EXTRACTO 10…hombre extraño agachado sobre el suelo, recogiendo los fragmentos de una copa rota. También había un niño de unos cinco años en la cocina. Se hallaba sentado en el taburete, con las manos bajo los muslos, balanceando las piernas, y mirando cómo recogía el hombre los trozos.
— Escucha, amigo — gritó Weingarten cuando vio a Maliánov—, ¿dónde te habías metido?
Sus enormes mejillas estaban encendidas con un resplandor purpúreo, los ojos negro-oliva le llameaban, y su cabello espeso, negro como el alquitrán, se encontraba revuelto. Se veía a las claras que ya había bebido unos cuantos. Una botella mediana de Stolíchnaia de exportación se encontraba en la mesa, en medio de todo tipo de cosas del cajón de comestibles.
— Tranquilízate y tómatelo con calma — continuó Weingarten—. No tocamos el caviar. Te esperábamos.
El hombre que recogía los trozos se irguió. Era un hombre hermoso, alto, de barba nórdica, y los comienzos de una pancita. Sonrió, turbado.
—¡Bien, bien, bien! — dijo Maliánov, entrando en la cocina y sentido que el corazón le subía desde el estómago y regresaba a su lugar normal—. ¿Me parece que la expresión es «Mi hogar es mi castillo»?
—¡Tomando por asalto, viejo amigo, tomando por asalto! — gritó Weingarten—. Escucha, ¿de dónde sacaste una vodka tan buena? Y estas cosas…
Maliánov tendió la mano al hermoso desconocido, y éste la de él, pero estaba llena de cristal roto. Hubo un pequeño momento agradable de incomodidad.
— Aquí hemos estado sirviéndonos — dijo con turbación—. Me temo que la culpa es toda mía.
— Tonterías, vamos, tire eso al tacho de los desperdicios.
— El señor es un cobarde — dijo el chico con claridad.
— Sh, sh, — dijo el hombre hermoso, y agitó un dedo de advertencia.
—¡Niño! — dijo Weingarten—. Creo que se te dieron algunos chocolates. Bien, quédate ahí sentado, en silencio, y máscalo. Y no metas la cuchara.
—¿Por qué dices que soy un cobarde? — preguntó Maliánov, sentándose—. ¿Por qué me insultas?
— No lo insulto — dijo el niño, observándolo como si fuese un raro ejemplar salvaje—. Sólo lo describía.
Entretanto el desconocido se libró de los vidrios, se limpió las manos con el pañuelo y tendió la derecha.
— Zájar — se presentó.
Se estrecharon ceremoniosamente las manos.
—¡A la obra! — se afanó Weingarten, frotándose las manos—. Trae dos copas más.
— Escuchen, amigos — dijo Maliánov—, yo no beberé vodka.
— Entonces beberemos un poco de vino — admitió Weingarten—. Todavía te quedan dos botellas del blanco.
— No, creo que beberé un poco de coñac. Zájar, ¿quiere tener la bondad de traer el caviar y manteca de la refrigeradora… y todo lo demás? Estoy muerto de hambre.
Maliánov fue al bar, tomó el coñac y las copas, le sacó la lengua a la silla antes ocupada por el Tontón Macoute y regresó a la mesa. La mesa crujía bajo su peso. Comeré hasta hartarme, y me emborracharé, pensó Maliánov. Me alegro de que vinieran los muchachos.
Pero nada salió como lo planeaba. En cuanto terminó su trago y se puso a comer un trozo de pan cargado de caviar, Weingarten dijo con voz muy sobria:
— Y ahora, amigo, dinos qué te pasó.
Maliánov se atragantó.
—¿De qué estás hablando?
— Mira — dijo Weingarten—. Aquí somos tres, y cada uno de nosotros ha sido zamarreado. Así que no te molestes. ¿Qué te dijo el tipo del pelo rojo?
—¿Viecherovski?
— No, no, ¿qué tiene que ver Viecherovski con esto? Te visitó un hombrecito de cabello rojo llameante, que llevaba un traje negro mortífero. ¿Qué te dijo?
Maliánov mordió un trozo que le llenó toda la boca, y mascó sin saborear. Los tres lo miraron. Zájar lo miró con turbación, con una sonrisa tímida, y hasta apartó la mirada de vez en cuando. Los ojos de Weingarten se salían de las órbitas, y parecía a punto de gritar en cualquier momento. Y el chico, aferrado a su chocolate derretido, contemplaba a Maliánov con atención.
— Muchachos — dijo Maliánov al cabo—. ¿De qué pelirrojo me hablan? Nadie como ese vino a visitarme. Mis visitantes fueron mucho peores.
— Bueno, cuéntanos — dijo Weingarten con impaciencia.
—¿Por qué habría de contarte? — Maliánov estaba furioso—. No hago un secreto de eso, ¿pero qué pretenden hacer? ¡Dímelo primero! Y de paso, ¡me gustaría saber, por empezar, cómo supiste que me había pasado algo!
— Díme tú, y después te diré yo — insistió Weingarten, empecinado—. Y Zájar contará lo suyo.
— Hablen los dos primero — replicó Maliánov, nervioso, preparándose otro sándwich—. Son dos contra uno.
— Habla tú —ordenó el chico, señalando a Maliánov.
— Sh, sh — susurró Zájar, turbadísimo.
Weingarten rió con tristeza.
—¿Es tuyo? — preguntó Maliánov a Zájar.
— Algo así —fue la extraña respuesta de éste, y apartó la vista.
— De él, es de él — dijo Weingarten con impaciencia—. De paso, esa es parte de su historia. Bien, Dmitri, vamos, no seas tímido.
Confundieron a Maliánov por completo. Dejó a un lado el sándwich y comenzó a hablar. Desde el comienzo, desde los llamados telefónicos. Cuando se cuenta la misma historia horrible dos veces en el espacio de dos horas, se empieza a encontrarle el lado divertido. Maliánov ni siquiera se dio cuenta de que lo hacía. Weingarten lanzó unas risitas ahogadas, revelando sus poderosos caninos amarillentos, y Maliánov dio la impresión de que su vida dependía de conseguir arrancar una carcajada a Zájar, pero no lo logró. Zájar sonreía con distracción, y casi con lástima. Pero cuando Maliánov llegó a la parte del suicidio de Snegovoi, ya no fue cosa de risa.
—¡Mientes! — siseó Weingarten, ronco. Maliánov se encogió de hombros.
— Tienes la prerrogativa de no creerme — dijo—. Pero su puerta ha sido sellada, puedes ir a ver.
Weingarten guardó silencio durante un rato, tamborileó con los dedos en la mesa, las mejillas le temblaban con el ritmo del tamborileo, y enseguida se puso ruidosamente de pie, sin mirar a nadie, se escurrió entre Zájar y el chico, y se alejó a zancadas. Pudieron oír el chasquido de la cerradura al abrirse, y el olor a sopa de col inundó el departamento.
— Oho-ho-ho-ho-hó —masculló Zájar lúgubre.
En el acto el chico le ofreció la pringosa barra de chocolate, y exigió:
—¡Toma un bocado!
Zájar, obediente, tomó un bocado y mascó. La puerta se cerró con un golpe, y Weingarten, todavía evitando mirarlos, se sentó de nuevo, bebió un trago de vodka y dijo con voz ronca:
—¿Y después?
— No hay nada más. Después fui a la casa de Viecherovski. Los canallas se habían ido, y subí allá. Acabo de regresar.
—¿Y el pelirrojo? — inquirió Weingarten con impaciencia.
—¡Ya te lo dije, zopenco! ¡No hubo pelirrojos!
Weingarten y Zájar se miraron.
— Muy bien, daremos por supuesto que esa es la verdad — dijo Weingarten—. La chica, Lídochka. ¿Hizo algún ofrecimiento?
— Bueno, es decir — rió, nervioso, Maliánov—. Es decir, si yo hubiese querido habría podido.
—¡Caramba, bestia! No me refiero a eso. Muy bien, ¿qué dices del investigador?
—¿Sabes, Val? ya te lo dije todo, tal como sucedió. ¡Vete al demonio! ¡Lo juro, un tercer interrogatorio en un día!
— Val — dijo Zájar, indeciso—, ¿tal vez esto fue, en verdad, algo distinto?
—¡No seas tonto! ¿Cómo podría ser algo distinto? Tiene su trabajo; ellos no lo dejan hacerlo. ¿Qué otra cosa podría ser? Y además se mencionó su nombre.
—¿Quién mencionó su nombre? — preguntó Maliánov con un presentimiento.
— Tengo que hacer pis — anunció el chico, con claros tonos de campana.
Todos lo miraron. El los examinó, uno por uno, bajó del taburete y dijo a Zájar:
— Vamos.
Zájar lanzó una sonrisa tímida, dijo «Bueno, vamos», y desaparecieron detrás de la puerta del cuarto de baño. Expulsaron a Kaliam del asiento del inodoro.
—¿Quién mencionó mi nombre? — preguntó Maliánov a Weingarten—. ¿Qué significa todo esto?
Weingarten, con la cabeza gacha, escuchaba lo que sucedía en el excusado.
— Viejo, Gúbar está atrapado de veras — dijo, con una especie de triste satisfacción—. ¡Atrapado de verdad!
Algo se agitó con lentitud en el cerebro de Maliánov.
—¿Gúbar?
— Sí. Zájar Gúbar. ¿Sabes? inclusive el hecho de hacerlo bailar a uno al compás que le toquen…
Maliánov recordó.
—¿El está en cohetería?
—¿Quién? ¿Zájar? — Weingarten se sorprendió—. No, lo dudo. Es un artífice de. primera. Fabrica pulgas que funcionan por computadora. Pero ese no es el problema. El problema es que se trata de un hombre que encara sus deseos con cuidado y minuciosidad. Esas son sus palabras. Y amigo mío, es la pura verdad.
El chico regresó a la cocina y trepó de nuevo al taburete. Zájar entró tras él.
— Zájar, ¿sabes? acabo de recordar. Snegovoi preguntó por ti.
Y Maliánov vio por primera vez cómo palidece una persona ante su vista. Cómo se vuelve blanca como el papel.
—¿Por mí? —preguntó Zájar.
— Sí. Ayer por la noche. — Maliánov no esperaba una reacción así.
—¿Tú lo conocías? — preguntó Weingarten, con suavidad, a Zájar.
Este meneó la cabeza en silencio, buscó un cigarrillo, dejó caer la mitad del atado en el suelo y se puso a recogerlos de prisa. Weingarten graznó:
— Bien amigos, esto es algo que necesita… — y sirvió un poco de vodka. Y el chico habló.
—¡Gran cosa! Eso no significa nada en sí mismo.
Maliánov volvió a estremecerse, y Zájar se incorporó y miró al chico con algo que parecía esperanza.
— Es una simple coincidencia — continuó el niño—. Miren en la guía telefónica, figuran por lo menos ocho Gúbar.
EXTRACTO 11…Maliánov lo conocía desde el sexto grado. Se hicieron amigos en el séptimo y compartieron un pupitre a todo lo largo de la escuela. Weingarten no cambió con los años, sólo se hizo más grande. Era siempre alegre, gordo, carnívoro, y siempre coleccionaba alguna cosa: sellos, monedas, rótulos de botellas. Una vez — eso fue cuando yo era un biólogo— decidió coleccionar excrementos porque Zhenka Sídortsev trajo consigo excrementos de ballena del Antártico y Sania Zhitniuk le llevó unos excrementos humanos de Penzhekent, no comunes, por supuesto, sino fósiles, del siglo IX. Siempre molestaba a sus amigos para que le mostrasen el cambio que llevaban encima… buscaba determinada moneda de cobre. Y siempre le arrebataba a uno la correspondencia o le mendigaba los sobres sellados.
Y a pesar de todo conocía su trabajo. Había sido jefe de departamento en su instituto durante mucho tiempo, era miembro de veintitantas comisiones, soviéticas e internacionales, siempre viajaba al exterior, a todo tipo de congresos, y estaba a punto de conseguir un nombramiento de profesor pleno. De entre todos sus amigos, estimaba a Viecherovski más que a ninguno, porque Viecherovski era un premio Nobel, y Val soñaba con llegar a serlo a su vez. Debe de haberle contado cien veces a Maliánov cómo se pondría la medalla y la usaría para acudir a una cita. Siempre fue un alborotador. Era un brillante narrador, y los sucesos más triviales y aburridos se convertían, cuando él los relataba, en dramas de Graham Greene o Le Carré. Pero por extraño que parezca, mentía muy pocas veces, y se mostraba horriblemente turbado cuando lo pescaban en un embuste. Por algún motivo desconocido, Irina no lo apreciaba. Maliánov sospechaba que en sus primeros años, antes del nacimiento de Bóbchik, Weingarten le hizo una insinuación e Irina lo rechazó. Weingarten era un maestro para entablar relaciones con las mujeres, y no porque fuese un maniático del sexo, ni un degenerado… No, era jubiloso, enérgico, y estaba siempre tan preparado para la derrota como para la victoria. Todas las citas eran una aventura, fuese cual fuere el resultado. Su esposa, Sveta, una mujer increíblemente hermosa, pero víctima de depresiones, había aceptado hacía tiempo su carácter mujeriego, en especial porque él la quería hasta la chochera y siempre se metía en riñas, en público, por causa de ella. Le gustaban las pendencias en general… entrar en un restaurante con él era un acto masoquista. En una palabra, hacía una vida tranquila, dichosa y exitosa, sin grandes conmociones.
Resulta que comenzaron a sucederle cosas extrañas, cuando la serie de experimentos iniciados el año anterior empezaron a dar de pronto resultados en todo sentido inesperados, y hasta sensacionales. («Ustedes amigos, no podrían entenderlo, tiene que ver con la trascriptasa inversa… es una polimerasa ADN, dependiente del ARN, una enzima que entra en la formación de los oncornovirus, y eso, puedo asegurarles, amigos, me huele a premio Nobel.») En sus laboratorios, sólo Weingarten apreciaba esos resultados. A la mayoría, como sucede por lo común, le importaban un bledo, y otros individuos con talento creador decidían que la serié de pruebas era un fracaso. Como era verano, todos se morían por salir de vacaciones. Weingarten no firmaba los papeles de licencia de nadie. Hubo un gran alboroto… sentimientos heridos, comisión local de quejas, la reunión de la dirección del partido. Y en el calor de la batalla, en una de las audiencias, Weingarten fue informado semioficialmente de que existía un plan para nombrar al camarada Valentín Andréievich Weingarten director del más nuevo y supermoderno centro biológico que entonces se construía en Dobroliúbov.
Esta información le dio vértigos al camarada Weingarten, pero de todos modos se dio cuenta de que el puesto de director era, ante todo, un pájaro volando, y cuando se convirtiese en pájaro en mano — si se convertía—, sacaría, en segundo lugar, a V.A. Weingarten del trabajo creador en el laboratorio, al menos por un año y medio, y tal vez dos. Y entretanto el premio Nobel era el premio Nobel, amigos.
Por consiguiente, Weingarten sólo prometió pensarlo, y volvió a su laboratorio y a su misteriosa trascriptasa inversa y a sus interminables embrollos. Dos días más tarde fue llamado al despacho del académico en jefe, e interrogado acerca de su proyecto del momento. («Mantuve los labios sellados, amigos, me dominé muy bien.») Se sugirió que abandonara esas dudosas tonterías y encarase el problema tal y cual, que era de gran importancia económica, y por lo tanto prometía grandes compensaciones materiales y espirituales por las cuales el académico en jefe estaba dispuesto a apostar la cabeza.
Anonadado ante esos panoramas que de pronto se abrían ante él, sin motivo alguno, Weingarten cometió el error de jactarse de ellos en su casa, y no sólo en su casa, sino ante su suegra, a quien llama Capi porque en realidad es capitana de segunda clase, retirada. Y el cielo se ensombreció sobre su cabeza. («Amigos, desde esa noche mi casa se convirtió en un aserradero. Me aserraban de noche y de día, exigían que aceptara en el acto, y que además aceptase los dos ofrecimientos.»)
Entretanto, el laboratorio, a pesar del alboroto del momento, continuaba produciendo gran cantidad de resultados, uno más sorprendente que el otro. Entonces murió su tía, parienta lejana por parte de su padre, y mientras solucionaba el asunto de la herencia, Weingarten descubrió en el desván de la casa de ella, en Kavkolova, un arcón repleto de monedas soviéticas fuera de circulación desde 1961. Hay que conocer a Weingarten para creerlo, pero en cuanto descubrió el arcón perdió el interés por todo lo demás, incluido su languideciente premio Nobel. Se encerró en su casa, y se pasó cuatro días enteros estudiando el contenido del cofre, sordo a los llamados telefónicos del instituto y a los regañones discursos de su suegra. En el arcón encontró piezas fantásticas. ¡Ah, qué lujo! Pero no se trataba de eso.
Cuando terminó con el arcón y volvió al trabajo, se enteró de que su descubrimiento, por decirlo así, había sido descubierto. Es claro que todavía quedaban muchas cosas obscuras, y que era preciso reducir todo a fórmulas — trabajo nada fácil, de pasada—, pero no cabían dudas: había hecho su descubrimiento. Weingarten se puso a trabajar como una ardilla en la rueda giratoria. Puso fin a todas las pendencias en el laboratorio. («Amigos, ¡los mandé a todos al demonio, en sus vacaciones!»), en veinticuatro horas trasladó a Capi y a las chicas al campo, canceló todas sus entrevistas y se acomodó en su casa, con vistas a dar los toques finales, cuando llegó el día de anteayer.
Anteayer, cuando Weingarten se disponía a trabajar, apareció en el departamento el pelirrojo… un tipo bajo, rojizo, de rostro muy pálido, embutido en una antigua chaqueta negra de corte y estilo antiguos. Salió del cuarto de los chicos, y mientras Val lo miraba boquiabierto, en silencio, se sentó en el borde del escritorio y empezó a hablar. Sin preámbulos, anunció que una civilización extraterrestre venía vigilándolo a él, a V.A. Weingarten, desde hacía bastante tiempo, siguiendo con atención y ansiedad su trabajo científico. Que los últimos trabajos del mencionado V.A. Weingarten les provocaban mucha ansiedad. Que él, el pelirrojo, estaba autorizado para pedir a V. A. Weingarten que abandonase en el acto el proyecto y destruyera todos los papeles relacionados con él.
No hace falta en absoluto que sepa por qué y cómo exigimos eso, dijo el pelirrojo. Es preciso informarle que probamos otros medios, para hacer que pareciese en todo sentido natural. No debe formarse la impresión de que el puesto de director que se le ofreció, el nuevo proyecto, el descubrimiento de las monedas o inclusive el incidente de las vacaciones en los laboratorios fueron puramente accidentales. Tratamos de detenerlo. Pero como sólo nos fue posible demorarlo, y no por mucho tiempo, nos vemos obligados a embarcarnos en una medida extrema, como lo es la de visitarlo. Y también debe saber que todos los ofrecimientos que se le hicieron eran y siguen siendo válidos, y que todavía puede aceptarlos, si se satisfacen nuestros pedidos. Y si está de acuerdo, nos encontramos dispuestos a ayudar a complacer sus pequeños y muy comprensibles deseos, que son el producto de su naturaleza humana. Como símbolo de esa promesa, permítame entregarle este regalito.
Y con estas palabras el pelirrojo sacó del aire un paquete y lo arrojó en el escritorio, delante de Weingarten. Resultó que contenía maravillosos sellos, cuyo valor ni siquiera podría imaginar quien no fuese un filatelista profesional.
Weingarten, continuó el pelirrojo, no debía pensar que fuese el único terráqueo vigilado por la supercivilización. Había por lo menos tres personas, entre los amigos de Weingarten, cuyos trabajos estaban a punto de ser cortados en capullo. El, el pelirrojo, podía enunciar nombres tales como Dmitri Alexéievich Maliánov, astrónomo; Zájar Zájarovich Gúbar, ingeniero, y Arnóld Pávlovich Snegovoi, físico. Le daban a V.A. Weingarten tres días, a partir de ese momento mismo, para pensarlo, después de lo cual la supercivilización consideraría que tenía derecho a emplear las un tanto severas «medidas de tercer grado».
— Mientras me decía todo eso — dijo Weingarten—, amigos, lo único que yo pensaba era cómo se había metido en el departamento sin una llave. En especial visto que yo tenía la puerta con cerrojo. ¿Era posible que fuese un ladrón que se había introducido hacía tiempo, y que se aburrió de estar oculto debajo de la cama? Bien, ya le enseñaré, pensé. Pero mientras pensaba todo eso, el pelirrojo terminó su discursito. — Weingarten hizo una pausa efectista.
— Y salió volando por la ventana — dijo Maliánov, haciendo rechinar los dientes.
—¡Esto para tu vuelo por la ventana! — Weingarten, sin turbarse por la presencia del chico, hizo un ademán elocuente—. ¡Sencillamente desapareció!
— Val — dijo Maliánov.
—¡Te lo estoy diciendo, amigo! Estaba sentado delante de mí, en el escritorio. Y yo me encontraba a punto de dársela en la trompa, sin siquiera ponerme de pie… ¡cuando de pronto desapareció! Como en las películas, ¿sabes?
Weingarten se apoderó del último trozo de esturión y se lo metió en la boca.
—¿Moam? — dijo—. ¿Moam muam? — Tragó con dificultad y parpadeando, con los ojos llenos de lágrimas, prosiguió—: Ahora estoy un poco más tranquilo, amigos, pero entonces, déjenme que les diga, me apoyé en el respaldo de la silla, cerré los ojos y recordé las palabras de él; todo temblaba y se estremecía en mí, como la cola de un cerdo. Pensé que me moriría allí mismo. Nunca me había ocurrido nada parecido. No sé cómo, llegué hasta la habitación de mi suegra, tomé las gotas de valeriana de ella… no me sirvió de nada. Y entonces vi que tenía comprimidos de bromuro, y también tomé de ésos.
EXTRACTO 12…falsificados — dijo Maliánov por último. Despectivo, Weingarten no respondió—. Bueno, flamantes, entonces.
— Estúpido — ladró Weingarten, y guardó el álbum. Maliánov no encontró réplica ninguna. Si todo eso hubiese sido una mentira, o aun la verdad simple, antes que la horrible verdad, Weingarten lo habría hecho al revés. Habría mostrado primero los sellos, y luego inventado y ofrecido la fantástica historia, más o menos veraz, relacionada con ellos.
— Bien, ¿y qué hacemos ahora? — preguntó Maliánov, sintiendo que el corazón volvía a hundírsele en alguna parte.
Nadie contestó. Weingarten se sirvió otra copa, la bebió y comió el último arrollado de arenque. Gúbar miraba, indiferente, mientras su extraño hijo jugaba con las copas; se lo veía concentrado, con el rostro serio y pálido. Después Weingarten retomó el relato, esa vez sin bromas, como si estuviese demasiado cansado para ellas. Cómo llamó a Gúbar y Gúbar no atendió; cómo llamó a Maliánov y descubrió que Snegovoi existía; cuánto se asustó cuando Maliánov fue a dejar entrar a Lídochka y no regresó al teléfono durante tanto tiempo; cómo no durmió toda la noche, y se paseó por la habitación, pensando, pensando, pensando, tomando bromuro y pensando un poco más; y cómo llamó a Maliánov esa mañana y se dio cuenta de que también se habían puesto en contacto con él, y luego llegó Gúbar… con sus propios problemas.