Capítulo 12

Alexandra se hallaba sentada en un banco de madera de su diminuta celda, con el rostro pálido y casi inexpresivo. Estaba exhausta y sus ojeras revelaban que apenas si dormía. Había adelgazado desde que Rathbone la había visto por primera vez y su pelo había perdido el brillo.

– No puedo continuar -susurró-. No tiene sentido. Lo único que conseguiré es hacer daño a Cassian, mucho daño. -Respiró hondo-. No me creerán. ¿Por qué iban a hacerlo? No hay pruebas y nunca las habrá. ¿Cómo vamos a demostrar una cosa así? Actos como ésos no se realizan delante de los demás.

– Pero usted lo sabe -apuntó Rathbone con voz queda.

Se sentó frente a ella y la observó con tal intensidad que Alexandra se sintió impelida a levantar la cabeza y mirarlo.

– ¿Y quién va a creerme? -preguntó con una sonrisa de amargura.

– No me refiero a eso -repuso él con paciencia-. Si usted lo descubrió, cabe la posibilidad de que otras personas estuvieran asimismo al corriente. Thaddeus también sufrió abusos en su infancia.

Alexandra meneó la cabeza, y sus ojos expresaron una mezcla de pena y sorpresa.

– ¿No lo sabía? -Rathbone la miró con ternura-. Lo sospechaba.

– Lo siento -musitó ella-. Si él había pasado por eso, ¿cómo es posible que le hiciera lo mismo a su propio hijo? -No sólo no lo comprendía, sino que se sentía perpleja-. Si es así, ¿por qué? No lo entiendo.

– Yo tampoco -respondió él con franqueza-, pero nunca he pasado por una experiencia similar. En cualquier caso, tenía otra razón para contárselo, una razón de mayor relevancia. -Se interrumpió porque no estaba seguro de que ella prestase atención a sus palabras.

– ¿De veras? -preguntó Alexandra con profundo desánimo.

– Sí. ¿Imagina lo que debió de sufrir? ¿La vergüenza que lo acompañó durante toda la vida y el temor a que lo descubrieran? Aun así, la necesidad era tan abrumadora, tan perentoria, que no podía evitar…

– Cállese -lo conminó ella al tiempo que levantaba la cabeza-. ¡Lo siento! ¡Por supuesto que lo siento! ¿Cree que a mí me divertía? -Habló con voz entrecortada por una angustia indescriptible-. Busqué un sinfín de soluciones. Le supliqué que dejara de hacerlo, que enviara a Cassian a un internado, cualquier cosa con tal de que estuviera lejos de su alcance. ¡Me ofrecí para que practicara conmigo lo que quisiera! -Lo observó con una ira que era fruto de la indefensión-. ¡Yo lo amaba! No con pasión, pero sí le profesaba amor. Era el padre de mis hijos y me había comprometido a serle leal toda la vida. Sospecho que nunca me amó, al menos no de verdad, pero me dio todo lo que fue capaz. -Hundió los hombros y se cubrió la cara con las manos-. ¿Cree que no veo su cuerpo tendido en el suelo cada vez que estoy a oscuras? Sueño con él, vuelvo a asesinarlo en mis pesadillas y despierto fría como el hielo, empapada en sudor. Me aterroriza que Dios me juzgue y condene mi alma para siempre. -Se encogió aún más-. Pero no podía permanecer de brazos cruzados mientras cometía semejante atrocidad con mi niño. No imagina siquiera cómo cambió Cassian. Dejó de reír, perdió la inocencia por completo. Se volvió malicioso. Me tenía miedo, ¡a mí, a su madre! Ya no confiaba en mí y empezó a decir mentiras, mentiras estúpidas; siempre estaba atemorizado y recelaba de todo el mundo. Además, demostraba una especie de… complacencia secreta… un placer vergonzoso. Sin embargo lloraba por las noches, se acurrucaba como un bebé y sollozaba en sueños. ¡No podía consentir que continuara!

Rathbone quebrantando sus propias normas, se acercó a ella y la tomó por los delgados brazos con mucha dulzura.

– ¡Por supuesto que no! -admitió-. ¡Y ahora tampoco! Si no se desvela la verdad y se pone fin a estos abusos, su abuelo y el otro hombre seguirán haciendo lo que hacía su padre y todo esto habrá sido en vano. -Apretó los dedos de forma inconsciente-. Creemos haber identificado al otro individuo y, créame, tendrá las mismas oportunidades que el general: cualquier día, cualquier noche, acosará al pequeño.

Alexandra rompió a llorar en silencio, sin sollozos, sólo derramaba lágrimas de profunda desesperación. Él la sostuvo con ternura, inclinándose un poco, aproximando la cabeza a ella. Aspiró el aroma de su cabello, lavado con el jabón de la prisión, y percibió el calor de su piel.

– Thaddeus sufrió abusos durante toda su infancia -Rathbone debía continuar adelante porque era de la mayor importancia que lo hiciese-. Su hermana lo sabía. En una ocasión vio cómo ocurría, vio a su padre. Percibió la misma expresión en los ojos de Valentine Furnival aquella noche; por eso quedó tan trastornada. Lo declarará en el juicio.

Rathbone notó que Alexandra se ponía tensa por la sorpresa. Dejó de llorar.

– La señorita Buchan estaba enterada de lo de Thaddeus y su padre, y ahora sabe lo de Cassian.

Alexandra respiró de forma temblorosa, con el rostro todavía cubierto.

– No declarará -dijo por fin con una profunda inspiración-. No puede. Si testifica la despedirán, y no tiene adonde ir. No debe citarla. No le quedará más remedio que negarlo, y eso empeoraría las cosas.

Rathbone esbozó una sonrisa de tristeza.

– No se preocupe por eso. Nunca formulo preguntas a menos que ya conozca la respuesta o, para ser más precisos, si no sé qué dirá el testigo, sea verdad o mentira.

– No puede pretender que arruine su vida.

– Es a ella a quien le corresponde decidir.

– No puede hacerle eso -protestó Alexandra al tiempo que se apartaba de él y levantaba la cabeza para mirarlo-. Se morirá de hambre.

– ¿Y qué le sucederá a Cassian? ¿Y a usted?

Ella no contestó.

– Cassian se hará mayor y repetirá las acciones de su padre -afirmó Rathbone sin piedad, consciente de que era lo único que le resultaría insoportable, al margen de la suerte que corriera la señorita Buchan-. ¿Va a permitirlo? Aparecerán de nuevo la vergüenza y la culpabilidad, habrá otro niño humillado y desgraciado, y otra mujer que sufrirá como usted.

– No puedo luchar contra usted -susurró ella. Se acurrucó en el asiento, como si le doliera el vientre.

– No está luchando contra mí -puntualizó Rathbone en tono apremiante-. Ahora lo único que tiene que hacer es sentarse en el banquillo de los acusados, con esta misma expresión, y recordar, aparte de su culpabilidad, el amor de su hijo y por qué lo hizo. ¡Yo explicaré sus sentimientos al jurado, confíe en mí!

– Haga lo que quiera, señor Rathbone. Creo que ya no me quedan fuerzas para emitir juicios.

– No las necesita, querida. -Rathbone se levantó y notó lo exhausto que estaba aunque sólo era lunes, 29 de junio.

Había empezado la segunda semana del proceso y debía iniciar la defensa.


* * *

La primera testigo de la defensa fue Edith Sobell. Lovat-Smith estaba retrepado en la silla, con las piernas cruzadas, la cabeza inclinada, como si lo que le rodeara le produjese sólo curiosidad. Su exposición de los hechos parecía incontestable y al observar la atestada sala no vio ni una sola cara que reflejara una sombra de duda.

El público se había congregado con el único objetivo de ver a Alexandra, vestida de negro, y a la familia Carlyon, que ocupaba un banco de la parte delantera. Felicia lucía un velo y estaba rígida y bien derecha. Randolf tenía el semblante triste pero estaba muy sereno.

Edith subió al estrado y pronunció el juramento con voz vacilante. Sin embargo, el rubor de sus mejillas disimulaba su preocupación, y se mantuvo erguida sin la actitud defensiva ni el peso de la pena que evidenciaba su madre.

– Señora Sobell, ¿es usted la hermana de la víctima del homicidio y la cuñada de la acusada? -preguntó Rathbone.

– Sí, señor.

– ¿Conocía bien a su hermano, señora Sobell?

– Más o menos. Era varios años mayor que yo y se marchó al ejército; yo era pequeña entonces. Cuando volvió del extranjero y se estableció aquí, empecé a conocerlo mejor. Residía cerca de Carlyon House, donde vivo desde el fallecimiento de mi esposo.

– ¿Podría contarnos algo de la personalidad de su hermano, tal como la recuerda?

Lovat-Smith se rebullía con inquietud en el asiento, y el público ya había perdido el interés: sólo unas pocas personas esperaban que se produjera alguna revelación nueva y sorprendente. Al fin y al cabo, a esa testigo la había citado la defensa.

Lovat-Smith se puso en pie.

– Señoría, la pregunta me parece irrelevante. Ya hemos determinado con lujo de detalles la personalidad de la víctima. Era respetable, trabajador, un héroe militar de renombre, fiel a su esposa, prudente en sus gastos y generoso. Su único defecto tal vez fuera que era un tanto presuntuoso y que quizá no halagaba ni divertía a su mujer tanto como debía. -Sonrió y se volvió para que el jurado viera su rostro-. Una debilidad de la que todos somos víctimas, de vez en cuando.

– No lo dudo -repuso Rathbone con cierta mordacidad-. Si la señora Sobell está de acuerdo con su opinión, me complacerá ahorrar tiempo a la sala evitando que tenga que repetirlo. ¿Señora Sobell?

– Estoy de acuerdo -reconoció Edith, que miró primero a Rathbone y luego a Lovat-Smith-. Además, pasaba mucho tiempo con su hijo, Cassian. Parecía un padre excelente y abnegado.

– En efecto, parecía un padre excelente y abnegado -repitió Rathbone-. Aun así, señora Sobell, cuando se le informó de la tragedia de su muerte y de que su cuñada había sido acusada del asesinato, ¿qué hizo?

– Su Señoría, ¡esto también es irrelevante! -protestó Lovat-Smith-. ¡Entiendo que mi distinguido colega esté un tanto desesperado, pero su actitud resulta inadmisible!

El juez lanzó una mirada a Rathbone.

– Señor Rathbone, le permitiré cierta lenidad para que realice la mejor defensa posible, en unas circunstancias sumamente difíciles, pero no toleraré que haga perder el tiempo a la sala. ¡Asegúrese de que las respuestas que consigue le llevan a alguna parte!

Rathbone miró de nuevo a Edith.

– ¿Señora Sobell?

– Yo… -Edith tragó saliva y levantó el mentón. Desvió la vista de sus padres, que permanecían bien erguidos en el banco situado en la parte delantera de la galería. Su mirada se cruzó con la de Alexandra por un instante. Acto seguido continuó hablando-. Me puse en contacto con una amiga mía, la señorita Hester Latterly, y solicité su ayuda para encontrar a un buen abogado que defendiera a Alexandra, a la señora Carlyon.

– ¿De veras? -Rathbone enarcó las cejas en un gesto de sorpresa, aunque casi todos los presentes intuían que había planeado la pregunta a conciencia-. ¿Por qué? Acababan de acusarla de matar a su hermano, ese hombre ejemplar.

– Al principio… me pareció imposible que fuera culpable. -A Edith le tembló la voz, pero enseguida recobró el control-. Luego, cuando se demostró de forma incuestionable que ella… había cometido ese crimen… consideré que debía de existir un motivo de mayor peso que el que argüía.

Lovat-Smith se puso en pie de nuevo.

– ¡Su Señoría! Espero que el señor Rathbone no pida a la testigo que extraiga conclusiones. La confianza que depositó en su cuñada es conmovedora, pero no prueba nada aparte de su naturaleza sensible y, con perdón, bastante candida.

– Mi distinguido colega se precipita, lo que me temo es característico de él -se defendió Rathbone con una sonrisa-. No deseo que la señora Sobell saque ninguna conclusión, sino sencillamente sentar las bases de sus acciones futuras, de forma que la sala entienda lo que hizo y por qué.

– Continúe, señor Rathbone -señaló el juez.

– Gracias, Su Señoría. Señora Sobell, ¿ha pasado mucho tiempo con su sobrino, Cassian Carlyon, desde la muerte de su padre?

– Sí, por supuesto. Ahora está residiendo en nuestra casa.

– ¿Cómo ha reaccionado ante el desgraciado acontecimiento?

– ¡Irrelevante! -le interrumpió de nuevo Lovat-Smith-. ¿Cómo es posible que la pena de un niño resulte pertinente para decidir la culpabilidad o inocencia de la acusada? No podemos dejar impune un crimen por el hecho de que, si condenamos a la horca a la persona culpable, un chiquillo quedará huérfano de padre y madre, por muy trágico que resulte. Por supuesto, todos compadecemos…

– No necesita su compasión, señor Lovat-Smith -espetó Rathbone con irritación-. Necesita que se calle y me permita revelar la verdad.

– Señor Rathbone -intervino el juez con aspereza-. Comprendemos su frustración e impotencia pero se ha dirigido con descortesía a su colega y no lo toleraré. Sin embargo, señor Lovat-Smith, es una buena sugerencia, y le ruego que no la olvide hasta que tenga una protesta sólida. Si sigue interrumpiendo con tanta frecuencia, no podremos emitir un veredicto hasta el día de San Miguel.

Lovat-Smith se sentó con una amplia sonrisa.

Rathbone hizo una reverencia y se volvió hacia Edith.

– Creo que ya puede proseguir, señora Sobell. Si es tan amable… ¿Qué ha observado del comportamiento de Cassian?

Edith frunció el entrecejo.

– Es muy difícil de entender -contestó ella con expresión reflexiva-. Lamentó la muerte de su padre, pero se comportó como un… un adulto. No lloró y en algunas ocasiones se mostraba muy sereno, casi aliviado.

Lovat-Smith se levantó, y el juez le indicó que se sentara. Rathbone miró a Edith.

– Señora Sobell, ¿sería tan amable de explicar a qué se refiere con lo de «aliviado». Intente no emitir juicios, sólo sus observaciones; no lo que parecía, sino lo que hizo o dijo. ¿Comprende la diferencia?

– Sí, disculpe. -El nerviosismo volvió a traicionar a Edith, que se agarró con fuerza a la barandilla y habló con voz entrecortada-. Lo he visto solo en varias ocasiones, a través de una ventana o desde el umbral de una puerta, sin que él reparara en mi presencia. Estaba tranquilo, sentado y sonriente. Entonces me acercaba y le preguntaba si le gustaba estar solo, pensando que quizá se sintiera un poco abandonado, pero aseguraba que le gustaba. A veces se reunía con mi padre, su abuelo…

– ¿El coronel Carlyon? -inquirió Rathbone.

– Sí. En cambio otras veces parecía eludir su presencia. Tenía miedo a mi madre. -De manera involuntaria, Edith lanzó una mirada a Felicia y luego posó la vista en Rathbone-. Él me lo ha dicho. Y estaba muy preocupado por su madre. Me contó que ella no le amaba, que su padre se lo había contado.

En el banquillo de los acusados, Alexandra cerró los ojos y pareció retorcerse de dolor. Soltó un grito ahogado a pesar de los esfuerzos que hacía por controlarse.

– Habladurías -dijo Lovat-Smith al tiempo que se ponía en pie-. Su Señoría…

– Eso no está permitido. -El juez se disculpó ante Edith-. Creo que ya hemos deducido de su testimonio que el niño se encontraba en un estado de confusión terrible. ¿Es eso lo que desea demostrar, señor Rathbone?

– Más que eso, Su Señoría; lo que pretendo demostrar es el origen de su confusión, así como que mantuvo relaciones íntimas con otras personas.

Lovat-Smith profirió una exclamación y alzó los brazos.

– Entonces será mejor que continúe y lo demuestre, señor Rathbone -indicó el juez con una sonrisa forzada-, si es que puede, porque todavía no ha justificado qué relación existe entre todo eso y el caso que nos ocupa. Le aconsejo que lo haga lo antes posible.

– Le prometo que resultará evidente con los siguientes testimonios, Su Señoría -repuso Rathbone con serenidad. Sin embargo, cambió de tema a sabiendas de que lo que le interesaba había quedado grabado en la mente de los miembros del jurado, y eso era lo importante. Más adelante ampliaría la información. Se dirigió a Edith-. Señora Sobell, ¿ha presenciado en las últimas semanas una pelea muy acalorada entre la señorita Buchan, una anciana que está a su servicio, y su cocinera, la señora Emery?

A Edith le hizo gracia la pregunta.

– He presenciado muchas, más de las que soy capaz de recordar -reconoció-. La cocinera y la señorita Buchan son enemigas desde hace años.

– Vaya. La riña a que me refiero se produjo en las últimas tres semanas, en las escaleras traseras de Carlyon House, y la llamaron a usted para que interviniera.

– Es cierto. Cassian acudió a mí porque estaba asustado. La cocinera blandía un cuchillo. Estoy segura de que no tenía intención de atacar a nadie, sólo quería hacerse la valiente, pero él no lo sabía.

– ¿Por qué discutieron, señora Sobell?

Lovat-Smith exclamó:

– Es ridículo, Su Señoría.

Rathbone se volvió hacia el juez.

– Mi distinguido colega parece tener algún problema-comentó en tono melifluo.

Se oyeron algunas risas nerviosas.

– El caso -dijo Lovat-Smith-. ¡Siga con el caso de una vez!

– Entonces soporte su martirio con mayor discreción, amigo -replicó Rathbone-, y déjeme continuar. -Se volvió hacia la testigo-. Señora Sobell, le recuerdo la pregunta: ¿podría explicar a la sala el motivo de la pelea entre la institutriz, la señorita Buchan, y la cocinera?

– Sí, si así lo desea, aunque no veo ningún…

– Ninguno de nosotros lo ve -intervino Lovat-Smith de nuevo.

– Señor Lovat-Smith -dijo el juez con severidad-. Señora Sobell, responda a la pregunta. Si resulta irrelevante, ya me ocuparé yo de atajar las divagaciones del señor Rathbone.

– Sí, Su Señoría. La cocinera acusó a la señorita Buchan de ser incompetente para cuidar de Cassian. Dijo que la señorita Buchan era una… Se insultaron con virulencia, Su Señoría. Preferiría no tener que repetir sus palabras.

Rathbone pensó en animarla a que lo hiciera, pues al jurado le gustaba divertirse. Sin embargo, los miembros de éste perderían el respeto a la señorita Buchan, y quizá dependiera de ella que se ganara o perdiera el caso. El precio de provocar algunas risas en aquel momento sería demasiado elevado.

– Puede evitárnoslo -indicó-. Nos basta con el motivo de su disputa; el hecho de que se insultaran evidencia la intensidad de su animadversión.

Edith esbozó una sonrisa antes de reanudar el relato.

– La cocinera aseguró que la señorita Buchan seguía al niño a todas partes y lo confundía diciéndole que su madre lo quería y que no era una mujer malvada. -Tragó saliva. Sus ojos reflejaban preocupación. No cabía duda de que no entendía adonde pretendía llegar Rathbone. Los miembros del jurado estaban en silencio y no apartaban la vista de ella. De repente el ambiente se llenó de nuevo de dramatismo y una profunda concentración. El público no hablaba ni se movía. Incluso pareció que los presentes se habían olvidado de Alexandra.

– Continúe, por favor -indicó Rathbone.

– La cocinera dijo que Alexandra debía acabar en la horca. -Dio la impresión de que a Edith le costaba pronunciar la palabra-. Añadió que sí era una mujer malvada, que Cassian debía saberlo y aprender a aceptarlo.

– ¿Y qué replicó la señorita Buchan?

– Que la cocinera no sabía nada de lo que ocurría, que era una ignorante y que debía quedarse en la cocina porque ése era su sitio.

– ¿Sabe a qué se refería la señorita Buchan? -preguntó Rathbone sin aspavientos.

– No.

– Estaba presente una tal señorita Hester Latterly?

– Sí.

– Cuando separó a las dos enemigas, ¿fue la señorita Latterly a la planta superior junto con la señorita Buchan?

– Sí.

– ¿Y se marchó luego a toda prisa sin darle ninguna explicación?

– Sí, pero no nos peleamos -se apresuró a aclarar Edith-. Parecía tener algo más urgente que hacer.

– Lo sé, señora Sobell. Vino a verme de inmediato. Gracias. Eso es todo. Por favor, permanezca donde está por si mi distinguido colega desea hacerle alguna pregunta.

Se percibió cierta agitación en la sala. Algunos espectadores dieron un codazo a su vecino con discreción. La ansiada revelación no se había producido… por el momento.

Lovat-Smith se puso en pie y se acercó a Edith con aire despreocupado y las manos hundidas en los bolsillos.

– Señora Sobell, dígame sinceramente, por mucho que aprecie a su cuñada, ¿algo de lo que ha contado guarda relación con la tragedia de su hermano?

Edith vaciló y lanzó una mirada a Rathbone.

– No, señora Sobell -añadió Lovat-Smith con brusquedad-. ¡Diga lo que piensa, por favor! ¿Puede explicarme qué relación existe entre la muy natural confusión y angustia de su sobrino por el asesinato de su padre, la confesión y posterior detención de su madre, y esta amena pero irrelevante pelea entre dos empleadas del servicio? -Agitó los brazos en el aire para dar a entender que eran asuntos banales-. ¿Qué relación guarda todo eso con el caso que nos ocupa, es decir, si Alexandra Carlyon es culpable o inocente de la muerte de su esposo, o sea su hermano? Se lo recuerdo por si, después de toda esta digresión, usted, al igual que todos nosotros, está a punto de olvidarlo.

Había ido demasiado lejos. Había trivializado la tragedia.

– No lo sé, señor Lovat-Smith -contestó Edith recobrando la compostura. Con expresión adusta, añadió-: Como bien ha dicho, estamos aquí para descubrir la verdad, no para emitir un juicio precipitado. Ignoro por qué Alexandra actuó como lo hizo y realmente me gustaría saberlo, porque considero que es importante.

– Cierto. -Lovat-Smith se dio por vencido con dignidad. Poseía el instinto suficiente para reconocer un error y rectificar al instante-. No altera los hechos, pero por supuesto que importa, señora Sobell. No tengo más preguntas. Gracias.

– ¿Señor Rathbone? -preguntó el juez.

– No tengo más preguntas, gracias, Su Señoría.

– Gracias, señora Sobell, puede retirarse.

Rathbone permaneció de pie en el centro del reducido espacio que había delante del banco de los testigos.

– Llamo a declarar a la señorita Catriona Buchan -dijo.

La señorita Buchan entró en la sala con el rostro demudado y más demacrado que de costumbre, la espalda muy recta y la cabeza erguida, como si fuera una aristócrata francesa que se abría paso entre viejas que hacían calceta a los pies de la guillotina. Subió por la escalera sin ayuda, recogiéndose los faldones por los costados. Una vez en el banco de los testigos se volvió hacia el público.

Prestó juramento y observó a Rathbone como si fuera un verdugo.

Rathbone no pudo evitar admirarla tanto como a las otras personas que habían ocupado ese lugar con anterioridad.

– Señorita Buchan, soy muy consciente de las consecuencias que esto le acarreará, así como del sacrificio que supone para usted. Sin embargo, espero que entienda que, por el bien de la justicia, no me queda otra opción.

– Por supuesto que soy consciente de ello -convino la señorita Buchan en tono determinante. La tensión no la hizo balbucir-. ¡Si no lo entendiera no contestaría! -añadió, tajante.

– Claro. ¿Recuerda la pelea que tuvo con la cocinera de Carlyon House hace unas tres semanas?

– Sí. Es buena cocinera, pero es tonta.

– ¿Por qué la considera tonta, señorita Buchan?

– Supone que todas las enfermedades se curan comiendo bien.

– Una idea un tanto limitada. ¿Por qué riñeron en aquella ocasión, señorita Buchan? Ella alzó un poco el mentón. -Por el señorito Cassian. Me acusó de confundir al niño al decirle que su madre no era una mujer malvada y que todavía lo quería.

En el banquillo de los acusados, Alexandra permanecía tan inmóvil que daba la impresión de que ni siquiera respiraba. No apartó la mirada de la señorita Buchan ni por un instante.

– ¿Eso es todo? -preguntó Rathbone. La señorita Buchan respiró hondo. -No, también me reprochó que siguiera al niño a todas partes y no lo dejara solo.

– ¿Seguía usted al niño a todas partes, señorita Buchan?

La testigo vaciló solo un segundo antes de responder:

– Sí.

– ¿Por qué? -inquirió Rathbone sin aparente interés, como si la pregunta no revistiera mayor importancia.

– Para intentar por todos los medios que no abusaran más de él.

– ¿Abusar? ¿Acaso lo maltrataba alguien? ¿En qué sentido?

– Creo que la palabra correcta es sodomía, señor Rathbone -declaró la señorita Buchan sin apenas inmutarse.

Algunos espectadores prorrumpieron en gritos ahogados.

Alexandra se tapó el rostro con las manos. Los miembros del jurado quedaron boquiabiertos, con una expresión de espanto en el rostro.

Randolf Carlyon, que se encontraba en la primera fila de la galería, permaneció inmóvil como una estatua. Felicia, con la cabeza cubierta, dio un respingo y se agarró con tal fuerza a la barandilla que tenía delante que los nudillos se le pusieron blancos. Edith, sentada junto a ellos, parecía conmocionada.

Incluso el juez se envaró y volvió la mirada hacia Alexandra. Lovat-Smith contempló a Rathbone con el rostro contraído por la sorpresa.

Rathbone esperó varios segundos más antes de continuar.

– ¿Alguien de la casa sodomizaba al niño? -Formuló la pregunta en voz baja, pero gracias al característico timbre de su voz y a su exquisita dicción sus palabras se oyeron incluso en el fondo de la sala.

– Sí -respondió la señorita Buchan sin apartar la vista del abogado.

– ¿Cómo lo sabe, señorita Buchan? ¿Lo ha visto alguna vez?

– No en este caso, pero sí que lo vi en el pasado, cuando Thaddeus Carlyon era niño. Por eso conozco los indicios: la mirada del niño, el placer malicioso, el temor mezclado con la exultación, el flirteo y la vergüenza, una serenidad fugaz seguida del terror a perder el amor de la madre si se entera, el nerviosismo por mantenerlo oculto y, al mismo tiempo, el orgullo de tener un secreto; los lloros por la noche, la imposibilidad de contar a nadie el motivo, una soledad absoluta y abrumadora…

Alexandra había levantado la cara. Estaba muy pálida y tenía el cuerpo tenso a causa de la angustia que la embargaba.

Los miembros del jurado escuchaban atentamente, inmóviles, con expresión de horror en los ojos y el rostro demudado.

El juez miró a Lovat-Smith, que por una vez no ejerció el derecho a protestar ante la intensidad de aquel testimonio, aunque no se aportaban pruebas que lo corroboraran. Estaba demasiado asombrado…

– Señorita Buchan -prosiguió Rathbone-, parece usted tener una idea muy clara de lo que eso supone. ¿A qué se debe?

– Porque lo vi en Thaddeus, en el general Carlyon, cuando era niño. Su padre abusaba de él.

En la sala se produjo un alboroto de gritos de horror, voces de sorpresa y protesta.

En la galería, los periodistas salieron atropelladamente para informar cuanto antes de la increíble noticia.

– ¡Orden en la sala! -exclamó el juez al tiempo que golpeaba con el mazo-. ¡Orden en la sala o mandaré desalojarla!

Las voces se acallaron poco a poco. Todos los miembros del jurado, que observaban a Randolf, se volvieron para mirar de nuevo a la señorita Buchan.

– Esta acusación es de una gravedad extrema, señorita Buchan -indicó Rathbone con voz queda-. Debe de estar completamente segura de que lo que dice es cierto.

– Por supuesto que lo estoy. -Por primera y única vez se percibió un deje de amargura en la voz de la anciana-. He servido a la familia Carlyon desde que tenía veinticuatro años, cuando me contrataron para que cuidara del señorito Thaddeus. De eso hace ya más de cuatro décadas. Ahora no tengo ningún sitio adonde ir y, después de esto y a mi edad, dudo que alguien me dé un techo. Así pues, ¿acaso alguien supone que digo esto a la ligera?

Rathbone echó un vistazo a los miembros del jurado y en el rostro de éstos observó una mezcla de horror, repugnancia, ira, compasión y desconcierto, tal como había esperado.

Estaban ante una mujer que se había debatido entre traicionar a sus señores, lo que tendría consecuencias irreparables para ella, o traicionar su conciencia y a un niño que no tenía a nadie que intercediera por él. Aquellos hombres pertenecían a la clase acomodada (de lo contrario no podían formar parte de un jurado), por lo que también tenían sirvientes. Sin embargo, pocos de ellos eran lo bastante ricos para tener una institutriz a su servicio. Así pues, se encontraban ante un conflicto de lealtades, de ambición social y de una compasión desgarradora.

– Lo sé, señorita Buchan -afirmó Rathbone con una tímida sonrisa-. Quiero asegurarme de que todos en la sala también lo comprenden. Prosiga, por favor. Usted estaba al corriente de que el coronel Randolf Carlyon sodomizaba a su hijo Thaddeus. Advirtió los mismos indicios de abuso en el joven Cassian Carlyon y temía por él. ¿Es eso cierto?

– Sí.

– ¿Sabía quién cometía esos abusos? Le ruego que intente ser precisa, señorita Buchan. No estoy hablando de suposiciones o deducciones, sino de certezas.

– Soy consciente de la diferencia, señor -repuso ella con frialdad-. No; no lo sabía, pero como vivía en su casa, no en Carlyon House, sospecho que era su padre, Thaddeus, quien perpetuaba en su hijo lo que él había soportado de niño. Supuse que eso era lo que Alexandra Carlyon había descubierto y la razón que la impulsó a actuar como lo hizo. Nadie me lo dijo.

– ¿Esos abusos terminaron tras la muerte del general? ¿Por qué creyó necesario seguir protegiéndolo?

– Observé la relación que mantenían él y su abuelo, las miradas, las caricias, la vergüenza y la emoción. Era exactamente igual que antes, en el pasado. Temía que estuviera ocurriendo de nuevo.

En la sala reinaba un silencio absoluto. Casi se oía el crujido de los corsés de las mujeres al respirar.

– Entiendo -dijo Rathbone con voz queda-. Así pues, procuró hacer lo posible para proteger al muchacho. ¿Por qué no se lo contó a nadie? Supongo que habría sido la solución más eficaz.

Una sonrisa burlona apareció en el rostro de la anciana, pero enseguida se desvaneció.

– ¿Quién iba a creerme? -Por un instante la señorita Buchan desvió la vista hacia la galería, hacia las figuras inmóviles de Felicia y Randolf; luego la posó de nuevo en Rathbone-. Soy una sirvienta que acusa a un caballero famoso y respetado de uno de los delitos más viles. Me habrían despedido y entonces no habría podido hacer nada.

– ¿Y qué me dice de la señora Felicia Carlyon, la abuela del muchacho? -inquirió con delicadeza Rathbone-. ¿Cree que ella estaba al corriente? ¿No podía habérselo dicho?

– Es usted un iluso -respondió ella con voz cansina-. Si no hubiera sabido nada, habría montado en cólera y me habría despedido en el acto. Es más, se habría ocupado de que me muriera de hambre, pues no podría permitirse el lujo de que encontrara otro empleo y repitiera la acusación ante sus iguales en la escala social o incluso ante sus amistades. Y en caso de que estuviera al tanto, había decidido no sacarlo a la luz para evitar desprestigiar a la familia con tamaña vergüenza. Por tanto, tampoco consentiría que lo hiciera yo. Si no le quedaba más remedio que soportarlo, habría hecho cuanto estuviera en su mano para conservar aquello por lo que tan alto precio había pagado.

– Entiendo. -Rathbone lanzó una mirada al jurado. Muchos de sus miembros habían estirado el cuello para mirar hacia la galería con el rostro ensombrecido por la repugnancia. Acto seguido dirigió la vista a Lovat-Smith, que permanecía muy erguido en su asiento y profundamente concentrado-. Así pues, optó por no decir nada -prosiguió- y tratar de proteger al niño. Creo que todos entendemos su postura y la admiramos por haber tenido el coraje de declararlo ahora. Gracias, señorita Buchan.

Lovat-Smith se puso en pie con una expresión de inmenso descontento.

– Señorita Buchan, lo lamento -dijo con sinceridad palpable-, pero debo ahondar en la cuestión más que mi distinguido colega. La acusación que ha realizado es abominable. No se puede aceptar sin intentar rebatirla porque arruinará la vida de una familia entera. -Indicó con la cabeza la galería, donde de vez en cuando se oían murmullos de ira-. Una familia conocida y admirada en la ciudad, una familia que se ha dedicado a servir a la reina y sus súbditos, no sólo en nuestro país sino en las tierras más alejadas del imperio.

La señorita Buchan lo miraba de hito en hito, con el cuerpo bien erguido y las manos juntas. Presentaba un aspecto frágil y, de repente, pareció muy anciana. Rathbone anhelaba protegerla pero en aquellos momentos era impotente, como ya sabía que ocurriría, al igual que ella.

– Señorita Buchan -añadió Lovat-Smith con gran delicadeza-, doy por supuesto que sabe qué es la sodomía y que no emplea ese término para referirse a otra cosa…

Ella se sonrojó, pero no rehuyó su mirada.

– Sí, señor, sé lo que es. Si lo desea puedo explicárselo.

Él negó con la cabeza.

– No; no es necesario, señorita Buchan. ¿Cómo sabe que el general Carlyon sufrió en su niñez ese abominable acto? Me refiero a verdadero conocimiento, no a meras conjeturas, por muy razonadas que estén.

– Formo parte del servicio, señor Lovat-Smith -le afirmó con dignidad la anciana-. Nos encontramos en una posición peculiar, en un estado intermedio entre ser una persona y una pieza del mobiliario. A menudo presenciamos escenas extraordinarias porque en la casa se hace caso omiso de nosotros, como si careciéramos de ojos o cerebro. A los señores no les importa que sepamos o veamos cosas que en ningún caso querrían que sus amistades supieran o vieran.

Un miembro del jurado pareció sorprenderse, como si de repente se hubiera percatado de esa realidad.

– Un día entré en la habitación de los niños de forma imprevista -continuó la señorita Buchan-. Al coronel Carlyon se le había olvidado cerrar la puerta con llave y lo vi realizar el acto con su hijo; él no se dio cuenta. Yo me quedé paralizada de terror, aunque debía haberlo sospechado. Barruntaba que ocurría algo malo, pero no descubrí de qué se trataba hasta entonces. Me quedé parada varios segundos y me marché de forma tan silenciosa como había entrado. Lo sé de primera mano, señor.

– ¿Fue testigo de ese horrendo acto y no hizo nada? -Lovat-Smith elevó el tono de voz para mostrar su incredulidad-. Me cuesta creerlo, señorita Buchan. ¿No era su principal obligación cuidar al niño, Thaddeus Carlyon?

– Ya se lo he dicho, no podía hacer nada -repuso ella sin inmutarse.

– ¿Ni siquiera informar a su madre? -Lovat-Smith movió un brazo hacia la galería, donde Felicia permanecía impertérrita-. ¿No se habría horrorizado? ¿No habría protegido a su hijo? ¡Al parecer espera que creamos que Alexandra Carlyon -añadió al tiempo que señalaba a la acusada-, una generación más tarde, estaba tan profundamente trastornada por el mismo hecho que mató a su esposo para no permitirle que continuara haciéndoselo a su hijo! ¡Y dice que la señora Felicia Carlyon no habría hecho nada!

La señora Buchan no abrió la boca.

– Veo que vacila -agregó Lovat-Smith alzando aún más la voz-. ¿Por qué, señorita Buchan? ¿De repente no está tan segura de sus respuestas? ¿No es tan sencillo?

La señorita Buchan era una mujer fuerte. Ya se había arriesgado y, sin lugar a dudas, lo había perdido todo. Ya no se jugaba nada, lo único que podía perder era su amor propio.

– Es usted demasiado simplista, joven -afirmó con la inefable autoridad de una buena institutriz-. Las mujeres son tan distintas las unas de las otras como los hombres. Sus lealtades y valores también difieren, al igual que los tiempos y las circunstancias en que viven. ¿Qué puede hacer una mujer en su situación? ¿Quién la creerá si acusa a un hombre que disfruta de gran prestigio social de tal crimen? -Nada en su forma de hablar indicaba que sabía que Felicia se encontraba en la sala, y mucho menos que le importara lo que pensara o sintiera-. La gente se niega a creer esas, cosas de sus héroes, y tanto Randolf como Thaddeus Carlyon lo eran a su manera. La sociedad la habría calificado de mujer malvada si no le hubiera creído o de indiscreta en caso de que sí lo hubiese hecho. Ella lo sabía y decidió conservar lo que tenía. En cambio la señorita Alexandra optó por salvar a su hijo o, al menos, intentarlo. Queda por ver si se ha sacrificado en vano.

Lovat-Smith abrió la boca para rebatir su argumento, atacarla de nuevo, pero entonces miró al jurado y cambió de parecer.

– Es usted una mujer notable, señorita Buchan -afirmó con una leve reverencia-. Falta por ver si otros hechos confirman su sorprendente visión de los acontecimientos, pero no cabe duda de que considera que dice la verdad. No tengo nada más que preguntarle.

Rathbone rehusó someterla a un segundo interrogatorio. No valía la pena rizar el rizo.

La sesión se levantó con gran alboroto para la pausa del almuerzo.


* * *

La primera testigo de la tarde fue Damaris Erskine. Apareció en la sala muy pálida y con unas ojeras tan pronunciadas que daba la impresión de estar exhausta por falta de sueño y parecía haber llorado hasta la extenuación. En numerosas ocasiones desvió la mirada hacia Peverell, que estaba sentado muy erguido junto a Felicia y Randolf en la parte delantera de la galería, pero tan lejos de ellos en espíritu como si se hallaran en estancias distintas. No les prestaba la menor atención y miraba con fijeza a Damaris con cara de preocupación, sin atreverse siquiera a esbozar una sonrisa, como si temiera que se interpretara como una muestra de frivolidad en lugar de una señal de aliento.

Monk se había acomodado dos filas más atrás que Hester, en el centro de la sala, detrás de los abogados. No quería estar a su lado pues seguía afectado por la confrontación que había tenido con Hermione. Deseaba estar solo, pero las circunstancias se lo impedían. Sin embargo, experimentaba cierta sensación de soledad entre la muchedumbre de la sala del tribunal y dedicaba toda su concentración y sentimientos a la tragedia que se revelaba delante de él.

Rathbone empezó a hablar con mucho tacto, con la voz suave y cauta que Monk sabía adoptaba cuando estaba a punto de asestar un golpe mortal y odiaba hacerlo, pero había sopesado todas las consecuencias y su decisión era irrevocable. En primer lugar pidió a la testigo que relatara su versión de los hechos acaecidos la noche en que su hermano fue asesinado, y ésta no difirió en nada de la de Louisa Furnival.

– Gracias -dijo Rathbone cuando hubo terminado-. Ha quedado muy claro, pero creo que ha omitido lo que, sin duda, fue para usted la parte más devastadora de la velada, aparte, claro está, de cuando el doctor Hargrave informó de que su hermano no había muerto a causa de un accidente, sino que había sido asesinado. Lovat-Smith se inclinó con el entrecejo fruncido, pero no protestó.

– Varias personas han declarado -añadió Rathbone- que, cuando bajó de ver al joven Valentine Furnival, estaba usted al borde de un ataque de histeria. ¿Sería tan amable de explicarnos qué ocurrió allí arriba que le afectó de tal modo?

Damaris evitó mirar a Felicia y Randolf, y tampoco desvió la vista hacia Alexandra, que estaba muy pálida y rígida en el banquillo de los acusados. Se tomó un par de minutos para armarse de valor y Rathbone esperó sin apremiarla.

– Reconocí a… Valentine… -contestó por fin con la voz quebrada.

– ¿Lo reconoció? -repitió Rathbone-. Qué expresión tan curiosa, señora Erskine. ¿Dudó en algún momento de su identidad? Me consta que no lo veía usted a menudo, de hecho hacía años que no lo veía porque él estaba en un internado y usted no frecuentaba la casa. No obstante, sólo había un niño, ¿no?

Damaris tragó saliva de forma convulsiva y le dedicó una mirada de súplica tan lastimera que se oyó un murmullo de enojo en la sala. Felicia se inclinó, pero volvió a erguirse cuando Randolf la tomó del brazo.

Peverell asintió de forma casi imperceptible.

Damaris levantó el mentón.

– No es hijo natural de los Furnival, sino adoptado. Antes de contraer matrimonio, hace catorce años, tuve un hijo. Ahora es casi un hombre, bueno un muchacho… -Se esforzó por mantener la calma.

Charles Hargrave, sentado frente a ella en la galería, se inclinó con expresión tensa y el entrecejo fruncido. Sarah Hargrave, que se hallaba a su lado, se mostraba sorprendida y un poco angustiada.

– Se parece tanto a su padre -continuó Damaris con voz ronca-, que adiviné que era mi hijo. En aquella época la única persona a quien podía pedir ayuda era mi hermano, Thaddeus. Él me sacó de Londres y se ocupó de que adoptaran al pequeño. De repente, cuando vi a Valentine, lo comprendí todo. Supe lo que Thaddeus había hecho con mi hijo.

– ¿Se enfadó con su hermano, señora Erskine? ¿Le molestó que hubiera dado su hijo a los Furnival para que lo adoptaran?

– ¡No! De ningún modo. Ellos… -Se le quebró la voz y negó con la cabeza al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas.

El juez la observó, serio y con cara de preocupación. Lovat-Smith se puso en pie, desprovisto ya de toda seguridad en su brillantez y sencillamente horrorizado.

– Espero que mi distinguido colega no intente confundir y martirizar en vano a esta pobre mujer. -Miró a Rathbone y luego a Damaris-. Según las pruebas fehacientes del caso, no cabe duda de que sólo Alexandra Carlyon tuvo la oportunidad de matar al general. Al margen de los motivos de la señora Erskine, si es que los hubiere, ella no cometió ese acto. -Se volvió hacia el público para agregar-: Así pues, considero que esta exposición de un tormento personal está fuera de lugar.

– No lo haría si no lo juzgara necesario -dijo Rathbone entre dientes y con los ojos encendidos de ira. Se volvió hacía la testigo, dando la espalda a Lovat-Smith-. Señora Erskine, acaba de decir que no le importó que su hermano hubiera entregado su hijo a los Furnival. Sin embargo, cuando bajó de su habitación, estaba profundamente afectada y era incapaz de controlarse. Además, mostró una rabia inusitada hacia Maxim Furnival, de una naturaleza casi mortífera. Parece una contradicción, señora.

– Vi… vi -Damaris cerró los ojos con tal fuerza que arrugó toda la cara.

Peverell se incorporó a medias en su asiento.

Edith se llevó las manos al rostro.

Alexandra permanecía inmóvil.

Monk observó a Maxim Furnival y advirtió que estaba perplejo y apenas podía ocultar su creciente aprensión. Louisa, sentada a su lado en la galería, no disimulaba su ira.

Monk dirigió la vista hacia Hester, que miraba fijamente a Damaris. La profunda compasión que reflejaba su semblante lo impresionó de repente por su familiaridad y rareza a la vez. Intentó evocar a Hermione y no logró rememorarla con claridad. Le costaba recordar sus ojos y, cuando lo consiguió, los vio anodinos y brillantes, carentes de toda piedad.

Rathbone dio un paso hacia Damaris.

– Lamento profundamente esta situación, señora Erskine, pero es de suma importancia para el compromiso que he contraído con la señora Carlyon, y con Cassian.

Damaris levantó la cabeza.

– Lo comprendo -dijo-. Sabía que mi hermano Thaddeus había sufrido abusos en su infancia. Al igual que Buchie, la señorita Buchan, quiero decir, lo vi en una ocasión, por casualidad. Nunca olvidaré la expresión de su rostro, ni su forma de comportarse. Observé la misma expresión en la cara de Valentine y supe enseguida que también abusaban de él. En ese momento supuse que era su padre adoptivo, Maxim Furnival, el responsable.

El público sofocó exclamaciones de sorpresa y se elevaron murmullos que recordaban el rumor de las hojas mecidas por el viento.

– ¡Dios mío! ¡No! -Maxim se puso en pie, visiblemente conmocionado.

Louisa no se movió.

Maxim se volvió hacia ella, que permaneció inmóvil, como si estuviera paralizada.

– Me hago cargo de su dolor, señor Furnival -le apuntó el juez por encima de los comentarios de horror e ira procedentes del auditorio-. No obstante, debe abstenerse de interrumpir la sesión. En todo caso le sugiero que se plantee buscar asesoramiento legal para defenderse de lo que aquí pueda decirse. Ahora le ruego que tome asiento o me veré obligado a ordenar que lo expulsen de la sala.

Lentamente, con expresión de desconcierto y abatimiento, Maxim se sentó y volvió a mirar a Louisa, quien seguía inmóvil, como si estuviera demasiado horrorizada para reaccionar.

Charles Hargrave agarraba la barandilla como si quisiera romperla con las manos.

Rathbone se dirigió de nuevo a Damaris.

– Ha hablado utilizando el pasado, señora Erskine. En aquel momento pensó que el responsable de tales vejaciones era Maxim Furnival. ¿Ha ocurrido algo que la haya hecho cambiar de opinión?

– Sí. -Damaris esbozó una leve y fugaz sonrisa-. Mi cuñada mató a mi hermano, sospecho que porque descubrió que él abusaba de su hijo, y presumo que del mío también, aunque no tengo ningún motivo para pensar que estuviera al corriente de lo de Valentine.

Lovat-Smith alzó la vista hacia Alexandra y luego se puso en pie casi de mala gana.

– Eso no es un hecho sino una conclusión de la testigo, Su Señoría.

– Es cierto, señor Rathbone -confirmó el juez con solemnidad-. El jurado pasará por alto el último comentario de la señora Erskine. Se trata de una suposición, nada más. Cabe la posibilidad de que esté equivocada, no podemos considerarlo un hecho. Señor Rathbone, ha forzado a la testigo a realizar esa observación. Debería saber que no está permitido.

– Pido disculpas, Su Señoría.

– Continúe, señor Rathbone y limítese a aclarar los hechos relevantes para el caso.

Rathbone dedicó al magistrado una inclinación de la cabeza antes de volverse hacia Damaris.

– Señora Erskine, ¿sabe quién abusaba de Valentine Furnival?

– No.

– ¿No se lo preguntó?

– ¡No! ¡Por supuesto que no!

– ¿Habló sobre el tema con su hermano?

– ¡No! No hablé de eso con nadie.

– ¿Ni con su madre o su padre?

– No, con nadie.

– ¿Sabía usted que su sobrino, Cassian Carlyon, sufría abusos?

Damaris se sonrojó, avergonzada, y en voz baja y tensa dijo:

– No. Debería haberlo sospechado, pero atribuí su comportamiento a la aflicción por la muerte de su padre y al temor a que su madre fuera la culpable y también la perdiera a ella. -Lanzó una mirada de angustia a Alexandra-. Debería haberle dedicado más tiempo. Me avergüenzo de ello. Parecía preferir estar a solas con su abuelo, o con mi esposo. Pensé… que se debía a que su madre había matado a su padre y sentía que las mujeres…-Se interrumpió con una profunda congoja.

– Es comprensible -repuso Rathbone-. Si hubiera pasado más tiempo con él, quizás habría descubierto si él también sufría abusos…

– Protesto -se apresuró a exclamar Lovat-Smith-. Estas declaraciones sobre los abusos se basan en conjeturas. Ignoramos si es algo más que el fruto de la imaginación morbosa de una sirvienta solterona y una joven en la pubertad, que tal vez interpretaron mal lo que vieron y cuyas mentes febriles e ignorantes llegaron a conclusiones espantosas, amén de erróneas. El juez exhaló un suspiro.

– La objeción del señor Lovat-Smith es materialmente correcta, señor Rathbone. -Su tono evidenciaba que no compartía la opinión del abogado de la acusación-. Por favor, sea más cuidadoso al emplear las palabras. Estoy seguro de que está usted capacitado para interrogar a la señora Erskine sin cometer estos errores.

Rathbone inclinó la cabeza en señal de aceptación y se volvió hacia Damaris.

– ¿Su esposo, Peverell Erskine, pasa mucho tiempo con Cassian desde que el niño vive en Carlyon House?

– Sí, sí -respondió Damaris, muy pálida, con un hilo de voz.

– Gracias, señora Erskine. No le formularé más preguntas, pero tenga la amabilidad de permanecer ahí. El señor Lovat-Smith tal vez desee interrogarla.

Damaris dirigió la mirada hacia el letrado de la acusación.

– Gracias -dijo Lovat-Smith-. ¿Mató usted a su hermano, señora Erskine?

La consternación se respiraba en el ambiente. El juez frunció el entrecejo sin disimulos. Un miembro del jurado tosió. Uno de los asistentes se puso en pie. Damaris estaba asombrada.

– ¡No, por supuesto que no!

– ¿Le mencionó su cuñada en alguna ocasión ese supuesto abuso, antes o después de la muerte de su hermano?

– No.

– ¿Tiene algún motivo para sospechar que la acusada se hubiera planteado esa posibilidad, aparte, claro está, de la sugerencia que le ha hecho mi distinguido colega, el señor Rathbone?

– Sí. Hester Latterly lo sabía.

La respuesta pilló totalmente desprevenido a Lovat-Smith.

Se oyeron susurros de sorpresa en la sala. Felicia Carlyon se inclinó por encima de la barandilla para observar a Hester, que estaba pálida y bien erguida en su asiento. Incluso Alexandra se volvió.

– ¿Cómo dice? -inquirió Lovat-Smith, una vez que se hubo recuperado de su asombro-. ¿Quién es Hester Latterly? ¿Se ha mencionado ese nombre con anterioridad en este juicio? ¿Es una pariente, o una sirvienta quizás? Ah… ya lo recuerdo; es la mujer a quien la señora Sobell pidió que encontrara un abogado para la acusada. Tenga la amabilidad de explicarnos cómo es posible que esa tal señorita Latterly estuviera al corriente de ese turbio secreto de su familia, que ni tan siquiera su madre conocía.

Damaris lo miró fijamente.

– Lo ignoro. No se lo pregunté.

– Sin embargo ¿lo aceptó como algo cierto? -Lovat-Smith se mostraba incrédulo-. ¿Acaso es una experta en el tema y por eso cree en su palabra sin corroborarla con algún hecho, una afirmación hecha al azar que valora usted más que lo que sabe de primera mano, más que el amor y la lealtad a su propia familia? Me resulta un tanto sorprendente, señora Erskine.

Se oyeron murmullos de enfado, y un espectador exclamó: «¡Traidora!»

– ¡Silencio! -ordenó el juez con semblante grave antes de inclinarse hacia el banco de los testigos-. Señora Erskine, creo que sus palabras necesitan una explicación. ¿Quién es esa señorita Latterly para que usted crea en sus abominables acusaciones?

Damaris, que estaba blanca como el papel, lanzó una mirada a Peverell antes de responder. Cuando habló, se dirigió a los miembros del jurado, no a Lovat-Smith ni al juez.

– La señorita Latterly es una buena amiga que desea desentrañar la verdad de este caso. Acudió a mí porque sabía a ciencia cierta que la noche de la muerte de mi hermano había descubierto algo que me había trastornado profundamente. Supuso que se trataba de otra cosa, algo que habría causado un gran daño a otra persona, por lo que me vi obligada a contarle la verdad. Como estaba en lo cierto con respecto a los abusos que había sufrido Cassian, no se lo discutí ni le pregunté cómo se había enterado. Estaba demasiado preocupada por desmentir su otra sospecha como para planteármelo. -Se enderezó un poco más, por primera vez quizá, y sin proponérselo adoptó una actitud provocadora-. Y en cuanto a la lealtad hacia mi familia, ¿sugiere que debería mentir, aquí, en esta sala, después de haber jurado por Dios, para protegerla de la justicia y de las consecuencias de unos actos cometidos contra un niño completamente indefenso? ¿Propone que oculte hechos que tal vez contribuyan a que se haga justicia con Alexandra? -Habló con cierto deje de desafío y con los ojos brillantes. No miró ni una sola vez hacia la galería.

A Lovat-Smith no le quedaba otra opción que darse por vencido, y lo hizo, nuevamente, con elegancia.

– Por supuesto que no, señora Erskine. Lo único que pedíamos era una explicación, y ya nos la ha dado. Gracias. No tengo más preguntas que formularle.

Rathbone se levantó a medias.

– Yo tampoco, Su Señoría.

– Puede retirarse, señora Erskine -dijo el juez.

Todos los presentes la observaron mientras bajaba del banco de los testigos, recorría el estrecho pasillo y se encaminaba hacia la zona de asientos para sentarse junto a Peverell, quien de inmediato se puso en pie para demostrarle su apoyo.

Cuando tomó asiento se oyó un largo suspiro en toda la sala. Felicia se abstuvo de mirarla. Randolf, por su parte, parecía incapaz de reaccionar. Edith tendió la mano y estrechó con ternura la de Damaris.

El juez consultó la hora.

– ¿Tiene muchas preguntas para el siguiente testigo, señor Rathbone?

– Sí, Su Señoría. Se trata de un testigo que puede aportar pruebas de gran relevancia.

– En ese caso se levanta la sesión hasta mañana.

Monk salió de la sala tras abrirse camino entre la multitud que parloteaba y se empujaba, los periodistas que se apresuraban para ser los primeros en tomar un coche de caballos que los condujera a las redacciones de sus periódicos. Los que no habían logrado entrar formulaban preguntas a voz en cuello, y la gente formaba corrillos para comentar los acontecimientos de la jornada.

Una vez en las escaleras no supo si buscar a Hester o evitarla. No tenía nada que decir, pero su compañía le resultaría agradable. O quizá no. Estaría complacida por el desarrollo de la vista, así como por la brillantez de Rathbone. No tenía nada que reprocharle, pues el abogado había demostrado su valía con creces. Incluso cabía la posibilidad de que ganara el caso, con independencia de lo que eso significara. En ese preciso instante se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que últimamente ella parecía congeniar mucho con Rathbone. Nunca antes se lo había planteado; se trataba de algo que había visto sin llegar a asimilarlo de forma consciente.

En aquel momento le asombró y se enfureció al percatarse de que se sentía dolido.

Bajó por la escalera que conducía al exterior con energía renovada. La calle estaba abarrotada de repartidores de periódicos, vendedores ambulantes, floristas, hombres con carritos de emparedados, tartas, dulces, agua mentolada y otros alimentos. Algunas personas se empujaban y vociferaban mientras esperaban los coches de caballos de alquiler.

Su actitud era absurda. Apreciaba tanto a Hester como a Rathbone, de modo que debía alegrarse por ellos.

Chocó contra un caballero que lucía un elegante traje negro y un bastón con mango de marfil y subió al coche que éste había parado. Ni siquiera oyó el grito de furia que le lanzó el hombre.

– A Grafton Way -indicó.

Entonces ¿por qué le embargaba esa pesadumbre, esa sensación de pérdida? Debía de ser por Hermione. La desilusión que había sufrido le afectaría durante algún tiempo, era natural. Después de pensar que había encontrado amor, ternura, dulzura… ¡Qué idiota había sido! Él no quería dulzura. Se le adhería a los dientes y se le antojaba empalagosa. ¡Por todos los santos! ¡Hasta qué punto había olvidado su carácter para imaginar que Hermione lo haría feliz! Y ahora seguía traicionándose al mostrarse tan sensiblero.

No obstante, cuando el coche lo dejó en Grafton Way, una parte de su ser, mejor y más sincera, reconoció que había lugar para la ternura, para el amor que pasa por alto los errores, acepta la debilidad y la protege, piensa primero en los demás y se entrega sin esperar gratitud a cambio; para la generosidad de espíritu, para las risas sin crueldad ni afán de victoria. Además, tenía una ligera idea de dónde encontrar todo aquello, incluso en sí mismo.


* * *

El primer testigo del día siguiente fue Valentine Furnival. A pesar de su elevada estatura y la anchura de sus hombros, parecía un chiquillo, y por mucho que mantuviera alta la cabeza, no podía disimular su temor.

Los asistentes hicieron patente su expectación cuando subió por las escaleras del banco de los testigos y se volvió para situarse de cara al público. Hester se estremeció al observar su rostro y advertir lo que Damaris ya había visto: su enorme parecido con Charles Hargrave.

De forma casi instintiva volvió la cabeza para averiguar si Hargrave estaba en la galería y si también se había percatado, ahora que sabía que Damaris era la madre del muchacho. En cuanto lo encontró, reparó en que tenía el rostro encendido y los ojos casi desorbitados por la sorpresa y comprendió que se había fijado en el parecido. Sarah Hargrave, sentada a su lado, observó primero a Valentine, luego a su esposo. Hester no se molestó en localizar a Damaris Erskine.

Hester sintió lástima aun a su pesar; resultaba más fácil compadecer a Sarah que a Hargrave, pues en el caso de éste el asombro se unía a la ira.

El juez formuló varias preguntas a Valentine con el fin de asegurarse de que comprendía el significado del juramento antes de volverse hacia Rathbone e indicarle que podía empezar.

– ¿Conocía al general Thaddeus Carlyon, Valentine? -preguntó en tono familiar, como si se hallaran en una sala de estar, no entre las lustrosas paredes de madera de un tribunal, ante cientos de espectadores que permanecían atentos para no perderse ni una sola palabra.

Valentine tragó saliva.

– Sí.

– ¿Lo conocía bien?

– Sí-contestó tras vacilar unos segundos.

– ¿Desde hacía mucho tiempo? ¿Sabe cuánto?

– Sí, desde que tenía unos seis años; es decir, hacía más de siete.

– Así pues, ya lo conocía cuando se hirió en la pierna con la daga. Me refiero al accidente que se produjo en su casa.

Ni uno solo de los presentes se movió ni habló. En la sala reinaba un silencio absoluto.

– Sí.

Rathbone dio un paso hacia él.

– ¿Cómo ocurrió, Valentine? O tal vez debería preguntar ¿por qué?

Valentine lo observó. Había enmudecido y estaba tan pálido que, al verlo, Monk temió que se desmayara.

En la galería, Damaris se inclinó hacia la barandilla con visible desesperación. Peverell cubrió su mano con la suya.

– Si cuenta la verdad -añadió Rathbone con ternura-, no tiene por qué temer. La justicia lo protegerá.

El juez dejó escapar un suspiro, como si estuviera a punto de protestar, pero no lo hizo.

Lovat-Smith no despegó los labios.

Los miembros del jurado estaban muy quietos.

– Yo le apuñalé -susurró Valentine.

Maxim Furnival, sentado en la segunda fila, se tapó el rostro con las manos, en tanto que, a su lado, Louisa se mordía los nudillos. Alexandra se llevó las manos a la boca como si quisiera ahogar un grito.

– Debió de tener un buen motivo para hacer algo así -aventuró Rathbone-. Era una herida profunda. Podría haberse desangrado si le hubiera cortado una arteria.

– Yo… -Valentine se interrumpió.

Rathbone se había equivocado. De inmediato se percató de que lo había asustado demasiado.

– Sin embargo, no sucedió nada-se apresuró a decir-. No fue más que una herida molesta… y supongo que dolorosa.

Valentine estaba desolado.

– ¿Por qué lo hizo, Valentine? -preguntó Rathbone con mucho tacto-. Debió de tener un buen motivo, una razón que justificara un ataque violento.

Valentine estaba a punto de echarse a llorar y tardó varios minutos en serenarse.

Monk sufría por él.

Recordaba su propia adolescencia, la desesperante dignidad de los trece años, la hombría, que está tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

– La vida de la señora Carlyon puede depender de lo que usted declare -le recordó Rathbone.

Por una vez ni Lovat-Smith ni el juez le recriminaron aquella transgresión de las normas.

– No lo soportaba más -afirmó Valentine con un hilo de voz, de modo que el jurado tuvo que aguzar el oído para captar sus palabras-. ¡Se lo supliqué, pero no sirvió de nada!

– Así pues, ¿se defendió porque estaba desesperado? -inquirió Rathbone. Su voz, clara y precisa, resonó en la sala silenciosa, aunque habló con tono tan bajo como el que habría empleado si estuvieran solos en una pequeña habitación.

– Sí.

– ¿Qué era exactamente lo que no soportaba?

Valentine se ruborizó en el acto.

– Si le resulta demasiado doloroso explicarlo, ¿le importa que lo diga por usted? -propuso Rathbone-. ¿El general lo sodomizaba?

Valentine asintió levemente con la cabeza.

Maxim Furnival soltó un gemido ahogado.

El juez se dirigió a Valentine.

– Debe hablar para que no se le interprete mal -explicó con gran ternura-. Basta con que diga sí o no. ¿Está en lo cierto el señor Rathbone?

– Sí, señor -susurró Valentine.

– Entiendo. Gracias. Le aseguro que no se emprenderá ninguna acción legal contra usted por la herida que infligió al general Carlyon. Fue en defensa propia y no constituye delito. Toda persona tiene derecho a defender su vida o su virtud sin que se la condene. Goza usted de la comprensión de todos los presentes. Nos sentimos indignados por lo que ha sufrido.

– ¿Cuántos años tenía cuando empezó todo esto? -prosiguió Rathbone tras lanzar una breve mirada al juez y recibir su autorización.

– Seis años, creo -respondió Valentine.

Se oyeron suspiros en la sala, y pareció percibirse un escalofrío de rabia. Damaris sollozaba entre los brazos de Peverell. Los murmullos de furia resultaban cada vez más audibles, y un miembro del jurado lanzó un gemido. Rathbone permaneció en silencio por unos momentos; la consternación le impedía continuar.

– Seis años -repitió al cabo de unos segundos por si alguien no lo había oído-. ¿Y siguió haciéndolo después de que lo apuñalara?

– No, no, entonces dejó de hacerlo.

– En esa época el hijo del general debía de tener… ¿cuántos años?

– ¿Cassian? -Valentine se tambaleó y se agarró a la barandilla. Estaba lívido.

– ¿Unos seis años? -aventuró Rathbone con voz ronca.

Valentine asintió.

En esta ocasión nadie le pidió que hablara. Incluso el juez había palidecido.

Rathbone dio media vuelta y avanzó un par de pasos con las manos en los bolsillos antes de volverse de nuevo hacia el testigo.

– Dígame, Valentine, ¿por qué no recurrió a sus padres para acabar con esos terribles abusos? ¿Por qué no se lo dijo a su madre? Supongo que ésa es la reacción natural de los niños cuando se sienten heridos y asustados. ¿Por qué no lo contó, en lugar de sufrir durante todos esos años?

Valentine bajó la mirada; sus ojos reflejaban un hondo sufrimiento.

– ¿Acaso su madre no lo habría ayudado? -insistió Rathbone-. Al fin y al cabo, el general no era su padre. Les habría costado su amistad, pero ¿qué es eso comparado con usted, su hijo? Ella podría haberle prohibido la entrada en la casa. Sin duda su padre habría fustigado a cualquier hombre que se hubiera atrevido a hacerle eso.

Valentine alzó la vista hacia el juez con los ojos inundados de lágrimas.

– Debe responder -indicó el juez con solemnidad-. ¿Su padre también abusaba de usted?

– ¡No! -La sorpresa y la sinceridad de la exclamación de Valentine no dejaban lugar a dudas-. ¡No! ¡Nunca!

El magistrado respiró hondo y se reclinó en su asiento con un atisbo de sonrisa en los labios.

– Entonces ¿por qué no se lo dijo? ¿Por qué no le pidió que lo protegiera? O a su madre. Seguro que ella lo habría protegido.

Valentine no pudo contenerse más y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

– Ella lo sabía. -Se atragantó y respiró con dificultad-. Me dijo que no se lo contara a nadie, y menos a papá. Dijo que le… pondría en una situación embarazosa y que perdería su posición.

Los asistentes manifestaron su ira y algunos exclamaron: «¡Que la cuelguen!» El juez llamó al orden, recurrió al mazo, pero transcurrieron varios minutos antes de que se hiciera el silencio.

– ¿Su posición? -Frunció el entrecejo mientras miraba a Rathbone, sin entender-. ¿Qué posición?

– Gana mucho dinero con los contratos del ejército -explicó Valentine.

– ¿Contratos que le proporcionaba el general Carlyon?

– Sí, señor.

– ¿Le dijo eso su madre? Hable con claridad, por favor, Valentine.

– Sí, ella me lo dijo.

– ¿Está usted seguro de que su madre sabía exactamente lo que el general le hacía? ¿Le contó toda la verdad?

– ¡Sí! ¡Se lo conté todo! -El muchacho tragó saliva, pero no consiguió contener el llanto.

La ira que se respiraba en la sala era tan intensa que resultaba palpable.

Maxim Furnival permanecía sentado, con una palidez propia de un muerto.

– Alguacil -llamó el juez-, hágase cargo de Louisa Furnival. Más adelante se tomarán las medidas pertinentes para el cuidado de Valentine. Por el momento, tal vez sea mejor que se quede y consuele a su padre.

Un alguacil corpulento, con los botones relucientes, se encaminó hacia Louisa, que tenía el rostro demudado. La obligó a levantarse de malas maneras y la llevó, tropezando con sus faldones, hacia el pasillo que conducía al exterior de la sala.

Maxim quiso ponerse en pie, pero comprendió que no serviría de nada.

De todos modos, se trataba de un gesto inútil. Todo su cuerpo delataba la repulsión que sentía por ella y la destrucción de todo cuanto creía poseer. Su única preocupación era Valentine.

El juez suspiró.

– Señor Rathbone, ¿desea formular alguna otra pregunta al testigo?

– No, Su Señoría.

– ¿Señor Lovat-Smith?

– Yo tampoco, Su Señoría.

– Gracias. Valentine, el tribunal le agradece su honradez y valor y lamenta que haya tenido que pasar por esta dura experiencia. Regrese con su padre y ofrézcale el consuelo y la ayuda que pueda.

Valentine bajó del estrado entre murmullos de compasión y se dirigió hacia el lugar en el que se encontraba su padre.

– Señor Rathbone, ¿desea llamar a declarar a algún otro testigo? -preguntó el juez.

– Sí, Su Señoría. Quisiera llamar al limpiabotas de la casa de los Furnival, que sirvió en el ejército de la India como tambor. Explicará por qué dejó caer la ropa limpia que llevaba y huyó al topar con el general Carlyon en casa de los Furnival la noche del asesinato… Sí Su Señoría lo juzga necesario, lo citaré, pero preferiría no hacerlo… Supongo que el tribunal lo comprenderá.

– Así es, señor Rathbone -aseguró el juez-. No es necesario que declare. Podemos llegar fácilmente a la conclusión de que estaba asustado y afligido. ¿Es eso suficiente?

– Sí, gracias, Su Señoría.

– Señor Lovat-Smith, ¿tiene alguna objeción? ¿Desea que el muchacho testifique para así obtener una explicación precisa que tal vez difiera de la que el jurado pueda conjeturar?

– No, Su Señoría -respondió Lovat-Smith de inmediato-, siempre y cuando la defensa demuestre que el joven en cuestión sirvió con el general Thaddeus Carlyon.

– ¿Señor Rathbone?

– Sí, Su Señoría. Se ha investigado el historial militar del muchacho y se ha comprobado que sirvió en la misma unidad que el general Carlyon.

– En tal caso no es preciso someterlo a una experiencia dolorosa. Continúe con el siguiente testigo.

– Con la venia del tribunal, quisiera llamar a declarar a Cassian Carlyon. Tiene ocho años, Su Señoría, y considero que posee la suficiente inteligencia para discernir la verdad y la mentira…

Alexandra se puso en pie de inmediato.

– ¡No! -gritó-. No… ¡no puede hacerlo!

El juez la miró con expresión sombría y apenada.

– Siéntese, señora Carlyon. Como acusada tiene derecho a estar presente, siempre y cuando se comporte de manera adecuada, pero si interrumpe el juicio tendré que ordenar que la retiren de la sala. Preferiría no hacerlo, por lo que le ruego que no me obligue a tomar semejante decisión.

Alexandra volvió a sentarse con lentitud, temblando. Dos celadoras la ayudaron.

– Llámelo, señor Rathbone. Yo determinaré si puede atestiguar y el jurado otorgará a su testimonio el valor que considere oportuno.

Cassian apareció en el fondo de la sala acompañado de un oficial y recorrió solo el estrecho pasillo. Debía de medir un metro veinte, era muy delgado, de apariencia frágil, estaba bien peinado y muy pálido. Subió al estrado y miró de reojo a Rathbone y luego al juez.

Se elevaron murmullos y suspiros entre el público. Varios miembros del jurado observaron a Alexandra, que parecía aterrorizada.

– ¿Cómo se llama? -preguntó el juez al testigo.

– Cassian James Thaddeus Randolf Carlyon, señor.

– ¿Sabe por qué estamos aquí, Cassian?

– Sí, señor, para ahorcar a mi madre.

Alexandra se mordió los nudillos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

Un miembro del jurado sofocó un grito.

Una mujer del público sollozaba.

El juez quedó sin aliento y palideció.

– ¡No, Cassian, no es así! Estamos aquí para descubrir qué sucedió la noche en que su padre murió y por qué ocurrió… y luego obraremos según dicte la ley.

– ¿De verdad? -Cassian se mostró sorprendido-. La abuela me contó que colgarían a mi madre porque es malvada. Mi padre era un hombre muy bueno y ella lo mató.

Las facciones del juez se endurecieron.

– De momento debe olvidar lo que le haya dicho su abuela o cualquier otra persona y contarnos la verdad. ¿Sabe cuál es la diferencia entre la verdad y la mentira, Cassian?

– Sí, claro que lo sé. Mentir es no decir la verdad y es algo deshonroso. Los caballeros no mienten, y los oficiales tampoco.

– ¿Ni siquiera cuando desean proteger a alguien a quien aman?

– No, señor. La obligación de un oficial es decir la verdad o permanecer en silencio si es el enemigo el que pregunta.

– ¿Quién le ha explicado eso?

– Mi padre, señor.

– Estaba en lo cierto. Cuando haya prestado juramento y haya prometido a Dios que sólo dirá la verdad, desearía que contara la verdad o permaneciera en silencio. ¿Lo hará?

– Sí, señor.

– Señor Rathbone, puede tomar juramento al testigo.

Rathbone lo hizo y comenzó el interrogatorio situado cerca del estrado.

– Cassian, usted apreciaba mucho a su padre, ¿no es así?

– Sí, señor -respondió el chiquillo con serenidad.

– ¿Es cierto que hace unos dos años su padre comenzó a demostrarle su amor de una manera diferente… de una manera muy íntima?

Cassian parpadeó. No apartaba la vista de Rathbone, ni siquiera para mirar a su madre, que estaba en el banquillo de los acusados, o a sus abuelos, sentados entre el auditorio.

– A su padre ya no puede molestarle que diga la verdad -añadió Rathbone-, y es vital para su madre que sea usted sincero.

– Sí, señor.

– ¿Le mostró su padre su amor, hace un par de años, de una forma nueva, muy… física?

– Sí, señor.

– ¿De manera muy íntima?

Cassian dudó.

– Sí, señor -respondió al fin.

En la galería alguien lloraba. Un hombre blasfemó, indignado.

– ¿Le dolió? -preguntó Rathbone con seriedad.

– Sólo al principio.

– Entiendo. ¿Su madre lo sabía?

– No, señor.

– ¿Por qué no?

– Papá me dijo que era algo que las mujeres no entendían y que nunca debía contárselo. -El niño respiró hondo.

– ¿Por qué no?

– Me dijo que dejaría de quererme si se enteraba. En cambio Buckie me dijo que mamá todavía me quería.

– Oh, Buckie tiene toda la razón -se apresuró a decir Rathbone con voz ronca-. Ninguna madre podría querer más a su hijo que la suya, se lo aseguro.

– ¿De verdad? -Cassian no apartaba la mirada de Rathbone, como si se negase a admitir que su madre se encontraba presente y no desease ver lo que más temía.

– Oh, sí. Conozco muy bien a su madre. Me ha dicho que preferiría morir a hacerle daño. Mírela y compruebe por usted mismo a qué me refiero.

Lovat-Smith hizo ademán de levantarse.

Cassian volvió la cabeza con gran lentitud y miró a su madre por primera vez.

Alexandra esbozó una sonrisa que no consiguió atenuar el dolor que delataba su rostro.

El niño se volvió hacia Rathbone.

– Sí, señor.

– ¿Su padre continuó haciendo esta… cosa nueva hasta antes de morir?

– Sí, señor.

– ¿Alguna otra persona, algún hombre, le hizo alguna vez lo mismo?

En la sala reinaba un silencio absoluto, con la excepción de un suspiro que provenía de la parte posterior de la galería.

– Sabemos que es así, Cassian -agregó Rathbone-. Hasta el momento ha sido usted muy valiente y franco. Le ruego que no nos mienta ahora. ¿Alguien más le hizo lo mismo?

– Sí, señor.

– ¿Quién, Cassian?

El niño miró al juez y luego nuevamente a Rathbone.

– No puedo decirlo, señor. Juré que mantendría el secreto, y un caballero nunca traiciona a otro.

– Por supuesto -concedió Rathbone en tono de derrota-. Muy bien. Dejaremos el asunto por el momento. Gracias. ¿Señor Lovat-Smith?

Lovat-Smith se levantó y se acercó al estrado. Habló a Cassian con franqueza y tranquilidad, de hombre a hombre.

– Ha afirmado que no le contó el secreto a su madre, ¿verdad?

– Sí, señor.

– ¿No le contó nada, ni siquiera una parte?

– No, señor.

– ¿Cree que ella lo sabía?

– No, señor, nunca se lo dije. ¡Lo había prometido! -Miraba a Lovat-Smith con la misma fijeza que antes a Rathbone.

– Entiendo. ¿Le resultó difícil guardar el secreto, no revelárselo a su madre?

– Sí, señor… pero fui capaz de hacerlo.

– ¿Está seguro de que ella nunca le preguntó nada al respecto?

– Sí, señor. Nunca me dijo nada.

– Gracias. Ahora hablemos del otro hombre. ¿Era uno o más de uno? No le pido que diga los nombres, sino un número. Si me dice el número, no traicionará a nadie.

Hester levantó la vista para observar a Peverell y se percató de que su rostro estaba marcado por la culpa y el miedo. ¿Era la culpa fruto de la complicidad o del desconocimiento? Hester sintió náuseas al pensar que podía tratarse de lo primero.

Cassian caviló durante unos instantes antes de responder.

– Dos, señor.

– ¿Otros dos?

– Sí, señor.

– Gracias. Eso es todo. ¿Rathbone? -Por el momento no deseo hacer más preguntas al testigo, gracias, pero me reservo el derecho de llamarlo a declarar de nuevo si así se lograra averiguar la identidad de los otros hombres.

– De acuerdo -aceptó el juez-. Gracias, Cassian. Puede retirarse de momento.

Cassian temblaba cuando bajó del estrado, tropezó en una ocasión y abandonó la sala escoltado por el alguacil. Los asistentes proferían murmullos de indignación y compasión. Alguien aclamó al chiquillo. El juez hizo ademán de intervenir, pero no serviría de nada. Además, habían sido palabras de aliento. Sería inútil pedir silencio o censurar a quien las había pronunciado.

– Llamo a declarar a Felicia Carlyon -anunció Rathbone en voz alta.

Lovat-Smith no protestó, aunque Felicia no figuraba en la lista de testigos de Rathbone y, por lo tanto, había oído los otros testimonios.

Se produjo un murmullo de expectación. Los sentimientos de los asistentes habían cambiado por completo. Felicia ya no les inspiraba pena, y ahora deseaban ver el curso de los acontecimientos para forjarse una opinión más precisa de ella.

Subió al estrado con la cabeza bien alta, el cuerpo rígido y una expresión de ira y orgullo. El juez le pidió que se descubriese el rostro y Felicia obedeció con desdén. Prestó juramento con voz clara.

– Señora Carlyon -dijo Rathbone al tiempo que se situaba delante del estrado-, la hemos citado a declarar. Usted ha oído los testimonios que se han presentado hasta el momento.

– En efecto, y todo ha sido una sarta de mentiras maliciosas y perversas -respondió ella-. La señorita Buchan es una anciana que ha trabajado en la casa de mi familia durante cuarenta años y se ha trastornado con el paso del tiempo. No logro imaginar de dónde ha sacado una solterona unas fantasías tan viles. -Hizo una mueca de repugnancia-. Supongo que sus instintos naturales de mujer adulta se han pervertido por el rechazo de los hombres.

– ¿Y Valentine Furnival? -preguntó Rathbone-. No puede decirse que sea un anciano solterón al que han rechazado, y tampoco un viejo criado sin independencia que no se atreve a hablar mal de su señor.

– Es un muchacho con las fantasías carnales propias de su edad -replicó-. Todos sabemos que los adolescentes tienen una imaginación febril. Supongo que, tal y como ha afirmado, alguien abusó de él, por lo que siento tanta pena por él como los demás. Sin embargo acusar a mi hijo es una maldad además de una irresponsabilidad. Me atrevería a decir que fue su propio padre, y Valentine desea protegerlo. Por eso incrimina a otro hombre, ya fallecido, que no puede defenderse.

– ¿Y Cassian? -inquirió Rathbone en tono amenazador.

– Cassian-repitió ella con desdén-. ¡Una criatura de ocho años asustada! ¡Por el amor de Dios! Su madre ha asesinado a su padre, al que adoraba, y morirá en la horca por ello… Usted le hace testificar en el estrado y espera que sea capaz de contarle la verdad sobre el amor que su padre le profesaba. ¿Es usted idiota? El pequeño habría declarado todo lo que usted hubiera querido. Yo por eso no condenaría ni a un gato.

– Supongo que su esposo también es inocente -dijo Rathbone con sarcasmo.

– ¡Es de todo punto innecesario afirmar algo así!

– ¿Lo afirma usted?

– Lo afirmo.

– Señora Carlyon, ¿por qué cree que Valentine Furnival apuñaló a su hijo en el muslo?

– Sólo Dios lo sabe. El muchacho está perturbado, lo que no me extraña si su padre ha abusado de él durante años.

– Tal vez -admitió Rathbone-. No cabe duda de que algo así afectaría a cualquiera. ¿Por qué estaba su hijo en la habitación del muchacho sin los pantalones puestos?

– ¿Cómo dice? -Felicia quedó paralizada. -¿Desea que repita la pregunta?

– No. Es absurdo. Si Valentine ha dicho eso, ha mentido, y no me interesa saber por qué.

– Señora Carlyon, la herida del general sangraba en abundancia. Era un corte profundo y, aun así, no tenía los pantalones ni rasgados ni manchados de sangre. Es imposible que los llevara puestos cuando Valentine le apuñaló en la pierna.

Felicia lo miró con frialdad.

En la sala se oyeron murmullos, movimientos, un repentino susurro de ira y luego se hizo el silencio.

Felicia no despegó los labios.

– Hablemos entonces de su esposo, el coronel Randolf Carlyon -prosiguió Rathbone-. Era un gran soldado, ¿no es cierto? Un hombre del que sin duda se sentía orgullosa, y abrigaba grandes ambiciones para su hijo: también debería convertirse en un héroe, a ser posible de mayor rango que el suyo… un general, de hecho. Y lo logró.

– Así es. -Felicia levantó la barbilla y lo observó con sus ojos azules-. Todos cuantos lo conocían lo admiraban y amaban. Habría realizado hazañas de mayor envergadura si no lo hubiesen asesinado en la flor de la vida. Asesinado por una esposa celosa.

– ¿Celosa de quién? ¿De su propio hijo?

– No sea ridículo… ni grosero -espetó ella.

– Sí, es grosero -admitió-, pero es cierto. Su hija Damaris aprendió el significado de la expresión que tenía su hermano en el rostro después de ver, por casualidad, cómo su esposo y él…

– ¡Tonterías!

– Años más tarde advirtió esa misma expresión en la cara de su propio hijo, Valentine. ¿Acaso miente? ¿Y la señorita Buchan también? ¿Y Cassian? ¿O es que todos ellos sufren de alucinaciones frenéticas y pervertidas… sumido cada uno en su propio infierno personal?

Felicia vaciló. Era evidente que resultaba ridículo.

– ¿Usted no lo sabía, señora Carlyon? -añadió Rathbone-. Su esposo abusó de su hijo durante todos esos años, probablemente hasta que usted lo envió como cadete al ejército. ¿Fue ésa la razón por la que lo mandó al ejército a pesar de su juventud, para que escapase de los apetitos de su esposo?

La tensión se respiraba en el ambiente. Los miembros del jurado tenían expresión de verdugos. Charles Hargrave parecía encontrarse mal. Sarah Hargrave se hallaba a su lado, pero saltaba a la vista que sus pensamientos estaban en otro lugar. Edith y Damaris estaban sentadas junto a Peverell.

Felicia tensó el rostro.

– Los muchachos se alistan en el ejército cuando son muy jóvenes, señor Rathbone. ¿Acaso no lo sabía?

– ¿Qué hizo entonces su esposo, señora Carlyon? ¿No temió usted que hiciera lo mismo que luego hizo Thaddeus, es decir, abusar del hijo de un amigo?

Felicia lo miraba de hito en hito, sin despegar los labios.

– ¿O le buscó otro niño para satisfacerlo? ¿Un limpiabotas tal vez? -prosiguió Rathbone sin piedad-. Alguien que no pudiera vengarse… con lo que se evitaba cualquier escándalo… y… -Rathbone se interrumpió al ver que la testigo había palidecido tanto que parecía a punto de desmayarse. Felicia se agarró a la barandilla y todo su cuerpo se tambaleó. Alguien silbó desde el público; era un sonido desagradable y cargado de odio.

Lovat-Smith se puso en pie.

Randolf Carlyon profirió un grito al tiempo que su rostro adquiría un color purpúreo. Jadeó en un intentó por respirar, y las personas que lo rodeaban se alejaron de su lado con horror y sin compasión alguna. Un alguacil se acercó a él y le aflojó la pajarita.

Rathbone sabía que no debía dejar escapar la oportunidad.

– Eso fue lo que hizo, ¿no es cierto, señora Carlyon? -insistió-. Le buscó otro niño a su esposo… luego otro y otro… hasta que consideró que era demasiado mayor para causar más problemas. Sin embargo no protegió a su nieto. Permitió que abusaran de él. ¿Por qué, señora Carlyon? ¿Por qué? ¿Acaso valían la pena todos esos sacrificios, humillar a tantos pequeños, para no empañar su reputación?

Felicia se inclinó con expresión de odio.

– ¡Sí! Sí, señor Rathbone, valía la pena. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Traicionarlo y avergonzarlo en público? Habría arruinado una gran carrera; un hombre que demostraba su valor ante el enemigo y participaba en las contiendas sin arredrarse y sin que le importaran las adversidades; un hombre que fomentaba la valentía de los demás… ¿Por qué habría de traicionarlo? ¿Por sus apetitos? Los hombres tienen apetitos, siempre los han tenido. ¿Qué podía hacer…? ¿Revelar lo que hacía? -Sus palabras estaban llenas de desdén. No parecían importarle los silbidos y protestas del público-. ¿A quién se lo podía contar? ¿Quién me hubiera creído? ¿A quién podía acudir? Una mujer carece de derechos sobre sus hijos, señor Rathbone, y tampoco tiene dinero. Pertenecemos a nuestros esposos. No podemos abandonar el hogar sin su consentimiento, y mi marido nunca me lo hubiera permitido, como tampoco habría consentido que me llevara a mi hijo.

El juez dio golpes con el mazo para pedir silencio.

La estridente voz de Felicia destilaba ira y amargura.

– ¿O acaso hubiera preferido que lo asesinase… como ha hecho Alexandra? ¿Es eso lo que usted considera correcto? ¿Acaso las mujeres deberían asesinar a sus esposos si éstos las engañan, o si lastiman, desprecian o humillan a sus hijos? -Felicia se inclinó sobre la barandilla con el rostro desencajado-. Créame, existen muchas otras crueldades. Mi esposo trataba bien a su hijo, pasaba mucho tiempo con él, nunca le pegó ni lo envió a la cama sin cenar. Le proporcionó una excelente educación y lo ayudó a labrarse un buen futuro. Era un hombre considerado y cariñoso. ¿Acaso tendría que haber renunciado a todo eso y formular una vil acusación en la que nadie habría creído, o acabar en el banquillo de los acusados y luego en la horca… como ella?

– ¿Considera que no tenía alternativa? -inquirió Rathbone con suavidad-. ¿Cree que existía una opción intermedia… que no fuese ni consentir el abuso ni cometer el asesinato?

Felicia permaneció en silencio, con el rostro demacrado y aspecto envejecido.

– Gracias -dijo el abogado con una sonrisa de tristeza-. Ésa era también mi conclusión. ¿Señor Lovat-Smith?

En la sala se oyeron suspiros.

Los miembros del jurado parecían exhaustos.

Lovat-Smith se puso en pie con extrema lentitud, como si estuviera demasiado cansado para continuar. Se aproximó al estrado, observó a Felicia por unos instantes y luego bajó la mirada.

– No deseo preguntar nada a esta testigo, Su Señoría.

– Puede retirarse, señora Carlyon -indicó el juez con frialdad. Pareció a punto de añadir algo, pero no lo hizo.

Felicia descendió por los escalones con torpeza, como una anciana, y se dirigió hacia la puerta. En la estancia reinaba un silencio de condena absoluto.

El juez miró a Rathbone.

– ¿Desea llamar a algún otro testigo, señor Rathbone?

– Con la venia de Su Señoría, quisiera llamar de nuevo a Cassian Carlyon.

– ¿Lo considera necesario, señor Rathbone? Ya ha demostrado usted lo que quería.

– No del todo, Su Señoría. De este niño han abusado su padre, su abuelo y una tercera persona. Creo que es nuestro deber descubrir la identidad del tercer hombre.

– Si considera que puede conseguirlo, adelante señor Rathbone, pero no permitiré que cause un dolor innecesario al niño. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí, Su Señoría, con absoluta claridad.

Cassian apareció de nuevo, diminuto y pálido, pero sereno.

Rathbone se aproximó al estrado.

– Cassian… su abuela acaba de declarar que su abuelo también abusaba de usted. No necesitamos hacerle preguntas al respecto. Sin embargo, había una tercera persona y debemos averiguar quién es.

– No, señor; no puedo decírselo.

– Entiendo sus razones. -Rathbone introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una navaja para plumas con la empuñadura negra esmaltada. La sostuvo en alto-. ¿Tiene usted una navaja para plumas parecida a ésta?

Cassian se ruborizó al observarla.

Hester dirigió la mirada hacia la galería y reparó en la perplejidad de Peverell.

– Recuerde que debe decir la verdad -le advirtió Rathbone-. ¿Tiene una navaja como ésta?

– Sí, señor -respondió Cassian con indecisión.

– ¿Tiene también un reloj de bolsillo? ¿Un reloj de oro con la balanza que representa la Justicia grabada?

Cassian tragó saliva.

– Sí, señor.

Rathbone sacó del bolsillo un pañuelo de seda.

– ¿Y un pañuelo de seda?

Cassian estaba muy pálido.

– Sí, señor.

– ¿Dónde ha obtenido esos objetos, Cassian?

– Yo… -El chiquillo cerró los ojos.

– ¿Puedo ayudarlo? ¿Se los regaló su tío Peverell Erskine?

Peverell se incorporó y Damaris lo agarró con tanta fuerza que lo hizo tambalear.

Cassian no contestó.

– Se los regaló Peverell… ¿no es cierto? -insistió el abogado-. ¿Le obligó a prometer que no se lo diría a nadie?

Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas del niño.

– Cassian… ¿es Peverell el otro hombre que abusaba de usted?

De repente se oyó un grito sofocado procedente de la galería.

– ¡No! -exclamó Cassian con desesperación y dolor-. ¡No! No es él. Yo robé esos objetos porque… los quería.

Alexandra lloraba en el banquillo de los acusados, y la celadora que estaba a su lado la rodeó con el brazo con una extraña y súbita ternura.

– ¿Los robó porque le gustaban? -preguntó Rathbone.

– No. No. -La voz de Cassian reflejaba una profunda angustia-. Él era amable conmigo -añadió a voz en cuello-. Era el único que… que no me hacía eso. ¡Era… mi amigo! Yo… -Sollozó con impotencia-. Era mi amigo.

– ¿Oh? -Rathbone no acababa de creer al pequeño-. Entonces, si no era Peverell Erskine, ¿quién era? ¡Dígamelo y le creeré!

– ¡Era el doctor Hargrave! -afirmó Cassian entre sollozos-. ¡El doctor Hargrave! ¡Fue él! ¡Él lo hizo! ¡Le odio! ¡Él lo hizo! ¡No permita que se vaya! ¡No lo permita! Tío Pev, haz que lo detengan.

Un rugido de ira surgió del público. Antes de que el alguacil se hubiese movido, dos hombres ya habían inmovilizado a Hargrave.

Rathbone se dirigió a toda prisa hacia el estrado, subió por los escalones y abrazó a Cassian. Lo ayudó a salir y topó con Peverell, que tras haber esquivado al alguacil había logrado llegar hasta el espacio abierto que había delante de los asientos de los abogados.

– Lléveselo y, por el amor de Dios, cuide de él -le dijo Rathbone.

Peverell levantó al niño, sorteó a los alguaciles y al público y lo sacó de la sala. Damaris los seguía de cerca. Se oyó un gran suspiro en la sala y la puerta se cerró. Inmediatamente después se hizo el silencio.

Rathbone se volvió hacia el juez.

– Ésta es mi defensa, Su Señoría.

El tiempo transcurría sin que nadie se percatara de ello. A nadie le importaba si era la mañana, el mediodía o la tarde. Nadie se movía de los asientos.

– Naturalmente, nadie tiene derecho a quitarle la vida a otro ser humano -añadió Rathbone-, sea cual fuere la injusticia que haya sufrido. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer esta pobre mujer? Vio cómo la misma conducta se repetía en su suegro, su esposo… y por último su hijo. No lo soportaba más. La ley, la sociedad… nosotros… no le hemos ofrecido otra opción. No tenía más alternativa que permitir que continuase… durante generaciones que estarían marcadas por la humillación y el sufrimiento… o tomarse la justicia por su mano. -Rathbone no sólo dirigía su alegato a los miembros del jurado sino también al juez.

«Alexandra suplicó a su esposo que no lo hiciera más. Se lo rogó… y él se mostró indiferente. Quizá no pudiera evitarlo, ¿quién sabe?, pero ya han visto ustedes cuántas vidas han acabado destruidas por culpa de esta… de esta abominación: un apetito que se ha satisfecho sin tener en cuenta los sentimientos de los demás. -Rathbone observó los semblantes pálidos y atentos de los miembros del jurado-. Alexandra no asesinó a su esposo a la ligera. Sufrió lo indecible… y ahora tiene pesadillas que rayan en lo infernal. Jamás pagará lo bastante por lo que hizo. Teme que Dios la maldiga para siempre, pero prefiere sufrir si así evita a su amado hijo todos esos tormentos… la vergüenza y la desesperación, la culpa y el horror de convertirse en un adulto como su padre… que destruye su vida y la de sus descendientes… durante sabe Dios cuántas generaciones.

»Les ruego, caballeros, que se pregunten qué podía haber hecho Alexandra. ¿Tomar la opción más fácil, como su suegra? ¿Es eso lo que admiran? ¿Permitir que se repita ese abominable acto? ¿Protegerse y llevar una vida apacible, porque su esposo también poseía buenas cualidades? Que Dios nos ampare… -Rathbone se interrumpió, incapaz de contener la emoción-. ¿Permitir que la próxima generación sufra tanto como ella? ¿O tener el valor de sacrificarse a sí misma para terminar con todo?

»Debo admitir que no envidio su tarea, caballeros. Es una decisión que no debería pedirse a ningún hombre, pero tienen que tomarla… y no les puedo ayudar. Háganlo. ¡Háganlo con devoción, con pena y con honor! Gracias.

Lovat-Smith se acercó a los miembros del jurado y comenzó a hablar con voz apagada y visiblemente apenado, pero las leyes debían defenderse, pues de lo contrario se instauraría la anarquía. Nadie debía recurrir al asesinato para resolver sus problemas, fuere cual fuese el daño que hubieran sufrido.

A continuación el juez recapituló con solemnidad y en pocas palabras lo acontecido y luego pidió al jurado que se retirara para deliberar.

Los miembros del jurado regresaron poco después de las cinco de la tarde, ojerosos y pálidos.

Hester y Monk permanecían sentados juntos en la parte posterior de la atestada sala. Casi sin darse cuenta, Monk tendió la mano para coger la de Hester y notó que ella se la apretaba.

– ¿Han llegado a un veredicto? -preguntó el juez.

– Sí -contestó el presidente del jurado.

– ¿Es un veredicto unánime?

– Sí, Su Señoría.

– ¿Y cuál es?

El presidente del jurado permaneció erguido, con la barbilla levantada y la mirada al frente, mientras decía:

– Nuestro veredicto es que la acusada, Alexandra Carlyon, no es culpable de asesinato, Su Señoría, sino de homicidio sin premeditación, y pedimos, con la venia de Su Señoría, que se le imponga la condena más corta según lo estipulado por la ley.

El público prorrumpió en vítores y gritos de júbilo. Alguien aclamó a Rathbone, y una mujer lanzó rosas.

En la primera fila, Edith y Damaris se abrazaron, luego se volvieron hacía la señorita Buchan y la rodearon con sus brazos. La anciana estaba demasiado perpleja para reaccionar, pero enseguida esbozó una sonrisa.

El juez enarcó las cejas. Se trataba de un veredicto perverso, contrario a los hechos probados. Alexandra había matado a su esposo llevada por las circunstancias, pero legalmente constituía un asesinato.

Sin embargo, la decisión del jurado no podía revocarse. Todos habían estado de acuerdo en el fallo y, en ese momento, lo miraban sin parpadear.

– Gracias -dijo el juez con serenidad-. Quedan dispensados de su obligación. -Se volvió hacia Alexandra.

– Alexandra Elizabeth Carlyon, un jurado compuesto por miembros de su rango ha resuelto que usted no es culpable de asesinato, sino de homicidio sin premeditación… y ha suplicado misericordia en su nombre. Es un veredicto jurídicamente perverso, pero que comparto en su totalidad. Por lo tanto, la condeno a seis meses de cárcel; asimismo, según dicta la ley, se le expropiarán todos sus bienes y propiedades. Sin embargo, como su hijo heredará el patrimonio de su esposo, esta decisión no le afecta. Que Dios se apiade de usted y que algún día encuentre la paz.

Alexandra permaneció en el banquillo de los acusados visiblemente emocionada. Las lágrimas brotaron por fin y se deslizaron por su rostro.

Rathbone estaba inmóvil. Tenía los ojos empañados y se sentía incapaz de hablar.

Lovat-Smith se incorporó y le estrechó la mano.

Al fondo de la sala, Monk se acercó un poco más a Hester.

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