Sábado 16.00-16.25 horas

La conferencia de prensa se prolongó cinco minutos más, y Peter estaba esperando junto a la puerta cuando salieron los periodistas. Charlaban, mientras se dirigían a las pilas de abrigos y sombreros que se levantaban bajo la escalera, y el tono de la charla era animado. Estaban impresionados. La testigo secreta de Gorman disputaría los titulares a Vietnam y las incógnitas que abría eran, sin duda, fascinantes.

– No cabe la menor duda de que la mafia sabe lo que él nos acaba de decir -opinaba un hombre-. Puedes estar seguro de que Gorman no les va a facilitar información una vez más. No; después de lo que ocurrió con Bono.

– Entonces, la va a traer por un oleoducto -comentó otro-. Esa es la historia que me gustaría conocer.

– Y ésa es la historia que nunca obtendremos… ni siquiera bajo cuerda.

El hall se colmó de grupos que iban y venían, unos con sus abrigos y sombreros puestos, rumbo a la puerta, otros se abrían paso hacia el guardarropas. Peter esperó hasta que la corriente que brotaba del salón de conferencias amainara y luego se abrió paso en sentido contrario. El senador estaba junto a la mesa, conversando con tres de los periodistas, mientras recogía sus cosas. Su actitud era sobria y grave, como la de un profesor que acaba de dictar una Clase magistral; pero un profesor muy ocupado, que no tiene tiempo para aquilatar el efecto de su clase.

Peter se aproximó y aguardó su turno, mientras escuchaba al senador, que recordaba a uno de los periodistas que la mafia había ofrecido cien mil dólares por la cabeza de Joseph Bono, cuando se enteró de que estaba dispuesto a declarar y que por eso era tan importante mantener el secreto en el caso de la nueva testigo. Cualquier dato que se filtrara acerca de su identidad o de su paradero pondría en peligro su vida. No dudaba de que el periodismo sabría comprender. El senador se volvió a Peter.

– ¿Tiene alguna pregunta qué hacer?

– Esperaré a que los demás terminen, senador.

Gorman se volvió, respondió a dos o tres preguntas más y dijo que facilitaría toda la información necesaria en cuanto las circunstancias lo permitieran. Cuando los reporteros se alejaron, terminó de guardar sus papeles en la carpeta y clavó en Peter una mirada astuta y penetrante.

– Y bien, usted quería verme.

– Creo que usted quería verme a mí, senador. Soy de la Agencia de Detectives Charles F. Brandt.

Gorman le dirigió otra rápida mirada, y sus ojos se achicaron.

– ¡Ah, sí! El hombre de Brandt. ¿Cómo se llama?

– Congdon, Peter Congdon.

– Conque Congdon, ¿eh? Muy bien, míster Congdon, ¿trae algún documento de identidad… alguna credencial? Pero no… aquí no.

Saludó con la cabeza al último hombre que abandonaba la sala.

– Buscaremos un lugar más privado.

Se volvió y guió a Peter a través de la puerta del fondo. Atravesaron una pequeña sala de música con paredes revestidas de madera y un hall interior, y subieron una estrecha escalera. Al llegar al primer piso, atravesaron un corredor alfombrado en verde y, por fin, entraron en el escritorio del senador, situado en un ángulo posterior de la casa. Era una habitación amplia, cuyas ventanas se abrían, hacia un lado, sobre la embajada de Thailandia y, hacia el otro, sobre el garaje y el jardín posterior. El lote de 45 por 45 incluía una parra, algunos árboles frutales, una mesa de piedra y un estanque, todo rodeado por un muro semioculto tras las enredaderas. Era una residencia privada, extremadamente privada.

El estudio tenía las paredes revestidas en caoba, una alfombra color bordeaux cubría el suelo y los confortables sillones estaban tapizados en cuero. Había un gran escritorio de caoba, librerías -cuyas estanterías estaban parcialmente ocupadas por libros- y tres hileras de ficheros, detrás de la puerta. Los rayos del sol poniente, que atravesaban las ventanas del fondo, pintaban relucientes rectángulos anaranjados sobre la boiserie.

El senador encendió la luz central, corrió las pesadas cortinas, encendió la lámpara del escritorio y dejó los papeles sobre la carpeta de papel secante.

– Muy bien, míster Congdon -dijo extendiendo una mano.

Peter le entregó la ficha de identificación de la agencia, en la que figuraba su fotografía, su firma, sus datos personales y, al dorso, la impresión de su pulgar derecho. Luego le alargó una carta de presentación de Brandt.

El senador estudió la tarjeta y leyó:

– Edad: treinta y uno; cabello: castaño; sexo: masculino; ojos: castaños; estatura: un metro ochenta.

Estudió a Peter.

– Creo que los datos coinciden -comentó, y le devolvió la tarjeta.

Luego leyó la carta y la dejó caer sobre el escritorio.

– Muy bien. Por lo visto usted es quien dice ser. ¿Llegó a tiempo para servirse algo? ¿Le ofrecieron una copa?

– Sí. Además asistí a la conferencia de prensa.

– Muy bien. Entonces ya tiene una noción general del asunto. Tome asiento, míster Congdon.

El senador indicó una silla de cuero verde y abrió un cajón del que extrajo una botella de bourbon Old Crow y dos vasos.

– ¿Quiere un trago?

Peter, que ya había tomado asiento, hizo un gesto negativo.

– No bebo mientras estoy de servicio, señor.

– Ahá. Eso está bien. Bueno, si cambia de idea-

Se sirvió tres dedos del líquido ambarino y se sentó en su sillón giratorio. Observó a Peter con aire pensativo durante algunos instantes, bebió un pequeño sorbo y apoyó el vaso sobre el escritorio, sin soltarlo.

– ¿Qué le ha dicho Brandt acerca de este trabajo?

– Absolutamente nada, salvo que tenía que estar aquí hoy a las quince, para entrevistarme con usted. Dijo que usted me diría lo que necesito saber.

– Está bien -murmuró el senador y se irguió en su sillón-. ¿Está usted enterado de la labor que cumple mi subcomisión? ¿La ha seguido a través de los diarios?

– Sé que investigan las actividades de la mafia.

– ¿Eso es todo lo que sabe?

Peter cruzó las piernas, pero no se apoyó en el respaldo.

A Brandt no le gustaba que sus agentes bebieran, pero tampoco le gustaba que perdieran demasiado tiempo en charlas preliminares.

– Creo que uno de sus testigos fue asesinado antes de que pudiera declarar. Fue un asunto bastante sonado.

– La prensa se ocupó mucho del tema. Pues bien, nuestro testigo fue asesinado. Joe Bono. Uno de los hombres clave de la mafia.

Y estaba dispuesto a hablar. Y ellos lo hicieron callar. ¿Sabe algo acerca de Bono?

– Tengo entendido que estaba en la mafia.

– Así es. Estaba en la mafia, pero no era de la mafia. No sé si me entiende.

– No.

Gorman bebió otro sorbito de su bourbon puro, lo paladeó un instante y prosiguió:

– Entonces tendré que instruirlo. Sin entrar en detalles sobre la historia de la organización, le diré que originariamente estuvo constituida por un grupo de familias sicilianas, cuyos descendientes integran la mafia de hoy. Son los descendientes de los cabecillas. Ellos manejan la mafia. Ellos organizan, controlan, manejan las operaciones. Y sólo ellos pueden ser jerarcas dentro de la organización. Los integrantes de sus bandas son simples asalariados y sólo Dios sabe cuántos de esos secuaces hay dispersos por el mundo. Dios y quizá Bono, a quien ellos mataron. Esos secuaces son de todo tipo… los hay astutos, los hay tontos, asesinos profesionales, abogados… cualquier cosa. Pero ninguno de ellos puede llegar a ser jerarca de la mafia. En realidad nadie que no haya nacido dentro de ella puede ocupar un puesto de importancia. ¿Me sigue?

– Sí. Es un asunto de familia -dijo Peter.

– Eso es. Exactamente eso. Un negocio familiar. Y como todo negocio familiar, míster Congdon, tiene sus excepciones. De tanto en tanto aparece un tipo excepcional entre los segundones. Fue el caso de Al Capone. No era siciliano. Era napolitano. Pero era un genio. Un genio en el terreno de la organización y el desarrollo. Era tan bueno que la mafia acataba casi siempre lo que él disponía. No pudo convertirse en jerarca de la organización porque, como le dije, no había nacido dentro de ella, pero su opinión era decisiva para la elección del capo.

Gorman bebió otro sorbo de bourbon y dejó el vaso.

– Joseph Bono fue un caso similar al de Capone. Hasta era napolitano, como Capone. Y era capaz. No tan capaz como Capone; pero era bueno. Bono fue lo bastante capaz como para progresar muchísimo más que cualquiera de los colaboradores externos de la organización. Lo malo es que Bono consideró que no había progresado todo lo que merecía. Le dolió no poder penetrar en los círculos más íntimos.

Gorman echó su silla hacia atrás y cruzó las manos detrás de la nuca.

– Ahora escuche esto: una de las razones por las cuales la mafia ha creado un sistema tan cerrado, es la preparación de sus miembros. La mafia soluciona sus propios conflictos. Administra su propia justicia. Nunca habrá oído que la mafia acuda a la policía en demanda de ayuda. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la gravedad de las querellas internas, caiga quien caiga, la mafia y sus esposas no abren la boca. Si usted ha seguido las actividades de mi comité verá que eso es obvio. Todos ellos se amparan en el Artículo Quinto de las Enmiendas.

El senador hizo otra mueca y bebió otro sorbo.

– Como comprenderá -prosiguió-, ésa es una de las razones por las cuales nadie de fuera puede ocupar los puestos directivos de la mafia. Ellos sólo confían en los suyos. Capone, por ejemplo, no tenía la estabilidad emocional que ellos exigen. Bono dejaba que desear en cuanto a discreción. Y mientras más resentido estaba, más ganas tenía de hablar. Y había llegado lo bastante alto como para decir cosas importantes.

Gorman volvió a echar hacia atrás su silla y entrelazó las manos detrás de la nuca.

– Por supuesto que nosotros nos enteramos de eso. Cuando iniciamos la investigación y comenzamos a interrogar y a sondear, alguien nos dijo que sería fácil convencerlo de que hablara.

»Si se despachaba tenía que ser en grande y ¡qué mejor oportunidad que la que le proporcionábamos nosotros! De modo que iniciamos las tentativas a través de nuestros intermediarios y logramos que viera las cosas a nuestra manera. Ya teníamos todo arreglado; pero, por supuesto, a la mafia no le gustó la idea. No querían que hablara.

La expresión de Gorman se hizo amarga.

– Lamentablemente… para la gente honesta de este país… la mafia llegó antes que nosotros. E hicieron un buen trabajo. Supongo que lo habrá leído. Le dejaron en el portaequipajes de un automóvil robado; atado de pies y manos. Le habían volado media cabeza y tenía otros cuatro balazos y cincuenta heridas provocadas por un punzón para hielo, en el resto de su humanidad.

Peter asintió.

– Me enteré.

– Sí -dijo Gorman con amargura-. Los diarios informaron con todo detalle. Le dedicaron más espacio que a todo lo que había hecho la comisión hasta entonces. O.K. ¿Se va haciendo una idea?

– Sí.

Gorman bebió otro sorbo y se echó hacia atrás en el asiento.

– Creo que es una historia simple. Y bien, usted ya ha oído mis declaraciones a los periodistas. Ahora tenemos otro testigo. Esta vez es una mujer. Y supongo que ya habrá adivinado para qué está aquí.

Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No, señor. No lo he adivinado.

– Vamos, Congdon. Se supone que es un detective inteligente, ¿no? ¡No me diga que no se lo imagina!

– No veo la necesidad de adivinarlo. Prefiero que me lo diga.

Gorman puso un pie sobre el escritorio y una comisura de la boca se le contrajo.

– Está bien, Congdon. Se lo diré en pocas y dulces palabras. Su tarea consiste en traer a la muchacha aquí, sana y salva.

– Comprendo.

– Ahora no me diga que no era capaz de adivinar lo que le iba a decir.

– No, señor, no tenía la menor idea de lo que pretendía de mí.

– Me sorprende usted, Congdon.

– Usted me sorprende, senador. O quizá no esté familiarizado con la forma en que operan las subcomisiones del senado. Supuse que la muchacha estaría bajo la protección de agentes del gobierno.

– Bueno, cuando llegue a territorio estadounidense tendremos montones de agentes del gobierno que la protejan. Pero ocurre que ahora no está en el país.

– Pero tenemos agentes federales en otros países.

– ¿Quiénes? ¿Qué? ¿Se refiere a la CIA? Eso es espionaje. Esto no es asunto suyo.

– ¿Y qué hay de la gente del Tesoro? El contrabando de drogas es asunto de ellos, y tengo entendido que la mafia lo controla.

– Eso es cierto. Sólo que nosotros no tenemos autoridad sobre la gente del Tesoro.

Gorman bajó el pie y se inclinó para tomar otro sorbo de bourbon. Ahora sólo quedaba un dedo de líquido en el vaso.

– Eso está bajo jurisdicción del bendito Poder Ejecutivo y, como usted habrá notado, Congdon, esta investigación no goza de mucha popularidad en un montón de sectores.

El senador miró a Peter, y sus ojos se contrajeron.



– ¿Pudo observar a la prensa hoy? Conseguí tenerlos quietos, tomando notas. Quizá hasta vuelva a figurar en primera plana en los diarios de mañana, con mi historia de la nueva testigo. Pero estos malditos reporteros están tan ocupados llenando páginas con artículos sobre Vietnam o sobre hippies o sobre el poder negro, que no tienen tiempo para ver dónde están las noticias realmente interesantes. Pero ya llegará el día, Congdon.

El senador levantó un índice y prosiguió:

– Algún día se darán cuenta de dónde está el verdadero poder. Verán quién sostiene el látigo. Y entonces vendrán mansitos. De eso puede estar seguro.

Meneó la cabeza.

– Sí, Congdon. La mafia es la raíz de todo mal y es el mal que extirparemos de raíz. Usted y yo y esa mujer que va a traer. Y entonces se verá.

Gorman frunció el entrecejo y se acodó sobre el escritorio, dentro del cono de luz de la lámpara.

– ¿Usted conoce las astucias de los columnistas? No, supongo que no. Sij nombre no figura tanto en los diarios como para que haya llegado a conocerlas. Su reputación no está a merced de un tipo cualquiera, que se sienta tras una máquina de escribir, convencido de haber adivinado las intenciones de los demás. Y esos tipos me atacan por la espalda. Más vale que tratemos el tema con franqueza, porque si usted no está enterado, ya se enterará, y prefiero que conozca los hechos por mi boca y no por los rumores que lanzan algunos de esos individuos, a quienes sólo les interesa atraer lectores haciendo trizas a algún personaje.

«Algunos columnistas han llegado a sugerir que toda esta investigación es una farsa. Tengo enemigos, Congdon. Cuando uno está en la vida pública y trata de cumplir una tarea y está dispuesto a la controversia, siempre se gana enemigos. Y yo tengo los míos.

Y una de las cosas que mis enemigos dicen de mi es que el propósito de esta comisión investigadora no es investigar la mafia, sino promoverme a mí y a los miembros de la subcomisión.

Se irguió en su asiento y miró a Peter a los ojos, con mirada dura.

– Es una canallada, créame que es una canallada -afirmó inclinándose sobre la mesa y levantando un dedo acusador-. Le voy a decir una cosa, si quisiera promocionarme lo lograría mucho mejor con grandes discursos sobre nuestra conducta en la guerra del Vietnam. Atacándola o defendiéndola, eso es lo de menos. Figuraría más en los titulares de los periódicos hablando de la agitación racial del verano pasado o proponiendo una nueva ley que declarara delito federal la posesión o uso de LSD. Eso haría si sólo persiguiera los grandes titulares.

»Pero, ¿adónde iría con eso? La guerra en Vietnam terminará algún día… bien o mal, pero terminará. No pasará mucho antes de que Stokely Carmichael sea un tema tan olvidado como Malcolm X. Pero el cáncer que provoca las guerras, los problemas que incuban a un Malcolm X o a un Stokely Carmichael, seguirán con nosotros.

»Recorra las calles de Harlem alguna noche. Nueva York no es mi Estado, gracias a Dios; pero la investigación es mi tarea y me ha llevado allí. A Harlem. Verá a los drogadictos en plena calle. Todo el que encuentra es un drogadicto. Van en busca de la dosis o de dinero para comprarse la dosis. ¿Y de dónde sale la dosis? De la mafia. ¿Y quién proporciona el dinero? La mafia. ¿Su hermana se entrega a la prostitución? La mafia está detrás. ¿Usted pierde hasta la camisa en el juego? La mafia. La mafia controla y promueve los cánceres de nuestra sociedad. Ellos manejan el tráfico de drogas, el juego, la prostitución, las máquinas tragaperras, los juke boxes… Nómbreme cualquier cosa y, si es dañina, la mano negra está metida en ella hasta el codo. No es de sorprender que haya motines en este país. No es de sorprender que haya crímenes en las calles. La gente dice que yo veo un hombre de la mafia bajo todas las camas. Creen que exagero. No, no exagero. Sólo veo lo que existe, lo que otra gente no ve, porque sólo mira en la superficie. Ven la enfermedad que padece la sociedad, y no ven sus causas.

Gorman se aflojó un poco, bebió otro sorbo de bourbon y se echó hacia atrás en su silla.

– Usted comprende, ¿no es cierto? Bueno, un montón de gente en este país no comprende. Y por eso no recurrimos a los agentes del Tesoro. La comisión que presido no tiene autoridad sobre el Departamento del Tesoro. No puedo ordenar a esos hombres que hagan un trabajo para el Senado. Y quienes tienen autoridad sobre los agentes del Tesoro no entienden las necesidades de mi comité. Por eso nos vemos obligados a contratar personal propio, para que hagan nuestro trabajo, y aquí es donde entran en escena usted y la Agencia Brandt. Usted y yo traeremos un nuevo testigo para que declare en el caso, y cuando lo hagamos, Vietnam pasará a segundo plano y la labor de mi comisión será el tema más discutido en Washington. Pasaremos al primer término. Y entonces recordaré quién ha sido mi amigo y quién mi enemigo.

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