Miércoles 5.35-5.50 horas

Los dos hombres obedecieron lentamente, y Vittorio dijo:

– Peter, amigo mío, conoce a unas niñas encantadoras.

– Esta parece estar un poco confusa -comentó Peter, y volviéndose a Karen, añadió-: Escuche, no tenemos tiempo que perder. Cada minuto que pasa aumenta el peligro para usted.

– Son ustedes quienes están en peligro -replicó ella-. Los mataré si se mueven, y tengo muy buena puntería. Además estoy dispuesta a matarlos si no responden a mis preguntas. ¿Quién los mandó?

El tono de su voz indicaba que estaba dispuesta a hacer lo que decía, y Peter se sintió muy estúpido. Se había dejado conmover por su terror y le había vuelto la espalda. Había olvidado que era la implacable y materialista muchacha dispuesta a vender algo aun al precio de su vida y a exigir un precio capaz de desangrar a un senador.

– El senador Gorman nos ha enviado -le dijo fríamente-. Usted debería estar esperándonos. Por lo menos eso nos dijo él.

– Espero a un hombre llamado Peter Congdon. No lo conozco pero no estoy dispuesta a creer que un hombre que se mete por la ventana de mi dormitorio en plena noche es Peter Congdon simplemente porque dice serlo.

– Tocamos el timbre. Nadie respondió. Entré por la ventana porque creí que la habían matado o raptado.

– ¿Tocaron el timbre a esta hora? -preguntó, y una comisura de su boca se contrajo en gesto irónico-. Aunque lo hubiera oído no habría contestado. ¿Cree que soy estúpida? ¿Y quién es ese amigo italiano? Ese es otro de los errores que han cometido. O se olvidaron o nunca supieron que Peter Congdon vendría solo.

Se volvió a Del Strabo.

– ¿Qué función desempeña en la mafia, señor Del Strabo? ¿Lo echarán de menos si muere?

– Me gustaría que crea en las palabras de mi amigo -dijo Vittorio-. En lo que a mí respecta soy romano, no siciliano.

– No tardaremos en establecer quién es el verdadero Congdon -anunció ella, y volviéndose a Peter dijo-: El senador Gorman le dio un santo y seña para que se identificara ante mí. ¿Cuál es?

– ¿Qué le parece «La leche materna es buena para los bebés»?

– No. No sirve. Y ahora, Don Fulano, responda a mis preguntas. ¿Quién le envió?

Y no me diga que fue el senador Gorman.

Peter hizo un nuevo intento.

– Escúcheme: nunca llegó a mis manos el sobre con el santo y seña. Créame. La mafia tiene ese sobre. Ellos sí conocen el santo y seña. Raptaron al hombre que debía entregarme los datos.

– Muéstreme su pasaporte y tenga cuidado al sacarlo.

Peter tragó saliva.

– No tengo pasaporte. La mafia me lo robó también. Mire…

Separó las manos que tenía apoyadas sobre la cabeza para mostrarle la herida.

– ¿Ve cómo me golpearon?

La chica no pareció conmovida.

– Creo que ustedes dos han venido a matarme -dijo.

– Vinimos aquí a prevenirla -insistió Peter.

La muchacha sostenía el arma con mucha firmeza, y Peter trató de adivinar sus intenciones. Sospechó que la impaciencia de su dedo por apretar el gatillo era proporcional a sus temores de que sus visitantes fueran agentes de la mafia.

– Mire, ángel -le imploró-; si hay alguna posibilidad de que yo no mienta, haría bien en considerarla.

– Existe una posibilidad, aunque bastante vaga -dijo la chica en tono despectivo-. Podría matarlos y llamar a la policía, pero como existe una mínima posibilidad de que no sean mafiosos, sino unos ladrones cualquiera… o que usted sea el propio Peter Congdon, prefiero dejarles ir. Pero les daré una lección. Quítense la ropa.

Peter la miró incrédulo.

– ¿Qué?

– Quítense todo. Cuando estén desnudos les dejaré irse.

Peter comenzó a bajar una mano, pero se apresuró a subirla ante el gesto amenazador del revólver.

– Mire, ángel. Está bien que se divierta, pero está llevando las cosas muy lejos.

Karen permanecía firme. Nada parecía conmoverla.

– Saldrán a la calle desnudos… si es que quieren salir de aquí. Les doy esa opción. Y les digo que estoy convencida de que hago mal en dejarlos irse. ¡Quítense la ropa!

– La señora tiene ideas muy originales, amigo Peter -dijo Vittorio-; pero creo que es mejor obedecer. Se le está acabando la paciencia.

– Es una chiflada -respondió Peter y bajó lentamente las manos.

Se desabrochó la chaqueta y comenzó a quitársela. Cuando la chica vio la cartuchera lo detuvo.

– Un momento -dijo-. Siga desvistiéndose lentamente, usted espere a que él termine -añadió dirigiéndose a Vittorio.

Peter deslizó el brazo izquierdo por la manga de la chaqueta, y en ese instante sonó el timbre.

– La mafia -exclamó Vittorio, y la muchacha se volvió sobresaltada.

Peter aprovechó para arrojarle la chaqueta y saltó sobre el revólver. Fue una maniobra limpia y tardó un instante en arrancarle el arma; pero tuvo la desagradable sensación de que ella podía haberlo matado si hubiera querido.

Ahora controlaba la situación. Inmovilizó a la chica sujetándole los brazos a la espalda.

– Es la mafia -susurró-. ¿Me entiende? ¡La mafia!

Ella lo miraba insegura, con los ojos muy abiertos. Ahora la veía como cuando entró, femenina y vulnerable, la indefensa y hermosa muchacha con dificultades. Pero Peter ya sabía a qué atenerse; no iba a hacer el papel de idiota dos veces.

El timbre volvió a sonar, esta vez con más insistencia.

– ¿Hay alguna otra salida? -preguntó, pero sabía la respuesta de antemano.

Ella negó con la cabeza. Vittorio bajó las manos y se puso la chaqueta.

– Por lo visto estamos en una trampa.

– Ellos van a caer en una trampa -dijo Peter bruscamente.

Arrojó el revólver de la muchacha sobre la cama y le sujetó los brazos con ambas manos.

– Si usted hace lo que le digo no ocurrirá nada. Venga conmigo y diga lo que le voy a indicar.

La condujo a través de la sala de estar y sacó su propio revólver.

– Pregunte quién es -le susurró-. Pero no se quede delante de la puerta. Pueden disparar a través de la madera.

La atrajo hacia el lado alejado del pestillo y Vittorio se instaló al otro lado, junto a las ventanas delanteras. También había sacado el revólver; su expresión era grave, el brillo travieso había desaparecido de sus ojos. Este era el tipo de emoción que había estado buscando y ahora sus ojos oscuros tenían un brillo incandescente.

El timbre sonó por tercera vez, y cuando el ruido cesó, Karen, que hasta ese instante había permanecido silenciosa y pasiva, se acercó a la puerta y preguntó:

– ¿Quién es?

Del otro lado llegó una voz masculina:

– Peter Congdon. He venido a defenderla de la mafia.

Peter sintió un estremecimiento al escuchar su nombre. Eran ellos. Ya no cabía duda.

– ¿Qué quiere a esta hora? -exclamó Karen, sin que nadie se lo indicara, y se echó atrás.

Actuaba bien… Había puesto la nota precisa de fastidio en su pregunta. Peter levantó una ceja a guisa de felicitación.

– Déjeme entrar. La mafia está sobre su pista. Tengo que sacarla de aquí.

Karen miró a Peter a la espera de instrucciones. Había aumentado la presión de sus dedos sobre el brazo de la muchacha, pero ninguno de los dos lo advertía.

– Pídale el santo y seña -murmuró.

Ella se inclinó, obediente.

– ¿Cuál es el santo y seña?

– El Himno de Batalla de la República. Rápido. Abra.

Ella hizo una señal de asentimiento, y Peter le susurró:

– Pídale que pase su pasaporte bajo la puerta.

– Quiero ver su pasaporte -dijo ella-. Páselo por debajo de la puerta.

– Ya le he dado el santo y seña. Déjese de historias. La mafia llegará en cualquier momento.

– No me basta con el santo y seña -replicó ella con el mismo dejo de glacial autoridad con que les había dado órdenes en el dormitorio-. Quiero más pruebas. Si usted es Peter Congdon, muéstreme su pasaporte.

El hombre gruñó algo y hubo una pequeña demora. Luego vieron un pequeño rectángulo azul-grisáceo que se deslizaba bajo la puerta. Peter se apresuró a levantarlo. Era su pasaporte. Se lo mostró a la chica y señaló la fotografía y su rostro. Ella asintió con la cabeza.

– Dese prisa, ¿quiere? -urgió la voz de fuera-. Es cuestión de vida o muerte.

– Dígale que si -susurró Peter-. Luego vaya a buscar su revólver. Si consiguen pasar sobre nosotros, no les haga desnudarse. Mátelos.

– Está bien, Peter -dijo ella dirigiéndose al hombre de fuera, y se alejó en puntillas hacia el dormitorio. Peter señaló los cerrojos e hizo una seña afirmativa a Vittorio. Luego se ciñó a la pared, junto a la puerta, mientras Vittorio abría los cerrojos, hacía girar la llave y, cuidando de mantenerse bien atrás, abría la puerta.

La hoja no se había abierto más de quince centímetros cuando el hombre de fuera se lanzó contra ella y entró. La hoja se abrió bruscamente golpeando a Vittorio y lanzándolo hacia atrás. Peter tuvo que apresurar su maniobra y no logró descargar con suficiente fuerza la culata de su revólver sobre la nuca del hombre.

Sin embargo, bastó para que el intruso cayera de bruces y Peter se lanzó al pallier. Allí estaba un muchachón de ojos pequeños, rasgos gruesos y un rictus desagradable en la boca. Estaba listo para actuar y había avanzado un paso cuando su compañero cargó, pero ahora retrocedía sobresaltado. Levantó el revólver por instinto, pero no logró disparar. La automática italiana de Peter rugió y el sordo ruido del impacto se mezcló con la onda de la explosión.

El revólver voló de la mano del hombre y rodó por la escalera de mármol con un tableteo metálico. El hombre se estrelló contra la puerta de enfrente, se retorció y cayó de espaldas. El golpe de la cabeza contra el suelo de baldosas rojas retumbó contra las paredes.

Peter retrocedió al vano de la puerta y espió con precaución la escalera, cuando el revólver del caído se detuvo en el descansillo. A la luz mortecina de la bombilla pudo distinguir un rostro que miraba a Peter hacia arriba, desde el descansillo. El rostro desapareció al ver a Peter y unos pasos descendieron apresuradamente los peldaños del último tramo de escalera. Era el flaco de los ojos muertos que había viajado en jet desde Nueva York. Ahora corría a informar.

Peter bajó el revólver y se volvió. El hombre al que había derribado de un culatazo se había incorporado sobre las manos y las rodillas y Peter vio cómo Vittorio lo planchaba de otro culatazo. Vittorio levantó la vista y sonrió.

– Me gusta intervenir un poco, ¿sabe?

Peter lanzó una risita en la que había una nota áspera. No le gustaba el peligro, no le gustaba la tensión, no le gustaba matar. Guardó el revólver y se estremeció. Vittorio pasó por encima de su víctima y se asomó al pallier.

– Parece que usted tuvo sus emociones -comentó-. Está muerto, por supuesto.

– Muy muerto. Es un arma poderosa la que me dio usted.

– No sangra mucho.

– Por delante no. Quizá por la espalda o por dentro.

– ¿Son estos dos solamente?

– Hay más fuera, así que no podemos perder tiempo. Y supongo que alguien llamará a la policía.

– Vacíele los bolsillos a ese tipo -añadió señalando la sala de estar-. Yo me encargaré del otro.

Peter se acercó al muerto y le quitó la cartera, las llaves y los papeles. Todo lo que pudiera servir para identificarle. Comprobó que el hombre usaba el reloj de pulsera que le habían robado y se lo colocó en su muñeca. Sus movimientos eran silenciosos y rápidos y en ningún momento perdió de vista la escalera. No hubo interrupciones. La mafia no volvía y la gente del edificio no se atrevía a abrir las puertas.

Cuando regresó a la sala, Vittorio seguía revisando al individuo inconsciente, y Karen lo observaba, sosteniendo aún el revólver. Peter cerró la puerta con llave y corrió los cerrojos.

– Le dije que permaneciera en su dormitorio -dijo, dirigiéndose a la muchacha.

– Preferí cubrirlos desde el hall.

Era una mujer valiente, esbelta, bonita y eficaz. Había habido toda una carnicería por ella, y a ella no se le movió un pelo.

Peter la observó un instante. Quizá aquello no fuera nada para la amante de un mafioso. ¡Vaya a saber qué habría visto y hecho antes! Pero todavía le quedaba mucho camino por recorrer.

– Busque la cartera y lo que pueda llevar. Saldremos por la ventana.

– ¿Por la ventana?

– Ahora mismo. La mafia vigila la fachada y la policía llegará en cualquier momento. Saldremos por detrás a la calle que pasa más allá del patio. ¿Qué le parece, Vittorio? ¿Cómo anda su estado atlético?

– Muy bien. Y debo confesar que son las personas de ideas más originales que he conocido.

Se puso de pie con el producto de su búsqueda.

– ¿Lo dejamos así, simplemente?

– No pienso matarlo, si es que se refiere a eso. ¿Le quitó las armas y todo?

– El arma, la cartera; el arma de usted, la cartera de usted… Supongo que son suyos… Y un montón de papeles que no he tenido tiempo de mirar.

Peter tomó el revólver. Era el suyo. Lo guardó en la cartuchera y pasó la automática a un bolsillo lateral. Recogió su cartera y su certificado de salud, y Vittorio se guardó las demás cosas en un bolsillo. Regresaron al dormitorio y Peter se asomó a la ventana. El cielo estaba oscuro, a excepción de una estrella que titilaba entre las nubes. La luz de la habitación de Karen permitía distinguir las ventanas que rodeaban el patio. Todas tenían las persianas cerradas, pero podía haber ojos que espiaran a través de las rendijas.

Peter cerró también aquella persiana y comenzó a anudar las sábanas. Karen, que estaba sacando ropa del armario, le preguntó;

– ¿Qué hace?

– Confecciono una cuerda que nos permita llegar hasta la escalera que dejamos apoyada contra la pared.

– Tengo una soga -dijo la muchacha, y sacó del fondo del guardarropas un rollo de veinte metros de una cuerda de dos centímetros de diámetro.

– La compré por si acaso.

– Angel, piensa en todo.

Peter arrojó las sábanas a un lado y empujó la cama hasta la ventana. Luego ató la cuerda en torno del cuerpo central del mueble y apagó la luz. La habitación quedó a oscuras, pero la luz que llegaba de la sala de estar les bastaba para moverse. Peter volvió a abrir las persianas y arrojó el otro extremo de la cuerda a las tinieblas de fuera.

Karen se acercó a él.

– Aquí está mi bolso -dijo en voz baja-. Déme unos minutos para cambiarme de ropa.

– Póngase cualquier cosa, pero rápido.

La muchacha acababa de entrar en el baño cuando se oyó el aullido de una sirena. Peter se volvió.

– Karen.

Ella también la había oído y salió en camisón.

– Coja un abrigo. Póngase un abrigo. Tenemos que salir.

Karen corrió al armario y descolgó un abrigo. Vittorio la ayudó a ponérselo. La chica trepó a la cama, en donde Peter estaba probando los nudos de la cuerda.

– ¿Mi bolso?

– Yo lo tengo.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Agárrese a mi cuello.

Peter se arrodilló en el antepecho de la ventana.

– Acuéstese sobre mi espalda y deje colgar los pies para fuera. Hay una escalera de mano apoyada contra la pared. E! primer travesaño está como a un metro y medio por debajo de la ventana. Si puede alcanzarla será más fácil. Si no siga colgada de mi cuello.

– No, baje usted primero -dijo ella-. Encuentre la escalera y yo bajaré después por la cuerda.

– ¿Podrá…?

– ¿Cree que una mujer no es capaz de descolgarse por una soga? Es mucho más seguro que colgarse de su cuello.

Las sirenas se aproximaban y Del Strabo dijo:

– Me gustaría que se pusieran de acuerdo. Voy a ser el último en abandonar el barco y no me gustaría bajar cuando ellos estén aquí.

– Muy bien. Intentémoslo.

Peter aferró con los dientes la correa del bolso de Karen, y se dejó deslizar por la cuerda hasta la escalera. Ella le siguió. Se arrodilló sobre el antepecho y probó la cuerda. Pero cuando se dejó caer, sus manos se deslizaron muy rápidamente por la cuerda. Peter extendió los brazos para atajarla, pero pudo controlar sola el descenso justo a tiempo.

– ¡Ay, Dios mío! -murmuró.

– ¿Está bien?

– Ahora sí. Dése prisa; su amigo quiere abandonar el barco.

Peter descendió la escalera y ella le siguió de cerca. Por encima de sus cabezas Vittorio se aferraba a la soga e iniciaba el descenso. Peter devolvió el bolso a Karen y se apresuró a sostener la escalera.

Las sirenas estaban ahora muy próximas. Una de ellas acababa de detenerse junto a la fachada. Vittorio pisó el último peldaño y se unió a la pareja sonriendo.

– Por un pelo. ¿Salimos?

Se abrieron camino a través de unos arbustos y encontraron una puerta sin cerrojo al otro lado del patio. Arriba se habían encendido luces en tres ventanas. Pero nadie abrió las persianas para mirar hacia abajo.

Cruzaron el vestíbulo del otro edificio, descorrieron el cerrojo de la gran puerta de la fachada y salieron a otra calleja. Pasaron una motocicleta y dos automóviles, luego la calle quedó momentáneamente en silencio. Corrieron en dirección de los automóviles, encabezados por Peter.

– Ahora tenemos que buscar dónde escondernos -dijo éste a Karen-. ¿A quién conoce en esta ciudad?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

– A nadie.

– Quizá yo les pueda ser útil -dijo Vittorio-. ¿No le dije que conocía bien el camino a Florencia? Aquí hay una señorita que quiere ayudarnos. Venga, síganme.

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