CAPÍTULO 10

EXTRACTO 18…y entonces yo. Ella no pudo conseguir pasaje en el aeropuerto. Irrumpió en la oficina del director, blandiendo el telegrama, y él le dio cierto papel, pero no resultó de mucha ayuda. No había aviones prontos a despegar, y los que llegaban iban a otra parte. Por último, en desesperación, tomó un avión a Jarkov. Y entonces todo volvió a empezar, pero por añadidura comenzaba a llover. Sólo hacia el anochecer consiguió llegar a Moscú en un avión de carga, que llevaba refrigeradoras y ataúdes. Del aeropuerto de Domodédovo corrió a Sheremétievo, y por último llegó a Leningrado viajando en la carlinga. No había probado un bocado desde que salió, y se pasó casi todo el tiempo llorando. Inclusive en el momento de caer dormida, amenazaba con ir a la oficina de correos a primera hora de la mañana, con la policía, para averiguar de quién era ese trabajo, que canallas eran los responsables. Por supuesto, coincidí con ella, le dije que, es claro, no lo dejaremos así. Por bromas como ésta, habría que sacar a la gente a puñetazos de su puesto; no, más aun, se la debía arrestar. Es claro que no le dije que hoy en día, gracias a Dios, la oficina de correos no aceptaría un telegrama como ese sin confirmación, que es imposible hacer bromas pesadas de ese tipo, y que lo más probable era que nadie hubiese enviado el telegrama, que la teletipo de Odesa lo hubiera impreso por sí misma.

No pude dormirme. De cualquier modo, ya era de mañana. Afuera había luz, y la habitación estaba iluminada a pesar de las persianas. Yo seguía en la cama, acariciando a Kaliam, tendido entre nosotros, y escuchaba la respiración pareja de Irina. Siempre dormía profundamente y con gran placer. En el mundo no existía nada tan terrible que pudiese darle insomnio. Por lo menos, no existió hasta entonces.

No me había abandonado el nauseoso sentimiento de catástrofe inminente, que se apoderó de mí cuando leí y finalmente entendí el telegrama. Tenía los músculos acalambrados, y adentro, en el pecho y el estómago, un enorme bulto, frío e informe.

Al principio, cuando Irina quedó dormida en mitad de una palabra y yo escuché durante un momento su respiración tranquila, me sentí mejor. No estaba solo. A mi lado se encontraba la persona más cercana y cara para mí. Pero el frío sapo de mi pecho se agitó, y me sentí horrorizado ante ese sentimiento de alivio. De modo que me he hundido en esto; me han reducido a esto: puedo sentirme feliz de que Irina esté aquí, de que Irina se encuentre en la misma trinchera que yo, bajo el fuego. Oh, no, lo primero que haremos mañana será comprarle un pasaje. De vuelta a Odesa. Apartaré a todos a un lado, me abriré paso a mordiscos, a través de la cola, hasta llegar a la ventanilla de expendio de billetes.

Mi pobre chiquita, cómo ha sufrido por culpa de esos canallas, por mí y la piojosa materia en difusión, todo lo cual no vale una sola arruga en el rostro de Irina. Y también a ella la habían atrapado. ¿Por qué? ¿La necesitaban para algo? Los canallas, los canallas ciegos. Golpeaban a cualquiera que se encontrase en el campo de fuego. No, nada le sucederá. La están usando para asustarme. Juegan con mis nervios, de una u otra manera.

De pronto me imaginé a Snegovoi… caminando por el bulevar Moscú con su pijama a rayas, pesado, frío, con un agujero de bala, cubierto de coágulos, en el grueso cráneo; llegaba al correo y se ubicaba en la cola, en la ventanilla de los telegramas; un revólver en la mano derecha, el telegrama en la izquierda; y nadie se da cuenta. La muchacha toma el telegrama de sus dedos muertos, redacta un recibo, olvida el dinero y grita: "El que sigue".

Sacudí la cabeza para disipar la visión, bajé en silencio de la cama y me dirigí a la cocina, descalzo y en ropa interior. Había sol allí, y los gorriones armaban un alboroto en el patio, y pude oír la escoba del portero. Tomé el bolso de Irina, saqué un atado arrugado, que contenía dos cigarrillos, me senté y encendí uno. Hacía tiempo que no fumaba. Dos, tal vez tres años. Demostración de mi fuerza de voluntad. Si, hermano Maliánov, ahora necesitarás tu fuerza de voluntad. Cuernos, soy un pésimo actor, y no sé mentir. Irina no debe saber nada. No tiene nada que ver con esto. Debo hacerlo todo solo. Nadie puede ayudarme, ni Irina, ni nadie.

Y de todos modos, ¿qué tiene que ver aquí la ayuda? pensé. ¿Quién habla de ayudar? No le cuento a Irina mis problemas, si puedo evitarlo. No me gusta entristecerla. Me encanta hacerla feliz, y me habría encantado hablarle de las cavidades M, lo habría entendido en el acto, aunque no es una teórica y siempre menosprecia sus capacidades. ¿Pero qué puedo decirle ahora?

Pero existen diferentes problemas, distintos niveles de problemas. Están los menores, acerca de los cuales no es pecado quejarse, y que hasta resulta agradable exponerlos. Irina diría: gran cosa, que tontería, y todo se pondría mejor. Si los problemas son mayores, es poco varonil hablar de ellos. Yo no se los cuento a mi madre ni a Irina. Y después vienen los problemas de tal magnitud, que resultan un poco borrosos. Antes que nada, lo quiera o no, Irina está en primera línea de fuego conmigo.

Aquí sucede algo muy injusto. Me están matando a golpes, pero al menos entiendo por que, puedo adivinar quién lo hace y sé que me golpean. No son bromas estúpidas, y no es el destino; me apuntan a mí. Creo que es mejor saber que le apuntan a uno. Es claro que todos somos distintos, y es probable que la mayoría de la gente prefiera no saberlo, pero mi Irina no es de esas. Es arrojada; la conozco. Cuando tiene miedo de algo, se precipita de cabeza en el seno mismo de su miedo. Sería deshonesto no decírselo. Y en general, debo adoptar una decisión. (Ni siquiera intenté pensar en eso todavía, y tendré que hacerlo. ¿O ya elegí? ¿Hice mi elección sin saberlo?) Y si debo elegir… bien, supongamos que, por sí misma, la elección corre por mi cuenta. Haremos lo que queramos. ¿Pero y las consecuencias? Una elección llevará a que ellos nos lancen bombas atómicas, en lugar de las comunes. Otra… Me pregunto, ¿Glújov le habría gustado a Irina? Quiero decir, es un hombre agradable, simpático, tranquilo, dócil. Podríamos conseguir un aparato de televisión, para perdurable alegría de Bóbchik; esquiaríamos todos los sábados, iríamos al cine. De una u otra manera, la decisión no me afectará solo a mí. Permanecer sentado bajo una lluvia de bombas es malo, pero descubrir, al cabo de diez años de matrimonio, que el marido es una medusa, tampoco resulta muy divertido. Pero quizás esté bien. ¿Cómo sé qué ve ella en mí? Así es, no lo sé. Y es posible que tampoco ella lo sepa.

Terminé el cigarrillo y arrojé la colilla a la basura. Cerca del tacho yacía un pasaporte. Bonito. Habíamos limpiado todo, hasta el último residuo, pero ahí estaba el pasaporte de ella. Tomé el librito gris verdoso y miré, distraído, la primera página. No sé por qué. Me brotó un sudor frío. Serguéienko, Irina Fiódorovna. Fecha de nacimiento: 1939. ¿Qué es esto? La foto era de Irina… no, Irina no. De una mujer que se parecía a ella, pero que no lo era. Una Serguéienko, Irina Fiódorovna.

Deposité con cuidado el pasaporte en el borde de la mesa y fui al dormitorio en puntillas. Me brotó otro sudor. La mujer que yacía bajo la sábana, tenía piel seca, tensa en el rostro, y los dientes de arriba, blancos y agudos, quedaban al desnudo, en una sonrisa o en una mueca martirizada. Bajo mis sábanas había una bruja. Me olvidé de mí mismo y la sacudí, tomándola del hombro. Irina despertó en el acto, abrió los inmensos ojos y murmuró:

— Dmitri, ¿Qué ocurre? ¿te duele algo? — Dios, era Irina. Es claro que era Irina. Que pesadilla—. Roncaba, ¿verdad? — preguntó con voz adormilada, y volvió a dormirse.

Regresé en puntas de pies a la cocina, aparté el pasaporte, saqué el último cigarrillo y lo encendí. Sí. Así vivimos ahora. Así será ahora nuestra vida. De aquí en adelante.

El animal helado que tenía adentro se agitó un poco más, y luego quedó inmóvil. Me enjugué el desagradable sudor de! rostro; se me ocurrió una idea y comencé a buscar en su bolso. El pasaporte de Irina estaba allí. Maliánova, Irina Ermoláievna. Fecha de nacimiento: 1933. ¡Maldición! Muy bien, ¿por qué tenían que hacer eso? No era un accidente. El pasaporte, el telegrama, el difícil viaje de Irina, el hecho de que tuvo que volar en un avión con ataúdes… todo eso no era accidental. ¿O sí? Eran ciegos, la madre naturaleza, elementos naturales, carentes de cerebro… Ese es un buen argumento para la teoría de Viecherovski. Si se trataba del Universo Homeostático que aplastaba una microrrebelión, ese era el aspecto que habría tenido. Como un hombre goleando a una mosca con una toalla… golpes malévolos, sibilantes, que cortaban el aire; jarrones que caen de los estantes; lámparas que se quiebran; inocentes polillas que caen víctimas de los golpes; el gato, con la pata pisoteada, corriendo en línea recta a esconderse debajo del diván. Una masa de poder e ineficiencia. Quiero decir, en verdad no sé nada. Es posible que en el otro lado de la ciudad se haya derrumbado una casa. Me apuntaban a mí, y en cambio le acertaron a la casa. Y lo único que obtuve yo era un maldito pasaporte. ¿Y todo eso porque él otro día pensé en las cavidades M? ¡Pensar que habría podido hablarle a Irina de ellas!

Escuchen, es probable que no pueda vivir así. Nunca me consideré un cobarde, pero vivir de este modo, sin un momento de paz, aterrorizado por la propia esposa, porque uno la ha confundido con una bruja… y Viecherovski desprecia a Glújov. Eso significa que también dejará de verme a mí. Tendré que cambiarlo todo. Todo será distinto. Una vida diferente, un trabajo diferente, distintos amigos. Y tal vez, inclusive, una familia diferente. "Desde entonces se abren ante mí caminos tortuosos, desviados, abandonados". Y te avergonzarás de mirarte al espejo cuando te afeites, por la mañana. El espejo reflejará a un Maliánov muy pequeño y muy domesticado.

Es claro que puedes acostumbrarte a eso, y es probable que te acostumbres a todo, en el mundo. A cualquier derroche. Pero éste no será un desperdicio minúsculo. Me pasé diez años trabajando para esto. Más de diez años… toda mi vida. Desde la infancia, desde el club de ciencias de la escuela, desde los telescopios de fabricación casera, desde los cálculos de los números de Wolfe según las observaciones de alguien. Mis cavidades M; en realidad no sé nada acerca de ellas: qué habría podido hacer con ellas; qué habría podido hacer algún otro, después que yo; continuar, desarrollarlas, acrecentarlas y transmitirlas a otra era, al siglo siguiente. Es probable que de eso saliera algo no tan pequeño. Yo me perdía algo no tan diminuto, si podía conducir a revelaciones que el universo mismo trata de detener. Mil millones de años son mucho tiempo. En mil millones de años una civilización se desarrolla, desde una burbuja de fango…

Pero me aplastarán. Primero no me dejarán vivir en paz, me enloquecerán, y si eso no funciona, sencillamente me aplastarán. ¡Ah, que bueno! Las seis. El sol ya quemaba.

Y entonces, no sé por qué, desapareció el frío animal de mi pecho. Me puse de pie; caminando con calma, fui a la habitación y tomé del escritorio mis papeles y una estilográfica. Regresé a la cocina, me acomodé y me puse a trabajar.

No podía pensar bien — tenía la cabeza rellena de algodón y los párpados me ardían—, pero repasé con cuidado mis anotaciones, me desprendí de todo lo que ya no necesitaba, puse el resto en orden y lo copié todo en un anotador, con lentitud, con placer, eligiendo las palabras con cuidado, como si redactara el esbozo final de un artículo o un informe.

A mucha gente no le agrada esta etapa del trabajo, pero a mí sí. Me gusta pulir los términos, saborear los giros más elegantes y económicos, sorprender los errores ocultos en las notas, trazar gráficos, preparar tablas. Esta es la noble tarea sucia del científico: el resumen, un momento para admirarse de uno mismo y de su producción.

Y me admiré a mí mismo y mi producción hasta que Irina estuvo a mi lado… envolviéndome con el brazo desnudo y apoyando la mejilla cálida contra la mía.

—¿Eh? — dije, y me enderecé.

Era mi Irina habitual, y no el espantajo patético que parecía ayer. Estaba rosada y fresca, con los ojos limpios, alegre. Una alondra. Es una alondra. Yo soy un búho y ella una alondra. En alguna parte leí una clasificación así. Las alondras se acuestan temprano, duermen con facilidad y con gran placer, y despiertan frescas y felices, y empiezan a cantar enseguida, y nada hay en el mundo que las haga dormir hasta el mediodía.

—¿No volviste a dormir? — preguntó, y sin esperar una respuesta fue a la puerta del balcón—. ¿Por qué gritan?

Sólo entonces me di cuenta de que había un estrépito en nuestro patio… el tipo de ruidos de multitud que se escuchan en la escena de un accidente, después que ha llegado la policía, y antes de la ambulancia.

—¡Dmitri! — gritó Irina—. ¡Mira! ¡Hablando de milagros…!

Se me derrumbó el corazón. Conozco esos milagros. Me levanté de un salto…

EXTRACTO 19…un poco de café. E Irina anunció, alegre, que todo había salido a las mil maravillas. Por fin todo, en el mundo, salía maravillosamente. Durante los diez días llegó a aburrirse de Odesa, porque ese verano estaba más atestada que nunca. Me echaba de menos, y no tenía la intención de regresar a Odesa, en especial porque nunca podría conseguir pasaje, y su madre pensaba venir a Leningrado en agosto; entonces traería a Bóbchik. Ahora iría a trabajar, en seguida, en cuanto hubiese terminado el café, y en marzo o abril iríamos a esquiar juntos a Kírosvsk, como lo habíamos planeado.

Comimos una omelet de tomate. Mientras yo la preparaba, Irina registró todo el departamento en busca de cigarrillos, no encontró ninguno y se entristeció un poco, preparó más café y preguntó por Snegovoi. Le dije lo que sabía por Zíkov… eludiendo con cuidado todos los ángulos agudos y tratando de presentarla como la habitual historia trágica. En medio del relato recordé a la bella Lídochka, y casi la mencioné, pero me mordí la lengua.

Irina decía algo acerca de Snegovoi, recordaba algo, y las comisuras de la boca se le cayeron con tristeza ("¡…ahora no hay nadie a quien pedirle un cigarrillo!"), y yo bebí mi café, pensando en lo que debía hacer a continuación. Hasta que resolviese contárselo o no a Irina, quizá fuese mejor no mencionar a Lídochka, ni el pedido de comestibles, ya que todo el asunto era muy poco claro, o tal vez debería decir muy claro, pues durante todo ese tiempo Irina no había dicho una palabra acerca de su amiga o de los comestibles. Es claro que Irina habría podido olvidarlo todo. Primero, toda esa ansiedad, y segundo, Irina siempre se olvida de todo, pero por el momento — retrocede, Satanás— era mejor eludir los problemas. Bien, quizá valiera la pena soltar un globo de ensayo.

Elegí un momento apropiado, cuando Irina dejó de hablar de Snegovoi y pasó a temas más alegres, de cómo Bóbchik cayó en una zanja, y mi suegra tras él, y pregunté con negligencia:

— Bien, ¿y cómo anda Lídochka?

Mi pequeño globo de ensayo fue más bien enorme y torpe. A Irina se le saltaron los ojos de la cara.

—¿Qué Lídochka?

— Ya sabes, tu amiga de la. escuela.

—¿Ponomariova? ¿Qué te hizo pensar en ella?

— Oh, tú sabes — mascullé—. Pensé, nada más. — No había previsto la pregunta—. Sabes, Odesa, el acorazado Potemkin. Sólo la recordé, eso es todo. ¿A qué viene este interrogatorio de tercer grado?

Irina parpadeó un par de veces, y luego dijo:

— Me tropecé con ella. Está tan hermosa, ahora, que tiene que ahuyentar a los hombres con un bastón.

Hubo una pausa. Maldición, no sé mentir. Lindo globo de ensayo. La recibí entre los ojos. Bajo la mirada interrogante de Irina, dejé la taza vacía en el platillo y dije con voz falsa:

Me pregunto cómo andará nuestro árbol y fui al balcón. Bueno, lo de Lídochka estaba claro ahora. Decididamente. ¿Y cómo andaba nuestro árbol?

El árbol se encontraba en su lugar. El gentío raleaba. Estaban sólo el portero, tres empleados, el plomero y dos policías. Abajo se veía también un patrullero amarillo. Todos ellos (salvo el coche, por supuesto) miraban el árbol e intercambiaban opiniones acerca de lo que había que hacer, y lo que ello representaría. Uno de los policías se había quitado el gorro, y se secaba con un pañuelo la cabeza afeitada. El patio comenzaba a hacerse caluroso, y el olor familiar a asfalto recalentado, y a nafta, tenía un nuevo dejo… selvático y extraño. El policía afeitado se puso de nuevo el gorro, guardó el pañuelo y hundió el dedo en la tierra blanda. Me aparté del balcón.

Irina se encontraba en el cuarto de baño. Levanté y lavé los platos. Tenía mucho sueño, pero sabía que no me dormiría. Era probable que no durmiese hasta que terminase todo el asunto. Llamé a Viecherovski. En cuanto escuché el timbre, recordé que no estaría en casa ese día, que dirigía unos exámenes de estudiantes graduados, pero antes que pudiese colgar levantó el tubo.

—¿Estás en casa? — pregunté estúpidamente.

—¿Qué puedo responder? — replicó Viecherovski.

— Muy bien, muy bien. ¿Viste el árbol?

— Sí.

—¿Qué te parece?

— Creo que sí.

Miré hacia el baño y dije, bajando la voz:

— Creo que soy yo.

—¿Sí?

— Ahá. He decidido poner mis notas en orden.

—¿Y lo hiciste?

— No del todo. Trataré de terminar hoy.

Viecherovski guardó silencio.

—¿Para qué? —preguntó.

Me dejó pasmado.

— No sé, de pronto tengo deseos de dejar todo limpio. Pena, supongo. Sentí pena por mi trabajo. ¿Hoy no saldrás?

— Creo que no. ¿Cómo está Irina?

— Parloteando y gorjeando — repuse. Sonreí involuntariamente—. Ya conoces a Irina. Le resbala como el agua a un pato.

—¿Se lo dijiste?

—¿Bromeas? Por supuesto que no.

—¿Por qué "por supuesto"?

Suspiré.

— Sabes, Fil, yo también pienso en eso. ¿Debo decírselo, o no? No lo sé.

— En caso de duda — declaró Viecherovski—, no hagas nada.

Estaba por decirle que esa era una información que conocía sin necesidad de que me la comunicara, cuando oí que Irina cerraba la ducha. Murmuré en el teléfono:

— Bien, ahora voy a trabajar. Si hay algo, llámame. Estaré en casa.

Irina se vistió y maquilló, me besó en la nariz y salió saltando. Yo me eché en la cama, con la cabeza apoyada en las manos, y me puse a pensar. Kaliam apareció enseguida, trepó sobre mí y se tendió a mi lado. Estaba suave, caliente y húmedo, y me quedé dormido. Fue como si me desvaneciera. Mi conciencia desapareció, y reapareció de golpe. Kaliam ya no estaba en la cama, y alguien tocaba el timbre. Con la señal: ta tata tata. Me levanté. Tenía la cabeza clara, y me sentía particularmente pendenciero. Estaba preparado para la muerte, y para un combate mortal. Sabía que se iniciaba un ciclo, pero ya no había más temor… sólo decisión irreflexiva, furiosa.

Pero sólo era Weingarten. Una cosa totalmente imposible: estaba más sudoroso, desaseado, sucio y descuidado que la víspera.

—¿Qué es ese árbol? — preguntó en el acto, en la puerta. Y otra imposibilidad: cuchicheaba.

— Puedes hablar en voz alta — dije—. Entra.

Entró, pisando con cuidado y mirando en torno, metió en el armario dos bolsos de compras con manuscritos, y se limpió el cuello húmedo con la mano húmeda. Hice entrar a Kaliam, tirándole de la cola, y cerré la puerta.

—¿Y bien? — dijo Weingarten.

— Como ves — repuse—. Vamos a mi cuarto.

—¿El árbol es trabajo tuyo?

— Mío.

Nos sentamos. Yo me senté a la mesa, Weingarten en la silla próxima a ella. El enorme vientre velludo le asomaba por debajo de la remera de red y del rompevientos de nyIon, desabotonado. Jadeaba, resoplaba; se secó, retorció el cuerpo y sacó el atado de cigarrillos del bolsillo de atrás. Y susurró una retahíla de maldiciones, dirigidas a nada en especial.

— Entonces la batalla continúa — dijo por fin, exhalando gruesas columnas de humo por las velludas fosas nasales—. Mejor morir de pie, ta-ta, que de rodillas… y todo eso. ¡Estúpido! — gritó—. ¿Estuviste abajo? ¡Idiota! ¿Por lo menos viste cómo crece? ¡Fue una explosión! ¿Y si hubiera ocurrido debajo de tu culo? ¡Bum, ka-bum, y ta-ta!

—¿Por qué gritas? — inquirí—. ¿Quieres unas gotas de valeriana?

—¿Tienes un poco de vodka?

— No.

—¿Un poco de vino entonces?

— Nada. ¿Qué me trajiste?

—¡Mi premio Nobel! — vociferó—. ¡Te traje mi Nobel, eso! ¡Pero no para tí, idiota! Ya tienes bastante con tus problemas. — Atacó su chaqueta, arrancó el botón de arriba y maldijo—. En la actualidad no existen demasiados idiotas — anunció—. En nuestros tiempos amigo, la mayoría supone, y muy bien, que es mejor ser rico y sano, y no pobre y enfermo. No necesitamos mucho: un tren cargado de pan y otro cargado de caviar; y el caviar puede ser negro, y el pan blanco. Este no es el siglo XIX, amigo — dijo con sinceridad—. El siglo XIX está muerto y enterrado, y de él sólo queda humo, y nada más, amigo. No dormí en toda la noche. Zájar ronca, lo mismo que el fenómeno de su hijo. Me pase toda la noche despidiéndome de los restos del siglo XIX, en mi conciencia. ¡El siglo XX, amigo, es todo cálculo y nada de emoción! La emoción, como todos sabemos, es falta de información, y nada más. Orgullo, honor, generaciones futuras… parloteo aristocrático. Athos, Porthos y Aramis. Yo no puedo hacer eso. ¡No sé cómo hacerlo, ta-ta! ¿Asunto de valores? Si quieres. Lo más valioso del mundo es mi identidad, mi familia y mis amigos. El resto puede irse al demonio. El resto está fuera de los parámetros de mi responsabilidad. ¿Luchar? Por supuesto.. Por mí. Mi familia; mis amigos. Hasta el final, sin piedad. ¿Pero por la humanidad? ¿Por la dignidad de los terráqueos? ¿Por el prestigio galáctico? ¡Al diablo con eso! ¡No combato por palabras! Tengo cosas más importantes de las cuales preocuparme. Tú puedes hacer lo que quieras. Pero no te recomiendo que seas un idiota.

Se levantó de un salto y se encaminó hacia la cocina, como un enorme dirigible en el corredor. El agua chorreó en el grifo.

—¡Toda nuestra vida cotidiana — gritó desde la cocina— es una cadena continua de transacciones! ¡Es preciso ser un idiota absoluto para hacer un trato desventajoso! ¡Eso ya lo sabían en el siglo XIX! — Se interrumpió, y lo oí tragar agua. Luego ésta dejó de correr, y Weingarten entró de nuevo en mi habitación, enjugándose la boca—. Viecherovski no te dará buenos consejos. Es un robot, no un hombre. Y para colmo, un robot del siglo XIX. Si en el siglo XIX hubiesen sabido hacer robots, los habrían fabricado parecidos a Viecherovski. Mira, puedes considerarme una persona vil. No lo discuto. Pero no dejaré que nadie me elimine; nadie. Por nada. Un perro vivo es mejor que un león muerto. Y un Weingarten vivo es muchísimo mejor que un Weingarten muerto. Ese es el punto de vista de Weingarten, y confío que también el de su familia y amigos.

No interrumpí. He conocido a ese zoquete y su carota durante un cuarto de siglo, y no de un siglo cualquiera, sino del XX. Gritaba de ese modo porque ya lo tenía todo clasificado en su mente. No tendría sentido interrumpirlo, porque no me habría oído. Hasta que Weingarten lo tiene todo clasificado, se puede discutir con él como con un igual, como con un mortal corriente, e inclusive hacerlo cambiar de opinión. Pero Weingarten, con todo acomodado, se convierte en un grabador que se vuelve a hacer funcionar una y otra vez. Y entonces grita y se vuelve descomunalmente cínico… es probable que eso sea producto de una infancia desdichada.

De manera que lo escuché en silencio, esperando a que terminase la cinta, y lo único extraño fue la cantidad de veces que se refirió a los Weingarten vivos y muertos. No podía estar asustado… no era yo, en fin de cuentas. He visto toda clase de Weingarten: Weingarten enamorado, Weingarten el cazador, Weingarten el palurdo grosero y Weingarten derrotado. Pero ése era un Weingarten que no había visto jamás: un Weingarten atemorizado. Esperé a que se desenchufara durante unos segundos para tomar un cigarrillo, y pregunté, por las dudas:

—¿Te asustaron?

Dejó caer los cigarrillos y me apuntó con el dedo, un dedo grueso, mojado, a través de la mesa. Había estado esperando la pregunta. La respuesta también estaba grabada de antemano, no sólo en ademanes, sino oralmente:

—¡Eso me gusta… me asustaron! — dijo, agitando el dedo ante mi nariz—. Este no es el siglo XIX, ¿sabes? En el siglo XIX solían asustar a la gente. Pero en el XX no se molestan con esas tonterías. En el XX te compran. No me asustaron, me compraron, ¿entiendes, amigo? ¡Es una bonita elección! O te aplastan como a un papel o te dan un flamante instituto, por el cual dos científicos ya se han aporreado a muerte. En el instituto haré diez proyectos ganadores del premio Nobel, ¿entiendes? Es claro que la mercancía tampoco es del todo mala. Es algo así como mi derecho de primogenitura. El derecho de Weingarten a su libertad respecto de la curiosidad científica. No es mala mercancía, hermano, no me discutas. Pero hace demasiado tiempo que está en las estanterías. ¡Pertenece al siglo XIX! ¡De todos modos, ya nadie tiene esa libertad en el XX! Puedes tomar tu libertad y pasarte toda la vida como ayudante de laboratorio, lavando tubos de ensayo. ¡El instituto tampoco es una tontería! Allí iniciaré diez ideas, veinte ideas, y si no les gustan una o dos, bien, volveremos a negociar. En la cantidad hay fuerza, amigo. No escupamos al viento. Cuando un tanque pesado se dirige en línea recta hacia ti y la única arma que tienes es la cabeza sobre los hombros, tienes que ser lo bastante sensato para saltar y apartarte de su camino.

Habló mucho más, gritando, fumando, tosiendo, ronco, corriendo a mirar en el bar vacío, apartándose de él, desilusionado, y gritando un poco más. Después se aquietó, se le terminaron las palabras, se recostó en el respaldo de la butaca, apoyó la cabeza en él y dirigió muecas al cielo raso.

— Está bien, entonces — dije—. ¿Pero adonde llevas tu premio Nobel? Habrías debido llevarlo al cuarto de calderas; en cambio lo acarreaste cinco pisos, hasta mi casa.

— Se lo llevo a Viecherovski.

Me asombré.

—¿Qué hará él con tu obra para el premio Nobel?

— No lo sé. Pregúntaselo.

— Espera — dije—. ¿Te llamó?

— No, yo lo llamé a él.

—¿Y?

—¿Qué, y? — Se enderezó en el asiento y se abotonó la chaqueta—. Lo llamé esta mañana, y le dije que elijo el pájaro en mano.

—¿Y?

—¿Qué, y? Y… me dijo, bueno, tráeme tus materiales.

Guardamos silencio.

— No entiendo por qué quiere tus materiales.

—¡Porque es un Don Quijote! — ladró Weingarten—. ¡Porque nunca lo picoteó ni una gallina asada! Porque nunca mordió un bocado más grande del que puede tragar.

De pronto entendí.

— Escucha, Val — dije—. No lo hagas. ¡Al demonio con él, se ha vuelto loco! ¡Lo hundirán a martillazos en el suelo, hasta el cuello! ¿Quién lo necesita?

—¿Y qué, entonces? — preguntó Weingarten con avidez—. ¿Qué?

—¡Quémala, tu maldita revertasa! Quemémosla ahora mismo. En la bañera.

— Es una pena, — dijo Weingarten, y apartó la mirada—. Qué pena. El trabajo… es de primera clase. Especial, extra. De lujo.

Callé. Y él abandonó de nuevo la silla, corro de un lado a otro por la habitación, salió al pasillo y volvió, y su cinta también comenzó a escucharse otra vez. Es una vergüenza sí. El honor sufre, sí. Su orgullo está herido. En particular cuando no se puede hablar a nadie de eso. Pero si se lo piensa, el orgullo es pura demencia, y nada más. Se estaba enloqueciendo él mismo. ¡Pero si la mayoría de la gente no lo pensaría dos veces, en nuestra situación! ¡Y nos llamarían idiotas! Y tendrían razón. ¿Nunca tuvimos que transigir? ¡Por supuesto, cientos de veces! ¡Y lo haremos otros cientos! Y no con los dioses, sino con piojosos burócratas, con bichos demasiado repugnantes para tocarlos.

Sus correteos frente a mí, su sudar y justificarse, comenzaban a enfurecerme, y dije que una cosa era transigir y otra capitular. ¡Ah, ahí le dolió! Fue un golpe fuerte. Pero no lo lamenté para nada. En realidad no era a él a quien golpeaba en el plexo solar, sino a mí mismo. De todos modos, tuvimos una reyerta, y se fue. Se llevó sus maletas y subió al departamento de Viecherovski. En la puerta dijo que volvería después, pero yo le respondí que Irina estaba de regreso, y se derrumbó por completo. No le gusta no agradarle a la gente.

Me senté al escritorio y me puse a trabajar. Es decir, no a trabajar, sino a organizar. Al principio esperaba que una bomba estallara debajo de la mesa, o que ante mi ventana apareciese una cara azul con un dogal en el cuello. Pero nada de eso sucedió, y el trabajo me atrapó, y entonces volvió a sonar el timbre de la puerta.

No fui a atender enseguida. Primero me dirigí a la cocina y tomé el martillo de la carne… una cosa ominosa: un lado tiene esas puntas, y el otro es un hacha. Si algo iba mal, se la daría entre los ojos. Soy un hombre pacífico, no me agradan las peleas o las discusiones, ni tampoco Weingarten, pero ya había tenido bastante. Bastante.

Abrí la puerta. Era Zájar.

— Hola, Dmitri. Por favor, perdóname — dijo con negligencia artificial.

Miré por el corredor, contra mi voluntad, pero no vi a nadie más. Zájar estaba solo.

— Entra, entra. Me alegro de verte.

—¿Sabes? resolví visitarte. — Siempre con el mismo tono artificial, que no combinaba con su sonrisa tímida y su aspecto altamente inteligente—. Weingarten desapareció no sé dónde, maldito sea. Estuve llamándolo todo el día, salió. Y como yo venía a ver a Filíp, pensé que podía pasar por aquí, a ver si estaba.

—¿Filíp?

— No, no… Valentín… Weingarten.

— Está en la casa de Filíp — declaré.

—¡Ah, ya veo! — exclamó Zájar con gran alegría—. ¿Fue hace mucho?

— Hace más de una hora.

El rostro se le heló por un segundo cuando vio el martillo en mi mano.

—¿Preparando el almuerzo? — preguntó, y agregó, sin esperar contestación—: Bueno, no molestaré. Me voy. — Se dirigió hacia la puerta, y se detuvo—. Ah, sí, casi me olvidaba… Quiero decir, no me olvidé, sólo que no sé. ¿Cuál es el departamento de Filíp?

Se lo dije.

— Ah, gracias. ¿Sabes? él llamó y yo… no sé por qué, me olvidé de preguntarle… durante la conversación.

Retrocedió hasta la puerta y la abrió.

— Entiendo — dije—. ¿Y dónde está tu chico?

—¡Eso ya terminó para mí! —gritó, gozoso, traspuso el umbral, y…

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