CAPÍTULO 6


EXTRACTO 13…descubrió que Gúbar era perezoso y faltaba a la escuela de niño, y ya entonces se preocupaba mucho por el sexo. Abandonó la escuela después del noveno grado, trabajó de ordenanza, después como conductor de un camión transportador de fertilizantes, y luego de ayudante de laboratorio en el instituto, donde conoció a Val, y ahora trabajaba en un instituto de investigaciones, en un proyecto gigantesco e importantísimo, en algo relacionado con la energética. Zájar no tenía estudios especiales, pero siempre fue un fanático de la radio; llevaba la electrónica en el alma y en la médula de los huesos, y ascendió con rapidez en el instituto, aunque lo frenaba la falta de un diploma.

Patentó varios inventos, y dos o tres de ellos ya se aplicaban, y decididamente no sabía cuál era el que causaba esos problemas. Pero se le ocurría que debía de ser el del año anterior: había inventado algo relacionado con el «uso constructivo del desvanecimiento». Lo suponía, pero no estaba seguro.

El aspecto importante de su vida eran siempre las mujeres. Las atraía como la miel a las moscas. Y cuando por algún motivo dejaban de pegársele, él se pegaba a ellas. Una vez estuvo casado, y de la unión conservaba los recuerdos más desagradables y amargos; ahora mantenía el código más estricto respecto de esa institución. En una palabra, era un conquistador en el más alto grado, y en comparación con él Weingarten parecía un asceta, un anacoreta y un estoico. Pero a pesar de todo no era un libertino. Trataba a las mujeres con respeto, y hasta con temor, y en apariencia se veía como una humilde fuente del placer de ellas. Nunca tenía dos amantes al mismo tiempo; nunca caía en reyertas o en escenas horribles con ellas, y en apariencia, jamás hería a ninguna. De manera que en ese terreno, después de terminado su infortunado matrimonio, todo iba muy bien. Hasta hacía muy poco.

Consideraba que los disgustos provocados por los desconocidos del espacio comenzaron con la aparición de un repulsivo prurito en sus pies. Corrió a consultar a un médico en cuanto vio el salpullido, porque siempre cuidaba su salud. El médico lo tranquilizó, le dio unas píldoras, y la erupción desapareció. Pero entonces vino la invasión de mujeres. Llegaron en manadas… todas las mujeres con quienes alguna vez estuvo relacionado. Rondaban por su departamento de a dos y en tercetos; un espantoso día hubo cinco mujeres en su departamento al mismo tiempo. Y sencillamente no entendía qué querían de él. Lo injuriaban; se le arrojaban a los pies; le suplicaban quién sabe qué; reñían entre sí como gatas; le rompían todos los platos, destrozaron el tazón de agua azul, japonés, y le arruinaron los muebles. Tenían accesos de histeria; trataban de envenenarse, algunas amenazaron con envenenarlo a él, y eran inagotables y sumamente exigentes en lo referente a hacer el amor. Y muchas de ellas estaban casadas desde hacía tiempo, amaban a sus esposos e hijos, y los esposos también fueron al departamento de Gúbar y se comportaron en forma extraña. (En esta parte de la narración, Gúbar masculló más que nunca).

En una palabra, su vida se convirtió en un infierno; tenía una erupción en todo el cuerpo; ya ni se hablaba de trabajar, y tuvo que pedir licencia sin sueldo, aunque estaba muy endeudado. (Al principio buscó refugio, contra la embestida, en el instituto, pero muy pronto se dio cuenta de que ello sólo haría que sus problemas personales surgieran a la luz en público. Esta parte también la masculló).

Ese infierno duró diez días, sin tregua, y terminó de pronto, la antevíspera. Acababa de entregar la última de las mujeres a su esposo, un torvo sargento de policía, cuando apareció una mujer con un chico. Recordaba a la mujer. La había conocido seis años antes. Se encontraban en un ómnibus atestado, apretujados el uno contra el otro. El la miró, y le gustó lo que vio. Perdón, le dijo, ¿no tendría un trozo de papel y un lápiz? Sí, aquí tiene, repuso ella, sacando del bolso los artículos pedidos. Muchas gracias, dijo él, y ahora escriba, por favor, su nombre y número de teléfono. Pasaron unos días maravillosos en la costa de Riga, y se separaron en forma imperceptible… en apariencia para no volver a encontrarse más, y sin ataduras.

Y ahora aparecía en su umbral, con el chico, y decía que éste era hijo de él. Hacía tres años que estaba casada con un hombre muy bueno y muy famoso, a quien amaba y respetaba profundamente. No pudo explicar a Gúbar por qué había ido. Lloró cada vez que él trató de averiguarlo. Se retorció las manos, y se veía a las claras que sentía que su conducta era inmoral y criminal. Pero no se iba. Los días que pasó en el destrozado departamento de Gúbar fueron la peor parte de la pesadilla. Se comportaba como una sonámbula, hablaba todo el tiempo. Gúbar entendía las palabras, pero no le resultaba posible encontrarles sentido. Y el día anterior, por la mañana, la mujer despertó. Sacó a Gúbar de la cama, lo llevó al cuarto de baño, abrió al máximo las llaves del agua y susurró una historia absolutamente increíble al oído de Gúbar.

Según ella (en interpretación de Gúbar), aparentemente existía, desde tiempos antiguos, esa secreta y semimística Unión de los Nueve en la tierra. Eran sabios monstruosamente sigilosos, de muy larga vida o inmortales, a quienes sólo les preocupaban dos cosas: primero, reunir y dominar todos los logros de cada una de las ramas de la ciencia, y segundo, asegurarse de que ninguno de los nuevos avances científico-tecnológicos fuesen empleados por la gente para su propia destrucción. Esos sabios eran casi omnisapientes, y casi todopoderosos. Resultaba imposible ocultarse de ellos, y de nada valía luchar contra ellos. Y ahora esa Unión de los Nueve la emprendía con Zájar Gúbar. Por qué con él… ella no lo sabía. Tampoco sabía qué debía hacer Gúbar ahora. Eso tendría que decidirlo él. Ella sólo sabía que todos sus sinsabores recientes representaban una advertencia. No sabía quién había dado la orden. En verdad, no sabía nada más. Ni quería saberlo. Sólo deseaba tener la certeza de que nada malo le ocurriera al chico. Rogó a Gúbar que no se resistiese, y que pensara veinte veces antes de tomar alguna medida. Y ahora debía irse.

Llorando, con el rostro hundido en el pañuelo, se fue. Y Gúbar quedó con el chico. No quiso decir qué sucedió entre ellos hasta las tres de la tarde. Pero algo ocurrió.

(El chico hizo una breve declaración al respecto: «Le expliqué las cosas, eso es todo»). A las tres, Gúbar ya no pudo aguantar más, y corrió a ver a Weingarten, su amigo íntimo.

— Todavía no entiendo nada — terminó—. Escuché a Val y te escuche a ti, Dmitri. Sigo sin entender. ¿No será el calor? Dicen que hace ciento cincuenta años que no tenemos tanto calor. Y nos hemos enloquecido, cada uno a su manera.

— Espera un momento, Zájar — dijo Weingarten, ceñudo—. Eres una persona estable, así que por el momento no empieces con las hipótesis.

—¡Qué hipótesis! — exclamó Gúbar, desdichado—. Me resulta claro, sin hipótesis, que aquí no encontraremos nada. Tenemos que informar de esto en el lugar adecuado, eso es lo que yo digo.

Weingarten le lanzó una mirada aplastante.

—¿Y dónde propones que informemos de esto?

—¿Qué se yo? Tiene que haber alguna organización. Algún organismo local.

El chico rió entre dientes, y Gúbar se calló. Maliánov imaginó a Weingarten informando en el organismo competente, trasmitiendo al interesado investigador su fábula sobre el enano pelirrojo de ceñido traje negro. Gúbar parecía un tanto raro en la misma situación. Y en cuanto al propio Maliánov…

— Bien, hermanos, ustedes hagan lo que quieran, pero la estación de policía no es el lugar para mí. Un hombre murió en extrañas circunstancias al otro lado del corredor, y yo fui el último que lo vio con vida. Y no tiene sentido que me vaya, tengo la sensación de que vendrán a buscarme.

En el acto, Weingarten le sirvió una copa de coñac, y Maliánov la bebió de un trago, sin siquiera saborearla. Weingarten dijo con un suspiro:

— Sí, amigos. No hay nadie con quien consultar. Una palabra, y nos meterán en el loquero. Tendremos que arreglárnoslas nosotros mismos. Adelante, Dmitri, habla. Tú tienes una cabeza clara. Vamos, piensa.

Maliánov se frotó la frente.

— En verdad tengo la cabeza rellena — repuso—. No puedo decir nada. Todo esto es una pesadilla. Entiendo una cosa: a ustedes se les dijo que dejaran el trabajo. A mí no me dijeron nada, pero mi vida fue convertida en un…

—¡Correcto! — interrumpió Weingarten—. Hecho número uno: a alguien no le gusta nuestro trabajo. Pregunta: ¿a quién? Observen: un desconocido viene a verme. — Weingarten contó los datos con los dedos—. Un agente de la Unión de los Nueve va a ver a Zájar. De paso, ¿oyeron hablar de la Unión de los Nueve? Tengo el nombre en la cabeza, debo de haber leído algo, pero no recuerdo dónde. Nadie viene a verte a ti. Es decir, por supuesto que te visitan, pero son agentes disfrazados. ¿Cuál es la conclusión que se puede extraer aquí?

—¿Y bien? — preguntó Maliánov, lúgubre.

— La conclusión que se sigue es que no existen alienígenas ni ancianos sabios, sino otra cosa, una fuerza… y que nuestro trabajo le molesta.

— Eso es una tontería — dijo Maliánov—. Delirio. Basura. Piensa un poco. Yo trabajaba en las estrellas, en la nube de polvo gaseoso. Tú tienes esa revertasa. Y Zájar está en verdad en otro campo… en la electrónica aplicada. — De pronto recordó—. Snegovoi también había hablado de eso ¿Saben que dijo? Dijo: «Mira donde está la hacienda y donde está el agua». Acabo de entender qué quiso decir con eso. El pobre también se devanaba los sesos con ese asunto. ¿O tal vez creen que aquí hay tres poderes distintos en funcionamiento? — inquirió con tono ácido.

—¡No, amigo, espera un momento! — insistió Weingarten—. No tan de prisa.

Parecía como si lo hubiese analizado hacía tiempo, y fuera a aclararlo todo, enseguida, siempre que, por supuesto, dejaran de interrumpirlo y le permitiesen hablar. Pero no aclaró nada… Calló y miró el frasco vacío de los arenques.

Todos guardaron silencio. Luego Gúbar habló con suavidad.

— No hago más que pensar en Snegovoi. Quiero decir… es probable que también a él le hayan ordenado dejar su trabajo… ¿y cómo podía hacerlo? Era un militar… Su trabajo era…

—¡Tengo que hacer pis! — anunció el chico, y cuando Gúbar suspiró y lo llevó al excusado, agregó en voz alta—. ¡Y también lo otro!

— No, amigo, no te precipites — volvió a decir Weingarten—. Imagina por un segundo que existe sobre la tierra un grupo de criaturas lo bastante poderosas para hacernos estas bromas. Digamos que es la Unión de los Nueve. ¿Qué les importa a ellos? Poner fin a ciertos trabajos en cierto campo, que lleva a ciertas metas. ¿Cómo lo sabes? Tal vez haya en Leningrado otras cien personas que se están volviendo locas como nosotros. Y como nosotros, temen admitirlo. Algunas tienen miedo, y otras turbación. ¡Y hasta es posible que algunas se sientan felices! Están haciendo atrayentes ofrecimientos, ¿sabes?

— A mí no me hicieron ofrecimientos atrayentes — dijo Maliánov, melancólico.

—¡Y eso también es intencional! Eres un babieca, no te interesa el dinero. Ni siquiera sabes cómo sobornar a la persona que corresponde en el momento oportuno. Todo el mundo es un enorme obstáculo para ti. Todas las mesas están reservadas en un restaurante, y eso es un obstáculo. Hay una cola para conseguir entradas, y eso es un obstáculo. Alguien tiene ciertos tratos con tu esposa y…

—¡Está bien! ¡Basta! No necesito una disertación.

— No. Tranquilízate, amigo. Es una suposición muy posible. Y significa, es claro, que son enormes, fantásticamente poderosos… pero maldito sea, la hipnosis y la sugestión existen, ¡e inclusive, hasta la sugestión telepática! No amigo, imagina: hay una raza, una raza antigua, sabia, y quizá ni siquiera humana… nuestros competidores. Han estado esperando con paciencia, reuniendo datos, preparándose. Y ahora deciden asestar el coup de grace. Y fíjate: no en guerra franca, sino de modo mucho más inteligente. Se dan cuenta de que crear montañas de cadáveres es inútil, bárbaro y peligroso también para ellos. Y entonces resuelven actuar con cuidado, con un escalpelo, en el sistema nervioso central, el cimiento de todos los cimientos, la investigación más promisoria. ¿Entiendes?

Maliánov lo escuchó y no lo escuchó. Una sensación desagradable le subía por la garganta. Quería cerrar los oídos, irse, acostarse, tenderse, ocultar la cabeza bajo una almohada. Era el miedo.

Y no el miedo común y corriente, sino el Miedo Negro. Vete de aquí. Corre para salvar la vida. Déjalo todo, escóndete, entiérrate, ahógate. Eh, tú, se gritó a sí mismo. ¡Despierta, idiota! No puedes hacer eso, morirás. Y habló con cierto esfuerzo.

— Lo entiendo, pero es una tontería.

—¿Por qué?

— Porque es un cuento de hadas. — Se le puso ronca la voz, y tosió—. Para lectores jóvenes. ¿Por qué no lo escribes y lo llevas a Publicaciones Fogata? Asegúrate de que el pionero Vasia destruya a la pandilla maligna, al final, y salve al mundo.

— Muy bien — dijo Weingarten con serenidad—. ¿Esas cosas nos sucedieron?

— Bueno, sí.

—¿Los sucesos fueron fantásticos?

— Bien, digamos que lo fueron.

— Y entonces, amigo, ¿cómo esperas explicar acontecimientos fantásticos sin hipótesis fantásticas?

— No sé nada de eso — replicó Maliánov—. Ustedes dos tuvieron sucesos fantásticos. Y tal vez estuvieron bebiendo como locos durante las dos últimas semanas. A mí no me ocurrió nada fantástico. Yo no bebo.

El rostro de Weingarten se puso rojo como una remolacha, y golpeó en la mesa con el puño y gritó:

—¡Maldición, tienes que creernos, si no nos creemos unos a otros, maldición, todo se irá al demonio! ¡Tal vez esos canallas cuentan con eso, maldición! Que no nos creamos unos a otros, que terminemos aislados, cada uno para ser manipulado como se les ocurra.

Gritaba y bramaba con tanta furia, que Maliánov se amedrentó.

Y hasta se olvidó del Miedo Negro.

— Bueno, muy bien — dijo—, vamos, basta, no te pongas histérico. Fue un error de mi parte, lo siento, lo siento, no lo dije en serio. — Gúbar regresó del excusado y los miró, aterrorizado.

Terminados sus gritos, Weingarten se levantó de un salto, tomó de la refrigeradora una botella de agua mineral, le arrancó con los dientes la tapa de plástico y bebió de la botella. El agua carbonatada le corrió por las velludas mejillas gordas, y en el acto apareció en forma de sudor en su frente y en sus peludos hombros desnudos.

— Quiero decir que lo que en verdad pensaba — dijo Maliánov, apaciguador— es que no me gusta que las cosas imposibles se expliquen por causas imposibles. ¿Sabes? la navaja de Occam. De lo contrario te sale Dios sabe qué.

— Bien, ¿y qué sugieres? — interrogó Weingarten, aplacado, metiendo bajo la mesa la botella vacía.

— No tengo sugestiones. Si las tuviera, te las diría. Mi cerebro ha quedado paralizado por el temor. Sólo que me parece que si en verdad son tan todopoderosos, habrían podido arreglar todo el asunto con mucha mayor sencillez.

—¿Cómo, por ejemplo?

— Oh, no sé. Bien, habrían podido envenenarte con conservas podridas. Y a Zájar… una descarga de mil voltios. Y de todos modos, ¿por qué molestarse siquiera con tanta matanza y terror? Y si son telépatas tan competentes, podrían hacernos olvidarlo todo, fuera de las matemáticas más sencillas. O crear un reflejo condicionado: en cuanto nos sentamos a trabajar, tenemos colitis, o influenza: nos chorrea la nariz, nos duele la cabeza. O eccema. Hay muchísimas cosas. En silencio, con tranquilidad; nadie se habría enterado.

Weingarten esperó a que terminase.

— Mira, Dmitri, tienes que entender una cosa…

Pero Zájar no lo dejó terminar.

—¡Un momento! — suplicó, extendiendo las manos como para empujar a Weingarten y Maliánov a sus respectivos rincones—. Déjenme hablar mientras puedo recordarlo. ¿Quieres esperar, Val, y dejarme hablar? Es sobre las jaquecas. Acabas de mencionarlas, Dmitri. ¿Saben? el año pasado me hospitalizaron.

Resultó que el año anterior estuvo en el hospital porque algo andaba mal en su sangre, y compartió una habitación con ese Vladen Semiónovich Glújov, un orientalista. Glújov estaba allí por problemas cardíacos, pero no se trataba de eso. Se trataba de que trabaron amistad, y que cuando salieron se encontraban de vez en cuando. Y dos meses atrás el mismo Glújov se quejó a Gúbar de que tenía ese enorme proyecto para el cual hacía diez años que reunía materiales, y que todo se iba al demonio por algo muy extraño que le sucedía. A saber: en cuanto se sentaba a escribir acerca de sus investigaciones, la cabeza le dolía espantosamente, hasta el punto de la náusea y de los accesos de desvanecimiento.

— Y sin embargo podía pensar libremente en su trabajo — continuó Zájar—, leer materiales e inclusive, creo, hablar de eso… aunque no estoy seguro, y no quiero mentirles. Pero no le era posible escribir. Y después de lo que dijiste tú, Dmitri…

—¿Conoces su dirección? — preguntó Weingarten.

— Sí.

—¿Tiene teléfono?

— Sí. Tengo su número.

— Adelante. Invítalo a venir. Es uno de los nuestros.

Maliánov se levantó de un salto.

—¡Vete al demonio! — gritó—. ¡Estás demente! No puedes hacer eso. Tal vez sea nada más que una cosa.

— Todos tenemos una cosa.

—¡Val, es un orientalista! ¡Un campo distinto por completo!

— Es el mismo, amigo, juro que es el mismo.

—¡No lo hagas! Zájar, siéntate, no le prestes atención. Está totalmente ebrio.

Resultaba horrible e imposible imaginar a un normal y total desconocido entrando en esa cocina calurosa, repleta de humo, para hundirse en la absoluta locura, terror y borrachera.

— Oigan, ¿por qué no hacemos esto? — insistió Maliánov—. ¿Por qué no llamamos a Viecherovski? Juro que será mucho mejor.

Weingarten no opuso objeciones.

— Muy bien — dijo—. Es una buena idea, llamar a Viecherovski. Viecherovski tiene una cabeza sobre los hombros. Zájar, ve a llamar a tu Glújov, y después llamaremos a Viecherovski.

Maliánov, desesperado, no quería a ningún Glújov. Rogó, suplicó, insistió en que estaba en su casa, y que los echaría a todos a puntapiés. Pero era inútil oponerse a Weingarten. Zájar salió a llamar a Glújov, y el chico se deslizó del taburete y lo siguió como una sombra.



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