CAPÍTULO 2


EXTRACTO 3…y se cambió el minijúmper y se puso una minifalda y una miniblusa. Es preciso decir que era una muchacha muy atrayente… y Maliánov llegó a la conclusión de que no necesitaba corpiño. No lo necesitaba; estaba en perfecta forma sin eso. Olvidó todo lo relacionado con las cavidades Maliánov.

Pero todo fue muy correcto, como ocurre en los mejores hogares. Se sentaron y conversaron y bebieron té, y sudaron. Para entonces él ya era Dímochka, y para él ella era Lídochka. Después del tercer vaso, Dímochka le contó el chiste de los dos gallos — parecía adecuado—, y Lídochka rió alegremente y agitó el brazo desnudo en dirección de Dímochka. Este recordó (se lo recordaron los gallos) que debía llamar a Weingarten, pero no lo hizo; en cambio dijo a Lídochka:

—¡Qué bronceado maravilloso tienes!

— Y tú estás tan blanco como una oruga — contestó Lídochka.

— Trabajo, trabajo, trabajo.

— En el campamento de Pioneros dónde trabajo yo…

Y Lídochka le contó con lujo de detalles, pero en forma muy atrayente, cómo era su campamento de Pioneros en lo que se refiere a broncearse. En compensación, Maliánov le contó cómo se bronceaban los muchachos en la Gran Antena. ¿Qué era la Gran Antena? Era muy de ella preguntarlo, y él le habló de la Gran Antena. Ella estiró las largas piernas morenas, las cruzó en los tobillos y las apoyó en la silla de Bóbchik. Sus piernas eran bruñidas como espejos. Maliánov tuvo la impresión de que inclusive reflejaban algo. Para apartar los pensamientos de ellas, se puso de pie y sacó de la hornalla la tetera, que hervía. Consiguió quemarse los dedos con el vapor, y recordó a un monje que metía una extremidad en el fuego, o en el vapor, para huir del mal que se incubaba como consecuencia de su contacto directo con una mujer hermosa. Un sujeto decidido.

—¿Qué te parece otro vaso? — inquirió.

Lídochka no respondió, y él se volvió. Ella lo miraba con los ojos claros muy abiertos. Había una extraña expresión en su brillante rostro tostado — no del todo de confusión, y no del todo de temor—, y tenía la boca entreabierta;

—¿Te sirvo un poco? — preguntó Maliánov con inseguridad, agitando la tetera.

Lídochka se incorporó, parpadeó con rapidez y se pasó los dedos por la frente.

—¿Qué?

— Dije: «¿Quieres un poco más de té?»

— No, no, gracias. — Rió como sí nada hubiese sucedido—. Voy a estallar. Tengo que cuidar mi figura.

— Oh, si — repuso Maliánov con extrema galantería—. Una figura como esa hay que cuidarla. E inclusive asegurarla.

Esbozó una breve sonrisa, volvió la cabeza y miró el patio por sobre el hombro. Tenía un cuello largo, liso, tal vez un poco demasiado delgado. Maliánov tuvo otra impresión. A saber, que el cuello había sido creado para besarlo. Y sin mencionar siquiera todo lo demás. Circe, pensó. Y en el acto agregó: Pero amo a Irina, y nunca en la vida le seré infiel.

— Es extraño — dijo Circe—. Tengo la sensación de que ya he visto todo esto: esta cocina, este patio… Sólo que en el patio había un árbol grande. ¿Alguna vez te ocurrió eso?

— Es claro — respondió Maliánov con prontitud—. Creo que les pasa a todos. En alguna parte leí que se llama déjà vu.

— Quizá —dijo ella con tono de duda.

Maliánov sorbió el té con cuidado, tratando de no hacer mucho ruido. Parecía haberse producido una pausa en la chacota. Algo le preocupaba a Lídochka.

—¿Quizás tú y yo ya nos conocimos en alguna parte? — preguntó de pronto.

—¿Dónde? Yo lo habría recordado.

— Es posible que por accidente. En la calle, o en un baile.

—¿Un baile? — replicó Maliánov—. He olvidado cómo se baila.

Y los dos dejaron de hablar. Tan profundo era el silencio, que los dedos de los pies de Maliánov se contrajeron, incómodos. Era esa horrible situación en la cual no se sabe adonde mirar, y en que el cerebro está lleno de frases que ruedan como piedras en una barrica, y que no tienen utilidad alguna en lo referente a cambiar de tema o iniciar una nueva conversación. Como por ejemplo: «Nuestro Kaliam va directamente al inodoro». O «Este año no hay muchos tomates en las tiendas». O: «¿Qué te parecería otra taza de té?» O, digamos: «Bien, ¿y qué opinas de nuestra ciudad?»

Maliánov inquirió, con voz intolerablemente falsa:

— Buen, ¿y qué planes tienes en nuestra hermosa ciudad, Lídochka?

Ella no respondió. Clavó en él, en silencio, los ojos, abiertos en extrema sorpresa. Luego apartó la vista, frunció la frente. Se mordió el labio. Maliánov siempre se consideraba un mal psicólogo, y por lo general no tenía la menor idea de los sentimientos ajenos. Pero le resultaba muy claro que la pregunta estaba más allá del alcance de la hermosa Lida.

—¿Planes? — murmuró ésta al cabo—. Bueno, es claro. ¡Naturalmente! — Pareció recordar—. Bien, el Hermitage, por supuesto… los impresionistas… la Perspectiva Nevski… ¿y sabes? nunca vi las Noches Blancas.

— Un modesto itinerario de turista — dijo Maliánov con rapidez, para ayudarla. No podía soportar que una persona mintiese—. Déjame que te sirva un poco de té.

Y ella volvió a reír, fresca como antes.

— Dímochka — dijo frunciendo bonitamente los labios—. ¿Por qué me persigues con tu té? Si quieres saberlo, nunca lo bebo. ¡Y especialmente con este calor!

—¿Café? —ofreció Maliánov enseguida.

Ella se opuso al café en forma categórica. Con el calor, y en especial a la hora de acostarse, no se debía beber café. Maliánov le contó que lo único que lo ayudó en Cuba fue beber café… y el calor allí era tropical. Explicó el efecto del café sobre el sistema nervioso autónomo. Y también le dijo, ya que estaba en eso, que en Cuba las bragas debían verse debajo de la minifalda, y que si…


EXTRACTO 4…luego le sirvió otra copa de vino. Surgió la decisión de usar el pronombre personal ruso «tú» para los brindis. Sin los besos. ¿Por qué habría de haber besos entre dos personas inteligentes? Lo importante era el contacto espiritual. Brindaron por el uso del «tú» informal, y hablaron de la intimidad espiritual, de los nuevos métodos de parto, y de las diferencias entre el denuedo, la intrepidez y el valor. El Riesling se terminó, y Maliánov dejó la botella vacía en el balcón y fue al bar a buscar algún Cabernet. Decidieron beber el Cabernet en las copas favoritas de Irina, de cristal ahumado, que primero enfriaron. La conversación sobre la feminidad, que vino a continuación de la relacionada con la masculinidad y la valentía, combinaba muy bien con el helado vino tinto. Se preguntaron que asnos habían decretado que el vino tinto jamás debía enfriarse. Discutieron el asunto. ¿No era verdad que el vino tinto helado es especialmente bueno? Sí, por supuesto. De paso, las mujeres que beben vino tinto helado se vuelven particularmente bellas. En alguna parte parecen hechiceras, donde, con exactitud. En alguna parte. Maravillosa expresión: «en alguna parte». Eres un cerdo en alguna parte. Adoro esa expresión.

De paso, hablando de hechiceras… ¿qué te parece que es el matrimonio? un matrimonio de verdad. Un matrimonio inteligente. El matrimonio es un contrato. Maliánov volvió a llenar las copas y desarrolló el pensamiento. En el sentido de que un hombre y su esposa son ante todo amigos, para quienes la amistad es lo más importante. Honestidad y amistad. Un contrato acerca de la amistad, ¿entiendes? Tenía la mano apoyada en la rodilla desnuda de Lídochka, y la sacudía para dar énfasis a sus palabras. Tómanos, por ejemplo, a Irina y a mí. Conoces a Irina…

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién puede ser? — preguntó Maliánov mirando el reloj—. Me parece que estamos todos en casa.

Era poco menos de las diez. Mientras repetía «Me parece que estamos, todos aquí», fue a abrir la puerta, y por supuesto, pisó a Kaliam en el vestíbulo. Kaliam maulló.

—¡Ah, maldito seas, demonio! — le dijo Maliánov, y abrió la puerta.

Resultó ser su vecino, el tan misterioso Arnóld Pávlovich Snegovoi.

—¿Es demasiado tarde? — rugió éste por debajo del cielo raso.

—¡Arnóld! — dijo Maliánov, alborozado—. ¿Qué quiere decir «tarde» entre amigos? ¡Entra!

Snegovoi vaciló, intuyendo la causa del júbilo, pero Maliánov lo tomó de la manga y lo arrastró al vestíbulo.

— Llegas a tiempo — dijo, remolcando a Snegovoi—. ¡Conocerás a una mujer maravillosa! — prometió, mientras maniobraba a Snegovoi hasta llevarlo a un rincón de la cocina—, ¡Lídochka, este es Arnóld! — anunció—. Buscaré otra copa, otra botella.

Las cosas comenzaban a nadar ante sus ojos. Y no poco, a decir verdad. No debía seguir bebiendo. Se conocía. Pero quería que las cosas fuesen bien, que todos quisieran a todos. Espero que congenien, pensó con generosidad, bamboleándose ante el bar abierto y atisbando en la penumbra amarilla. Está bien para él, es soltero. Yo tengo a Irina. Agitó el dedo en el espacio y se zambulló en el bar.

Gracias a Dios, no rompió nada. Cuando regresó con una botella de Sangre de Toro y una copa limpia, la situación en la cocina no le agradó. Los dos fumaban en silencio, sin mirarse. Y por algún motivo, Maliánov pensó que sus rostros eran malévolos: el de Lídochka era malévolamente bello, y el de Snegovoi, con cicatrices de antiguas quemaduras, malévolamente severo.

—¿Quién acalló la voz de la alegría? — interrogó Maliánov—. ¿Todo eso es tontería! En el mundo existe un solo lujo. ¡El lujo del contacto humano! No recuerdo quién lo dijo. — Extrajo el corcho—. Gocemos del contacto… del lujo.

El vino fluyó en abundancia, y por toda la mesa. Snegovoi se levantó de un salto para proteger sus pantalones blancos. Era anormalmente gigantesco, de veras. La gente no debería ser tan grande en nuestra época compacta. Mientras desarrollaba su pensamiento, Maliánov limpió la mesa. Snegovoi se sentó otra vez en el taburete. El taburete crujió.

Hasta ese momento, el lujo del contacto humano se expresaba en exclamaciones mutiladas. ¡Maldita sea esa timidez de los intelectuales! Dos personas absolutamente hermosas no son capaces de abrirse en el acto, la una a la otra, meterse una a otra en el corazón y el espíritu, ser amigas desde el primer segundo. Maliánov se puso de pie, sosteniendo la copa a la altura de la oreja, y expuso el tema en voz alta. No sirvió. Bebieron. Tampoco eso ayudó. Lídochka miraba por la ventana, aburrida. Snegovoi empujaba la copa sobre la mesa, de atrás adelante, con las enormes manos morenas. Maliánov advirtió por primera vez que los brazos de Arnóld estaban quemados… hasta el codo, y aún un poco más arriba. Eso lo empujó a preguntar:

— Bien, Arnóld, ¿cuándo volverás a desaparecer?

Snegovoi se estremeció en forma perceptible y lo miró, y luego contrajo el cuello y enarcó los hombros. Maliánov tuvo la impresión de que se disponía a ponerse de pie, y de pronto se dio cuenta de que su pregunta, para decirlo con suavidad, había podido entenderse de otra manera.

—¡Arnóld! — gritó, levantando los brazos al cielo—. ¡Dios, no es eso lo que quise decir! Lídochka, debes darte cuenta de que este hombre es totalmente misterioso. Viene aquí con la llave de su departamento, y se esfuma. Se ausenta durante uno o dos meses. Y entonces suena el timbre, y está de vuelta. — Sintió que parloteaba, que ya era bastante, que era hora de cambiar de tema—. Arnóld, sabes muy bien que te quiero de veras, y que siempre me alegro de verte. De modo que ni hablar de que te vayas antes de las dos de la mañana.

— Por supuesto, Dmitri — repuso Snegovoi, y palmeó a Maliánov en la espalda—. Es claro, mi querido amigo, es claro.

— Y esta es Lídochka — anunció Maliánov, señalando en dirección de ella—. La mejor amiga de mi esposa desde la escuela. De Odesa.

Snegovoi se obligó a girar hacia Lídochka, y preguntó:

—¿Se quedará mucho tiempo en Leningrado?

Ella respondió con cierta cortesía, y él hizo otra pregunta, algo relacionado con las Noches Blancas.

En una palabra, iniciaron su lujoso contacto, y Maliánov pudo quedarse tranquilo. No, no puedo beber. ¡Qué pena! Estoy volteado. Sin oír ni entender una sola palabra, contempló el horrible rostro de Snegovoi, corroído por los fuegos del infierno, y sufrió remordimientos de conciencia. Cuando el sufrimiento se volvió insoportable, se levantó en silencio; tomándose de las paredes, fue al cuarto de baño y se encerró con llave. Durante un rato se sentó en el borde de la bañera, en lúgubre desesperación, y luego abrió de lleno el agua fría y metió la cabeza bajo ella.

Cuando regresó, reanimado y con el cuello de la camisa mojado, Snegovoi se encontraba en medio de una tensa exposición del chiste de los dos gallos. Lídochka reía con fuerza, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba al descubierto el cuello hecho-para-besar. Maliánov entendió que esa era una buena señal, aunque no se sentía bien dispuesto hacia personas que elevaban la cortesía al rango de un arte. Pero el lujo del contacto, como cualquier otro lujo, exigía ciertos gastos. Esperó mientras Lídochka reía, recogió la bandera a punto de caer y se lanzó en una serie de chistes astronómicos que no era posible que ninguno de los otros dos conociera. Cuando se le acabaron, Lídochka iluminó la situación con chistes sobre la playa. A decir verdad, no eran nada del otro mundo, y no sabía contarlos, pero sabía reír, y sus dientes eran chispeantes, y blancos como el azúcar. Luego, quién sabe por qué, la conversación pasó a la predicción del futuro. Lídochka les informó que una gitana le había dicho que tendría tres esposos y ningún hijo. ¿Qué haríamos sin las gitanas? murmuró Maliánov, y se jactó de que una gitana le había dicho que haría un trascendente descubrimiento sobre la interrelación de las estrellas con la difusión de la materia en la galaxia. Bebieron más Sangre de Toro helado, y de pronto Snegovoi prorrumpió en una extraña historia. Parece que se le había dicho que moriría a los ochenta y tres años en Groenlandia. («En la República Socialista de Groenlandia», bromeó Maliánov, pero Snegovoi respondió con calma: «No, sólo en Groenlandia».) Creía en eso con fatalismo, y su convicción irritaba a todos los que lo rodeaban. Una vez. durante la guerra, aunque no en el frente, uno de sus amigos, bebido, o mareado, como solían decir en esos días, se enfureció tanto con el asunto, que sacó la pistola, clavó el caño en la sien de Snegovoi y dijo:

— Ahora veremos — y amartilló el arma.

—¿Y? — preguntó Lídochka.

— Lo dejó muerto — bromeo Maliánov.

— El tiro falló —explicó Snegovoi.

— Tiene extraños amigos — dijo Lídochka, con tono de duda.

Había dado en el clavo. Arnóld Snegovoi hablaba muy pocas veces de sí, pero cuando lo hacía, era memorable. Y a juzgar por sus relatos, tenía, en verdad, amigos muy extraños.

Después Maliánov y Lídochka discutieron con acaloramiento, durante un rato, acerca de cómo podía terminar Arnóld en Groenlandia. Maliánov se inclinó por la teoría del accidente de aviación. Lídochka suscribió unas sencillas vacaciones turísticas. En cuanto al propio Arnóld, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, sentado, con los labios purpúreos contraídos en una sonrisa.

Entonces Maliánov lo pensó y trató de servir un poco más de vino en las copas, pero descubrió que la botella ya estaba vacía. Estaba a punto de precipitarse en busca de otra, pero Arnóld lo detuvo. Era hora de irse, había entrado nada más que por un minuto. Lídochka, por otra parte, se mostraba dispuesta a continuar. Ni siquiera estaba achispada, la única huella del vino eran sus mejillas enrojecidas.

— No, no, amigos — dijo Snegovoi—, debo irme. — Se puso de pie con pesadez, y llenó la cocina con su corpachón—. Me voy. ¿Por qué no me acompañas, Dmitri? Buenas noches, Lídochka, fue un placer conocerla.

Atravesaron el vestíbulo. Maliánov continuaba tratando de convencerlo de que se quedase para otra botella, pero Snegovoi meneaba con decisión la cabeza gris, y mascullaba negativamente. En la puerta dijo en voz alta:

—¡Ah, sí! ¡Dmitri! Te prometí ese libro. Ven, te lo daré.

—¿Qué libro? — estuvo a punto de preguntar Maliánov, pero Snegovoi se llevó el gordo dedo a los labios y lo atrajo al rellano. El gordo dedo en los labios dejó atónito a Maliánov, y siguió a Snegovoi como una polilla a la llama. En silencio, aun tomando a Maliánov del brazo, Snegovoi encontró su llave en el bolsillo y abrió la puerta. En el departamento, las luces se hallaban encendidas: en el vestíbulo, en ambas habitaciones, en la cocina y aun en el cuarto de baño. Olía a tabaco rancio y a agua de colonia fuerte, y Maliánov se dio cuenta de súbito que nunca había estado allí, en los cinco años que se conocían. La habitación a la cual lo condujo Snegovoi era limpia y pulcra; todas las lámparas se encontraban encendidas: la araña de tres luces, la lámpara de pie, en el rincón, junto al sofá, y la lámpara de la mesita. Del respaldo de una silla colgaba una casaca con botones y charreteras de plata, y con una sarta de medallas, barras y condecoraciones. Resultaba que Arnóld Snegovoi era coronel. ¿Qué me dicen?

—¿Qué libro? — preguntó Maliánov por fin.

— Cualquiera — contestó Snegovoi con impaciencia—. Ten, toma este, y retenlo, o te lo olvidarás. Sentémonos un momento.

Confundido, Maliánov tomó de la mesa un grueso volumen. Lo apretó con fuerza bajo el brazo, y se hundió en el sofá, bajo la lámpara. Arnóld se sentó junto a él y encendió un cigarrillo. No miró a, Maliánov.

— Bien, es así… bueno… — comenzó a decir—. Pero ante todo, ¿quién es esa mujer?

—¿Lídochka? Ya te lo dije. La amiga de mi esposa. ¿Por qué?

—¿La conoces bien?

— No. La conocí hoy. Llegó con una carta. — Maliánov se interrumpió y preguntó, asustado—: ¿Por qué crees que es…?

— Yo haré las preguntas. No tengo tiempo. ¿En que trabajas ahora, Dmitri?

Maliánov recordó a Val Weingarten, y le brotó un sudor frío. Dijo, con una sonrisa irónica:

— Todos parecen interesarse hoy por mi trabajo.

—¿Quién más? — preguntó Snegovoi, y sus ojitos azules lo perforaron—. ¿Ella?

Maliánov sacudió la cabeza.

— No. Weingarten. Un amigo mío.

— Weingarten, Weingarten — repitió Snegovoi.

—¡No, no! — exclamó Snegovoi—. Lo conozco bien, estuvimos juntos en la escuela primaria, y seguimos siendo amigos.

—¿El apellido Gúbar significa algo para ti?

—¿Gúbar? No. ¿Qué pasa, Arnóld?

Snegovoi apagó el cigarrillo y encendió otro.

—¿Quién más hizo averiguaciones sobre tu trabajo?

— Nadie más.

— Y bien, ¿en qué estás trabajando?

Maliánov se enfureció. Se enfurecía siempre que estaba asustado.

— Escucha, Arnóld. No entiendo.

—¡Tampoco yo! Y quiero saber, tengo muchos deseos de saber. ¡Díme! Espera un momento. ¿Tú trabajo es secreto?

—¿Qué quiere decir, «secreto»? — replicó Maliánov con irritación—. Es simple y vulgar astrofísica y dinámica estelar. La simple, relación entre las estrellas y la difusión de la materia. ¡Ahí no hay nada de secreto, sólo que no me agrada hablar de mi trabajo hasta que he terminado!

— Estrellas y difusión de la materia. — Snegovoi lo repitió con lentitud, y se encogió de hombros. Está la hacienda, y está el agua. ¿Y no es secreto? ¿Ninguna parte?

— Ni una sola letra.

—¿Y estás seguro de que no conoces a Gúbar?

— No conozco a ningún Gúbar.

Snegovoi fumó en silencio junto a él, gigantesco, encorvado, aterrador. Al cabo habló.

— Bueno, bueno, parece que ahí no hay nada. He terminado contigo, Dmitri. Por favor, perdóname.

—¡Pero yo no terminé contigo! Sigo queriendo saber…

—¡No tengo derecho! — dijo Snegovoi con palabras secas, y cortó la conversación.

Es claro que Maliánov no habría dejado que las cosas quedasen así, pero entonces vio algo que le hizo morderse la lengua En el bolsillo izquierdo de los pantalones de Snegovoi se vía un bulto, y del bolsillo asomaba el muy definitivo mango de una pistola. Una pistola grande. Como una gigantesca Colt 45 de las películas. Y esa Colt mató el deseo de Maliánov, de hacer más preguntas. En cierto modo, resultaba muy claro que había algo sospechoso, y que él no era quien debía hacer las preguntas. Y Snegovoi se puso de pie y dijo:

— Y bien, Dmitri. Me iré mañana por la mañana.



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