Miércoles 9.10-9.40 horas

Fuera no tuvieron el menor contratiempo. Doblaron la esquina al llegar al Ponte San Trinità y encontraron una parada de taxis a menos de una manzana, junto a un alto monumento. Subieron a un Fiat amarillo, el conductor colocó la maleta en el portaequipaje, bajó la bandera y se mezcló con el tránsito. Fue así de simple.

El viaje fue breve y rápido. Doblaron esquinas de ángulo muy acentuado, recorrieron calles atestadas y así llegaron a la Piazza della Stazione, desde donde se divisaba el edificio ancho y bajo de la terminal ferroviaria. Finalmente se detuvieron ante un enorme pórtico de cristal. El conductor saltó a la acera, pero para bajar la maleta, no para abrir la portezuela de Karen. Aquel gesto de cortesía quedó a cargo de un hombre uniformado de azul, con guantes blancos, una gorra chata con visera y un reluciente escudo de la policía. Más atrás, junto a la puerta de entrada, otros tres policías vigilaban el movimiento de pasajeros.

El corazón de Peter se detuvo. Estaba seguro de que, con el susto, Karen echaría todo a perder.

Pero no conocía a Karen. Lo que hizo fue poner en acción su sonrisa de mil watios y posar su mano en la del policía, como si los representantes de la ley le hubieran abierto las portezuelas desde su más tierna infancia.

Y cuando salió, no sólo le agradeció, sino que le hizo una caída de ojos. Karen Halley no había salido dispuesta a eludir a la policía, había salido a cobrar presas. Y con aquel policía fue tan efectiva que el hombre ni siquiera vio a Peter, cuando bajaba tras ella. Estaba demasiado ocupado escoltando a aquel sabroso exponente del sex-appeal hasta la entrada.

El taxímetro marcaba 260 liras, y cuando el conductor dejó la maleta en el suelo, Peter le entregó tres monedas de 100 liras. El hombre se limitó a mirarlas, luego dijo algo y esperó. Peter no sabía qué quería. Luego decidió tomar una iniciativa para observar la reacción. Se volvió y comenzó a levantar la maleta. El taxista señaló la maleta y dijo algo más, esta vez en voz más alta. Peter se sintió atrapado.

Pero en ese instante apareció Karen y dejó otra moneda en la mano del hombre. Su gesto fue acompañado por una amplia sonrisa y una observación jocosa. Luego condujo a Peter a la estación.

– Son cincuenta liras por la maleta, pedazo de zopenco. ¿Está dispuesto a estropearlo todo?

Al pasar junto al policía le aplicó nuevamente el tratamiento de mil watios y señalando a Peter, hizo un comentario que hizo reír al hombre.

– Más vale que finjamos que tiene encefalitis, no laringitis -murmuró al oído de Peter.

Sonrió a los tres policías de la puerta y les dijo algo que los hizo reír también. Condujo a Peter al interior de la estación tomándolo firmemente del brazo, como si guiara a un abuelo lelo. El bullía de impotente indignación.

El reluciente vestíbulo estaba vacío, a excepción de unas seis o siete personas que hacían cola en la segunda y tercera ventanillas de la fila sobre las que se leía BIGLIETTERIA. Un vigilante solitario daba vueltas en torno de los grandes maceteros que decoraban el centro del vestíbulo y un anciano de cabellos grises cambiaba los affiches de las carteleras vecinas a cuatro de los pilares de mármol verde que soportaban el alto techo de cristal.

Karen apenas sí miró al policía. Detuvo a Peter y extendió la mano.

– Déme su cartera -dijo-. Sacaré los billetes.

– ¿Qué dirán al ver que la esposa saca…?

– ¿Qué dirán al oír al esposo que trata de sacar los billetes?

Peter le entregó la cartera sin objeciones y la observó mientras se dirigía a la cola de la segunda ventanilla. Era buena, tenía que admitirlo. Era una verdadera profesional. No trataba de abrirse paso. No forzaba las cosas. Se comportaba como si jamás se le hubiera cruzado la idea de que alguien podía detenerla e interrogarla. Era una mujer de agallas, no cabía duda. Era de hielo.

Sobre el cartel de BIGLIETTERIA, dos grandes rectángulos indicaban la hora. Eran las 9.22. Karen hablaba con el hombre que estaba tras la ventanilla' y le daba dinero. Luego se apartó sonriente y Peter la miró acercarse. Observó el paso elástico y liviano, la figura armoniosa, el vestido escotado que lucía bajo el abrigo abierto. Verla era desearla y ni siquiera Peter era inmune a sus encantos. Eso era lo que la hacía peligrosa. Uno sabía que le traería problemas, pero la deseaba lo mismo. Era preciso mantenerse a distancia.

Le dijo algo en italiano, cuando aún estaba a bastante distancia. Era para que el policía que andaba por allí la oyera. El hombre la miraba… pero con admiración, no con sospecha… y ella estaba actuando para él.

Cuando llegó hasta donde estaba Peter, le entregó la cartera y los billetes, lo tomó firmemente del brazo y lo dirigió hacia los andenes. En la pizarra de TRENI IN PARTENZA, figuraba el tren Pisa-Livorno, Génova-Turín, que partiría a las diez horas del andén ocho.

El vestíbulo era un espacio amplio, frente al cual se extendían doce vías y seis andenes, con entradas en los extremos. Allí se había congregado la gente. Había un activo ir y venir entre los kioscos de comida y de souvenirs; había gente de pie esperando o haciendo llamadas telefónicas. El centro del vestíbulo estaba ocupado por otro montón de plantas. Era un enorme cuenco central, rodeado por siete maceteros más pequeños, idénticos al grande. También había más policías. Dos vigilaban las entradas de los extremos y otros tres caminaban entre los pasajeros.

El andén ocho estaba cerca del centro, pero el tren no había entrado aún, de modo que Peter apartó a Karen de los policías circulantes y concentró todo su interés en un gran modelo de trasatlántico italiano Cristo- foro Colombo de siete metros de largo exhibido en una vitrina. Estaba en la parte central del vestíbulo, pero lejos de los kioscos de souvenirs y de revistas y lejos de la gente.

– ¿Algún problema con los billetes? -murmuró Peter.

– Ninguno.

– ¿Qué clase sacó?

– Primera, por supuesto.

– Tendría que haber sacado segunda. Pasaríamos inadvertidos entre el montón.

– ¿Cuándo viajó por última vez en tren en Italia?

– Recuerde que está representando un papel.

– No se preocupe.

Repentinamente Karen cambió de actitud. Apoyó la mano en el brazo de Peter y comenzó a hablar italiano. Un policía se acercaba a la vitrina junto a la que estaban. La muchacha dejó a Peter y salió al encuentro del policía. Un instante después el representante de la ley le guiaba hacia uno de los kioscos de revistas. Allí se detuvieron juntos a observar el material de lectura.

Era todo un espectáculo. Ella reía, le dirigía miradas coquetas, apoyaba una mano sobre su brazo, con ese gesto tan lisonjero que hace pensar al hombre que la dama lo encuentra muy atractivo, y hasta lo incitaba a atisbar el escote de su vestido.

Cuando la hubo equipado Con suficiente material de lectura para todo el viaje, una de las manos enguantadas del policía se apoyaba ya en la cintura de la chica y los demás representantes de la ley prestaban más atención a su afortunado camarada que a la cacería de los fugitivos. Peter tuvo que admitir que, hiciera lo que hiciera, o fuera lo que fuera en otros terrenos, en éste era insuperable. Por otra parte era evidente que le complacía despertar admiración. Se regodeaba con esa admiración.

El tren de Génova ya estaba en el andén, cuando Karen se separó del agente; pero al regresar junto a Peter aún coqueteaba con él y sus compañeros. Dejó las revistas sobre la vitrina y ametralló a Peter con una historia narrada en italiano. Hablaba rápidamente, en tono excitado. Evidentemente le explicaba la razón de la presencia de aquellos policías. Ilustraba su narración con abundantes gestos: señalaba en dirección a la Via dei Saponai, se apuntaba al corazón con un dedo y se disparaba, se golpeaba en la cabeza con la palma de la mano. Luego tomó a Peter del brazo y lo llevó hacia el tren. Al pasar junto a los policías que controlaban la entrada les saludó con la mano y con una inclinación de cabeza. Ellos, por su parte, la contemplaron con la expresión de un niño que mira el escaparate de una juguetería.

Subieron al segundo coche de primera clase y hallaron un compartimento vacío. Tenía un cartel de occupato sobre los asientos junto a la ventanilla, un guante sobre un sitio próximo a la puerta y equipaje en las rejillas, pero les ofrecía un temporal aislamiento y lo aprovecharon. Peter colocó la maleta en la rejilla y cerró la puerta. Karen se sentó en el asiento de en medio, extendió los brazos sobre la cabeza y dirigió a Peter una sonrisa de superioridad.

– ¿Cómo estuve, jefe?

Los ojos de Peter descendieron al profundo escote en V. No pudo evitarlo y comprendió que ella se alegraba de que no pudiera evitarlo. No soportaba que los hombres se le resistieran.

– Estuvo bien, sí. Estuvo muy bien. Lo mejor que he visto -respondió Peter, mirando otra vez su rostro.

– No lo diga con ese tono tan amargo -comentó abriendo el bolso y sacando los cigarrillos-. Me dijo que fuera desenfadada. No hay como el desenfado, dijo. ¿Tiene fuego?

Peter le aproximó la llama del encendedor, sin sentarse. Luego cerró la tapa del encendedor y lo guardó en el bolsillo.

– Veo que no tenía por qué preocuparme en ese aspecto. No le falta desenfado. Se metió a la policía en un bolsillo.

Se desperezó nuevamente y le sonrió burlona:

– Y dio resultado, ¿no? Los engañé a todos, ¿no? ¿No es una ventaja que sea de ese tipo de chica que le gustaría azotar en la plaza pública?

– Le dije que hiciera el papel de esposa amante.

– Me pareció más fácil representar a una esposa casquivana.

La puerta se abrió para dejar paso a una mujer esbelta, que tendría aproximadamente la edad de Peter. Llevaba a una niña llorosa de dos años en brazos y a una de cuatro de la mano. Recogió el guante, se sentó junto a la puerta y trató de calmar a la pequeña. Peter se sentó junto a Karen, en el asiento próximo a la ventanilla y encendió un cigarrillo. Karen se había burlado muy bien de él. Lo había puesto en ridículo ante los policías de la estación de Florencia.

Los chillidos de la niña alcanzaron un nivel irritante. ¡Las mujeres!, pensó Peter. Chicas y grandes. Todas eran un dolor de cabeza. Exhaló con furia una nube de humo y miró por la ventanilla.

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