CAPÍTULO 3


EXTRACTO 5…yacía de espaldas, y despertaba poco a poco. Los camiones rodaban con estrépito al otro lado de la ventana, pero en el departamento reinaba el silencio. Los restos de la insensata noche de la víspera eran un ligero zumbido en la cabeza, un regusto metálico en la boca y una desagradable astilla en el corazón, o en el alma, o donde demonios doliera. Había comenzado a explorar qué era la astilla, cuando se escuchó un cuidadoso golpe en la puerta. Debía de ser Arnóld con sus llaves, supuso, y corrió a atender.

Camino a la puerta, notó que la cocina estaba limpia, y que la puerta de la habitación de Bóbchik se hallaba cerrada. Debe de haberse levantado, lavado los platos, y vuelto a acostarse, pensó.

Mientras forcejeaba con la cerradura, hubo otro delicado timbrazo.

— Ya va, ya va — dijo con la voz enronquecida por el sueño—. Un minuto, Arnóld.

Pero resultó ser otro. Un desconocido se frotaba los pies en la alfombra de goma. El joven usaba jeans, una camisa negra con las mangas arrolladas y grandes anteojos para el sol. Como los Tontón Macoute, la policía secreta haitiana. Maliánov vio que en el rellano, junto al ascensor, había otros dos Tontón Macoutes con gafas oscuras, pero antes que tuviese tiempo de preocuparse de ellos, el primer Tontón Macoute dijo:

— Del Departamento de Investigaciones Criminales — y entregó a Maliánov una libretita. Abierta.

«¡Espléndido!», pensó Maliánov. Todo estaba claro. Habría debido esperarlo. Se sintió molesto. En calzoncillos, se encontraba ante, el Tontón Macoute del Departamento de Investigaciones Criminales y miraba el librito, aturdido. Había una foto, algunos sellos y firmas, pero sus sensaciones embotadas sólo permitieron pasar un dato pertinente: «Oficina del Ministerio de Asuntos Internos». En letras grandes.

— Sí, es claro, pase — masculló—. Pase. ¿Qué ocurre?

— Hola — dijo el Tontón Macoute con extrema cortesía—. ¿Usted es Dmitri Alexéievich Maliánov?

— Sí.

— Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no le molesta.

— Por favor, hágalo. Espere, mi cuarto no está ordenado. Acabo de levantarme. ¿Le molestaría pasar a la cocina? No, allí da el sol, ahora. Bien, entre aquí, limpiaré en un santiamén.

El Tontón Macoute entró en la habitación principal y se detuvo en el centro con modestia, miró francamente en torno mientras Maliánov acomodaba la cama, se ponía una camisa y un par de jeans, y abría las persianas y las ventanas.

— Siéntese aquí, en la butaca. ¿O estará más cómodo ante el escritorio? ¿Qué problema hay?

El Tontón Macoute pisó con cuidado los papeles dispersos por el suelo, se sentó en la butaca, y depositó su carpeta sobre su regazo.

— Su pasaporte, por favor.

Maliánov revisó el cajón del escritorio y extrajo su pasaporte.

—¿Quién más vive aquí? —preguntó el Tontón Macoute mientras examinaba el pasaporte.

— Mi esposa, mi hijo… pero ahora se encuentran ausentes. Están en Odesa, de vacaciones, en casa de los padres de ella.

El Tontón Macoute dejó el pasaporte sobre la carpeta, y se quitó los anteojos. Un tipo de exterior perfectamente normal. Y ningún Tontón Macoute. Un vendedor, tal vez. O un mecánico de aparatos de TV.

— Conozcámonos — dijo—. Soy investigador superior del DIC. Me llamo Igor Petróvich Zíkov.

— Un placer.

Entonces recordó que él, maldito sea, no era un criminal, y que el, maldito sea, era un científico universitario superior, y Doctor en Filosofía. Y que tampoco era un chiquillo. Cruzó las piernas, se puso cómodo y dijo con frialdad:

— Escucho.

Igor Zíkov levantó la carpeta con ambas manos, cruzó las piernas, volvió a poner la carpeta sobre la rodilla y dijo:

—¿Conoce a Arnóld Pávlovich Snegovoi?

La pregunta no sorprendió a Maliánov. Por algún motivo — un motivo inexplicable—, sabía que le preguntarían por Val Weingarten o por Arnóld Snegovoi. Y por lo tanto podía contestar con frialdad.

— Sí. Conozco al coronel Snegovoi.

—¿Y cómo sabe que es coronel? — interrogó Zíkov enseguida.

— Bueno, quiero decir… — Maliánov evitó una respuesta directa—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

— Bien, cinco años, creo. Desde que se mudó a este edificio.

—¿Y en qué circunstancias se conocieron?

Maliánov trató de recordar. ¿Cuáles habían sido las circunstancias? Maldición. ¿Cuándo le llevó la llave por primera vez? No. entonces ya nos conocíamos.

— Hmm — dijo, descruzando las piernas y rascándose la nuca—. ¿Sabe? no recuerdo. Recuerdo esto. El ascensor no funcionaba, e Irina, mi esposa, volvía de la tienda con comestibles y el niño. Arnóld Snegovoi la ayudó con los paquetes y el chico. Bien, ella lo invitó a pasar. Creo que vino esa misma noche.

—¿Iba de uniforme?

— No — repuso Maliánov con certidumbre.

— Bien. ¿Y desde entonces se hicieron amigos?

— Bueno, amigos es una palabra demasiado fuerte. Aparece de vez en cuando… pide prestados libros, los presta, a veces bebemos una taza de té. Y cuando se va por sus negocios, nos deja las llaves.

—¿Por qué?

—¿Qué quiere decir por qué? Uno nunca…

Pero en realidad, ¿por qué dejaba las llaves? Nunca se me ocurrió preguntármelo. Supongo que por las dudas, tal vez.

— Por las dudas, tal vez — dijo Maliánov—. Es posible que aparezcan sus parientes… o algún otro.

—¿Alguna vez vino alguien?

— No… Que yo recuerde, no. Por lo menos mientras estuve aquí. Quizá mi esposa sepa algo en ese sentido.

Igor Zíkov asintió, pensativo, y luego inquirió:

— Bien, ¿y alguna vez hablaron de ciencia, de su trabajo?

Otra vez el trabajo.

—¿Del trabajo de quién? — preguntó Maliánov, sombrío.

— Del de él, por supuesto. Era físico, ¿no?

— No tengo la menor idea. Yo creía que estaba en cohetería.

Antes de terminar la frase le brotó un sudor frío. ¿Qué quería decir era? ¿Por qué el tiempo pretérito? No dejó la llave. Dios, ¿qué habría ocurrido? Estaba a punto de gritar a todo pulmón: «¿Qué quiere decir era?», pero Zíkov lo dejó pasmado. Con el veloz movimiento de un esgrimista, estiró el brazo y tomó una libreta de debajo de la nariz de Maliánov.

—¿De dónde sacó esto? — preguntó, y el rostro se le volvió más viejo—. ¿De dónde lo sacó?

— Apenas una…

—¡Siéntese! — gritó Zíkov. Sus ojos azules recorrieron el semblante de Maliánov—. ¿Cómo llegaron estos datos a sus manos?

—¿Qué datos? — murmuró Maliánov—. ¿De qué demonios de datos me habla? — rugió—. Esos son mis cálculos.

— Estos no son sus cálculos — replicó Zíkov con frialdad, y levantando la voz a su vez—. ¿De dónde salió este gráfico?

Le mostró la página desde lejos, y señaló una línea retorcida.

—¡De mi cabeza! — vociferó Maliánov—. ¡De aquí! —Se golpeó la sien con el puño—. ¡Es la dependencia de la densidad respecto de la distancia hasta la estrella!

—¡Esta es la línea de crecimiento de los delitos en nuestro distrito, en el último trimestre! — anunció Zíkov.

Maliánov quedó atónito. Y Zíkov, chasqueando los labios, húmedos, continuó.

— Ni siquiera la copió bien. En realidad no es así, sino así. —Tomó el lápiz de Maliánov, se levantó de un salto, puso el papel en la mesa y apretando el lápiz, trazó sobre el diagrama de Maliánov—. Ahí tiene. Y aquí sigue así, no así. —Cuando terminó y la punta del lápiz estuvo quebrada, arrojó el lápiz, se sentó de nuevo y miró a Maliánov con lástima—. Ah, Maliánov, Maliánov. Usted es un hombre muy instruido, un criminal experimentado, pero se comporta como un mocoso.

Maliánov paseaba la mirada del rostro de él al gráfico. No tenía sentido. Era tan ridículo, que carecía de sentido decir nada, o gritar, o explicar algo. En rigor, lo mejor que se podía hacer en ese caso sería despertar.

—¿Y su esposa está en buenas relaciones con Snegovoi? — preguntó Zíkov, otra vez cortés hasta el punto de resultar incoloro.

— En buenas relaciones, sí.

—¿Se tutean?

— Escuche. Arruinó mi gráfico. ¿Qué pasa?

—¿Qué gráfico? — Zíkov se mostró sorprendido.

— Ese, el de ahí.

— Eso carece de importancia. ¿Viene Snegovoi cuando usted no está en casa?

— Carece de importancia — repitió Maliánov—. Puede que carezca de importancia para usted — dijo con rapidez, recogiendo sus papeles y guardándolos en los cajones—. Uno está sentado ahí y trabaja y se mata como un condenado tonto, y después cualquiera que lo desee viene y me dice que carece de importancia — masculló, poniéndose a gatas y recogiendo los toscos esbozos diseminados por el suelo.

Igor Zíkov lo miró sin expresión, mientras atornillaba con cuidado el cigarrillo en la boquilla. Cuando Maliánov, resoplando, sudoroso y colérico, volvió a su silla, Zíkov preguntó con cortesía:

—¿Puedo fumar?

— Adelante. Ahí está el cenicero. Y siga con sus preguntas. Tengo trabajo que hacer.

— Todo depende de usted — sostuvo Zíkov, dejando que el humo se le escapara con delicadeza de la comisura de la boca—. Por ejemplo, he aquí una pregunta: ¿cómo llama habitualmente a Snegovoi… coronel, Snegovoi o Arnóld?

— Depende. ¿Qué importancia tiene cómo lo llamo?

—¿Lo llama coronel?

— Bueno, sí. ¿Y?

— Es muy extraño — dijo Zíkov, dejando caer la ceniza con cuidado—. Sabe, Snegovoi fue ascendido a coronel sólo anteayer.

Fue un golpe. Maliánov no dijo nada, y sintió que el rostro se le enrojecía.

— Y entonces, ¿cómo descubrió que era coronel?

Maliánov agitó la mano.

— Muy bien. Fue jactancia. No sabía si era coronel, o teniente coronel, o qué. Ayer caí por su casa y vi la casaca con las charreteras. Y vi que era coronel.

—¿Cuándo estuvo allí?

— Por la noche. Tarde. Fui a buscar un libro. Este.

Fue un error, la mención del libro. Zíkov se apoderó de él y comenzó a hojearlo. Maliánov empezó a sudar de nuevo porque no tenía la menor idea de su contenido.

—¿Qué idioma es éste? — preguntó Zíkov, distraído.

— Este… — masculló Maliánov, sudando por tercera vez—. Supongo que inglés.

— No lo creo — repuso Zíkov, examinando el texto—. Me parece cirílico, no latín. ¡Oh! ¡Es ruso!

Maliánov estalló en sudores por cuarta vez, pero Zíkov dejó el libro, se puso las gafas obscuras, se recostó contra el respaldo de la butaca y miró a Maliánov. Y Maliánov miró a Zíkov, tratando de no parpadear ni desviar la vista. Un pensamiento le cruzó por la cabeza: hijo de puta, no te diré dónde están nuestros muchachos.

—¿A quién cree que me parezco? — interrogó Zíkov de pronto.

—¡A un Tontón Macoute! — barbotó Maliánov sin pensarlo.

— Se equivoca — dijo Zíkov—. Piense de nuevo.

— No sé.

Zíkov se sacó los anteojos y menó la cabeza, acusador.

—¡Eso está mal! ¡No sirve! Tiene extrañas ideas acerca de nuestros organismos investigadores. Muchacho, ¿cómo se le ocurrió lo del Tontón Macoute?

— Bien, ¿y a qué se parece, entonces? — preguntó Maliánov, acobardándose.

—¡Al Hombre Invisible! Lo único en común con un Tontón Macoute — lo único— es que los dos se escriben con mayúscula.

Guardó silencio. Había en el aire un denso silencio pesado, y hasta los coches, afuera, habían dejado de hacer ruido. Maliánov no escuchaba un solo sonido, y sintió desesperadas ansias de despertar. Y luego el silencio fue quebrado por el teléfono.

Maliánov pegó un salto. En apariencia, también Zíkov lo hizo. El teléfono volvió a sonar. Apoyándose en los antebrazos, Maliánov se incorporó y miró interrogadoramente a Zíkov.

— Sí. Quizá sea para usted.

Maliánov trepó hacia la cama y tomó el teléfono. Era Val Weingarten.

— Eh, contemplador de estrellas — dijo—. ¿Por qué no llamas, cerdo?

— Ya sabes cómo es eso… Estaba ocupado.

—¿Haciendo tonterías con la mujer?

— No… ¿qué quieres decir, «con la mujer»?

—¡Ojalá mi Svetlana me mandase a sus amiguitas!

— S-sí… —Sintió ojos clavados en la nuca—. Escucha, Val, te llamaré más tarde.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó Weingarten con ansiedad.

— Nada. Te lo diré más tarde.

—¿Es esa hembra?

— No.

—¿Un hombre?

— Ahá.

Weingarten suspiró en el teléfono.

— Escucha — dijo bajando la voz—, puedo ir enseguida. ¿Quieres que vaya?

—¡No! Eso es lo único que me haría falta.

Weingarten suspiró pesadamente.

— Oye, ¿tiene cabello rojo?

Maliánov lanzó una mirada involuntaria a Zíkov. Para su sorpresa, éste no lo miraba. Leía el libro de Snegovoi, moviendo los labios.

—¡Es claro que no! ¿Qué tontería es esa? Mira, te llamaré después.

—¡Llama sin falta! — gritó Val—. En cuanto se vaya, llama.

— Muy bien — dijo Maliánov, y cortó. Luego volvió a su silla, mascullando disculpas.

— Está bien — dijo Zíkov, y dejó el libro—. Usted tiene intereses muy vastos, Dmitri.

— No puedo quejarme — murmuró Maliánov. Maldición, ojalá pudiese echar por lo menos un vistazo a ese libro—. Por favor — dijo—, terminemos, si es posible. Ya es la una pasada.

—¡Por supuesto! — exclamó Zíkov, servicial. Miró su reloj con ansiedad y extrajo una libreta de la carpeta—. Muy bien, de modo que ayer por la noche estuvo en casa de Snegovoi, ¿no es así?

— Sí.

—¿Fue a buscar este libro?

— S-sí —repuso Maliánov, decidiendo no aclarar nada.

—¿Cuándo fue eso?

— Tarde, cerca de la medianoche.

—¿Tuvo la impresión de que Snegovoi planeaba un viaje?

— Sí, la tuve. Quiero decir, no fue una impresión. Me dijo que se iría por la mañana, y que me traería las llaves.

—¿Y lo hizo?

— No. Quiero decir, puede haber tocado el timbre y yo no lo oí. Estaba durmiendo.

Zíkov escribió con rapidez, apoyando el anotador en la carpeta que tenía sobre la rodilla. No miró para nada a Maliánov, ni siquiera cuando le formulaba preguntas. ¿Tal vez tenía prisa?

—¿Mencionó Snegovoi adonde iba?

— No, no me dijo adonde viajaba.

—¿Pero usted lo supuso?

— Bien, creo que tenía una idea. A un campo de pruebas, o algo por el estilo.

—¿El le dijo algo de eso?

— No, es claro que no. Nunca hablábamos de su trabajo.

— Y entonces, ¿en qué basó sus suposiciones?

Maliánov se encogió de hombros. ¿En qué las basaba? Es imposible explicar cosas como esa. Resultaba claro que el hombre trabajaba en un refugio subterráneo profundo, tenía las manos y la cara quemadas, y los modales correspondientes a esa clase de trabajo… y en rigor se había negado a hablar de sus ocupaciones.

— No sé. Siempre pensé eso. No sé.

—¿Le presentó a alguno de sus amigos?

— No, nunca.

—¿A su esposa?

—¿Está casado? Siempre creí que era soltero o viudo.

—¿Por qué creyó eso?

— No sé —contestó Maliánov, furioso—. Intuición.

—¿Quizá se lo dijo su esposa?

—¿Irina? ¿Cómo podría saberlo ella?

— Eso es lo que me gustaría aclarar.

Se miraron en silencio.

— No entiendo — dijo Maliánov—. ¿Qué quiere aclarar?

— Cómo supo su esposa que Snegovoi no estaba casado.

— Ah… ¿Sabía eso?

Zíkov no respondió. Miraba con atención a Maliánov, y sus pupilas se dilataban y contraían en forma ominosa. Maliánov tenía los nervios erizados. Sintió que comenzaría a golpear con el puño en la pared, a babear y a perder la dignidad si eso duraba un segundo más. Ya no lo soportaba. Toda la conversación tenía un subtexto maligno, era como una red pegajosa, y se metía a Irina en eso, quién sabe por qué.

— Bueno, está bien — dijo Zíkov, de pronto, cerrando el anotador con un golpe—. De manera que el coñac está aquí —señaló el bar—, y la vodka en la refrigeradora. ¿Qué prefiere usted? ¿Personalmente?

—¿Yo?

— Sí. Usted. ¿Personalmente?

— Coñac — dijo Maliánov con voz ronca, y tragó saliva. Tenía la garganta seca.

—¡Magnífico! — exclamó Zíkov con alegría. Se puso de pie y se acercó al bar con pasitos menudos—. ¡No tendremos que ir muy lejos! Ahí vamos — dijo, registrando el bar—. Inclusive tiene limón… un poco seco, pero está bien. ¿Qué copas? Usemos estas azules.

Maliánov miró con indiferencia, mientras Zíkov colocaba las copas en la mesa con destreza, cortaba delgadas tajadas de limón y descorchaba la botella.

—¿Sabe? hablando con franqueza, está en una mala situación. Por supuesto, la última palabra la dirán los tribunales, pero hace diez años que estoy en esto, y tengo alguna experiencia en estos asuntos. Y siempre se puede adivinar qué sentencia se dictará en cada caso. No le darán el máximo, por supuesto, pero le garantizo quince, por lo menos. — Sirvió el coñac con cuidado, sin derramar una gota, en las copas—. Es claro que siempre puede haber circunstancias atenuantes, pero por ahora, con franqueza, no veo ninguna… ¡No veo ninguna, Dmitri! ¡Bien! — Levantó la copa e hizo un movimiento de cabeza, de invitación.

Maliánov tomó su copa con dedos entumecidos.

— Muy bien — dijo con voz que no era la suya—. ¿Pero por lo menos puedo saber qué sucede?

—¡Es claro! — chilló Zíkov. Bebió, se echó un trozo de limón en la boca y asintió con energía—. ¡Es claro que puede! Se lo diré todo. Tiene derecho a saberlo.

Y se lo dijo.

A las ocho de la mañana llegó un coche para recoger a Snegovoi y llevarlo al aeropuerto. Para sorpresa del conductor, Snegovoi no esperaba abajo, como de costumbre. Esperó cinco minutos, y luego subió al departamento. Nadie contestó, aunque el timbre funcionaba, el conductor lo oía. Entonces bajó y llamó a la oficina desde la esquina. La compañía empezó a llamar a Snegovoi por teléfono. El aparato de éste estaba constantemente ocupado. Entretanto, el conductor dio la vuelta a la casa y descubrió que las tres ventanas del departamento de Snegovoi se hallaban abiertas de par en par, y que a pesar de la luz del día, todas las luces eléctricas se hallaban encendidas. El conductor telefoneó la información. Se llamó a la gente correspondiente, y violaron la puerta y examinaron el departamento de Snegovoi. Su investigación reveló que todas las lámparas se encontraban encendidas, que en la cama había una maleta abierta, llena de ropa, y que Snegovoi estaba en su estudio, sentado ante el escritorio, sosteniendo el teléfono en una mano y una pistola Makárov en la otra. Se determinó que había muerto de una herida de bala en la sien derecha, disparada con esa arma a boca de jarro. La muerte fue instantánea, y se produjo entre las tres y las cuatro de la mañana.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? — susurró Maliánov.

En respuesta, Zíkov le contó en detalle que balística había seguido la trayectoria de la bala, que encontró alojada en la pared.

—¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? — insistió Maliánov, golpeándose el pecho. Ya habían bebido tres copas cada uno.

—¿No siente pena por él? — inquirió Zíkov—. ¿No le apena?

— Por supuesto. Era un hombre excelente. ¿Pero qué tengo que ver yo con todo esto? Nunca tuve un arma en mi mano en toda la vida. Mi clasificación era Cuatro-F. Mi visión…

Zíkov no lo escuchaba. Siguió explicando en detalle que el extinto era zurdo, y que resultaba muy extraño que se matara con la pistola en la mano derecha.

— Sí, sí, Arnóld era zurdo, eso puedo corroborarlo.. ¡Pero en cuanto a mí! ¡Dormí toda la noche! Y de cualquier modo ¿por qué habría de matarlo? ¡Juzgue usted mismo!

—¿Y quién lo hizo, entonces? ¿Quién? — preguntó Zíkov con suavidad.

—¿Cómo podría saberlo? ¡Usted debería saber quién fue!

—¡Usted! — exclamó Zíkov con tono amable, reminiscente al de Porfiri en Crimen y castigo, mirando a Maliánov con un ojo, por encima de su copa de vodka—. ¡Usted lo mató, Dmitri!

— Esto es una pesadilla — susurró Maliánov, impotente. Quiso llorar.

Una leve brisa cruzó la habitación, movió la cortina, y el estridente sol del mediodía se precipitó en el cuarto y dio de lleno en el rostro de Zíkov. Algo le sucedió. Parpadeó con rapidez, el rubor le acudió a las mejillas y le tembló la barbilla.

— Perdóneme — dijo con voz totalmente humana—. Perdóneme, Dmitri. Tal vez usted pueda… hace mucho… aquí.

Se interrumpió porque algo cayó en el cuarto de Bóbchik y se quebró con un ruido resonante.

—¿Qué fue eso? — preguntó Zíkov, tenso. Ya no había en su voz ni rastros de calidad humana.

— Hay alguien ahí —contestó Maliánov, todavía sin entender qué había sucedido con Zíkov. Se le ocurrió un nuevo pensamiento—. ¡Escuche! — gritó, levantándose de un salto—. ¡Venga conmigo! ¡La amiga de mi esposa está allí! Ella puede jurar que yo dormí toda la noche, y que no fui a ninguna parte.

Chocando hombro con hombro, se abrieron paso hacia el vestíbulo.

— Interesante, muy interesante — decía Zíkov—. La amiga de su esposa. Ya veremos.

— Ella me respaldará. Ya verá. Es una testigo.

Se precipitaron en la habitación de Bóbchik sin golpear, y se detuvieron. La habitación estaba limpia y desocupada. No había allí ninguna Lídochka, ni sábanas en la cama, ni maletas. Y en el suelo, al lado de los trozos del cántaro de barro (Jorezm, siglo XI) se encontraba sentado Kaliam, con expresión increíblemente inocente.

—¿Este? — preguntó Zíkov, señalando a Kaliam.

— No — respondió Maliánov estúpidamente—. Este es nuestro gato, hace mucho que lo tenemos. Pero espere, ¿dónde está Lídochka? — Miró en el armario. Su chaqueta blanca ya no estaba—. ¿Se habrá ido?

Zíkov se encogió de hombros.

— Es probable. Ahora no está aquí.

Con pasos pesados, Maliánov fue hacia el cántaro roto.

—¡C-canalla! — dijo, y dio un papirotazo a Kaliam en la oreja.

Kaliam se batió en rápida retirada. Maliánov se agachó. Destrozado. Qué hermoso cántaro había sido.

—¿Durmió ella aquí? —preguntó Zíkov.

— Sí.

—¿Cuándo la vio por última vez? ¿Hoy?

Maliánov negó con la cabeza.

— Ayer. Bueno, en rigor, hoy. Por la noche. Le di sábanas y una manta. — Miró en el baúl de la ropa blanca de Bóbchik—. Ahí tiene. Está todo ahí.

—¿Hacía mucho que vivía aquí?

— Llegó ayer.

—¿Sus cosas están aquí?

— No veo ninguna. Y su chaqueta ha desaparecido.

— Extraño, ¿verdad? — dijo Zíkov.

Maliánov agitó la mano en silencio.

— Al demonio con ella. Las mujeres sólo traen problemas. Bebamos otro trago.

De pronto la puerta del departamento se abrió, y entro…


EXTRACTO 6…puerta del ascensor, y el motor zumbó. Maliánov quedó solo.

Se encontraba en la puerta del cuarto de Bóbchik, apoyado en el marco y pensando en nada. Kaliam apareció salido de cualquier parte, pasó a su lado, moviendo la cola, y salió al rellano, donde se dedicó a lamer el suelo de cemento.

— Bueno, muy bien — dijo por último Maliánov; se apartó del marco y entró en su cuarto. Estaba lleno de humo, y había tres copas de vidrio azul abandonadas en la mesa… dos llenas y una llena a medias. El sol llegaba hasta los anaqueles.

—¡Se llevó el coñac consigo! ¡Eso era lo único que faltaba!

Se sentó en la butaca durante un rato, terminó su copa. Por la ventana entraban ruidos de la calle, y la puerta abierta dejó pasar voces de chicos y los gruñidos del ascensor en el pozo de la escalera. Se levantó, se arrastró a través del vestíbulo, golpeándose contra el marco de una puerta, salió al descansillo y se detuvo delante de la puerta del departamento de Snegovoi. En la cerradura había un gran sello de lacre. Lo tocó con cautela, con la yema de un dedo, y apartó la mano. Era todo cierto. Todo lo sucedido había sucedido de verdad. El ciudadano de la Unión Soviética Arnóld Snegovoi, coronel y hombre de misterio, ya no existía.



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