EXTRACTO 1…el blanco calor de julio, el más intenso que hubiese habido en doscientos años, engolfaba a la ciudad. El aire temblaba sobre los techos al rojo. Todas las ventanas de la ciudad se hallaban abiertas de par en par, y a la tenue sombra de árboles marchitos las ancianas sudaban y se derretían en bancos, cerca de las puertas de los patios.
El sol avanzó más allá del meridiano y hundió sus zarpas en las sufridas encuadernaciones de los libros, y en el vidrio y la madera lustrada de las bibliotecas; furiosos retazos calientes de luz refleja se estremecían en el empapelado. Ya era casi la hora del asedio de la tarde, de que el sol colérico pendiese, inmóvil, en el cielo, sobre la casa de doce pisos del otro lado de la calle, y disparase interminables ráfagas de calor al departamento.
Maliánov cerró la ventana — los dos marcos— y corrió las pesadas cortinas amarillas. Luego, subiéndose los calzoncillos, se dirigió, descalzo, a la cocina y abrió la puerta del balcón. Eran apenas las dos pasadas.
En la mesa de la cocina, entre las migas de pan, se veía una naturaleza muerta compuesta de una sartén con los restos secos de una omelet, un vaso de té sin terminar y un trozo de pan roído, untado con manteca que rezumaba. El fregadero desbordaba de platos sin lavar… hacía mucho tiempo que no se lavaban los platos.
Crujieron las tablas del piso y Kaliam apareció de la nada, irritado por el calor. Miró a Maliánov con sus ojos verdes, y abrió y cerró la boca en silencio. Luego, moviendo la cola, fue hacia su plato, bajo el horno. En el plato no había nada, aparte de unos huesos de pescado pelados.
— Tienes hambre — dijo Maliánov, desdichado.
Kaliam respondió enseguida en una forma que quería decir bueno, sí, no me vendría mal comer alguna cosita.
— Esta mañana comiste — dijo Maliánov, acuclillándose delante de la refrigeradora—. O no, no es cierto. Te alimenté ayer por la mañana.
Sacó el cacharro de Kaliam y lo examinó… había un par de restos, y una espina de pescado pegada a un costado. Y en la refrigeradora misma, ni siquiera eso. Una caja vacía, que había contenido un poco de queso Yantar, un frasco de aspecto horrible con residuos de kéfir, y una botella de vino llena de té helado. En el recipiente de las verduras, entre las cáscaras de cebolla, un trozo arrugado de col, del tamaño de un puño, se pudría junto a una papa brotada, que languidecía, olvidada. Maliánov miró en el congelador: un trocito minúsculo de tocino, en un plato, se disponía a pasar el invierno en medio de las montañas de escarcha. Y eso era todo.
Kaliam ronroneaba y frotaba los bigotes en la rodilla desnuda de Maliánov. Este cerró la refrigeradora y se irguió.
— Está bien — dijo a Kaliam—. De cualquier modo, ahora todo está cerrado, han ido a almorzar.
Es claro que podía ir al bulevar Moscú, donde la tienda volvía a abrir después del almuerzo, a las dos. Pero allí siempre había colas, y quedaba demasiado lejos para ir con ese calor. ¡Y además, qué ridícula resultó ser la integral! Bueno, está bien, digamos que es la constante… no depende de omega. Está claro que no. Maliánov imaginó la esfera y vio la integración viajando sobre toda la superficie. Desde la nada, la fórmula de Zhukovski le saltó en la cabeza. Así, sin más. Maliánov la ahuyentó, pero la fórmula volvió. Probemos con la representación conformal, pensó.
El teléfono volvió a sonar, y Maliánov se encontró de nuevo en la sala, para su gran sorpresa. Maldijo, se dejó caer en la otomana y tendió la mano hacia el teléfono.
—¿Sí?
—¿Vitia? — preguntó una enérgica voz femenina.
—¿Con qué número quiere hablar?
—¿No es Inturist?
— No, es un departamento particular.
Maliánov colgó y permaneció inmóvil un rato, sintiendo la mordedura de la manta contra el costado desnudo, y comenzando a chorrear sudor. La pantalla amarilla relucía, llenando el cuarto de una desagradable luz amarilla. El aire era como gelatina. Debía trasladarse a la habitación de Bóbchik, eso. Ese cuarto era un baño de vapor. Miró su escritorio, cubierto de papeles y libros. Había seis volúmenes nada más que de Valdímir Ivánovich Smirnov. Y todos los papeles dispersos en el suelo. Se estremeció ante la idea de tener que moverse. Espera un minuto, hace un instante pesqué algo. Maldita, tú y tu estúpido Inturist, pedazo de zoquete. Veamos, me encontraba en la cocina y terminé aquí. ¡Ah, sí! ¡La representación conformal! Una idea estúpida. Pero supongo que habrá que examinarla.
Se levantó de la cama con un gruñido bajo, y el teléfono volvió a sonar.
— Idiota — le dijo al teléfono, y tomó el receptor—. ¿Hola?
—¿Es la estación? ¿Quién habla? ¿Es la estación?
Maliánov colgó y disco el número del servicio de reparaciones.
—¿Hola? Mi número es nueve-tres-nueve-ocho-cero-siete. Escuche, ya los llamé ayer por la noche. No puedo trabajar, a cada rato recibo llamados a números equivocados.
—¿Cuál es su número? — preguntó una malévola voz femenina.
— Nueve-tres-nueve-ocho-cero-siete. Recibo llamados para Inturist y para la estación y…
— Cuelgue. Lo examinaremos.
— Por favor — dijo Maliánov al tono de discar.
Luego se encaminó hacia el escritorio, se sentó y tomó la pluma. Ahá, ¿dónde vi esa integral? Una cosita tan pulcra, simétrica por todos los costados… ¿dónde la vi? ¡Y ni siquiera una constante, un simple y viejo cero! Bueno, está bien. Dejémosla en la retaguardia. No me gusta dejar nada atrás, es tan desagradable como una muela cariada.
Se dedicó a repasar los cálculos de la noche anterior, y de pronto se sintió bien. ¡Era muy inteligente, por Dios! ¡Ese Maliánov! ¡Qué cabeza! Por fin estás llegando. Y hermano, se ve muy bien. Esa no era una rutinaria «figura de los pivotes en un gran instrumento de tránsito»; ¡era algo que nadie había hecho hasta entonces! Toco madera. Esta integral. ¡Maldita sea la integral, adelante a toda marcha!
Hubo un timbrazo. El timbre de la puerta. Kaliam bajó de la cama de un salto y corrió al vestíbulo con la cola en el aire. Maliánov dejó la pluma con cuidado.
— Están trabajando con todos los efectivos — dijo.
Kaliam describió impacientes círculos en el vestíbulo, metiéndose entre los pies.
—¡Ka-al-liam! — dijo Maliánov con tono contenido pero amenazador—. ¡Vete de aquí, Kaliam!
Abrió la puerta. Al otro lado había un hombre desaseado, sin afeitar y sudoroso; llevaba una chaqueta de color indefinido, que le quedaba demasiado chica. Echado hacia atrás para sostener la enorme caja de cartón que acarreaba, mascullando algo incomprensible, marchó hacia Maliánov.
— Usted, este… — masculló Maliánov, apartándose.
El sujeto astroso ya había entrado en el vestíbulo. Miró a la derecha, hacia la habitación, y dobló con decisión a la izquierda, a la cocina, dejando polvorientas huellas blancas, con los pies, en el linóleo.
— Este, espere un… — murmuró Maliánov, pisándole los talones.
El hombre depositó la caja en un banquito y sacó del bolsillo un manojo de recibos.
—¿Usted es de la Comisión de Inquilinos, o qué? —Quién sabe por qué, Maliánov pensó que tal vez había llegado por fin el plomero para arreglar la pileta del cuarto de baño.
— De la tienda de comestibles — dijo el hombre con voz ronca, y le entregó dos recibos unidos con un alfiler—. Firme aquí.
—¿Qué es esto? — preguntó Maliánov, y vio que eran formularios de pedidos. Coñac… dos botellas; vodka… — . Espere un minuto, no creo haber pedido nada — dijo.
Vio la cuenta. Fue presa de pánico. No tenía tanto dinero en el departamento. Y de todos modos, ¿qué era eso? Por su cerebro asustado pasaron como un relámpago vividas imágenes de complicaciones, como explicarse, rechazar la entrega, discutir, exigir, telefonear a la tienda o quizás ir allí en persona. Pero entonces vio el sello purpúreo: «Pagado», en la esquina del recibo, y el nombre del comprador: I. E. Maliánova. ¡Irina! ¿Qué demonios estaba pasando?
— Firme aquí —insistió el hombre, señalando con la uña negra—. Donde está la X.
Maliánov tomó el cabo de lápiz del hombre y firmó.
— Gracias — dijo, devolviendo el lápiz—. Muchas gracias — repitió, metiéndose en el angosto vestíbulo con el hombre de la chaqueta ajustada, empujando enérgicamente a Kaliam hacia atrás, con el pie. El gato trataba de salir a lamer el suelo de cemento del rellano.
Después Maliánov cerró la puerta y permaneció bajo la lóbrega luz. Tenía la cabeza revuelta.
— Extraño — dijo en voz alta, y volvió a la cocina.
Kaliam frotaba la cabeza contra la caja. Maliánov levantó la tapa y vio cuellos de botellas, paquetes, bolsas y latas. La copia del recibo se hallaba sobre la mesa. Muy bien. El papel carbónico era borroso, como de costumbre, pero pudo entender la letra. Calle Héroe… hmm… todo parecía en orden. Comprador: I. E. Maliánova. ¡Bonito saludo! Miró de nuevo el total. ¡Aturdidor! Volvió el recibo del revés. Nada interesante del otro lado. Un mosquito aplastado. ¿Qué le pasaba a Irina? ¿Se había vuelto loca de remate? Una deuda de quinientos rublos. Un momento, ¿quizás dijo algo acerca de eso, antes de irse? Trató de recordar ese día, las maletas abiertas, los montículos de ropa desparramados por toda la casa, Irina semivestida y blandiendo su plancha. No te olvides de alimentar a Kaliam, tráele un poco de hierba, de la puntiaguda; no te olvides del alquiler; si llama mi jefe, dale mi dirección.
En apariencia, eso era todo. Había dicho algo más, pero en ese momento Bóbchik entró corriendo con su ametralladora. ¡Ah, sí! Llevar las sábanas al lavadero. ¡No entiendo absolutamente nada!
Maliánov extrajo de la caja, con cuidado, una botella. Coñac. ¡Por lo menos quince rublos! ¿Era mi cumpleaños, o algo? ¿Cuándo se fue Irina? Jueves, miércoles, martes. Fue doblando los dedos. Hoy hacían diez días que se había ido. Eso significa que hizo el pedido de antemano. Volvió a pedir prestado dinero a alguien, e hizo la compra. Una sorpresa. ¡Quinientos rublos de deuda, te das cuenta, y quiere darme una sorpresa! Por lo menos algo quedaba solucionado: no tendría que ir a la tienda. El resto era brumoso, por lo que a él se refería. ¿Cumpleaños? No.
¿Aniversario de bodas? No lo creo. No, decididamente no. ¿Cumpleaños de Bóbchik? No, eso es en invierno.
Contó las botellas. Diez. ¿Quién creía ella que se lo bebería todo? ¡Yo no podría beberme eso ni en un año! Viecherovsky casi no bebe, tampoco, y ella no puede soportar a Val Weingarten.
Kaliam se puso a maullar espantosamente. Intuyó que había algo en la caja.
EXTRACTO 2…un poco de salmón en su propio jugo, y un trozo de jamón con una costra de pan rancio. Luego encaró los platos sucios. Resultaba muy claro que una cocina sucia era particularmente ofensiva, con semejantes lujos en la refrigeradora. Durante ese tiempo, el teléfono sonó dos veces, pero Maliánov no hizo más que apretar la mandíbula con fuerza. No atenderé, y eso es todo. Al demonio con todos ellos, y sus Inturist y estaciones. También habrá que lavar la sartén, no es posible dejarla así. Hará falta para metas más altas que una porquería de omelet. Ahora, ¿cuál es el centro del asunto? Si la integral es realmente cero, entonces todo lo que queda en la parte derecha son la primera y segunda derivadas. No entiendo bien la física del asunto, pero no importa, por cierto que crea unas burbujas impresionantes. Sí, así las llamaré: burbujas. No, quizá «cavidades» esté mejor. Las cavidades Maliánov. «Cavidades-M». Hmmm.
Guardó los platos y miró en el cacharro de Kaliam. Todavía estaba muy caliente. Pobre Kaliam. Tendrá que esperar. El pobre y pequeño Kaliam deberá esperar y sufrir, hasta que se enfríe.
Se limpiaba la mano cuando se le ocurrió una idea, como ayer. Y como en la víspera, no la creyó.
— Un minuto, espera un minuto — murmuró, afiebrado, mientras las piernas lo llevaban por el corredor, con el linóleo fresco que se le pegaba en los talones, a través del denso calor amarillo, hasta su escritorio y la estilográfica. Cuernos, ¿dónde estaba? Sin tinta. Por aquí, en alguna parte, había un lápiz. Y entretanto la consideración secundaria, no, la primaria, la fundamental, era la función de Hartwig… y fue como si toda la parte derecha hubiese desaparecido. Las cavidades se volvieron axialmente simétricas… ¡y la vieja integral ya no era cero! Es decir, hasta tal punto no era cero, mi pequeña integral, que el valor era significativamente positivo. ¡Pero qué imagen presenta! ¿Por qué no me di cuenta hace tiempo? Está bien, Maliánov, tranquilízate, hermano, no eres el único. El viejo académico Cómo-se-llama tampoco lo vio. En el espacio amarillo, apenas curvado, las cavidades axialmente simétricas giraban con lentitud, como gigantescas burbujas. La materia fluía en torno de ellas, tratando de filtrarse a través, sin lograrlo. La materia se comprimía en los límites, a densidades tan increíbles, que las burbujas comenzaban a fulgurar. Dios sabe qué ocurrió después… pero ya lo veremos. Primero atacaremos la estructura de las fibras. Después, los arcos de Ragozin. Y después las nebulosas planetarias. ¿Y qué creían, amigos? ¿Qué éstas eran cáscaras en expansión, desprendidas? ¡Vaya cáscaras! ¡Todo lo contrario!
El maldito teléfono volvió a sonar. Maliánov lanzó un rugido de cólera, pero continuó escribiendo. Debería desconectarlo por completo. Había un interruptor para eso… Se echó en la otomana y tomó el receptor.
—¡Sí!
—¿Dmitri?
— Sí, ¿quién es?
—¿No me reconoces, perro? — Era Weingarten.
— Ah, eres tú, Val. ¿Qué quieres?
Weingarten vaciló.
—¿Por qué no atiendes tu teléfono?
— Estoy trabajando — respondió Maliánov, furioso. Se mostraba muy poco amistoso. Quería volver al escritorio y ver el resto de la imagen con las burbujas.
— Trabajando — dijo Weingarten—. Construyendo tu edificio inmortal, supongo.
—¿Por qué, querías pasar por aquí?
—¿Pasar? No, en verdad no.
Maliánov perdió los estribos del todo.
—¿Y qué quieres, entonces?
— Escucha, amigo… ¿En qué estás trabajando ahora?
— Estoy trabajando, ya te lo dije.
— No… quiero decir: ¿en qué estás trabajando?
Maliánov quedó atónito. Hacía veinticinco años que conocía a Weingarten, y éste jamás había manifestado una pizca de interés por la labor de Maliánov. A Weingarten nunca le interesó otra cosa que el propio Weingarten, aparte de dos objetos misteriosos: la de dos peniques, de 1934, y la de «medio rublo del cónsul», que no era medio rublo, sino cierto sello postal especial. El vagabundo no tiene nada que hacer, decidió Maliánov. Está tratando de matar el tiempo. ¿O tal vez necesita un techo sobre su cabeza, y quiere llegar de a poco a la pregunta?
—¿En qué estoy trabajando? — dijo con alborozada malicia. Te lo puedo decir con gran detalle, si quieres. Te fascinará, estoy seguro, ya que eres un biólogo, y todo eso. Ayer por la mañana pude encontrar algo, por fin. Resulta que en las suposiciones más generales respecto de las funciones potenciales, mis ecuaciones de movimiento tienen una integral más, aparte de la de energía y de la integral de momentos. Es una especie de generalización de un problema limitado de tres campos. Si la ecuación de movimiento se proyecta en forma de vector, y después se aplica la trasformación Hartwig, queda completa la integración para todo el volumen, y el problema entero se reduce a ecuaciones integral-diferenciales de tipo Kolmogórov-Feller.
Para su enorme sorpresa, Weingarten no lo interrumpió. Durante un segundo, Maliánov creyó que los habían desconectado.
—¿Me escuchas?
— Sí, con gran atención.
—¿Tal vez entiendes inclusive lo que te digo?
— Pesco una parte de eso — respondió Weingarten con animación. Maliánov se dio cuenta de pronto de lo extraña que sonaba su voz. Le asustó.
— Val, ¿pasa algo malo?
—¿Qué quieres decir? — preguntó Weingarten, ganando tiempo.
—¿Qué quiero decir? ¡Si te pasa algo a ti, por supuesto! Tienes una voz un poco rara. ¿No puedes hablar ahora?
— No, no, amigo. Eso es una tontería. Estoy bien. Es el calor, nada más. ¿Conoces el de los dos gallos?
— No. ¿Y?
Weingarten le contó el chiste de los dos gallos… era muy tonto, pero gracioso. Pero no se trataba de un chiste de los de Weingarten, para nada. Maliánov, por supuesto, lo escuchó, y rió en el momento oportuno, pero el chiste sólo consiguió intensificar el sentimiento de que algo le ocurría a Weingarten. Tal vez tuvo otro choque con Sveta, pensó con incertidumbre. Quizá volvieron a arruinarle el epitelio, entonces Weingarten preguntó:
— Escucha, Dmitri. ¿El nombre Snegovoi significa algo para tí?
—¿Snegovoi? ¿Arnóld Pávlovich Snegovoi? Tengo un vecino de ese nombre, vive al otro lado del corredor. ¿Por qué?
Weingarten no respondió. Inclusive había dejado de respirar por la boca. Sólo se escuchaba un tintineo… debía de estar jugando con sus monedas.
—¿Y qué hace, tu Snegovoi?
— Creo que es físico. Trabaja en no sé qué refugio subterráneo. Ultrasecreto. ¿De dónde lo conoces?
— No lo conozco — replicó Weingarten con inexplicable tristeza. Sonó el timbre de la puerta.
—¡Están todos enloquecidos! — dijo Maliánov—. Espera, Val. Alguien está tirando mi puerta abajo.
Weingarten dijo algo, o inclusive gritó, pero Maliánov había arrojado el teléfono en la otomana y corría al vestíbulo. Kaliam ya estaba metido entre sus pies, y Maliánov casi tropezó con él.
Retrocedió en cuanto abrió la puerta. En el umbral había una joven de júmper blanco, corto, muy atezada y de cabello corto, blanqueado por el sol. Hermosa. Una desconocida. (Maliánov tuvo aguda conciencia de que sólo tenía puestos los calzoncillos, y de que su vientre estaba sudado). La joven tenía una maleta a los pies, y una chaqueta echada al brazo.
—¿Dmitri Maliánov? — preguntó, turbada.
— S-sí —contestó Maliánov. ¿Una parienta? ¿La prima tercera, Zina, de Omsk?
— Por favor, perdóneme, Dmitri. Sé muy bien que este no es un buen momento para usted. Tenga.
Le entregó un sobre. Maliánov lo tomó en silencio y extrajo de él un trozo de papel. En su pecho bramaron horribles, furiosos sentimientos hacia todos los parientes del mundo, y en especial hacia esa Zina o Zoia.
Pero resultó que no era una prima tercera. Con grandes letras apresuradas, las líneas torcidas hacia uno y otro lado, Irina había escrito: «¡Dímochka! Esta es Lida Ponomariova, mi mejor amiga de la escuela. Yo te hablé de ella. Sé amable, no le gruñas. No se quedará mucho. Todo va bien. Ella te lo contará. Besos, yo».
Maliánov lanzó un largo aullido silencioso, cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pero sus labios esbozaban una sonrisa maquinal, amistosa.
— Qué bien — dijo con tono amigable, negligente—. Pase, Lida, por favor. Perdone mi aspecto. El calor, sabe.
Debe de haber habido algo raro en su recepción, porque el hermoso rostro de Lida adquirió una expresión de desconcierto, y por algún motivo volvió la cabeza y miró el rellano, como si de pronto se preguntase si el lugar que buscaba era ese.
— Vamos, déjeme entrar su maleta — dijo Maliánov con rapidez—. Entre, entre, no sea tímida. Puede colgar su chaqueta aquí. Esta es nuestra habitación principal, aquí trabajo, y está es la de Bóbchik. Será la suya. ¿Tal vez quiere darse una ducha?
Oyó un cloqueo nasal que llegaba de la otomana.
— Perdón — dijo—. Póngase cómoda, enseguida estaré con usted.
Tomó el teléfono y oyó que Weingarten repetía con extraña voz monótona:
— Dmitri, Dmitri, oh Dmitri, ven al teléfono, Dmitri.
—¡Hola! Val, escucha…
—¡Dmitri! — gritó Weingarten—. ¿Eres tú?
Maliánov se asustó.
—¿Por qué gritas? Acabo de recibir una visita, perdóname. Te llamaré más tarde.
—¿Quién? ¿Quién es el visitante? — preguntó Weingarten con voz inhumana.
Maliánov sintió un estremecimiento. Val ha enloquecido. Qué día.
— Val — dijo con gran calma—. ¿Qué sucede? Ha llegado una mujer. Una amiga de Irina.
—¡Hijo de puta! — dijo Weingarten, y colgó.