Capítulo 11

Monk empezó el fin de semana con una sensación de melancolía, no porque no tuviera la esperanza de encontrar al tercer hombre, sino porque ese descubrimiento le resultaba doloroso en extremo. Peverell Erskine le había parecido una buena persona y ahora todo apuntaba a que era él a quien buscaba. ¿Por qué razón si no había hecho al niño esos regalos tan personales e inútiles? Cassian no necesitaba una navaja para las plumas, y tampoco un pañuelo de seda; los chiquillos no utilizaban ni llevaban ese tipo de cosas. El reloj de bolsillo era asimismo un artículo demasiado valioso para una criatura de ocho años y su diseño estaba ligado a la profesión de Peverell; nada relacionado con los Carlyon, que le hubieran regalado algo de carácter militar, un emblema de un regimiento, quizá.

Había informado a Rathbone de sus sospechas y había advertido que se afligía tanto como él. Asimismo, había mencionado al limpiabotas, pero le había explicado que no existían pruebas de que Carlyon hubiera abusado de él y que ésa fuera la razón por la que el muchacho había huido del general la noche del homicidio. Ignoraba si Rathbone había entendido su razonamiento, por qué lo había aceptado sin oponer ninguna objeción, o si consideraba que no necesitaba al joven para la estrategia de defensa que había trazado.

Monk contemplaba desde la ventana la acera de Grafton Way mientras el viento cortante hacía que una hoja de periódico suelta sobrevolara los adoquines. Un buhonero vendía cordones de botas en una esquina. Una pareja cruzó la calle cogida del brazo, el hombre con un andar elegante, inclinado hacia la mujer, que sonreía; parecían disfrutar de su mutua compañía, y al verlos le embargó una sensación de soledad que le sorprendió, un sentimiento de exclusión, como si presenciara todo lo que tiene importancia en la vida, lo más agradable, a través de un cristal y desde la lejanía.

El último expediente que le había pasado Evan estaba sin abrir sobre el escritorio. Tal vez contuviera la respuesta al misterio que lo abrumaba. ¿Quién era la mujer que emergía en sus pensamientos con tanta insistencia y emociones tan fuertes, que le provocaba remordimientos, temor a una pérdida y, al fin y al cabo, confusión? Le asustaba descubrirlo pero, al mismo tiempo, no hacerlo le parecía peor.

Una parte de él se resistía, por la sencilla razón de que, en cuanto lo averiguara, no quedaría nada que le ofreciera el menor rayo de esperanza de encontrar algo agradable, una parte mejor de su personalidad, una ternura o generosidad que le habían faltado hasta el momento. Era consciente de que se trataba de una actitud ridícula, incluso cobarde, y ésa era la única crítica lo bastante potente para hacerle reaccionar. Se acercó a la mesa y abrió el informe.

Leyó la primera página de pie. El caso no resultaba especialmente complejo. Hermione Ward había estado casada con un hombre rico y poco atento, algunos años mayor que ella. Hermione era su segunda esposa, y al parecer la había tratado con frialdad, la había hecho sufrir estrecheces, no le había permitido que disfrutara de la vida social y le había exigido que se ocupara de la casa y de las dos hijas de su primer matrimonio.

Habían entrado a robar en la casa durante la noche y, al parecer, Albert Ward había oído al ladrón y se había dirigido a la planta baja para hacerle frente. Se habían enzarzado en una pelea, le habían golpeado en la cabeza y había muerto a consecuencia de la herida.

Monk se sentó y continuó con la segunda página.

La policía de Guildford había investigado el caso y encontrado varios indicios que levantaron sus sospechas. Los cristales de la ventana rota estaban fuera, no en el interior, donde era previsible que cayeran. La viuda fue incapaz de nombrar algún artículo que hubiera sido robado y ni siquiera corrigió su opinión a la semana siguiente, cuando había tenido más tiempo para meditar. Nada se encontró en las casas de empeño ni se vendió a los traficantes habituales que conocía la policía. El servicio, formado por seis personas, no había oído nada por la noche, ningún ruido ni alboroto. No se hallaron huellas ni ninguna otra marca que indicara la presencia de intrusos.

La policía arrestó a Hermione Ward y la acusó de haber matado a su esposo. Se requirieron los servicios de Scotland Yard. Runcorn destinó a Monk a Guildford. Probablemente el resto del expediente estaba en poder de la policía de la localidad.

La única forma de descubrir lo que quería era ir allí. El viaje era corto. Sin embargo, tal vez no fuese el día más adecuado, pues era sábado. Quizás el agente que necesitaba no estuviera de servicio. Además, el juicio de la señora Carlyon se reanudaba el lunes y debía estar presente. ¿Qué podía hacer en dos días? Con toda seguridad no sería suficiente.

No se le ocurrían más que excusas porque temía hacer ciertos descubrimientos.

Despreciaba la cobardía, ya que era el origen de todas las debilidades que más odiaba. Toleraba la ira, la desconsideración, la impaciencia, la codicia, aunque fueran defectos importantes, pero sin coraje ¿qué quedaba para enardecer o conservar la virtud, el honor o la integridad? Sin el valor suficiente para mantenerlo, ni siquiera el amor estaba a salvo.

Se acercó de nuevo a la ventana y observó los edificios de enfrente y los tejados que brillaban bajo el sol. No tenía ningún sentido que evadiera la cuestión. Le resultaría dolorosa hasta que averiguara lo ocurrido, quién era la mujer y por qué le había inspirado sentimientos tan intensos para luego desaparecer de su vida. ¿Por qué no poseía ningún objeto que le recordara a aquella mujer, alguna foto, alguna carta? Probablemente porque pensar en ella le provocaba excesivo dolor. Si no desvelaba el enigma seguiría atormentado, despertaría por la noche con una desilusión hiriente y una terrible sensación de soledad. Por una vez le resultaba fácil entender a quienes huían.

No obstante, era algo demasiado importante para relegarlo al olvido, ya que su mente se lo impedía. No hacía más que oír ecos, tener visiones de un rostro borroso, un gesto, el color de un vestido, sus andares, la suavidad de su cabello, su aroma, el frufrú de la seda. Por el amor de Dios, ¿por qué no recordaba su nombre y tampoco todo su rostro?

No tenía nada que hacer durante el fin de semana. El juicio se reanudaría el lunes y no tenía ningún sitio donde buscar al tercer hombre. Ahora le tocaba a Rathbone.

Se apartó de la ventana y se dirigió hacia al perchero, tomó una chaqueta y un sombrero y salió de la habitación.

– Me voy a Guildford -informó a la casera, la señora Worley-. Quizá no regrese hasta mañana.

– ¿Seguro que volverá? -preguntó con firmeza al tiempo que se secaba las manos en el delantal. Era una mujer entrada en carnes, amable y eficiente-. ¿Volverá al juicio de esa mujer?

Él se sorprendió. Ignoraba que ella estuviera al comente.

– Sí, claro.

Ella negó con la cabeza.

– No sé por qué se ocupa de casos como ése. Desde que abandonó la policía, señor Monk, está de capa caída. Entonces se dedicaba a perseguir a gente como ésa, no a ayudarla.

– Usted, en su lugar, también lo habría matado, señora Worley, si hubiera tenido el suficiente valor -repuso con mordacidad-, igual que cualquier otra mujer.

– Yo no -replicó ella con irritación-. ¡El amor por un hombre nunca me convertiría en una asesina!

– Usted no sabe de qué habla. No fue por amor a un hombre.

– Cuidado con lo que dice, señor Monk -dijo la casera con vehemencia-. Sé lo que explican los periódicos con que envuelven las verduras y está clarísimo.

– Los periodistas tampoco saben nada, y no se jacte de leer los periódicos, señora Worley. ¿Qué le parearía eso al señor Worley? -Su sonrisa dejó al descubierto su dentadura.

La mujer se alisó los faldones y lo miró de hito en hito.

– Eso no es asunto suyo, señor Monk. Lo que yo leo sólo nos incumbe al señor Worley y a mí.

– Es algo entre usted y su conciencia, señora Worley, no es asunto de nadie, pero insisto en que los periodistas no saben nada. Espere al final del juicio; entonces ya me dará su opinión.

– ¡Ja! -exclamó ella. Giró sobre sus talones y regresó a la cocina.

Tomó un tren y se apeó en la estación de Guildford a media mañana. Paró un coche de caballos y un cuarto de hora después llegó a la comisaría. Subió por las escaleras en dirección al sargento de guardia que se encontraba en la recepción.

– ¿Qué desea, caballero? -El hombre lo reconoció-. ¿Señor Monk? ¿Cómo está, señor? -Le habló con respeto, casi reverencia, y Monk no percibió ningún tipo de temor. Gracias a Dios parecía que en aquel lugar no había sido injusto.

– Muy bien, gracias, sargento. ¿Y usted?

El policía se sorprendió porque no estaba acostumbrado a que sus superiores se interesaran por él.

– Bien, gracias, señor. ¿En qué puedo ayudarlo? El señor Markham está de servicio, si es a él a quien desea ver. No tengo noticia de ningún caso para el que necesitemos de su colaboración, por lo que debe de ser algo nuevo. -Estaba asombrado. Le parecía imposible que se hubiera producido un delito tan complejo como para recurrir a Scotland Yard y que, sin embargo, él no supiera nada al respecto. Debía de tratarse de algo sumamente peligroso y confidencial, un asesinato político o un homicidio en el que estuviera implicado algún miembro de la aristocracia.

– Ya no trabajo para la policía -explicó Monk. No valía la pena mentir-. Me dedico a la investigación privada. -Percibió la incredulidad del hombre y sonrió-. Una diferencia de opiniones sobre un caso; consideré que se había producido un arresto ilegal.

El hombre comprendió enseguida a qué se refería.

– El caso Moidore -afirmó en tono triunfal.

– ¡Exacto! -Entonces fue Monk el sorprendido-. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Lo leí, señor. Opino que tenía usted razón. -Y asintió con expresión satisfecha-. ¿En qué podemos ayudarlo ahora, señor Monk?

Lo mejor era ser sincero. De momento el sargento parecía estar de su parte, por la razón que fuera, pero aquella actitud podía cambiar fácilmente si se descubría que había mentido.

– He olvidado algunos detalles del caso que llevé aquí y me gustaría refrescarme la memoria. Desearía hablar con alguien capaz de proporcionarme esa información. Ya sé que es sábado y que quizá quienes colaboraron conmigo no estén de servicio, pero era el único día que podía salir de Londres. Estoy trabajando en un caso importante.

– Ningún problema, señor. El señor Markham está aquí, y supongo que no le importará decirle lo que desea saber. Fue su caso más importante y le encanta hablar de él. -Señaló con la cabeza la puerta de la derecha-. Es por ahí, señor, al fondo del pasillo, como siempre.

– Gracias, sargento. -Antes de que resultara evidente que no recordaba el nombre del policía, Monk cruzó el umbral y se adentró en el corredor. Por fortuna no había posibilidad de equivocarse de dirección, porque no recordaba el edificio.

El sargento Markham estaba de pie, de espaldas a Monk, y éste apreció algo en el ángulo de sus hombros y en la forma de su cabeza, en la postura de sus brazos, que le hizo rememorar, y de repente se vio de nuevo investigando el caso, lleno de ansiedad y temor.

Cuando Markham se volvió y lo miró, la sensación se desvaneció. Estaba de nuevo en el presente, en la sala de una comisaría que le resultaba ajena, frente a un hombre que lo conocía pero sobre el que él no sabía nada, a excepción de que habían trabajado juntos en el pasado. Su rostro le era vagamente familiar; tenía los ojos azules, como la mayoría de los ingleses, la tez clara, pálida, y el cabello abundante, un poco aclarado por el sol en la parte delantera.

– ¿Desea algo, caballero? -inquirió. Se fijó en primer lugar en que su visitante vestía de paisano, luego observó su rostro con mayor atención y lo reconoció-. Vaya, si es el señor Monk. -Mostró un entusiasmo mesurado. Sus ojos denotaban admiración, pero también cautela-. ¿Cómo está, señor? ¿Tiene otro caso? -El interés iba acompañado de otras emociones menos confiadas.

– No, el mismo de antes. -Monk se preguntó si era apropiado sonreír, o si resultaría tan inusitado que parecería ridículo. Tomó la decisión rápidamente; era falsa y la sonrisa se le helaría en el rostro-. He olvidado algunos detalles y, por motivos que no puedo explicar, necesito recordarlos o, para ser exactos, necesito que usted me refresque la memoria. ¿Aún conserva el expediente?

– Sí, señor. -La sorpresa de Markham era evidente, pero estaba acostumbrado a obedecer a Monk y lo hacía de forma instintiva, aunque no comprendiera por qué.

– Ya no trabajo para Scotland Yard. -Monk no osaba engañarlo.

El sargento se mostró incrédulo.

– Ya no está en el cuerpo… -Era incapaz de disimular su asombro-. ¿Que ya no… no está en Scotland Yard? -Parecía no asimilar las palabras que pronunciaba.

– Me dedico a la investigación privada -explicó Monk sin apartar la vista de él-. Tengo que volver a Old Bailey el lunes, para el caso Carlyon, por lo que necesito que me facilite la información hoy, si es posible.

– ¿Con qué finalidad, señor? -Markham respetaba mucho a Monk, pero había aprendido de él que no debía aceptar la palabra de nadie sin una justificación ni obedecer una orden de un hombre sin autoridad. En tiempos pasados Monk lo habría criticado sin piedad por ello.

– Para mi satisfacción personal -contestó Monk con la mayor tranquilidad posible-. Quiero asegurarme de que hice todo lo que pude y de que tenía razón. Además, me gustaría localizar a esa mujer, si es posible. -Se percató demasiado tarde de que se había delatado. Markham lo consideraría una estupidez o una broma pesada. Notó que se acaloraba, que la transpiración le cubría todo el cuerpo y que luego se le enfriaba en la piel.

– ¿La señora Ward? -preguntó Markham con extrañeza.

– ¡Sí, la señora Ward! -Monk tragó saliva. Debía de estar viva, pues de lo contrario Markham no lo habría preguntado de esa manera. ¡Todavía podía encontrarla!

– ¿No mantuvieron el contacto, señor? -El sargento frunció el entrecejo.

A Monk se le formó un nudo en la garganta, volvió a tragar saliva y tosió.

– No -respondió-. ¿Se suponía que debíamos mantenerlo?

– Pues… -Markham se ruborizó-. Sé que trabajó de firme en el caso por una cuestión de justicia, por supuesto, pero advertí que se sentía atraído por la dama… y ella por usted, al menos eso parecía. Yo pensé, bueno, todos pensamos… -Se sonrojó aún más-. Bien, no importa. Le pido mis disculpas, señor. No hay que sacar conclusiones sobre las personas y sus sentimientos, ya que corremos el riesgo de equivocarnos. No puedo enseñarle el expediente, señor, puesto que ya no pertenece al cuerpo, pero recuerdo el caso bastante bien. Si lo desea, le contaré todo lo que le interese. Ahora estoy de servicio, pero dispongo de una hora para almorzar, por lo menos una, y estoy seguro que el sargento de guardia podrá sustituirme. Si le viene bien, nos encontraremos en el Three Feathers y le explicaré todo cuanto recuerdo.

– Gracias, Markham, es todo un detalle por su parte. Espero que me permita invitarlo a comer. -De acuerdo, señor, será un placer.


* * *

Así pues, a mediodía Monk y el sargento Markham se sentaron a una pequeña mesa redonda del bullicioso Three Feathers, cada uno frente a un plato rebosante de cordero guisado con salsa de rábano picante, patatas, col, puré de nabos y mantequilla; completaban el menú un gran vaso de sidra y una ración de budín de melaza al baño María.

Markham cumplió con su palabra. No llevaba papeles consigo, pero dio muestras de gozar de una memoria excelente. Tal vez para la ocasión hubiera releído los documentos sobre el caso, o quizá recordaba los hechos con tal claridad que no necesitaba hacerlo. Inició su relato en cuanto sació su apetito con una docena de bocados.

– Lo primero que hizo, tras leer las declaraciones, fue empezar por donde habíamos comenzado nosotros y seguir todos los pasos. -No utilizó el «señor» que había empleado en la comisaría, lo que divirtió y asombró a Monk.

»Es decir, acudió al escenario del crimen y examinó la ventana rota -prosiguió Markham-. Por supuesto, ya habíamos retirado los cristales rotos pero le enseñamos dónde habían caído. Luego volvimos a interrogar al servicio y a la señora Ward. ¿Quiere saber lo que recuerdo de todo aquello?

– Sólo si hubo algo digno de mención -respondió Monk-; si no, no es necesario.

Markham le explicó que se había llevado a cabo una exhaustiva investigación, al término de la cual cualquier policía competente habría detenido a Hermione Ward, ya que todas las pruebas apuntaban a ella. La gran diferencia entre ésta y Alexandra Carlyon estribaba en que la primera tenía mucho que ganar con el asesinato: liberarse de un marido dominante y las hijas de la esposa anterior, y conseguir como mínimo la mitad de una herencia más que considerable. En cambio, al menos a primera vista, Alexandra tenía mucho que perder: posición social, un padre atento con su hijo y una situación económica desahogada. Sin embargo, Alexandra había confesado con relativa rapidez, en tanto que Hermione había insistido en su inocencia. -¡Siga! -le instó Monk.

Markham continuó tras engullir unos pocos bocados más. Monk era consciente de su falta de delicadeza al no permitirle comer con tranquilidad, pero no cejó en su empeño por saber más.

– Usted no quería que el caso terminara ahí-añadió Markham con admiración al recordar-. No sé por qué pero usted creía en ella. Supongo que ahí radica la diferencia entre un buen policía y uno de primera clase; estos últimos poseen un instinto especial para distinguir al inocente del culpable sin dejarse llevar por lo que indican las apariencias. De todos modos, usted trabajó día y noche; nunca he visto a nadie trabajar tanto. No sé cuándo dormía, y lo digo en serio. Nos mareó hasta que perdimos la noción del tiempo.

– ¿Me comporté de forma poco razonable? -inquirió Monk, y al punto se arrepintió. Era una pregunta estúpida. ¿Qué iba a contestarle aquel hombre? Sin embargo, no podía dejar de interrogarle al respecto-. ¿Me mostré… ofensivo?

Markham vaciló. Clavó la mirada en el plato, luego en Monk e intentó leer en sus ojos si deseaba una respuesta sincera o un halago. Monk sabía cuál debía ser la decisión; le gustaban los elogios, pero no los gratuitos. Además, Markham era un hombre valiente. Le caía bien. Confiaba en haber demostrado la honradez y el buen juicio suficientes para haber sentido lo mismo por él con anterioridad y haberlo manifestado.

– Sí -afirmó Markham por fin-, aunque no utilizaría la palabra «ofensivo». La ofensa existe cuando alguien se siente ofendido, y ése no fue mi caso. No diré que siempre aprobara su actitud, a veces trataba con excesiva dureza a algunas personas porque no estaban a su altura, por más que no podían hacer nada al respecto. No todos poseemos las mismas cualidades, y usted no estaba siempre dispuesto a entenderlo.

Monk sonrió con cierta amargura. Ahora que ya no trabajaba para el cuerpo, Markham había demostrado una temeridad considerable y había expresado pensamientos que un año atrás ni siquiera se habría atrevido a plantearse. No obstante era sincero. El hecho de que antes no hubiera osado manifestar su opinión no era un mérito para Monk, sino más bien lo contrario.

– Lo siento, señor Monk -se disculpó Markham al ver su expresión-, pero se mostró sumamente severo con nosotros y se enfurecía cuando los hombres no actuaban con la rapidez que usted deseaba. -Comió un poco más antes de añadir-: En cualquier caso, al final resultó que tenía razón. Tardamos en reconocerlo y criticó con severidad a algunos hombres porque mintieron por una razón u otra. Consiguió demostrar que la señora Ward no había cometido el asesinato, sino que lo habían hecho la doncella y el mayordomo. Estaban enamorados y habían planeado robar al señor, pero él oyó ruido durante la noche y los descubrió, por lo que se vieron obligados a matarlo para evitar pasar el resto de sus días en la cárcel. Con franqueza, yo preferiría que me colgaran a pasar cuarenta años en la prisión de Coldbath Fields, y creo que la mayoría de la gente estaría de acuerdo conmigo.

Así pues, la había salvado de la horca. No había sido por circunstancias atenuantes ni porque se tratara de una condena evitable.

Markham lo observaba con curiosidad y desconcierto. Debía de parecerle un hombre asombroso. Monk planteaba preguntas que resultaban extrañas en cualquier policía e incomprensibles en un hombre implacable y seguro de sí mismo como él.

Inclinó la cabeza para cortar el cordero y ocultar así su expresión. Se sentía vulnerable hasta extremos ridículos. Aquello era absurdo. Había salvado a Hermione, su honor y su vida. ¿Por qué no se había mantenido en contacto con ella? Con toda seguridad valoraba la justicia por encima de todo, al igual que en el caso de Alexandra Carlyon, incluso le apasionaba, pero la emoción que bullía en su sangre al recordar a Hermione era mucho más fuerte que el afán por resolver el caso. Era algo profundo y personal. Ella lo acechaba en sus pensamientos de una forma que sólo se explicaba si él la amaba. Sentía un anhelo inconmensurable de contar con una compañía que le había resultado tan agradable, que le había inspirado ternura, y había hecho aflorar lo mejor de sí mismo, la parte más sensible y generosa.

¿Por qué? ¿Por qué se habían separado? ¿Por qué no se había casado con ella? Desconocía la razón y le asustaba averiguarla.

Tal vez debiera dejar la herida abierta y esperar que cicatrizara.

Sin embargo no cicatrizaba. Seguía causándole dolor, como la piel que crece en una herida que sigue supurando.

Markham lo miraba con fijeza.

– ¿Todavía desea encontrar a la señora Ward? -le preguntó.

– Sí.

– Se marchó de The Grange, la casa familiar. Supongo que le traía demasiados recuerdos, y la gente seguía hablando por mucho que se hubiera demostrado su inocencia. Ya sabe cómo son las cosas; en una investigación sale a la luz toda clase de detalles que tal vez no guarden ninguna relación con el crimen y sería mejor no airear. Supongo que no hay nadie que no tenga algo que prefiera mantener en secreto.

– En efecto -convino Monk-. ¿Sabe adonde fue?

– Sí, sí. Se compró una casita cerca de Milton, al lado de la vicaría, si no recuerdo mal. Por si tiene intención de visitarla, hay un tren que va hasta allí.

– Gracias. -Monk terminó el budín de melaza acompañado del resto de la sidra. Al cabo de unos minutos agradeció a Markham su amabilidad.


* * *

El domingo, poco después del mediodía, se encontró en el escalón de la casa de piedra de estilo georgiano cercana a la vicaría. Presentaba un aspecto inmaculado, con un sendero de gravilla bien delimitado y rosales que empezaban a florecer bajo el sol. Se armó de coraje antes de llamar a la puerta. Fue un acto mecánico, realizado de forma racional pero sin que mediara la voluntad. Si obedecía a sus emociones, nunca se atrevería a hacerlo.

Le pareció que esperaba una eternidad. Un pájaro cantaba en el jardín y el viento mecía las hojas de los manzanos que se alzaban al otro lado del muro que circundaba la vicaría. Oyó el balido de un cordero y la respuesta de una oveja en la distancia.

De pronto la puerta se abrió. No había oído el ruido de las pisadas al otro lado. Se encontró frente a una sirvienta bonita y pizpireta y con el delantal almidonado y el cabello semioculto bajo una cofia de encaje.

Monk carraspeó para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

– Buenos días, eh… buenas tardes -balbució-. Si… siento molestarles a estas… estas horas… pero llegué ayer de Londres… -¿Cuándo le había costado tanto expresarse?-. ¿Podría hablar con la señora Ward? Se trata de un asunto de cierta importancia.

La sirvienta vaciló mientras lo observaba de arriba abajo: las botas brillantes y casi nuevas, los pantalones con un poco de polvo a la altura de los tobillos debido al paseo desde la estación, pero ¿por qué no en un día tan agradable? El abrigo era elegante, y llevaba el cuello y los puños de la camisa muy limpios. Por último lo miró a la cara, que en términos generales poseía la expresión de seguridad propia de un hombre con autoridad, por más que era sólo una fachada. La criada tomó una decisión.

– Iré a ver. -Su sonrisa dejó entrever cierta jovialidad, y sus ojos delataron que la situación se le antojaba un tanto cómica-. Si es tan amable de esperar en el salón, caballero…

Entró en la casa y la sirvienta lo condujo al salón. Daba la impresión de que esa estancia no se utilizaba demasiado; probablemente hubiera una sala de estar menos formal en la parte posterior de la vivienda.

Cuando la doncella se retiró, observó la habitación. Había un reloj de pared en el tabique más cercano a él, con una caja tallada con profusión. Las sillas estaban tapizadas en un tono marrón dorado, color que le resultaba un tanto agobiante, incluso en esa pieza discreta y confortable. Sobre la chimenea había un cuadro que representaba un paisaje, muy tradicional, a buen seguro de Lake District, con excesivo predominio del azul para su gusto; lo habría encontrado más bonito con una paleta limitada de grises y marrones apagados.

Acto seguido dirigió la mirada a los respaldos de las sillas y se sintió embargado por una intensa sensación de familiaridad que le hizo tensar los músculos. Los antimacasares estaban adornados con bordados de brezos blancos y lazos violetas. Conocía todas y cada una de las puntadas, las corolas de las flores y los bucles de los lazos.

Era absurdo. Ya sabía que allí estaba la mujer a quien buscaba. Markham se lo había dicho. No necesitaba que su memoria emocional se lo confirmara. Sin embargo, se trataba de un conocimiento de otra índole, no era expectación sino sentimiento. Al fin y al cabo, era la razón que le había llevado hasta allí.

Oyó pasos rápidos al otro lado de la puerta y vio que el pomo se movía.

Estuvo a punto de atragantarse con su propia respiración.

La mujer entró. No dudó ni un solo instante de que fuera ella. Todo le resultaba familiar: el cabello, ligeramente ondulado; los grandes ojos, de color miel, las pestañas largas; los labios carnosos, y el cuerpo esbelto.

Ella también lo reconoció de inmediato. Palideció al instante, pero enseguida recuperó su color natural con más viveza.

– ¡William! -exclamó, y se apresuró a cerrar la puerta tras de sí-. William… Dios mío, ¿qué haces aquí? Creí que nunca… quiero decir… que nunca volveríamos a vernos. -Se acercó a él muy despacio al tiempo que escudriñaba su rostro.

Monk quería hablar, pero no se le ocurría qué decir. Diversas emociones se arremolinaban en su interior: alivio porque era tal como la recordaba, dulce, bella, inteligente; temor porque había llegado el momento de la verdad. ¿Qué concepto tendría de él, cuáles eran sus sentimientos? ¿Por qué la había dejado? Se contemplaba a sí mismo con incredulidad. Qué poco sabía del hombre que había sido. ¿Por qué se había alejado de ella? ¿Por egoísmo? ¿Por miedo a comprometerse con una mujer y posiblemente una familia? ¿Por cobardía? Seguro que no había sido ése el motivo, sino más bien el egoísmo o el orgullo. Así era el hombre al que estaba descubriendo.

– ¿William? -repitió ella con desconcierto. No comprendía su silencio-. William, ¿qué ha ocurrido?

Monk no sabía cómo explicarse. No podía decir: «¡Te he encontrado pero no recuerdo cómo te perdí!»

– Que… quería saber cómo estabas. -Sonaba poco convincente, pero no se le ocurrió nada mejor.

– Es… estoy bien. ¿Y tú? -Ella seguía perpleja-. ¿Qué te ha traído a…? ¿Otro caso?

– No… no. -Monk tragó saliva-. He venido a verte.

– ¿Porqué?

– ¿Por qué? -La pregunta parecía ridícula. Porque la amaba. Porque nunca debería haberse marchado. Porque ella representaba la ternura, la paciencia, la generosidad, la paz, lo mejor de sí mismo, y deseaba sentir todo eso. ¿Cómo era posible que ella no lo supiera? -¡Hermione! -Pronunció su nombre con toda la pasión que había intentado reprimir.

Ella retrocedió, palideció de nuevo y se llevó las manos al pecho.

– ¡William! Te lo ruego.

De repente Monk se sintió aturdido. ¿Le había propuesto algo con anterioridad, le había expresado sus sentimientos y ella le había rechazado? ¿Lo había olvidado él porque se trataba de un episodio doloroso y sólo recordaba que la amaba, no que Hermione no le correspondía?

Quedó estupefacto, abrumado por el sufrimiento y una soledad atroz y desoladora.

– William, me prometiste… -susurró ella con la vista fija en el suelo-. No puedo. Ya te lo dije, me das miedo. Lo lamento tanto como tú, pero no puedo. No quiero… preocuparme tanto por nada ni por nadie. Trabajas demasiado, te enfureces de forma exagerada, te implicas en exceso en las tragedias y las injusticias que padecen los demás; luchas con denuedo por conseguir tu propósito, estás dispuesto a pagar más que yo… por todo, y sufres demasiado cuando pierdes. -Tragó saliva y levantó la mirada con ojos suplicantes-. No deseo sentir todo eso. Me atemoriza. Me asustas. Yo no amo de ese modo, y no quiero que tú me ames así, no soy capaz de estar a la altura y me despreciaría si lo intentara. Quiero… -Se mordió el labio inferior-. Quiero tranquilidad, no preocupaciones.

¡No quería preocupaciones! ¡Por todos los santos!

– ¿William? No te enfades -añadió ella-, pero no puedo evitarlo, ya te lo expliqué en su momento. Pensé que lo habías entendido. ¿Por qué has vuelto? No harás más que estropear las cosas. Ahora estoy casada con Gerald, y se porta bien conmigo, pero no creo que le guste saber que has regresado. Te está agradecido porque demostraste mi inocencia, de veras… -Hablaba de forma atropellada, y Monk notó que estaba atemorizada-. Por supuesto, yo siempre te estaré agradecida. Me salvaste la vida… y mi reputación… no lo he olvidado, pero, por favor… no puedo… -Se interrumpió. Le desconcertaba el silencio de Monk y no sabía qué más añadir.

Por mor de su dignidad y amor propio, debía asegurarle que se marcharía de forma discreta, que no la pondría en una situación comprometida. De todas maneras, no tenía ningún sentido permanecer allí. Ya sabía por qué se había marchado en el pasado. Ella no estaba a la altura de su pasión. Tenía un hermoso envoltorio, delicado al menos en apariencia, producto del temor a lo desagradable, no de la compasión, como hubiera sido el caso de una mujer menos superficial. Sin embargo, era más frívola que él, incapaz de corresponderle. No quería problemas; había algo de egoísmo innato en su interior.

– Me alegro de que seas feliz. -Le costaba articular las palabras-. No tienes por qué tener miedo. No me quedaré. He venido desde Guildford y debo estar en Londres mañana a primera hora; tengo un juicio importante entre manos. Ella… la acusada… me recordó a ti. Quería verte y saber cómo iban tus cosas. Ahora ya lo sé, ya tengo suficiente.

– Gracias. -El rostro de ella reflejó alivio-. Preferiría que Gerald no se enterara de que has estado aquí. No… no le parecería bien.

– Entonces no se lo digas -se limitó a sugerirle Monk-. Y si la criada lo menciona, dile que no era más que un viejo amigo que quería saber de ti y desearte toda la felicidad del mundo.

– Estoy bien y soy feliz. Gracias, William. -Hermione se turbó un tanto, quizás al darse cuenta de la dureza con la que había hablado. Sin embargo, no tenía intención de pedir disculpas.

Ni siquiera le ofreció un refrigerio. Quería que se marchara antes de que su esposo regresara de donde fuera que hubiese ido, quizá de la iglesia.

Quedarse no sería digno ni merecía la pena. No sería más que una muestra de egoísmo, en cierto modo un deseo de venganza del que luego se arrepentiría.

– En ese caso volveré a la estación y tomaré el próximo tren con destino a Londres. -Se dirigió hacia la puerta, y ella se apresuró a abrirla y le dio las gracias de nuevo.

Se despidieron y dos minutos más tarde Monk se encontró caminando por el sendero bajo los árboles, cuyas hojas, mecidas por el viento y calentadas por el sol, servían de palco a los pájaros. En los setos asomaban brotes blancos de espino que inundaban el aire de un aroma tan dulce que, sin esperarlo, estuvo a punto de echarse a llorar, no por autocompasión ante la pérdida de un amor, sino porque lo que había deseado con todas sus fuerzas nunca había existido, no en ella. Había pintado en su hermoso rostro y modales corteses un reflejo de sus anhelos, lo que resultaba tan injusto para ella como para él.

Parpadeó y apretó el paso. A menudo era un hombre duro, cruel, exigente y brillante, de una voluntad inquebrantable cuando del trabajo y la búsqueda de la verdad se trataba, por lo menos así había sido, y no podía negarse que era valiente. Por muchos cambios que deseara introducir en su vida, estaba convencido de que conservaría ese aspecto de su personalidad.


* * *

Hester pasó gran parte del domingo, con la ayuda involuntaria de Edith, en compañía de Damaris. En esta ocasión no vio a Randolf ni a Felicia Carlyon, ya que entró por la verja y puerta que conducían al ala en la que residían Damaris y Peverell, donde cuando lo deseaban disfrutaban de cierta intimidad. No le apetecía hablar con Felicia, por lo que agradeció no verse obligada a mostrarse cortés para llenar los silencios que, sin duda, se producirían si se encontraban. Además, se sentía un tanto culpable por lo que intentaba hacer y por el dolor que causaría a la familia.

Deseaba ver a Damaris a solas, sin temor a que nadie, y mucho menos Felicia, las interrumpiera, para plantearle los terribles descubrimientos de Monk y, quizá, sonsacarle la verdad de la noche del asesinato.

Sin saber por qué, Edith había accedido a distraer a Peverell y mantenerlo alejado de la casa con el primer pretexto que se le ocurriera. Hester sólo le había comentado que necesitaba hablar con Damaris con el fin de abordar un asunto delicado y tal vez doloroso que guardaba relación con un hecho cuya verdad debían descubrir. Le remordía la conciencia por no haberle explicado de qué se trataba, pero si se lo hubiera contado la habría forzado a tomar una determinación, y no osaba cargar a Edith con semejante responsabilidad por temor a que se precipitara y el amor que profesaba a su hermana fuera mayor que el deseo de revelar la verdad. Además, si la verdad era tan espantosa como sospechaban, era mejor para ella que no hubiera ayudado a sacarla a la luz de forma consciente.

Estos pensamientos se repetían una y otra vez en su mente cuando se sentó en la distinguida y lujosa sala de estar de Damaris para esperarla.

Recorrió la estancia con la mirada. Era propia de Damaris, convencional y atrevida a la vez, la comodidad de la riqueza y del gusto exquisito, la seguridad del orden establecido y, junto a todo esto, su faceta díscola, la emoción de la indisciplina. De una pared colgaban paisajes, de otra dos reproducciones de William Blake. En la misma estantería coincidían obras religiosas, filosóficas y libros de las tendencias políticas más atrevidas. Los adornos eran románticos o blasfemos, caros o imitaciones burdas, prácticos o inútiles, el gusto personal al lado del afán de sorprender. Era la sala de dos personas totalmente diferentes o de un ser que deseaba poseer lo mejor de dos mundos opuestos, realizar atrevidos viajes exploratorios y, al mismo tiempo, conservar la comodidad y seguridad de lo conocido.

Damaris entró vestida con un traje a todas luces nuevo, pero con un corte de estilo tan antiguo que recordaba la moda del imperio napoleónico. Era llamativo y, como enseguida observó Hester, sumamente favorecedor, pues tenía un diseño mucho más natural que el actual, con sus numerosas capas de enaguas rígidas y miriñaques. Además, parecía mucho más cómodo de llevar, aunque pensó que casi con toda seguridad Damaris lo lucía para llamar la atención más que por comodidad.

– Cuánto me alegro de verte -aseguró Damaris con cariño. Estaba pálida y tenía sombras negras bajo los ojos que ponían de manifiesto que últimamente no dormía bien-. Edith me ha dicho que querías hablar conmigo sobre el caso. No sé qué puedo decirte. Es un desastre, ¿verdad? -Se dejó caer en el sofá y, sin pensárselo dos veces, colocó los pies encima. Dedicó una sonrisa afectuosa a Hester-. Me temo que Rathbone está un poco perdido, no es lo bastante inteligente para sacar a Alexandra de esto. -Hizo una mueca-. De todos modos, por lo que he visto, ni siquiera parece intentarlo. Cualquier abogado de menos reputación habría hecho lo mismo que él. ¿Qué ocurre, Hester? ¿Cree que no vale la pena?

– Oh, sí-se apresuró a afirmar Hester. Le dolía oír hablar así de Rathbone tanto como la verdad que sólo ellos conocían. Se sentó frente a Damaris-. Aún no ha llegado el momento, pero ya falta poco.

– Me temo que será demasiado tarde. El jurado ya ha tomado una decisión. ¿No lo percibiste en sus rostros? Yo sí.

– No; no será tarde. Saldrán a la luz detalles que lo cambiarán todo, créeme.

– ¿De veras? -Damaris frunció el entrecejo con desconfianza-. No me imagino de qué puede tratarse.

– ¿Seguro?

Damaris la observó con los ojos entrecerrados.

– Lo dices como si creyeras que sé algo. No se me ocurre nada que pudiera alterar la opinión del jurado.

No había alternativa. Hester se sentía cruel; peor aún, como una traidora.

– Estuviste en casa de los Furnival la noche del asesinato -dijo, aunque era repetir lo que ambas sabían, algo que nadie había negado.

– Yo no sé nada -repuso Damaris con absoluta franqueza-. Por el amor de Dios, si supiera algo lo habría dicho hace tiempo.

– ¿De veras? ¿Por muy terrible que fuera?

Damaris la miró con ceño.

– ¿Terrible? Alexandra empujó a Thaddeus por encima del pasamanos, luego bajó, agarró la alabarda y se la clavó mientras él yacía inconsciente a sus pies. Creo que eso es bastante terrible. ¿Qué otra cosa peor podría haber sucedido?

Hester tragó saliva pero no apartó la mirada de los ojos de Damaris.

– Lo que descubriste cuando subiste a la habitación de Valentine Furnival antes de cenar, mucho antes de que Thaddeus fuera asesinado.

Damaris palideció, lo cual le otorgó un aspecto enfermizo y vulnerable. De repente, pareció mucho más joven de lo que era.

– Eso no tiene nada que ver con lo que le ocurrió a Thaddeus -repuso con voz queda-. Absolutamente nada. Fue otra cosa, algo… -la voz se le quebró y dejó caer los hombros.

– Creo que sí. -Hester no podía permitirse el lujo de ser indulgente.

Damaris esbozó una sonrisa irónica, como si se burlara de sí misma. Hizo una mueca y dijo:

– Te equivocas. Tendrás que aceptar mi palabra de honor.

– No puedo. Estoy segura de que lo crees, pero no comparto tu opinión.

– No sabes de qué se trata y no pienso decírtelo -replicó Damaris, claramente angustiada-. Lo siento, pero no ayudará a Alexandra y es mi problema, no el de ella.

Hester experimentó una mezcla de vergüenza y compasión.

– ¿Sabes por qué lo mató Alexandra?

– No.

– Pues yo sí.

Damaris la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Por qué? -preguntó con voz ronca… Hester respiró hondo.

– Porque Thaddeus sodomizaba a su propio hijo -susurró. Sus palabras sonaron con una naturalidad que resultaba obscena en la sala silenciosa, como si se tratara de un comentario banal que pudiera olvidarse al cabo de unos momentos, en lugar de algo tan espantoso que ambas recordarían hasta el fin de sus días.

Damaris no gritó ni se desmayó; ni siquiera apartó la mirada. Palideció aún más y la observó con profundo abatimiento.

Hester se percató con profundo malestar de que Damaris no mostraba incredulidad, y mucho menos sorpresa. Daba la impresión de que era un golpe que hacía tiempo esperaba y, por fin, había llegado. Así pues, Monk tenía razón. Aquella noche había descubierto que Peverell también estaba implicado en el asunto. Hester tuvo ganas de llorar por ella, por su dolor; deseaba estrecharla en sus brazos como habría hecho con un niño deshecho en lágrimas, pero era inútil. Nada conseguiría curar o cicatrizar esa herida.

– Lo sabías, ¿verdad? ¡Te enteraste aquella noche!

– No; no es cierto. -Damaris habló con voz monocorde, casi sin emoción, como si algo en su interior se hubiera desmoronado.

– Sí, fue entonces. Descubriste que Peverell abusaba de Valentine Furnival. Por eso regresaste al salón horrorizada. Estabas al borde de la histeria. No sé cómo lograste controlarte. Yo hubiera sido incapaz, creo…

– ¡Oh, cielos! ¡No! -exclamó Damaris-. ¡No! -Se enderezó con tal brusquedad que cayó del sofá-. No, no; no sabía nada. Pev no… ¿Cómo puedes pensar una cosa así? Es… es… una locura.

– ¿No es eso lo que descubriste al subir a la habitación de Valentine? -Hester vaciló por primera vez.

– No. -Damaris estaba en el suelo, delante de ella, con las piernas dobladas-. ¡No!, Hester, por todos los santos, por favor, créeme. Yo no sabía nada.

Hester empezó a dudar. ¿Estaba diciéndole la verdad?

– Entonces ¿qué descubriste? -preguntó. Frunció el entrecejo sin dejar de devanarse los sesos-. Bajaste de la habitación de Valentine como si hubieras visto al mismísimo diablo. ¿Por qué? ¿Qué otra cosa podías haber descubierto? Si no tenía nada que ver con Alexandra o Thaddeus, o Peverell, ¿qué fue?

– ¡No puedo decírtelo!

– En ese caso, no te creo. Rathbone te llamará a declarar. Cassian sufría abusos por parte de su padre, su abuelo y lo siento, alguien más. Necesitamos averiguar quién era esa tercera persona y demostrarlo, de lo contrario Alexandra acabará en la horca.

Damaris estaba tan pálida que tenía la piel grisácea, como si hubiera envejecido en cuestión de segundos.

– No puedo. Des… destruiría a Pev. -Miró a Hester-. No, no; no se trata de eso. Te lo juro por Dios, no es eso.

– Nadie te creerá -afirmó Hester, aunque enseguida comprendió que se equivocaba, pues ella misma le creía-. ¿Qué otra cosa podía ser?

Damaris hundió la cabeza entre las manos y comenzó a hablar muy despacio, con voz trémula, mientras se esforzaba por contener el llanto.

– Cuando era más joven, antes de conocer a Pev, me enamoré de otro hombre. No hice nada… Durante mucho tiempo. Lo amé… castamente. Luego pensé queque iba a perderlo. Lo… lo amaba con locura… por lo menos eso creía entonces. Así pues…

– Te entregaste a él. -La conclusión era evidente. A Hester no le sorprendió. Era probable que, en las mismas circunstancias, hubiera obrado igual de haber gozado de la belleza y desenvoltura de Damaris. Aun sin poseer esas cualidades también había sabido lo que era amar…

– Sí. -A Damaris se le hizo un nudo en la garganta-. Sin embargo, no conservé su amor… De hecho, creo que eso fue lo que acabó con él.

Hester esperó, consciente de que la historia no terminaba ahí.

Damaris siguió hablando con voz trémula.

– Quedé encinta, y Thaddeus fue quien me ayudó. A eso me refería cuando dije que era una buena persona. Ignoro si mamá se enteró. Thaddeus se ocupó de enviarme a otro lugar por un tiempo y de entregar al bebé en adopción. Era un niño. Lo tuve entre mis brazos una vez; era muy hermoso. -No logró contener las lágrimas. Su cuerpo temblaba a causa de los sollozos, y la desesperación la desgarraba.

Hester se sentó en el suelo y la abrazó con fuerza. Le acarició la cabeza mientras su tempestad amainaba al poder verter por fin las lágrimas de dolor y culpabilidad reprimidas durante años.

Cuando Damaris se hubo tranquilizado, Hester preguntó:

– ¿Qué descubriste aquella noche?

– Descubrí dónde estaba. -Damaris sorbió por la nariz y se sentó derecha. Tomó un pañuelo, pero era un ridículo pedazo de encaje y batista que no servía para nada.

Hester se dirigió hacia el lavabo, empapó una toalla en agua fría y agarró un trozo de tela suave que encontró junto al lavamanos. Se los entregó a Damaris sin articular palabra.

– ¿Y después? -inquirió al cabo de un par de minutos.

– Gracias. -Damaris permaneció sentada en el suelo-. Descubrí dónde estaba -repitió una vez que hubo recuperado la calma-. Me enteré de qué había hecho… Thaddeus, de a quién… se lo había entregado.

Hester tomó asiento.

– A los Furnival -añadió Damaris con una sonrisa de tristeza-. Valentine Furnival es mi hijo. Lo adiviné en cuanto lo vi. Hacía años que no veía a Valentine, desde que era pequeño, de la edad de Cassian, más o menos. Lo cierto es que Louisa no es santo de mi devoción y no frecuentaba su hogar. Además, las veces que lo visité el niño estaba en el internado o, cuando era más pequeño, ya estaba durmiendo. Aquella noche se encontraba en la casa porque se estaba recuperando del sarampión. Había cambiado mucho, estaba muy mayor y… -Respiró hondo y de forma un tanto entrecortada-. Se parecía tanto a su padre cuando era joven que…

– ¿Igual que su padre? -Hester buscó en su mente, lo cual era una estupidez. No había ninguna razón para pensar que había oído hablar de él, y, mucho menos que lo conocía; de hecho había numerosos motivos por lo que descartar esa posibilidad. Sin embargo, algo en el fondo de su mente luchaba por salir, un gesto, la expresión de los ojos, el color del pelo, las pestañas espesas…

– Charles Hargrave -confesó Damaris con voz queda.

Hester supo al instante que era verdad: los ojos, la estatura, los andares, el ángulo que formaban sus hombros.

De pronto otro pensamiento sombrío pareció querer aflorar, salir a la luz.

– Pero ¿por qué te trastornó tanto descubrirlo? Cuando bajaste no estabas consternada, sino histérica. ¿Por qué? Aunque Peverell se enterara de que Valentine es hijo de Hargrave, y supongo que no debe de saberlo, aunque advirtiera el parecido que guardan el muchacho y el doctor, no tiene ningún motivo para relacionarlo contigo.

Damaris cerró los ojos y, con voz temblorosa, dijo:

– Ignoraba que Thaddeus abusaba de Cassian, créeme, pero sabía que papá había abusado de Thaddeus cuando era niño. Conocía la expresión de sus ojos, esa mezcla de temor y emoción, el sufrimiento, la confusión y esa especie de placer secreto. Supongo que si me hubiera fijado bien en Cas, me habría percatado de ello. Después del asesinato pensé que lo abrumaba la pena. Además, en los últimos tiempos no he pasado demasiado tiempo con él; debería haberlo hecho… Sé lo de Thaddeus porque lo vi en una ocasión… y eso es algo que no se olvida.

Hester exhaló un suspiro y quiso decir algo, pero no se le ocurrió nada que resultara adecuado.

Damaris cerró los ojos.

– Advertí la misma expresión en el rostro de Valentine -agregó con voz tensa, como si le quemara la garganta- y comprendí que también abusaban de él. Pensé que era Maxim y lo odié tanto que lo habría matado. Nunca se me ocurrió pensar que fuera Thaddeus. Oh, cielos, pobre Alex. -Tragó saliva. No me extraña que lo matara. Yo en su lugar habría hecho lo mismo, pero no lo sabía. Supongo que di por supuesto que siempre lo hacían los padres, no otros. -Soltó una risa sarcástica y prosiguió su relato con un ligero deje de histeria en la voz-. Deberíais haber sospechado de mí. Habría sido tan culpable como Alexandra, de pensamiento e intención, aunque no de obra. Si no lo hice, fue sencillamente porque no me sentí capaz.

– Muchos de nosotros somos inocentes porque nos falta la posibilidad, o los medios, de pecar-señaló Hester con voz queda-. No te culpes. Nunca sabrás si lo hubieras hecho si se hubiese presentado la ocasión.

– Lo habría hecho. -No había ningún resquicio de duda en la voz de Damaris. Miró a Hester-. ¿Qué podemos hacer por Alex? Sería monstruoso que acabara en la horca por eso. ¡Cualquier madre que se precie habría reaccionado igual!

– Testificar -respondió Hester sin vacilar-. Di la verdad. Tenemos que convencer al jurado de que ella hizo lo único que estaba en su mano para proteger a su hijo.

Damaris apartó la mirada con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Tengo que contar lo de Valentine? ¡Peverell no lo sabe! Por favor…

– Cuéntaselo -susurró Hester-. Te ama y sin duda sabe que el sentimiento es mutuo.

– A los hombres les cuesta perdonar, sobre todo cosas como ésta -replicó Damaris con desesperación.

Hester se sentía acongojada. Deseaba de todo corazón que el tercer hombre no fuera Peverell.

– No juzgues a Peverell por lo que hacen los demás hombres -dijo Hester-. Dale la oportunidad de ser él mismo. -¿Sonaban sus palabras tan huecas como ella creía?-. Dale la oportunidad de perdonar y de quererte por lo que eres, no por lo que tú crees que él desea que seas. Fue un error, un pecado por así llamarlo, pero todos pecamos de un modo u otro. Lo que importa es que uno se convierte en una persona más sabia y bondadosa por ello, así como más tolerante, ¡y que no ha vuelto a ocurrir!

– ¿Tú crees que él lo verá así? Tal vez lo hiciera si se tratara de otra persona, pero es distinto cuando la confesión procede de tu esposa.

– Por el amor de Dios, ponlo a prueba.

– ¡Si no me perdona lo perderé!

– Y si mientes, Alexandra morirá. ¿Qué le parecería eso a Peverell?

– Lo sé. -Damaris se puso lentamente en pie y, de repente, recuperó toda su presencia de ánimo-. Tengo que decírselo. Sabe Dios que desearía no haberlo hecho, menos aún con Charles Hargrave. Ahora ni siquiera soporto mirarlo. Lo sé. No vuelvas a decírmelo. Debo contárselo a Pev. No hay otra salida; mentir no haría más que empeorar la situación.

– Tienes razón. -Hester le puso la mano sobre el brazo-. Lo lamento, pero a mí tampoco me quedaba otra elección.

– Lo sé. -Al sonreír, Damaris mostró parte del encanto que la caracterizaba, aunque era evidente que había realizado un gran esfuerzo-. Espero que sirva para salvar a Alex. No quiero confesar todo esto en vano.

– Haré cuanto pueda. Agotaré todas las posibilidades -le prometió Hester.

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