PACIENTE 29873

…no demuestra interés por los demás pacientes o por socializar en la sala de recreo. Parece que disminuyen las alucinaciones auditivas, pero sigue negando elementos clave y presenta lapsos considerables en la memoria, síntomas propios de una disociación.

Fragmentos de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.


Capítulo 14

El viernes por la mañana, David Fuller estaba con su hija mayor en la sala de espera del pediatra. Muy a su pesar, observaba cada animalito de peluche, juguete de plástico o revista de moda de la estancia como un potencial portador de agentes infecciosos. Y lo que era peor, los niños que los acompañaban en la sala no paraban de toser, moquear y estornudar. Le hubiera gustado ponerlos en cuarentena lo más lejos posible de Marissa quien, por el momento, no se encontraba mal. Era prácticamente la única niña de su clase que no tenía anginas. Si se encontraban allí se debía a un pequeño corte en el dedo pequeño del pie derecho que estaba tardando demasiado en curarse. David suponía que las playeras, los zapatos de claque y las zapatillas de ballet pasaban demasiado tiempo rozándole la herida.

Marissa, por supuesto, estaba encantada ante la circunstancia de que el pediatra de su seguro sólo pudiera atenderlos el viernes por la mañana, cuando se suponía que tenía que estar en clase de matemáticas. Se encontraba sentada junto a su padre en el sofá de escay naranja, con el pie sano recogido en los cojines bajo su muslo y con la cabeza hundida en un número de Cosmo Girl!, una revista para adolescentes que David consideraba totalmente inapropiada en esa sala de espera. ¿Dónde estaban los inocentes semanarios infantiles como Highlights cuando los necesitabas? Temía que el silencio de su hija se debiera a las cosas habitualmente prohibidas que estaría leyendo en la revista. Por eso, para romper el maleficio de la publicación, y aun a costa de resultar un poco pesado, le preguntó:

– Quitando tu dedito herido, ¿qué tal estás?

– Bien.

– ¿De verdad es tan interesante esa revista? Espero que no te afecte mucho toda esa decadencia que estás leyendo. De lo contrario, tu madre me matará.

– No te preocupes, no lo hará.

– ¿Qué se te pasa por la cabeza?

– ¿Quieres decir -preguntó la niña alzando la vista de la revista- ahora mismo?

– Eso es. ¿En qué estás pensando justo ahora?

– Bueno, ya que lo preguntas, mamá dice que Laurel es demasiado joven para ti.

Su ex mujer, abogada, se encontraba en ese momento trabajando en los juzgados.

– ¿Por qué tu madre siempre anda preocupada por la edad de las mujeres con las que salgo?

– No lo sé.

– No tenía que haber preguntado, perdona. ¿A ti te preocupa que, de repente, tu madre esté interesada por la edad de Laurel?

– Oh, no es algo nuevo.

La pequeña devolvió la revisa a la cesta que había junto al sofá, bostezó y se estiró. Después, recostó la cabeza contra el brazo de su padre.

– Gracias por informarme -sólo acertó a decir David.

– No pasa nada.

– Bueno, entonces… ¿te molesta?

– ¿La edad de Laurel? No.

– ¿Y a Cindy?

– Ésa no tiene ni idea de lo que significa la palabra edad. Para ella, Laurel tiene los mismos años que mamá.

– Creo que no deberías infravalorar tanto a tu hermana.

– No resulta fácil.

– Para ser una niña con el dedo herido, estás muy despierta esta mañana.

– ¡Eh! Anoche lo tenía muy hinchado.

– Aja.

– ¿Entonces?

David se liberó el brazo y estrechó a su hija en un tierno abrazo.

– Entonces, nada. Me encanta que hablemos de esto.

Después de un largo lapso en el que ninguno de los dos dijo nada, la niña preguntó:

– ¿Vas a ver a Laurel este fin de semana?

– Sí.

– ¿Esta noche?

– Seguramente.

– ¿También el sábado?, ¿o el domingo?

David sopesó con cautela la pregunta de su hija. ¿Lo decía porque quería ver a Laurel o porque le preocupaba que la novia de su padre fuera a copar el tiempo que debían pasar en familia? Marissa y su hermana se habían vuelto más mimosas, sobre todo desde que su madre anunciara que iba a casarse con Eric Tourneau, su compañero de bufete, en noviembre. Estaba seguro de que su hija no veía a Laurel como un obstáculo para la reconciliación entre sus padres -reconciliación que era absolutamente inconcebible incluso antes de que su ex mujer se comprometiera con Eric-, aunque David comprendía que para una niña fuera fácil aferrarse con tenacidad a esa idea. Sin embargo, era posible que la pequeña considerase que Laurel estaba acaparando la atención de su padre.

– Este fin de semana lo voy a pasar con tu hermana y contigo solamente -dijo, intentando aparentar estar lo más tranquilo posible.

Como de costumbre, se quedaba con las niñas desde el momento en que las recogía el sábado hasta que las dejaba en la escuela el martes por la mañana. No había planeado que, en los días siguientes, su pareja y sus hijas coincidieran. Esa noche iba a cenar con Laurel precisamente porque quería poder centrarse en las pequeñas el resto del fin de semana. David había compartimentado con sumo esmero su vida. Una ventaja que descubrió en el hecho de salir con una chica tan joven como Laurel es que no le pedía que pensara en casarse. A la muchacha todavía no le acuciaba la presión de tener hijos porque aún tenía mucho tiempo por delante. Siempre que salía con mujeres de una edad más parecida a la suya, sentía que en la primera cita estaba siendo analizado como un futuro esposo: si pasaba la prueba -lo cual sucedía invariablemente porque estaba sano y tenía trabajo-, a la segunda o tercera cita surgía el tema de los niños. Lo cierto es que no tenía ninguna intención de volver a ser padre.

No es que no le gustaran los críos, pero estaba entregado a sus dos hijas y nunca sería capaz de hacer algo que pudiera hacerlas sentirse desplazadas o sustituibles. Su propio padre había tenido una hija y un hijo de su segundo matrimonio, cuando David todavía era un niño cuya custodia se iban turnando sus padres y, desde entonces, se sintió como un ciudadano de segunda categoría.

¿Era justo esto para Laurel? Seguramente no. Desde este punto de vista -y desde otros también-, sabía que no era la pareja apropiada para ella, ni para otras muchas mujeres. Lo que para él era una simple compartimentación de su vida, para otras personas resultaba frialdad. Una antigua novia le dijo en una ocasión, mientras rompían, que era indiferente con sus emociones. Teniendo en cuenta las heridas de Laurel, esto podría haber constituido un trastorno crítico. Pero estaba convencido de que ella no lo veía así. Pensaba que, precisamente debido a la necesidad que tenía la muchacha de protegerse en una burbuja, se tomaría las distancias que él mantenía como una muestra de que estaba ante la pareja ideal. Además, su edad ayudaba. Sabía que a ella le gustaban los hombres maduros, y comprendía por qué.

¿Se sentía mal David por el modo en que se mantenían distantes? Quizá, pero no lo suficiente como para que tuviera ganas de hacer algo para cambiar las cosas.

Esa mañana, en la consulta del pediatra, David ya había estado pensando en Laurel, preocupado por el interés que la joven mostraba por el caso de Bobbie Crocker. Por eso, cuando Marissa mencionó a la muchacha, se le pasó por la cabeza que igual era bueno para su pareja pasar un poco de tiempo con sus hijas. Así tendría algo en lo que centrarse y se olvidaría un poco de ese viejo fotógrafo fallecido.

– ¿Por qué preguntas por Laurel? -le dijo a su hija.

– Porque necesito un primer plano.

– ¿Perdona? -David no estaba seguro de haber escuchado bien.

– Ya sabes, una foto en la que parezca una auténtica profesional. Voy a ir a un casting para Ana de los milagros y competiré con otras cincuenta niñas por el papel de Helen Keller. Se presentará un montón de gente, así que pienso que necesito toda la ayuda que pueda conseguir.

– ¿Y quieres que Laurel te saque la foto?

– Podría pagarle con mi propina de los próximos dos meses.

– ¡Oh, vamos! No creo que ella acepte el dinero.

– ¿Estás seguro? No sé, es que es un favor muy grande…

David soltó un suspiro de alivio, contento por descubrir que Marissa había sacado el tema de su novia por el simple motivo de que quería que le hiciese una foto.

– No creo que sea un favor tan grande -dijo.

– Bueno, pero de todos modos es un favor, sobre todo si no lo pago. Y Laurel ya ha hecho muchas cosas por mí.

– ¿Muchas cosas?

– Se conoce todas las tiendas de moda de la ciudad, y me ha llevado muchos días de compras. ¿Has visto las faldas y bufandas que me ha comprado?

– Sí, me acuerdo.

– Creo que esto es lo que tiene enfadada a mamá. La idea de que tu novia universitaria…

– Laurel terminó la universidad hace cuatro años y tu madre lo sabe -la interrumpió David, ligeramente molesto-. También tiene un máster en Trabajo Social, y eso lo debería saber también.

Marissa permaneció reflexionando un poco sobre todo esto y luego añadió:

– Tengo una pregunta.

– ¿Cuál?

– A veces Laurel parece un poco, no sé, como en las nubes.

David sabía que su hija mayor era perspicaz y entendía a la gente, por eso no le sorprendió que se hubiera percatado de que había algo extraño en su compañera, que a veces estaba un poco como ausente. En su opinión, Laurel siempre iba a ser un pajarito hermoso pero herido. Sin embargo, no iba a contarle lo que le había pasado en Underhill. Por lo menos no en esa ocasión. Puede que algún día se lo explicase, cuando a Marissa le llegase el momento de aprender que el mundo, Vermont incluido, es un lugar peligroso. Pero ahora no era cuestión de entrar en detalles.

– Bueno, supongo que, como todo el mundo, a veces puede estar un poco triste -contestó con naturalidad, esperando que su respuesta no sonara evasiva.

– No es triste, es algo distinto.

– Entonces, ¿qué es?

– Es que ella es un poco… transparente.

– ¿Transparente?

– Como las cortinas del dormitorio de mamá, ¿sabes?, ésas que puedes ver a través de ellas.

– Sí, las conozco.

– Pero me gusta. Lo sabes, ¿no?

– Claro que lo sé.

Una mujer con una carpeta -una enfermera de la edad de Laurel- exclamó con cortesía: «¿Marissa?», buscando una reacción entre los presentes.

– Esos somos nosotros -dijo David, alzando la mano y después, porque le pareció divertido, la de su hija.

Marissa se rio ante la idea de ser una marioneta, pero se giró hacia él al incorporarse y le preguntó:

– Entonces, ¿Laurel podrá sacarme la foto?

– Se lo preguntaré a ver qué dice -respondió, aunque estaba seguro de que aceptaría.

David estaba contento. Le encantaba la idea de que Marissa compartiera su interés por el teatro con Laurel. Además, le gustaba pensar que así su pareja estaría ocupada en su tiempo libre con algo que no fuesen las obras de un fotógrafo esquizofrénico.

– ¿De verdad lo harás?

– Pues claro.

La pequeña dio dos o tres saltitos seguidos mientras daba palmaditas, hasta que, de repente, se estremeció y cerró los ojos porque, evidentemente, había aterrizado exactamente sobre el dedo malo del pie.


Capítulo 15

Laurel no había podido dedicarle mucho tiempo a Serena durante el funeral de Bobbie. Sólo charlaron lo justo para retomar el contacto y fijar una fecha para comer juntas.

Ese viernes, cuando la volvió a ver, la encontró mucho mayor de lo que se esperaba, pero también mucho más sana que cuando era una adolescente y estaba en la calle. Serena ya se encontraba en el lugar de la cita cuando Laurel llegó al restaurante, un pequeño bistró a orillas del lago que no quedaba muy lejos de la cafetería en la que trabajaba. Se había sentado en una mesa enfrente de un muelle del puerto donde acababa de amarrar un ferri procedente de la otra orilla del lago, situada en el estado de Nueva York. Los pasajeros, en su mayoría turistas, descendían bajo el otoñal sol de mediodía. Era un barco grande, pero había tanta gente desembarcando que a Laurel le recordó a los coches del circo de cuyo interior salían un montón de payasos.

Los ojos de Serena, de un azul vivo, no habían cambiado. Sin embargo, sus antes marcados pómulos estaban ahora ocultos por las redondeces de una cara cuyos rasgos se habían suavizado. El cabello todavía le caía en cascada sobre los hombros, pero ahora era un poco más rubio de lo que Laurel recordaba. Cuando Serena la vio, alzó las cejas al reconocerla, se incorporó y le hizo un pequeño saludo desde la silla. Llevaba una camiseta rosa que dejaba al descubierto su estómago. Un pendiente brillaba en su ombligo emergiendo de un pliegue de carne como el ribete de un pantalón. Lucía un par de aros del tamaño de un brazalete colgando de las orejas.

– ¡Llevamos años sin vernos y, ahora, dos veces en una semana! -dijo Serena.

Laurel había traído con ella unas copias de ocho por diez de las fotos que hace años le hiciera a Serena. En cuanto se sentaron, las sacó del bolso y se las entregó.

– Tengo una sorpresa para ti -dijo, contemplando cómo los ojos de Serena se abrían como platos al ver las imágenes.

– ¡Joder! ¡Pero si estaba en las últimas! Tía, el aspecto de heroinómana no me sentaba nada bien -murmuró Serena, meneando la cabeza con cierta incredulidad. Después, temiendo haber herido los sentimientos de Laurel, añadió-: A ver si me entiendes, las fotos son muy buenas. Sólo que yo doy un poco de miedo, ¿no te parece?

– ¡Pues claro! Las pintas de heroinómano no le sientan bien a nadie -contestó Laurel.

– ¿Me las puedo quedar?

– Para eso las he traído.

– Gracias. Algún día se las enseñaré a mis hijos para asustarlos. Aunque, pensándolo mejor, no creo que lo haga. ¿Quién querría ver a su madre con estas pintas?

– Estabas atravesando un mal momento y no era tu culpa. Lo importante es que conseguiste salir adelante.

– Tuve suerte -dijo Serena cerrando los ojos-. Mi tía decidió regresar a Vermont y me acogió en su casa. Ahora tengo que buscarme un sitio para mí sola, que ya va siendo hora.

Laurel cayó en la cuenta de que no sabía si esta tía era hermana de su madre o de su padre, pero teniendo en cuenta que la madre la había abandonado cuando era pequeña, suponía que sería pariente paterno. Le preguntó si había vuelto a ver a su padre o a hablar con él.

– No, él mantiene las distancias y mi tía se preocupa de que no coincidamos. Es consciente de que su hermano es un cerdo. Una vez me envió un cheque. No quise cobrarlo, pero mi tía se empeñó, así que fui al banco y me lo devolvieron por falta de fondos. También hubo una vez que, por Semana Santa, se presentó en casa borracho y sin que nadie lo hubiera invitado. Por suerte, ese día estábamos reunidos un grupo bastante grande en casa de mi tía e, incluso con el pedo que llevaba encima, se dio cuenta de que no era bienvenido, así que se piró. Pero sabe dónde trabajo y dónde vivo, así que seguro que aparece otra vez.

Serena observó a un par de camareras que charlaban en la barra sin haberlas atendido.

– ¡Joder! -exclamó con una sonrisa-. Si ofreciera este servicio donde yo trabajo, me despedirían.

Por fin, una de las camareras las atendió y Laurel pidió una ensalada mixta y un refresco sin azúcar. Todavía se sentía pesada debido al copioso desayuno que había hecho.

– La ensalada de huevo al curry ¿es fresca? -preguntó Serena.

– Mucho -respondió la sonriente camarera, una chica delgada como un palo, que parecía demasiado joven para trabajar en un sitio como ése. Serena decidió probarla.

Estaban rodeadas de hombres y mujeres de negocios cuyas oficinas daban al lago y turistas de visita en Burlington. Hablaron del trabajo, y Serena le contó cosas de su novio. Salía con un chico que trabajaba en el turno de noche de una fábrica de helados en Waterbury, pero acababa de solicitar un puesto en el departamento de marketing. Serena pensaba que tenía posibilidades porque era listo, y en la empresa estaban más interesados en buenas ideas que en buenos currículos. Además, tenía mucha experiencia en el sector de los helados. Laurel le habló de su relación con David, y no se sorprendió cuando Serena le comentó:

– Es algo pasajero, ¿no?

Laurel pensó que parecía disgustada por el hecho de que saliera con un hombre mayor.

– Sí -contestó-, algo así.

Finalmente, Laurel sacó el tema de Bobbie Crocker. Le contó a Serena que, después de su muerte, habían encontrado unas fotos del club de campo en el que ella pasó gran parte de su juventud. También le dijo que creía que el viejo Bobbie había crecido rodeado de riqueza en una mansión que quedaba al otro lado de la bahía, y le pidió que le contara otra vez la historia de cómo lo había conocido.

– Pues estaba muy claro que no tenía adonde ir -dijo Serena-. A ver, se supone que tenía que estar en algún sitio. En el hospital psiquiátrico no te abren la puerta y te dicen: «Vuela libre, pajarito». Llevo demasiado tiempo viviendo en Waterbury como para saber que controlan bien a todos los pacientes. Supongo que tendría un permiso para ir a algún sitio, o que le habrían dejado salir acompañado de alguien, pero él no era capaz de decirme adonde o con quién. O quizá no quería, ¿quién sabe? Ni tan siquiera pudo decirme cómo había llegado hasta Burlington. ¿En autobús?, ¿haciendo dedo? No tengo ni pajolera idea. Lo cierto es que con esta gente sólo hace falta un pequeño soplo para que se derrumben y dejen de tomar su medicación. Pero me cayó bien y pensé que, con un poco de ayuda, podría arreglárselas por sí solo. No me parecía que necesitase estar en un hospital, no constituía un peligro para nadie. Por eso lo llevé a BEDS. En la cafetería hablo con suficientes policías como para saber qué es lo que ellos habrían hecho.

Serena se recostó en el respaldo de la silla y estrechó las manos tras la cabeza.

– ¿Qué fue lo que te gustó de él? -le preguntó Laurel.

– Oh, pues que era muy agradable. A ver, se pasaba todo el rato ofreciéndome ayuda, era una locura.

– ¿Cómo es eso?

– Bueno, se ofrecía para llamar personalmente a directores de compañías discográficas para hablarles de mí. Le repetí mil veces que yo no cantaba, pero no sirvió de nada. No paraba de decir que había un montón de directores de compañías discográficas que le debían favores, y que con sólo una llamada de teléfono podría conseguirme un contrato. ¿Sabes por qué lo hacía? Porque yo le servía raciones generosas de ensalada de col y a veces le dejaba repetir gratis. ¡Por eso! A ver, este señor llegaba y apenas tenía dinero para pagarse un sandwich de queso. Sin embargo, aunque estuviera muerto de hambre, era muy divertido, ya sabes. Una noche apareció contándome chistes de esos de «Se abre el telón…» sobre mendigos, o sobre cuántos indigentes hacen falta para cambiar una bombilla. Y claro, como normalmente no tenía dinero, me daba consejos de propina. «Ahí tienes tu propina, decía: Al que madruga Dios le ayuda.» Estaba un poco pasado de moda, pero era muy dulce. Por desgracia, no me decía dónde se supone que debía estar. Ése era el problema. No tenía ni idea de dónde dormía antes de terminar en la calle.

– Es cierto -dijo Laurel-. Debió de haber algún lugar en el período que pasó entre el hospital y BEDS. Está claro que, antes de nosotros, le debieron de dejar a cargo de alguien.

– Yo le preguntaba todo el rato dónde vivía -dijo Serena, encogiéndose de hombros-. Al final, él siempre terminaba restregándose los ojos con fuerza, como un niño, ¿sabes?, con los puños, y me contestaba que estaba seguro de que iba a pasar la noche en el mismo sitio en el que lo hizo el día anterior.

– Y eso, ¿dónde era?

– El cuarto de calderas de ese hotel que queda en lo alto de la colina. Un triste lugar para acabar tus días. No sé cuánto tiempo durmió allí, pero me negué a que pasara una noche más en ese sitio.

La camarera les trajo las bebidas y durante un momento permanecieron en silencio. Laurel contempló cómo Serena desenvolvía su pajita del papel.

– Así que nos lo trajiste -dijo Laurel.

– Eso es. Y no pareció importarle. Ya sabes, siempre dicen que los indigentes se resisten a abandonar las calles. Yo misma soy un ejemplo de ello, pero él estaba más feliz que unas castañuelas.

– ¿Era consciente de adonde le estabas llevando?

– ¡Pues claro! Sólo quería que le asegurasen que nadie iba a quitarle su petate. Le pregunté qué llevaba dentro que fuese tan importante y me contestó que sus fotos.

– ¿Cuándo lo volviste a ver?

– ¡Buf! Mucho antes de que muriera. Una vez, su asistente social, una mujer llamada Emily, creo que la conoces, me lo trajo al restaurante para que pudiera darme las gracias. Fue muy amable por su parte. Y otra vez lo vi en la vigilia que organizáis en Church Street antes de Navidad. Ya sabes, la marcha en la que decís los nombres de los vagabundos.

– ¿Estuviste allí? -Laurel sonrió-. ¡Qué pena que no te vi!

– Pues sí, estaba entre la gente. Me dio mucha vergüenza decir un nombre en la iglesia, pero participé en la marcha con mi velita. ¡Joder! Mira lo que hicisteis por mí, os lo debo.

– Bueno, si recuerdo bien, sólo estuviste una semana y media en el albergue. No fue para tanto lo que hicimos.

– Pero durante esa semana y media yo necesitaba un sitio como fuese -dijo Serena con firmeza, mirando a los ojos a Laurel con una intensidad que la sorprendió.

– ¿Alguna vez te habló Bobbie de su hermana?

– ¿Su hermana? No sabía que tuviera una.

Laurel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– No la vi en su funeral. ¿Está viva?

– Sí.

– ¿La conoces?

– Un poco. La conocí la semana pasada.

– ¿También está un poco chirlada?

Laurel se lo pensó un instante antes de contestar:

– No, no lo está. Por lo menos, no como Bobbie. En realidad, es bastante desagradable.

– Supongo que Bobbie y ella no estaban muy unidos.

– No, para nada. ¿Alguna vez mencionó él que tuviera familia?

– Nunca -dijo Serena con tono serio, como intentando evocar en su mente alguna familia para Bobbie Crocker-. Ni una palabra.

– Háblame de la primera noche que apareció en el restaurante. Intenta recordar… Cuando le preguntaste si tenía algún sitio adonde ir, ¿te dijo algo más?

Les trajeron la comida, y Laurel pudo ver cómo Serena hacía memoria para repasar aquella noche de agosto en la que Bobbie apareció en la barra con su hatillo y un puñado de monedas.

– Déjame pensar -murmuró. Su ensalada de huevo tenía el color anaranjado del curry y estaba servida como una bola de helado sobre una hoja de lechuga-. ¿Sabes? Puede que dijera una cosa importante.

– ¿Qué?

– Dijo algo de una persona con la que había trabajado alguna vez en una revista. Se llamaba… Reese.

– ¿De nombre o de apellido?

– Pues no lo sé, pero tengo algo en la punta de la lengua.

– Dime.

– Esto fue hace, más o menos, un año.

– Ya lo sé -dijo Laurel, esperando no resultar impaciente.

– Podría jurar que Reese era su nombre, y que…

– ¿Qué?

– ¿Sabes qué? Creo que estuvo viviendo con ese tal Reese después del hospital. Sí, eso debe de ser.

– ¿Y por qué le abandonó?

– No le echan apio -comentó Serena masticando lentamente su ensalada-. Nosotros sí. Toda ensalada de huevo que se precie tiene que llevar apio.

– Estoy de acuerdo -dijo con cortesía Laurel-. ¿Por qué crees que Bobbie se marchó de casa de ese amigo?

– Igual lo echaron.

– ¿Echar a Bobbie? ¿Tú crees?

– Puede que no lo echaran por ser un mal compañero de piso, sino por no pagar su parte del alquiler.

– ¡Pero si tenía más de ochenta años! ¿Qué podía esperar de él ese Reese, sobre todo a sabiendas de que acababa de salir de un hospital psiquiátrico?

– La gente es cruel -dijo Serena con tono cortante-. Deberías saberlo, Laurel.

– Pero Bobbie era… muy mayor.

Serena se inclinó sobre la mesa, acercando la barbilla al plato. Sus ojos se abrieron mientras sus palabras sonaban suaves pero enfadadas:

– La edad no importa. Si mi padre se presenta con ochenta años a mi puerta y tengo que decidir entre ofrecerle una habitación o dejar que se congele en la calle, no me lo pienso. Le daría con la puerta en las narices, y no me considero una mala persona. El que a hierro mata a hierro muere, o como se diga.

Laurel reflexionó sobre esto.

– Estoy segura de que Bobbie nunca hizo daño a Reese, por lo menos no se portó como tu padre contigo.

– Yo también. Sólo digo que no sabemos. Creo que si quieres conocer la respuesta, deberías buscar a ese tal Reese.

– ¿Bobbie dio alguna pista sobre dónde vivía ese tipo?

– O esa tipa. Supongo que sería un hombre pero, ahora que lo pienso, Reese también podría ser un nombre de mujer.

– Sea como fuere, ¿dijo algo?

– Yo empezaría a buscar por Burlington o alrededores. Puede que Bobbie llegara de Waterbury a Burlington antes de acabar en las calles. Puede que saliera del hospital a cargo de una persona que vivía por aquí.

– Eso sí que sería una ironía.

– Mira -dijo Serena, estudiando a un par de hermosas mujeres en minifalda, seguramente dos jóvenes relaciones públicas de alguna empresa, pensó Laurel-, la vida entera es una ironía. Ironía, un poco de suerte y… diferencias. ¿Por qué tuve yo una madre que se dio el piro a las primeras de cambio y un padre que utilizaba mi cabeza como saco de boxeo, mientras esas dos de ahí tenían unos padres que las ayudaban a hacer los deberes y luego las enviaron a la universidad? No soy una amargada, en serio, pero sé que la vida no siempre es justa, y tengo la sensación, amiga, de que tú lo sabes tan bien como yo.


Laurel dejó el trabajo a las cinco, a pesar de lo poco que había hecho ese día, pero quería llegar a la biblioteca antes de que fueran las seis y cerrara el mostrador de consultas. Estaba impaciente por hincarle el diente a los microfilmes o las copias en papel que tuvieran de los números antiguos de la revista Life.

La biblioteca sólo conservaba números de la revista posteriores a 1975, pero disponía de microfilmes de las ediciones que se remontaban hasta 1936. Laurel estaba llena de entusiasmo, y con la ayuda de un aplicado bibliotecario seleccionó al azar un carrete de los años sesenta. Después, se sentó en uno de los puestos de la sala de lectura y empezó a estudiar las imágenes, que iban desde la cafetería de una tienda de Woolworth en Greensboro, Carolina del Norte, hasta un orgulloso Charles de Gaulle alardeando de la primera detonación de una bomba atómica de su país. Vio a David Ben-Gurion, Nikita Jrushchov y un avión espía U2.También descubrió la historia de Caryl Chessman, un tipo cuyo nombre no había escuchado antes, pero cuyo rostro le dio escalofríos, pues fue ejecutado por secuestrar y violar a dos mujeres una década antes. Parecía posible, basándose en el artículo, que hubiera sido inocente.

Laurel intentó pasar por alto la publicidad, aunque alguna resultaba hipnótica: los cigarrillos light que anunciaban cantantes y actores, los bombarderos de las Fuerzas Aéreas empleados para promocionar aceite de automóviles, las recetas que incluían los anuncios de sopas en lata, harina de repostería o envases de requesón Borden…

Casi se queda ciega intentando leer los pequeños caracteres que, en contadas ocasiones, aparecían en el lateral o a pie de foto. Para su desconsuelo, sólo una pequeña parte de las imágenes tenía créditos. Descubrió el motivo al llegar a los números de mayo, cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar. Allí, justo detrás de la portada de la revista, había una larga y estrecha columna en la que se listaba el equipo de redacción de la publicación. Incluía un montón de nombres entre editores, colaboradores y fotógrafos.

Allí lo encontró. No a Bobbie Crocker ni a Robert Buchanan, pues se habría puesto a girar como una peonza sobre su asiento del puesto de lectura. Sin embargo, en su lugar vio otro nombre que, en ese momento, le pareció un gran hallazgo. En el encabezado de una columna en la que aparecían unos treinta fotógrafos, una letanía en orden alfabético que incluía a Margaret Bourke-White, Cornell Capa o Alfred Eisenstaedt, se encontraba un ayudante de edición de imagen llamado Marcus Gregory Reese.


Antes de abandonar la biblioteca, Laurel imprimió la lista de miembros del equipo de redacción para tener una copia de los nombres, y luego buscó a Marcus Reese en la guía telefónica de Burlington, pero no lo encontró. Tampoco aparecía en los listines de los distritos de Waterbury, Middlebury o Montpelier. Después, se dirigió a las oficinas del periódico local, que estaban a un par de manzanas al oeste, en la misma calle, College Street. Había quedado con David en el cine a las siete menos cuarto, pero se sentía tan excitada por lo que acababa de descubrir que quería mostrarle cuanto antes la copia que tenía del equipo de redacción.

David se encontraba hablando por teléfono en su despacho cuando ella llegó, pero parecía evidente que la llamada se acercaba a su fin, así que Laurel le puso la lista encima de la desordenada montaña de papeles de su escritorio y le señaló el equipo de edición de imagen. Él asintió con cortesía, pero estaba claro que el nombre de Marcus Gregory Reese no le decía nada. Justo entonces, Laurel cayó en la cuenta de que no había ninguna razón para que a David le sonara, pues todavía no sabía lo que ella había hecho ese día y él no había comido con Serena. Por eso, en cuanto colgó, le contó todo lo que le había dicho Serena.

– ¡Qué hijo de su madre! -exclamó.

– No pude encontrar a Reese en la guía de teléfonos, pero seguro que doy con él en Internet. Quiero utilizar esas herramientas de búsqueda que tenéis aquí, en el periódico. Ahora que tenemos el número de la seguridad social de Bobbie, a ver qué podemos encontrar.

– ¿Qué? ¿Pero no íbamos a ir al cine?

– No tardaremos mucho.

– ¡Pues claro que tardaremos! -dijo David, levantándose-. ¡Tenemos que darnos prisa!

– Déjame hacerlo. -Esta frase se le escapó con una cierta entonación obsesiva que les sorprendió a ambos.

David permaneció un momento en silencio y luego dijo:

– Laurel, déjalo para la noche. Relájate un poco.

– Es importante -exclamó ella, incapaz de suavizar el tono de su voz.

– ¿Para quién?

– Para mí, es importante para mí. Creo que eso basta.

David la contempló con atención. Su relación estaba tan vacía de intensidad emocional que Laurel no creía que ninguno de los dos pudiera reprender al otro.

– Estás en tu casa -terminó diciendo, aunque estaba claro que hubiera preferido que lo dejaran para otro momento. Sin embargo, regresó a su silla y encendió el ordenador.

– En serio, no será más que un minuto -repitió Laurel-. ¿No tienes curiosidad por ver qué podemos encontrar?

– Un poco, pero no estoy tan obsesionado.

– Bueno, yo tampoco. Sólo quiero encontrar a ese tal Reese para llamarle y preguntarle por qué echó a Bobbie a la calle, o si se fue por su propio pie.

– Puede que, sencillamente, se muriera -dijo David, incapaz (quizá intencionadamente) de ocultar el tono de exasperación en su voz.

– ¿Reese?

David asintió con la cabeza y añadió:

– Podría ser así de fácil: el hombre murió y Bobbie tuvo que volver a las calles. Mira, busca a ese Reese en Google mientras yo voy a consultar los obituarios. ¿En qué mes del año pasado llegó Bobbie a BEDS?

– En agosto.

– Vale, miraré los del verano pasado.

Laurel tenía la sensación de que David se estaba ofreciendo a ayudarla porque se sentía mal por haber sido brusco con ella y, también, porque todavía no había realizado la búsqueda en LexisNexis del accidente de Robert Buchanan que le había prometido. Sin embargo, agradecía su colaboración.


No tardaron en descubrir un par de cosas: que en la red había una considerable cantidad de páginas en las que se mencionaba el nombre de Reese; y que, justo como David había sugerido, el viejo editor de imagen había fallecido hacía catorce meses, en julio del año anterior. David consiguió el obituario que había publicado el periódico. Laurel ya había encontrado algunas pequeñas esquelas en Internet, pero leyó el recorte de prensa que él le dejó sobre su escritorio, visiblemente orgulloso de su descubrimiento.


MARCUS GREGORY REESE

BARTLETT.

Marcus Gregory Reese falleció inesperadamente a los ochenta y tres años el 18 de julio en su domicilio de Bartlett. Marcus, conocido en medios profesionales por su nombre completo, aunque para los amigos siempre fue Reese, nació en Riverdale, Nueva York, y se instaló en Bartlett tras retirarse y abandonar su reconocida carrera como fotógrafo y editor en una larga lista de importantes periódicos y revistas.

Reese nació un 20 de marzo. Era el menor de los cinco hijos de Andrew y Amy Reese. Tras terminar el bachillerato en el Instituto de Riverdale, se alistó en la Marina donde sirvió con honores en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. A su regreso a los Estados Unidos se interesó por la fotografía y decidió dedicarse a esta profesión. Trabajó en primer lugar para el Newark Star-Ledger, después para el Philadelphia Inquirer y, finalmente, para la revista Life, de la que fue editor de imagen durante casi treinta años.

Contrajo matrimonio en dos ocasiones. Su primer enlace, con Joyce McKenna, terminó en divorcio. Su segunda esposa, Marjorie Ferris, murió de cáncer en 1999.

Reese deja una hermana mayor, Mindy Reese Bucknell, en Clearwater, Florida.

Las honras fúnebres tendrán lugar el miércoles 21 de julio a las 11 en la iglesia congregacional de Bartlett y el posterior sepelio en el cementerio de New Calvary.

El funeral será organizado por la funeraria Bedard McClure.


El hombre que mostraba la imagen que acompañaba a la esquela parecía estar más cerca de los sesenta que de los ochenta y tres, así que Laurel supuso que se trataba de una fotografía antigua. Reese parecía un tipo corpulento, con las cejas pobladas, el cabello blanco ondulado y una barbilla que se prolongaba sin interrupción en un cuello del tamaño de un tronco. Llevaba gafas de cristales oscuros y un jersey de cuello redondo con una camisa de tela Oxford con cuello de botones. Sonreía a la cámara con un gesto que sólo podría ser definido como desenfadado o incluso de suficiencia.

Cuando terminó de leer la esquela, David sonrió, lúgubre:

– Siempre me ha hecho gracia la expresión «falleció inesperadamente». ¿Cómo puede morir inesperadamente una persona de ochenta y tres años?

– Es cierto, suena como si le hubieran asesinado, o se hubiera suicidado, ¿no es verdad? O que hubiera fallecido por un error médico…

David se apoyó en el borde del archivador que había detrás de su escritorio.

– Supongo que se referirá a un ataque al corazón. No creo que se trate de nada misterioso.

Laurel compartía esta opinión, pero permaneció en silencio, en gran medida debido a que, tras su encuentro con Pamela Marshfield y la llamada del abogado a BEDS, tenía tendencia a ver misterios en todas partes.

– Creo que ya sabemos de dónde sacó tu amigo Crocker las fotografías -añadió David, mesándose la barba.

– ¿Qué quieres decir?

– Que seguramente se las quitó a este tal Reese. Por lo que me has contado, Bobbie no era un dechado de salud mental.

– ¿Crees que se las robó? -le preguntó Laurel, sorprendida ante la mera idea de que pudiera ser cierto.

– En primer lugar, no he dicho «robar». Eso implicaría demasiada competencia mental. Todo lo que digo es que puede que… se apoderara de ellas. Igual después de la muerte de Reese.

– Pues creo que eso es robar.

– Vale, entonces las robó. O quizá este Marcus Gregory Reese se las regaló.

– Pero ¿por qué piensas eso?

– Porque todavía no hemos visto el nombre de Bobbie entre los fotógrafos de Life.

– Pero eso no quiere decir que no fuera él quien sacara las fotos.

– Laurel, la esquela dice que Reese era fotógrafo -insistió David, cortándola, y después se acercó a la pantalla del ordenador y le mostró las páginas web que había encontrado con el nombre de Reese-. Mira esto: esta página está dedicada a las fotos de Reese. Y esta otra, y esta… No me sorprendería que encontrases la imagen de los hula-hoops o la de Muddy Waters con el nombre de Reese en los créditos.

Laurel pensó que era posible, pero había algo que fallaba en su razonamiento. Intentó permanecer serena, no ponerse a la defensiva. Al final, le vino la inspiración:

– Estamos presumiendo que Bobbie vivió con Reese -dijo con calma.

– Sí.

– Y que esto se debía a que el hospital psiquiátrico le dio el alta y lo dejó a su cargo.

– De acuerdo.

– Y que se conocían porque habían trabajado juntos en la revista. Eso es lo que me dijo Serena, ¿recuerdas? Me parece que Bobbie vino a Vermont porque sabía que Reese vivía aquí. Sólo he repasado los números de la revista Life del año 1960. Puede que Bobbie trabajara para ellos a mediados de los cincuenta, o de los sesenta. Cuando tenga más tiempo para ir a la biblioteca, quizá encuentre años enteros de la revista con el nombre de Bobbie en la lista de colaboradores.

– Así que supones que Bobbie conocía a Reese porque era su editor.

– ¿Algo que objetar?

– No. Aunque creo que es dar un gran salto. Puede ser que se conocieran en la revista, pero esto no implica que Reese fuera su editor. Teniendo en cuenta lo poco que sabemos, Bobbie podría haber sido el botones, el guarda de seguridad o el ascensorista. En aquellos tiempos tenían ascensoristas, ¿lo sabías?

– Tengo que revisar 1964, los números de Life desde 1964. El otro día revelé unas fotos de la Exposición Universal de ese año. Igual encuentro en esas fechas el nombre de Bobbie.

David asintió lentamente, como un padre que está a punto de perder los nervios ante su hijo. Después se incorporó, agarró el ratón y comenzó a pinchar sobre los cuadraditos con una X que aparecían en la esquina superior derecha del monitor, dispuesto a apagar el ordenador. Ya había cerrado el navegador antes de que Laurel lo detuviera, pero todavía no había cerrado el equipo.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.

– Pues estoy sacándonos de aquí para que lleguemos a la película. Tenemos que irnos ya si queremos tener alguna posibilidad de llegar antes de que empiece. Por cierto, tengo algo muy divertido que contarte de Marissa: mi hija quiere que le saques unos primeros planos. ¿Qué te parece?

David siguió hablando, pero Laurel no estaba concentrada. Con el navegador cerrado, ya no podía ver el listado de páginas y más páginas dedicadas a Marcus Gregory Reese y, como si fuera una adicta, sentía que tenía que consultarlas. Era algo físico. No quería verlas, necesitaba verlas. Por eso, aunque comprendía que él estaba intentando conducirla hasta la puerta y que le estaba contando algo sobre su hija, volvió a hacer clic sobre el icono del explorador de Internet.

– Lo siento -dijo Laurel-, ¿podemos ir a la próxima sesión? Es a las nueve.

– ¡Laurel!

– Si tienes muchas ganas de ir, puedes ir tú. De verdad, no me importa. Luego te voy a buscar y podemos cenar juntos.

– No quiero ir solo al cine el viernes por la noche, lo que quiero es salir con mi pareja. Hay una gran diferencia.

Ella fue al historial de páginas visitadas y recuperó los resultados de Google para Reese.

– No puedo dejarlo ahora -dijo, con la voz tan vacilante y suave que no era capaz de reconocerse-. Sé que estoy cerca.

– Déjame ver si entiendo esto. Quieres pasarte la noche del viernes en mi despacho viendo páginas de un editor de imagen de la revista Life ya fallecido. ¿Es así, Laurel?

– No toda la noche. Dame sólo media hora, ¿vale? Después podemos ir a cenar o a tu apartamento. Lo que tú prefieras. Es que no quiero dejarlo ahora. No… no puedo. Además…

– ¿Qué?

– Esos servicios de búsqueda para periodistas. ¿Podrías enseñarme a usar uno? Por favor. Sólo para ver qué podemos sacar del número de la seguridad social de Bobbie.

David se frotó los ojos y, finalmente, alzó los brazos en un gesto de derrota. De nuevo, se acercó al teclado por encima de su hombro, pero esta vez pinchó en los favoritos de su navegador y le señaló los distintos sitios.

– Prueba con éste -le dijo, haciendo clic sobre un icono-. Introduce su número de la seguridad social en este cuadro.

Luego, se dejó caer agotado en una de las sillas junto a su escritorio y comenzó a ojear la pila de periódicos que se amontonaba en el suelo.


– Te doy media hora. Después, apagaré las luces y nos vamos.

Laurel descubrió que Reese era un fotógrafo del montón: capaz pero no muy dotado, como pudo deducir de las imágenes que encontró en Internet. Probablemente fuera un mejor editor, lo que explicaba por qué ocupó durante tanto tiempo ese puesto en la revista Life. Las páginas web que visitó sugerían que, hacia el final de su vida, tuvo tendencia a exponer sus obras en lugares sencillos, como el salón de actos de su iglesia, en el que hizo una exposición un año y medio antes de morir. Laurel se apuntó en la mente hacer una visita a su congregación y charlar con los feligreses y el pastor. Pensó que podría ir a misa el próximo domingo en Bartlett y entablar contacto con gente que hubiera conocido a Reese y, quién sabe, puede que también a su excéntrico amigo Bobbie Crocker.

Una esquela más amplia que encontró en una revista de fotografía decía que Reese se había dedicado a la fotografía deportiva cuando trabajaba para periódicos. Sin embargo, a excepción de la imagen de los hula-hoops, no había fotos de deportes en la caja que había dejado Bobbie Crocker. Además, considerar la foto de los hula-hoops como una imagen deportiva era un poco forzado. No había nada en las biografías de Reese que sugiriese un mínimo interés por la música, el jazz o el mundo del espectáculo, aspectos que marcaban la obra de Crocker. Por eso, al contrario de David, Laurel seguía convencida de que Bobbie era el autor de las imágenes que se habían encontrado en su apartamento.

Lo último que hizo antes de consultar el número de la seguridad social de Crocker fue probar a buscar en Google los nombres de Bobbie Crocker y Marcus Gregory Reese juntos, sin obtener resultados.

Su intento con el número de la seguridad social de Bobbie la dejó más frustrada y confusa si cabía. El número no pertenecía a Robert Buchanan, como se había figurado, sino que estaba vinculado a Robert Crocker, su Bobbie Crocker, nacido en 1923 y, según la página web, fallecido a principios de mes en Burlington, Vermont.

Además, no encontró ningún número de la seguridad social perteneciente al hermano pequeño de Pamela, lo que tendría sentido si lo que la mujer decía era cierto. Robert Buchanan había nacido antes de que existiera la seguridad social y, si había muerto en 1939 como ella sostenía, no se le habría asignado un número para declarar sus ingresos. Además, debido a este motivo, la página no podía confirmar si ese tal Buchanan había fallecido hacía seis décadas y media.

En consecuencia, el júbilo que había sentido en su puesto de lectura de la biblioteca se evaporó. David no era de ese tipo de personas que le iba a recriminar su empecinamiento y burlarse de ella, pero se sentía tonta e impotente. Todavía creía que Bobbie Crocker era el hermano de Pamela, pero comprendía que, cuando verbalizaba esta idea, sonaba tan delirante como la mayoría de los residentes de BEDS. Sabía que podía hacer más cosas con el número de la seguridad social, y que las haría, pero ya se habían perdido la película, por lo que accedió a las súplicas de David para que apagara el ordenador y se marcharan.


Capítulo 16

Whit era capaz de alzar su bicicleta de carreras Bianchi sujetándola con sólo dos dedos de la mano y meterla en la vieja y atestada cochera victoriana del edificio, pasándola por encima de una carretilla y de los trastos del resto de los inquilinos: esquíes, tablas de snowboard, monopatines, botas e, incluso, su otra bicicleta, además de cajas de cartón llenas de libros, ropa, tostadoras y tazas de desayuno. Consciente de que, casi con toda seguridad, Talia se encontraba detrás de él en el portal echando un vistazo al correo, levantó la bicicleta con elegancia para guardarla. Eran los primeros momentos de la noche del viernes. El sol acababa de desaparecer tras las montañas Adirondacks en la otra orilla del lago. Todavía había luz en la calle, pero pronto desaparecería. La humedad se iba apoderando del ambiente a medida que oscurecía. Whit no tenía muy claro si estaba levantando la bicicleta con dos dedos para comprobar lo ligero que era el cuadro -lo cual constituía para él una muestra de la sofisticación de su máquina y de su profesionalidad como ciclista- o porque pensaba que, con este gesto, dejaría pasmada a la chica ante su imprevista demostración de fuerza. A pesar de la contradicción existente entre ambas motivaciones, supuso que la razón sería una combinación de las dos. Él no estaba interesado en Talia, sino en su compañera de piso, pero las leyes de la transferencia hormonal lo empujaban sin remedio a fanfarronear ante ella. Lo cierto es que pensaba mucho en Laurel cuando no estaba ocupado entre clases y laboratorios, a pesar de que era consciente de que ella salía con otro hombre. Pero la muchacha parecía solitaria y simpática, y Whit suponía que escondía un secreto que, a veces, le hacía daño sólo de mirarla.

Ató con rapidez la bicicleta a un puntal. Cuando salió de la cochera, Talia seguía sentada en las escaleras del portal. Resultaba evidente que el modo en el que había guardado su máquina y la facilidad con la que había alzado el cuadro no habían causado la más mínima impresión en la muchacha.

Consciente de que no había hecho muchos kilómetros ni rodado con la intensidad suficiente para que su olor resultara especialmente repugnante, decidió sentarse junto a ella. Le sorprendió ver que Talia estaba leyendo un folleto sobre paintball, y supuso que lo habría encontrado en el buzón, entre el resto del correo.

– Propaganda, ¿eh?

Talia lo miró durante un instante sin entender. Después, cuando comprendió a qué se refería, le dijo con un melodramático tono de ofensa en su voz:

– Me lo han enviado porque yo lo pedí, así que cuidadito con lo que dices, chaval.

– ¿Has solicitado que te envíen un folleto sobre paintball? ¿Para qué?

– Joder, macho. Los capullitos ciclistas con vuestros culotes ajustados sois todos igual de patéticos.

– ¿Estás insultando mi hombría? -preguntó Whit con una sonrisa, aunque una parte de él siempre dudaba si la mitad de las cosas que decía Talia iban en serio.

– Sólo digo lo que pienso.

– Vale, ahora en serio. ¿Para qué quieres un folleto de paintball? Por favor, no me digas que este otoño vas a jugar al paintball con tus chavales de la iglesia.

– Pues sí, mañana mismo, para más señas.

– ¡Estás de coña!

– En absoluto.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿Es que te hablo en chino? Hemos quedado mañana a las nueve, en la iglesia. ¿Te apuntas?

– Pues la verdad es que no.

– En la furgoneta de la iglesia hay sitio, caben diecisiete personas. No hay nada mejor para vomitar el desayuno que un viajecito en la furgoneta parroquial.

– También es un buen medio para acabar en la portada de los periódicos. «Furgoneta parroquial» es sinónimo de «niños y adultos bienintencionados mueren en trágico accidente». Búscalo en el diccionario. Nos lo enseñan en primero de carrera: Bioquímica, Embriología y Furgonetas parroquiales.

– Pues Laurel va a venir -comentó Talia bajando la vista al reluciente folleto que tenía entre las manos. Whit sintió que la muchacha había apartado la mirada porque no era capaz de contener la risa después de soltarle esa indirecta. Se preguntaba si su interés por Laurel resultaría tan obvio.

– Pero ¿qué hacéis exactamente cuando jugáis al paintball? -le preguntó-. Siempre me lo imaginé como un montón de tipos barrigudos con poca vida social, persiguiéndose por el bosque vestidos de camuflaje y disparándose pelotas de pintura.

– Bueno, no te has quedado muy lejos, pero también hay equipos, y hasta un árbitro.

– ¿Un árbitro?

– Aja.

La verdad era que no le apetecía pasarse el día con unos chavales de un grupo de catequesis, pero tampoco tenía ningún plan para el sábado, por lo menos hasta la noche. Había quedado para cenar con sus tíos, que habían venido a Vermont a contemplar el colorido de los bosques otoñales, aunque, para su desgracia, todavía faltaban unos días para que alcanzara su fascinante apogeo.

– ¿A qué hora regresaréis? -preguntó.

– No más tarde de las cuatro o las cuatro y media.

Whit cogió el folleto y estudió el mapa del campo. No podía imaginarse haciendo una cosa así. Pero tampoco podía imaginarse a Laurel.

– Estaremos casi todo el tiempo aquí -dijo Talia, señalando una serie de ondulantes curvas de nivel en un mapa topográfico-: Eso es la colina de Calamity Ridge. Hay unos depósitos de combustible que tenemos que tomar.

Algo en las palabras «depósitos de combustible» hizo que todo le resultara menos abstracto.

– ¿Y no os resulta un poco desagradable todo esto con lo que está pasando en Iraq?

Talia se giró y le miró directamente a los ojos.

– Mira, tres amigos míos del instituto entraron en el ejército y han estado o están en Iraq. Uno de ellos se pasó un mes en Tikrít. Si vienes con nosotros mañana, conocerás a dos chavales que tienen hermanos mayores en el ejército. Uno estuvo en Faluya. No soy ni una niñata despreocupada que no tiene ni idea de lo que pasa en Oriente Próximo, ni una psicópata neo-conservadora que se pone cachonda jugando a la guerra, ¿vale? Esto no es más que un juego. En mi opinión, es bastante más sano que sus videojuegos, o que los tuyos, por lo que he visto, de PlayStation, llenos de francotiradores y terroristas. Por lo menos, así están corriendo al aire libre, en vez de pasarse el día sentados en sus viciados cuartos con la espalda inclinada sobre las videoconsolas. Los chicos tienen ganas de hacerlo, por lo menos algunos. Lo ven como jugar a capturar la bandera o campos quemados. Para mí, es una forma de construir espíritu de grupo y de mostrarles que existen adultos, y aunque te duela admitirlo, Whit, para ellos eres un adulto, que se preocupan por ellos y a los que les apetece divertirse con ellos. Así que, para contestar a tu simpática preguntita: no, no me resulta desagradable. ¿Está claro?

Whit asintió, un poco conmocionado. Es verdad que tenía una PlayStation, y que, de vez en cuando, todavía jugaba a pegar tiros. Se decía a sí mismo que era algo… medicinal.

– Entonces, qué, ¿te vienes?

Aceptó con otro gesto afirmativo. Tras el pequeño rapapolvo que le había soltado, sabía que no iba a poder decirle que no.


Una noche, a principios de agosto, Whit salió a bailar con Laurel, Talia y dos amigos de la universidad, un chaval bastante simpático llamado Dennis y una chica de nombre Eva. Constituían un grupo, o lo que a Talia le gustaba llamar un «rebaño». Era jueves y quedaron con unos amigos en un club de la calle Main Street pasadas las diez. Whit estaba empezando a conocer a Talia y Laurel, por eso se sintió adulado cuando llamaron a su puerta y le preguntaron si quería salir con ellas. Era consciente de la diferencia de edad con sus vecinas, porque apenas hacía tres meses que había terminado el instituto y todavía le quedaban unos cuantos años de estudiante. Por eso, para él, Talia y Laurel no eran sólo chicas mayores, sino que eran chicas mayores y con trabajo. Aunque las dos trabajaban en campos que les permitían vestir como si todavía fueran estudiantes, recibían un sueldo a luí de mes, una sensación que él todavía no conocía.

El club no estaba especialmente lleno porque las facultades de la zona todavía no habían empezado el curso, por eso parecía que iba a ser una de esas noches que rápidamente se vuelven aburridas. Pero no fue así, sobre todo debido a que había un buen ambiente en el grupo. Whit bailó con Laurel, con Taha e incluso algunos minutos con Eva, que trabajaba en el departamento de marketing de un gran centro comercial a las afueras de Burlington y era la única del grupo que tenía cierto aire urbano y chic.

En aquel tiempo ya empezaba a sentirse atraído por Laurel, por eso disfrutó de las oportunidades que tenían para hablar entre canción y canción. Tuvo la sensación, incluso entonces, de que a él le interesaba bastante más el baile que a ella. De todos modos, la muchacha daba la impresión de estar divirtiéndose, o al menos eso le pareció.

Sin embargo, fue en el camino a casa cuando comprendió por qué se estaba enamorando de ella. Talia y Dennis decidieron quedarse un poco más en el club, pero Eva y Laurel se prepararon para marcharse. Sus horarios de trabajo eran más estrictos que los de Talia y tenían que levantarse pronto al día siguiente. Por eso, al filo de la medianoche, los tres abandonaron el local y comenzaron a caminar hacia casa. Dejarían primero a Eva y, luego, él y Laurel subirían hasta el barrio en el que vivían, en la parte alta de la ciudad.

Habían recorrido tres manzanas cuando vieron al mendigo. Estaba sentado encima de unos cartones rojos de envases de leche, recostado contra una pared de ladrillo y envuelto en un chubasquero negro con las mangas cortadas. Como se encontraba en la oscuridad, lo olieron antes de verle. Tenía un rostro oval, aunque gran parte de la cara permanecía oculta tras una espesa barba. Su pelo caía en greñas enmarañadas y sucias a ambos lados de la cabeza, cuya parte superior era calva. Tenía el cráneo lleno de heridas. Whit supuso que rondaría los cincuenta y cinco o sesenta años, aunque Laurel le dijo más tarde que, seguramente, no pasaría de los cuarenta y cinco. Eva fue la primera que le vio y su reacción fue agarrarse del brazo de Whit y hacer un amago de cambiar de acera para alejarse del hombre. Whit no entendía lo que pasaba, pero se dejó llevar. Entonces le llegó a la nariz la peste, se giró y vio al tipo. Estaba despierto y hablaba solo. No a gritos, sino con unos cuchicheos que, una vez que fueron conscientes de ellos, resultaban más desconcertantes todavía.

Laurel se acercó al hombre. Se puso en cuclillas ante él e intentó atraer su atención. Le preguntó cómo se llamaba y le dijo su nombre. No consiguió bajarle del todo de su mundo, pero mientras Whit y Eva permanecían en silencio, inmóviles y asustados, Laurel tomó su mano y Whit comprendió que tocar las sucias manos de un mendigo era un acto de compasión y valentía a la vez, y se sintió avergonzado. Laurel les dijo que se marcharan si querían, pero no lo hicieron. La acompañaron mientras llevaba al hombre al albergue. Había camas libres porque era verano y los indigentes pueden aguantar más en la calle. Con la ayuda del encargado nocturno, le ducharon y le dieron de comer, y luego Laurel lo convenció para que pasara allí la noche. Le costó una hora instalarle. El tipo no habló con el resto. Tampoco es que le contara muchas cosas a Laurel, pero dejó de murmurar y sus ojos ya no se movían como las bolas de una máquina de pinball sino que permanecían fijos en Laurel y resultaba evidente que se sentía seguro con ella. Sean cuales fueran las conspiraciones que le perseguían o las desilusiones que le hubieran llevado a las calles, momentáneamente las mantenía a raya.

Cuando Laurel volvió con Eva y Whit, les pidió disculpas por haberles hecho perder una hora de sueño, y los tres reanudaron su camino de vuelta a casa. Whit estaba impresionado por la peste y la absoluta falta de esperanza que desprendía el tipo que Laurel había sacado de las calles y por la primera visión que tenía del interior del albergue. Pero, tras cuatro años trabajando allí, además del tiempo que había pasado como voluntaria, Laurel parecía estar de lo más acostumbrada al lugar.

El, por su parte, no sólo estaba enamorado: estaba impresionado.

Capítulo 17

Laurel era consciente de que la noche del viernes no había sido lo que se dice una cita, ni en el restaurante ni cuando estuvieron de vuelta en el apartamento de David, ya que se había pasado todo el tiempo contando cada segundo que le quedaba para volver a estar con las fotos de Bobbie Crocker. El tema de la llamada del abogado la había alterado un poco. Quería revelar los negativos cuanto antes, sobre todo teniendo en cuenta que había decidido pasarse parte del domingo en Bartlett. Por este motivo, ni David ni ella se mostraron muy receptivos el uno con el otro. El sábado por la mañana, Laurel regresó a su casa antes incluso de desayunar para poder cambiarse de ropa y ponerse manos a la obra en la sala de revelado de la universidad. Cuando se acercó a la cama para dar un beso de despedida a David, éste ni tan siquiera intentó disimular su descontento.

– ¿Por qué, de repente, estás tan obsesionada con esto? Ahora mismo, ¿qué más da quién fuera en realidad Bobbie Crocker? ¿Por qué te importa tanto? -le preguntó, con el rostro medio enterrado en la almohada.

Normalmente, los sábados por la mañana desayunaban juntos en la cama y luego salían a dar un paseo antes de que David pasase a recoger a sus hijas. Algunas veces, cuando ya estaba con las pequeñas, volvía a quedar con Laurel para realizar cualquier actividad en algún sitio lejos de las sábanas en las que, unas horas antes, habían estado haciendo el amor.

– ¿Por qué tienes que utilizar esa palabra?

– ¿Cuál?, ¿obsesionada? Porque lo estás, Laurel. Dos de tus tres comidas de ayer fueron con gente que tenía alguna relación con Bobbie Crocker, y por la noche arruinaste nuestra cita.

– ¡No la arruiné!

– La trastocaste por completo para poder pasar tiempo buscando en Internet a un hombre que podría, o no, haber sido su editor. Ahora, te quieres marchar a desperdiciar un hermoso sábado de otoño encerrada en la sala de revelado. ¿Por qué? Para que mañana, seguramente otro precioso domingo de otoño, tengas tiempo para ir a hablar con gente que no conoces de dos personas ya fallecidas que podría ser, o no, que hubieran sido amigos en vida.

– ¡No sé durante cuánto tiempo podré tener estas fotos! Ya te lo he dicho, Pamela Marshfield ha empezado a mover abogados. Por lo que parece, cualquier día de estos voy a tener que entregárselas.

David se pasó la sábana por encima de la cabeza y se la enroscó alrededor del rostro. Podía parecer un gesto tonto e infantil para reducir las tensiones antes de que su discusión se convirtiera en una pelea seria, pero habían estado tan fríos el uno con el otro desde la noche anterior que Laurel se lo tomó como una ofensa. Ya había salido del dormitorio cuando él la llamó:

– ¿Qué vas a hacer con lo de la foto de Marissa? ¿Qué le digo?

Laurel estaba cogiendo su mochila, que se encontraba en el suelo junto a la barra que separaba la cocina del salón.

– Ya te dije que no hay problema -le recordó, consciente de que sonaba cortante pero, ¿acaso no habían hablado de eso el viernes? Adoraba a Marissa y pensaba que sería divertido sacarle fotos a la pequeña. Así se lo había dicho a David.

– Quiero decir, ¿cuándo? Seguro que me lo pregunta.

Laurel recordó que un día de esa semana tenía algo que hacer. El lunes, quizá. O el martes. Una parte de ella creía que tenía algo planeado para ese día, pero no estaba segura o, por lo menos en ese momento, no se acordaba. Finalmente, le sugirió:

– ¿Qué tal el lunes por la tarde, a eso de las cuatro y media? Déjame confirmarlo. Puedo salir pronto de BEDS. Ya te avisaré. Y si no puedo el lunes, pues lo dejamos para el próximo sábado, ¿vale?

Nada más pronunciar estas palabras, Laurel se dio cuenta de que esperaba que le contestara que el próximo sábado sería perfecto. Aunque sabía que se lo iba a pasar bien sacándole fotos a Marissa, sentía el aplastante peso de las imágenes de Bobbie Crocker. Y, además, había mucha gente con la que tenía que hablar.

Esperó unos instantes la respuesta, pero ésta no llegó. A veces, pensó, David parece que se cree más juicioso por el solo hecho de ser mayor que ella. Últimamente, a excepción de cuando estaban en la cama, Laurel sentía que la trataba como si fuera otra de sus hijas en lugar de su pareja. Como si fuera una hijastra. Recibía consejos, pero no atención. Se preguntaba si habría resultado un poco irascible, pero decidió que no tenía tiempo esa mañana para analizar todo lo que se habían dicho David y ella, así que se marchó. Cuando llegó a casa, el apartamento olía a cerrado, por lo que abrió la ventana del pequeño balcón en el que Talia y ella solían sentarse a leer en verano. No tenía muchas vistas, pero le daba el sol por la mañana y justo al lado se levantaba un magnífico arce. La puerta del cuarto de Talia todavía estaba cerrada, algo que no le sorprendió mucho porque apenas eran las siete de la mañana. Vio que su compañera le había dejado una nota diciéndole que había un mensaje en el contestador que tenía que escuchar. Cuando Laurel apretó el botón, habló una voz de hombre desconocida.

«Buenas tardes. Me llamo Terrance J. Leckbruge, abogado de Ruger & Oates. Nuestro bufete representa a la señora Pamela Marshfield. ¿Sabe?, me encanta Vermont. Mi esposa y yo tenemos una casita no muy lejos de donde vive usted, en Underhill. Mañana y el domingo tengo previsto pasarme por allí. Ahora son casi las tres de la tarde del viernes y voy a estar fuera el resto del día. Siento haberla avisado justo cuando empieza el fin de semana. Por favor, llámeme al móvil cuando vuelva o al número de mi casa en Vermont mañana por la mañana.» La voz tenía un ligero acento sureño. A continuación, le dejó un pequeño repertorio de números: además de su móvil y el de su casa de campo en Vermont, añadió el de su oficina y el de su domicilio particular, ambos con prefijo de Manhattan.

Laurel se puso en tensión cuando escuchó la palabra «Underhill», y pensó en borrar el mensaje y continuar con su jornada como si no lo hubiera oído. Además, era tan temprano que no necesitaba devolverle la llamada en unas cuantas horas. Pero no podía resistirse a descubrir cómo iba a intentar Pamela Marshfield intimidarla para conseguir las fotos. Por eso, antes incluso de cambiarse de ropa o de sentarse a desayunar un yogur y un plátano, decidió llamarlo, imaginando que así tendría la oportunidad de sacarle de la cama.

Contestó una mujer cuya voz sonaba bien espabilada y que Laurel pensó que no se parecía en nada a la del gentil abogado con el que estaba casada. Su acento le recordó al de algunos de sus vecinos de Long Island. Laurel se presentó brevemente y le explicó que estaba buscando a un abogado llamado Leckbruge, Terrance Leckbruge. La mujer le preguntó con cortesía si sabía qué hora era y Laurel contestó que sólo iba a estar en casa un momento y que su padre había sido también abogado.

– Cuando un abogado me anda buscando -explicó Laurel-, lo llamo en cuanto puedo.

Era una completa mentira, pues la única temporada en que recibió llamadas de abogados -aparte de las de su padre- fue en los años posteriores al intento de violación, y siempre dejaba pasar el mayor tiempo posible antes de contestarles. Odiaba tener que rememorar el incidente y, durante esos meses, se vio obligada a hacerlo constantemente. Un momento después, escuchó el sonido de una puerta corredera abriéndose y cerrándose.

– Laurel, es un placer hablar contigo -dijo Leckbruge, con el acento pausado y confiado que acababa de escuchar en el contestador-. Parece que también te gusta madrugar. ¿Qué tal todo en esta magnífica mañana?

– Todo bien… ¿Se puede saber qué pasa?

– Pues claro, te explico lo que pasa. El otro día mantuve una conversación muy agradable y cordial con una procuradora municipal de Burlington que representa a BEDS. Una mujer de nombre Chris Fricke. Antes de seguir, tengo que decirte que estoy muy impresionado con el trabajo que hacéis en vuestra asociación. Sois un modelo a seguir.

Tras decir esto, se calló y le dio un sorbo a su café lo suficientemente ruidoso como para que Laurel pudiera oírlo.

– Gracias.

– No conozco en profundidad el caso de este caballero, el señor Crocker, pero parece que tu asociación fue un auténtico ángel de la guarda para él.

– Sólo le buscamos un hogar. Es a lo que nos dedicamos.

– Eres muy modesta. Créeme: el trabajo que hacéis es infinitamente más importante que el mío.

– Es muy amable por tu parte.

– Lo digo en serio -dijo Leckbruge, y Laurel tuvo la sensación de que no mentía-. Me estaba preguntando si podríamos quedar a tomar un café cuando esté en Vermont. Podrías pasarte por nuestra casita en Underhill. No es gran cosa, pero es agradable. Antes fue un enorme almacén de jalea de arce, rodeada de árboles por tres lados, pero con una vista increíble del monte Mansfield hacia el este. La pista de acceso podría dejarte el coche hecho un asco en la época de barro, pero el resto del año está transitable. Supongo que tienes coche, ¿verdad?

– Sí -contestó-, pero no pienso ir a Underhill.

Lo dijo con una contundencia tan incontestable que durante un momento el hombre permaneció en silencio.

– Está bien -dijo finalmente Leckbruge-. ¿Debo entender algo en especial de tu… firmeza?

– Nada de lo que me apetezca discutir.

Una imagen le vino a la memoria: las uñas del más delgado de los dos agresores. Cuando el tipo agarró el manillar de su bicicleta de montaña y levantó las ruedas -y a Laurel también- por encima de la pista, sus manos quedaron mirando al cielo. Laurel pudo ver las líneas negras de mugre que se acumulaban debajo de sus uñas mientras se le revolvía el estómago por la forma en la que la estaban zarandeando. Volvió a escuchar la pésima broma: «Almeja en su jugo». Mientras tanto, el que más tarde se descubriría que era un culturista no paraba de llamarla chocho, soltando esta palabra como un rugido que salía del agujero de la boca de su pasamontañas.

– Bueno -dijo Leckbruge-. Entonces, podemos quedar en Burlington. ¿Qué te parece?

– ¿De qué quieres hablar?

– De las fotografías que estaban en posesión de tu antiguo cliente. Supongo que ya lo sabías.

– No tengo nada que contarte, lo siento. Y si lo tuviera, supongo que la única persona con la que debo hablar es con Chris Fricke, y tú también.

– En Burlington hay un montón de cafetitos interesantes. Me encantan, sobre todo uno que está cerca del teatro, el Flynn. Hacen un chocolate caliente que está que te mueres. También conozco un bar especialmente peculiar. ¿Qué te parece si quedamos a las cinco? Tú eliges: café o bar.

A Laurel le pareció escuchar movimiento tras la puerta de Talia. De repente, tuvo la ligera certeza de que su compañera de piso y ella tenían un asunto pendiente, la persistente sensación de que, precisamente ese día, se suponía que tenían algo que hacer juntas. Algo normal, puede que ir de compras, aunque Laurel no pensaba que se tratara de eso.

Por muy bien que se lo pasara con Talia -la quería, pues había sido para ella como una hermana mayor, más incluso que su propia hermana durante los últimos años- era consciente de que tenía que marcharse antes de que su amiga saliera de su dormitorio. Necesitaba ir a la sala de revelado, por lo que no podía prolongar por más tiempo la llamada. Por esta razón, para su propia sorpresa, aceptó quedar con Leckbruge en el bar a las cinco de la tarde, aunque sólo fuera para poder colgar el teléfono y salir de casa. Así que, sin haberse duchado, cambiado de ropa y ni tan siquiera desayunado algo de fruta, se precipitó por las escaleras en silencio y salió del viejo portal Victoriano.


Donde antes estuvieron los montones de ceniza y el cartel del doctor T.J. Eckleburg, un oftalmólogo cuyo imponente anuncio de carretera mostraba unos ojos enormes, ausentes, divinos y fríos, ahora había un parque empresarial. Todos los edificios eran de cuatro o cinco plantas, bloques asépticos con ventanas de cristales tintados rodeados de aparcamientos salpicados de islas con raquíticos arbolillos. Había una fuente, un surtidor que disparaba con poca gracia su agua sobre un paraguas cerca de la sede de una compañía de telefonía móvil. Laurel reconoció al instante el lugar en las fotos que había tomado Bobbie, porque lo había visto muchas veces al pasar a su lado por la autopista. Eso significaba que, en algún lugar enterrado bajo uno de los edificios, habría alguna pequeña huella de la gasolinera de George Wilson: algún fragmento de vidrio, por ejemplo; un resto del cemento sobre el cual, en el pasado, se encontraban los surtidores; igual había también algún vestigio o pedacito de la cafetería que regentaba ese horrible y húmedo verano de 1922 un joven griego de nombre Michaelis, el principal testigo en la investigación que siguió a la muerte de Myrtle Wilson.

Si Laurel no hubiera conocido la verdadera identidad de Bobbie, se habría sorprendido ante el hecho de que el viejo fotógrafo se hubiera preocupado por retratar un parque empresarial de Long Island. Era algo que se alejaba bastante de los músicos, actores y noticias de sociedad que parecían constituir su principal tema de trabajo. Daba la sensación de que, al final de su carrera, se había limitado a fotografiar parques empresariales para anuncios de inmobiliarias y, basándose en los modelos de los coches que aparecían en el aparcamiento, habría supuesto que las imágenes fueron tomadas a finales de los años setenta. Sin embargo, conocía muy bien la historia de esa zona como para saber qué estaba haciendo Bobbie en realidad: inmortalizaba para la posteridad el lugar donde su madre atropello por accidente a la amante de su padre para después huir abandonando la escena del crimen.

Se detuvo unos segundos, contemplando las imágenes del parque empresarial sumergidas en las bandejas de solución química. ¿Habría sido muy duro para Bobbie descubrir la verdad sobre sus padres? ¿Cuántos años tendría cuando sucedió aquello? Todo el mundo termina descubriendo cosas sobre sus progenitores que le hacen tambalearse un poco y sentirse mal. Laurel había leído lo suficiente sobre psicología como para ser consciente de la importancia de aceptar los defectos de nuestros padres, que normalmente forman parte, de manera inconsciente, de nuestros mecanismos de desapego en la adolescencia. El proceso de individuación y el desarrollo de la personalidad son, por desgracia, parte de nuestro crecimiento. Pero una cosa es darse cuenta de que tu padre, por lo demás un hombre trabajador, disciplinado y desprendido, a veces se atiborraba a comida como un emperador romano, y otra muy distinta es enterarte de que tu padre y tu madre son unos adúlteros y que, además, tu madre atropello a una mujer conduciendo el coche de su amante y dejó que la víctima muriera desangrada en la cuneta.

Se preguntaba si sería cuando Bobbie conoció la reprensible cobardía y egoísmo de sus padres -Daisy siguió conduciendo mientras Myrtle agonizaba y luego Tom le confesó a George Wilson quién era el dueño del coche amarillo para que Gatsby se convirtiera en el blanco de la desesperada ira del hombre- que decidió cambiarse de apellido.

Laurel no sabía mucho de esquizofrenia, pero había aprendido algo durante su máster en Trabajo Social y de sus años de experiencia en BEDS. Es imposible trabajar con los indigentes sin aprender algo. Le resultaba relevante que Bobbie hubiera abandonado su casa a los dieciséis, pues la esquizofrenia suele manifestarse entre la adolescencia y la primera juventud, y muchas veces tras un evento traumático que la precipita. Le vino a la memoria un término que solían utilizar en BEDS: el doble vínculo. La expresión tiene un origen clínico, y se refiere a la teoría de Gregory Bateson que afirma que una cierta atención equivocada por parte de los padres podría generar involuntariamente esquizofrenia. Esencialmente, se basa en ofrecer al niño una serie constante de mensajes contradictorios: repetirle que le quieres cuando en realidad estás disgustado con él; decirle que ha llegado la hora de irse a la cama cuando resulta evidente que lo único que te preocupa es quitártelo de encima; pedirle que te dé un besito de buenas noches y luego decirle que le huele mal el aliento… Bateson sostenía la hipótesis de que si durante un largo período de tiempo se mantenía esta conducta, el niño interiorizaría que no podía triunfar en su vida social, y, como un mecanismo de copia, desarrollaría su mundo propio. La teoría del doble vínculo no ha sido del todo rechazada, pero Laurel sabía que a día de hoy la mayoría de los psiquiatras consideraban la herencia y la química cerebral como factores mucho más determinantes para que una persona desarrolle esquizofrenia que la educación recibida durante la infancia. Sin embargo, en el albergue seguían utilizando este término, igual que otros afines como «catch 22».

Ahora, ¿la infancia de Bobbie fue una larga sucesión de frustraciones? Parecía posible. Laurel empezó a imaginarse un escenario en el que el hijo de Tom y Daisy Buchanan descubre en el instituto lo que sus padres habían hecho el año anterior a que él naciera. Todas las mezquindades de las que había sido testigo durante década y media -la arrogancia elitista y la hipocresía del matrimonio y, por supuesto, su ruin insensibilidad- se convierten en una nimiedad al lado de este horrible descubrimiento. Por eso se enfrenta a ellos y les pregunta cuánto hay de cierto en la historia y cuánto de conjeturas. Su padre lo niega todo y sostiene que fue Jay Gatsby quien conducía aquel anochecer de 1922. Pero Bobbie es capaz de leer en su interior y sabe que su padre le está mintiendo.

Y su madre, esa mujer cuya voz estaba llena de dinero, ¿qué hay de ella? ¿Qué hace? ¿Confiesa la verdad a su hijo o, como su marido, sigue manteniendo que era Gatsby quien estaba al volante? Puede que simplemente se quedara callada.

Sea como fuere, Bobbie sabe la verdad. Esa parte de su materia gris que había estabilizado su comportamiento -y que, en cierto modo, mantenía a raya la esquizofrenia-, ya no es capaz de contener la llegada de los primeros síntomas.

Es posible, pensaba Laurel, que, en aquella época, hasta la propia Daisy se creyera la mentira que Tom y ella habían estado contando a todo el mundo. ¿Quién sabe? Puede que Daisy Buchanan se fuera a la tumba totalmente convencida de que los rumores que circulaban sobre ella eran miserables chismes pergeñados por primos lejanos y vecinos envidiosos.

A fin de cuentas, a veces los recuerdos son misericordes. Laurel sabía que, en ocasiones, si no quieres volverte esquizofrénico, una memoria indulgente es el único modo de salir adelante.


El mostrador de referencia de la biblioteca permanecía abierto todo el sábado, así que Laurel trabajó sin descanso en el laboratorio la mañana entera y las primeras horas de la tarde, subsistiendo a base de agua mineral y de una magdalena que se compró en la cafetería de la universidad. Se sentía débil, pero no podía permitirse dejar de trabajar. Siempre había una foto más que revelar. Las imágenes que Bobbie tomó de la Exposición Universal que Laurel pudo reconocer eran del Pabellón del estado de Nueva York, unas torres de setenta y cinco metros de altura diseñadas por Philip Johnson, y del símbolo de la feria: el unisferio de la compañía de acero U. S. Steel. Laurel había visto estas construcciones miles de veces desde la autopista de Queens y tuvo un profesor de Historia en noveno que recordaba haber visitado la exposición durante su niñez y que llevó a la clase a Corona Park como parte de una lección sobre los años sesenta.

Laurel no abandonó la sala de revelado hasta las dos y media, y sólo lo hizo porque tenía cosas que hacer en la biblioteca.

Con gran rapidez, el bibliotecario le buscó los carretes de microfilmes de la revista Life desde 1964 y Laurel comenzó a estudiar los de enero. Leyó cómo el papa Pablo VI fue el primer pontífice en volar en avión y un perfil del secretario de estado Robert McNamara. Había también un artículo sobre la condena de Jeck Ruby y otro sobre cómo una mujer llamada Kitty Genovese había sido salvajemente asesinada cerca de su apartamento de Queens una noche y cómo sus gritos de auxilio fueron escuchados por más de treinta vecinos, pero nadie acudió en su ayuda.

Por último, en un número de abril, encontró las primeras fotos de la Exposición Universal en Flushing. La feria fue inaugurada oficialmente el 22 de abril por el presidente Johnson. La revista publicaba imágenes de modelos a tamaño real de naves espaciales rodeadas por visitantes ataviados de chaqueta y corbata o vestidos y faldas. Muchas de las mujeres llevaban guantes blancos. También había fotos de los edificios construidos por General Motors, Chrysler e IBM. Destacaba una imagen a media página del Pabellón del estado de Nueva York, aunque no era la misma que acababa de revelar en el laboratorio de la universidad, y otra del monorraíl con pie de foto, aunque el fotógrafo no era ni Robert Buchanan ni Bobbie Crocker.

Laurel estaba un poco decepcionada, pero siguió adelante. Al cabo de unos instantes, se inclinó sobre la mesa y empezó a parpadear ante una imagen en blanco y negro del microfilme. En el número de la semana siguiente, en la penúltima página de la revistaba que queda justo enfrente de la contracubierta, había una fotografía del unisferio. El ángulo desde el que se habían tomado los anillos del orbe desde el pedestal y la prominencia de Australia le recordaron a la que había sacado Bobbie. Leyó el pie de foto y allí, esperándole pacientemente al final del texto, encontró el nombre:


El unisferio, de la compañía de acero U. S. Steel en la fuente de los continentes. Exposición Universal. Flushing, Nueva York. El globo se alza orgulloso con la altura de un edificio de doce plantas y tiene un colosal peso de 470 toneladas. Por la noche, las capitales de las principales naciones del mundo se iluminan, mientras por encima pasan zumbando los tres satélites que giran alrededor del planeta. El coste total fue de dos millones de dólares, pero hasta el último centavo ha merecido la pena, pues se trata de un excelente recuerdo para los visitantes de que, a pesar de nuestras diferencias políticas y étnicas, somos un solo planeta. El unisferio es el símbolo de la recientemente inaugurada Exposición Universal y una de sus principales atracciones. Foto: Robert Crocker.


Laurel estaba quizá más satisfecha de lo que lo había estado en toda su vida. Pensó en llamar a David al móvil en ese mismo instante, pero le dio miedo que, después de cómo se habían despedido esa mañana, pareciera que llamaba para regodearse. Además, de repente, se sintió cansada, muy cansada. Casi mareada. Seguramente demasiado agotada para hablar.

Tenía tres cuartos de hora antes de quedar con Leckbruge, así que imprimió la página y devolvió el carrete al bibliotecario. Se sentó en un sofá de la sala de lectura para descansar un buen rato. Finalmente, se levantó y con las pocas energías que le quedaban se dirigió a la panadería situada al final de la calle y compró una botella de zumo y un bollo. Sabía que debía tener todos los sentidos alerta cuando se encontrara con el abogado de Pamela Marshfield.

Capítulo 18

Pamela paseaba lentamente por la playa de detrás de su casa, descalza y con unos pantalones de vestir de color caqui con las perneras arremangadas hasta la rodilla. La clara luz otoñal la inundaba como una ola, y durante una fracción de segundo caminó con paso inseguro, como si la arena se moviera bajo sus pies. Se detuvo un instante para observar cómo unas gaviotas rodeaban a un pequeño cangrejo en la playa, cercándolo. Finalmente, una lo agarró y alzó el vuelo sobre las aguas. El resto de aves graznaron enfurecidas y después se dieron cuenta de la presencia de la mujer, torciendo la cabeza, con movimientos maquinales, en su dirección. A lo lejos, a un kilómetro de distancia siguiendo la línea de la costa, podía ver como motas de colores los pantalones vaqueros y los chubasqueros de los jóvenes que compartían el alquiler de las casas más modestas que quedaban en esa parte de la playa.

No le había sorprendido mucho la llamada de T.J. para decirle que la joven trabajadora social había aceptado verlo. No porque dudara del encanto de su abogado -característica que, en su opinión, poseía- sino porque sabía que esa jovencita de Westligg era curiosa, entrometida e impertinente y no parecía dispuesta a dejar en paz el legado de su cliente vagabundo, por eso no iba a desperdiciar la oportunidad de quedar con este abogado de Manhattan.

En este sentido, la muchacha le recordaba a Robert. Hacía demasiadas preguntas, no sabía cuándo tenía que parar.

A fin de cuentas, esa fue la causa por la que Robert terminó marchándose. O, por lo menos, por la que decidió hacerlo. De cualquier modo, a Pamela le resultaba difícil imaginarse a su padre y a su hermano aguantando una noche más juntos bajo el mismo techo tras su última reyerta. Por supuesto, Robert se llevó la peor parte. Su padre había sido jugador de fútbol y de polo, un bruto multiusos. Si su madre hubiera estado en casa, habría intentado intervenir y habría terminado en urgencias en el Hospital de Roslyn. Por fortuna, Tom y Robert Buchanan se reservaron su última y peor pelea para una noche en la que Daisy se encontraba fuera jugando al bridge. De manera consciente o inconsciente, Robert había elegido ese momento porque su madre no estaba en casa, aunque el odio que sentía hacia ella era tan profundo, obstinado y tenaz como la furia que le producía Tom. Sin embargo, incluso al final, Daisy lo quiso. Siempre sería su voluble chiquitín, pero él no podía encontrar el perdón ni en su corazón ni en su confusa cabeza.

Pamela no sabía mucho sobre enfermedades mentales ni sobre adolescentes. Nunca tuvo claro qué parte del comportamiento de Robert durante aquellos días se podía atribuir a la locura que terminaría por invadirlo por completo más adelante, y qué parte era resultado del hecho de ser un varón adolescente lleno de testosterona. Sabía que no se despertó un día de repente estando loco. Había sido un proceso lento y paulatino de deterioro que se aceleró a la edad de quince o dieciséis años, ya no se acordaba bien. ¿Quién, en su círculo de amistades, pensaba en esas cosas en los años treinta? Por supuesto que Daisy y Tom no. Ya tenían suficientes pesadillas ellos solos. Sin embargo, se habló de internarlo en un hospital -se quedó en meras palabras- y, en algún momento, se decidió que Robert sería el primer Buchanan que no iría a un internado. Sus cambios de temperamento eran demasiado intensos y parecía totalmente incapaz de centrarse en sus deberes de la escuela. Y, lo que para Tom era peor, no mostraba ningún interés por los deportes. Sólo le interesaba la fotografía. Cuando tenía una de esas etapas de actividad frenética, se pasaba toda la noche en la sala de revelado que le había montado su madre cuando tuvo claro que el muchacho nunca iría a estudiar ni a Exeter, ni a Hotchkiss ni a Wales. Al contrario, asistiría a una escuela privada corriente en Great Neck.

Después, Pamela se marchó a estudiar a la universidad, lo que significaba que ya no veía a Robert a diario. Por eso, pudo notar los cambios en su hermano mucho mejor que sus padres. Un verano, cuando regresó de la facultad, Robert le dijo que lo habían liberado. Estaba convencido de que había sido secuestrado, y lo decía en serio. Otra Navidad, le dijo que veía cosas en sus fotos que los demás no podían ver. En un principio, Pamela tuvo la esperanza de que su hermano sólo estuviera mostrándole una desconocida faceta de artista o crítico. Pero cuando al día siguiente le mostró sus fotos descubrió que lo decía literalmente. En cierto modo, él era consciente de estas inconsecuencias y se le caía el alma a los pies.

Cuando Robert se escapó de casa no se llevó mucha ropa, reservando el limitado espacio de su maleta y del saco del ejército de su tío para sus cámaras, carretes y montones y montones de fotos. Pamela sabía que tenía un retrato suyo, porque se lo había enseñado mientras intentaba calmarlo rogándole que dejara de hacer las maletas. Pero sólo podía presumir qué otras imágenes -fotos familiares u obras suyas- se llevó con él cuando se marchó. Solía dudar de que tuviera alguna foto de Daisy y Tom.

¿Las cosas habrían sido diferentes si, como le suplicó su madre cuando regresó de la partida de cartas, Tom hubiera salido a buscar a Robert esa noche? Pamela no lo creía. Los dos hombres, uno de ellos todavía adolescente, sólo habrían prolongado su interminable e irresoluble conflicto por una noche más, y Robert habría buscado otro momento para fugarse. Además, todos esperaban que regresase a la mañana siguiente. Cuando no se presentó para el desayuno, suponían que volvería a la hora de la cena. Incluso sus propios esfuerzos para intentar convencerle de que se quedase fueron breves y poco entusiastas, tanto porque presumía que su hermano no iba a llegar muy lejos como porque ella siempre era leal a sus padres. Sabía quiénes eran y lo que habían hecho, pero el perdón siempre le resultó más fácil a Pamela.

De todos modos, alguien debería haber salido a buscar a Robert aquellas primeras horas cuando, con toda probabilidad, todavía se encontraba por Long Island. Pamela estaba pasando las vacaciones de verano en casa y conocía a los amigos de su hermano y los sitios donde podría haber buscado refugio. Podría haberle traído de vuelta a casa, o, por lo menos, haberlo intentado. Sólo bajó al embarcadero para ver si podía detectar el brillo de un flash o la luz de un fuego cerca de la casa abandonada que quedaba al otro lado de la bahía. La antigua propiedad de Gatz había sido vendida y comprada por lo menos media docena de veces desde 1922, y en ese momento se encontraba otra vez vacía y en venta. Sin embargo, sólo pasó un momento en la orilla. En su mente, la imagen de una figura solitaria buscando una luz al otro lado de las aguas le recordaba demasiado el desesperado comportamiento de James Gatz durante aquella primavera en la que seguía los pasos de su madre. Por eso regresó a casa, junto a la rabia ya más silenciosa de su padre.

Un año más tarde, su padre anunció que ya no le preocupaba que Robert regresara o no. Para él, el muchacho estaba muerto. Poco tiempo después, Pamela escuchó cómo Tom contaba con gravedad a un compañero de universidad al que no veía desde hacía veintisiete o veintiocho años que su hijo había fallecido en un accidente de coche en Grand Forks.

Parece ser que su madre había contratado a un detective para buscar a Robert y que se le había visto en aquella ciudad seis meses después de que se marchara de casa. El resto, por supuesto, era un embuste espontáneo, muestra de su sociopatía. Después de Grand Forks, se perdía la pista.

Pamela escuchó la historia repetida durante muchas cenas en su elegante comedor de East Egg: el hijo descarriado de los Buchanan, tras escaparse de casa, había muerto en un accidente de coche, estrellándose en una cuneta. Cuando Pamela se casó en 1946, había amigos de amigos que, en la boda, afirmaron haber asistido al entierro de su hermano en Rosehill.

Pasaron décadas hasta que Pamela volvió a verle, porque no acudió al funeral de su padre. Apareció años más tarde, un mes después de que enterraran a Daisy. Pamela salió una tarde a la calle y lo vio sacando fotos -documentando, como decía él- de su casa. Al principio no lo reconoció. Había pasado mucho tiempo y estaba muy envejecido. Olía como los mendigos que poblaban las calles de Manhattan, a vinagre agrio. Presumía orgulloso de una idea que estaba incubando, y Pamela se ofreció a proporcionarle ayuda. No pudo conseguir que se quedase pues el asco que sentía por ella no había disminuido ni un ápice con los años.

Por eso, Pamela era consciente de que tenía que recuperar esas fotos que estaban en poder de la trabajadora social. Sólo podía hacer especulaciones acerca de hasta qué punto el trastornado de su hermano habría llevado adelante su plan.

Contempló una ola alejándose y enterró los dedos de los pies en la arena mojada. Se imaginaba que la muchacha la odiaba. «Bueno -pensó-, dejémosla que idolatre a Robert.» Lo único cierto en toda esta historia era que ella, al contrario que su hermano, había descubierto el perdón en su corazón.

Pero ahora tenía que perdonarse a sí misma. Incluso si hubiera salido detrás de Robert aquella noche, no podría haberle salvado. De igual modo, habría terminado volviéndose loco y habría rechazado cualquier intento de ayuda por parte de su familia. Sin embargo, mientras repasaba sus vidas, no podía evitar que la invadiera el deseo de haberlo atraído de vuelta, aunque sólo fuera por su madre.

¡Si por lo menos no hubiera terminado de… indigente!

La idea le asombraba cuando se paraba a pensarlo. ¡Indigente! Al final de su existencia, su inestable, trastornado, autodestructivo y engreído hermano había terminado en las calles. Era algo incomprensible, innecesario y triste.

Frente a ella, una pequeña bandada de gaviotas se posó en bloque sobre la parte dura y húmeda de la playa que la marea acababa de abandonar y comenzaron a pavonearse y darse picotazos. Pamela suspiró e intentó recordar qué fue lo que había desencadenado esa pelea final entre su padre y Robert. Después, casi con pesar, sacudió la cabeza. No tuvo que pensar mucho.


Capítulo 19

De camino al bar, las energías un poco recuperadas con el zumo y el bollo, Laurel cayó en la cuenta de que haber aceptado encontrarse con este abogado podría convertirse en un error de bulto. Básicamente, se trataba del representante de su rival, y Katherine le había pedido específicamente que no hablara con él. Pero ahí estaba ella, yendo a su encuentro sobre todo porque esa mañana había tenido prisa por colgar el teléfono, aunque no era el único motivo. Por supuesto, también aceptó la invitación porque tenía interés en lo que pudiera contarle y pensaba que podría descubrir algo más sobre Bobbie Crocker. Sin embargo, en ese momento se encontraba tensa y dándole vueltas a las consecuencias que podría tener esta cita y a todas las cosas que podrían ir mal.

Terrance Leckbruge le había dicho que lo reconocería porque estaría leyendo el Atlantic. En cuanto entró en el bar, Laurel se dio cuenta de que lo habría distinguido de cualquier modo. Cuando ella llegó, lo encontró sentado en un taburete alto con una copa de una bebida blanca y una manoseada copia de la revista abierta en la mesita redonda que tenía ante él. Aparentaba unos cuarenta años, aunque no le habría sorprendido que resultara ser bastante más mayor. Su cabello engominado era tan negro que Laurel no tuvo dudas de que se lo teñía. Llevaba ese tipo de horribles gafas pasadas de moda más propias de personas mayores, con lentes en forma de rombo y marco de color mostaza. Este tipo de gafas la ponían especialmente nerviosa porque sus ojos eran de un sorprendente azul, casi fluorescente, y su nariz tan minúscula que resultaba prácticamente inexistente. Se preguntó si no las llevaría pegadas con cola a las cejas para evitar que le resbalaran por la cara, sobre todo porque, cuando lo vio desde la entrada del bar, estaba con la cabeza inclinada sobre la revista con una ligera sonrisita de suficiencia en la boca. Vestía una chaqueta gris de lino con una camiseta beige por debajo. Laurel, con sus pantalones vaqueros, sentía que llevaba una indumentaria poco apropiada para la ocasión. Más aún, se sentía desaliñada. No se había duchado ni lavado el pelo desde hacía un día y medio y se dio cuenta de que llevaba puesta la misma ropa desde que el viernes por la mañana saliera a trabajar. Tampoco se había maquillado y lamentó no haberse puesto ni tan siquiera un poco de pintalabios y colorete.

Leckbruge levantó la vista cuando ella se acercó a la mesa y, bajándose del taburete, se puso en pie. Por un instante, Laurel pensó que iba a intentar darle un beso en la mejilla, pero se equivocaba: simplemente se acercó a ella un poco más de lo habitual mientras le estrechaba la mano.

– Tú debes de ser Laurel. Soy Terrance Leckbruge, pero los amigos me llaman T. J. Siempre lo han hecho y siempre lo harán, aunque a mí me suena a nombre de persona mayor. Muchas gracias por venir. A ver, parece que necesitas tomarte algo urgentemente.

En persona, su acento resultaba encantador, incluso más sureño y pronunciado que cuando conversó con ella por teléfono. A Laurel le pareció que había algo de afectación en su manera de hablar, pero no le importaba, porque quedaba agradable.

– Pues sí -aceptó, y tomó la brillante tabla sujetapapeles en la que estaba escrita, con bella caligrafía, la lista de vinos.

Él debió de notar que andaba un poco perdida con los caldos, porque rápidamente le recomendó uno. Después, cuando llegó el camarero, lo pidió por ella para evitar que se le atragantara el nombre de un impronunciable viñedo de la Toscana.

Durante unos minutos, charlaron sobre cuánto adoraban las peculiaridades y rarezas de Vermont, y él comentó lo mucho que apreciaba la simpatía de sus vecinos de Underhill. Cuando mencionó esta localidad, Laurel permaneció en silencio y se le pasó por la mente que el hombre podría interpretarlo como frialdad, pero no le importó lo más mínimo. En cuanto llegó el vino, Terrance dijo:

– Laurel, tengo que decirte que aprecio mucho que hayas aceptado verme con tan poco tiempo de aviso. Lo digo en serio, muchas gracias.

– Bueno, tengo que confesar que, de no ser porque esta mañana quería salir cuanto antes de casa, probablemente te hubiera dicho que no, pero no quería ponerme a discutir.

– Así que por eso aceptaste.

– Pues sí.

– Bueno, puedo ser muy persuasivo -dijo, descansando la barbilla en los nudillos.

– Pues no lo fuiste.

– Y persistente.

– Eso me parece más apropiado.

– Sea como sea, de todos modos me alegro de que hayas sido tan cortés de aceptar. -Laurel se encogió de hombros, evasiva-. Y dime, ¿dónde tenías que ir hoy? ¿Qué era eso tan apremiante, si se me permite preguntar?

Laurel pensó en mentirle, pero se dijo que no era necesario.

– Quería ir a la sala de revelado para trabajar con los negativos de Bobbie Crocker, a ver qué encontraba.

"¿Y?

– No ha aparecido ninguna imagen más de tu cliente, si eso es lo que te preocupa.

– Y de su casa o sus propiedades, ¿hay alguna foto?

– Mira, yo ni tan siquiera tendría que estar aquí contigo.

– Pero lo estás, así que imagina que un individuo profundamente enfermo se apoderara de fotografías familiares tuyas. Imágenes con un gran valor sentimental. ¿No querrías recuperarlas?

– La esquizofrenia de Bobbie Crocker estaba bajo control. Hablas de él como si fuera un trastornado.

– Bueno, no vamos a ponernos a discutir sobre enfermedades mentales. Lo que está claro es que era un sin techo hasta que tu asociación aterrizó en su vida. Creo que los adultos normales, sí les dan a elegir, no deciden vivir en las calles del norte de Vermont.

– En cuanto BEDS le ofreció la posibilidad de abandonar las calles, Bobbie aceptó.

Leckbruge vació su copa e hizo un gesto a la camarera. Cuando se acercó a la mesa, le susurró:

– Estaba exquisito. Delicioso hasta la última gota, como usted me había dicho. ¿Podría servirme otra copa, por favor?

La camarera llevaba en la ceja izquierda ese tipo de piercing que a Laurel le resultaba doloroso mirar, sobre todo porque su joven piel era tan suave como la de una modelo para anuncios de crema facial. Casi todos sus conocidos tenían pequeños piercings y tatuajes. Incluso Talia se había perforado el ombligo. Una vez, justo después de licenciarse, se planteó la idea de seguir el ejemplo de su amiga y ponerse un pendiente en el ombligo. Sabía que esto era como tomar la decisión de posar desnuda para fotos eróticas: es mejor hacerlo mientras todavía eres joven. Por eso, a Laurel le pareció que, si iba a hacerlo, tenía que ser cuanto antes. Su novio en aquel entonces -por supuesto, mayor que ella- la animaba a acudir al salón de body-art porque suponía que un arito en el ombligo de su chica haría más evidente el pedazo de trofeo que había capturado y lo machote que era. Sin embargo, Laurel decidió que no quería atraer la atención sobre su vientre, porque corría el riesgo de que luego se dirigiera hacia su pecho. Desde la agresión, esto ni se le pasaba por la cabeza. Además, el desmedido entusiasmo de su pareja era suficiente para olvidarse del asunto.

– Entonces -dijo Leckbruge tranquilo, con un tono iluso, cuando la camarera les dejó para ir en busca de su segunda copa de vino-, ¿qué es lo que te haría renunciar a esas fotos? Porque ése es el motivo de que estemos aquí. A mi cliente le gustaría recuperar las imágenes… esta situación le parece una violación. Estoy seguro de que tú puedes comprender cómo se siente, pues a fin de cuentas…

– ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó Laurel, temiendo por un momento que, en su uso de la palabra «violación», se escondiera más de lo que realmente había. Estaba suponiendo que, de algún modo, sabía lo que había sucedido hacía años en las afueras de su pueblo, cuando lo más probable es que sólo estuviera sugiriendo que era una persona especialmente empática. Iba a pedirle disculpas, o por lo menos intentar atribuir la estridencia de su interrupción a la falta de sueño o al cansancio, pero él se inclinó sobre la mesa y posó su cálida y amable mano sobre la suya.

– Por favor, te ruego que me perdones. No debería haber dicho eso.

– No, yo no tendría que ser tan sensible… Sólo es que…

Esta vez fue él quien la interrumpió:

– Sufriste una agresión, lo entiendo. No debería haber empleado el término violación. Ha sido muy desconsiderado por mi parte, y tremendamente irreflexivo.

Así que lo sabía. Laurel debería haberlo adivinado, pues tenía una casa en Underhill y era abogado. Seguramente estaba al corriente de todo lo que pasó desde el principio. Retiró su mano con rapidez y la dirigió hacia su mochila, dispuesta a marcharse, pero entonces le vino una imagen a la mente: la muchacha en bicicleta en la pista forestal. La foto que había sacado Bobbie Crocker.

– ¿En qué época estuvo el hermano de tu cliente por Underhill? -le preguntó.

– Mi cliente dice que su hermano falleció hace mucho tiempo, que…

Laurel le hizo callar extendiendo las manos ante él.

– Vale, ¿en qué época estuvo Bobbie Crocker en Underhill?

– No sabía que hubiera estado por allí. Tú conoces bastante más sobre su vida en Vermont que yo.

– Sacó unas cuantas fotos allí, en Underhill. Las he visto. ¿Tu cliente también piensa que le pertenecen?

– ¿De qué son?

– De una ciclista.

– ¿Tú?

De camino al bar, había estado considerando los diferentes deslices que podría cometer. Sin embargo, no se esperaba que terminaran sacando este tema. Incluso en ese momento, no tenía claro si se trataba de un error o no. ¿Acaso no había acudido a la cita para ver si podía enterarse de algo? Suspiró y, en el repentino silencio que se apoderó de su mesa, pudo oír por primera vez la música, el murmullo de las conversaciones y el ruido de las copas a su alrededor. De pronto, parecía que el bar se hubiera llenado.

– Sí -contestó Laurel finalmente, y luego añadió con rapidez-: O por lo menos eso parece.

– Pero no estás segura.

– No del todo, pero casi.

– Mi cliente es coleccionista de obras de arte. No hay razón para no creer que entre las fotos que perdió hubiera una imagen de una chica en bicicleta.

– Esta foto se habría tomado hace unos siete años. ¿Cuándo sostiene tu cliente que su colección…

– Una parte de su colección.

– ¿Cuándo cree que desapareció esa parte de su colección? Tendría que haber sido más tarde.

– ¿A dónde quieres llegar?

– ¿Pamela puso el robo en conocimiento de la policía? Si la colección era de valor…

– Su valor no se puede juzgar sólo en términos monetarios. Lo que más le preocupa son las imágenes de su hogar y su familia. Una foto en la que aparecen su hermano y ella significa para mi cliente bastante más que, por decir algo, la colección de la George Eastman House. Si te interesa tanto conservar esa foto en la que sales tú, estoy seguro de que a mi cliente no le importaría regalártela.

– No quiero la foto -dijo Laurel, consciente de que estaba empezando a marearse. Le pareció que la mesa ascendía hacia ella-, lo que quiero…

– ¿Sí?

– Quiero saber por qué estaba él allí.

– Suponiendo que fuera él.

– Quiero saber por qué estaba en aquella pista el mismo día que esos dos hombres…

Laurel era consciente de que las palabras le salían con dificultad, como una pequeña y desesperanzadora súplica asfixiada por la nieve. Empezaba a sentir frío y humedad, aunque podía escuchar los latidos de su corazón resonando en su cabeza como un tambor africano.

– ¿Te refieres a los dos hombres que te atacaron?

– ¡Pues claro! ¿A quién si no?

– Pero no estás segura de que fuera el mismo día. ¿No?

– No, no estoy segura.

– Muy bien. Entonces, los que te atacaron, ¿eran indigentes? Perdóname, Laurel, no puedo recordarlo.

– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Por qué es importante eso?

– Te pones a la defensiva, como si creyeras que los indigentes nunca se vuelven violentos. Sin embargo, la pasada primavera dos de tus clientes se vieron involucrados en una pelea con arma blanca en el callejón que queda detrás de la pizzería de Main Street. Uno de ellos murió y el otro está en la cárcel. Según afirmaban los periódicos, el autor, perdón, presunto autor del crimen amenazó a la víctima por unos sandwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada de vuestro albergue.

Laurel inclinó la cabeza sobre la mesa. Conocía la historia, pero también sabía que esos dos eran una excepción. Desde que llegaron a la asociación, todos los que habían tratado con ellos en BEDS se temían que esa pareja iba a terminar mal. Apenas pasaron un par de noches en el albergue y luego se marcharon. La propia Laurel ni tan siquiera los había visto, por eso el final totalmente carente de sentido que habían tenido -muerte y prisión- la había frustrado más que entristecido.

– ¿Laurel?

Se estremeció al notar que su mano subía de su brazo a su hombro, y se forzó a alzar la vista.

– Uno de los que me agredieron era un indigente -dijo finalmente con voz vacilante-. Pero nunca había puesto un pie en BEDS, lo comprobé hace años.

– ¿Quieres que te pida algo? ¿Le pido a la camarera que te traiga agua? ¿Eres…

Laurel alzó las cejas y esperó. Recordó la furgoneta retrocediendo hacia ella para pasarle por encima, cómo se le llenaron la boca y los pulmones del humo del tubo de escape, el peso de los neumáticos sobre los dedos de los pies, la clavícula y un dedo ya rotos, los moratones en el pecho…

– … diabética? ¿Tienes anemia? -completó su pregunta Leckbruge.

– No, sólo… sólo me he sentido débil por un segundo. Ya estoy bien.

– No lo parece, me gustaría ayudarte.

– No necesito tu ayuda.

– Verás, cuando sufres una violación…

– ¡A mí no me violaron! -exclamó, y con sus últimas fuerzas se puso en pie, impulsándose con los brazos en la silla. El brazo de Terrance se deslizó de sus hombros y el hombre hizo amago de volver a posarlo sobre ella, pero Laurel no fue capaz de decir si lo hacía para ayudarla a bajarse del taburete o para retenerla.

Los ojos del abogado, que hasta entonces se habían mostrado tan comprensivos, parecían haberse congelado de repente.

– Por favor, Laurel, ¿no irás a marcharte ahora?

– Pues sí, me voy.

– Quédate. Siéntate, por favor. Necesito que te quedes un poco más. No puedo… No puedo dejar que te marches así.

Laurel respiró profundamente y retuvo el aire durante un buen rato en sus pulmones. Poco a poco, fue recuperando el enfoque del mundo a su alrededor.

– Parece que sólo piensas en ti -susurró-. ¿Por qué todos los tíos de mediana edad os creéis que el mundo gira en torno a vosotros?

Terrance frunció el labio a propósito, poniendo una sonrisa infantil.

– Au contraire. Lo que más atormenta al hombre de mediana edad es que ha descubierto que el mundo, en realidad, no gira a su alrededor. Eso es lo que nos duele.

– Lo tendré en cuenta.

Terrance miró su reloj y dijo:

– Me gustaría continuar esta discusión.

– Puedes hacerlo, pero con los abogados del Ayuntamiento de Burlington, no conmigo.

– Bueno, una cosa no quita la otra.

– Eso sería si me amenazases.

– No tengo intención de amenazarte, lo digo en serio, Laurel. Otros lo harían, pero yo, personalmente, no utilizo esos medios con nadie, y mucho menos con alguien que ha pasado por lo que tú has pasado. Créeme.

Laurel pensó en sus palabras. ¿Estaba insinuando que conocía a gente que podría querer amenazarla?

– ¿Acabas de sugerir que alguien podría amenazarme? -le preguntó, más desconcertada que atemorizada.

– Yo no he dicho eso -respondió Leckbruge-. Pero, por favor, prométeme una cosa, ¿lo harás?

– Lo dudo.

– De todos modos, te lo pediré: si cambias de opinión y te das cuenta de que la demanda de mi cliente es razonable, ¿me llamarás?

Laurel lo observó y él alzó las cejas sobre esas enormes gafas amarillas en un gesto que podría ser de tristeza. Después, miró de nuevo su reloj y se volvió a sentar en el taburete. Al salir del bar, Laurel se dio cuenta de que ni tan siquiera había probado su vino.


Cuando regresó a casa, Laurel encontró la puerta de su apartamento entreabierta. En un primer momento no se preocupó por ello y supuso que Talia estaría dentro. De haberse imaginado algo, habría sido a su hermosa compañera de piso leyendo en el sofá, con su iPod en las rodillas y el cable de los auriculares trepando hasta las orejas, meneando la cabeza y los hombros al ritmo de la música. Sin embargo, al empujar la puerta se dio cuenta de que Talia no estaba y de que les habían robado. Se quedó en el descansillo, un poco aturdida, repasando con la vista el salón. La ventana del pequeño balcón estaba abierta y la silla que había junto a ella se encontraba tumbada en el suelo. La lámpara de porcelana que tenían junto al sofá, una delicada pieza originaria de China y pintada a mano que había estado durante años en el salón de casa de sus padres antes de que su madre redecorara su hogar tras la muerte de su esposo, estaba hecha trizas en el suelo. Habían volcado la mesita de café, y los libros y periódicos se encontraban esparcidos por el suelo como restos de basura. El pequeño escritorio de color mandarina de Talia había sido empujado hacia la puerta de la cocina, como si alguien hubiera tirado de él al registrar su único cajón. El ordenador seguía sobre la mesa, aparentemente intacto, y Laurel se sintió aliviada porque no se lo hubieran llevado, aunque todavía no tenía ni idea de qué habían robado.

De ningún modo se iba a aventurar en el apartamento ella sola, así que, con el mayor sigilo que pudo, abrió su mochila y rebuscó en su interior el pequeño bote de spray de autodefensa que sabía que andaba por el fondo. Desde que regresó a Vermont para terminar su segundo año de carrera siempre lo llevaba encima. Nunca lo había utilizado, y pocas veces se acordaba de él. Ni tan siquiera estaba segura de si recordaría cómo se utilizaba este modelo, puesto que apenas había odiado un vistazo a las instrucciones cuando lo sacó de su sarcófago de plástico. De todos modos, la alivió tenerlo con ella en ese momento. Cuando tuvo el aparato firmemente sujeto en el puño, se quedó parada. Temía haber hecho demasiado ruido. Ni tan siquiera se atrevía a cruzar el descansillo y llamar a la puerta de Whit. Por eso permaneció allí, totalmente paralizada, escuchando. Llegado un momento, reunió el coraje suficiente como para plantearse retroceder de puntillas y salir hacia las escaleras. Sin embargo, el lugar parecía muy tranquilo. Finalmente, cuando pasaron más de diez minutos sin que escuchara ningún ruido, entró en el apartamento. Estaba claro que, fuera quien fuera el que entró, ya se había marchado.

Vio que las puertas de su cuarto y del de Talia estaban abiertas, y echó un vistazo en ambas habitaciones. Parecían intactas. Empujó a fondo la puerta de su dormitorio, preparada para utilizar el spray y echar a correr si notaba la más mínima resistencia tras ella. Comprobó que el reproductor de CD seguía sobre el escritorio y la pequeña televisión en una balda del armario. No es que tuviera muchas joyas, pero la cajita de teca que contenía sus pendientes, pulseras y un par de collares permanecía sobre el tocador, así como su iPod. Buscó en el último cajón de su escritorio, segura de que su talonario de cheques y su pasaporte estarían entre sus jerséis, que estaban perfectamente doblados, como siempre los dejaba. Todo se encontraba tal y como lo había dejado el viernes por la mañana.

Se sentó en el colchón, preguntándose por qué aparentemente no habían robado nada, y entonces dio con la respuesta: no se habían llevado nada porque la única cosa que buscaba el asaltante estaba en su armario del laboratorio de fotografía de la universidad, incluidas las fotos, porque Laurel había querido guardarlo todo junto. De repente, la forma en la que Terrance Leckbruge había intentando retenerla en el bar le resultó siniestra, pues en realidad lo era. Mientras habían estado juntos en el centro, Leckbruge sabía que alguien se encontraba allanando su apartamento y había intentado que se quedara el mayor tiempo posible con él para que su compinche, quienquiera que fuese, pudiera apoderarse de los negativos y las fotos de Bobbie Crocker. Recordó cómo el abogado miraba constantemente el reloj e intentaba evitar que se marchara.

– ¿Laurel?

Alzó la vista y encontró a Talia en la puerta del apartamento.

– Alguien ha entrado en casa -le dijo todavía un poco aturdida-. Han estado revolviendo nuestro apartamento. Quieren las fotos de Bobbie Crocker.

– ¿De qué estás hablando?

– Tiene que haber algo en los negativos. Seguro que hay algo en una de las fotos que todavía no he revelado, o quizá se oculte algo importante en las que ya tengo, pero no me he dado cuenta.

– Laurel -dijo Talia de nuevo, pero esta vez no se trataba de una pregunta. Llevaba puesta una sudadera gris con las palabras «Make My Day» impresas. Tenía un moratón en la palma de la mano izquierda y una serie de tiritas mal puestas en la derecha. Llevaba el pelo recogido en un moño y parecía agotada. En ese instante, Laurel se acordó: ¡el paintball! Se suponía que tenía que haber acompañado a su amiga en la excursión al paintball del grupo de catequesis.

– ¡Ostras,Talia! Me olvidé. Lo siento mucho, en serio. Se me pasó por completo. La he cagado, ¿verdad? No sé qué decir. Tía, ha sido un día horrible, asqueroso. Dejo colgada a mi mejor amiga y luego descubro que nos han entrado en casa…

– El perro de Gwen.

– ¿Qué?

– Gwen está fuera este fin de semana, y me pidió que sacara a pasear a Merlin -gruñó Talia mientras se acercaba cojeando a la cama y se sentaba junto a Laurel, intentando masajearse el dolorido hombro con la mano. Gwen era su vecina, estudiante de Veterinaria, y Merlin su buenazo pero gigantesco chow chow. Un animal mitad can, mitad león, cuya dueña sostenía que era un chucho que había recogido en la perrera.

– ¿Sabes? Me duele todo -añadió Talia-. No te sientas culpable. Bueno, olvida lo que he dicho. Siéntete culpable: muy culpable. Me habrías servido de ayuda hoy.

Laurel sentía que estaban teniendo dos conversaciones al mismo tiempo: una sobre el paintball y la otra sobre lo que había sucedido en su apartamento.

– ¿El perro de Gwen ha sido el que lo ha revuelto todo?

Talia asintió y dijo:

– Hace como quince minutos. Ha sido culpa mía. Volvía de sacarlo de paseo, aunque sería mejor decir que me ha sacado él,

porque yo iba cojeando. En fin, me pareció escuchar ruido en nuestro apartamento, así que subí para echarte la bronca por haberme dejado tirada en medio del bosque con una docena de adolescentes armados con rifles semiautomáticos cargados con bolas de pintura. No contestaste, pero había algo revolviendo ahí dentro.

– ¿Había alguien dentro? ¿Lo viste?

– No era una persona. Era un bicho, una ardilla.

– ¡Una ardilla! -exclamó Laurel.

– Pues sí. Nos habíamos dejado la ventana abierta y cuando entré en el piso me encontré una ardilla corriendo por el sofá. Al verla, Merlin se volvió loco y empezó a perseguirla por toda la casa. Tiró tu bonita lámpara, volcó la mesita y casi se lanza por el balcón cuando esa hija de puta se escapó por las ramas del arce que tenemos ahí fuera. Y lo siento, pero estaba demasiado machacada para actuar con la rapidez necesaria para sujetar a Merlin antes de que se pusiera a perseguir a la ardilla por nuestro salón.

– Así que no nos han robado.

– No, que yo sepa -dijo Laurel-. La ardilla se marchó con las manos vacías, o las garras vacías, si lo prefieres.

– Entonces, nadie más ha entrado en la casa.

– No, sólo la ardilla. Tía, ojalá hubiera tenido el rifle del paint-ball, esa ardilla se habría pasado el invierno con la piel de color fosforito.

– Ahora que lo dices, creo que me dejé la ventana abierta esta mañana.

– ¡Así que estuviste aquí! Me pareció escucharte cuando volviste de casa de David. Y aun así te olvidaste de que teníamos que ir al paintball.

– En serio, espero que me perdones. Es que… se me pasó.

– ¿Dónde estabas? No me contestaste al móvil y tampoco te localicé en casa de David.

– ¿Has hablado con él?

– No, él tampoco estaba en casa. ¿Salisteis juntos?

Laurel negó con la cabeza.

– Entonces, ¿dónde has estado?

– En la sala de revelado.

– ¿Te has pasado un día como hoy encerrada en la sala de revelado?

– Bueno, también quedé con un tío…

– Un tío mayor, seguro -dijo Talia.

– Sí, pero no por lo que te imaginas. Es un abogado que quiere las fotos de Bobbie. Vengo de verle, me ha llamado porque tiene un cliente que cree que todas las imágenes le pertenecen, pero yo no pienso entregárselas, se ponga como se ponga. Son muy importantes y…

– ¿Qué? Sigue.

De pronto, Laurel tuvo la sensación de que estaba hablando demasiado y se dio cuenta de que había un frenético tono de urgencia en su voz que estaba alarmando a su amiga, lo podía notar en su modo de mirarla. Por eso dejó de hablar. De todos modos, era demasiado difícil de explicar.

Al cabo de un rato, Talia apartó la vista de ella y se tumbó en la cama.

– Creo que lo único que me apetece es quedarme aquí y morirme -dijo, en un evidente intento de cambiar el tema de las fotos de Bobbie-. ¿Te importa? Tengo todo el cuerpo lleno de contusiones.

– ¿Tan mala ha sido la experiencia?

– ¿Quién ha dicho mala? ¡Ha sido genial! Creo que lo único más divertido que el paintball es el buen sexo. Y fíjate en lo que te digo: sólo el sexo bueno de verdad.

– ¿Estás de broma?

– No, hablo en serio. Es una pasada, no tienes ni idea de lo que te has perdido. Puede que ahora no sea capaz de volver a levantarme, que me quede aquí para siempre, pero todas las heridas, rasguños y moratones han merecido la pena. No empezamos muy bien: Whit se vino con nosotros…

– ¿Whit?

– Aja. Gracias a Dios, porque necesitaba otro monitor, como tú sabes, y además hizo de capitán para el segundo equipo. Whit se lo tomó muy en serio, más incluso que yo. Está claro que es un juego de tíos. Las mujeres también podemos hacerlo, pero no lo llevamos en la sangre como ellos. Él se hizo cargo de un equipo y yo de otro. Durante las primeras dos horas nos machacaron a base de bien. Fue bastante duro, créeme. Pero después entendí de qué iba el juego. Lo pillé: tienes que verlo como una partida de ajedrez y calcular tus movimientos. Entonces, de repente, en cuanto coges tu posición, debes dejar de pensar e imaginarte que estás en la fiesta más salvaje en la que hayas estado en toda tu vida. Como si estuvieras en una pista de baile y totalmente fuera de control. Desinhibirte por completo. Una vez que comprendí eso, Whit fue hombre muerto el resto del día. No había quien nos parara, y eso que en mi equipo no estaban esos chavales que se pasan el día pegados a su PlayStation. Lo conseguí con soldados como Michelle. La conoces, ¿verdad? La pequeña y tímida Michelle. No dejamos uno vivo ni hicimos prisioneros. Cero. Nada.

– Suena un poco violento.

– ¿Un poco? ¡Jolín! He estado arrastrándome quinientos metros por el fango y pasando por encima de zarzas para caer por sorpresa encima de unos adolescentes a los que se supone que debo mostrar los caminos del Señor. Cuando me incorporé para pillarlos, les estaba gritando que o tiraban sus rifles o les volaba la tapa de los sesos.

– ¿Y tiraron sus armas?

– Bueno, la verdad es que no les di la oportunidad de hacerlo. Creo que Matthew intentó apuntarme antes de que le disparara. No le dio tiempo a reaccionar, ni a él ni a ninguno. Los fusilé a todos. La próxima vez tienes que venir con nosotros, en serio.

Laurel sonrió con cortesía e intentó parecer sincera, aunque en su interior no lo tenía claro.

– Claro -susurró-, lo intentaré.

– Lo digo en serio -añadió Talia, soltando un sonoro suspiro de satisfacción a pesar de sus dolores y heridas-.Y no me olvido de que te debo una lámpara. ¿Hay más destrozos? Bajé a Merlin antes de ponerme a comprobar los daños.

– Sólo la lámpara, pero no me debes nada. Ni se te ocurra.

Talia se incorporó un poco en la cama y cambió su machacado cuerpo a una posición de sentado, descansando el peso en los codos. Laurel tuvo la impresión de que este pequeño gesto le costaba un serio esfuerzo.

– Bueno, de todos modos voy a comprar una nueva. Y debería limpiar todo este estropicio. Por desgracia, creo que no me puedo agachar.

– Quédate aquí -la retuvo Laurel-.Ya recojo yo el suelo. ¿Quieres tomar algo?

– Morfina.

– ¿Te vale con un vino?, ¿o un zumo?

– Pues un poco de vino. Pero échale una aspirina… o morfina.

– Vale -dijo Laurel, esperando que les quedara una botella de vino en la cocina, pues no estaba muy segura.

– Dime una cosa -dijo Talia de repente.

– ¿Qué?

– ¿Por qué no te he visto desde que volviste de casa de tu madre?

– ¿No nos hemos visto desde entonces? -preguntó Laurel, aunque sabía que la respuesta era sí.

– No creo que estés mosqueada conmigo -dijo Talia- porque sé que soy demasiado encantadora para que alguien se cabree conmigo más de un minuto. Pero otra que no tuviera tanto ego como yo se preguntaría qué está pasando aquí. Entiéndeme, no te he visto desde antes de que te fueras a Long Island, y hoy, vas y me dejas colgada.

Laurel sintió un remolino de viento otoñal entrando en la habitación, así que cerró la ventana. Se lo pensó por un momento antes de contestar, pues estaba indecisa. Por un lado, siempre había sentido un cierto orgullo, puede que injustificado, ante el hecho de que su familia y amigos la tuvieran por atenta y responsable. Nunca los había decepcionado. Sin embargo, por otro lado, se preguntaba si la razón por la que se había olvidado del paintball no sería que estaba demasiado absorta por el trabajo de Bobbie Crocker. Aunque también podría deberse a que consideraba que lo último que alguien podría esperarse de ella era que le apeteciese correr por los bosques con una pistola de juguete. O igual se había olvidado porque, desde un principio, Talia nunca debió pedirle que les acompañara.

– No quería dejarte colgada, y no estoy mosqueada contigo. ¿Por qué iba a estarlo? -le preguntó. Fue consciente de que había un ligero toque de frialdad en su voz, pero no hizo nada por reprimirlo.

– Así que solamente has estado ocupada.

– Sí.

– ¿Con David?

– No.

– Espero que no haya sido con tu difunto indigente.

– ¿Por qué todos os empeñáis en llamarle así? No era un indigente, le conseguimos un hogar.

– Cálmate, Laurel, no pretendía…

– ¿Por qué el hecho de estar en la indigencia se convierte en el único rasgo distintivo de una persona? Nunca te refieres a él como fotógrafo, o excombatiente, o gracioso. Era un tipo muy divertido, ¿lo sabías? Francamente…

– Francamente, ¿qué?

– Nada.

– Dime.

– No tengo nada que decirte. Es sólo que… nada.

Talia se incorporó con dificultad y entrecerró los ojos como queriendo decir: «Ya estoy harta de esto. Muchas gracias por todo». Laurel no se había dado cuenta, pero su amiga tenía un cardenal en forma de media luna en el cuello del color de las berenjenas.

– Creo que voy a darme un baño caliente -dijo Talia bajando la voz-.Yo misma puedo servirme el vino.

Talia se fue cojeando hacia la cocina y Laurel pudo oír cómo abría el armario, cogía una copa y luego buscaba el vino en el frigorífico. Permaneció esperando, inmóvil, hasta que escuchó cerrarse la puerta del baño. Talia no dio exactamente un portazo, pero sí que fue un golpe considerable.

Laurel tuvo la extraña sensación de que no le molestaba demasiado que Talia y ella hubieran discutido. Puede que hubiese reaccionado de forma un poco brusca cuando su compañera se refirió a Bobbie Crocker como un indigente, pero ¿acaso no había tenido una semana complicada? Había sido un día muy largo. Además, ¿qué importaba todo esto cuando las obras de Bobbie Crocker, sus obras, podrían estar en peligro y todavía le quedaban negativos por revelar? Laurel resolvió que la tarea más importante que tenía por delante era regresar al laboratorio de la universidad y buscar un lugar seguro en el que guardar las fotos y los carretes de Bobbie Crocker. El hecho de que esta vez se hubiera equivocado al pensar que les habían robado no significaba que no pudieran intentarlo al día siguiente.

Todo lo demás -Talia, David y el señor Terrance J. Leckbruge incluidos- tendría que esperar. El desorden en el salón también tendría que esperar. Desde la puerta del baño, le gritó a su compañera que iba a salir y bajó por las viejas y rechinantes escaleras de madera del edificio.

Antes de guardar las fotos de Crocker en el laboratorio de la Universidad de Vermont -las que Bobbie tenía con él y los negativos que ella misma había revelado-, Laurel arrancó una hoja amarilla de un cuaderno y esbozó una cronología aproximada de cuándo habían sido tomadas las imágenes. La mayoría de las fechas eran suposiciones basadas en sus búsquedas en Internet: el hula-hoop se inventó en 1958 y la moda se extendió a principios de los sesenta. Suponiendo que la foto de las doscientas muchachas jugando con sus aros en el campo de fútbol se hubiera tomado en el momento de máxima popularidad del juguete, seguramente habría que fecharla entre 1959 y 1961.Joyce, la tía de Laurel, miró la información en la carátula del CD de Camelot de su primo Martin y le dio los años aproximados en los que Julie Andrews hizo de Ginebra. Otras fechas eran más imprecisas todavía. Resultaba difícil calcular la edad de Eartha Kitt, pero Laurel supuso que tendría unos cuarenta años en el retrato que le sacó Crocker a las puertas de Carnegie Hall. Esta suposición se basaba exclusivamente en que Laurel tenía la sensación de que en la foto Kitt parecía tener la misma edad que cuando hizo de Catwoman en la vieja serie de Batman en televisión, momento en el que la actriz tenía treinta y nueve años. A veces, Laurel fechaba una foto basándose únicamente en sus limitados conocimientos sobre ropa y coches de época.

A pesar de ser una cronología muy aproximada, resultaba útil.


Fotos de Crocker: Cronología aproximada Mediados de los 50: Chuck Berry

Robert Frost

Músicos de Jazz (numerosas fotos)

Puente de Brooklyn

Muddy Walters

Hotel Plaza


Finales de los 50: Beatniks (tres)

Eisenhower (¿en la ONU ?)

La auténtica Gidget (Kathy Kohner Zucherman)

Secadores de pelo

Coches (muchos)

Washington Square

Estación de tren en West Egg

Cigarrillos (en ceniceros, sobre mesas,

primeros planos en labios)

Jugando al fútbol en la calle bajo un

anuncio de Hebrew National.


1960/61:

Julie Andrews (Camelot)

Chicas con hula-hoops


Principio de los 60:

Un escultor (desconocido)

Paul Newman

Zero Mostel

Más coches (media docena)

Paisajes urbanos de Manhattan (incluyendo

el edificio Chrysler)

Filarmónica de Nueva York

Máquinas de escribir IBM (tres)

Escenas de calle en Greenwich village (cuatro)


1964:

La Exposición Universal (media docena de

fotos, incluyendo unas del hemisferio)

Marcha por los derechos civiles en Frankfurt

(Kentucky)

Martin Luther King (¿En la marcha de

Frankfurt?)

Lyndon Johnson (con chistera en un salón de

baile)

Dick Van Dyke

Mediados de los 60:

Eartha Kitt

Bob Dylan

Myrtie Evers-Williams

Casas de ladrillo (¿En Brooklyn?)

Un Mustang ante la propiedad de los

Marshfield (modelo de coche introducido

en 1964)

Casa de estilo Arts & Crafts típica del Medio

Oeste Podría ser de Wright)

Nancy Olson

Autobús en la Quinta avenida

Bailarinas de danza contemporánea

(serie de fotos)


Finales de los 60:

Jesse Jackson

Coretta Scott King

Lámparas de lava (muchas, ¿una serie?

¿para un anuncio?)

Club de Jazz (serie)

Joey Heatherton (creo)

Tomando el sol en Jones Beach

Series en Central Park (picnics, jugando

al béisbol, el zoo, hippies)

Paul Sorvino (¿con Mira?)

Collares de cuentas y medallones con el

símbolo de la paz


Principio de los 70:

Flip Wilson

Grupo de rock desconocido

Actores Jack Klugman y Rony Randall

Las torres gemelas del World Trade Center

Wall Street (muchas)

Main Street en West Egg

Ray Stevens (posiblemente)

Liza Minnelli

Trompetista de jazz

Finales de los 70:

Aparcamiento del parque empresarial del

valle de las Cenizas(no es su nombre real)

Hotel Plaza (de nuevo)

Un joyero(podría ser art déco, pero está en el

mismo negativo que el aparcamiento del

parque empresarial)

Andén de la estación de tren de East Egg

Costa en East Egg

Costa en West Egg

Mi club de campo (la antigua casa de Gatsby)

Un manzano (aparece en varias imágenes,

una con una pequeña pirámide de

manzanas al lado)


Finales de los 90, principios años 2000:

Escenas de un camino forestal en Underhill

(en dos de ellas, sale un chica en bicicleta)

Iglesia de Stowe

Una cascada

Un perro junto a una panadería

Pistas de esquí del monte Mansfield (en verano)


Laurel se fijó en que o bien Bobbie abandonó la fotografía durante los años ochenta y noventa, o bien se habían perdido las imágenes que tomó durante ese par de décadas. También le pareció interesante comprobar que parecía que, a medida que se hacía mayor, regresaba con más frecuencia a East y West Egg y al valle de las Cenizas. Es probable que hubiera pasado por allí a menudo, puede que una vez al año. Tenía esas fotos del andén de la estación de West Egg en las que se veían coches que parecían de finales de los años cincuenta. Puede que el resto de imágenes hubieran desaparecido con el tiempo, pero tenía la sensación de que no era así. Se lo imaginaba con cincuenta y pico años, retrocediendo sobre sus pasos y cerrando la brecha que habían dejado sus padres. También se fijó en que Bobbie tenía, por lo menos, dos fotografías del Hotel Plaza y estaba segura de que no pudo evitar ver en las paredes del hotel aquella tórrida tarde en la que la única -al menos Laurel creía que sólo hubo una- infidelidad de su madre fue descubierta por su padre.

Contempló todas y cada una de las imágenes antes de ponerlas a buen recaudo en un maletín archivador. Algo que podría haber hecho en menos de diez minutos le costó una hora y media. En un principio, supuso que iba a encontrar en las fotos eso que Pamela Marshfield y Terrance Leckbruge ansiaban con tanta desesperación, la clave de su incomprensible interés por ellas. También buscaba al demonio: una persona, una imagen, un disfraz de carnaval. ¿No era eso lo que había dicho Pete Stambolinos? Tendría que haber una foto de un carnaval. Pero no la encontró, al menos por ahora. Tampoco había ninguna imagen de la feria agrícola que se celebraba anualmente en los alrededores de Burlington ni ninguna foto que se pudiera considerar mínimamente amenazadora.

Por eso, poco a poco, Laurel terminó estudiando las composiciones, el uso de los claros y oscuros, el modo en el que Bobbie era capaz de hacer algo fascinante de los temas más cotidianos: una máquina de escribir, un cigarrillo, unos jugadores de ajedrez… Temió no estar haciendo justicia a las fotos con sus revelados. Bobbie se merecía alguien mejor, más profesional.

Después de guardar las fotos, decidió que no podía llevárselas a casa. Ese día había sido sólo una ardilla, pero ¿y el siguiente? Había gente que andaba detrás de esas imágenes. Bobbie lo había entendido, por eso no las compartía con nadie. Laurel pensó que la ardilla había sido una señal enviada por su ángel de la guarda. ¿Cuál era su mensaje? ¡Guarda esas fotos en lugar seguro!

Ese lugar no podía ser su despacho en BEDS. Confiaba en Katherine, pero no en sus abogados. El apartamento de David era una posibilidad, pero podría poner en peligro a las niñas si alguien entraba en busca de las fotos. La oficina de su novio era segura, pues era imposible acceder al edificio del periódico sin una tarjeta de identificación cuya banda magnética se pasaba por un lector, a no ser que el recepcionista te dejara pasar. Sin embargo, estas medidas de seguridad le impedirían acceder a las fotos cuando David no estuviera en el trabajo. Conocía a alguno de los recepcionistas, pero no a todos.

Por un instante, hasta pensó en Pete Stambolinos, consciente de la ironía de esconder las fotos en el mismo edificio en el que habían estado cogiendo polvo el último año de vida de Bobbie Crocker. Pero no parecía muy prudente entregárselas a un hombre cuya sensatez nunca había sido su fuerte.

Necesitaba a un conocido. Alguien con quien Marshfield o Leckbruge no pudieran relacionarla, así que decidió probar con Serena Sargent. Al día siguiente iba a acercarse a Bartlett para visitar la iglesia congregacional de la que era miembro el difunto editor de Bobbie, y pensó que podía dejar las fotos con la camarera cuando terminara. Podría visitarla en su domicilio de Waterbury o, si Serena estaba en el trabajo, pasarse por su cafetería por la tarde. Mientras tanto, se quedaría con los carretes que quedaban por revelar -que no eran más de tres docenas de tiras de negativos- y los llevaría siempre encima.

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