado del interior:

– Tiene un toque deportivo.

– ¿Eso es bueno o malo?

– Creo que bueno.

Había una tienda de campaña plantada junto a la carretera de acceso y un equipo de televisión entrevistaba a la dueña en presencia de otros periodistas a la caza de declaraciones. El guardián de la puerta les dijo que dentro había «todavía más circo».

– No se preocupe, hemos traído los leotardos.

Otro vigilante uniformado, que los esperaba en el aparcamiento, los saludó con frialdad.

– Ya sé que no es el día más apropiado -empezó Young-, pero estamos investigando un caso de homicidio y comprenderá que no podemos esperar.

– ¿A quién quieren ver?

– A dos empleadas: Janine Harrison y Janet Eylot.

– Janet se ha ido a casa -informó el vigilante-. Se sintió mal al enterarse de la noticia… del suicidio -añadió al ver que Siobhan enarcaba una ceja.

– ¿Y Janine Harrison? -preguntó ella.

– Janine trabaja en la unidad de familias y creo que está de servicio hasta las siete.

– Hablaremos con ella -dijo Siobhan-. Y podría darnos la dirección de Janet.

No había nadie en los pasillos ni en las zonas comunes. Siobhan imaginó que mantenían a los detenidos en sus celdas hasta que las cosas se calmaran. Por algunas puertas entreabiertas vio a gente reunida: hombres trajeados con cara seria y mujeres con blusa blanca, gafas de media luna y collar de perlas.

El mundo oficial.

El guardián les condujo a una oficina diáfana y llamó por el sistema de comunicación interior a la funcionaría Harrison. Mientras esperaban, pasó un hombre por su lado que volvió atrás a preguntar al vigilante quiénes eran.

– Son policías, señor Traynor. Investigan un asesinato en Banehall.

– ¿No les ha dicho que estamos pasando lista de los nuevos? -espetó visiblemente irritado por la circunstancia.

– Se trata de indagaciones sobre antecedentes, señor -dijo Siobhan-. Estamos interrogando a todos los que conocieron a la víctima.

Satisfecho, al parecer, con la explicación, lanzó un gruñido y se alejó.

– ¿Es un jefe? -preguntó Siobhan.

– El subdirector -contestó el vigilante-. Hoy no es su día.

El hombre les dejó al llegar Janine Harrison. Era una mujer de veintitantos años de pelo negro corto, no muy alta pero musculosa, y Siobhan pensó que sería culturista o tal vez aficionada a las artes marciales o algo por el estilo.

– Siéntese, por favor -dijo Young después de presentarlos.

Pero ella permaneció de pie con las manos a la espalda.

– ¿De qué se trata? -preguntó.

– De la extraña muerte de Donny Cruikshank -respondió Siobhan.

– Alguien se lo cargó. ¿Qué tiene eso de extraño?

– ¿No le caía bien?

– ¿Un hombre que viola a una jovencita bebida? No, no creo que me cayera bien.

– En el pub del pueblo hay unas inscripciones en el lavabo -espetó Siobhan.

– ¿Y qué?

– Parte de las cuales son obra suya.

– ¿Ah, sí? -replicó ella pensativa-. Es muy posible… Por solidaridad femenina, ya sabe -añadió mirando a Siobhan-. Violó a una muchacha, le dio una paliza, ¿y ahora se esfuerza en buscar a quien se lo cargó? -espetó meneando la cabeza.

– Nadie merece ser asesinado, Janine.

– ¿No? -repuso ella.

– ¿Qué es lo que usted escribió? ¿«Eres hombre muerto» o «Juramento de sangre»?

– La verdad es que no me acuerdo.

– Podemos pedirle una muestra de su escritura -terció Les Young.

La joven se encogió de hombros.

– No tengo nada que ocultar.

– ¿Cuándo vio por última vez a Cruikshank?

– Hará cosa de una semana en The Bane, jugando solo al billar porque todos le esquivaban.

– Me sorprende que fuese allí a beber si todos le detestaban.

– Le gustaba.

– ¿El local?

Harrison negó con la cabeza.

– Llamar la atención. Le daba igual el motivo, con tal de ser el centro de atención.

Por lo poco que Siobhan había visto de Cruikshank, esta apreciación le pareció acertada.

– Usted era amiga de Tracy, ¿verdad?

– Ahora recuerdo quién es usted -dijo Harrison esgrimiendo un dedo-. Estuvo en el entierro de Tracy, con los padres.

– Yo no la conocía.

– Pero bien que vio la tragedia -añadió otra vez en un tono acusatorio.

– Sí, la vi -contestó Siobhan sin inmutarse.

– Janine, somos policías y es nuestro trabajo -terció Young.

– Muy bien… pues pónganse a hacerlo y no esperen mucha ayuda -replicó ella apartando las manos de la espalda y cruzándose de brazos con firmeza.

– Si tiene algo que decirnos -insistió Young- es preferible que nos lo diga ahora.

– Pues les digo esto: yo no lo maté, pero me alegro de que haya muerto. -Se calló un momento-. Y si lo hubiera matado yo, lo estaría gritando a los cuatro vientos.

Siguieron unos segundos de silencio hasta que Siobhan preguntó:

– ¿Conoce mucho a Janet Eylot?

– La conozco. Trabaja aquí. Él está sentado en su silla -añadió señalando con la barbilla hacia Young.

– ¿Y fuera del trabajo?

Harrison asintió con la cabeza.

– ¿Iban juntas a los pubs? -insistió Siobhan.

– Alguna vez.

– ¿Estaba con usted en The Bane la última vez que vio a Cruikshank?

– Es probable.

– ¿No lo recuerda?

– No, no lo recuerdo.

– Tengo entendido que se pone un poco tonta cuando toma una copa.

– ¿Es que no ha visto que es una menudencia con tacones altos?

– ¿Quiere decir que no sería capaz de agredir a Cruikshank?

– Lo que digo es que no hubiera podido.

– Usted, Janine, por el contrario, está muy en forma.

– No es usted mi tipo -replicó Harrison con una sonrisa gélida.

Siobhan hizo una pausa.

– ¿Tiene idea de qué le puede haber sucedido a Ishbel Jardine?

A Harrison le sorprendió el súbito cambio de tema, pero al final dijo:

– No.

– ¿Nunca habló de marcharse?

– Nunca.

– Pero sí que hablaría de Cruikshank…

– Sí que hablaría.

– ¿Le importa ampliarlo?

Harrison negó con la cabeza.

– ¿Es eso lo que hacen cuando están atascados? ¿Echar la culpa a los ausentes para apuntarse un tanto? -Clavó la mirada en Siobhan-. Qué poca…

Young fue a decir algo, pero ella le cortó.

– Ya sé que es su trabajo. Un trabajo como otro; como trabajar aquí. Si alguien de los que están a nuestro cuidado muere, todos lo sentimos.

– Estoy seguro -añadió Young.

– Y hablando de trabajo, tengo que hacer varias rondas hasta que acabe mi turno. ¿Hemos acabado?

Young miró a Siobhan, quien planteó una última pregunta:

– ¿Sabía que Ishbel había escrito a Cruikshank a la cárcel?

– No.

– ¿Le sorprende?

– Pues sí.

– Tal vez no la conocía tan bien como creía. -Siobhan se interrumpió un instante-. Gracias por hablar con nosotros.

– Sí, muchas gracias -dijo Young, y añadió cuando ella comenzaba a alejarse-: Estaremos en contacto para esa muestra de su escritura.

Cuando se hubo ido, Young se recostó en la silla con las manos juntas detrás de la nuca.

– Si no fuera incorrecto, yo diría que es una cabrona.

– Probablemente es por deformación profesional.

El guardián que les había acompañado apareció de pronto como si hubiera permanecido a la escucha.

– Es buena chica una vez que se la conoce -informó-. Aquí tienen la dirección de Janet Eylot.

Al coger Siobhan la nota, advirtió que el hombre la observaba.

– Y por cierto, sí que es usted el tipo de Janine.


* * *

Janet Eylot vivía en las afueras de Banehall en un chalet nuevo donde, de momento, la vista desde la ventana de la cocina eran campos.

– No por mucho tiempo -dijo-. Ya les han echado el ojo los promotores.

– Disfrútelo mientras pueda -añadió Young aceptando la taza de té.

Estaban los tres sentados a una mesita cuadrada y en la casa había dos niños pequeños absortos en un videojuego.

– Sólo les dejo jugar una hora después de hacer los deberes -explicó Eylot.

A Siobhan, por el modo de decirlo, le pareció que era madre soltera. Saltó un gato a la mesa y Eylot lo hizo bajar con el brazo.

– ¡Que no, te he dicho! Disculpen -añadió llevándose una mano a la cara.

– Entendemos que esté afectada, Janet -dijo Siobhan sin levantar la voz-. ¿Conocía al que se ahorcó?

Eylot negó con la cabeza.

– Pero lo hizo a cincuenta metros de donde yo estaba. Te hace pensar en la cantidad de cosas horribles que suceden sin que una se entere.

– Comprendo lo que quiere decir -comentó Young.

Ella le miró.

– Claro, en su trabajo… ven constantemente cosas así.

– Como el cadáver de Donny Cruikshank -añadió Siobhan.

Acababa de advertir el cuello de una botella que asomaba en el cubo de la basura y un vaso secándose en el escurridor, y se preguntó cuántos se bebería Janet Eylot después del trabajo.

– Es el motivo de nuestra visita -dijo Young-. Queremos saber lo que hacía, qué personas le conocían y si le guardaban rencor.

– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– ¿Usted no le conocía?

– Ni pensarlo.

– Creíamos que… después de lo que escribió en el váter de The Bane…

– ¡No fui la única! -espetó Eylot.

– Lo sabemos -dijo Siobhan con voz aún más afable-. No estamos acusando a nadie, Janet. Sólo tratamos de reunir datos.

– Así me lo agradecen -replicó Eylot meneando la cabeza-. Es lo típico…

– ¿Qué quiere decir?

– Ese refugiado al que apuñalaron… Fui yo quien les llamó por teléfono. No tendrían ninguna pista si yo no hubiera llamado. Y así me lo pagan.

– ¿Fue usted quien nos reveló el nombre de Stef Yurgii?

– Exacto, y si mi jefe se entera me echarán. Vinieron a Whitemire dos policías; un tío robusto y una mujer más joven.

– ¿El inspector Rebus y la sargento Wylie?

– No recuerdo los nombres. Yo no me metí en nada. -Se calló un momento-. Y en vez de resolver el asesinato de ese desgraciado se dedican a fisgar en el de esa basura de Cruikshank.

– Todos somos iguales ante la ley -dijo Young.

Ella le miró de tal modo que comenzó a ruborizarse y trató de disimularlo llevándose la taza a los labios.

– ¿No lo ven? -dijo ella-. Dicen frases que saben que son mentira.

– Lo que el inspector Young quiere decir -terció Siobhan- es que hay que ser objetivos.

– Lo cual tampoco es cierto, ¿no cree? -repuso Eylot levantándose y haciendo sonar las patas de la silla.

Abrió el congelador y, al darse cuenta, lo cerró de golpe. Había tres botellas de vino.

– Janet -dijo Siobhan-, ¿es Whitemire el problema? ¿No le gusta trabajar allí?

– Lo detesto.

– Pues déjelo.

Eylot soltó una carcajada seca.

– ¿Y dónde encuentro empleo? Tengo dos hijos que mantener -añadió sentándose y mirando a los campos-. Whitemire es mi único recurso.

Whitemire, dos niños y una nevera.

– ¿Qué es lo que escribió en el váter, Janet? -dijo despacio Siobhan.

Los ojos de Eylot se bañaron en lágrimas, que trató de contener parpadeando.

– Algo de juramentarse -contestó ella con voz quebrada.

– ¿Juramento de sangre? -dijo Siobhan.

Eylot asintió con la cabeza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

No estuvieron mucho más. Al salir, los dos aspiraron con fruición el aire fresco.

– ¿Tiene hijos, Les? -preguntó Siobhan.

Él negó con la cabeza.

– Estuve casado, pero duró un año. Nos divorciamos hace once meses. ¿Y usted?

– Ni siquiera eso.

– Esa mujer sabe salir adelante, ¿no es cierto? -añadió él mirando hacia la casa.

– No creo que de momento haya que avisar a los servicios sociales. -Siobhan guardó silencio durante un momento-. ¿Adónde vamos?

– A la base -contestó él consultando el reloj-. Es casi la hora de cierre. Le invito a un trago si quiere.

– Mientras no sea en The Bane…

– No, yo vuelvo a Edimburgo -contestó él con una sonrisa.

– Pensé que vivía en Livingston.

– Sí, pero soy socio de un club de bridge.

– ¿De bridge? -dijo ella sin poder evitar una sonrisa.

Él se encogió de hombros.

– Comencé a jugar hace años en la universidad.

– Bridge -repitió Siobhan.

– ¿Qué tiene de malo? -replicó él con una gran carcajada que sonó a falsa.

– No tiene nada de malo. Es que trato de imaginármelo con esmoquin y pajarita.

– No es el caso.

– Pues nos vemos en Edimburgo para tomar una copa y me lo explica. ¿En The Dome de George Street a… las seis y media?

– A las seis y media -asintió él.


* * *

Maybury era una maravilla: llamó a Rebus a las cinco y cuarto. Apuntó la hora para que constara en el informe de investigación, pensando en una de las mejores canciones de The Who, Out of my brain on the five-fifteen.

Le hice escuchar la cinta a mi colega -dijo Maybury.

– Sí que ha sido rápida.

Encontré su número de móvil. Es extraordinario lo que ha avanzado la tecnología.

– Así que, ¿está en Francia?

Sí, en Bergerac.

– ¿Y qué le ha dicho?

Bueno, la calidad del sonido no es muy buena…

– Sí, lo sé.

Y se interrumpía la comunicación.

– ¿Y?

Pero después de oírla unas cuantas veces, me dijo que era de Senegal. No está completamente segura, pero es la conjetura más probable.

– ¿Senegal?

Un país africano francófono.

– De acuerdo. Bueno pues… muchas gracias.

Buena suerte, inspector.

Rebus colgó el teléfono y vio que Wylie redactaba en el ordenador el informe de las indagaciones del día para incorporarlas al expediente del crimen.

– Senegal -le dijo.

– ¿Eso dónde está?

Rebus suspiró.

– En África, mujer. Es un país francófono.

Wylie entrecerró los ojos.

– Eso se lo ha dicho Maybury, ¿verdad?

– Qué poca fe.

– Poca fe, pero grandes recursos -replicó ella.

Guardó el archivo y conectó con la red para teclear Senegal en un buscador. Rebus se sentó a su lado en una silla.

– Ahí está.

Señaló en un mapa de África la costa noroeste, una zona más bien enana comparada con Mauritania al norte y Malí al este.

– Qué pequeño -comentó Rebus.

Wylie hizo clic en un icono y apareció una página con datos.

– Doscientos tres mil setecientos noventa y tres kilómetros cuadrados -dijo ella-Creo que son unos tres cuartos de la superficie de Gran Bretaña. Capital: Dakar.

– ¿Como la meta del rally?

– Es de suponer. Población: seis millones y medio.

– Menos uno.

– ¿Está segura de que esa que llamó es de Senegal?

– Creo que es la conjetura más aproximada.

El dedo de Wylie recorrió la lista de datos.

– No hay información de que haya disturbios ni nada en el país.

– ¿Qué quieres decir?

Ella se encogió de hombros.

– Que a lo mejor no es una solicitante de asilo… ni una ilegal.

Rebus asintió con la cabeza, pensando en que conocía a alguien que podría saberlo, y llamó a Caro Quinn.

¿Se vuelve atrás?

– Ni mucho menos. Incluso le he comprado un regalo -dijo dándose unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta por el que asomaba el periódico, para que lo viera Wylie-. Le llamo por si podría facilitarme algún dato sobre Senegal.

¿El país africano?

– Exacto -respondió él mirando a la pantalla-. De población principalmente musulmana y exportador de cacahuete.

Oyó que ella reía.

¿Qué quiere saber?

– Si conoce algún refugiado senegalés de Whitemire, tal vez.

Pues yo no… El comité de refugiados podría ayudarle.

– Es una idea.

– Pero mientras lo decía se le ocurrió otra: para saberlo, nadie mejor que Inmigración.

– Hasta luego -dijo cortando la comunicación.

Wylie le miró sonriente con los brazos cruzados.

– ¿Era su amiga la del descampado de Whitemire? -preguntó.

– Se llama Caro Quinn.

– Y van a verse más tarde.

– ¿Y? -replicó Rebus alzando repetidamente los hombros.

– Bien, ¿qué le contó de Senegal?

– Que no cree que haya senegaleses en Whitemire. Dice que hablemos con el comité de refugiados.

– ¿Y Mo Dirwan? Él lo sabrá, seguramente.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no le llamas? -dijo.

– ¿Yo? -replicó Wylie señalándose con el índice-. Es de usted de quien es rendido admirador.

– Por favor, Ellen -espetó Rebus serio.

– Ah, sí… Olvidaba que tiene una cita esta noche y seguramente querrá ir a casa a afeitarse.

– Si me entero de que vas por ahí contándolo…

Ella alzó las dos manos en gesto paz.

– Guardaré el secreto, Don Juan. Ahora lárguese. Nos veremos la semana que viene.

Rebus la miró, pero ella le exorcizó con las manos para que se fuera. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando oyó que ella le llamaba y volvió la cabeza.

– Escuche un consejo de alguien con experiencia -dijo señalando el periódico que llevaba en el bolsillo-. Un envoltorio bonito hace maravillas.

Capítulo 19

Aquella tarde, recién bañado y afeitado, Rebus llegó al piso de Caro Quinn. Miró a su alrededor, pero no vio señales de la madre y el niño.

– Ayisha ha ido a visitar a unos amigos -dijo Quinn.

– ¿Amigos?

– Nadie le prohíbe que tenga amigos, John -añadió ella, que en ese momento se calzaba en el pie izquierdo un zapato de tacón bajo.

– No he dicho lo contrario -replicó él a la defensiva.

Ella se incorporó.

– En un sentido, sí. Aunque no se preocupe. ¿Le dije que Ayisha era enfermera en su país?

– Sí.

– Quería trabajar aquí en la misma profesión, pero a los solicitantes de asilo no les dan permiso de trabajo. Pero ella tiene amistad con unas enfermeras y se ha ido a la fiesta que da una de ellas.

– He traído un juguete para el niño -dijo Rebus sacando un sonajero del bolsillo.

Quinn se acercó, lo cogió y lo hizo sonar. Le miró y sonrió.

– Lo dejaré en su habitación.

Al quedarse a solas, Rebus advirtió que sudaba y que tenía la camisa pegada a la espalda. Pensó en quitarse la chaqueta, pero no lo hizo por temor a que se viese la mancha. Era por culpa de la chaqueta, de lana cien por cien y demasiado caliente para estar en casa. Le vino a la mente su propia imagen en el restaurante dejando caer gotas de sudor en la sopa.

– No me ha dicho qué guapa estoy -observó Quinn volviendo al cuarto, aún con un solo zapato.

Llevaba leotardos negros que desaparecían bajo la falda negra hasta la rodilla y un top color mostaza con escote casi de hombro a hombro.

– Está guapísima -dijo él.

– Gracias -contestó ella poniéndose el otro zapato.

– También hay un regalo para usted -añadió él tendiéndole el periódico.

– Y yo que pensaba que lo llevaba por si se aburría conmigo… -Advirtió al momento la cinta roja con lazo-. Muy bonito detalle -comentó quitándola.

– ¿Cree que ese suicidio influirá?

Ella reflexionó al respecto, dando unos golpecitos con el periódico sobre la palma de la mano izquierda.

– Probablemente no -dijo al fin-. Pero al menos formará parte de las preocupaciones del Gobierno.

– El periódico habla de crisis.

– Porque la palabra crisis es noticia -contestó ella abriendo el periódico por la página donde aparecía su foto-. Mi cara rodeada de un círculo parece una diana.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.

– John, toda mi vida he sido una radical. Estuve en las manifestaciones contra los submarinos nucleares en Faslane, en la central de Torness, en Greenham Common…, en todas. ¿Tendré el teléfono intervenido? No lo sé. ¿Lo habré tenido antes? Casi seguro.

Rebus miró al teléfono.

– ¿Puedo…? -preguntó.

Y sin esperar la respuesta, lo descolgó, pulsó el botón verde y escuchó. A continuación, cortó un par de veces la comunicación, la miró y negó con la cabeza antes de colgar.

– Ah, ¿sabe detectarlo? -preguntó ella.

– Tal vez -respondió él encogiéndose de hombros.

– Cree que exagero, ¿verdad?

– Motivos tiene, desde luego.

– Seguro que usted ha pinchado teléfonos. A lo mejor cuando la huelga de los mineros.

– ¿Quién está interrogando ahora?

– No olvide que somos enemigos.

– ¿Ah, sí?

– Casi todos sus compañeros me verían así, con o sin guerrera.

– A mí no me gustan la mayoría de mis compañeros.

– Creo que es cierto. Si no, no le habría dejado entrar en mi piso.

– ¿Por qué lo hizo? Ah, sí, para enseñarme las fotos, ¿verdad?

Ella asintió al fin con la cabeza.

– Quería que los viera como seres humanos más que como problemas -dijo ella alisándose la falda y suspirando hondo para indicar un cambio de tema-. Bien, ¿dónde va a ser la agradable velada?

– Conozco un buen restaurante italiano en Leith Walk. -Hizo una pausa-. Probablemente usted es vegetariana, ¿no?

– Dios, está cargado de sobreentendidos. Pero, sí; efectivamente, lo soy. Un restaurante italiano me parece bien. Hay toda clase de pasta y de pizzas.

– Pues de acuerdo.

Ella dio un paso hacia él.

– ¿Sabe que metería menos la pata si se relajara y pusiera interés?

– Es lo más relajado que puedo estar sin el demonio del alcohol.

– Pues vamos en busca de nuestros demonios, John -dijo ella cogiéndose de su brazo.


* * *

– … y luego lo de esos tres kurdos, lo vería en el noticiario, que se cosieron la boca en señal de protesta, y otro refugiado que se cosió los ojos… ¡Los ojos!, John. La mayoría es gente desesperada en todos los aspectos y casi ninguno habla inglés. Son personas huidas de los países más peligrosos del globo: Irak, Somalia, Afganistán. Hace algunos años aún contaban con mayores posibilidades de que les concedieran el asilo, pero ahora hay cada vez más restricciones y algunos recurren a medidas drásticas como destruir sus documentos de identidad convencidos de que así no los deportarán, pero los encarcelan o acaban viviendo en la calle… Y, además, ahora los políticos afirman que ya hay demasiada diversidad en el país y… Yo no sé, pero creo que habría que hacer algo.

Marcó finalmente una pausa para recobrar aliento y cogió el vaso de vino que Rebus acababa de llenar. Aunque Caro Quinn excluía de su dieta aves y carne, el vino no le estaba vedado. Sólo había comido la mitad de la pizza de champiñones, y él, que había devorado su calzone, reprimía sus deseos de echar mano a una porción de las del plato de ella.

– Yo tenía la impresión -dijo- de que a Gran Bretaña llegan más refugiados que a ningún otro país.

– Es cierto -asintió ella.

– ¿Más incluso que a Estados Unidos?

Ella asintió con el vaso de vino en los labios.

– Pero lo que cuenta es el número de ellos que obtiene permiso de residencia. La cifra de refugiados mundiales se duplica cada cinco años, John. Glasgow es la ciudad de Gran Bretaña donde más solicitantes de asilo hay, más que en Gales e Irlanda del Norte juntas, y ¿sabe qué sucede?

– ¿Que aumenta el racismo? -aventuró Rebus.

– Aumenta el racismo y el acoso racial. Las agresiones racistas han crecido un cincuenta por ciento -añadió ella meneando la cabeza y sacudiendo sus largos pendientes de plata.

Rebus vio que quedaba un cuarto en la botella. La primera había sido de Valpolicella y aquella segunda, de Chianti.

– ¿Hablo demasiado? -preguntó ella de pronto.

– En absoluto.

Caro Quinn clavó los codos en la mesa y apoyó las manos en la barbilla.

– Dígame algo de usted, John. ¿Por qué ingresó en la policía?

– Por sentido del deber -contestó-. Quería ayudar a mis congéneres.

Ella le miró y Rebus sonrió.

– Lo digo en broma -añadió-. Buscaba trabajo después de varios años en el ejército… Querencia al uniforme, tal vez.

Ella entornó los ojos.

– No me lo imagino de uniforme haciendo rondas… ¿Qué encuentra realmente en esa profesión?

Rebus se libró de responder gracias a la llegada del camarero. Era viernes y el restaurante estaba lleno; su mesa era la más pequeña, en un recodo entre la puerta y la cocina.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– Muy bien, Marco. Creo que estamos servidos.

– ¿Algún postre para la señorita? -aventuró Marco.

Era bajo y regordete y no había perdido su deje italiano a pesar de vivir en Escocia hacía casi cuarenta años. Caro Quinn le había preguntado su origen nada más entrar en el local, luego se enteró de que Rebus le conocía desde hacía tiempo.

– Lamento que al llegar pareciera que le interrogaba -dijo para disculparse.

Rebus se encogió de hombros y le contestó que habría sido buena agente de policía.

Caro negó con la cabeza. Marco le presentó la lista de postres, todos, al parecer, especialidad de la casa.

– Sólo un café -dijo-. Un expreso doble.

– Yo también. Gracias, Marco.

– ¿Y un digestif, señor Rebus?

– Sólo el café, gracias.

– ¿La señorita tampoco?

Caro Quinn se inclinó hacia delante.

– Marco -dijo-, por mucho que beba no voy a acostarme con el señor Rebus. Así que nada de ayudas cómplices, ¿de acuerdo?

Marco se encogió de hombros y levantó las manos en gesto de inocencia, se dirigió a la barra y gritó el pedido.

– ¿Me he pasado un poco con él? -preguntó Quinn a Rebus.

– Un poco.

Ella se recostó en la silla.

– ¿Le ayuda a veces en sus conquistas?

– Tal vez le cueste creerlo, Caro, pero no me había propuesto ninguna conquista.

Ella le miró.

– ¿Por qué no? ¿Es que no merezco la pena?

Rebus se echó a reír.

– Sí que lo merece. Sólo trataba de ser… -Guardó silencio pensando en la palabra correcta y sólo se le ocurrió una-. Caballeroso -dijo.

Ella reflexionó un instante, se encogió de hombros y apartó el vaso.

– No debería beber tanto.

– Si ni siquiera hemos acabado la botella…

– Gracias, pero creo que ya está bien. Tengo la impresión de haber estado perorando… y seguramente no es lo que usted esperaba un viernes por la noche.

– He aprendido cosas y ha sido un placer escucharla.

– ¿De verdad?

– De verdad -repitió él, pensando que la verdadera razón era que prefería escuchar antes que hablar de sí mismo.

– Bueno, ¿qué tal va su trabajo? -preguntó.

– Bien… siempre que me quede tiempo para hacerlo -respondió ella examinado sus rasgos-. Podría hacerle un retrato.

– ¿Para asustar a los niños pequeños?

tío… Usted tiene algo -añadió ella ladeando la cabeza-. Cuesta interpretar esa mirada. La mayoría de la gente trata de ocultar que es calculadora y cínica, pero en usted eso parece aflorar a la superficie.

– ¿Aunque tengo un centro blando y romántico?

– No sé si tanto como eso.

Se recostaron en el asiento al llegar los cafés y Rebus desenvolvió su galletita de amaretto.

– Coja la mía, si quiere -dijo Quinn levantándose-. Discúlpeme…

Rebus se incorporó unos centímetros en la silla, tal como había visto hacer a los actores en las películas antiguas; ella pareció notar que aquello era nuevo en su repertorio y sonrió otra vez.

– Muy caballeroso.

Una vez a solas, Rebus sacó el móvil del bolsillo y miró si tenía mensajes. Había dos: de Siobhan. Marcó su número y oyó ruido de fondo.

– Soy yo -dijo.

Un momento…

La voz se perdió y oyó abrir y cerrarse una puerta, tras lo cual cesó el barullo de fondo.

– ¿Estás en el Oxford? -aventuró él.

Sí. Fui al Dome con Les Young, pero él tenía otro compromiso y me vine aquí. ¿Y tú?

– Estoy cenando fuera.

– ¿Solo?

– No.

¿La conozco?

– Se llama Caro Quinn. Es pintora.

¿La activista solitaria de Whitemire?

– Sí -contestó él entrecerrando los ojos.

Yo también leo los periódicos. ¿Qué tal es?

– No está mal -dijo él alzando la vista hacia Quinn, que regresaba del lavabo-. Oye, ahora no puedo…

Un segundo. El motivo por el que te he llamado… Bueno, dos motivos, en realidad… -El estruendo de un vehículo ahogó su voz-. ¿Me has oído?

– No, lo último no. ¿Qué decías?

Mo Dirwan.

– ¿Qué sucede?

Le han agredido a eso de las seis.

– ¿En Knoxland?

¿Tú qué crees?

– ¿Cómo está? -preguntó Rebus mirando a Quinn, que jugueteaba con la cucharilla fingiendo no escuchar.

Creo que sólo tiene unos cortes y contusiones.

– ¿Está hospitalizado?

No, se recupera en su casa.

– ¿Se sabe quién le agredió?

Me imagino que algún racista.

– Me refiero a alguien concreto.

John, es viernes por la noche.

– ¿Y qué?

Que ya lo veremos el lunes.

– Muy bien. -Reflexionó un instante-. ¿Y el segundo motivo? Dijiste que me llamabas por dos motivos.

Janet Eylot.

– Me suena el nombre.

Trabaja en Whitemire, y dice que ella te dio el nombre de Stef Yurgii.

– Sí. ¿Por qué lo dices?

Por saber si era verdad.

– Le dije que no le causaríamos problemas.

No va a tenerlos. -Hizo una pausa-. Al menos de momento. ¿Podríamos vernos en el Oxford?

– Quizá pase más tarde.

Quinn enarcó las cejas y Rebus cortó la comunicación y guardó el teléfono.

– ¿Una amiga? -preguntó en broma.

– Una colega.

– ¿Y cuál es el sitio por el que quizá pase más tarde?

– Un lugar donde vamos a tomar copas.

– ¿Un bar sin nombre?

– Se llama Oxford -contestó él cogiendo la taza-. Han agredido a una persona. Un abogado llamado Mo Dirwan.

– Le conozco.

Rebus asintió con la cabeza.

– Me lo imaginaba.

– Va mucho por Whitemire y al salir suele pararse a charlar conmigo para desahogarse. -Se calló un momento, como si hubiera perdido el hilo-. ¿Está bien?

– Parece que sí.

– Él me llama Nuestra Señora de las Vigilias -añadió ella de pronto-. ¿Qué le ha ocurrido?

– Nada -dijo Rebus dejando la taza en el platillo.

– Usted no puede dedicarse constantemente a ser su protector.

– No es eso…

– ¿Qué, entonces?

– Es que ocurrió en Knoxland.

– ¿Y qué?

– Y fui yo quien le pidió que hiciera allí unas indagaciones.

– ¿Y por eso se siente culpable? Si le conociera sabría que él volverá allí con más ganas aún.

– Sí, puede que tenga razón.

Ella apuró el café.

– Tiene que ir a su pub. Tal vez es el único lugar en que está a gusto.

Rebus hizo una seña a Marco para que trajera la cuenta.

– Antes la acompaño a casa -dijo a Quinn-. Tengo que mantener la pretensión de ser un caballero.

– Creo que no me ha entendido, John. Soy yo quien le acompaña.

Él la miró.

– A menos que no guste de mi compañía.

– No es eso.

– ¿Entonces, qué?

– No sé si el local le agradará.

– Es su pub habitual y siento curiosidad.

– ¿Cree que por ver el lugar donde bebo averiguará cosas sobre mí?

– Podría ser -dijo ella entornando los ojos-. ¿Es eso lo que teme?

– ¿Quién dice que lo tema?

– Lo leo en sus ojos.

– Será tal vez cierta preocupación por el señor Dirwan. -Hizo una pausa-. ¿Recuerda que me contó que unos le habían obligado a marcharse de Knoxland?

Ella asintió exageradamente con la cabeza por efecto del vino.

– Podría tratarse de los mismos.

– ¿Quiere decir que tuve suerte de que se contentaran con darme un aviso?

– No recordará su aspecto…

– Llevaban gorras de béisbol y capuchas -contestó ella con un encogimiento de hombros igualmente exagerado-. No los vi muy bien.

– ¿No hablaban con deje distinto al de Edimburgo?

Ella dio una palmada en el mantel.

– Por favor, desconéctese ya para el resto de la velada.

Rebus alzó las manos en gesto de rendición.

– No puedo negarme -dijo.

– Claro que no -añadió ella. En ese mismo instante Marco trajo la cuenta.


* * *

Rebus trató de ocultar su enojo. No porque Siobhan ocupara en la barra su sitio habitual, sino porque era como si acaparase el local con aquel corro de hombres que escuchaban lo que decía. Nada más abrir la puerta soltaron una carcajada por algo que acababa de contar.

Caro Quinn entró poco decidida. Habría unas doce personas en la barra, pero suficientes para llenar el reducido espacio. Se abanicó el rostro con la mano haciendo un comentario sobre el calor y el humo del tabaco, lo que a Rebus le recordó que llevaba casi dos horas sin encender un pitillo. Bien podía aguantar media hora más.

Como máximo.

– ¡El regreso del hijo pródigo! -vociferó un cliente habitual palmeándole la espalda-. ¿Qué quieres tomar, John?

– Nada, gracias, Sandy. Me basta con esas palmadas. -Y añadió preguntando a Quinn-: ¿Qué va a ser?

– Un zumo de naranja.

Durante el breve trayecto en taxi había estado a punto de quedarse adormilada con la cabeza apoyada en su hombro, y Rebus había permanecido rígido para no despertarla, pero un bache la despejó.

– Un zumo de naranja y una jarra de IPA -dijo Rebus a Harry, el camarero.

El círculo de admiradores de Siobhan se abrió para hacer sitio a los recién llegados y Rebus, tras hacer las presentaciones, pagó la consumición, no sin advertir que Siobhan bebía ginebra con tónica.

Harry cambió sucesivamente de canal con el control remoto, saltando los de deportes para dejar en pantalla el noticiario escocés. Detrás del presentador apareció una foto de Mo Dirwan en un primer plano hasta los hombros, con una gran sonrisa. El plano cambió con la voz en off del presentador y unas escenas de Dirwan delante de un edificio que debía de ser su casa. Tenía un ojo morado, unos rasguños y un esparadrapo en la barbilla. Alzó una mano enseñando una venda.

– Lo normal en Knoxland -comentó uno de los clientes.

– ¿Quiere decir que es zona excluida? -preguntó Quinn como quien no quiere la cosa.

– Me refiero a que no hay que ir por allí si tu cara «canta».

Rebus advirtió que Quinn comenzaba a irritarse y la tocó en el codo.

– ¿Qué tal está el zumo?

– Muy bien -contestó ella mirándole y, al comprender qué insinuaba, asintió con la cabeza para darle a entender que no iba a armarla… Por esta vez.

Veinte minutos después Rebus sucumbía al tabaco. Miró hacia donde charlaban Siobhan y Quinn, y, al oír que Caro preguntaba: «¿Qué tal resulta trabajar con él?», se disculpó por abandonar una discusión tripartita sobre el parlamento y cruzó por entremedias de dos clientes para acercarse a ellas.

– ¿Se ha olvidado alguien de poner un calienta orejas en la nevera?

– ¿Qué? -preguntó Quinn desconcertada.

– Quiere decir que tiene las orejas calientes de silbarle los oídos -dijo Siobhan.

Quinn se echó a reír.

– Sólo quería enterarme de algo más sobre usted, John. -Se volvió hacia Siobhan-. Él nunca cuenta nada.

– No se preocupe, yo conozco todos sus secretos vergonzantes.

Como sucedía en las noches de aglomeración en el Oxford, el tono de las conversaciones subía y bajaba, la gente se incorporaba a grupos que discutían y se separaba poco después, se oían chistes malos y de mal gusto. Caro Quinn dijo estar harta «porque ya nadie se toma nada en serio» y otro interlocutor añadió que era la época de la cultura de la incomunicación, pero Rebus le susurró a ella al oído lo que él realmente pensaba:

– Nunca se habla más en serio que cuando se dicen las cosas en tono de broma.

En el salón de atrás las mesas fueron llenándose de bulliciosos clientes, y cuando Rebus guardaba turno en la barra para pedir otra ronda advirtió que no estaban ni Siobhan ni Caro. Frunció el ceño intrigado y un cliente habitual señaló con la barbilla hacia el lavabo de señoras. Rebus asintió con la cabeza y pagó las bebidas. Se tomaría un chupito de whisky antes de irse, un traguito de Laphroaig, y se fumaría un tercer… no, cuarto cigarrillo, y fin. En cuanto Caro volviera le propondría tomar un taxi a medias. Oyó voces en lo alto de la escalera de entrada a los servicios; no era una discusión fuerte pero iba camino de serlo. La gente dejó de hablar para oír mejor de qué se trataba.

– ¡Yo lo que digo es que esa gente necesita trabajar como todo el mundo!

– ¿Y no cree que es lo mismo que alegaban los guardianes de los campos de concentración?

– ¡Por Dios bendito, no hay comparación!

– ¿Ah, no? Los dos sistemas son moralmente despreciables.

Rebus dejó las bebidas en la barra y se abrió paso entre la gente. Había reconocido las voces: Caro y Siobhan.

– Lo que intento decir es que hay una motivación económica -vociferó Siobhan-. Porque, le guste o no, Whitemire es la única oportunidad para los de Banehall.

Caro Quinn puso teatralmente los ojos en blanco.

– No puedo creer lo que oigo.

– Pues tendrá que oírlo y bastante… porque nadie que tenga los pies en la tierra puede evadirse al empíreo de la ética. Hay madres solteras que trabajan en Whitemire. ¿Qué sería de ellas si se hiciera lo que usted propugna?

Rebus llegó a lo alto de la escalera. Estaban las dos frente a frente mirándose a los ojos y Caro, algo más baja que Siobhan, de puntillas como creciéndose en su posición.

– Eh, eh -dijo Rebus tratando de apaciguarlas-, creo que se os han subido los vapores.

– ¡No necesito comentarios! -exclamó Caro furiosa, y añadió para Siobhan-: ¿Y qué me dice de Guantánamo? Me imagino que no verá nada malo en que se encierre a personas violando los derechos humanos más elementales…

– ¿No ve cómo se va por las ramas, Caro? Yo me refería exclusivamente a Whitemire.

Rebus miró a Siobhan y vio que a sus ojos asomaba la rabia de toda una semana de trabajo y la necesidad de desahogarse, y suponía que igual debía de sucederle a Caro. Aquella discusión podría haberse suscitado en cualquier circunstancia a propósito de cualquier cosa.

«Debería haberlo previsto», pensó antes de intervenir de nuevo.

– Señoras…

Esta vez le miraron las dos enfurecidas.

– Caro -añadió-, su taxi aguarda.

En Caro la mirada de cólera se transformó en el fruncido del ceño tratando de recordar cuándo lo había pedido. Rebus miró a Siobhan a los ojos y ella, comprendiendo que era una excusa, relajó los hombros.

– Podemos seguir hablando del tema en otra ocasión -añadió él para engatusar a Caro-, pero creo que por hoy debemos dejarlo.

Logró conducir a Caro escaleras abajo y, mientras se abría paso con ella entre los clientes, hizo un gesto a Harry para que pidiera un taxi por teléfono. El camarero asintió con la cabeza.

– Hasta luego, Caro -dijo uno de los clientes habituales.

– Cuidado con él -comentó otro pinchando el pecho de Rebus con el dedo índice.

– Gracias, Gordon -replicó él apartándole el dedo de un manotazo.

En la calle, ella se sentó en el bordillo con los pies en la calzada y la cabeza entre las manos.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Rebus.

– Creo que me he pasado un poco -dijo ella apartando las manos de la cara y aspirando el aire nocturno-. No es que estuviera borracha, es que no puedo creer que haya alguien que salga en defensa de ese centro -añadió volviéndose a mirar la puerta del pub como dispuesta a proseguir la discusión-. Quiero decir… ¿No opinará usted lo mismo? -preguntó mirándole a la cara.

Él negó con la cabeza.

– A Siobhan le gusta hacer de abogado del diablo -dijo sentándose a su lado.

Caro meneó resueltamente la cabeza.

– No, no… Estaba de verdad convencida de lo que decía. Ella ve «cosas buenas» en Whitemire -añadió mirándole para sondear su reacción a aquellas palabras, que él supuso eran transcripción de las de Siobhan.

– Porque ella ha estado varias veces en Banehall y ha visto que allí no hay trabajo -insistió Rebus.

– ¿Y eso justifica ese centro horroroso?

Rebus negó con la cabeza.

– No creo que haya nada que justifique Whitemire -dijo en voz queda.

Ella le cogió las manos y las apretó entre las suyas, y Rebus creyó ver que sus ojos se humedecían. Permanecieron sentados en silencio unos minutos; por su lado pasaban grupos de juerguistas que a veces los miraban sin decir nada. Rebus pensó en otros tiempos, cuando él también tenía unos ideales, perdidos con el ingreso en el ejército a los dieciséis años. Bueno, no los perdió exactamente, sino que los sustituyó por otros valores, menos concretos, menos apasionados. Ahora ya se había hecho a la idea y ante alguien como Mo Dirwan, su primera reacción era desenmascarar al falsario, al hipócrita, al codicioso. Y ante alguien como Caro Quinn…

En principio la había catalogado como el estereotipo de esa mala conciencia inútil de los miembros de la clase media. Aquella fácil preocupación liberal, mucho más llevadera que la realidad; pero era necesario algo más para que una persona hiciera acto de presencia frente a Whitemire un día tras otro, exponiéndose al desdén del personal del centro y sin esperar agradecimiento por parte de los detenidos. Hacía falta tener agallas.

Ahora comprendía el precio que implicaba. Ella había vuelto a apoyar la cabeza en su hombro, mirando la casa de la acera de enfrente: una barbería con el cilindro a rayas rojas y blancas, como símbolo de la sangre y de las vendas, pensó él, sin recordar su origen. Se oyó ruido de motor y les bañó la luz de unos faros.

– El taxi -dijo Rebus, ayudándola a levantarse.

– La verdad es que no recuerdo haberlo pedido -dijo ella.

– Porque no lo pidió -replicó él sonriente, abriéndole la portezuela.


* * *

Ella le dijo que «un café» era sólo eso; nada de eufemismos. Rebus asintió con la cabeza con el único deseo de acompañarla a su casa, pensando ya que él volvería a la suya a pie para despejarse un poco.

La puerta del cuarto de Ayisha estaba cerrada, pasaron de puntillas por delante al cuarto de estar y, mientras Caro entraba en la cocina para llenar el hervidor, él echó un vistazo a los discos. No tenía compactos, pero había álbumes que no veía hacía años: Steppenwolf, Santana, Mahavishnu Orchestra… Caro volvió con una tarjeta.

– Estaba en la mesa -dijo tendiéndosela. Eran las gracias por el sonajero-. ¿Le va bien descafeinado? Es lo que hay; o té de menta.

– Descafeinado.

Ella se preparó un té y el aroma invadió el pequeño cuarto.

– Me gusta tomar un té por la noche -dijo mirando por la ventana-. A veces trabajo algunas horas.

– Yo también.

Ella le dirigió una sonrisa con ojos de sueño y se sentó en una silla frente a él soplando el té para enfriarlo.

– No sé qué pensar de usted, John. Con la mayoría de la gente que conoces, al medio minuto sabes si está en tu misma longitud de onda.

– ¿Y yo en qué estoy, en FM o en onda media?

– No lo sé.

Hablaban en voz baja para no despertar a la madre y al niño, y Caro se llevó la mano a la boca reprimiendo un bostezo.

– Tiene que irse a dormir -dijo Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

– Cuando se termine ese café.

Pero él negó con la cabeza, dejó la taza en el suelo y se puso en pie.

– Es muy tarde.

– Lamento que…

– ¿Qué?

Ella se encogió de hombros.

– Que su amiga Siobhan… Y en el Oxford, que es su bar…

– Los dos tienen la piel dura -dijo él.

– Debería haberle dejado hablar, pero estaba de mal humor.

– ¿Irá a Whitemire este fin de semana?

Ella se encogió de hombros.

– También depende del humor que tenga.

– Bueno, si se aburre llámeme.

Caro se puso en pie, se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla izquierda. Al apartarse, abrió mucho los ojos y se llevó la mano a la boca.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rebus.

– ¡Acabo de acordarme de que la cena la pagó usted!

Él sonrió y se dirigió a la puerta.


* * *

Regresó por Leith Walk comprobando el móvil por si Siobhan le había enviado algún mensaje. No. Era medianoche. Tardaría media hora en llegar a casa. Habría muchos borrachos en South Bridge y Clerk Street apretujados al calor de las lámparas de las tiendas de venta de pescado y patatas fritas, haciendo tal vez un alto antes de encaminarse por Cowgate hacia los bares que cerraban tarde. En South Bridge podías asomarte a la barandilla y ver Cowgate abajo como en la visita al zoológico, pues a aquella hora estaba prohibido el tráfico rodado por la cantidad de beodos que había en el suelo.

Todavía encontraría abierto el Royal Oak, pero estaría atestado. No, iría directamente a casa y lo más aprisa posible para sudar la resaca del día siguiente. Pensó si Siobhan habría vuelto ya a su casa. Podía llamarla y aclarar las cosas; pero si estaba bebida… Sería preferible esperar a mañana.

Todo estaría mejor por la mañana: las calles recién regadas, los contenedores vacíos y los vidrios rotos barridos. Sin toda aquella asquerosa energía de las horas nocturnas. Al cruzar Princes Street vio que había una pelea en el centro del North Bridge; los taxis aminoraban la marcha y esquivaban a dos jóvenes que forcejeaban agarrados mutuamente del cuello de la camisa por la que sólo asomaba su cabeza. No veía armas. Era un baile que Rebus conocía perfectamente. Siguió caminando y pasó al lado de la joven cuyo cariño se disputaban.

– ¡Marty! ¡Paul! -gritaba-. ¡No seáis gilipollas!

Naturalmente lo decía por decir, porque sus ojos brillaban mirando el espectáculo que daban ¡por su persona! Las amigas trataban de consolarla, abrazadas a ella, deseosas de estar en contacto con el núcleo del drama.

Más allá, un grupo cantaba que eran demasiado sexy para ir con camisa, lo que venía a explicar que la hubieran tirado por el camino. Pasó un coche patrulla entre vítores y signos de victoria de los transeúntes, y uno de ellos pegó un puntapié a una botella, que rodó por la calzada, arrancando más vítores al estallar bajo las ruedas, sin que el coche policial hiciera el menor caso.

De pronto, frente a Rebus surgió una mujer joven con tirabuzones sucios y ojos de lujuria, que le pidió dinero y después un cigarrillo, para decirle a continuación si quería «aliviarse». A Rebus le sonó tan anticuado que pensó que lo habría aprendido de una novela o alguna película.

– Lárgate a casa antes de que te detenga -dijo.

– ¿A casa? -repitió ella como si fuese un concepto totalmente extraño.

Tenía acento inglés. Rebus asintió con la cabeza y siguió su camino. Cortó por Buccleuch Street, donde el ambiente era más tranquilo, y más tranquilo aún al atravesar los Meadows, cuyo nombre le recordó que en época histórica eran campos agrícolas. Al entrar en Arden Street miró a las ventanas de los pisos. No había señal de fiestas de estudiantes ni nada que pudiera entorpecer su sueño. Oyó una portezuela a sus espaldas y se dio la vuelta esperando encontrarse con Felix Storey, pero eran dos hombres blancos vestidos de negro, desde el polo hasta los zapatos. Tardó un instante en reconocerlos.

– No es en serio… -dijo.

– Nos debe una linterna -afirmó el jefe.

El otro más joven le miraba ceñudo, y Rebus reconoció en él a Alan, el que le había prestado la linterna.

– La robaron -les contó encogiéndose de hombros.

– Era una herramienta muy cara -replicó el jefe-. Y nos prometió devolverla.

– No me digan que es la primera vez que pierden algo -alegó.

Pero por su cara de pocos amigos comprendió que no iban a rendirse a sus argumentos ni aun apelando al espíritu de compañerismo. La Brigada Antidroga se consideraba un cuerpo aparte independiente de la policía. Rebus alzó las manos en signo de rendición-. Les haré un cheque.

– No queremos cheques. Queremos una linterna idéntica a la que le prestamos -replicó el jefe tendiéndole un papel-. Ahí tiene la marca y la referencia.

Rebus lo cogió.

– Mañana pasaré por Argos.

El jefe negó con la cabeza.

– ¿Se considera buen policía? Pues averigüe dónde.

– Iré a Argos o a Dixon's y les llevaré lo que encuentre.

El jefe dio un paso hacia él alzando la barbilla.

– Si quiere que le dejemos en paz, busque ese modelo -añadió señalando el papel con el dedo.

Y, satisfecho de sí mismo, dio media vuelta y se dirigió al coche, seguido de su joven colega.

– Cuídale, Alan, con un poco de cariño quedará perfecto.

Les dijo adiós con la mano, subió al piso y abrió la puerta. El entarimado crujió como quejándose. Enchufó el aparato de música y puso a volumen muy bajo un compacto de Dick Gaughan. Se derrumbó en su sillón preferido y sacó el tabaco del bolsillo. Aspiró el pitillo cerrando los ojos. El mundo parecía inclinarse arrastrándole a él. Se agarró al brazo del sillón y plantó con firmeza los pies en el suelo. Al sonar el teléfono, supo que sería Siobhan. Estiró el brazo y lo cogió.

¿De modo que estás en casa? -dijo ella.

– ¿Dónde esperabas que estuviera?

¿Necesito contestar?

– Eres muy mal pensada. No es a mí a quien debes pedir disculpas -añadió.

¿Disculpas? -replicó ella alzando la voz-. ¿De qué demonios tengo que disculparme?

– Habías bebido un poco.

Eso no tiene nada que ver -replicó en tono serio y sobrio.

– Si tú lo dices…

La verdad es que no le veo la gracia.

– ¿Seguro que quieres que hablemos de eso?

¿Vas a grabarlo y usarlo como prueba?

– Es difícil retirar las cosas que se han dicho.

Al contrario que a ti, John, a mí no se me da bien guardarme las cosas.

Rebus vio una taza en la alfombra, llena a medias de café frío. Dio un trago.

– Así que no apruebas mis compañías…

No es cosa mía con quien salgas.

– Qué generosa.

Sois los dos tan… distintos.

– ¿Y eso es malo?

Ella lanzó un fuerte suspiro que sonó en la línea como un chasquido estático.

Escucha, lo que trato de decir… Nosotros no somos simples colegas de trabajo… Somos algo más; somos… compañeros.

Rebus sonrió para sus adentros por la pausa antes de «compañeros». ¿Habría desechado «amigos» por la ambigüedad?

– Y como compañera -dijo él- ¿no te gusta verme adoptar una decisión errónea?

Siobhan calló un instante, que Rebus aprovechó para apurar la taza.

¿Por qué te interesa tanto, de todos modos? -preguntó ella.

– Tal vez porque ella es distinta.

¿Porque se aferra a una serie de ideas etéreas?

– No la conoces lo bastante para afirmar eso.

Conozco lo suficiente a ese tipo de personas.

Rebus cerró los ojos y se restregó el puente de la nariz, pensando: «Eso es más o menos lo que me había dicho yo al principio».

– Otra vez pisamos terreno peligroso, Shiv. ¿Por qué no te acuestas? Te llamo por la mañana.

Piensas que voy a cambiar de parecer, ¿verdad?

– Es cosa tuya.

Pues te aseguro que no.

– Tienes todo el derecho. Mañana hablamos.

Ella hizo una pausa tan larga que Rebus pensó que había colgado, pero no.

¿Qué es eso que escuchas?

– Dick Gaughan.

Parece que se lo llevan los demonios.

– Es su estilo -contestó Rebus, sacando del bolsillo el papel con los datos de la linterna.

¿Un rasgo escocés quizás?

– Tal vez.

Buenas noches, John.

– Oye, una cosa… Si no llamaste para disculparte, ¿por qué lo has hecho?

No quería que nos enfadáramos.

– ¿Y nos hemos enfadado?

Espero que no.

– O sea, ¿que no era simplemente por comprobar que estaba plácidamente al abrigo de mi soledad?

Como si no lo hubiera oído.

– Buenas noches, Shiv. Que duermas bien.

Colgó y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón cerrando los ojos.

Compañeros no; amigos…

Загрузка...