Martes 18.15-22.25 horas

La Pensione San Giovanni era un hotel familiar, que en otro tiempo había sido una elegante residencia privada. Era un edificio de cuatro pisos, que asomaba su estrecha fachada sobre la Via Emilia, encajonado entre otros dos edificios similares. La fachada estaba cubierta de hiedra y ante ella se extendía un pequeño aparcamiento circular, atestado de automóviles.

Dentro dos habitaciones con suelo de losas constituían el vestíbulo. A la izquierda estaban la gerencia y la mesa de recepción; a la derecha el escritorio del conserje, junto a la puerta del comedor. Peter se presentó al gerente, un hombre joven de pelo claro y espeso bigote, que hojeó su pasaporte y entregó la llave a un muchacho flaco, vestido con guardapolvo y delantal.

– Habitación cincuenta y siete -anunció a Peter-. ¿Sabe por cuánto tiempo va a permanecer entre nosotros?

Peter le dijo que no lo sabía.

– ¿No ha habido llamadas para mí? -preguntó, antes de alejarse.

– No, señor. Todavía no. ¡Ah!, el alojamiento es con media pensión. Desayuno y una comida. Si usted desea almorzar aquí, el almuerzo se sirve de doce a catorce; si desea cenar puede hacerlo de diecinueve a veintiuna.

Peter le dio las gracias y siguió al muchacho flaco. Después de doblar un recodo desembocaron en un pequeño hall de mármol y subieron a un minúsculo ascensor con estrechas puertas de dos hojas y paredes de madera. Adosados a la pared posterior había un espejo y un banco plegable rojo, y en uno de los laterales se habían fijado los menús del día. El ascensor sólo llegaba hasta el tercer piso y el muchacho condujo a Peter a través de un hall alfombrado y ascendió un tramo de escalera hasta el cuarto piso. Allí abrió la puerta de la izquierda e hizo pasar a Peter a una amplia habitación color crema con vista a la calle. Había un armario a la derecha de la puerta; camas gemelas contra la pared; veladores y un teléfono, tres sillas, una mesa y varias alfombras pequeñas distribuidas sobre el suelo. El baño era amplio y los accesorios no diferían mucho de los del Emerson de Washington.

Una vez que despachó al muchacho, con la correspondiente propina, Peter echó la llave, se sentó en la cama más próxima al teléfono y llamó una vez más a la embajada. Eran las dieciocho y treinta y cinco y lo atendió el centinela de guardia. Herndon Tolliver no estaba y el edificio ya estaba cerrado. Llamó al número particular de Tolliver y no obtuvo respuesta. Lanzó una maldición y se acercó a la ventana, levantó las persianas, corrió las cortinas y abrió las dos hojas. Ya era noche cerrada y el cielo estaba veteado de nubes. Letras de neón amarillo anunciaban el Capriccio Night Club en la esquina. Al nivel de la calle fulguraban otras luces. Más arriba las ventanas permanecían cerradas y todo estaba oscuro. Pasó un automóvil y otro estacionado junto a la acera se puso en marcha y abandonó la fila; pero las aceras estaban desiertas.

Peter fumó un cigarrillo mientras estudiaba la escena. Luego arrastró la mesa y una silla hasta que quedaron bajo la luz central y pasó una hora redactando un informe para Brandt. En él detallaba el vuelo y sus sospechas sobre el hombre del diente negro y su esbelto acompañante. Si algo le ocurría por lo menos tendría fichados a los sospechosos.

Llamó dos veces más al número particular de Tolliver, mientras trabajaba, pero con los mismos resultados. No hubo respuesta. Terminó de cifrar el informe, lo controló y lo puso en uno de los sobres especiales de Brandt. Luego lo llevó al escritorio del conserje para que saliera en el primer correo.

Pidió la cena y le sirvieron puré de guisantes, pollo frito a la Florentina y una jarra de vino blanco no muy bueno. Dio al camarero el número de su habitación, se cercioró en la mesa de recepción de que no había llamadas para él, recogió su pasaporte y volvió a la habitación. Eran las veinte y quince.

Una vez más intentó inútilmente comunicarse con Tolliver, lanzó un juramento y encendió un cigarrillo. Lo fumó tendido sobre la cama próxima al teléfono y se preguntó qué haría si algo inesperado le hubiera ocurrido a Herndon Tolliver. Pero, ¿cómo podía enterarse si le había ocurrido algo a Tolliver?

Concluido el cigarrillo intentó dormir, pero estaba demasiado tenso, demasiado ansioso de acción. Era como las noches que precedían a un partido de fútbol en el colegio. En aquellas ocasiones el sueño siempre había sido esporádico y siempre había tenido la seguridad de que su actuación podría haber sido mejor de haber descansado como correspondía. ¿Qué ocurriría esta vez?

A las veintiuna y cuarenta y cinco decidió mandar todo al diablo y tomar una ducha. Y estaba preparando la muda limpia cuando sonó el timbre suave del teléfono. Peter dio un respingo. Luego se sentó lentamente sobre la cama y descolgó el teléfono.

– ¿Míster Congdon?

Era una voz ligera, alegre, con un dejo de cocktails.

– Soy yo.

– Mi nombre es Herndon Tolliver. Me avisaron de que quería hablar conmigo.

Peter no pudo evitar un pequeño sarcasmo.

– Me alegro de que, por fin, se haya enterado.

– Bueno, llamé una o dos veces al Savoy durante la tarde. Me dijeron que estaría en el Savoy, ¿sabe?

Se produjo una breve pausa y la voz dijo con cautela:

– ¿Me quería ver por algo en especial?

Peter hizo una mueca y dijo:

– Según parece tengo que decirle: «La leche materna es buena para los bebés».

Tolliver rió regocijado.

– Está bien. Es usted. Y yo tengo que responder: «Doctor Spock, supongo». El senador Gorman tiene un curioso sentido del humor, ¿no le parece?

– Absurdo es la palabra. Tengo entendido que tiene que entregarme algo.

– Sí. La cosa-en-cuestión llegó ayer junto con una carta y debo confesarle que no tengo ni la más remota idea acerca de esto. No sé de qué se trata. El senador me pidió que le hiciera este favor y no puedo negarme; le debo mi puesto aquí. Por lo menos él es mi senador y se supone que yo soy un producto de su influencia… Sea como sea, debo entregarle el sobre que me envió. Lo malo es que no basta con que se lo haga llegar. Debo encontrarme con usted en algún sitio fuera de esta embajada; en un refugio hippie o algo así, y cerciorarme de que usted tiene una carta igual a la que él me envió. Espero que usted tenga la carta, así concluimos este asunto.

– La tengo.

– ¿Qué dice su carta? Quizá podamos abreviar los trámites y le dejo el sobre en el hotel. Realmente estoy loco de trabajo y…

– Creo que es mejor que lo hagamos como él dice -dijo Peter-. El paga los gastos y tiene derecho.

Tolliver suspiró.

– Bueno, me parece un poco excesivo. Me refiero a la imposición. Pero el senador es así. No le importan los medios con tal de obtener lo que quiere. Dígame una cosa: ¿tiene esto algo que ver con esa investigación sobre la mafia que dirige en el Senado?

– ¿No es mejor que hablemos personalmente, míster Tolliver? ¿Dónde puedo encontrarlo y dentro de cuánto tiempo?

– Bueno, crean todo un clima de capa y espada en torno a este asunto. Realmente no me había preocupado demasiado hasta ahora. ¿Se le ocurre algún lugar?

– A mí no. Usted es quien vive aquí.

– A ver… ¿Está en la pensión San Giovanni? ¿Dónde queda eso?

– En la Via Emilia.

– ¿La Via Emilia? -rió-. ¡Qué suerte! Está a la vuelta de la embajada. Nos veremos en II Pipistrello. ¿Lo conoce?

– No. ¿Qué es y dónde está?

– Es un club nocturno. En la Via Emilia. Unas pocas puertas más allá del Capriccio Night Club. No puede perderse. ¿Sabe qué significa II Pipistrello? -preguntó con una risita.

– No.

– Bueno, no se lo diré hasta que llegue allí. Mientras tanto trate de adivinar. Pero es el nombre idóneo para un lugar de reunión. Es una verdadera gruta como el Black Hole de Calcuta. Exactamente el sitio para este asunto tenebroso en que Gorman nos ha metido.

A Peter no le interesaban mucho los simbolismos.

– Está bien, en El Pipis… lo que sea -dijo-. ¿Dentro de quince minutos?

– ¡Ah, no! Eso es imposible. Digamos a las veintitrés. Tengo que ir a casa y arreglarme un poco. Además, tengo allí el sobre. ¿Cómo hago para reconocerlo?

– Busque a un tipo de pelo oscuro y cara avinagrada, con un traje gris oscuro y una corbata estampada.

– Yo mido uno setenta y cinco y llevaré un gran sobre de papel manila.

– Muy bien. Lo veré a las veintitrés. Deletréeme el nombre del lugar.

Cuando terminó su conversación telefónica, Peter se bañó rápidamente, se vistió, se colocó el revólver bajo la chaqueta, pero dejó el abrigo colgado en una percha del armario y el maletín en uno de los estantes. A las veintidós y veinte, echó la llave a la puerta y descendió el tramo de escaleras hasta el ascensor. Entregó su llave al conserje de turno y salió al aire húmedo y fresco de la noche, en busca de II Pipistrello. Tolliver consideraba todas aquellas elaboradas precauciones como una muestra del sentido del humor de Gorman; pero Peter estaba metido en el asunto y no quería correr riesgos. Siempre era conveniente anticiparse cuando se trataba de una cita con una persona desconocida en un lugar desconocido y por un asunto en el que los factores de seguridad eran bastante dudosos. Además a Peter le sobraba el tiempo, de modo que llegaría temprano a la cita.

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