CAPÍTULO 9


EXTRACTO 16…recordó a Snegovoi, y la pistola de su pijama, y el sello en la puerta.

— Escucha — dijo—, ¿mataron ellos de veras a Snegovoi?

—¿Quiénes? — respondió Viecherovski después de una pausa.

— Bueno, este… — empecé, y me interrumpí.

— Snegovoi, a juzgar por lo que se sabe, se suicidó —afirmó Viecherovski—. No pudo soportarlo.

—¿No pudo soportar qué?

— La presión. Eligió.

Ahora ya no era un cuento de hadas extravagante. Sentí dentro de mí el miedo familiar, y metí los pies bajo el cuerpo, en la silla, y me abracé las rodillas. Me acurruqué con tanta fuerza, que los músculos me crujieron. Era yo, y me estaba sucediendo a mí. No al principito Iván, ni a Iván el Tonto Sabio… ni a un protagonista de cuento de hadas… sino a mí. Viecherovski podía hablar, él estaba a salvo.

— Escucha — dije con los dientes apretados—. ¿Qué pasa contigo y Glújov? Tuvieron una conversación muy rara.

— Me encolerizó.

—¿Cómo?

Viecherovski no contestó enseguida.

— No se atreve a estar solo — dijo.

— No entiendo — dije, luego de pensarlo un poco.

— Lo que me irrita no es la forma en que hizo su elección — dijo Viecherovski con lentitud, como si pensara en voz alta—. ¿Pero por qué insistir en justificar su acción? Y no sólo justificarla, sino tratar de que los demás lo imiten. Le avergüenza ser débil entre gente fuerte, y quiere que ustedes también sean débiles. Piensa que de ese modo le resultará más fácil. Y hasta es posible que tenga razón, pero su actitud me enfurece.

Lo escuché, boquiabierto, y cuando terminó pregunté:

—¿Quiere decir que Glújov también está… bajo presión?

Estaba bajo presión. Ahora se encuentra sencillamente aplastado.

— Espera un momento.

Viecherovski volvió el rostro hacia mí con lentitud:

—¿No entendiste?

—¿Qué quieres decir? El dijo… lo escuché con mis propios oídos… Quiero decir, se puede ver, sencillamente, que no soñó ni imaginó… ¡es evidente!

Pero ya no me parecía tan evidente. Muy por el contrario.

— Entonces no entendiste — replicó Viecherovski, mirándome con curiosidad—. Zájar sí. —Sacó la pipa por primera vez en la noche, y se puso a llenarla con tranquilidad—. Es extraño que no hayas entendido. Bien, resultó claro que estaba trastornado. Juzga tú mismo: al hombre le encantan las novelas de misterio, le encanta mirar televisión, hoy dan su espectáculo favorito, pero por algún motivo corrió a encontrarse con personas desconocidas… ¿para qué? ¿Para quejarse de sus dolores de cabeza? — Frotó un fósforo y encendió la pipa—. Y además, lo reconocí enseguida. — Una llama anaranjada bailó en sus ojos. Chupó la pipa—. Ha cambiado mucho. Antes era un cable cargado de electricidad… enérgico, excitable, sarcástico. Nada de esas prédicas al estilo de Rousseau, y nada de beber vodka. Primero sólo sentí pena por él, pero cuando comenzó a entonar las alabanzas de su nueva filosofía, me enfurecí.

Se concentró en la pipa.

Me hice una bola más apretada. De modo que así eran las cosas. El hombre había sido aplastado. Seguía con vida, pero ya no era el mismo hombre. Carne quebrada, espíritu quebrado. ¿Qué le hicieron que no pudo soportarlo? Pero supongo que existen presiones que ningún hombre es capaz de aguantar.

—¿Quieres decir que también condenas a Snegovoi? — inquirí.

— No condeno a nadie — replicó Viecherovski.

— Bien… Glújov te enfurece.

— No me entendiste — dijo Viecherovski con cierta impaciencia—. No me irrita la elección de Glújov. ¿Qué derecho tengo a irritarme por la elección que hizo un hombre que quedó solo, sin ayuda, sin esperanzas? Me encoleriza el comportamiento de Glújov después de su decisión. Repito: está avergonzado de su elección, y por eso — y sólo por eso— trata de convertir a los demás a su fe. En otras palabras, a causa de la imagen que tiene de sí mismo, aumenta la presión ya insoportable que experimenta. ¿Entiendes?

— Con la cabeza, sí.

Quise agregar que Glújov era perfectamente entendible, y que si se lo podía entender, también era posible perdonarlo; que Glújov estaba más allá del reino del análisis, en un reino en que sólo era aplicable la compasión, pero me di cuenta de que no tenía fuerzas para hablar. Temblaba. Sin ayuda y sin esperanzas. Sin ayuda y sin esperanzas. ¿Por qué yo? ¿Para qué? ¿Qué les hice yo? Debía continuar con mi parte de la conversación, y dije, apretando los dientes después de cada palabra:

— En fin de cuentas, existen presiones que ningún hombre de la tierra puede soportar.

Viecherovski respondió algo, pero no lo escuché o no lo entendí. Me daba cuenta de que ayer yo era un hombre, un miembro de la sociedad. Tenía mis propios problemas y preocupaciones, sí, pero mientras obedeciera a las leyes creadas por el sistema — y eso se había convertido en un hábito—, mientras obedeciese esas leyes, me encontraba protegido de todos los peligros imaginables por la policía, el ejército, los sindicatos, la opinión pública, y mis amigos y mi familia. Ahora, algo había enloquecido en el mundo que me rodeaba. De pronto estaba convertido en un siluro metido en una grieta, rodeado de vagas sombras monstruosas que ni siquiera necesitaban enormes mandíbulas abiertas… Un leve movimiento de sus aletas me haría polvo, me aplastaría, me haría puré. Y se me dejaba aclarado que mientras estuviese oculto en la grieta no podría ser tocado. Pero era mucho más aterrador que eso. Me hallaba separado de la humanidad tal como un cordero es separado del rebaño y arrastrado a alguna parte, por razones, desconocidas, en tanto que el rebaño, sin sospecharlo, sigue en sus cosas, se aleja aún más. Me habría sentido mucho mejor si hubiesen sido alienígenas belicosos, unos sanguinarios y destructivos agresores del espacio exterior, de las profundidades oceánicas, de la cuarta dimensión. ¡Habría sido uno de entre tantos; habría habido un lugar para mí, trabajo; estaría incluido en las filas! Pero estaba condenado a perecer ante la mirada de todos. Nadie vería nada, y cuando fuese destruido, convertido en polvo, todos se sorprenderían, y después se encogerían de hombros. Gracias a Dios que Irina no estaba allí. ¡Gracias a Dios que eso no la afectaba! ¡Una pesadilla! ¡Una increíble tontería! Sacudí la cabeza con tanta fuerza como me era posible.

—¿Todo este embrollo porque trabajo en la materia en difusión?

— En apariencia, sí —dijo Viecherovski.

Lo miré, horrorizado.

—¡Escucha, Fil, no tiene sentido! — exclamé, desesperado.

— Desde el punto de vista humano, ninguno — respondió Viecherovski—. Pero no es la gen le la que tiene algo contra tu trabajo.

—¿Y quién entonces?

— Otra vez con lo mismo… una pregunta tan buena como el oro — dijo Viecherovski, y fue tan poco de él, que reí nervioso. Histérico. Y escuché sus satisfechas risotadas marcianas.

— Oye — dije—, al demonio con ellos. Bebamos un poco de té.

Temí que respondiera que ya era hora de irse, que mañana tenía que presidir exámenes o terminar su capítulo, así que añadí enseguida:

—¿De acuerdo? Tengo una caja de golosinas escondida en alguna parte… Pensé: ¿por qué atiborrar con todas las cosas la cara de Weingarten? ¡Démonos una satisfacción!

— Con placer — dijo Viecherovski, y se puso de pie en el acto.

—¿Sabes? uno piensa y piensa — dije mientras íbamos a la cocina y ponía el agua—. Piensa y piensa, hasta que todo se vuelve negro. Eso es una equivocación. Eso fue lo que liquidó a Snegovoi. Ahora lo sé. Sentando en su departamento, a solas, con todas las luces encendidas, ¿pero de qué le sirvió? Ese tipo de oscuridad no se puede iluminar ni con todas las lámparas del mundo. Pensó y pensó, y luego algo chasqueó, y fue el final. No se puede perder el sentido del humor, ese es el asunto. En realidad es gracioso, ¿sabes?: todo ese poder, toda esa energía… nada más que para impedir que un hombre investigue qué sucede cuando una estrella cae en una nube de polvo. ¡Quiero decir, pienso en eso, Fil! Es gracioso, ¿no?

Viecherovski me miraba con una expresión desconocida.

—¿Sabes, Dmitri? — repuso—, no sé porqué, pero nunca consideré el aspecto humorístico de la situación.

—¿No? Pero cuando se piensa en eso… Ahí están, y empiezan a calcular cosas: cien megavatios en la investigación de los anélidos, setenta y cinco multivatios para llevar adelante este proyecto, y diez bastarán para detener a Maliánov. Y alguno objeta que diez no bastan. Después de todo, hay que enloquecerlo con llamados telefónicos; darle coñac y una mujer, y van dos. — Me senté con las manos apretadas entre las rodillas— No, en realidad es gracioso.

— Si — admitió Viecherovski—, por cierto que es gracioso, pero no mucho. La pobreza de tu imaginación resulta abrumadora. Me sorprende que hayas terminado por conseguir tus burbujas.

—¿Qué burbujas? No hay burbujas. Ni las habrá. Deja de acosarme, señor director. No vi nada, no oí nada, no veo nada malo, no oigo nada malo. Y de cualquier modo, mi trabajo oficial es con el espectrómetro IK. Todo lo demás es apenas la hibris de los intelectuales, un complejo de Galileo.

Guardamos silencio. La tetera comenzó a jadear con suavidad, e hizo un ruido de «pf-pf-pf», como si estuviese a punto de hervir.

— Bueno, está bien — dije—. Pobreza de imaginación. De acuerdo. Pero tienes que admitir que si olvidas los detalles diabólicos, todo el asunto resulta fascinante. En realidad parece como si existieran. La gente ha parloteado tanto, conjeturado tanto, mentido tanto en la invención de esos platillos idiotas, misteriosas explicaciones para las terrazas de Baalbek… y en verdad existen. Pero es claro que no tal como creíamos. De paso, yo siempre tuve la certeza de que cuando ellos se anunciaran, serían muy distintos de todo lo que habíamos inventado al respecto.

—¿Quiénes son «ellos»? — interrogó Viecherovski, distraído. Encendía la pipa.

— Los alienígenas — contesté—. O para usar el término científico, la supercivilización.

— Ahá —dijo Viecherovski—. Entiendo. Nadie sugirió nunca que pudiesen ser policías con pautas de conducta aberrantes.

— Muy bien, muy bien — dije. Me levanté y puse dos tazas y platillos para té—. Puede que mi imaginación sea pobre, pero tú no tienes ninguna.

— Es probable — convino Viecherovski—. Soy totalmente incapaz de imaginar algo que no puede existir. El flogisto, por ejemplo, o un termógeno, o, digamos, el éter universal. No, no, por favor, prepara un poco de té fresco. Y no escatimes.

— Sé cómo prepararlo — gruñí—. ¿Qué decías sobre el flogisto?

— Jamás creí en el flogisto. Y nunca creí en las supercivilizaciones. Tanto el flogisto como las supercivilizaciónes son demasiado humanos. Como en Baudelaire. Demasiado humanos, y por lo tanto animales. No son un producto de la razón, sino de la falta de razón.

—¡Un minuto! — exclamé, con la tetera en la mano y una caja de té de Ceilán en la otra—. Pero tú mismo admitiste que nos vemos ante una supercivilización.

— Nada de eso — replicó Viecherovski, inconmovible—. Lo admitieron ustedes. Yo sólo aproveché las circunstancias para reorientarlos.

El teléfono sonó en mi habitación. Me estremecí, dejé caer la tapa de la tetera, mascullé, mientras miraba a Viecherovski y la puerta, una y otra vez.

— Vé —dijo Viecherovski con calma—. Yo prepararé el té.

No tomé el teléfono enseguida. Tenía miedo. Nadie podía llamar, en especial a esa hora. ¿Tal vez un Weingarten borracho? El estaba solo. Tomé el aparato.

—¿Hola?

La voz de ebrio de Weingarten dijo:

— Bueno, es claro que no duermo. ¡Saludos, víctima de la supercivilización! ¿Cómo estás ahí?

— Muy bien — dije, con gran alivio—. ¿Y tú?

— Todo va a la perfección — anunció Weingarten—. Pasamos por el Astoria. El Austeria, ¿entiendes? Conseguimos una botella de medio litro, pero no pareció suficiente. Así que llevamos dos medios litros, o sea un litro, a casa, y ahora nos sentimos muy bien. ¿Quieres venir?.

— No — repuse—. Viecherovski todavía está aquí. Bebemos té.

— El té te tetera — rió Weingarten—. Bueno. Llama si pasa algo.

— No entiendo, ¿estás sólo, o con Zájar?

— Los tres — dijo Weingarten—. Es muy lindo. Así que si pasa algo ven. Te esperamos. — Y colgó.

Regresé a la cocina. Viecherovski servía el té.

—¿Weingarten? — interrogó.

— Sí, es agradable que algunas cosas sigan igual, aun en toda esta locura. La constancia de la locura. Nunca pensé que un Weingarten bebido fuese algo tan bueno.

—¿Qué dijo?

— Dijo «El té te tetera».

Viecherovski rió entre dientes Weingarten le gustaba. Muy a su manera, pero le gustaba. Consideraba a Weingarten un enfant terrible… un enfant terrible grande, sudoroso, ruidoso.

Rebusqué en la refrigeradora, y encontré una costosa caja de golosinas Dame Pique.

—¿Ves esto?

— Ohó —dijo Viecherovski, respetuoso.

Admiramos la caja.

— Saludos de la supercivilización — dijo—. ¡Oh, sí! ¿Qué estabas diciendo? El me confundió por completo. ¡Ah, ya recuerdo! Quiere decir que, después de todo esto, sigues afirmando…

— Ahá. Sigo afirmando. Siempre supe que no había supercivilizaciónes. Y ahora, después de todo esto, como dices tú comienzo a adivinar porqué no existen.

— Espera. — Dejé la taza—. Por qué, etc., etc., todo eso es teórico. Dime esto: si no es una supercivilización, si no son alienígenas, ¿qué es? — Estaba furioso—. ¿Sabes algo, o estás ejercitando la lengua, divirtiéndote con paradojas? Un hombre se suicidó, otro se convirtió en jalea. ¿De qué estas parloteando?

No, aun a simple vista se advertía que Viecherovski no se divertía con paradojas ni parloteaba. De pronto el rostro se le puso gris y pareció fatigado, y apareció en la superficie una tensión enorme, cuidadosamente oculta. O tal vez era empecinamiento… un empecinamiento salvaje, tenaz. Dejó de parecer el mismo. Por lo general su rostro se veía un tanto marchito, con una adormilada flaccidez aristocrática… pero ahora era duro como la piedra. Y volví a asustarme. Por primera vez se me ocurrió que Viecherovski no me acompañaba para darme apoyo moral. Y que no era por eso qué me había invitado a pasar la noche, y antes a trabajar en su departamento. Y aunque estaba muy asustado, de pronto experimenté una oleada de piedad, sin base alguna, por cierto, aparte de unos vagos sentimientos, y del cambio operado en su rostro.

Y entonces recordé, sin motivo, que tres años antes Viecherovski había sido hospitalizado, pero no por mucho tiempo…


EXTRACTO 17…Un tipo de tumor benigno, antes desconocido. Y yo sólo lo supe el otoño anterior, pero lo veía todos los benditos días, tomaba café con él, escuchaba sus risotadas marcianas, me quejaba de que estaba cansado de los forúnculos. Y no sospeché nada, nada en absoluto.

Y ahora, abrumado por esa inesperada piedad, no pude contenerme y dije, sabiendo que era inútil, que no obtendría respuesta:

— Fil, tú, ¿tú también estás bajo presión?

Por supuesto, no prestó atención a mi pregunta. Ni la escuchó. La tensión abandonó su semblante y desapareció en la aristocrática hinchazón, los párpados rojizos se aquietaron sobre los ojos, y volvió a chupar la pipa.

— No estoy parloteando — dijo—. Tu mismo te empujas a la locura. Inventaste tu supercivilización, y no puedes entender que eso es demasiado sencillo; es mitología contemporánea, y nada mas.

La piel me hormigueó. ¿Más complejo? ¿Peor, entonces? ¿Qué podía ser peor?

— Eres un astrónomo — continuó con tono de reproche—. Deberías conocer la paradoja fundamental de la xenología.

— La conozco. En su desarrollo, es muy probable que cualquier civilización…

— Etcétera — interrumpió él—. Es inevitable que hayamos observado rastros de su actividad, pero no fue así. ¿Por qué? Porque las supercivilizaciones no existen. Porque, por algún motivo, las civilizaciones no se convierten en supercivilizaciones.

— Sí, sí. La idea de que la razón se destruye a sí misma en las guerras nucleares. Es una gran tontería.

— Por supuesto que es una tontería — admitió con serenidad—. Y además es demasiado simplificado, demasiado primitivo en el reino de nuestra forma habitual de pensamiento.

— Espera. ¿Por qué sigues machacando con lo primitivo? Es claro que la guerra nuclear es un concepto primitivo. Pero no tiene por qué ser tan simple. Enfermedades genéticas, cierto aburrimiento ante la existencia, una reorientación de metas. Hay toda una bibliografía al respecto. Por mi parte, siento que las manifestaciones de las supercivilizaciones son de naturaleza cósmica, y que no podemos distinguirlas de los fenómenos cósmicos naturales. O toma nuestra situación, por ejemplo: ¿por qué dices que no es una manifestación de una supercivilización?

— Hmmm, demasiado humana. Han descubierto que los terráqueos están en el umbral del universo. Temen la competición, han decidido frenarla. ¿Es así?

—¿Por qué no?

— Porque eso es ficción. Ficción barata, con cubiertas baratas, de vivos colores. Es como tratar de meter a un pulpo en un par de pantalones de smoking. Y para colmo, no un pulpo común, sino un pulpo que ni siquiera existe.

Viecherovski movió la taza, apoyó el codo en la mesa, posó la barbilla en el puño, enarcó las cejas y miró el espacio, por sobre mi cabeza.

— Mira cómo resulta. Hace dos horas parecíamos haber llegado a una decisión. No importa qué fuerza actúa sobre nosotros, lo importante es cómo comportarnos bajo esa presión. Pero veo que no piensas para nada en eso; te obstinas en tratar de identificar la fuerza. Y con la misma terquedad vuelves a la hipótesis sobre la supercivilización. Estás dispuesto a olvidar — y ya olvidaste— tus débiles objeciones a esa hipótesis. Entiendo por qué te pasa eso. En el fondo de la mente tienes la idea de que cualquier supercivilización sigue siendo una civilización, y que dos civilizaciones siempre pueden llegar a un acuerdo, encontrar alguna especie de transacción, alimentar a los lobos y salvar a las ovejas. Y si sucede lo peor, siempre queda la dulce rendición a esa potencia hostil pero imponente, la noble retirada ante un enemigo digno de la victoria, y luego — las tretas del demonio— es posible, inclusive, recibir una recompensa por la razonable docilidad de uno. No me mires, con los ojos saliéndose de las órbitas, Dmitri. Dije que todo eso era subconsciente. ¿Y crees que eres el único? Es un rasgo muy, muy humano. Hemos rechazado a Dios, pero todavía no podemos erguirnos sobre las dos piernas sin apoyarnos en alguna muleta-mito. Sin embargo, tendremos que hacerlo. Deberemos aprender. Porque en tu situación, ¡no sólo no tienes amigos, sino que estás tan solo que ni siquiera tienes enemigos! Eso es lo que te niegas a entender.

Viecherovski calló. Traté de interrumpirlo, traté de encontrar argumentos para refutarle, de discutir con acaloramiento, con espumarajos en los labios… ¿pero para demostrar qué? No sé. El tenía razón. No es vergüenza admitirlo ante un oponente digno de uno. Quiero decir, eso no lo pensaba él, lo pensaba yo, o sea lo pensé de pronto, después de lo que dijo. Durante todo, el tiempo había tenido la sensación de ser el general de un ejército diezmado que vagaba en medio del fuego, buscando al general victorioso para entregarle mi espada. Que me molestaba menos mi situación, qué el hecho de no poder encontrar al general.

—¿Cómo que no hay enemigo? — dije por último—. Alguien quiso todo esto.

—¿Y quién quiso? — gangoseó Viecherovski— que cerca de la superficie de la tierra la piedra caiga con una aceleración de nueve ocho cero coma seis?

— No entiendo.

—¿Pero cae precisamente a esa velocidad?

— Sí.

—¿Y no metes a una supercivilización en ese asunto? ¿Para explicarlo?

— Espera. ¿Qué tiene que…?

—¿Quién quiso que la piedra cayese con exactitud a esa aceleración? ¿Quién?

Me serví más té. Me pareció que todo lo que tenía que hacer era sumar dos más dos, pero aun así no entendía nada.

—¿Quiere decir que nos encontramos ante una suerte de fuerza elemental? ¿Un fenómeno natural?

— Si te parece — respondió Viecherovski.

—¡Bueno, de veras! — Extendí las manos, derribé mi té y lo derramé en la mesa—. ¡Maldición!

Mientras limpiaba la mesa, Viecherovski continuó, con tono perezoso:

— Trato de hacer que los epiciclos se arrepientan, y trato de poner el sol, y no la tierra, en el centro de las cosas. Ya verás cómo todo ocupa su lugar.

Arrojé el trapo mojado al fregadero.

— Quiere decir que tienes una teoría.

— Sí, la tengo.

— Bien, oigámosla. De paso, ¿por qué no nos la dijiste enseguida? ¿Mientras Weingarten estaba aquí?

Las cejas de Viecherovski se movieron.

—¿Sabes? toda nueva teoría tiene un defecto: siempre crea una cantidad de discusiones, y yo no me sentía con ganas de discutir. Sólo quería asegurarles que se veían frente a una decisión, y que cada uno debía hacer esa elección por su cuenta, solo. En apariencia, no lo conseguí. Y creo que mi teoría habría servido como argumento adicional, porque su médula — en rigor la única conclusión que se puede extraer de ella— consiste en que ahora no sólo no tienen amigos, sino que tampoco tienen enemigos. De modo que quizá me equivoqué. Tal vez habría debido meterme en una discusión agotadora, que dejase más en claro la situación de ustedes. Tal como yo las veo, las cosas están así…

No puedo decir que no entendí su teoría, pero tampoco me es posible afirmar que la haya captado del todo. No puedo decir que su teoría me convenciera por completo, pero por otro lado todo lo sucedido encajaba muy bien en ella. Más aun, todo lo que alguna vez ocurrió, ocurría y ocurrirá siempre en el universo encajaba en ella… esa era la debilidad de la teoría. Olía a la afirmación de que la cuerda es sencillamente una cuerda.

Viecherovski introdujo el concepto del Universo Homeostático. «El universo conserva su estructura": ese era su axioma fundamental. Según sus palabras, las leyes de conservación de la energía y de la materia no eran otra cosa que manifestaciones discretas de la ley de conservación de la estructura. La ley de la entropía no decreciente contradice la homeostasis del universo, y por lo tanto es una ley parcial, y no universal. Complementaria de dicha ley era la de la reproducción constante de la razón. La combinación y el conflicto de esas dos leyes parciales eran una expresión de la ley universal de la conservación de la estructura.

Si existía la ley de la entropía no decreciente, la estructura del universo desaparecía y se entronizaba el reinado del caos. Pero por otro lado, si sólo prevalecía una inteligencia en constante autoperfeccionamiento, y todopoderosa, también se desquiciaría la estructura del universo basada en la homeostasis. Por supuesto, eso no significaba que el universo fuera a volverse mejor o peor — apenas distinto—, al contrario del principio de la homeostasis, ya que una inteligencia en constante desarrollo puede tener un único objetivo: modificar la naturaleza. Por eso el meollo de la Homeostasis del Universo consiste en mantener el equilibrio entre el aumento de entropía y el desarrollo de la razón. Por eso no existen ni pueden existir supercivilizaciones, ya que el término supercivilización se usa para una inteligencia desarrollada hasta tal punto, que trasciende, en escala cósmica, más allá de la ley de la entropía no decreciente. Y lo que ahora nos sucedía no era otra cosa que la primera reacción del Universo Homeostático a la amenaza de la conversión de la humanidad en una supercivilización. El universo se defendía.

No me preguntes, dijo Viecherovski, por qué tú y Glújov se convirtieron en las primeras golondrinas del cataclismo que se avecina. No me preguntes cuál es la naturaleza de las señales que perturbaron la homeostasis en ese rincón del universo en que tú y Glújov emprendieron sus investigaciones. En rigor, no me preguntes por ninguno de los mecanismos del Universo Homeostático… no sé nada de ellos, como la gente no sabe nada sobre el funcionamiento de la ley de la conservación de la energía. Todos los procesos se dan de modo que la energía se conserva. Todos los procesos ocurren de tal manera, que dentro de mil millones de años tu obra y la de Glújov, combinadas con la obra de millones de millones de otras personas, nos conduzca al fin del mundo. Es claro que no se trataba del fin del mundo en general, sino del fin del mundo tal como lo observamos hoy, el mundo como existió durante un billón de años, el mundo al cual tú y Glújov, sin siquiera sospecharlo, amenazan con sus microscópicos intentos de vencer la entropía.

Eso es más o menos lo que entendí, aunque no estoy seguro de haberlo entendido bien; podría estar completamente equivocado. Ni siquiera discutí con él. Ya era bastante feo sin eso, pero mirarlo de ese modo hacía que todo resultase tan desesperante, que no supe como reaccionar… por qué seguir viviendo. ¡Dios! ¡D.A. Maliánov contra el Universo Homeostático!

— Escucha — dije—. Si en verdad es así, ¿de qué podemos hablar? Al demonio con mis cavidades M. ¡Elegir! ¿Qué elección puede haber?

Viecherovski se quitó con lentitud los anteojos y se frotó con el meñique el irritado puente de la nariz. Guardó silencio durante un tiempo muy largo, agotadoramente largo. Y yo esperé. Mi sexto sentido me decía que Viecherovski, no me dejaría así, para ser devorado por su homeostasis; jamás me lo habría dicho, si no existiese una salida, una variante, una opción, maldita sea. Y cuando terminó de frotarse la nariz se puso los anteojos de nuevo y habló en voz baja.

— "Se me dijo que ese camino me llevaría al océano de la muerte, y en mitad del trayecto me volví. Desde entonces se abren ante mí senderos tortuosos, desviados, abandonados."

—¿Y bien? — pregunté.

—¿Lo repito? — inquirió Viecherovski.

— Bueno, repítelo.

Lo repitió. Tuve ganas de llorar. Me levanté con rapidez, llené la tetera y la puse en la hornalla.

— Es bueno que exista el té. De lo contrario, ahora estaría borracho como una cuba, caído debajo de la mesa — dije.

— Yo prefiero el café.

Y entonces oí que una llave giraba en la cerradura. Debo de haberme puesto blanco, porque Viecherovski se me acercó y dijo con voz queda:

— Tranquilo, Dmitri, tranquilo. Yo estoy aquí.

Casi no lo escuché.

En el vestíbulo se abrió otra puerta, un vestido susurró, pasos rápidos, los maullidos locos de Kaliam, y yo estaba todavía anonadado y escuché el "Kaliaminiquito", pronunciado sin aliento. Y después:

—¡Dmitri!

No recuerdo cómo fui al vestíbulo. Tomé a Irina, la abracé, la retuve (¡Irina, Irina!), inspiré su familiar perfume… tenía las mejillas mojadas; mascullaba algo extraño:

— Estás vivo, gracias a Dios. Y yo pensé… ¡Dmitri! — Y entonces recuperamos la sensatez. Por lo menos yo. Quiero decir que me di cuenta de que ella estaba allí, y de lo que decía. Y mi amorfo terror pétreo fue reemplazado enseguida por un concreto temor cotidiano. La senté, retrocedí, miré su rostro mojado por las lágrimas (ni siguiera usaba maquillaje):

—¿Qué pasa, Irina? ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde está Bóbchik?

No creo que me escuchase. Me aferraba las manos, me miraba a la cara, afiebrada, con los ojos húmedos, y repetía:

— Estaba volviéndome loca… pensé que llegaría tarde… ¿Qué ocurre?

Tomados de la mano, nos escurrimos en la cocina, la senté en mi taburete y Viecherovski le sirvió té fuerte. Lo bebió con avidez, derramando la mitad sobre su abrigo. Tenía un aspecto horrible. Casi no la reconocí. Comencé a temblar, y me apoyé en el fregadero.

—¿Algo le sucedió a Bóbchik? — pregunté, y apenas conseguí hacer funcionar la lengua.

—¿Bóbchik? — repitió ella—. ¿Qué tiene que ver Bóbchik con esto? Casi me volví loca de preocupación por ti. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Estuviste enfermo? — Gritaba—. ¡Estás tan sano como un toro!

Sentí que se me caía la mandíbula. No entendía nada. Viecherovski preguntó con suma calma:

—¿Recibió malas noticias acerca de Dmitri?

Ella dejó de mirarme y se volvió hacia él. Luego se levantó de un salto, corrió al vestíbulo y regresó, revolviendo el bolso.

— Miren, miren lo que recibí. —Un peine, lápiz de labios, papeles y dinero cayeron al suelo—. Dios, ¿dónde está? ¡Aquí! —Arrojó el bolso sobre la mesa, hundió la temblorosa mano en el bolsillo ¡le erró en el primer intento! y sacó un telegrama arrugado—. Aquí.

Lo tomé. Lo leí. No entendí nada: A TIEMPO. SNEGOVOI. Volví a leerlo, y enseguida desesperado en voz alta:

"DMITRI MAL. APRESÚRESE PARA LLEGAR A TIEMPO. SNEGOVOI".

—¿Por qué Snegovoi? ¿Cómo puede ser Snegovoi?

Viecherovski me quitó el telegrama con movimientos cuidadosos.

— Enviado esta mañana — dijo.

—¿Cuándo? — pregunté en voz alta, como un sordo.

— Esta mañana. A las nueve y veintidós.

—¡Dios! ¿Por qué me hizo semejante jugarreta? Ella…

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