CAPÍTULO 11

EXTRACTO 20…quiso obligarme a limpiar esta porqueriza. Apenas pude librarme de eso. Convinimos en que yo terminaría mi trabajo, e Irina, como no tenía otra cosa que hacer y enloquecía de deseos de moverse — era incapaz de remojarse en la bañera y leer el último número de Literatura extranjera—, bueno, Irina se dedicaría a la ropa y ordenaría la habitación de Bóbchik. Y yo prometí arreglar nuestro cuarto, pero no hoy, sino mañana. Morgen, margen, nur nicht heute. Pero quedaría inmaculado, brillante.

Me acomodé a mi escritorio, y durante un rato todo estuvo pacífico y tranquilo. Trabajé, y trabajé con placer, pero era un placer poco común. Nunca había experimentado nada semejante. Sentí una satisfacción rara, seria. Me enorgullecía de mí, y me respetaba. Pensé que un soldado que permanecía ante su ametralladora para cubrir la retirada de sus compañeros debía de sentir lo mismo. Sabe que estará ahí para siempre, que nunca verá otra cosa que el campo fangoso, las figuras que corren, con uniforme enemigo, y el cielo bajo, torvo. Y también sabe que está bien, que no puede ser de otro modo. Y no sé qué vigía de mi cerebro escuchaba y miraba, con cuidado y sensibilidad, mientras yo trabajaba, y me recordó que nada había terminado, que todo seguía, y que en el cajón del escritorio se encontraba el temible martillo con la hoja de hacha de un lado y las puntas del otro. Y el vigía me hizo levantar la vista, porque algo ocurría en la habitación.

En rigor, no había sucedido nada especial. Irina se hallaba delante del escritorio, mirándome. Y al mismo tiempo había pasado algo, algo inesperado y demencial, porque los ojos de Irina estaban cuadrados, y sus labios hinchados. Antes que pudiese decir nada, tiró un trapo rosa sobre mis papeles, y cuando lo recogí vi que era un corpiño.

—¿Qué es esto? — interrogué, desconcertado, mirando a Irina y al corpiño.

— Es un corpiño — respondió ella con voz extraña, me volvió la espalda y fue a la cocina.

Helado por las premoniciones, jugueteé con la rosada prenda de encaje, y no pude entender. ¿Qué demonios? ¿Qué tiene que ver un corpiño con nada? Y entonces recordé a las mujeres de Zájar. Me asusté por Irina. Dejé caer el corpiño y corrí a la cocina.

Irina se encontraba sentada en un banquillo, apoyada en la mesa, la cabeza entre las manos. Un cigarrillo ardía entre los dedos de su mano derecha.

— No me toques — me dijo con tono calmo y cortante.

—¡Irina! — exclamé, patético—. ¿Estás bien?

— Pedazo de animal… — masculló, apartó las manos de su cabello y chupó el cigarrillo. Vi que lloraba.

¿Una ambulancia? Eso no serviría, ¿quién necesita una ambulancia? ¿Gotas de valeriana? ¿Bromuro? Dios mío, mírenle la cara. Tomé un vaso y lo llené con agua del grifo.

— Ahora lo entiendo todo — afirmó Irina, inhalando, nerviosa y apartando el vaso con el codo—. El telegrama, y todo. Aquí estamos. ¿Quién es ella?

Me senté y bebí un trago de agua.

—¿Quién? — pregunté atontado.

Durante un segundo pensé que iba a golpearme.

— Muy bonito, noble canalla — dijo con disgusto—. No quisiste contaminar el lecho conyugal. ¡Cuan noble! De modo que te diviertes en la cama de tu hijo.

Terminé el agua y traté de dejar el vaso, pero la mano no me obedecía. ¡Un médico! Seguía pensando. ¡Mi pobre Irina, debo llamar a un médico!

— Muy bien — dijo Irina. Ya no me miraba. Miraba por la ventana y fumaba, inhalaba cada tantos segundos—. Muy bien, no hay nada que hablar. Siempre dijiste que el amor era un acuerdo. Y siempre sonó tan bien: amor, honestidad, amistad. Pero habrías podido ser más cuidadoso, y no olvidarte del corpiño… ¿Quizás haya también un par de bombachitas, si buscamos bien?

Me llegó en un relámpago cegador. Lo entendí todo.

—¡Irina! Dios mío. Me asustaste tanto. Me diste un susto tan grande.

Es claro que eso no era lo que ella esperaba escuchar, porque se volvió hacia mí, con su rostro pálido, hermoso, manchado por las lágrimas, y me miró con tanta expectativa y esperanza, que casi rompí a llorar yo mismo. Ella quería nada más que una cosa: que eso se aclarase, se explicara como una tontería, un error, una loca coincidencia, y lo antes posible.

Esa era la última gota. No podía soportar más. Ya no quería guardármelo para mí. Volqué sobre ella todo el relato de horror y la demencia de los dos últimos días.

Al principio mi narración debe de haber sonado a broma. Pero seguí, hablando sin prestar atención a nada, sin darle una oportunidad de intercalar comentarios sarcásticos. Lo vomité, sin un orden especial, sin preocuparme por la cronología. Vi que su expresión de sospecha y esperanza, se convertía en asombro, luego en ansiedad, después en temor, y por último en piedad.

Para entonces nos hallábamos en nuestra habitación, frente a la ventana abierta… ella en la butaca y yo en la alfombra, con la mejilla apoyada en su rodilla; afuera había tormenta. Una nube purpúrea se derramaba sobre los techos, azotando con la lluvia; frenéticos relámpagos atacaban las sienes de la colina en el edificio. Grandes goterones fríos cayeron en el alféizar y en el cuarto. Las ráfagas de viento agitaban los cortinados amarillos, pero permanecíamos inmóviles. Me acarició el cabello en silencio. Sentí un enorme alivio. Ya lo había dicho todo. Me había quitado de encima la mitad del peso. Y reposaba, oprimiendo el rostro contra su suave rodilla atezada. Los constantes truenos dificultaban la conversación, pero yo ya no tenía nada que decir.

Y entonces ella dijo:

— Dmitri. No debes pensar en mí. Tienes que adoptar tu decisión como si yo no existiera. Porque de cualquier modo siempre estaré contigo. No importa qué resuelvas.

La apreté con fuerza. Supongo que sabía que diría eso, y pienso que las palabras en realidad no ayudaron mucho, pero igual me sentí agradecido.

— Perdóname — dijo ella al cabo de una pausa—, pero aún no lo tengo claro en la cabeza. No, te creo, por supuesto que te creo… sólo que es tan terrible… Quizás exista otra explicación, algo más… bien, más sencillo, más comprensible. Me parece que lo estoy diciendo mal. Viecherovski tiene razón, no cabe duda, pero no en cuanto a que se trate del —¿cómo lo llamó?—… ¿del Universo Homeostático? Tiene razón en que ese no es el problema. En verdad, ¿qué importa? ¿Si es el universo, hay que ceder; si son alienígenas tienes que luchar? Pero no me escuches. Hablo nada más que porque estoy confundida.

Se estremeció. Me puse de pie, me escurrí en la butaca con ella y la rodeé con los brazos. Sólo quería decirle, en todas las formas posibles, cuan aterrorizado estaba. Cuan aterrorizado estaba por mí, por ella, por los dos. Pero eso habría sido algo carente de sentido, y quizá cruel.

Sentí que si ella no existiera, habría sabido qué hacer, con exactitud. Pero existía. Y supe que se enorgullecía de mí, que siempre se había enorgullecido. Soy una persona más bien apagada, y no muy exitoso, pero hasta yo podía ser un objeto de orgullo. Era un buen atleta, siempre supe trabajar, tenía cerebro. Era bien visto en el observatorio, entre mis amigos. Sabía divertirme, mostrarme ingenioso, manejarme en las discusiones amistosas. Y ella se enorgullecía de todo eso. Tal vez un poco, pero aun así era orgullo. En ocasiones la veía mirarme. No sé cómo reaccionaría si me convertía en gelatina. Es probable que ni siquiera pudiese seguir amándola como se debía, que también fuese incapaz de eso.

Como si leyese mis pensamientos, dijo:

—¿Recuerdas cuan felices nos sentimos cuando nuestros exámenes quedaron atrás, y ya no tendríamos que aprobar ningún otro hasta el final de nuestros días? Parece que no han terminado. Parece que todavía queda uno.

— Si — dije, y pensé: pero esta es una prueba en que nadie sabe si una A o una D son mejores calificaciones. Y no hay manera de saber cómo se obtiene una A, y cómo una D.

— Dmitri — musitó ella, con el rostro junto al mío—. Debes de haber inventado algo realmente grande para que ellos te persigan. Tendrían que enorgullecerse, tú y los otros. ¡La propia madre natura los persigue!

— Hmmm — respondí, y pensé: Weingarten y Gúbar ya no tienen nada de qué enorgullecerse, y en cuanto a mí, todavía está por verse.

Y entonces, leyéndome otra vez los pensamientos, dijo:

— Y en realidad no tiene importancia qué decidas. Lo importante es que eres capaz de esos descubrimientos. ¿Me dirás por lo menos de qué se trata? ¿O también eso está prohibido?

— No sé —repuse, y pensé: ¿sólo quiere consolarme, o siente eso de veras? ¿Está tan aterrorizada que pretende convencerme de que capitule? ¿Quiere sólo endulzar la píldora que sabe que tendré que tragar? ¿O desea impulsarme a luchar, me está empujando?

— Los cerdos — dijo con suavidad—. Pero no nos quebrarán. ¿No es cierto? Nunca conseguirán eso. ¿No es cierto, Dmitri?

— Por supuesto — contesté, y pensé: ese es todo el problema, querida. De eso se trata.

La tormenta amainaba. La nube flotaba hacia el norte, y dejaba al descubierto un cielo gris, brumoso, del cual caía una blanda lluvia gris.

— Yo traje la lluvia — dijo Irina—. Y esperaba que el sábado pudiéramos ir a Solniéchnoie.

— Todavía falta para el sábado — repliqué—. Pero quizá debamos ir.

Ya se había dicho todo. Ahora debíamos hablar sobre Solniéchnoie, sobre anaqueles para Bóbchik, y acerca del lavarropas, que otra vez estaba descompuesto. Y hablamos de todo eso. Y hubo una ilusión de una velada normal, y para ampliar y fortalecer esa ilusión decidimos beber un poco de té. Abrimos un paquete nuevo de Ceilán, enjuagamos la tetera con agua caliente, en la forma más minuciosa y científica, depositamos triunfalmente la caja de Pique Dame sobre la mesa y vigilamos la marmita, esperando el momento del hervor. Hicimos las mismas bromas de siempre y preparamos la mesa, y yo tomé en silencio el formulario de la tienda de comestibles y la nota sobre Lídochka y el pasaporte de I. F. Serguéienko, los estrujé y los metí en el cesto de los papeles.

Y pasamos un momento maravilloso con el té —té de verdad, un elixir—, y hablamos de todo lo que existe bajo el sol, salvo de lo más importante. Me preguntaba qué pensaría Irina, porque parecía haber olvidado toda la pesadilla… me dijo todo lo que pensaba al respecto, y ahora lo había olvidado con alivio, y me dejaba solo, otra vez solo con mi decisión.

Después dijo que debía planchar, y que yo me sentara junto a ella y le contase algo gracioso. Comencé a levantar la mesa, y sonó el timbre de la puerta.

Me encaminé hacia el vestíbulo canturreando una cancioncilla, mientras dirigía una rápida mirada a Irina (serena, limpiaba las sillas con un trapo seco). Abrí la puerta, recordé mi martillo, pero me pareció melodramático ir a buscarlo, y terminé de abrir.

Un hombre alto, muy joven, de impermeable mojado y empapado, cabello rubio me entregó un telegrama, y me pidió que firmara. Tomé su cabo de lápiz, apoyé el recibo contra la pared, escribí la fecha y la hora, a instancias de él, firmé, devolví recibo y lápiz, le agradecí y cerré la puerta. Sabía que no era nada bueno. Allí mismo, en el vestíbulo, bajo la intensa lamparilla de 200 vatios, abrí el telegrama y lo leí.

Era de mi suegra. BÓBCHIK Y YO SALIMOS MAÑANA. VUELO 425. BÓBCHIK GUARDA SILENCIO. VIOLACIÓN UNIVERSO HOMEOSTATICO. CARIÑOS. MAMÁ. Y abajo había pegada una tira de papel: UNIVERSO HOMEOPÁTICO. Leí y releí el telegrama, lo plegué en cuatro, apagué la luz y caminé por el pasillo. Irina me esperaba apoyada contra la puerta del cuarto de baño. Le entregué el telegrama, dije "Mamá y Bóbchik llegan mañana" y fui a mi escritorio. El corpiño de Lídochka cubría mis anotaciones. Lo deposité con cuidado en el alféizar, recogí mis notas, las ordené y las metí en el anotador. Luego tomé un sobre de papel manila nuevo, puse todo adentro, lo até, y todavía de pie escribí en él: "D. Maliánov. Sobre la interacción de las estrellas y la materia en difusión en la galaxia". Lo releí, pensé un poco y taché el D. Maliánov. Luego me puse el sobre bajo el brazo y salí. Irina estaba todavía junto a la puerta del baño; tenía el telegrama apretado contra el pecho. Cuando pasé a su lado, hizo un débil ademán, ya sea para detenerme o para agradecerme. Sin mirarla, le dije:

— Voy a ver a Viecherovski. Volveré enseguida.

Subí las escaleras con lentitud, paso a paso, acomodando el sobre que a cada rato se me resbalaba. Quién sabe por qué, las luces estaban apagadas en las escaleras. Reinaba la oscuridad y el silencio, y oí el agua que chorreaba del techo, a través de las ventanas abiertas. En el rellano del sexto piso, junto al vertedero de basura, donde antes se besaban los amantes, me detuve y miré hacia el patio. Las hojas mojadas del gigantesco árbol relucían, negras, en la noche. El patio se hallaba desierto; los charcos brillaban, ondulados bajo la lluvia.

No encontré a nadie en las escaleras. Pero entre el séptimo y el octavo pisos un hombrecito se acurrucaba en los peldaños, y tenía a su lado un anticuado sombrero gris. Di la vuelta en torno de él, con cuidado, y seguí, y en ese momento habló:

— No subas, Dmitri.

Me detuve y lo miré. Era Glújov.

— No subas ahora — repitió—. ¡No lo hagas!

Se levantó, tomó el sombrero, se enderezó poco a poco, tomándose de la espalda, y vi que tenía el rostro manchado de algo negro… barro u hollín. Sus gafas estaban ladeadas y sus labios se retorcían de verdadero dolor. Se acomodó los anteojos y habló casi sin mover los labios:

— Otro sobre. Blanco. Otra bandera de rendición.

No dije nada. Se golpeó el sombrero contra la rodilla, sacudiendo el polvo, y luego trató de limpiarlo en la manga. Tampoco dijo nada, pero no se fue. Esperé a ver qué diría.

—¿Sabes? — dijo por último—, siempre es desagradable capitular. En el siglo pasado la gente se mataba antes que capitular. No porque tuviesen miedo de la tortura o de los campos de concentración, y no porque temieran derrumbarse bajo la tortura, sino porqué estaban avergonzados.

— Eso también ocurre en nuestro siglo — repuse—. Y no muy de vez en cuando.

— Sí, es claro — admitió—. Es claro. A uno le resulta muy desagradable darse cuenta de que no es todo lo que creía ser. Quiere seguir siendo lo que fue toda la vida, y eso es imposible si capitula. Por lo tanto debe… Pero hay una diferencia. En nuestro siglo la gente se mata porque se avergüenza ante los demás… la sociedad, los amigos… En el siglo pasado se mataban porque se avergonzaban ante sí mismos. Sabes, por alguna razón, en nuestro siglo todos creen que una persona siempre puede entenderse consigo misma. Quizá sea cierto. No sé por qué. No sé qué está ocurriendo aquí ¿Tal vez se trata de que el mundo se ha vuelto más complicado? ¿O de que existen tantos otros conceptos, aparte del orgullo y el honor, que pueden usarse para convencer a la gente?

Me miró, expectante, y yo me encogí de hombros.

— No sé. Es posible.

— Yo tampoco lo sé. Cualquiera creería que soy un capitulador experimentado, lo vengo pensando desde hace tanto tiempo, no pienso en otra cosa, y se me han ocurrido tantos argumentos convincentes… Uno cree que ya ha llegado a un acuerdo con eso, se tranquiliza, y entonces todo empieza de nuevo. Es claro que existe una diferencia entre los siglos XIX y XX. Pero una herida es una herida. Se cura, desaparece, y uno se olvida de ella, y luego el tiempo cambia, y duele. Así fue siempre, en todos los siglos.

— Entiendo — contesté—. Lo entiendo todo. Pero una herida es una herida. Y en ocasiones la herida de otro es mucho más dolorosa.

—¡Dios mío! — susurró—. No trato de… Nunca me atrevería. Estoy hablando, nada más. Por favor, no creas que quiero convencerte, que te doy consejos. ¿Quién soy yo? ¿Sabes? no hago más que pensar: ¿qué somos? Quiero decir, la gente como nosotros. O bien hemos sido muy bien educados por nuestros tiempos y nuestro país, o somos remoras, trogloditas. ¿Por qué sufrimos tanto? No lo entiendo.

No dije nada. Se caló el cómico sombrero con un gesto débil, fláccido, y dijo:

— Bien, adiós, Dmitri. Creo que no volveremos a vernos, pero no importa, me alegro de haberte conocido. Y tu té es excelente.

Saludó con la cabeza y bajó.

— Podrías tomar el ascensor — dije a su espalda que se alejaba.

No se volvió, y no contestó. Escuché sus pisadas que bajaban cada vez más, escuché hasta oír el chirrido de la puerta, muy abajo. Luego se cerró de golpe, y todo volvió a quedar en silencio.

Reacomodé el sobre bajo el brazo, pasé el último rellano, y tomándome del pasamanos subí el último tramo. Escuché, ante la puerta de Viecherovski. había alguien adentro. Voces desconocidas. Tal vez pudiese regresar en otro momento, pero no tuve fuerzas. Tenía que terminar. Y terminar pronto.

Toqué el timbre. Las voces continuaron. Esperé y llamé otra vez, y no solté el botón hasta que oí pasos, y a Viecherovski que preguntaba:

—¿Quién es?

No sé por qué, no me sorprendí, aunque Viecherovski siempre abría la puerta a todos, sin preguntar nada. Como yo. Como todos mis amigos.

— Soy yo. Abre.

— Espera. — Hubo un silencio.

Ya no se escucharon más voces, sólo el ruido que hacía alguien, muchos pisos más abajo, que abría el incinerador de desperdicios. Recordé la advertencia de Glújov, de no venir. "No vayas allá, Warmold. Quieren envenenarte." ¿De dónde era eso? Algo muy familiar. Al diablo. No tenía adonde ir. Ni tiempo. Otra vez escuché pisadas detrás de la puerta, y la llave que giraba. La puerta se abrió.

Retrocedí involuntariamente. Nunca había visto así a Viecherovski.

— Entra — dijo con voz ronca, y se apartó para dejarme paso.

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