Dos días de inactividad, casi permanentemente confinado en un cuarto de hotel, era mucho más de lo que Peter Congdon podía soportar. Cuando hubo terminado el proceso de registrar su partida en el Emerson y en el Shoreham, y se dirigía al «Case’s Bar», estaba dispuesto a arremeter solo contra toda la mafia. Cualquier cosa con tal de que hubiera un poco de acción.
Había dejado el taxi en la calle G, Suroeste, en la esquina de Siete, para poder practicar un reconocimiento de la zona. Era un barrio residencial, sin peatones y con muy pocos automóviles. Nadie lo había seguido, nadie lo conocía. Todo era paz.
Caminó una manzana y dobló a la derecha por la calle H. Una manzana más allá llegó a la intersección con la Nueve y el barrio dejó de ser residencial para hacerse portuario. La Calle H era ahora una arteria desierta y mal cuidada, las aceras de ladrillo estaban rotas y resultaban peligrosas. A la izquierda había una pequeña tienda de barcos en miniatura con cruceros expuestos en estanterías metálicas, unas cuantas casas rodantes estacionadas y apuntaladas, algunas vallas y el sonido de una perforadora eléctrica. Delante el rápido tránsito de la avenida Maine. Más allá las instalaciones de la Nash Marine Supplies y, al fondo, las aguas canalizadas del Potomac. A lo lejos, a la derecha, los puentes elevaban su permanente carga de tránsito. Al fondo, a la izquierda, aterrizaban y despegaban aviones en las pistas del National Airport.
El «Case’s Bar» estaba sobre la acera de recha de la calle H, frente a la tienda de barcos en miniatura. Un aparcamiento lo separaba del «Fagship Restaurant», situado en la esquina de la avenida Maine. Era un edificio cuadrado, de dos plantas, con paredes de ladrillo blanqueado y una cancela que sobresalía de la fachada. Las altas ventanas de la planta baja estaban defendidas por rejas y las del primer piso estaban clausuradas. Un gran cartel de neón rezaba: «The Original Case’s Bar and Restaurant», pero el cartel estaba apagado y el edificio parecía desierto; no obstante, la puerta-cancel permanecía entreabierta. Gorman sabía elegir los lugares, pensó Peter. Aquél era desolado y tenía un aire siniestro aun a las quince treinta horas. Le podían asaltar y despojar, o acechar y asesinar sin que nadie se preocupara.
Controló el estacionamiento que separaba los dos restaurantes, luego regresó a la desigual acera de ladrillo, abrió la puerta-cancel del «Case’s» y probó la puerta interior. Para su sorpresa, estaba abierta. Por un momento había creído que tendría que esperar al senador en el minúsculo hall formado por la puerta-cancel.
Al entrar se encontró en el salón comedor, al bar se llegaba pasando por una puerta a la izquierda. Las persianas estaban cerradas y la única luz provenía de una lámpara central y del cartel de neón rojo que decía «bar». Delante había una mesa de recepción, en aquel momento desierta, y el salón-comedor se prolongaba hacia la derecha. Las mesas, cubiertas por manteles blancos, parecían fantasmas en la oscuridad.
El bar estaba casi tan oscuro como el restaurante, pero por lo menos había algunos clientes. El mostrador se extendía sobre la pared opuesta a la puerta y, de pie junto a él, había tres individuos que parecían más bien vagabundos que marineros.
Mesas y sillas se alineaban a lo largo de la pared interior. También había un jukebox, que anunciaba cien melodías populares. Su resplandor fluorescente era la luz más brillante que había en el salón.
Peter se sentó en la segunda mesa, frente a la puerta. No le gustaba lo que veía. Los parroquianos tenían un aspecto siniestro, el encargado del bar lucía una barba de dos días y la rechoncha camarera, que se acercó a su mesa, tendría que haber lavado su delantal una semana antes. En ese ambiente, el senador Gorman y el pulcro Peter Congdon se destacarían como dos astronautas en un velatorio.
Peter dejó sus cosas en la silla vecina, pidió una jarra de cerveza y encendió un cigarrillo. Mientras esperaba, entraron otros dos individuos con aspecto de facinerosos, y uno de los otros abandonó el local.
A las quince cuarenta y cinco en punto llegó el senador Gorman. Llevaba un sombrero de fieltro con el ala inclinada, un abrigo de lana de yak, con cuello de visón y gafas oscuras. No era una vestimenta ordinaria, pero la figura pesada y el rostro ancho del senador la hacían parecer ordinaria. Al verlo, Peter pensó que no era el tipo de hombre cuya apariencia física llama la atención. Era demasiado común. Hasta en su rostro tenía un aire indefinido, difícil de recordar; sin embargo, la difusión que había de dar a ese rostro la llegada de la testigo podía llegar a estamparlo con caracteres indelebles en la memoria colectiva del país.
El senador miró a su alrededor, se sentó a la mesa frente a Peter y se quitó el sombrero y las gafas. Estaba de mejor talante que durante la conversación telefónica y hasta llegó a emitir una de sus risitas ahogadas.
– ¿Qué le parece el lugar para una reunión secreta? -preguntó.
Peter no le dijo lo que pensaba, y se limitó a responder:
– Es oscuro.
Era una respuesta que no le comprometía y tampoco le hacía sentirse deshonesto.
– ¿Se ha tomado la tarde libre, senador? -le preguntó tras una breve pausa.
Gorman volvió a emitir su desagradable risita.
– El Senado no tiene horario de nueve a cinco. Hoy no hay sesión, de modo que estuve poniendo al día el trabajo de oficina.
La camarera se acercó y Gorman trató de mantener el anonimato, a su manera.
– Un manhattan. ¿Y usted qué va a pedir, Desmond?
Míster Desmond, que ya había apurado su cerveza, respondió que también tomaría un manhattan, y la camarera se alejó. Gorman se acodó sobre la mesa y adelantó el cuerpo.
– ¿Sabe lo que debe hacer?
– Tomar el vuelo de las diecisiete treinta y cinco a Kennedy y el de las veinte y treinta a Roma.
– Sí. En Roma he reservado una habitación para usted en el hotel Savoy, a su verdadero nombre. Pero no espere a llegar allí para llamar a mi amigo de la Embajada. No sé a qué hora almuerza o si duerme la siesta o algo así, pero no pierda tiempo. El aeropuerto está bastante lejos de la ciudad, según tengo entendido. Debe llamarlo en cuanto salga de la aduana. ¿Tiene su pasaporte?
– Pasaporte y certificado de salud. Todo menos los billetes de avión.
– Muy bien. Llámelo. Espera su llamada entre las doce y la una. ¿Habla usted italiano?
– No.
– ¡Pero! ¿Cómo diablos cree Brandt que…?
– No se preocupe. Me las arreglaré.
La camarera regresó y dejó los dos manhattan sobre la mesa. Gorman no preguntó el precio, pero sacó tres dólares de su cartera y se los entregó a la mujer.
– Está bien -dijo.
La mujer agradeció, impresionada.
– Lástima que no sepa quién es usted -comentó Peter-, Podría haber ganado un voto.
Gorman rió con su risita ahogada.
– Es verdad, es verdad… Y uno los gana con el dinero de ellos, con el dinero de los propios contribuyentes. Así es la política.
– Recuérdeme que no pague mis impuestos sobre la renta.
– Je, je, je. Usted es tranquilo, Gorman. Me doy cuenta de eso.
– No estoy tranquilo. Estoy sentado sobre alfileres.
– ¿Nervioso?
– Ansioso por partir.
– Tranquilícese, tranquilícese. ¿Quiere un sandwich o algo así?
– Comeré algo en el aeropuerto, si tengo hambre.
Gorman se llevó la copa a los labios. Su parte de la aventura había concluido felizmente, de modo que ahora podía relajarse, paladear el momento. También podía tratar de conquistar al detective, charlar con él, mostrarse amistoso, mostrar interés por el hombre.
– ¿Lleva armas?
– Sí.
– ¿Tiene buena puntería?
– Sí.
– No es muy conversador, ¿verdad?
– No cuando trabajo.
Gorman bebió otro sorbo del manhattan. Su copa estaba ya casi vacía.
– ¿Cómo piensa meter su revólver en Italia?
– Lo llevaré encima. En el aeropuerto de Roma no abren las maletas… por lo menos las norteamericanas.
– ¿Así que ya ha estado en Roma?
– En una ocasión.
– ¿Cuánto tiempo permaneció allí?
– Tres semanas.
– Entonces conocerá bastante la ciudad.
Peter sonrió.
– Digamos que si me deja en mitad del Foro, sabré encontrar el Coliseo y el monstruo… digo el monumento de Victor Manuel. Por lo menos era capaz de hacerlo hace siete años. No sé si lo podré hacer ahora.
Gorman sonrió y meneó la cabeza. Quería hacer hablar a su interlocutor.
– Vamos, vamos. ¿En tres semanas? Tiene que conocer bien la ciudad.
– Nunca la recorrí. En cambio, me familiaricé mucho con ciertos aspectos de un determinado colegio de señoritas.
– ¿Colegio? Sí. Pero, ¡ir a Roma y no recorrer la ciudad! No entiendo.
– Es muy simple. Fui a ver a una chica cuyo padre la mandó a un colegio de Roma, para que no siguiera viéndome. Lo que me interesaba era la chica, no la ciudad. O quizá sólo trataba de fastidiar al «viejo». De cualquier manera ni siquiera habría visto al Foro, si ella no me hubiera arrastrado allí un domingo por la tarde.
– Pero no se casó con la chica…
– No, no me casé con la chica.
– Y se quedó soltero, soñando con su amor perdido. Y por eso está dispuesto a hacerse cargo de una misión tan peligrosa como ésta…
Peter terminó su cocktail y dejó la copa.
– Es un romántico, senador. Fui a Roma a verla y la vi. Y decidí que no era la chica que quería. En realidad por lo que más me atraía era porque era algo así como un fruto prohibido. De modo que me volví.
– ¿Y ella se quedó todos estos años…?
– A ella no se le movió un pelo. Había montones de hombres dispuestos a tomarla de la mano, antes de que yo llegara, después que yo me fui. Olvidemos el pasado, senador. Lo que importa es el mañana.
– Sólo estoy tratando de distraerle de otros pensamientos. Se está metiendo en algo que no es como para tomarlo a la ligera, ¿sabe?
– Lo sé.
Peter consultó su reloj de pulsera.
– Son las cuatro.
– ¿Tiene alguna pregunta qué hacer? ¿Cualquier cosa?
– No, señor.
Gorman hizo un gesto de aprobación y apuró el resto de su bebida.
– Si me he comportado como un tipo de mal carácter, Congdon, es porque he estado soportando muchas tensiones últimamente. Espero que comprenda.
Ahora era Peter quien estaba sometido a tensiones. Acababa de entrar un nuevo parroquiano; un tipo moreno, que vestía jeans y una zamarra con la desteñida imagen de un barco de vela en la espalda. Peter le clavó la mirada, y el hombre les miró a él y a Gorman con igual desenfado, mientras se dirigía al bar.
Gorman gozaba por el nerviosismo de Peter. Se apoyó sobre la mesa y le sonrió con su sonrisa ladeada.
– No se preocupe, no es un espía de la mafia. ¿Cree que no sé borrar mis huellas?
– De cualquier manera, senador, preferiría salir lo antes posible.
– No hay prisa. Tengo mi automóvil fuera. Mi chófer puede llevarlo al aeropuerto. Por supuesto, yo me quedaré, ya que su míster Brandt…
– ¿Ha dejado el automóvil con el chófer fuera?
– No en la puerta del bar. No soy un idiota. Está más allá.
– ¿De modo que ha venido en su automóvil…?
– ¿Y cómo diablos quiere que llegue hasta aquí? ¿Pensó que vendría a pie?
– Senador, ellos conocen su automóvil.
– Pero no saben dónde está. Le he dicho que sé lo que hago. La mafia me teme a mí, yo no le temo a la mafia. Ellos no me controlan. No controlan la situación a mi alrededor. Cuando no quiero que sepan adónde voy o qué hago, ellos no lo saben.
– Muy bien -dijo Peter-, me alegro. Pero no juguemos con fuego, ¿no le parece? Déme los papeles y me iré.
– No corra tanto. Quisiera beber otra copa.
– Bébala y brinde por mí. No saldré con usted, senador. Saldré antes.
– Está bien, pero espere. Quédese tranquilo, yo se lo digo. Deje de pensar que todos los que entran son miembros de la mafia.
Peter le dirigió una sonrisa irónica.
– Creí que era usted quien veía «la mafia bajo todas las camas». ¿Y bien, senador? -añadió, mientras apartaba su copa-. ¿Se resigna a separarse de esos papeles ahora?
Después de todo el código es seguro; usted y yo somos los únicos que tenemos la clave.
Gorman volvió a exhibir su sonrisa ladeada.
– La impaciencia de la juventud -comentó.
Luego introdujo la mano en un bolsillo interior y extrajo un sobre tamaño oficio y un billete de avión, unidos con una goma elástica. Miró a su alrededor, pasó torpemente los papeles por debajo de la mesa y bajó la voz.
– ¿Me hará saber la fecha y hora de su llegada para que le vaya a esperar?
Peter asintió con la cabeza y guardó el sobre en un bolsillo interior de su chaqueta.
– De eso puede estar seguro. Gracias por la copa.
Se puso el abrigo y el sombrero, recogió su maletín y salió.
Fuera, junto a la tienda de barcos en miniatura, estaba aparcada la limousine negra de Gorman. El chófer de color leía el diario detrás del volante. Era un automóvil grande, un automóvil reluciente, el único automóvil a la vista. ¿Durante cuánto tiempo iba a mantener en secreto su paradero el senador? Peter hizo una mueca y se volvió hacia la avenida Maine.
Ahora hacía más frío. Se abotonó el abrigo hasta el cuello y sacó unos guantes de cuero del bolsillo. Volvió a pensar en Stephanie y se sorprendió de haber pasado tanto tiempo sin recordarla. No la había recordado hasta que unos minutos antes, el senador la había traído a su memoria. Ni siquiera la idea del viaje a Roma le había hecho pensar en ella.
Era indudable que se habían deseado intensamente. Pero nunca había estado muy seguro de las verdaderas razones de su viaje a Roma. Quizá lo hubiera hecho para demostrar al padre de Stephanie que, por mucho dinero que tuviera y por mucho que manejara la vida de otra gente, nunca manejaría la suya; pero quizá se hubiera dejado arrastrar por la perspectiva de pasar tres semanas enteras en la cama con la muchacha. Esa parte había sido muy agradable, no cabía duda, y fuera de eso habían hecho muy poca cosa… Visitaron el Foro porque la presencia de unas primas de Stephanie en Roma les había obligado a salir de la cama. Pero ahí estaba también el problema. En esas tres semanas descubrió que lo único que se podía hacer con Stephanie era acostarse. No los unía otra cosa que la atracción física y, como eso no era suficiente, tampoco pudo durar. Aunque ninguno de los dos dijo nada, los dos sabían que aquella última noche en Roma sería la última que pasarían juntos en su vida. Pero ni siquiera esa certeza avivó demasiado su pasión. No se buscaron frenética y desesperadamente, a pesar de lo definitivo de la ocasión.
Hubo unas pocas cartas después, pero ninguno de los dos era muy amigo de escribir, y eso también se acabó muy pronto. Habían comenzado como amantes, se habían separado como amigos y ahora habían llegado a olvidarse en forma casi total. Peter no aceptaba las misiones peligrosas como un paliativo para su corazón destrozado. Todavía no había encontrado a la mujer que supiera llegar a su corazón, aunque eran muchas las chicas que conmovían otras partes de su anatomía.
Cuando llegó a la esquina de Maine, pasó un Jet que había despegado en el National Airport. Lo vio ascender, dejando tras de sí una sutil estela de humo oscuro, y pasar sobre el monumento a Washington más allá de los puentes. Echó a andar en la misma dirección e hizo señas a un taxi que pasó lentamente.
– National Airport -dijo, sentándose y arrojando una mirada automática a la ventanilla trasera.
El National Airport quedaba fuera de la ciudad y las tarifas de los taxis eran por kilómetro, en lugar de ser por zona. Sin embargo, el conductor no tomó nota del kilometraje, aumentó un poco la velocidad y cruzó el breve túnel bajo los puentes. Tampoco dobló a la izquierda al llegar al semáforo situado a la salida del túnel. Siguió por la Duodécima Avenida, Suroeste.
Para Peter lo más lógico habría sido doblar. Le parecía el camino más directo al aeropuerto; pero él no conocía Washington y el conductor sí. De cualquier manera, se irguió un poco en el asiento y tomó nota mentalmente.
– ¿Se va de viaje? -preguntó el conductor en tono ligero.
– Así parece.
– Yo no volaría por nada del mundo. ¿Adónde va?
– A San Francisco.
La brillante espiral del monumento a Washington estaba delante y cuarenta y cinco grados a la izquierda.
– Eso queda lejos.
– Ahá.
Cruzaron un puente, por encima de una vía ferroviaria. Por entre los edificios se distinguía el Capitolio. Estaba a la derecha. Ahora Peter tenía un punto de referencia. Iban hacia el Malí.
– ¿Va a San Francisco por negocios? -preguntó el conductor.
¿Adónde iba aquel tipo? El aeropuerto estaba detrás de ellos. Quizá doblara a la izquierda por el Malí.
– Mi madre vive allí -respondió Peter, mientras su mano jugaba con el botón del cuello de su abrigo. Ahora estaban rodeados de edificios; se movían entre un tránsito moderadamente denso.
– Mi madre murió cuando yo era niño -dijo el taxista, y comenzó a narrar lo dulce y lo buena que había sido su madre.
Descendieron una rampa y se confundieron en la corriente de vehículos que se internaban en un túnel bien iluminado y ligeramente curvilíneo.
– ¿Qué es esto? -preguntó Peter con tono desconfiado.
– ¿Este túnel? No creo que tenga nombre. Es uno de los muchos que hay en la ciudad; sirven para acortar el camino.
No era un túnel largo y llegaron muy pronto al otro lado. Una luz roja los detuvo a la salida. Cambió la luz, y el taxi siguió.
– ¿Usted es casado? -preguntó el conductor, mientras cruzaban una amplia avenida.
Peter lo vio antes de que los edificios lo volvieran a ocultar. El monumento estaba aún a la izquierda, pero cuarenta y cinco grados detrás de ellos. Más allá del monumento, a lo lejos, un jet ascendía con rumbo paralelo al del taxi. Peter supo dónde estaban. Acababan de cruzar el Constitution Avenue y el túnel los había conducido por debajo del Malí. Se apoyó sobre el respaldo del asiento delantero. El botón superior de su abrigo ya estaba desprendido.
– ¿Se puede saber adónde va?
– Al aeropuerto. ¿No me dijo que lo llevara al aeropuerto?
Peter se volvió y miró a través de la ventanilla trasera.
Un gran automóvil negro con cuatro hombres dentro estaba muy cerca de ellos.
– Sí, le dije al aeropuerto y sé cómo se va. Dé la vuelta.
– Yo sé mejor que usted cómo se va al aeropuerto -replicó el conductor. Ahora estaba en el carril de la derecha, a tres automóviles de distancia del semáforo de Pennsylvania Avenue. El automóvil negro estaba inmediatamente detrás de ellos.
Peter sacó el revólver y se deslizó hacia delante en el asiento.
– De ahora en adelante harás lo que te diga o te meteré una bala en el oído -dijo, y oprimió la boca del revólver contra el cuello del hombre, tratando de evitar que los automóviles vecinos vieran el arma.
El conductor lanzó un chillido involuntario al sentir el contacto del metal.
– Pero, señor -dijo aterrado-, me ha interpretado mal. ¡Estoy tratando de llevarle al aeropuerto!
– Detrás de nosotros hay un automóvil, tesoro, y te lo vas a quitar de encima. ¿Entendido?
El taxista hizo un gesto afirmativo y tragó saliva.
– Porque si ese automóvil nos trae problemas -prosiguió Peter-, la primera bala de este revólver irá a parar a tus sesos.
– Pero oiga, señor. Le juro por mí…
Peter se echó a un lado para apartarse de la ventanilla trasera. Mantenía el revólver bajo, pero apuntando a la cabeza del conductor.
– Son amigos tuyos, no míos, muchacho.
Líbrate de ellos lo antes posible. Te conviene. Te lo digo yo.
– Yo no sé quiénes son, señor. Y con este tránsito no me puedo librar de nadie.
– Entonces yo te enseñaré a hacerlo. Sal de la fila y adelanta.
– ¡Que adelante! ¿En contra dirección?
– ¡MUEVETE!
El hombre puso el automóvil en movimiento y se abrió paso en dirección contraria. Un automóvil que avanzaba en dirección opuesta se desvió y tocó la bocina.
– Va a hacer que me detengan -gimió mientras avanzaba hacia la esquina. El automóvil negro había vacilado, pero ya comenzaba a seguirlos.
– Dobla a la derecha -ordenó Peter.
– El semáforo está en rojo.
– ¡DOBLA!
El taxi se mezcló con el tránsito de la Pennsylvania Avenue y pasó frente a las dos hileras de automóviles detenidos en la esquina. El automóvil negro se aproximaba a la bocacalle procurando acortar la distancia. Pero en ese momento las luces cambiaron. El taxi de Peter siguió por Pennsylvania, metiéndose en los carriles para autobuses y sorteando zonas de peatones. El automóvil negro quedó atascado en el centro de la calle 12, cuando las dos hileras de tránsito comenzaron a cruzar la bocacalle.
– Dobla aquí -ordeno Peter, y el taxi entró en una calle llena de automóviles estacionados y con un único carril para autobuses. Un cartel decía: «Sólo autobuses», pero no había ningún autobús y el camino estaba libre.
– Va a hacer que me quiten la licencia -gimió el taxista.
Peter no perdía de vista la ventanilla posterior, pero el automóvil negro no apareció.
– Sigue así -dijo-. Vas bien.
Doblaron por una callejuela que desembocaba en la 12. El automóvil negro no era visible desde esa esquina. Había logrado doblar.
– O.K., viejo -dijo Peter-. Los dos hemos tenido suerte. Dobla a la izquierda.'
El conductor obedeció al borde del llanto.
– Me va a hundir, señor. Me hace ir en contra dirección, cruzar con el semáforo en rojo, entrar en calles que no debo. ¿Y si nos hubiera detenido un policía?
– ¿Cómo va a detenernos un policía? No puede pisar el freno desde fuera, ¿no?
– Yo lo iba a llevar al aeropuerto.
– Y me vas a llevar. De eso puedes estar- seguro, crápula.
– ¡Ay, Dios mío! Nunca he hecho un viaje como éste.
– Claro. Creíste que era una presa fácil, ¿no? Y pasaste despacio a mi lado. ¿Y cómo me localizaron?
– Yo no sé de qué está hablando, señor.
– ¿Quién te hizo señas? ¿Alguien del bar? ¿El tipo con un barco de vela en la espalda?
– Pero, ¡señor, se lo juro!
– Bueno, basta. Ahora a obedecer todas las reglas del tráfico y a no dejar que tus amiguitos me vuelvan a seguir. Ya estás a salvo. No querrás complicar la situación, ¿verdad?