Jueves 18.00-21.15 horas

Las tiendas de la Avenue Jean Medecin eran caras, sobre todo las del sector en que el Boulevard Victor Hugo se convertía en Boulevard Dubouchage. Algunos de los trajes de hombre costaban tanto que los 861 francos que Peter tenía en su cartera no habrían bastado para pagarlos. La ropa femenina tenía precios igualmente aterradores. Pero alejándose un poco, por la misma calle, más allá de la Rué Pastorelli, había unos grandes almacenes en donde se encontraban vestidos de hasta 18,95 francos en lugar de 189,50 que habrían costado en el otro barrio. Peter y Karen hicieron sus compras allí.

Hasta ese momento Peter había gastado sin hacer cuentas; pero 135.600 liras gastadas en unos billetes de avión desaprovechados y 100.000 en un fatal paseo en barco, por no mencionar los 250 dólares de los pasaportes que no habían obtenido, habían reducido mucho su presupuesto. Su activo ascendía ahora a 67 dólares en cheques de viajes y 861 francos que le quedaban de los 903 que había obtenido al cambiar las liras en el aeropuerto. El viaje a Estados Unidos iba a costar casi 600 dólares. Era tiempo de economizar.

Hacia las siete, cuando cerraron las tiendas, tanto él como Karen tenían toda una toilette nueva, aunque económica. El equipo incluía un abrigo liviano para Karen y un sweater y una chaqueta para Peter. Además habían adquirido algunos artículos extra, como una maleta, cepillos de dientes, una máquina de afeitar y un frasco de tintura rubia, para hacer desaparecer el desastroso limpia calzado. Y Peter tenía aún 274 francos en la cartera.

Buscaron el hotel Albemar en el Boulevard Dubouchage. Era un edificio de cuatro pisos situado en una esquina. Estaba pintado en tonos salmón y crema y tenía un pequeño estacionamiento delante. El vestíbulo era pequeño y para llegar a él se subían doce escalones a la izquierda de la entrada. Las únicas personas presentes eran el maduro conserje y una mujer de pelo oscuro, sentada en la oficina que se abría detrás del mostrador.

Peter había discutido el plan con Karen, y la muchacha se sentó en un sillón junto al pasamanos de la escalera, mientras él se dirigía a la recepción. Peter pidió una habitación individual, y preguntó si podía invitar a una persona a cenar.

El conserje sólo sabía rudimentos de inglés, pero le bastó para dar las explicaciones. Invitados, veinte francos; habitación individual con baño, sesenta francos. Esto último incluía petit déjeuner y otra comida.

Peter subió a ver la habitación. Era una suite amplia y agradable, con una habitación de vestir que se abría sobre el pequeño hall de entrada, una gran cama matrimonial, el habitual escritorio, los armarios y sillas, y un brillante baño color de rosa con ducha, lavabo y bidet. Era exactamente lo que necesitaba y dejó la maleta.

Al regresar al vestíbulo, Peter permitió que el conserje llenara la fiche de voyageur con los datos de su pasaporte, y condujo a Karen a través de una salita de televisión al comedor, donde estaba cenando un grupo de huéspedes.

La comida fue simple y sabrosa y los dos comieron con apetito, regando las noisettes d’agneau poélées con media botella de vino. Mientras aguardaban la fruta, los quesos y el café, Peter pasó a Karen la llave por debajo de la mesa.

– Treinta y ocho bis -le dijo-. Está en el tercer piso, la habitación que queda justo detrás del ascensor. Empuje la llave hasta donde llegue, hágala girar noventa grados y se abrirá la puerta.

Cuando volvieron a atravesar la salita de televisión, había allí media docena de huéspedes presenciando un programa antinorteamericano sobre la guerra de Vietnam. Fuera de estación, Niza es un refugio de jubilados, de modo que la mayoría de los presentes eran personas de edad, una mezcla de sexos y nacionalidades. Ninguno de ellos prestó atención a la pareja que pasaba detrás de las sillas.

A continuación de la salita había un hall que servía de centro de abastecimiento al vestíbulo y al comedor. La escalera de servicio estaba en un extremo de ese hall, fuera de la vista del conserje. Como nadie miraba en ese momento, cruzaron hacia ella. Karen subió, Peter bajó. Un tramo de escaleras y un corredor que pasaba junto a la cocina, lo condujo a una puerta de servicio, que daba a un pequeño estacionamiento, al fondo.

Deambuló por las calles hasta las veintiuna y luego entró en el edificio por la puerta principal y se acercó a la mesa de recepción. El conserje, la mujer y un anciano, que estaba a punto de hacerse cargo del turno de la noche, estaban allí para presenciar su entrada solitaria. Le sonrió, como un hombre que acaba de acompañar a una señorita a su casa, y dijo que quería hacer una llamada telefónica a Estados Unidos.

La mujer se encargó de tomar los datos y anotó el nombre de Gorman y sus números de teléfono. Explicó a Peter que la oficina de teléfonos le comunicaría la demora. El respondió que esperaría la llamada en su habitación, la treinta y ocho bis.

Oui… sí -asintió la mujer, y se volvió hacia los casilleros-. ¿Su llave?

Peter se palpó el bolsillo.

– La tengo yo.

Abrió la pesada puerta del ascensor, dio las buenas noches a todos y apretó el penúltimo botón.

Al llegar a la puerta del treinta y ocho bis golpeó tres veces la puerta: dos golpecitos seguidos y uno espaciado. La voz de Karen fue un susurro:

– ¿Peter?

– Sí.

Ella descorrió el cerrojo de la puerta y le dejó entrar.

– ¿Alguien la vio? -preguntó cerrando la puerta y siguiéndola.

– Casi me ve una de las criadas del piso. Vino a abrir la cama, pero me metí en el baño y abrí la ducha.

El timbre del teléfono sonó y la mujer informó a Peter que sólo habría cuarenta y cinco minutos de demora. Peter se lo comunicó a Karen y comentó:

– Ahora le haremos ganar el pan con el sudor de su frente.

– Sí -dijo Karen-, Gorman. No Brandt. Gorman.

– Por supuesto. En este caso Gorman puede manejar mejor los hilos. ¿Por qué no?

– Por qué no, realmente. ¿No habrá algún agente de Brandt en Niza, como había en Roma y Génova?

– Sí, hay un agente en Niza. Pero ese agente está actualmente en Alemania Occidental.

– O dice que está en Alemania Occidental, que para el caso es lo mismo.

– ¿Qué le ocurre ahora?

– Me sorprende que no lo haya advertido -respondió ella, señalando la cama-. Las comodidades de la habitación. Una cama, ningún sofá.

– Es una habitación para una persona. Tiene suerte de que la cama no haya sido de una plaza.

– Sí, he tenido mucha suerte. No tengo un centavo, estoy indefensa y sin pasaporte. En todos lados Brandt tiene agentes que consiguen pasaportes, que lo amparan y le brindan protección mientras espera. Pero aquí no. En Niza, no. El agente de Niza está ausente, de modo que no hay más remedio que compartir la cama con Peter Congdon, mientras Gorman hace una serie de trámites burocráticos a tres mil millas de distancia.

– ¡Ay, Dios mío! ¿Realmente cree que estoy tratando de montar una escena de seducción?

– Estoy equivocada, por supuesto. ¡Cómo va a hacer semejante cosa el virtuoso Peter Congdon! Nunca ha seducido a nadie en su vida.

– Si estuviera dispuesto a propasarme lo habría hecho anoche, en el barco.

– Anoche, no. ¡Después de tenerme en remojo en el agua helada! Tenía la conciencia sucia. Pero esta noche quien está en falta soy yo. Y no me diga que no ha pensado que, si he sido la amante de un tipo, tengo que ser una pieza bastante fácil.

– No sé cómo se le ocurre… -Peter se le acercó-. Escuche, nena, yo voy a dormir en esta mitad de la cama. Mirando hacia esa puerta. Usted sabrá dónde duerme y cómo duerme. Pero le digo una cosa: su dudosa virtud está a salvo. No acostumbro mezclar el placer con el trabajo en primer lugar, y, en segundo lugar, si quisiera una mujer, saldría a buscarla. Pero no me metería con usted. ¡Nunca me metería con usted!

– ¡Conque no! -saltó ella furiosa-. Trata de ocultarlo, pero no puede. Lo he visto mirarme. He visto sus ojos. Quizá me odie, quizá me desprecie, pero me desea. Me tiene ganas. Conozco demasiado bien esa mirada.

– ¿Desearla? -repitió él indignado-. No podría tocarla sin pensar en el dinero que cobró por permitir que Joe Bono la tocara- dinero arrancado a prostitutas y drogadictos. Dinero de esclavos, que lo pagan para seguir siendo esclavos; porque piensan que es mejor eso que la muerte. ¿Tocarla a usted? Nunca tendrá la satisfacción.

Ella levantó la cabeza en un gesto orgulloso.

– Y nunca tendrá la oportunidad.

– Muy bien. Estamos de acuerdo. Ahora vaya y tíñase el pelo. Hágalo de una vez, ¿quiere? Tengo que bañarme y afeitarme.

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