Capítulo 10

Monk escuchó con creciente angustia cómo Lovat-Smith interrogaba a Charles Hargrave. Éste se había ganado el respeto y la confianza del jurado, que escuchaba con suma seriedad y atención; aceptarían cualquier cosa que dijera sobre los Carlyon.

Rathbone no tenía nada que hacer y Monk era lo bastante inteligente para comprenderlo. Sin embargo, se sentía inquieto debido a su impotencia, y su ira aumentaba por momentos; cerraba los puños con fuerza y tensaba los músculos del cuerpo.

Lovat-Smith se encontraba frente al banco de testigos, no con elegancia, algo impropio de él, sino con una vitalidad que atraía la atención de los presentes con mayor eficacia. Además tenía una voz magnífica, resonante y muy característica, más propia de un actor que de un abogado.

– Doctor Hargrave, hace años que conoce a la familia Carlyon y ha sido su médico durante la mayor parte de ese tiempo, ¿no es así?

– En efecto.

– Por tanto, su posición le habrá permitido observar la personalidad de cada uno y las relaciones que mantenían entre sí.

Rathbone se puso rígido, pero no interrumpió a su colega.

Lovat-Smith sonrió y lanzó una mirada a Rathbone antes de volverse de nuevo hacia el testigo.

– Procure ceñirse a lo que usted ha observado -advirtió-. No se deje influir por lo que le hayan contado, a menos que sea para justificar el comportamiento de esa persona en concreto, y tenga la amabilidad de no darnos su opinión personal, sólo los motivos que la originan.

– Entendido -repuso Hargrave, y se le ensombreció el rostro-. Ya he prestado declaración en otras ocasiones, señor Lovat-Smith. ¿Qué desea saber?

Con el máximo cuidado para no incumplir las normas que rigen la pertinencia de los testimonios, Lovat-Smith dedicó toda la mañana y parte de la tarde a obtener de Hargrave el retrato de un Thaddeus Carlyon respetable y recto, un héroe militar, un jefe querido por sus hombres, un ejemplo para la juventud que admiraba la valentía, la disciplina y el honor. Había sido un esposo excelente que nunca había maltratado a su mujer, que no se había comportado con violencia ni crueldad con ella, que, aunque no le había exigido demasiado en el lecho matrimonial, le había dado tres hermosos hijos, a quienes se había entregado por completo. Su hijo lo adoraba, y no era de extrañar, ya que solía pasar mucho tiempo a su lado y se había preocupado sobremanera por encauzar su futuro. No existía prueba alguna de que hubiera sido infiel a su mujer, bebiera en exceso, jugara, la hiciera pasar penurias económicas, la hubiera insultado u ofendido en público ni tratado de otro modo que no entrara dentro de la normalidad más absoluta.

¿Había mostrado en alguna ocasión indicios de inestabilidad mental o emocional?

Nunca, jamás; la idea resultaba irrisoria, por no decir ofensiva.

¿Y la acusada, que también era su paciente?

Por desgracia su situación era bien distinta. Durante el último año se había mostrado muy inquieta sin motivo aparente, se había sumido en una profunda melancolía, rompía a llorar sin ninguna explicación, se ausentaba de su casa sin decir a nadie adonde iba y se enzarzaba en graves peleas con su esposo.

El jurado observaba a Alexandra con cierta turbación, como a alguien a quien se sorprende desnudo o realizando algún acto íntimo.

– ¿Cómo lo sabe, doctor Hargrave? -inquirió Lovat-Smith.

Rathbone permanecía sentado en silencio.

– Por supuesto, no presencié las peleas -reconoció Hargrave mordiéndose el labio inferior-, pero los lloros y la melancolía sí los vi, y las ausencias eran evidentes a los ojos de todos. La visité más de una vez y resultó que se había marchado sin dar explicaciones. Me temo que su inquietud, de la que nunca explicó los motivos, saltaba a la vista siempre que acudía a mí como paciente. Estaba tan trastornada que llegaba a la histeria, y utilizo esta palabra a propósito. Sin embargo nunca me ofreció razón alguna, sólo insinuaciones y acusaciones descabelladas.

– ¿De qué? -Lovat-Smith frunció el entrecejo. Había alzado la voz de forma exagerada para mostrar su interés, como si ignorara la respuesta, aunque Monk, que estaba sentado casi en el mismo sitio que el día anterior, suponía que sí. Sin lugar a dudas contaba con experiencia más que suficiente para atreverse a plantear la pregunta sin conocer la respuesta. De todos modos, era posible que estuviera tan convencido de su éxito y la buena marcha del caso que tal vez pensaba que podía correr ese riesgo.

Los miembros del jurado se inclinaron ligeramente. Hester, sentada en el banco junto a Monk, permanecía inmóvil, rígida. Los espectadores que se encontraban cerca de ellos no mostraban tanta delicadeza como los miembros del jurado, observaban a Alexandra con descaro y curiosidad.

– ¿Acusaciones de infidelidad por parte del general? -inquirió Lovat-Smith.

El juez miró a Rathbone. Lovat-Smith estaba llevando al testigo por donde quería. Rathbone no dijo nada. El juez se puso tenso pero no intervino.

– No -contestó Hargrave a regañadientes. Tomó aire-. Eran acusaciones vagas, no acertaba a entenderla. Creo que hablaba sin ton ni son, arremetía contra cualquiera. Estaba histérica, lo que decía no tenía ningún sentido.

– Comprendo. Gracias. -Lovat-Smith inclinó la cabeza-. Eso es todo, doctor. Por favor, permanezca donde está por si mi distinguido colega desea interrogarlo.

– Por supuesto que quiero. -Rathbone se puso en pie con movimientos felinos y añadió en un susurro-: Ha hablado usted con suma sinceridad sobre la familia Carlyon, y doy por supuesto que nos ha contado todo cuanto sabe, por trivial que fuera. -Levantó la mirada hacia Hargrave, sentado en el elevado banco de los testigos, como si de un pulpito se tratara-. ¿Me equivoco, doctor Hargrave, al decir que su amistad con ellos se remonta a unos quince o dieciséis años?

– No; no se equivoca. -Hargrave quedó sorprendido, pues había facilitado esa información a Lovat-Smith.

– De hecho, su amistad con la familia, más que con el general Carlyon, cesó hace unos catorce años, y los ha visto poco desde entonces…

– Sí, supongo que sí. -Hargrave se mostraba reacio a reconocerlo, pero no molesto. Su rostro no reflejaba desasosiego ni sentimiento semejante. La pregunta no parecía revestir demasiada importancia.

– Así pues, en realidad no puede hablar con autoridad del carácter de, por ejemplo, la señora Felicia Carlyon, ¿verdad? Ni del coronel Carlyon.

Hargrave se encogió de hombros.

– Si lo plantea así… -dijo-. Me parece que carece de importancia; ellos no son los procesados.

Rathbone sonrió.

– Sin embargo, ha mencionado su amistad con el general Carlyon.

– Sí. Era su médico, así como el de su esposa e hijos.

– Claro, a eso quiero llegar. Ha afirmado que la señora Carlyon, la acusada, empezó a mostrar síntomas de profunda angustia… de hecho ha utilizado el término «histeria».

– Sí… lamento decirlo pero es así -convino Hargrave.

– ¿Qué hacía exactamente, doctor?

Hargrave parecía sentirse incómodo. Desvió la vista hacia el juez, quien lo miró en silencio.

– ¿Le molesta la pregunta? -inquirió Rathbone.

– Me parece innecesario poner en evidencia la vulnerabilidad de una paciente -contestó Hargrave sin apartar la mirada de Rathbone. Por nula atención que le dedicaba, era como si Alexandra no se encontrara en la sala.

– No se preocupe; ya me encargo yo de defender los intereses de la señora Carlyon. -Le aseguró Rathbone-. Estoy aquí para representarla. Por favor, responda a mi pregunta. Describa su comportamiento. ¿Gritaba? -Se echó hacia atrás para observar al testigo-. ¿Se desmayaba? ¿Sufría ataques? -Tendió las manos-. ¿Amenazó con matarse, tenía alucinaciones? ¿Cuáles eran los síntomas de su histeria?

Hargrave suspiró, impaciente.

– Permítame que le diga que tiene una idea muy banal de la histeria. La histeria es un estado mental a causa del cual se pierde el control, pero no se trata necesariamente del control físico.

– ¿Cómo llegó a la conclusión de que la señora Carlyon estaba trastornada, doctor Hargrave? -Rathbone habló con suma educación. Mientras lo observaba, Monk anheló que fuera lo más grosero posible, que despedazara a Hargrave delante del jurado, por más que el sentido común le indicaba que de ese modo perderían la compasión de sus miembros, que era al fin y al cabo lo que les haría ganar o perder el caso, y la vida de Alexandra.

El médico reflexionó por un instante antes de contestar:

– No podía estarse quieta. No dejaba de moverse de un sitio a otro; en algunos momentos era incluso incapaz de permanecer sentada. Le temblaba todo el cuerpo y, cuando agarraba algo, se le caía de las manos. Tenía la voz trémula y tartamudeaba, y ataques incontrolados de llanto.

– ¿No había desvaríos, alucinaciones, desmayos, gritos? -insistió Rathbone.

– No; ya le he dicho que no. -Hargrave, que estaba irritado, lanzó una mirada al jurado, consciente de que contaba con su beneplácito.

– Díganos, doctor Hargrave, en qué diferiría este comportamiento del de alguien que acaba de sufrir una profunda conmoción y está sumamente afectado, incluso desesperado por la experiencia.

Hargrave vaciló unos instantes.

– No creo que hubiera ninguna diferencia -afirmó por fin-. Sin embargo ella jamás mencionó ninguna conmoción o descubrimiento.

– ¿Ni siquiera le insinuó que había descubierto que su esposo la engañaba con otra mujer? -inquirió Rathbone, mostrándose sorprendido.

– No; no dijo nada -repuso el médico inclinándose ligeramente-. Creo que ya he declarado que era imposible que descubriese tal cosa porque no era verdad. Esa aventura, por darle algún nombre, era fruto de su imaginación.

– O de la suya, doctor -puntualizó Rathbone.

Hargrave se ruborizó, más a causa de la turbación y la ira que por un sentimiento de culpa. No rehuyó la mirada de Rathbone.

– Ya he respondido a su pregunta, señor Rathbone -repuso con amargura-. Me atribuye palabras que no he pronunciado. No he afirmado que hubiera una aventura, sino que no la había.

– Eso es cierto -convino Rathbone al tiempo que se volvía hacia el público-. No había ninguna aventura, y la señora Carlyon no le mencionó ni sugirió en ningún momento que ése fuera el motivo de su profunda angustia.

– Eso es… -Hargrave titubeó, como si quisiera añadir algo más y no lograra encontrar las palabras adecuadas.

– El caso es que estaba sumamente angustiada por algo; ¿convendrá conmigo en eso?

– Por supuesto.

– Gracias. ¿Cuándo se percató por primera vez de que su estado de ánimo había cambiado?

– No recuerdo la fecha exacta, pero diría que fue en julio del año pasado.

– ¿Aproximadamente unos nueve meses antes de la muerte del general?

– Eso es. -Hargrave sonrió. Era un cálculo trivial.

– ¿Y no tiene la menor idea de que se produjera algún acontecimiento que provocara esa angustia?

– Ni la más remota idea.

– ¿Era el médico del general Carlyon?

– Sí, ya lo he dicho antes.

– Claro. Y ha comentado las escasas ocasiones en las que le consultó como médico. Por lo visto gozaba de una salud excelente y los médicos del ejército le habían curado las heridas que había sufrido en el campo de batalla.

– Creo que eso resulta obvio -replicó Hargrave, con evidente nerviosismo.

– Tal vez también le resulte obvio por qué no ha mencionado la única herida que le trató, pero a mí se me escapa -repuso Rathbone con gravedad.

Por primera vez Hargrave se mostró desconcertado. Abrió la boca, no articuló palabra y volvió a cerrarla. Se aferraba con fuerza a la barandilla.

En la sala reinaba un silencio absoluto.

Rathbone avanzó un par de pasos y se volvió.

El interés del público aumentó. Los miembros del jurado se removieron en sus asientos.

Hargrave apretó los dientes. No podía eludir la respuesta y lo sabía.

– Fue un accidente doméstico, una tontería -explicó al tiempo que levantaba un poco los hombros como para restar importancia al asunto y así justificar su omisión-. Estaba limpiando una daga decorativa, le resbaló de las manos y le hizo un corte en el muslo.

– ¿Usted vio cómo ocurría?

– Ah, no. Me llamaron porque la herida sangraba mucho y, como es natural, le pregunté qué había sucedido. Él me lo explicó.

– Entonces ¿no lo sabe con certeza? -Rathbone enarcó las cejas-. No me satisface, doctor. Pudo ser verdad, igual que pudo no serlo.

Lovat-Smith se puso en pie.

– ¿Es relevante ese incidente, Su Señoría? Entiendo el deseo de mi distinguido colega de distraer al jurado del testimonio aportado por el doctor Hargrave, de desacreditarlo de alguna manera, pero nos hace perder el tiempo sin ningún motivo.

El juez miró a Rathbone.

– Señor Rathbone, ¿tiene algún propósito en mente? Si no es así, debo ordenarle que siga adelante.

– Oh sí, Su Señoría -contestó Rathbone con más seguridad de la que Monk supuso que poseía-. Presumo que la herida puede tener una importancia vital para el caso.

Lovat-Smith se volvió al tiempo que levantaba las manos con la palma hacia arriba en un gesto expresivo.

Alguien en la sala del tribunal sofocó una risita.

Hargrave exhaló un suspiro.

– Descríbanos la herida, doctor -le pidió Rathbone.

– Era un corte profundo en el muslo, en la parte delantera, y un tanto desviado hacia la cara interior, justamente donde habría caído la daga mientras la limpiaba.

– ¿Qué profundidad tenía…? ¿Tres centímetros? ¿Cinco? ¿Y qué longitud, doctor?

– Tenía unos cuatro centímetros de profundidad y unos doce de largo -contestó Hargrave en tono cansino e irónico.

– Un corte bastante grave, entonces. ¿En qué dirección apuntaba? -preguntó Rathbone con una inocencia fingida.

Hargrave palideció.

En el banquillo de los acusados, Alexandra se inclinó por primera vez, como si por fin se hubiera dicho algo que no esperaba.

– Responda, por favor, doctor Hargrave -ordenó el juez.

– Pues, eh… hacia arriba -contestó el médico con cierta incomodidad.

– ¿Hacia arriba? -Rathbone parpadeó, y su incredulidad quedó manifiesta incluso en el movimiento de sus elegantes hombros-. ¿Quiere decir que iba desde más arriba de la rodilla en dirección a la ingle, doctor Hargrave?

– Sí -confirmó Hargrave con voz casi inaudible.

– ¿Cómo dice? ¿Podría repetirlo, por favor, para que le oiga el jurado?

– Sí-repitió Hargrave.

El jurado estaba asombrado. Dos de sus miembros se inclinaron. Uno se rebulló en su asiento, en tanto que otro frunció el entrecejo en un gesto que denotaba una profunda concentración. Desconocían la relevancia de aquel asunto, pero habían advertido la renuencia de Hargrave y la tensión que evidenciaba.

Incluso el público permanecía en silencio.

Un letrado de menos valía que Lovat-Smith habría protestado de nuevo, pero él sabía que ese acto no haría más que traicionar su propia incertidumbre.

– Díganos, doctor Hargrave -continuó Rathbone en voz baja-, ¿cómo es posible que el cuchillo que está limpiando un hombre le resbale de las manos de forma que se le clave hacia arriba, de la rodilla a la ingle? -Se volvió con lentitud-. De hecho, tal vez pueda explicarnos exactamente qué movimiento tenía en mente cuando… eh… se creyó lo que él le contaba. Supongo que sabe por qué un militar con su experiencia, nada más y nada menos que un general, demostró tanta torpeza limpiando una daga. Yo esperaría otra cosa de un militar. -Frunció el entrecejo-. En realidad, dado que soy un civil, no poseo dagas decorativas, pero no limpio mis objetos de plata ni mis botas.

– Ignoro por qué la limpió -aseguró Hargrave. Se inclinó hacia la barandilla, agarrado con fuerza al borde de ésta-. No obstante, como fue él quien sufrió el accidente, no tuve reparos en creerle. Tal vez se mostrara torpe porque normalmente no se encargaba de limpiarla. -Había cometido un error, se dio cuenta de inmediato; no tenía por qué intentar justificarlo.

– No puede saber que fue él quien sufrió el accidente, si es que se trataba de un accidente… -indicó Rathbone con suma cortesía-. Lo que querrá decir es que era él quien estaba herido.

– Si lo prefiere así -repuso Hargrave-. A mí me parece una nimiedad.

– ¿Y la forma en que la sostenía para causarse una herida como la que ha descrito antes? -Rathbone levantó la mano como si empuñara un cuchillo y dobló el cuerpo en varias posiciones para simular que se le caía y se cortaba hacia arriba. Saltaba a la vista que resultaba imposible, y entre los asistentes empezaron a oírse risitas nerviosas. Rathbone lanzó una mirada inquisidora al testigo.

– ¡Muy bien! -exclamó Hargrave-. No pudo ocurrir como dijo. ¿Qué sugiere? ¿Que Alexandra intentó apuñalarlo? ¡Se supone que usted está aquí para defenderla, no para asegurarse de que acaba en la horca!

– Doctor Hargrave -intervino el juez en tono imperioso-, sus comentarios están fuera de lugar y son extremadamente perjudiciales. Retírelos de inmediato.

– Por supuesto -repuso el médico-. Lo siento. Sin embargo opino que es al señor Rathbone a quien debería amonestar. Carece de la capacidad necesaria para defender a la señora Carlyon.

– Lo dudo. Hace muchos años que conozco al señor Rathbone, pero si resulta que es incapaz, entonces la acusada puede apelar. -Miró a Rathbone-. Continúe, por favor.

– Gracias, Su Señoría. -Rathbone hizo una ligera reverencia-. No, doctor Hargrave, no pretendía sugerir que la señora Carlyon apuñaló a su esposo, sino que él debió de mentirle con respecto a la causa de la herida y que parecía indudable que alguien le clavó esa daga. Más adelante ofreceré mis explicaciones sobre quién pudo ser y por qué lo hizo.

Se produjo un alboroto fruto del interés despertado, y en los rostros de los miembros del jurado se proyectó la primera sombra de duda. Era la única ocasión en la que se les ofrecía un motivo para cuestionar el caso tal como Lovat-Smith lo había presentado. Era una sombra tenue, poco más que un parpadeo, pero evidente.

Hargrave se volvió para bajar del banco de los testigos.

– Una pregunta más, doctor Hargrave -se apresuró a decir Rathbone-. ¿Cómo vestía el general Carlyon cuando le llamaron para que le curara esa herida tan desagradable?

– ¿Cómo dice? -Hargrave lo miró con incredulidad.

– ¿Qué ropa llevaba el general Carlyon? ¿Cómo iba vestido?

– ¡No lo recuerdo, por el amor de Dios!… ¿Qué más da?

– Por favor, responda a mi pregunta. Seguro que se fijó cuando tuvo que cortar la prenda en cuestión para acceder a la herida.

Hargrave abrió la boca y la cerró al instante. Estaba pálido.

– ¿Sí? -dijo Rathbone con voz queda.

– No llevaba… -Hargrave pareció recordar-. Ya se la había quitado. Sólo vestía ropa interior.

– Comprendo. ¿No tenía puestos unos pantalones manchados de sangre? -Rathbone se encogió de hombros en un gesto elocuente-. ¿Alguien había intentado curarlo? ¿Estaba la ropa cerca de donde se encontraba?

– No; creo que no. No vi ninguna prenda.

Rathbone frunció el entrecejo con una expresión de interés renovado en el rostro.

– ¿Dónde se produjo ese… llamémoslo accidente, doctor Hargrave?

El médico vaciló.

– No… no estoy seguro.

Lovat-Smith se puso en pie; el juez lo miró y sacudió la cabeza.

– Si se dispone a protestar porque considera que esto es irrelevante, señor Lovat-Smith, le ahorraré la molestia. No lo es. Yo mismo deseo conocer la respuesta a esta pregunta. ¿Doctor Hargrave? Debe de tener alguna idea. No debió de moverse mucho con una herida como la que ha descrito. ¿Dónde lo atendió?

Hargrave estaba pálido, cabizbajo.

– En la casa de los señores Furnival, Su Señoría.

En la sala se produjo cierto revuelo y se oyeron suspiros. Casi la mitad de los miembros del jurado se volvió para mirar a Alexandra, cuyo rostro no denotaba más que una profunda incomprensión.

– ¿Dice que en la casa de los señores Furnival, doctor Hargrave? -inquirió el juez sin disimular su sorpresa.

– Sí, Su Señoría -contestó el médico con aflicción.

– Señor Rathbone, continúe… -ordenó el juez.

– Sí, Su Señoría. -Rathbone no estaba sorprendido, sino más bien tranquilo. Se volvió hacia Hargrave-. Entonces ¿el general estaba limpiando esa daga decorativa en casa de los Furnival?

– Eso creo. Según me contaron, se la estaba enseñando al joven Valentine Furnival. Era un objeto curioso. Me atrevería a decir que estaba explicándole cómo se utilizaba, o algo así…

En la sala se oyeron varias risas ahogadas. Rathbone esbozó una sonrisa irónica, aunque se abstuvo de hacer el comentario más obvio dadas las circunstancias. Decidió pasar a otro tema, lo que dejó sorprendidos a los presentes.

– Dígame, doctor Hargrave, ¿qué ropa llevaba el general cuando se marchó para regresar a su casa?

– La ropa con la que había ido, por supuesto.

Rathbone enarcó las cejas, y Hargrave se percató de que era demasiado tarde para rectificar.

– ¿Ah, sí? -exclamó Rathbone con sarcasmo-. ¿Con los pantalones rotos y manchados de sangre?

El médico no respondió.

– ¿Debo llamar de nuevo a la señora Sabella Pole -preguntó Rathbone-, que recuerda claramente el incidente?

– No, no. -Hargrave no disimulaba su enojo. Tenía los labios apretados, el rostro demudado-. Los pantalones estaban intactos, no tenían manchas. No estoy en condiciones de explicarlo, y lo cierto es que no le concedí mayor importancia en el momento. No era asunto mío. Yo me limité a curar la herida.

– Por supuesto -convino Rathbone con una sonrisa-. Gracias, doctor Hargrave. No tengo más preguntas que formularle.

El siguiente testigo fue el agente de policía Evan. Su testimonio entraba dentro de lo previsto y carecía de interés para Monk. Observó la expresión triste de Evan mientras relataba que lo habían llamado a la casa de los Furnival, cómo había encontrado el cadáver y había extraído las consecuencias inevitables, para luego interrogar a todos los presentes. Era evidente que todo aquello le resultaba doloroso.

Monk se dedicó a reflexionar sobre el juicio. Rathbone no podía basar la defensa en lo que tenía, por muy brillante que hubiera sido durante el turno de repreguntas. Era ridículo esperar que el abogado consiguiera con su interrogatorio que algún miembro de la familia Carlyon reconociera saber que el general abusaba de su propio hijo. Los había visto fuera, en el vestíbulo, bien erguidos en su asiento, enlutados, con expresión sosegada, de dolor circunspecto. Hasta Edith Sobell estaba con ellos y de vez en cuando observaba con preocupación a su padre. En cambio, Felicia se encontraba en la sala, ya que no había sido citada a declarar y, por consiguiente, podía asistir al juicio. Estaba muy pálida tras el velo, y rígida como una estatua de yeso.

Era imprescindible que descubrieran quién más se hallaba involucrado en el caso de pederastia, aparte del general y su padre. Cassian había mencionado a «otros». ¿A quiénes se refería? ¿Quién tenía ocasión de reunirse con el muchacho en un lugar lo bastante privado? Esto último era importante, pues nadie que se dedicara a tal actividad querría correr el menor riesgo de que lo supieran.

Los interrogatorios se sucedieron, pero Monk apenas prestó atención.

¿Algún otro miembro de la familia? ¿Peverell Erskine? ¿Era eso lo que Damaris había averiguado aquella noche y le había causado una profunda conmoción? Después de visitar a Valentine Furnival había bajado en un estado rayano en la histeria. ¿Por qué? ¿Se había enterado de que su esposo sodomizaba a su sobrino? Por otro lado, ¿qué había ocurrido allí arriba que le hubiera permitido descubrir una cosa así? Peverell se había quedado abajo, en la sala, según habían declarado todos, por lo que Damaris no pudo ver nada. Más aún, Cassian ni siquiera estaba en casa de los Furnival.

No obstante, ella había visto y oído algo. Era demasiada coincidencia que fuese la misma noche del homicidio. ¿De qué se trataba? ¿Qué había descubierto?

Fenton Pole también estaba presente. ¿Era él la otra persona que abusaba de Cassian y quizá por eso Sabella lo odiaba?

¿O era Maxim Furnival? ¿Acaso la relación existente entre el general y Maxim no sólo se basaba en un interés comercial mutuo, sino en el disimulo de un vicio mutuo? ¿Era ésa la razón de sus frecuentes visitas al hogar de los Furnival, algo que no tenía nada que ver con Louisa? Sería una amarga ironía, como sin duda le habría parecido a Alexandra.

Sin embargo, ella no tenía conocimiento de que hubiera alguien más. Había pensado que matando al general acababa con el martirio, que libraba a Cassian de los abusos. No sabía de nadie más, ni siquiera del viejo coronel.

Evan seguía testificando. Ahora respondía a las preguntas de Rathbone, pero eran cuestiones superfinas, que sólo servían para aclarar información que ya se conocía. Evan no había descubierto nada que pusiera de manifiesto los celos de Alexandra y le costaba creer esa teoría.

Monk volvió a abstraerse en sus pensamientos. La herida en la pierna del general. ¿Era probable que se la hubiera ocasionado Cassian? Por lo que Hester había deducido tras observar y entrevistarse con el muchacho, éste albergaba sentimientos encontrados sobre los abusos, no estaba seguro de si estaba bien o mal, temía perder el amor de su madre, se mostraba reservado, halagado, asustado pero no totalmente disgustado. Incluso se había emocionado al mencionarlo, era el estremecimiento de sentirse incluido en el mundo adulto, de saber algo que los demás desconocían.

¿Lo habían llevado alguna vez a casa de los Furnival? Tenían que habérselo preguntado, pues era una omisión importante.

– ¿Llevó el general en alguna ocasión a Cassian al hogar de los Furnival? -le susurró a Hester, que estaba a su lado.

– No, que yo sepa -respondió ella-. ¿Por qué?

– El otro pederasta -contestó casi entre dientes-. Tenemos que descubrir quién es.

– ¿Maxim Furnival? -preguntó, sorprendida, levantando la voz sin darse cuenta.

– Cállense-masculló alguien con irritación.

– ¿Por qué no? -murmuró Monk-. Tiene que ser alguien que veía con regularidad y en privado al niño, y donde Alexandra no sospechara nada de lo que ocurría.

– ¿Maxim? -repitió con el entrecejo fruncido.

– ¿Por qué no? Es muy probable. ¿Quién acuchilló al general? ¿Rathbone lo sabe o espera que lo descubramos antes de que termine?

– Creo que esto último -respondió Hester con tristeza.

– ¡Silencio! -les increpó un hombre sentado detrás de ellos al tiempo que daba un golpecito a Monk en el hombro con el dedo índice.

La reprimenda enfureció a Monk, que enrojeció de ira, pero no se le ocurrió ninguna réplica satisfactoria.

– Valentine -dijo Hester de repente.

– ¡Cállense! -El hombre de delante se volvió con expresión de furia-. ¡Si no quieren escuchar, váyanse fuera!

Monk hizo caso omiso de la increpación. Claro, Valentine. Era unos años mayor que Cassian. Sería una primera víctima ideal. Además, todos habían mencionado lo mucho que apreciaba al general o, cuando menos, lo mucho que el general lo apreciaba a él. Visitaba al muchacho con frecuencia. Tal vez Valentine, aterrorizado, confundido, asqueado por el general y por sí mismo, había decidido defenderse.

¿Cómo saberlo? Y sobre todo, ¿cómo demostrarlo?

Se volvió hacia Hester y advirtió que en los ojos de ésta se reflejaban los mismos pensamientos.

Ella formó con los labios la frase «vale la pena intentarlo», y acto seguido su mirada se ensombreció debido a la angustia.

– Tenga cuidado -susurró con inquietud-. Si diese algún paso en falso, podría estropearlo todo.

Monk estuvo a punto de replicar, pero la realidad que encerraban aquellas palabras se impuso al orgullo y la irritación.

– Descuide -afirmó en voz tan baja que a Hester le costó oírle-. Lo haré de forma indirecta; primero intentaré encontrar pruebas.

A continuación se levantó, para desagrado de la persona que estaba a su lado, y echó a andar delante de la fila de asientos pisando pies y dándose golpes contra las rodillas de los demás; incluso estuvo a punto de resbalar antes de llegar a la salida. Su primera misión consistía en determinar las posibilidades materiales. Si Fenton Pole no había estado nunca a solas con Cassian o Valentine, no valía la pena sospechar de él. Los criados estarían al corriente, sobre todo los lacayos, pues eran ellos quienes sabían adonde iban sus señores en el coche de caballos de la familia y solían estar enterados de las visitas que recibían. Si Pole había sido lo bastante precavido para reunirse con los demás en otro lugar y luego parar un coche de caballos, resultaría mucho más difícil seguirle los pasos y tal vez sus esfuerzos serían en vano.

Debía empezar por lo más obvio. Detuvo un carruaje e indicó al cochero la dirección de Fenton y Sabella Pole.

Dedicó el resto de la tarde a interrogar a los sirvientes. Al comienzo se mostraron un tanto reacios a responder a sus preguntas porque consideraban que, dada su ignorancia de los hechos, guardar silencio era la opción más prudente y segura. Sin embargo, había una criada que había llegado a la casa con Sabella cuando ésta contrajo matrimonio y se mostraba leal a Alexandra, porque su señora también le era leal. Estaba más que dispuesta a contestar cualquier pregunta que Monk deseara formular y tenía medios para sonsacar al lacayo, al mozo de cuadra y a la doncella cualquier detalle que le interesara.

Sin duda el señor Pole conocía al general antes de entablar relación con la señorita Sabella. De hecho, fue el general quien los había presentado. Se trataba de información de primera mano, porque la sirvienta estaba presente en aquel momento. Sí, los dos se llevaban muy bien, mejor que con la señora Carlyon, por desgracia. ¿Por qué razón? No tenía la menor idea, pero la pobre señorita Sabella no deseaba contraer matrimonio, sino entrar en un convento. Nadie tenía nada que objetar al señor Pole. Era todo un caballero.

¿Conocía bien al señor y a la señora Furnival?

No mucho, al parecer habían empezado a relacionarse recientemente.

¿Visitaba el señor Pole al general con frecuencia en su casa?

No, casi nunca. El general iba al hogar de los Pole.

¿Solía venir acompañado del señorito Cassian?

Por lo que ella recordaba, no. El señorito Cassian venía en compañía de su madre para visitar a la señorita Sabella durante el día, en ausencia del señor Pole.

Monk le agradeció su amabilidad y se marchó. No parecía que Fenton Pole pudiera considerarse sospechoso; sencillamente no había tenido ninguna oportunidad.

A última hora de la tarde regresó caminando a Great Titchfield Street. Pasó junto a coches de caballos descubiertos mientras otras personas tomaban el fresco, las damas tocadas con cofias con lazos y ataviadas con vestidos con adornos florales; parejas que andaban cogidas del brazo charlaban, coqueteaban; un hombre paseaba a su perro. Llegó pocos minutos después de que Hester regresara del juicio. La notó cansada e inquieta, y el comandante Tiplady, sentado ya en una silla, mostró su preocupación por ella.

– Adelante, adelante, señor Monk -se apresuró a decir-. Me temo que las noticias no son demasiado alentadoras, pero tome asiento y las escucharemos juntos. Molly nos servirá una taza de té. ¿Quiere quedarse a cenar? Me parece que la pobre Hester necesita comer algo. Por favor, siéntese. -Le invitó a acomodarse sin apartar la mirada de Hester.

Monk se sentó y aceptó cenar con ellos.

– Disculpe. -Tiplady se puso en pie y se acercó renqueando a la puerta-. Avisaré a Molly y a la cocinera.

– ¿De qué se trata? -inquinó Monk-. ¿Qué ha ocurrido?

– Muy poco -le respondió Hester con voz cansina-. Lo que esperábamos. Evan ha referido la confesión de Alexandra.

– Ya sabíamos que eso llegaría en algún momento -apuntó Monk, a quien molestó el desaliento de Hester. Necesitaba su optimismo porque también él estaba asustado. Se habían planteado una misión ridícula, ya que no tenían ningún derecho a dar esperanzas a Alexandra.

– Ya lo sé -admitió ella en un tono que delató sus emociones-, pero me ha preguntado por lo ocurrido.

Se miraron fijamente. Compartieron un instante de entendimiento profundo, toda la compasión, la indignación, todos los sutiles matices del temor y la duda acerca de la función que les había tocado desempeñar en el caso. No dijeron nada porque las palabras resultaban innecesarias y, en todo caso, eran un instrumento demasiado burdo.

– He empezado a analizar las posibilidades materiales -explicó Monk al cabo de unos segundos-. No creo que Fenton Pole sea sospechoso. Al parecer, no tenía oportunidad de estar a solas con Cassian o Valentine.

– Entonces ¿a quién podríamos investigar?

– A los Furnival, creo.

– ¿A Louisa? -inquirió con un viso de jovialidad amarga.

– No, al servicio. -Él comprendió muy bien a qué se refería-. Está claro que ella protegería a Maxim pero, como todavía no se ha mencionado nada, no tendrá ni idea de que estamos indagando sobre el abuso a los niños. Pensará en sí misma y en lo que se rumoreaba de sus relaciones con el general.

Hester quedó callada.

– Y luego iré a casa de los Carlyon -añadió Monk.

– ¿A casa de los Carlyon? -preguntó Hester, sorprendida-. Ahí no encontrará nada y, aunque lo hiciera, ¿de qué serviría? Todos mentirán para protegerle y, en cualquier caso, ¡ya sabemos lo que hacía! Necesitamos encontrar a la tercera persona y demostrarlo.

– No me refiero al coronel, sino a Peverell Erskine.

Ella se mostró estupefacta. No daba crédito a lo que acababa de oír.

– ¡Peverell! ¡Oh no! -exclamó-. ¡No es posible que sospeche de él!

– ¿Por qué no? ¿Porque él es de nuestro agrado? -Aquella insinuación resultaba dolorosa para ambos, y eran conscientes de ello-. ¿Cree que tiene que ser alguien de apariencia monstruosa? No hubo violencia en la relación, ni odio ni codicia, sólo un hombre que nunca ha madurado lo suficiente para mantener una relación normal con una mujer adulta, un hombre que sólo se encuentra seguro con un niño que no lo juzgará ni le exigirá un compromiso o capacidad de entrega, que no apreciará los defectos de su carácter ni la torpeza o ineptitud de sus actos.

– Habla como si tuviera que sentir lástima por él -apuntó Hester con evidente desagrado, aunque Monk desconocía si esa repugnancia se la provocaba él, los abusos o la situación en general. Ni siquiera sabía si se mostraba tan severa porque en el fondo palpitaba el dolor de una verdadera compasión.

– No me importa lo que sienta -mintió Monk-, sino lo que piense. El hecho de que Peverell Erskine sea un hombre agradable y amado por su esposa no implica que no tenga debilidades capaces de destruirlo a él y a los demás.

– No me parece propio de Peverell -insistió ella con terquedad, sin aportar ninguna razón.

– Eso es una estupidez -espetó Monk, consciente de la ira que lo invadía y a la que decidió no poner nombre-. No me servirá usted de gran ayuda si piensa de ese modo.

– He dicho que no me lo creía -replicó Hester con la misma acritud-, no que me negara a investigar la posibilidad.

– ¿Ah, sí? -Monk enarcó las cejas con expresión sarcástica-. ¿Cómo?

– A través de Damaris, claro está -respondió ella con desdén-. Aquella noche descubrió algo que la trastornó profundamente. ¿Lo había olvidado? ¿O acaso pensaba que yo no lo recordaba?

Monk la observó y se disponía a darle una respuesta igualmente cáustica cuando la puerta se abrió y entró el comandante Tiplady, seguido de la sirvienta, que portaba una bandeja con el té y anunció que la cena estaría lista en poco más de media hora. Era la oportunidad perfecta para cambiar de tema y adoptar una actitud más agradable, preguntar por el proceso de recuperación del comandante Tiplady, agradecer el refrigerio e incluso conversar educadamente con Hester. Departieron de otros asuntos: las noticias procedentes de la India, los inquietantes rumores sobre la guerra del opio en China, la guerra de Persia y el malestar del gobierno en el país. Todas aquellas cuestiones eran negativas, pero no les afectaban de cerca, por lo que Monk disfrutó de aquellos casi sesenta minutos; se le antojaron un descanso del presente apremiante y de sus responsabilidades.


* * *

A lo largo de la siguiente jornada Lovat-Smith interrogó a otros testigos sobre la personalidad intachable del general, su magnífica naturaleza y heroico historial militar. Hester acudió a la sala del tribunal para observar y escuchar a instancias del comandante Tiplady, y Monk se dirigió en primer lugar al domicilio de Callandra Daviot, donde se enteró, para su desilusión, de que no había logrado encontrar nada que no fuera un mero rumor sobre una posible relación indecorosa o inadecuada del general Carlyon. Sin embargo, poseía listas exhaustivas con los nombres de todos los jóvenes que habían servido en su regimiento, tanto en Inglaterra como en la India, y se las mostró excusándose.

– No se preocupe -le dijo él con repentina delicadeza-. Tal vez sea todo lo que necesitamos.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados y expresión de incredulidad.

Monk echó un vistazo a la lista para comprobar si aparecía el nombre del limpiabotas de los Furnival. Lo encontró en la segunda página, Robert Andrews, baja honorífica debido a las heridas sufridas en el campo de batalla. Levantó la mirada y sonrió.

– ¿Ha hallado algo? -preguntó Callandra. -Tal vez. Voy a descubrirlo. -¡Monk!

– Sí. -Él la miró y de repente recordó lo mucho que había hecho por él-. Creo que puede tratarse del limpiabotas de los Furnival -explicó con tono esperanzado-. El que dejó caer toda la ropa limpia cuando se encontró cara a cara con el general la noche de su muerte. Ahora mismo voy a casa de los Furnival para averiguarlo. Gracias.

– Ah -musitó ella con evidente satisfacción-. Pues… bien.

Monk volvió a agradecerle su ayuda y se despidió con un beso lanzado al aire. Ya en la calle, se apresuró a buscar un carruaje que lo llevara al domicilio de los Furnival.

Llegó a la casa a las diez menos cuarto, a tiempo de ver partir a Maxim, quien con toda seguridad se dirigía al centro de la ciudad. Su casi hora y media de espera quedó recompensada cuando vio salir a Louisa, elegante e inconfundible con un sombrero con adornos florales y unos faldones tan amplios que necesitó innumerables maniobras para cruzar la portezuela del coche de caballos.

En cuanto hubo desaparecido de su vista, Monk se dirigió a la puerta trasera y llamó. Le abrió el limpiabotas, con actitud expectante. Al ver a Monk su expresión cambió por completo; todo apuntaba a que esperaba a otra persona.

– ¿Sí? -preguntó con el entrecejo fruncido pero sin hostilidad. Era un joven apuesto y caminaba muy erguido. En sus ojos se advertía cierta prevención, un conocimiento de lo que era el dolor.

– Vine en otra ocasión para hablar con la señora Furnival -explicó Monk con suma prudencia, que enseguida se transformó en moderado entusiasmo-, y tuvo la amabilidad de ayudarme en la investigación sobre la tragedia de la muerte del general Carlyon.

El joven palideció; la piel en torno a sus ojos y su boca se le tensó de forma casi imperceptible y apretó los labios.

– Si desea ver a la señora Furnival, tendría que haber llamado a la puerta principal -indicó con recelo.

– Esta vez, no. -Monk le dedicó una sonrisa-. Necesito conocer algunos detalles sobre otras personas que han visitado la casa en el pasado y tal vez el señorito Valentine pueda ayudarme. Además, necesito hablar con uno de los lacayos, con John tal vez.

– Entonces será mejor que entre -dijo el limpiabotas con cautela-. Preguntaré al señor Diggins, el mayordomo. No estoy autorizado para permitirle el acceso a la casa.

– Por supuesto. -Monk lo siguió diligentemente.

– ¿Cuál es su nombre, señor? -preguntó el joven.

– William Monk. ¿Y el tuyo?

– ¿El mío? -El muchacho parecía sorprendido.

– Sí, ¿cómo te llamas?

– Robert Andrews, señor. Espere aquí mientras voy a buscar al señor Diggins.

El joven se marchó bien erguido, como si fuera un soldado en un desfile. Mientras Monk aguardaba en la trascocina, el corazón le latía a toda velocidad y los pensamientos se le agolpaban en la mente. Deseaba hablar con el muchacho, pero sabía lo sumamente delicado que era el tema y que una palabra o una mirada indiscreta podría hacerle guardar silencio para siempre.

– ¿Qué le trae por aquí esta vez, señor Monk? -le preguntó el mayordomo cuando apareció al cabo de unos minutos-. Estoy seguro de que todos le hemos contado lo que sabíamos sobre aquella noche. Ahora nos gustaría olvidarlo y seguir con nuestros quehaceres. ¡No permitiré que moleste a todas las sirvientas de nuevo!

– No he venido para ver a las sirvientas -repuso Monk en tono conciliador-. Me basta con un lacayo, y quizá, con el limpiabotas. Sólo deseo averiguar quién visitaba con frecuencia a los señores.

– Robert ha dicho algo sobre el señorito Valentine. -El mayordomo miró a Monk fijamente-. No puedo permitir que lo visite, al menos sin el permiso del señor o la señora, y ninguno de los dos se encuentra en la casa en estos momentos.

– Entiendo. -Monk prefería no discutir cuando no tenía posibilidades de ganar. Pospondría la entrevista con el muchacho para otra ocasión-. De todos modos me atrevería a decir que usted está al corriente de todo cuanto sucede en esta casa. ¿Puedo robarle unos minutos de su tiempo?

El mayordomo reflexionó por un instante. No era inmune a los halagos, siempre y cuando se disimularan de la forma adecuada, y, por supuesto, le agradaba que su labor se reconociera.

– ¿Qué desea saber en concreto, señor Monk? -Se volvió para dirigirse hacia su sala de estar, donde dispondrían de la intimidad necesaria en caso de que trataran asuntos delicados. Además, con independencia de esas consideraciones, aquella acción daba buena impresión al resto de la servidumbre. No resultaba correcto estar de pie hablando de asuntos privados ante los ojos de todos.

– ¿Con qué frecuencia visitaba el general Carlyon a la señora Furnival o a Valentine?

– Pues venía más a menudo hace algún tiempo, antes de que sufriera el accidente, señor.

– ¿Accidente?

– Sí, señor, cuando se hirió en la pierna.

– Se refiere a cuando se cortó con la daga. La estaba limpiando, se le cayó y se hizo un corte en el muslo.

– Sí, señor.

– ¿Dónde ocurrió? ¿En qué sala?

– Me temo que no lo sé, señor. Me parece que en alguna habitación del piso superior. Probablemente en la sala de estudio. Hay una daga decorativa allí, o al menos la había, pues no he vuelto a verla desde entonces. ¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo, señor?

– Por ningún motivo en concreto, sólo que fue un suceso desagradable. ¿Alguna otra persona visitaba con frecuencia al señorito Valentine? ¿El señor Pole, por ejemplo?

– No, señor, que yo sepa. -El mayordomo seguía reflexionando en la primera pregunta.

– ¿Y el señor Erskine?

– No, señor, no tuve conocimiento de ello. ¿Y eso qué relación guarda con la muerte del general, señor Monk?

– No estoy seguro -contestó Monk con franqueza-. Creo que podría darse el caso de que alguien haya ejercido cierta… presión sobre el señorito Valentine.

– ¿Presión, señor?

– No quiero añadir nada hasta que lo sepa con seguridad. Podría calumniar a alguien sin fundamento.

– Entiendo. -El mayordomo asintió.

– ¿Sabe si el señorito Furnival visitaba a los Carlyon?

– Yo diría que no, señor. Creo que ni el señor ni la señora Furnival conocen al coronel y a la señora Carlyon, y su relación con los señores Erskine no es demasiado estrecha.

– Comprendo. Gracias. -Monk no estaba seguro de si se sentía aliviado o decepcionado. No quería que fuera Peverell Erskine, pero necesitaba descubrir de quién se trataba, y el tiempo transcurría inexorablemente. Tal vez fuese Maxim; al fin y al cabo, se trataba del sospechoso más evidente, pues estaba allí en todo momento. Otro caso más de padre que abusa de su hijo. Notó que se le encogía el estómago y que le dolían los dientes por tenerlos tan apretados. Era la primera vez que sentía, por fugaz que fuera, un atisbo de compasión por Louisa.

– ¿Algo más, señor? -preguntó el mayordomo con suma amabilidad.

– Creo que no. -¿Qué podía preguntar a ese hombre que le proporcionara una pista para revelar la identidad de la persona que había abusado de Valentine? Sin embargo, por insignificante que fuera la posibilidad de que se desvelara un secreto tan penosamente doloroso, y odiaba la idea de obligar al muchacho o tenderle una trampa, debía por lo menos intentar descubrir algo-. ¿Tiene idea de por qué el limpiabotas se comportó de forma tan extraña la noche de la muerte del general? -preguntó mirando al hombre a los ojos-. Me ha parecido un joven responsable y educado, no dado a la indisciplina.

– En efecto, señor, tiene razón. -Diggins meneó la cabeza. Monk no advirtió que se turbara-. El joven Robert se comporta con extrema corrección, es puntual, diligente, respetuoso, y se muestra ávido por aprender. No tengo nada que reprocharle, a excepción de ese episodio. Estuvo en el ejército, era tambor. Lo hirieron en algún lugar de la India. Le dieron una baja honorífica del servicio. Llegó aquí con muy buenas recomendaciones. No acierto a entender qué le pasó. No es propio de él. Se está preparando para ser lacayo y seguro que lo hará bien, aunque desde aquel día se conduce de forma un tanto extraña; pero lo que ocurrió nos ha afectado a todos, de modo que es lógico.

– No creerá que vio algo relacionado con el asesinato, ¿verdad? -inquirió Monk con la máxima indiferencia posible.

Diggins negó con la cabeza.

– No sé qué pudo ser, señor. En todo caso su obligación sería explicarlo. De todos modos, fue antes del asesinato, a última hora de la tarde, antes de que se dispusieran a cenar. Hasta entonces no había ocurrido nada lamentable.

– ¿Fue antes de que subiera la señora Erskine?

– Lo ignoro, señor -respondió el mayordomo-. Sólo sé que el joven Robert salió de la cocina en dirección a las escaleras traseras porque a la señorita Braithwaite, el ama de llaves, le había encargado un recado y casi choca con el general Carlyon en el pasillo. Se quedó allí como si estuviera paralizado y dejó caer al suelo toda la ropa que había recogido. Dio media vuelta y regresó a la cocina igual que si lo persiguiera el diablo. Hubo que clasificar toda la ropa e incluso volver a planchar algunas prendas. Como supondrá, a la lavandera no le hizo demasiada ilusión. -Se encogió de hombros-. No dijo nada a nadie, se quedó lívido y enmudeció. Tal vez se puso enfermo o algo así. Los jóvenes se comportan a veces de forma extraña.

– ¿Dice usted que el muchacho fue tambor? Seguro que estaba acostumbrado a ver cosas terribles…

– Yo diría que sí -contestó Diggins-. Nunca he estado en el ejército, pero me imagino que sí. Por la obediencia y el respeto que muestra hacia sus superiores, salta a la vista que ha recibido una formación excelente. Es un buen muchacho. Nunca volverá a hacer una cosa así, estoy convencido.

– No. Por supuesto que no. -Monk empezó a pensar con rapidez en cómo abordaría al joven, qué le diría; los desmentidos, lo desagradable de la situación y la vergüenza del muchacho. Aun cuando dudaba de si su postura era la adecuada y de cómo debía obrar de acuerdo con su honor, tomó una decisión-. Muchas gracias, señor Diggins. Le agradezco la ayuda que me ha prestado.

– Me he limitado a cumplir con mi obligación, señor Monk.

Poco después Monk salió a la calle sumido en un mar de dudas. Un tambor que había servido con Carlyon y luego se encuentra con él cara a cara, en casa de los Furnival, la noche del asesinato y huye. ¿Por qué motivo? ¿Terror, pánico, vergüenza? ¿O sencillamente por torpeza?

No, había sido soldado, aunque fuera poco más que un niño. No se le habría caído la ropa y habría huido por topar con un invitado.

¿Debía indagar en aquel asunto? ¿Con qué propósito? ¿Para que Rathbone lo llamara a declarar e hiciera pública su vergüenza ante el tribunal? ¿Qué demostraría con ello? Sólo que Carlyon abusaba de los niños. ¿No podían probarlo por otros medios, sin destruir al muchacho al obligarle a revivir los abusos en público? De todos modos, era algo que Alexandra desconocía y, por tanto, no había influido en sus acciones.

A quien tenían que encontrar era al otro pederasta y demostrar su culpabilidad. ¿Era Maxim Furníval? ¿O Peverell Erskine? Le repugnaba considerarlos sospechosos.

Caminó por Albany Street con paso vivo y al cabo de unos minutos llegó a Carlyon House. Esa indagación no le resultaba emocionante en grado alguno, sólo le proporcionaba una sensación de vacío y mareo.

Toda la familia se encontraba en el juicio, con el fin de testificar o como parte del público. Se dirigió a la puerta trasera y preguntó si podía hablar con la señorita Buchan. Se le formó un nudo en la garganta al decirlo. Explicó que era amigo de la señorita Hester Latterly y que tenía un recado para ella.

Tras sólo diez minutos de impaciente espera en la lavandería, se le permitió la entrada a la casa principal y lo condujeron por tres tramos de escaleras a la pequeña sala de estar de la señorita Buchan, cuyas ventanas abuhardilladas daban a los tejados de los edificios vecinos.

– ¿Sí, señor Monk? -dijo la señorita Buchan con recelo.

Él la observó con detenimiento. Tenía casi setenta años, era muy delgada, de rostro inteligente, nariz larga, ojos apagados y tenía el cutis terso y lozano que suele acompañar al cabello castaño rojizo, aunque éste se le había vuelto gris, casi blanco. Sus rasgos delataban un carácter temperamental, por ¡o que a Monk no le costó creer que había actuado como Hester le había contado.

– Soy un amigo de la señorita Latterly -repuso él a modo de presentación antes de embarcarse en su difícil misión.

– Eso ya se lo ha dicho a Agnes -dijo ella con escepticismo mientras lo miraba de arriba abajo; las relucientes botas de cuero, las piernas largas y rectas, la elegante americana, el rostro anguloso, de piel tersa, ojos grises y boca con un rictus sarcástico. La anciana no intentó impresionarlo. Por su apariencia dedujo que no había tenido institutriz. Carecía del respeto que se profesa a las ayas, de los recuerdos de otra mujer como ella que hubiera dirigido sus pasos en la niñez.

Monk se sonrojó, consciente de que sus orígenes modestos le resultaban a ella tan evidentes como si nunca hubiera perdido su acento provinciano y sus modales de clase obrera. Paradójicamente, su falta de temor lo había traicionado. Su invulnerabilidad lo había tornado vulnerable. Su esmerada mejora personal no conseguía ocultar nada.

– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó la vieja con impaciencia-. ¿Qué quiere? No habrá venido para quedarse de pie mirándome.

– No. -Monk recobró rápidamente la compostura-. No, señorita Buchan. Soy detective. Intento ayudar a la señora Alexandra Carlyon. -Observó su rostro para ver cómo reaccionaba.

– Pierde el tiempo -replicó ella en tono sombrío, acuciada por un dolor repentino que suprimió su curiosidad y su sentido del humor-. Nadie puede hacer nada por ella, pobre criatura.

– ¿Y por Cassian? -inquirió.

La señorita Buchan entrecerró los ojos; lo observó en silencio durante varios segundos. Monk no rehuyó su mirada.

– ¿Qué intentaría hacer por él? -preguntó ella al cabo.

– Trataría de que no tuviese que pasar por lo mismo -respondió Monk.

La señorita Buchan permaneció inmóvil mientras lo miraba de hito en hito.

– No puede -repuso por fin-. Se quedará en esta casa, con su abuelo. Ahora no tiene a nadie más.

– Tiene a sus hermanas.

La anciana apretó los labios al tiempo que se planteaba esa posibilidad.

– Podría vivir con Sabella -sugirió Monk con timidez.

– Nunca logrará demostrarlo -afirmó ella casi entre dientes. Ambos sabían a qué se referían; no había necesidad de expresarlo con palabras. El viejo coronel se aparecía ante sus ojos tan poderoso como si su aura estuviese presente, como el olor acre del humo que queda después de que un hombre haya pasado con su puro o pipa.

– Quizá sí-admitió él-. ¿Puedo hablar con Cassian?

– No lo sé. Depende de lo que quiera decirle. No permitiré que le moleste. Sabe Dios lo que el pobre niño ha sufrido y lo que le queda por sufrir.

– No haré nada que no sea necesario -aseguró Monk-, y usted estará presente en todo momento.

– Por supuesto -repuso ella con expresión sombría-. Bueno, entonces vamos, no se quede ahí perdiendo el tiempo. Es mejor no demorarse más.

Cassian estaba solo en su habitación. No había libros de texto alrededor de él ni nada que indicara que estuviese haciendo algo instructivo. Monk supuso que la señorita Buchan había sopesado los beneficios que le reportaría mantenerse ocupado con los estudios y los que le brindaría dar rienda suelta a sus pensamientos para que los que subyacían en su mente afloraran a la superficie y reclamaran la atención que tarde o temprano habría que dedicarles. Monk estaba de acuerdo con la decisión.

Cassian desvió la vista de la ventana por la que estaba mirando. Estaba pálido pero parecía sereno. Era difícil intuir las emociones que se debatían en su interior. Tenía un pequeño reloj de bolsillo de oro entre los dedos. Monk vislumbró el brillo amarillo cuando hizo girar la mano.

– El señor Monk quiere hablar contigo un rato -le anunció la señorita Buchan con toda naturalidad-, ignoro qué tiene que decirte, pero quizá sea importante para tu madre, de manera que presta atención y cuéntale toda la verdad.

– Sí, señorita Buchan -repuso el muchacho al tiempo que miraba a Monk con extrema seriedad pero sin miedo. Tal vez todo su temor se centrara en la sala del tribunal del Old Bailey, en los secretos y el dolor que se revelarían allí, en las decisiones que se tomarían.

Monk no estaba acostumbrado a tratar con niños, a excepción de los pilluelos de la calle o los chiquillos de baja condición con los que mantenía contactos durante su actividad diaria. No sabía cómo tratar a Cassian, que era tan infantil debido a los privilegios y a la protección que se le procuraba y muy adulto si se tenían en cuenta sus experiencias más íntimas.

– ¿Conoces al señor Furnival? -inquirió sin más preámbulos. Consideró que había planteado la pregunta con excesiva brusquedad, pero las conversaciones sobre temas triviales no eran su fuerte, ni siquiera con los adultos.

– No, señor -respondió Cassian de inmediato.

– ¿Nunca lo has visto? -Monk estaba sorprendido.

– No, señor. -Cassian tragó saliva-. Conozco a la señora Furnival.

Parecía un dato irrelevante.

– Bien. -Monk miró a la señorita Buchan-. ¿Conoce usted al señor Furnival?

– No.

Monk se volvió de nuevo hacia Cassian.

– Estoy seguro de que sí conoces al marido de tu hermana Sabella, el señor Pole, ¿verdad? -dijo, aunque dudaba que Fenton Pole fuera el hombre que buscaba.

– Sí, señor. -No se apreció ningún cambio en la expresión de Cassian, a excepción de cierta curiosidad, tal vez porque las preguntas le parecían de poca importancia.

Monk observó las manos del muchacho, que seguían sosteniendo el reloj de oro.

– ¿Qué es eso?

Cassian lo apretó entre sus dedos y en sus mejillas afloró un ligero rubor. Se lo tendió con lentitud. Monk lo tomó. Una vez abierto, la esfera del reloj tenía grabada una balanza diminuta, como la que acompaña la figura ciega que representa a la Justicia. Se estremeció al verla.

– Qué bonito. ¿Es un regalo?

Cassian tragó saliva y no contestó.

– ¿De tu tío Peverell? -aventuró Monk con la máxima naturalidad posible.

Por unos instantes ninguno de los tres se movió ni habló. Luego, muy despacio, Cassian asintió.

– ¿Cuándo te lo dio? -Monk le dio la vuelta como si quisiera admirarlo en su totalidad.

– No lo recuerdo -contestó Cassian, y Monk adivinó que mentía.

Se lo devolvió y el muchacho se apresuró a guardárselo en el bolsillo.

Monk fingió no dar importancia a ese detalle y se dirigió hacia la pequeña mesa donde una regla, una libreta y un portalápices indicaban que Cassian realizaba sus tareas escolares desde su llegada a Carlyon House. Notó que la señorita Buchan lo observaba, dispuesta a intervenir si consideraba que se excedía, así como que Cassian estaba tenso y no apartaba la mirada de él. Poco después el muchacho se acercó a él con expresión recelosa y mirada de inquietud.

Monk observó de nuevo la mesa y los demás objetos. Había un diccionario de bolsillo, un pequeño libro de tablas matemáticas, una gramática francesa y una bonita navaja. Por un instante pensó que era para afilar lápices, pero luego reparó en qué era demasiado elegante para un niño. Extendió el brazo para agarrarla y con el rabillo del ojo advirtió que Cassian se ponía aún más tenso, levantaba la mano como si quisiera detenerlo y luego se quedaba inmóvil.

Monk la agarró y la abrió. Tenía una hoja muy fina, casi como la de una navaja de afeitar, del tipo que utilizan los hombres para cortar una pluma y arreglar el plumín. En la empuñadura aparecían grabadas las iniciales «P. E.».

– Muy bonita -comentó Monk sonriente al tiempo que se volvía hacia el muchacho-. ¿Otro regalo del señor Erskine?

– Sí. ¡No! -Hizo una pausa-. Sí. -Cassian apretó los dientes, tenso, como si quisiera evitar una discusión.

– Muy generoso por su parte -afirmó Monk con una sensación desagradable en su interior-. ¿Te ha dado algo más?

– No -contestó Cassian al tiempo que echaba un vistazo a su chaqueta, que colgaba de un gancho detrás de la puerta. Monk reparó en el extremo de un pañuelo de seda de colores que sobresalía de un bolsillo interno.

– Debe de apreciarte mucho -declaró, y se despreció por su hipocresía.

Cassian no abrió la boca. Monk se volvió hacia la señorita Buchan.

– Gracias -dijo en voz baja-. No tengo mucho más que preguntar.

Ella parecía confusa. Estaba claro que no entendía el porqué de las preguntas sobre los regalos; jamás había sospechado de Peverell Erskine. Tal vez fuera mejor así.

Monk permaneció allí unos minutos más y formuló las preguntas que se le fueron ocurriendo, sobre horas y personas, viajes, visitas, nada trascendental, pero era una forma de ocultar su interés por los obsequios y lo que éstos implicaban.

Tras despedirse del muchacho y dar las gracias a la señorita Buchan, salió de Carlyon House con un profundo desasosiego, fruto de sus averiguaciones. La luz del sol y el bullicio de la calle se le antojaban distantes. Las risas de dos mujeres que llevaban vestidos de volantes rosas y blancos, y sendas sombrillas que hacían girar en el aire, llegaron a sus oídos como un sonido metálico. Pensó que el trapalear de los caballos lo llenaba todo, el ruido de las ruedas de los carros le pareció sibilante, el grito de un vendedor ambulante le irritó, como si se tratara del zumbido de un moscardón.


* * *

El viernes Hester llegó a casa procedente de la sala del tribunal, cansada y con muy poco que contar al comandante Tiplady. Los testimonios de la jornada se habían reducido a lo que todos preveían. Peverell Erskine había sido el primero y había hablado con cierta mala gana de lo excelente que había sido Thaddeus Carlyon como persona.

Rathbone no había intentado desprestigiarlo ni poner en duda la veracidad o precisión de sus observaciones.

A continuación había testificado Damaris Erskine. Cuando se le interrogó sobre su hermano, repitió las palabras de su esposo y secundó sus observaciones. Rathbone no le había preguntado nada más, pero se había reservado el derecho a llamarla más tarde, en caso de que su testimonio pudiera ser de interés para la defensa.

No se habían producido revelaciones destacables. La ira que Alexandra despertaba en el público iba en aumento. El general era la clase de persona que les gustaba admirar: heroico, recto, un hombre de acción sin ideas comprometedoras ni un sentido del humor desconcertante, sin opiniones que tuvieran que desaprobar ni comprender, un buen padre de familia cuya esposa se había vuelto contra él de la forma más espantosa posible sin motivo aparente. Una mujer como ésa debía acabar en la horca para disuadir a otras de realizar tales actos violentos, y cuanto antes mejor. Esto fue lo que se murmuró durante toda la jornada y se comentó en voz alta cuando el juicio se suspendió para el fin de semana.

Fue un día descorazonador, y Hester regresó a Great Titchfield Street exhausta y asustada ante la inexorabilidad de los acontecimientos, así como por el odio e incomprensión que se respiraban en el ambiente. Cuando acabó de relatar lo acontecido al comandante Tiplady, estaba a punto de echarse a llorar. Ni siquiera él veía un rayo de esperanza, lo único que podía ofrecer era una exhortación a la valentía, a armarse de coraje para seguir luchando cuando la victoria parecía inalcanzable.


* * *

Al día siguiente soplaba un viento frío del este, pero el cielo estaba totalmente despejado. Era sábado y no había sesión en la sala del tribunal. Hester despertó, no con una sensación de alivio, sino de mayor tensión, porque prefería seguir con el juicio ahora que había empezado. El fin de semana no hacía más que prolongar el dolor y la impotencia. Hubiera agradecido enormemente poder hacer algo más, pero pese a que había pasado la noche en vela, revolviéndose en la cama y dándole vueltas a la cabeza, no se le ocurría nada. Sabían la verdad de lo que le había ocurrido a Alexandra, lo que había hecho y por qué. Ella desconocía que había habido otro hombre, y menos otros dos, y mucho menos quiénes eran.

No tenía demasiado sentido intentar demostrar que uno de ellos era el viejo Randolf Carlyon; nunca lo reconocería y su familia lo defendería con uñas y dientes. Acusarlo sólo serviría para predisponer al público y al jurado en contra de Alexandra. Entonces la verían como una mujer loca y despiadada, con una mente vil, depravada y obsesionada por las perversiones.

Debían encontrar al tercer hombre, con pruebas irrefutables o acusaciones suficientes para impedir que las negara. Para ello necesitaban la ayuda de Cassian, de Valentine Furnival, si es que también era una víctima, y de cualquier otra persona que estuviera al corriente o sospechara de los abusos, como la señorita Buchan.

Sin embargo, la vieja institutriz arriesgaría demasiado si realizaba tal acusación. Los Carlyon la despedirían y ella quedaría en la indigencia. ¿Quién iba a contratarla, una mujer demasiado mayor para trabajar, que había acusado de incesto y sodomía a los señores que la habían alimentado y alojado en su vejez?

No, un largo e inútil fin de semana tenía poco de reconfortante. Deseó dar media vuelta en la cama y conciliar el sueño, pero ya era de día. Los rayos del sol se filtraban por una abertura de la cortina. Debía levantarse y comprobar cómo se encontraba el comandante Tiplady. No es que no fuera capaz de ocuparse de sí mismo, pero ella prefería seguir cumpliendo con sus obligaciones hasta el final.

Tal vez podría aprovechar la mañana para empezar a buscar un nuevo empleo, pues el actual no le duraría más allá del final del juicio. Podía permitirse el lujo de no trabajar durante dos semanas, no más, y tenía que encontrar algo que le permitiera vivir en casa del paciente. Había dejado las habitaciones que tenía alquiladas porque era una tontería pagar cuando no necesitaba alojamiento y sus ingresos actuales tampoco se lo permitían. Apartó de su mente sus sueños sobre encontrar una ocupación diferente. Eran pura fantasía y descabellados, divagaciones de una mujer boba.

Después del desayuno solicitó al comandante Tiplady que le diera el día libre, pues deseaba visitar distintos establecimientos que actuaban como intermediarios entre las enfermeras y personas que requerían sus servicios. Por desgracia, poseía muy pocos conocimientos de obstetricia y pediatría, ya que había mucha más demanda para esa especialidad.

Él accedió con desgana, no porque necesitara su ayuda, sino porque se había acostumbrado a su compañía y disfrutaba de ella. Aun así, entendía su petición.

Hester le dio las gracias. Media hora después, cuando se disponía a salir, la criada entró con expresión de sorpresa para anunciar que la señora Sobell estaba en la puerta.

– ¡Oh! -El comandante quedó asombrado y se sonrojó un poco-. ¡Seguro que viene a ver a la señorita Latterly! ¡Hágala pasar, Molly! ¡No deje a la pobre señora esperando en el vestíbulo!

– No, señor. Sí, señor. -Molly se aturulló un poco pero obedeció al instante.

Edith entró acto seguido vestida de medio duelo en un tono lila rosado. Hester pensó que, si le hubieran preguntado, habría dicho que se trataba de un cuarto de duelo. El traje era precioso, y los únicos indicios de duelo era el negro de los adornos de encaje y los lazos de satén tanto del chal como del sombrero. Aunque nada podía cambiar la particularidad de sus rasgos, la nariz aquilina, un tanto torcida y demasiado chata, las pestañas espesas y los labios finos, ese día Edith presentaba un aspecto sumamente tierno y femenino, a pesar de su visible tristeza.

El comandante se apresuró a levantarse sin pensar en su pierna, que ya tenía casi curada aunque de vez en cuando todavía le dolía. Adoptó más o menos la posición de firme.

– Buenos días, señora Sobell -dijo-. Es un gran placer verla. Espero que esté bien, a pesar de… -Se interrumpió y la observó con detenimiento-. Lo siento, qué tonto soy. Por supuesto que está consternada por todo lo que está pasando. ¿Qué podemos hacer para confortarla? Supongo que desea hablar con la señorita Latterly. Yo ya me buscaré otra ocupación.

– ¡No, no! Por favor -repuso Edith con cierta torpeza-. No me gustaría que se marcharse por mi culpa. No tengo nada especial que decir. Yo… yo sólo… -Se ruborizó-. Yo… yo sencillamente quería salir de casa, alejarme de mi familia… y…

– Entiendo -dijo él con rapidez-. Desea hablar con franqueza sin temor a ofender o afligir a sus seres queridos.

Edith se sintió aliviada.

– Es usted un hombre muy perspicaz, comandante Tiplady. -Se sonrojó aún más y no supo adonde mirar.

– Oh, por favor, toma asiento -intervino Hester para evitar la embarazosa situación o, por lo menos, darles un respiro-, Edith.

– Gracias.

Por primera vez desde que Hester la conocía, su amiga se recogió los faldones con elegancia y se sentó derecha en el borde del asiento, como se espera de las damas. Hester se vio obligada a disimular su sonrisa.

Edith exhaló un suspiro.

– Hester, ¿qué está ocurriendo? Nunca había presenciado un juicio y no entiendo nada. Se supone que el señor Rathbone es un abogado brillante y, por lo que he oído, no parece hacer nada. Eso lo podría hacer yo misma. Hasta el momento lo único que ha conseguido ha sido convencernos a todos de que Thaddeus no tuvo ninguna aventura, ni con Louisa Furnival ni con nadie más, así como de que Alexandra lo sabía. ¿De qué sirve eso? -Hizo una mueca de incomprensión. La expresión de sus ojos era sombría-. En cierto modo empeora la imagen de Alexandra, ya que elimina cualquier razón que pudiera resultar comprensible o procurarle el perdón. ¿Por qué? Ella ya ha confesado que lo hizo y se ha demostrado que lo asesinó. Él no lo ha puesto en duda. De hecho, se ha preocupado de confirmarlo. ¿Por qué, Hester? ¿Cuál es su táctica?

Hester, que no le había contado nada de sus horribles descubrimientos, vaciló; se preguntó si debía informarla o si, al hacerlo, frustraría los planes de Rathbone durante el interrogatorio. ¿Cabía la posibilidad de que, a pesar de la indignación que sin duda sentiría, la lealtad de Edith hacia su familia fuera lo bastante fuerte para evitar que reconociera la verdad? Además, tal vez ni siquiera se lo creería.

Hester no se atrevió a ponerla a prueba. Decidir no era patrimonio exclusivo de ella, su vida no era la que estaba en juego, ni debía pensar en el futuro de su hijo. Se sentó en una silla frente a Edith.

– No lo sé -mintió, y se despreció por engañarla-. Yo sólo puedo suponer ciertas cosas y sería injusto con él y contigo que te las dijera. -Advirtió que su amiga se ponía tensa como si le hubieran asestado un golpe y el temor se afianzó en sus ojos-. En todo caso me consta que tiene una estrategia -se apresuró a añadir al tiempo que se inclinaba. No se percató de que el comandante Tiplady las miraba a ambas.

– ¿Estás segura? -preguntó Edith con voz queda-. Por favor, no me crees falsas expectativas. No me haces ningún favor.

El comandante tomó aire para intervenir, y ambas mujeres se volvieron hacia él. Sin embargo, cambió de parecer y permaneció callado, mirando a Hester con expresión triste.

– Hay esperanza -afirmó Hester con decisión-, pero no sé cuánta. Todo depende de convencer al jurado de que…

– ¿De qué? -inquirió Edith rápidamente-. ¿De qué puede convencerlo? ¡Ella lo hizo! Hasta el propio Rathbone lo ha demostrado. ¿Qué más puede hacer?

Hester vaciló. Se alegraba de que el comandante Tiplady estuviera allí, porque aunque no podía hacer nada, su mera presencia la confortaba.

Edith esbozó una sonrisa de amargura y añadió:

– Le costará convencerlo de que su acto estaba justificado. Thaddeus era un hombre virtuoso, de conducta irreprochable, poseía todas ¡as cualidades que la gente aprecia. -De repente frunció el entrecejo-. La verdad es que todavía no sabemos por qué lo hizo. ¿Va a alegar que está loca? ¿Te refieres a eso? Me parece que no lo está. -Lanzó una mirada al comandante-. Me han citado para declarar. ¿Qué puedo hacer?

– Pues dar tu testimonio -respondió Hester-. ¿Qué otra cosa si no? Responde a las preguntas que te formulen con sinceridad. No intentes averiguar lo que quieren oír. Rathbone es quien debe extraerte la información. Si te comportas como si trataras de ayudar a Alexandra, se te notará y el jurado no te creerá. No mientas.

– ¿Qué me preguntarán? Yo no sé nada.

– Lo ignoro -contestó Hester con exasperación-. No me lo diría aunque se lo preguntase. No tengo derecho a saberlo, y es mejor así. No obstante estoy segura de que tiene una estrategia y podría ganar. Créeme, por favor, y no me presiones para que te dé respuestas que desconozco.

– Lo siento. -De repente Edith se arrepintió de su actitud. Se puso en pie y se acercó a la ventana, con menos elegancia de lo habitual en ella, porque estaba cohibida-. Cuando acabe el juicio, buscaré un empleo. Sé que mamá se enfurecerá, pero en casa me siento asfixiada. Pierdo el tiempo haciendo cosas inútiles. Bordo prendas que nadie necesita, pinto cuadros que ni siquiera me gustan, toco mal el piano y nadie me escucha si no es por educación, hago visitas de cortesía, llevo a la gente frascos de conservas, entrego tazones de sopa a los pobres. Esto último, además, hace que me sienta como una hipócrita, porque les sirve de muy poco y nosotros nos creemos muy virtuosos y volvemos como si hubiéramos solucionado todos sus problemas, aunque prácticamente no nos acercamos a ellos. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Tengo treinta y tres años y me comporto como una mujer mayor. Hester, me aterroriza pensar que un día despertaré y me daré cuenta de que soy vieja y no he hecho nada que haya valido la pena. No habré realizado nada, tenido ningún objetivo meritorio ni ayudado a nadie más de lo meramente conveniente. Después de la muerte de Oswald nunca he sentido nada profundo ni hecho nada útil. -Estaba muy erguida y quieta, de espaldas a ellos.

– En ese caso debes buscar una ocupación -aconsejó Hester con firmeza-, aunque sea dura o sucia, remunerada o no, o incluso ingrata. Siempre será mejor que levantarse cada día y pensar que no tienes nada que hacer y acostarte por la noche sabiendo que no has hecho nada de provecho. He oído decir que por lo general nos lamentamos, no de lo que hicimos, sino de lo que dejamos de hacer. Creo que es cierto. Gozas de buena salud. Sería mejor servir a los demás que permanecer de brazos cruzados.

– ¿Sugieres que haga de sirvienta? -inquirió Edith con expresión de incredulidad y un tono de voz en el que se adivinaba un ligero histerismo.

– No, nada tan agotador -repuso Hester-, y tu madre jamás lo soportaría. Me refiero a ayudar a alguien que esté enfermo o demasiado ocupado para hacerlo todo. -Tras una pausa, añadió-: Pero no cobrarías y quizá no fuera lo más conveniente…

– No; no lo sería. Mamá no lo permitiría, por lo que tendría que buscar alojamiento y para eso se necesita un dinero del que carezco.

El comandante Tiplady se aclaró la garganta.

– ¿Sigue interesada en África, señora Sobell?

Edith se volvió con los ojos bien abiertos.

– ¿Ir a África? ¿Cómo iba a hacerlo? No sé nada de ese continente. No creo que mí presencia allí sirviera de nada a nadie. Pero ¡ojalá me equivocase!

– No; no me refiero a ir allí. -El comandante se ruborizó-. Yo, pues… no estoy seguro, pero…

Hester se negó a intervenir en su ayuda aunque, con una dulce punzada de placer, sabía lo que el hombre deseaba decir.

El comandante le lanzó una mirada agónica, y ella le dedicó una sonrisa encantadora.

Mientras tanto, Edith seguía esperando.

– Pues… -Tiplady carraspeó de nuevo-. He pensado que podría… Quiero decir si le interesa, claro está. Es probable que escriba mis memorias sobre Mashonaland y yo…

El rostro de Edith se iluminó al comprender lo que intentaba decir.

– Necesita una escribiente, ¿es eso? ¡Me encantaría! ¡Sería fantástico! Mis aventuras en Mashonaland, escritas por el comandante… Tiplady. ¿Cuál es su nombre de pila?

Él se sonrojó y rehuyó su mirada.

Hester sólo sabía que empezaba por hache, pues había firmado su carta de contratación con esa inicial y el apellido.

– Tiene que llamarse de alguna manera -insistió Edith-. Ya me lo imagino, encuadernado con cuero marroquí o de becerro, con letras doradas. ¡Será maravilloso! Lo consideraré un privilegio y disfrutaré de cada palabra. Será casi como si yo hubiera estado allí, y con una compañía espléndida. ¿Cómo se llama usted, comandante? ¿Qué nombre pondremos?

– Hércules -contestó con voz queda el anciano, y le rogó con la mirada que no se echara a reír.

– Qué bonito -dijo Edith con discreción-. Mis aventuras en Mashonaland, del comandante Hércules Tiplady. ¿Comenzaremos en cuanto termine este doloroso asunto? Es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.

– Y a mí -reconoció Tiplady, todavía ruborizado.

Hester se puso en pie y se dirigió hacia la puerta con el propósito de pedir a la criada que les preparara el almuerzo y así dar rienda suelta a la risa sin temor a herir la sensibilidad de nadie. De todos modos, se trataba de una risa de alivio y de repentina esperanza, como mínimo para Edith y el comandante, a quien había llegado a apreciar de forma considerable. En aquel momento era lo único bueno que tenía, por lo que lo consideraba una bendición.

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