Sábado 12.25-12.45 horas

Peter volvió junto a la ventana. Ahora la concierge se había retirado y el hombre conferenciaba con el italiano que Rosa había reconocido. Era un hombre cincuentón, con una barba puntiaguda y parecía estar a cargo de la operación. El individuo de la gorra verde volvió a aparecer en el pasaje e hizo un gesto en dirección a algo o a alguien a sus espaldas, fuera del alcance de la vista. El tipo de la barba respondió con un ademán que parecía indicar «cubran el frente». El de la gorra y el écharpe se volvió a toda prisa.

– Parece que nos han rodeado -comentó Peter con tono acre.

Karen que había estado consolando a Rosa se acercó a echar una mirada.

– Las fuerzas enemigas se están reuniendo -admitió-. Me pregunto cuántos serán.

– Me pregunto qué vamos a hacer.

– Y yo me pregunto cuándo dejaremos de preguntarnos algo. Nos quedaremos quietos, por ahora. No creo que traten de tomar el apartamento por asalto.

Peter salió del dormitorio y regresó a la sala. El Sena se veía por detrás de los tejados de las casas vecinas. Los tejados estaban a poca distancia del antepecho de la ventana y parecía fácil escapar por allí. Pero enfrente, junto al paredón de al lado, había un hombre que vigilaba las ventanas y ello obligaba a descartar esa salida.

Peter se dirigió a la puerta para controlar los cerrojos. Karen se le unió y Rosa corrió detrás de ellos sollozando y farfullando histéricos y neuróticos discursos en italiano.

– ¿Qué problema tiene? -preguntó Peter cuando Rosa aferró a Karen y se pegó a ella.

– Temió que la abandonáramos.

Peter tomó a la mujer por los brazos.

– Vamos. Compórtese.

Ella sollozó y prosiguió su parloteo en tono implorante.

Peter la sacudió.

– Hable inglés y haga lo que le diga. En primer lugar responda a mis preguntas. ¿Tiene un arma?

Rosa asintió con la cabeza.

– Tráigala.

La mujer se volvió y arrastró a Karen consigo. Todos regresaron al dormitorio. El arma estaba en la cómoda, bajo la ropa interior. Era una pequeña automática treinta y dos niquelada y estaba descargada.

– ¿De dónde la sacó? -preguntó Peter mientras extraía el cargador.

– Era de Joe. Hace mucho que la tengo.

– ¿Dónde están las balas?

– Non tengo bala. Non tengo bala.

Peter hizo una mueca, pero se metió la automática en el cinturón.

– ¿Cuánto dinero tiene?

– Non -chilló Rosa-. ¡Non me va a quitare mi dinero!

– Si quiere salir de aquí déme su dinero.

– Ladrón. Ladrón. Non le daré mi dinero.

– Escuche, Rosa. Tengo dinero para ella y para mí. Pero no tengo para usted. Si quiere venir con nosotros tendrá que pagarse el billete.

La mujer se volvió, renuente, maldiciendo en italiano. Sacó un bolso de la cómoda y lo volcó sobre la cama. Junto con el amplio surtido de cosméticos que guardaba, había algo de cambio y un puñado de billetes sueltos. Peter los recogió y los contó rápidamente, pero el total era menos de cincuenta francos. No bastaba para un billete de avión.

– Tiene que tener más.

– Sí -asintió ella-. En el banco.

Karen levantó la mirada al techo.

– Y hoy es sábado y los bancos están cerrados.

– Pero, ¿cómo iba a sabere que ustede vendrían hoy? -preguntó Rosa con toda seriedad.

Karen se volvió a Peter.

– Pero, en realidad, ¿qué importa? No vamos a poder tomar ningún avión. Estamos atrapados.

Peter estaba ahora junto a la ventana, observando a los dos hombres visibles, apostados siempre en el patio interior.

– Brandt tiene un agente en París -dijo-. Es cuestión de dar con él y ver qué puede hacer por nosotros.

Rosa se abalanzó sobre Peter y le aferró las solapas.

– ¿Tiene amigo que pueden salvarno?

– Salvarla a usted… quizá. Pero no a su apartamento. No a todo esto -dijo señalando con un gesto lo que lo rodeaba-. Sólo a usted.

– Sólo a mí. Sólo a mí. El senatore. El me pagará por esto, ¿sí?

– Eso es cosa de él y de usted.

Peter abrió la marcha hacia el estudio y el teléfono. Buscó un nombre en la guía y marcó.

– Monsieur DeSaulnier, por favor -dijo-. No hablo francés. Je ne parle pas français. Comprenez-vous? Quiero hablar con el señor DeSaulnier. Es importante. Très importante.

Hizo una mueca a Karen y le tiró un beso.

Ella rió.

– ¡Qué bueno es tu francés!

Peter hizo otra mueca y cubrió el micrófono con la mano.

– Sólo Dios sabe, dónde está ese DeSaulnier. Tiene una firma constructora. Probablemente esté excavando ese parque delante de la catedral.

– Dígale que es Brandt de Filadelfia… Filadelfia. F-I-L… Brandt. B-R-A-N-D-T. De Estados Unidos. Dígale eso y dígale que es muy importante.

Peter sonrió otra vez a Karen y se encogió de hombros.

– ¿Le llaman? -preguntó Karen.

– No sé qué hacen. Su inglés no es mejor que mi francés.

– ¿Qué crees que hará… si es que lo consigues?

– Quizá convenza a la policía de que nos escolte. Si no acaso pueda ametrallar a la oposición.

– ¿El dueño de una importante empresa de construcción es agente de Brandt en París? ¿Por qué?

– ¿Por qué un remendón en Génova o un comerciante de artículos de cuero en Roma?

– Precisamente eso es lo que quiero saber. ¿Por qué?

– ¿Quieres saber por qué tienen esas ocupaciones? De algo tienen que vivir. No viven de lo que les proporciona su trabajo como contactos de Brandt. Por ejemplo, estoy seguro de que Brandt pagaba el teléfono de Giuseppe… de lo contrario no habría tenido teléfono en su tienda. Además debe de haber recibido un pequeño estipendio mensual y una tarifa extra cuando tenía que cumplir alguna tarea para la agencia. Lo mismo ocurre con Vittorio. Sólo que a Vittorio no le interesa el dinero, sino la perspectiva de nuevas emociones.



– Pero ¿cómo puede haber tenido a alguien como Giuseppe… y en un lugar como ése?

– Tú no entiendes al viejo Brandt. Quiere oídos estratégicamente distribuidos. No me preguntes quiénes son ni dónde están. Tiene una red mundial y sólo él conoce su extensión; pero es grande. Tiene agentes temporales en todo el territorio de Estados Unidos y en todo el mundo. Así trabaja. Por una pequeña paga mensual, esos tipos están obligados a colaborar con la organización y dispuestos a cumplir una tarea cuando se les necesita. El agente en París… y Brandt debe de tener más de uno… se llama Paul DeSaulnier, es dueño de una empresa de construcción y probablemente esté en muy buena situación económica. Creo que Brandt prefiere a los contactos ricos, dentro de lo posible. No se venden con facilidad cuando se han metido en el asunto por puro espíritu deportivo. Sea como sea, éste es el hombre que cumple los requisitos en París.

– ¿Crees que podrá hacer algo? ¿Y querrá hacerlo si puede? ¿Hasta qué punto quiere arriesgarse?

– Sólo Dios lo sabe, pero espero que Brandt haya sabido elegir.

Peter miró por la ventana y vio a las dos siniestras figuras apostadas en el pasaje, dispuestas a esperar.

Por fin llegó una voz a través de la línea y su dueño se identificó como el empresario DeSaulnier.

– La Agencia Brandt tiene una red muy amplia -dijo Peter.

Hubo una breve pausa y el otro respondió lentamente, como tratando de recordar.

– Y recoge muchos peces.

– Y yo soy un pez de Brandt a quien otros han pescado. Mi nombre es Peter Congdon.

El nombre no dijo nada a DeSaulnier, pero preguntó cortésmente:

– ¿Cuál es su problema?

Peter le hizo una breve reseña de la situación. El y dos mujeres estaban rodeados por agentes de la mafia y en un apartamento del segundo piso en el patio interior de la Rué Chanoinesse treinta. Tenían reservados billetes para el vuelo de las dieciséis y treinta a Estados Unidos y los mafiosos querían impedir que una de las mujeres viajara… Mejor dicho, que hiciera cualquier cosa. Lo que necesitaban era una especie de salvoconducto para llegar al avión, más el préstamo de los francos necesarios para poder pagar los billetes.

DeSaulnier escuchó y comentó que le parecía muy interesante; pero que lo más interesante de todo era que un agente de Brandt llegara a su territorio sin que Brandt se lo hubiese anticipado. Lo calificó de interesante, pero entre líneas estaba diciendo que era sospechoso, pese al asunto de la red y los pescados.

Peter le explicó que nadie había supuesto que tendría que entrar en aquel territorio. En realidad no debería haber salido de Roma y Florencia, pero los protagonistas del caso se habían tenido que movilizar más de lo esperado y la operación se había salido bastante del cauce previsto.

– Por supuesto que es muy sencillo llamar a Brandt para verificar mi historia. Supongo que no debe saber dónde estoy, porque no he podido enviarle informes desde hace unos días.

– Muy bien. Haré eso.

– Hágalo si eso le tranquiliza. Además dígale a Brandt que el cliente jugó sucio y me envió tras un señuelo, y que ahora he tenido que venir a París para conseguir la presa auténtica.

– No entiendo muy bien eso.

– No importa, si usted se lo repite, él entenderá.

– Y ahora usted está en el segundo piso del cuerpo de atrás sobre el patio interior de la Rué Chanoinesse treinta. ¿Y hay dos hombres en el patio esperando que ustedes salgan?

– Dos son los visibles. Hay otro vigilando nuestras ventanas delanteras y por lo menos dos más fuera del alcance de nuestra vista. Puede haber ün equipo de apoyo detrás de ellos.

– ¿Y qué pruebas tiene de que esa gente lo está esperando?

– Me lo dice el corazón.

– No domino muy bien el inglés. No sé qué ha querido decir con eso.

– Le quiero decir, señor DeSaulnier, que hay algo en sus gestos, en su aspecto, en su interés por este apartamento, que me dice que sería muy poco prudente salir a ese patio. Por añadidura, ninguno de ellos tiene nada que hacer en este patio.

– Ya veré. Muy bien. Ya decidiré qué se hará.

– No olvide el avión que tenemos que alcanzar.

– No lo olvidaré. Tenga paciencia.

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