Sábado 13.30-16.45 horas

Durante casi una hora las condiciones permanecieron estacionarias en el patio. Los dos individuos continuaron apostados allí, listos, al parecer, para cualquier cosa. En su momento el hombre del gorro y echarpe apareció llevándoles jarros de café y sandwichs envueltos en papel. Fue un toque hogareño lo bastante absurdo como para hacer sonreír a Karen y a Peter. Se alimentaba a los verdugos, mientras llegaba la hora de la ejecución.

Rosa pasó el tiempo en el dormitorio, persignándose de cuando en cuando y desgranando las cuentas del rosario, mientras rezaba una especie de salmodia implorando a Dios que la salvara, con el mismo fervor con que se lo imploraba a Peter. Este trató de convencerla de que preparara su maleta, de que ocupara la mente en algo constructivo, pero fue inútil. La visión del ex chófer de Joe Bono la había reducido a un estado de temblorosa incoherencia.

La cosa ocurrió un poco después de las trece treinta. Peter regresaba de una de sus periódicas inspecciones a las dos salitas de delante -desde donde se aseguraba de que nadie estaba intentando llegar hasta ellos por los tejados- cuando oyó unos rugidos de motor y unos traqueteos en el fondo. Corrió a la ventana del dormitorio. Abajo, en el patio, los individuos de guardia se habían vuelto y observaban intrigados la entrada de un enorme camión con cabina azul y remolque amarillo. Y en el remolque viajaban veinte hombres, todos ellos con chaquetas de trabajo amarillas, cascos, también amarillos, y pantalones de trabajo azules. El camión casi llenaba el pasaje cubierto y los hombres debieron agacharse. Pero el vehículo logró entrar en el patio, pasó junto a los atónitos aspirantes a asesinos y se detuvo ante la puerta de entrada al cuerpo de apartamentos del fondo. Allí descendieron los veinte obreros uniformados, y diez de ellos entraron en el edificio y subieron la escalera. Los otros diez se dispersaron por el patio, obligando a los delincuentes a abandonar sus puestos, como si en aquel mismo instante estuviera por comenzar un trabajo de construcción en aquel mismo lugar. El camión inició la ardua tarea de girar en un espacio.tan justo.

Peter había abierto la puerta cuando el grupo de obreros llegó. El jefe del piquete era un individuo de uno noventa de estatura y de más de cien kilos de peso. Tenía pelo negro y crespo y una cara redonda, bonachona y rubicunda.

– ¿Es usted el pez de Brandt que cayó en una red? -preguntó en buen inglés, cuando llegó al descansillo.

– Sí, soy yo.

– Y yo soy DeSaulnier. Me alegro de poderle ser útil.

Extendió una manaza y apretó con fuerza la diestra de Peter.

– Están aquí a mis espaldas -respondió Peter, y se hizo a un lado para mostrar a Karen y a Rosa.

– Y nosotros tenemos disfraces -dijo DeSaulnier; se volvió y castañeteó los dedos-, Voilá, donne-moi ces vétements.

Un hombre subió hasta donde estaban, llevando pantalones, chaquetas y cascos en las manos. DeSaulnier se los entregó a Peter.

– No son a medida, pero no importa. Pónganselos.

Las mujeres se vistieron en el estudio, con la puerta cerrada. Peter se calzó unos pantalones de medida grande, sobre los que llevaba puestos, sin dejar el hall. Cuando las mujeres volvieron, nadando dentro de sus pantalones, con las perneras dobladas, Karen reía y hasta Rosa estaba en condiciones de comportarse en forma racional. Se echaron encima las grandes chaquetas amarillas, se calaron los cascos, y descendieron en medio del grupo de sonrientes obreros que charlaban entre sí.

– Tengo el dinero -dijo DeSaulnier-. ¿Tres billetes para Estados Unidos?

– Para Washington, D.C.

El camión había completado sus maniobras y estaba de espaldas a la puerta; los mafiosos frustrados se habían refugiado dentro del garaje. Desde allí vieron al grupo que salía por la puerta y subía al vehículo, pero no podían actuar y tuvieron que asistir impotentes a la escena.

En el remolque las mujeres se sentaron en el suelo de modo que no se las viera. Todos los obreros subieron y el monstruoso vehículo se puso en movimiento. Cruzó lentamente el pasaje cubierto, tomó velocidad en el patio exterior y dobló hacia la derecha por la Rué Chanoinesse. Allí los esperaban dos camiones idénticos con otros treinta hombres a bordo. Hubo, gritos, saludos y risas cuando arrancaron y se formó la caravana.

Los hombres que habían estado montando guardia salieron a toda carrera detrás de ellos. En el patio exterior había un automóvil estacionado, que giró rápidamente y salió en persecución de los camiones.

La persecución quedó en nada. El último de los camiones se detuvo en la esquina, bloqueando íntegramente el paso. Allí permaneció mientras los otros dos camiones seguían hacia delante y se alejaban. Cuando los hombres del sedán comprendieron que les estaban bloqueando intencionadamente el camino, ya había otros dos automóviles detrás que tocaban la bocina. Fue la última vez que el de la gorra, el de la barba y sus asociados vieron a Rosa.

El viaje a Orly fue muy alegre, lleno de risas y matizado con canciones. Por fin los dos camiones se detuvieron bajo la larga marquesina del Aéroport de París y cuarenta operarios de chaqueta amarilla descendieron y entraron en el edificio. Nadie advirtió que dos del grupo eran mujeres y que uno de los hombres no hablaba francés.

Cuando atravesaban las puertas, Peter vio algo que le hizo parpadear. Tomó a DeSaulnier de un brazo. Entre cada una de las puertas de entrada y salida del largo edificio, había una cabina de cristal con dos teléfonos. Junto a la cabina cercana a la entrada que habían escogido estaba el flaco con aspecto de tuberculoso y ojos muertos que había perseguido a Peter por todo el continente. En uno de los teléfonos estaba el individuo del diente negro y el clavel, que en forma tan brutal había golpeado a Peter, a la luz de las linternas, en el night-club del Ritz Hotel.

– No mire aún -murmuró Peter-, pero ahí, al lado del teléfono, están los dos tipos que nos han venido persiguiendo.

– ¡Eh!-exclamó DeSaulnier-. ¿Aquí?

Dirigió una dura mirada a los dos delincuentes, mientras cruzaba la puerta.

– ¿Qué quiere que hagamos? -preguntó.

Peter no lo pensó dos veces.

– Mantengan a las mujeres aparte y cúbranme. Haga que sus muchachos rodeen a esos dos, de modo que nadie más pueda vemos.

DeSaulnier dio la orden y casi cuarenta figuras con chaquetas amarillas rodearon la cabina y bloquearon la entrada, impidiendo que el público viera a través de los cristales.

El movimiento envolvente no pareció despertar la atención del flaco en el primer momento, pero cuando las filas se apretaron, con él en el centro, comenzó a mirar rápidamente a su alrededor, primero con desconcierto, luego con el repentino terror del perseguido.

Peter se abrió paso entre los operarios y d hombre se volvió sin conocerle, sin entender nada de lo que ocurría. Peter le asestó un rápido y violento gancho en el plexo solar, seguido de un golpe de karate en la mandíbula y otro en la nuca, que lanzaron al flaco al suelo, como herido por un rayo.

Barbarelli, profundamente interesado en su conversación telefónica, apenas había tomado conciencia del amontonamiento de chaquetas amarillas y sólo se volvió al oír los golpes de Peter. Tampoco reconoció a su antigua presa y su primera reacción fue de estupor ante el ataque. Sólo después de la caída de su compañero sus reflejos respondieron y soltó el teléfono e introdujo la mano en el interior de la chaqueta. Peter le asestó tres golpes sucesivos en la cabeza y en el rostro, con el filo de la mano. Dos de los golpes fracturaron huesos. Uno, el de la nariz; el otro, la parte izquierda de la mandíbula. Pero el hombrón no se enteró… de eso ni de nada… por un buen rato.

Los obreros abrieron la boca, atónitos. No sabían el daño que puede infligir un experto en karate en tan pocos segundos. No sabían que su jefe era contacto de un hombre llamado Brandt ni que Brandt era de los que exigen a sus agentes que estén muy entrenados en yudo y en karate.

DeSaulnier, que era mucho más grande que Peter, parecía ser el más impresionado.

– No quisiera tener que pelear con usted -le dijo-. ¿Y ahora qué?

– Sigan cubriéndome.

Peter se arrodilló junto a los dos hombres inconscientes y sacó de sus bolsillos las armas y los pasaportes. Se puso de pie y entregó las armas a DeSaulnier y se quedó con los pasaportes.

– ¿Puede hacerlos subir a sus camiones y llevarlos de regreso a la ciudad?

– Sí. Podemos hacerlo.

– Si puede lleve al grandote a un hospital. Por la forma en que sangra me imagino que está herido. Me temo que le he aplastado la nariz y sentí que la mandíbula cedía.

– Está bien, enviaré a uno de los camiones con ellos.

– Brandt se hará cargo de todos los gastos.

– Lo sé. Lo llamé para comprobar la exactitud de sus informes.

Peter había comenzado a quitarse el uniforme de trabajo.

– ¿Qué dijo?

– Tiene mucho interés en hablar con usted. Quiere saber qué hace en París y cómo los agentes en Roma son arrestados en Florencia. Me dijo que hiciera lo que usted me indicara, pero no parecía demasiado contento con usted. Dijo que no le enviaba informes y que no le gusta que le mantengan en las tinieblas.

Peter rezongó entre dientes, terminó de cambiarse y dijo:

– Creo que es mejor que las chicas le devuelvan la ropa de trabajo ahora… si los muchachos hacen un círculo para permitirles cambiarse.

DeSaulnier sonrió.

– Los muchachos van a estar encantados -opinó.

Se volvió, les explicó y todos rieron. Las mujeres fueron introducidas en el selecto círculo, y Karen miró a los hombres inconscientes.

– ¿Fuiste tú? -preguntó volviéndose a Peter.

– Venganza -dijo él.

– Por mi hermano también, si es que fueron éstos.

– Aunque no lo hayan hecho personalmente, estaban metidos hasta la nariz en este asunto.

Las mujeres salieron de su ropa de trabajo y volvieron a su femineidad, ante los ojos de un público apreciativo. Los piquetes de trabajo de DeSaulnier asistían ese día a espectáculos desacostumbrados: golpes de karate y cambios de ropa. Luego se ocuparon de las víctimas de Peter, a las que vistieron con sus chaquetas y sus cascos. Los dos caídos recuperaban lentamente la conciencia, pero no estaban en condiciones de resistirse. Aún no sabían quién los había atacado ni por qué se estaba haciendo todo aquello.

Mientras tanto, para salvar las apariencias, cuatro o cinco de los obreros habían comenzado a tomar medidas y a instalar caballetes que aislaban aquel sector. En otros lugares del aeropuerto de Orly se estaban haciendo importantes reformas, de modo que ninguno de los viajeros que continuamente entraban y salían les prestó la menor atención.

Por fin, cuando tuvieron a los dos mafiosos cargados en un camión, partió llevándose a todos los obreros excepto a seis. DeSaulnier y el grupito restante permanecieron junto a Peter, Karen y Rosa, constituyéndose a manera de escolta.

– Que Brandt no diga que Paul DeSaulnier no cumple con su obligación -comentó DeSaulnier mientras los acompañaba hasta el mostrador de la Pan Am.

– Se lo diré ahora mismo y usted se lo enviará.

– ¿A qué se refiere?

– Se pone furioso cuando no recibe informes, ¿no? En cuanto tengamos los billetes y cablegrafíe al cliente, redactaré un detallado informe… realmente detallado. Lo haré mientras esperamos el avión. Luego usted lo despachará por cable a pagar por el destinatario.

DeSaulnier cumplió el encargo en cuanto Peter y las dos mujeres partieron rumbo al sol poniente.

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