VI. A REY MUERTO, REY PUESTO

Angélica de Alquézar había vuelto a citarme en la puerta de la Priora. Otra vez necesito escolta, apuntaba su escueto billete. Decir que acudí sin reservas sería falso; mas lo cierto es que en ningún momento llegué a considerar no ir. Angélica estaba infiltrada en mi sangre como unas cuartanas malignas. Había gustado su boca, tocado su piel y entrevisto demasiadas promesas en sus ojos; el juicio se me nublaba estando ella de por medio. Pero lo enamorado no quita lo discreto, así que esta vez tomé precauciones; y cuando se abrió el portillo y una ágil sombra se deslizó a mi lado en la oscuridad, yo iba razonablemente dispuesto para el negocio: coleto de cuero grueso que un guarnicionero de la calle de Toledo me había aderezado con uno viejo del capitán, la espada al costado izquierdo, la daga en los riñones y, disimulándolo todo, una capa de estameña parda y un chapeo negro de ala corta, sin pluma ni toquilla. Iba además recién lavado con agua y jabón, luciendo la sombra del bozo que ya me rasuraba a menudo en la esperanza de fortalecerlo hasta que alcanzase las impresionantes dimensiones del mostacho alatristesco; cosa que nunca logré, por cierto, pues siempre fui poco barbado. El caso es que antes de salir me estudié en un espejo de la Lebrijana, y la estampa no era mala; y aun luego, camino de la puerta de la Priora, estuve mirando el aspecto de mi sombra en el suelo al pasar junto a las luces de hachas y faroles. Pardiez. Ahora lo recuerdo y sonrío. Pero háganse cargo vuestras mercedes.

– ¿Dónde me lleváis esta vez? -pregunté.

– Quiero enseñaros algo -respondió Angélica-. Útil para vuestra educación.

Eso no me tranquilizó en absoluto. Yo era mozo acuchillado y sabía que toda educación útil se adquiere con afrenta de costillas propias o con sangría de la que no te hace el barbero. Así que me dispuse otra vez a lo peor. Resignado, es la palabra. O quizás aterradora y dulcemente resignado. Como apunté antes, era muy joven y estaba enamorado del diablo.

– Veo que os gusta vestir de hombre -dije.

Aquello seguía chocándome y fascinándome al tiempo. Propia del teatro, inspirada al principio en las antiguas comedias italianas y en el Ariosto, la mujer vestida de hombre por afán de gloria viril o por cuitas de amor era, como ya dije, común en el teatro; pero lo cierto es que, comedias y leyendas aparte, el personaje no se daba nunca en la vida real, o al menos yo no tenía noticia de ello. En cualquier caso, tras mi comentario, más Marfisa que Bradamante -pronto iba yo a comprobar, en mi desdicha, hasta qué extremo la movía menos el amor que la guerra-, Angélica se rió quedo, como para su santiguada.

– No querréis -dijo muy bachillera- que buree de noche por Madrid con basquiña y guardainfante.

Con el eco de esas palabras se acercó a mi oreja, y rozándola con sus labios -lo que me puso, vive Dios, la piel de gallina-, susurró estos bizarros versos lopescos:

Cómo me ha de querer quien hoy me ha visto

teñida en sangre, despejar un muro.

Y yo, pobre de mí, no me abalancé a besarla teñida en sangre o como diantre estuviera, porque en ese momento dio la vuelta y echó a andar. Esta vez la caminata fue más corta. Siguiendo las tapias del convento de María de Aragón anduvimos casi por despoblado y a oscuras hasta las huertas de Leganitos, donde sentí el frío y la humedad del arroyo calarme la estameña. Pese a ir a cuerpo gentil, con su ropa varonil negra y el puñal a la cintura, Angélica no pareció resentirse del frío: caminaba resuelta en la noche, decidida y segura de sí. Cuando yo me detenía para orientarme, ella seguía adelante sin aguardar; y no quedaba otra que ir detrás echando recelosas miradas a diestra y siniestra. Portaba ella al cinto un gorro de paje para disimular sus cabellos en caso necesario; pero mientras tanto los llevaba sueltos, y la mancha clara de su pelo rubio en la noche me guiaba hacia el abismo.


No había una luz a quinientos pasos. Solo en la oscuridad, Diego Alatriste se detuvo y miró alrededor con prudencia profesional. Ni un alma a la vista. Por enésima vez tocó el papel doblado que llevaba en la faltriquera.


Merecéis una explicación y una despedida. A las once, en el camino de las Minillas. La primera casa.

M. de C.


Había dudado hasta el final. Por fin, con el tiempo justo, terminó echándose al cuerpo un cuartillo de aguardiente para templar la noche. Luego, tras equiparse a conciencia de hierro y paño -incluido esta vez el coleto de piel de búfalo-, anduvo camino a la plaza Mayor y de ella a Santo Domingo, donde tomó la calle de Leganitos rumbo a las afueras. Y allí estaba ahora, parado junto al puente y las tapias de las huertas, observando el camino que se perdía en las sombras. La primera casa estaba a oscuras, como el resto que se vislumbraba orillando el camino. Eran casas hortelanas, cada una con sus árboles y sembrados detrás, que por el frescor del paraje se usaban como reposo en los meses de verano. La que interesaba a Alatriste se había construido contra el muro de un convento en ruinas, cuyo claustro, sin techo y con las columnas que aún quedaban en pie sosteniendo la bóveda estrellada del cielo, hacía las veces de jardincillo.

Un perro ladró a lo lejos y le respondió otro. Al cabo cesaron los aullidos y volvió el silencio. Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, volvió a mirar en torno y siguió adelante. Al llegar junto a la casa apartó la capa del costado izquierdo, volviéndola sobre el hombro para dejar libre la empuñadura de la espada. Sabía lo que se jugaba. Había reflexionado toda la tarde sentado en su jergón, mirando las armas colgadas de un clavo en la pared, antes de tomar la decisión y echarse a la calle. Lo curioso era que no se trataba de deseo. O más bien, sincero consigo, seguía deseando a María de Castro; pero no era eso lo que ahora lo tenía atento en la noche, la mano cerca de la espada, olfateando posibles peligros como un jabalí presiente al cazador y su jauría. Se trataba de otra cosa. Coto real, habían dicho Guadalmedina y Martín Saldaña. Pero él tenía derecho a estar allí, si gustaba. Había pasado la vida defendiendo cotos reales, y su cuerpo conservaba cicatrices que daban fe. Había cumplido cien veces, como los buenos. Pero desnudos, en la cama de una mujer, tanto valían rey como roque.

La puerta no estaba cerrada. La empujó despacio, y al otro lado había un zaguán oscuro. Tal vez mueras aquí, se dijo. Esta noche. Sacó la daga y sonrió sesgado en la oscuridad, como un lobo peligroso, avanzando cauto con la punta del acero por delante. Anduvo así por un pasillo, tanteando con la mano libre las paredes desnudas. Había un candil encendido al extremo, iluminando el rectángulo de una puerta que daba al claustro. Mal sitio para reñir, pensó. Estrecho y sin escapatoria. Pero fue adelante. Meter la cabeza en las fauces del león no dejaba de tener su fascinación: su retorcido placer oscuro. Incluso en aquella infeliz España a la que había amado y a la que ahora despreciaba con la lucidez de los años y la experiencia, donde lo mismo podían comprarse honores y belleza que indulgencias plenarias, quedaban cosas que no se compraban. Y él sabía cuáles eran. A partir de cierto punto, a Diego Alatriste y Tenorio, soldado viejo, espada a sueldo, no bastaba para atarlo una cadena de oro regalada, al paso, en un alcázar sevillano. Y a fin de cuentas, concluyó, en el peor de los naipes nadie puede quitarme otra cosa que la vida.


– Hemos llegado -dijo Angélica.

Habíamos atravesado las huertas por un camino estrecho que serpenteaba entre los árboles, y ante nosotros se extendía un pequeño jardín que incluía el claustro derruido del convento. Había una luz de candil al otro lado, entre las columnas de piedra y los capiteles caídos. Aquello no tenía buen aspecto, y me detuve, prudente.

– Llegado, ¿adónde?

Angélica no respondió. Estaba quieta a mi lado, mirando en dirección a la luz. Sentí su respiración agitada. Tras un momento de indecisión quise ir adelante, pero ella me detuvo sujetándome el brazo. Me volví a observarla. Su rostro era un trazo de sombra perfilado por la tenue claridad del claustro.

– Esperad -susurró.

El tono ya no era desenvuelto. Al cabo de un momento avanzó sin soltar mi brazo, guiándome a través del jardín, que estaba descuidado, con alguna maleza que crujía a nuestro paso.

– No hagáis tanto ruido -aconsejó.

Al llegar a las primeras columnas del claustro nos detuvimos de nuevo, al resguardo de una de ellas. La luz estaba más cerca, y pude ver mejor el rostro de mi acompañante: impasible, los ojos atentos a nuestro alrededor. Su pecho subía y bajaba, agitado bajo el jubón.

– ¿Todavía me amáis? -preguntó de pronto. La miré, desconcertado. Boquiabierto.

– Por supuesto -respondí.

Ahora Angélica me miraba con tal intensidad que me estremecí. La luz del candil se reflejaba en sus ojos azules, y por Dios que era la Belleza misma la que me tenía clavado al suelo, incapaz de razonar.

– Pase lo que pase, recordad que yo también os amo.

Y me besó. No con un beso ligero ni de ocasión, sino posando lenta y firme sus labios en los míos. Después se apartó despacio, sin dejar de mirarme a los ojos, y al fin señaló la luz del claustro.

– Id con Dios -dijo.

La miré, confuso.

– ¿Con Dios?

– O con Satanás, si gustáis.

Retrocedía, sumiéndose en las sombras. Y entonces, a la luz del candil, vi aparecer en el claustro al capitán Alatriste.


Sentí miedo, lo confieso. Más que Sardanápalo. Ignoraba cuál era la emboscada, pero sin duda estaba metido de cabeza en ella. Y mi amo también. Fui hasta él, angustiado y con todos aquellos sucesos rebosándome en la cabeza.

– ¡Capitán! -lo previne, sin saber de qué-. ¡Es una trampa!

Se había parado junto al candil puesto en el suelo y me miraba estupefacto, la daga en la mano. Llegué así hasta él, desenvainé mi centella y miré alrededor, buscando enemigos ocultos.

– ¿Qué diablos…? -empezó a decir.

En ese momento, como concertado e igual que en las comedias, se abrió una puerta y en el claustro apareció, sorprendido por nuestras voces, un caballero joven y bien vestido. Bajo el sombrero se advertían sus cabellos rubios; traía la capa doblada al brazo, la espada en su vaina, y usaba un jubón amarillo que me era familiar. Pero lo más notorio era que yo conocía aquel rostro, y mi amo también. Lo habíamos visto en los actos públicos, en las rúas de la calle Mayor y el Prado, y más de cerca poco tiempo atrás, en Sevilla. Su perfil austriaco venía acuñado en monedas de plata y oro.

– ¡El rey! -exclamé.

Me quité el sombrero a punto de arrodillarme, aterrado, sin saber qué hacer con mi espada desnuda. Nuestro señor don Felipe parecía tan confuso como nosotros, mas se recobró al momento. Erguido, hierático como acostumbraba, nos miramos sin decir palabra. El capitán se había destocado del chapeo y envainado la daga, y su expresión era la de quien acaba de ser fulminado por un rayo.

Iba a envainar mi acero cuando oí una musiquilla silbada entre las sombras. Sonaba tirurí-ta-ta. Y reconocerla me heló la sangre en las venas.


– Que me place -dijo Gualterio Malatesta.

Se había materializado en la noche como un fragmento de ésta: negro de la cabeza a los pies, las pupilas duras y relucientes como piedras de azabache. Observé que su rostro había cambiado desde la aventura del Niklaasbergen: ahora tenía una fea cicatriz sobre el párpado derecho, que le desviaba un poco la mirada de ese ojo.

– Tres palomos -añadió, satisfecho- en la misma red.

Oí un siseo metálico a mi lado. El capitán Alatriste había sacado la toledana y apuntaba con ella al pecho del italiano. Alcé también la mía, desconcertado. Malatesta había dicho tres palomos, y no dos. Felipe IV se había vuelto a mirarlo; pese a su aire augusto e imperturbable, comprendí que el recién llegado no estaba de su parte.

– Es el rey -dijo despacio mi amo.

– Claro que es el rey -respondió el italiano con mucha flema-. Y no son horas para que los monarcas anden olisqueando hembras.

En honor suyo, debo decir que nuestro joven monarca encaraba la situación con adecuada majestad. Conservaba la espada en la vaina y dominaba sus sentimientos, fueran los que fuesen, mirándonos como desde lejos, inexpresivo, impasible, erguido el rostro por encima de la tierra y el peligro, hasta el punto de que parecía que nada tuviese relación con su persona. Me pregunté dónde infiernos estaba el conde de Guadalmedina, su camarada de correrías, cuya obligación era precisamente asistirlo en tales lances; pero, en vez de aquél, de la oscuridad empezaron a surgir otras sombras. Se acercaban por el claustro, rodeándonos, y a la luz del candil advertí que eran poco elegantes, más a tono con la catadura de Gualterio Malatesta. Conté hasta seis hombres embozados en capas o con antifaces de tafetán: sombreros de faldas calados hasta las cejas, andar zambo, mucho ruido de hierro encima. Bravos a sueldo, sin la menor duda. Un sueldo desorbitado, supuse, para atreverse a aquello. En las manos de cada uno relucía el acero.

Entonces el capitán Alatriste pareció comprender, al fin. Dio unos pasos hacia el rey, quien al verlo acercarse perdió una gota de su sangre fría, tocando la empuñadura de la espada. Sin prestar atención al regio ademán, mi amo se volvió hacia Malatesta y los otros describiendo un semicírculo con la hoja de la toledana, como si marcase en el aire una línea infranqueable.

– Iñigo -dijo.

Fui a su lado e hice lo mismo con la de Juanes. Por un instante mis ojos se encontraron con los del monarca de ambos mundos, y creí vislumbrar en ellos un destello de agradecimiento. Aunque podría al menos, decidí, abrir la boca y darnos las gracias. Ahora los siete hombres estrechaban el círculo a nuestro alrededor. Hasta aquí hemos llegado el capitán y yo, me dije. Y si se remata lo que temo, nuestro señor don Felipe también.

– Veamos lo que aprendió el rapaz -dijo Malatesta, socarrón.

Saqué también la daga con la zurda y me puse en guardia. El rostro picado de viruela del italiano era una máscara sarcástica, y la cicatriz del ojo acentuaba su aire siniestro.

– Viejas cuentas -deslizó su voz chirriante en una risa ronca.

Entonces nos cayeron encima. Todos. Y al mismo tiempo se disparó mi coraje. Desesperado, muy cierto. Mas no como corderos, pardiez. Así que afirmé los pies, luchando por mi orgullo y por mi vida. Los años y el siglo ya me habían adiestrado para eso, y terminar allí valía tanto como hacerlo en cualquier otra parte: a mi edad, sólo un poco antes de la cuenta. Cuestión de suerte. Y espero, pensé fugazmente mientras me batía, que también el gran Felipe desnude la blanca y eche un rey de espadas a la mesa, pues a fin de cuentas se trata de su ilustre pellejo. Pero no tuve tiempo de comprobarlo. Llovían cuchilladas como agua espesa sobre mi espada, mi daga y mi coleto de cuero, y por el rabillo del ojo entreví al capitán Alatriste aguantando el mismo diluvio sin ceder un palmo. Uno de sus adversarios saltó hacia atrás entre blasfemias, herreruza por tierra y manos en las tripas. Al tiempo, una hoja de acero se incrustó en mi coleto, sin cuya protección me habría cercenado un hombro. Retrocedí alarmado, esquivé como pude filos y puntas que me buscaban el cuerpo, y di un traspiés al hacerlo. Cayendo de espaldas fui a golpearme en la nuca con el capitel derribado de una columna, y la noche penetró de pronto en mi cabeza.

La voz que pronunciaba mi nombre iba adentrándose poco a poco en mi conciencia. La desoí, perezoso. Se estaba bien allí, en aquel sopor apacible desprovisto de recuerdos y de futuro. De pronto la voz sonó mucho más cerca, casi en mi oído, y el dolor se hizo presente como un latigazo desde la nuca hasta la rabadilla.


– Iñigo -repitió el capitán Alatriste.

Me incorporé sobresaltado, recordando los aceros relucientes, la caída hacia atrás, la oscuridad adueñándose de todo. Gemí al hacerlo -sentía la nuca agarrotada y mi cráneo a punto de estallar-, y cuando abrí los ojos vi a pocas pulgadas el rostro de mi amo. Parecía muy cansado. La luz del candil le iluminaba el mostacho y la nariz aguileña, dejando reflejos de inquietud en sus ojos glaucos.

– ¿Puedes moverte?

Asentí con un movimiento de cabeza que intensificó mi dolor, y el capitán me sostuvo al incorporarme. Sus manos dejaron huellas sangrantes en mi coleto. Empecé a palparme el torso, alarmado, sin dar con herida alguna. Entonces descubrí el tajo en su muslo derecho.

– No toda la sangre es mía -dijo.

Indicaba con un gesto el cuerpo inerte del rey, caído al pie de una columna. Su jubón amarillo estaba pasado de cuchilladas y el candil hacía brillar un reguero oscuro que se extendía por el enlosado del claustro.

– ¿Está…? -empecé a preguntar y me detuve, incapaz de pronunciar la palabra aterradora.

– Está.

Me hallaba demasiado aturdido para abarcar la magnitud de la tragedia. Miré a un lado y a otro sin encontrar a nadie. Ni siquiera el hombre al que vi recibir una estocada del capitán estaba allí. Se había esfumado en la noche, con Gualterio Malatesta y los otros.

– Tenemos que irnos -apremió mi amo.

Recogí del suelo mi espada y mi vizcaína. El rey estaba boca arriba, los ojos abiertos entre el pelo rubio ensangrentado que se le apelmazaba en la cara. Ya no tenía aspecto digno, pensé. Ningún muerto lo tiene.

– Peleó bien -resumió el capitán, objetivo.

Me empujaba hacia el jardín y las sombras. Aun titubeé, desconcertado.

– ¿Y nosotros?… ¿Por qué seguimos vivos?

Mi amo miró alrededor. Observé que conservaba su espada en la mano.

– Nos necesitan. A quien querían muerto era a él… Tú y yo sólo somos cabezas de turco.

Se detuvo un instante, reflexionando.

– Pudieron matarnos -añadió-, pero no venían a eso -miró el cadáver, sombrío… Huyeron en cuanto lo despacharon.

– ¿Qué hacía aquí Malatesta?

– Que me pringuen como a un negro si lo sé.

Al otro lado de la casa, en la calle, oímos voces. Crispóse la mano apoyada en mi hombro, clavándome sus dedos de acero.

– Ya están ahí -dijo el capitán.

– ¿Vuelven?

– No. Ésos serán otros… Y ahora es peor.

Seguía apartándome de la luz, fuera del claustro.

– Corre, Iñigo.

Me detuve, confuso. Estábamos casi en las sombras del jardín y no podía verla el rostro.

– Corre y no te detengas. Y pase lo que pase, tú no estuviste aquí esta noche. ¿Comprendes?… No estuviste nunca.

Me resistí un momento. Y qué pasa con vuestra merced, capitán, iba a preguntar. Pero no hubo tiempo. Al ver que no lo obedecía en el acto me dio un empujón fuerte, enviándome cuatro o cinco pasos más allá, entre la maleza.

– Vete -ordenó de nuevo- de una puta vez.

La embocadura del pasillo que daba al claustro se iluminaba con hachas encendidas, aproximándose ruido de armas y rumor de gente. En nombre del rey, dijo una voz lejana. Ténganse a la justicia. Y aquel grito, en nombre de un rey muerto; ene erizó los cabellos.

– ¡Corre!

Y por mi vida que lo hice. No es lo mismo correr por gusto que huir por necesidad. Si se hubiera abierto ante mí un precipicio, juro a Dios que habría saltado por él sin vacilar. Ciego de pánico, corrí entre la maleza, los árboles y los sembrados, saltando bardas y tapias, chapoteando en el arroyo y subiendo luego hasta la ciudad. Y sólo cuando estuve a salvo, lejos de aquel claustro maldito, y me dejé caer por tierra con el corazón dándome saltos hasta la boca, los pulmones hechos una brasa y miles de alfileres clavándose en mi nuca y mis sienes, descompuesto de horror y de miedo, pensé en la suerte que habría corrido el capitán Alatriste.


Anduvo cojeando hasta la tapia, en busca del mejor camino a seguir. Reñir con tantos a la vez lo había fatigado, la cuchillada del muslo no era profunda pero seguía sangrando, y la calidad del cadáver que yacía en el claustro le destemplaba ánimo y bríos a cualquiera. Quizá, pese a la herida, el miedo le habría puesto alas en los pies, de haberlo sentido. Pero no había tal, sino una lúgubre desolación ante la jugarreta que le deparaba el destino. Una melancolía negra. Desesperada. La certeza de su perra mala suerte.

Las luces ya iluminaban el claustro. Las entrevió por los árboles y la maleza. Voces, sombras de un lado para otro. Mañana crujirán toda la Europa y el mundo, pensó. Cuando esto se sepa.

Tomó impulso para encaramarse a la tapia, alta de cinco codos, y lo intentó dos veces, sin lograrlo. Sangre de Cristo. La pierna le dolía demasiado.

– ¡Aquí está! -gritó una voz a su espalda.

Se volvió despacio, resignado, la toledana firme en la mano. Cuatro hombres se habían acercado por el jardín y lo alumbraban. Reconoció sin dificultad al conde de Guadalmedina, que traía un brazo en cabestrillo. Los otros eran Martín Saldaña y un par de alguaciles con hachas encendidas. A lo lejos vio más gurullada moviéndose por el claustro.

– Date preso en nombre del rey.

La fórmula hizo torcer el mostacho a Alatriste. En nombre de qué rey, estuvo a punto de preguntar. Miró a Guadalmedina, que tenía la espada envainada, una mano en la cadera, y lo observaba con un desdén que nunca antes le había conocido. La férula del brazo era, sin duda, recuerdo del encuentro en la calle de los Peligros. Otra cuenta pendiente.

– Tengo poco que ver con esto -dijo Alatriste.

Nadie pareció darle el menor crédito. Martín Saldaña estaba muy serio. Tenía la vara de teniente de alguaciles metida en el cinto, la espada en una mano y un pistolete en la otra.

– Date -conminó de nuevo- o te mato.

El capitán reflexionó un instante. Conocía la suerte que esperaba a los regicidas: torturados hasta la muerte y luego hechos cuartos. No era un futuro agradable.

– Mejor me matas.

Miraba el rostro barbudo del que hasta esa noche había sido su amigo -estaba perdiendo amigos con demasiada rapidez- y sorprendió en éste un apunte de duda. Ambos se conocían lo suficiente para saber que a Alatriste no le interesaba salir de allí preso y vivo. El teniente de alguaciles cambió un vistazo rápido con Guadalmedina, y éste movió levemente la cabeza. Lo necesitamos entero, decía el gesto. Para intentar que suelte la lengua.

– Desármenlo -ordenó Álvaro de la Marca.

Los dos alguaciles de las hachas adelantaron un paso, y Alatriste alzó la espada. El milanés de Martín Saldaña le apuntaba directamente al estómago. Puedo forzarlo, reflexionó. Derecho sobre el cañón de la pistola y un poco de suerte nada más. En la tripa duele más que en la cabeza, y tardas en acabar. Pero no hay otra. Y tal vez Martín no me niegue eso.

Saldaña mismo parecía meditar a fondo el asunto.

– Diego… -dijo de pronto.

Alatriste lo observó, sorprendido. Sonaba a exordio, y su antiguo camarada de Flandes no era hombre de verbos. Menos todavía en situaciones como aquélla.

– No merece la pena -añadió Saldaña tras una pausa.

– ¿Qué es lo que no merece la pena?

Saldaña seguía pensándolo. Alzó la mano de la espada para rascarse la barba con los gavilanes de la guarnición.

– Que te hagas -dijo al fin- escabechar como un bobo.

– Las explicaciones, más tarde -interrumpió brusco Guadalmedina.

Apoyó Alatriste la espalda en la tapia, confuso. Algo no encajaba. Sin dejar de apuntarle con su milanés, fruncido el ceño, el teniente de alguaciles miraba ahora a Guadalmedina.

– Más tarde ya no habrá remedio -respondió hoscamente.

Álvaro de la Marca inclinó la cabeza, reflexivo. Después los estuvo estudiando con fijeza al uno y al otro. Al fin pareció convencido. Sus ojos se detuvieron en el pistolete de Saldaña, y suspiró.

– No era el rey -dijo.


Por la ventanilla izquierda del carruaje, en los altos que dominaban los huertos y el río Manzanares, se distinguía la mole oscura del Alcázar Real. Rodaban camino del puente del Parque, alumbrados por media docena de alguaciles y corchetes con hachas y a pie. Había otros dos guardias en el pescante, uno de los cuales portaba un arcabuz con la mecha encendida. Guadalmedina y Martín Saldaña iban dentro del coche, sentados frente al capitán Alatriste. Y éste apenas daba crédito a la historia que acababan de contarle.

– … Hace ocho meses que lo utilizábamos como doble de Su Majestad, por el asombroso parecido -concluyó Guadalmedina-. Parejos en edad, los mismos ojos azules, una boca semejante… Se llamaba Ginés Garciamillán y era un comediante poco conocido, de Puerto Lumbreras. Sustituyó algunos días al rey durante la reciente jornada de Aragón… Cuando nos llegaron noticias de que algo se preparaba esta noche, decidimos que interpretara su papel una vez más. Sabía los riesgos, y aun así se prestó al juego… Era un súbdito leal y valiente.

Alatriste hizo una mueca.

– Buen pago ha tenido su lealtad.

Álvaro de la Marca lo miró en silencio, el aire irritado. Las antorchas iluminaban desde afuera su perfil aristocrático: perilla, bigote rizado. Otro mundo y otra casta. Se sostenía el brazo en cabestrillo con la mano sana para aliviarlo del traqueteo del carruaje.

– Fue una decisión personal, sin duda -el tono era ligero: comparado con un monarca, el difunto Ginés Garciamillán no le importaba gran cosa-… Sus instrucciones eran no aparecer hasta que pudiéramos protegerlo; pero llevó su papel al extremo y no esperó -aquí movió la cabeza con reprobación-. Imagino que hacer de rey en un momento como ése fue la culminación de su carrera.

– Lo hizo bien -dijo el capitán-. No perdió la dignidad y se batió sin abrir la boca… Dudo que un rey hubiese hecho lo mismo.

Martín Saldaña escuchaba impasible, su pistolete amartillado en el regazo, sin perder de vista al prisionero. Guadalmedina se había quitado un guante y lo usaba para sacudir con suaves golpecitos el polvo de sus gregüescos de paño fino.

– No creo tu historia, Alatriste -dijo el de la Marca-. Al menos no del todo. Es cierto que, como dijiste, había huellas de lucha y que los asesinos eran varios… Pero ¿quién me asegura que no estabas de acuerdo con ellos?

– Mi palabra.

– ¿Y qué más?

– Vuestra excelencia me conoce de sobra.

Guadalmedina se rió a medias, el guante en alto.

– Vaya si te conozco. En los últimos tiempos no eres de fiar.

Alatriste miró fijamente al conde. Hasta esa noche, nadie que le hubiera dicho mentís había vivido lo suficiente para repetirlo. Después se volvió a Saldaña.

– ¿Tampoco tú crees en mi palabra?

El teniente de alguaciles mantuvo la boca cerrada. Saltaba a la vista que lo suyo no era creer o descreer nada. Hacía su trabajo. El actor estaba muerto, el rey vivo, y sus órdenes eran custodiar al preso. Lo que tuviera en la cabeza se lo guardaba. Las discusiones las dejaba a inquisidores, jueces y teólogos.

– Todo se aclarará a su debido tiempo -opinó Guadalmedina, ajustándose el guante-. En cualquier caso, recibiste instrucciones para mantenerte lejos.

El capitán miró por la ventanilla. Habían pasado el puente del Parque y el carruaje ascendía bajo la muralla, por el camino de tierra que llevaba a la parte sur del alcázar.

– ¿Adónde me llevan?

– A Caballerizas -dijo Guadalmedina.

Alatriste estudió la mirada inexpresiva de Martín Saldaña, viendo que ahora empuñaba el pistolete con más firmeza, apuntándole al pecho. Este caimán me conoce bien, pensó. Sabe que es un error darme esa información. Caballerizas, más conocida por el Desolladero, era la pequeña cárcel, aneja a las cuadras del alcázar, donde se torturaba a los reos de lesa majestad. Un lugar siniestro del que estaban excluidas la justicia y la esperanza. Ni jueces ni abogados: sólo verdugos, tratos de cuerda y un escribano tomando nota de cada grito. Un par de interrogatorios dejaban a un hombre tullido para siempre.

– De modo que hasta aquí llegué.

– Sí -convino Guadalmedina-. Hasta aquí llegaste. Ahora tendrás tiempo de explicarlo todo.

De perdidos, al río, pensó Alatriste. Al pie de la letra. Y en ésas, aprovechando un movimiento brusco del carruaje, se abalanzó sobre Saldaña apenas hubo desviado éste una pulgada el cañón del pistolete. Lo hizo golpeando en el mismo impulso la cara del teniente de alguaciles con un recio cabezazo, y sintió crujir bajo su frente la nariz del otro. Cloc, hizo. La sangre brotó de inmediato, roja y espesa, chorreándole a Saldaña por la barba y el pecho. Para entonces Alatriste ya le había arrebatado el milanés, poniéndoselo a Guadalmedina ante los ojos.

– Vuestra espada -exigió.

Mientras el desconcertado Guadalmedina abría la boca para pedir auxilio a los de afuera, Alatriste le pegó con el arma en la cara antes de quitarle la espada. Matarlos no arreglaba un carajo, decidió sobre la marcha. De un vistazo comprobó que Saldaña apenas rebullía, como un buey al que acabaran de abatir de un mazazo en la testuz. Golpeó otra vez sin piedad a Álvaro de la Marca, que con su brazo en cabestrillo no pudo defenderse y cayó entre los asientos. Al Desolladero, pensó el capitán, llevaréis a la puta que os parió. Entre la sangre que lo salpicaba todo, Saldaña lo miraba con ojos turbios.

– Ya nos veremos, Martín -se despidió Alatriste.

Le quitó el segundo pistolete y se lo metió en el cinto. Después abrió la puerta de una patada y saltó del coche, un milanés en la diestra y la espada en la zurda. Mientras la pierna herida no me traicione, pensó. Ya había allí un corchete prevenido, gritándole a sus compañeros que el prisionero intentaba escapar. Tenía un hacha encendida e intentaba desenvainar su herreruza; de manera que, sin pensarlo, Alatriste le pegó un tiro a boca de jarro, en el pecho, cuyo fogonazo iluminó el rostro aterrado mientras lo tiraba hacia atrás entre las sombras. Su instinto militar olió la mecha encendida del arcabuz del pescante: no había tiempo que perder. Arrojó el milanés descargado y sacó el otro, echando atrás el perrillo mientras se revolvía para dispararle al de arriba; pero en ese momento vino otro corchete a la carrera, la espada por delante. Había que elegir. Apuntó y detuvo en seco al de abajo con el pistoletazo. Aún se desplomaba el corchete, apoyado en una rueda del coche, cuando Alatriste corrió al borde del camino y se arrojó rodando por la cuesta que llevaba al arroyo y al río. Dos hombres le fueron a los alcances y sobre el carruaje resplandeció un arcabuzazo: la bala zurreó cerca, perdiéndose en la oscuridad. Se levantó entre la maleza, rasguñadas cara y manos, dispuesto a correr de nuevo pese a la pierna dolorida, pero ya tenía a los monteros encima. Dos bultos negros jadeaban pisoteando y tropezando entre los arbustos mientras gritaban: alto, alto, date en nombre del rey. Dos a la zaga y tan cerca eran demasiados, de modo que se volvió haciéndoles frente, la espada lista para herir; y cuando el primero llegó a su altura, en lugar de aguardar le fue encima de punta, sin más trámite, atravesándole el pecho. Cayó el guro con un alarido y se detuvo el otro detrás, prudente. Varias hachas encendidas bajaban desde el camino. Alatriste echó a correr otra vez en la oscuridad, buscando el resguardo de los árboles, siempre cuesta abajo, guiándose por el rumor del río cercano. Al fin se metió entre cañizales y luego sintió fango bajo las botas. Por suerte el agua bajaba crecida de las últimas lluvias. Puso la espada en el cinto, avanzó unos pasos, y sumergiéndose hasta los hombros se dejó llevar por la corriente.


Nadó río abajo hasta las isletas y de ellas volvió a la orilla. Anduvo así entre los cañizales, chapoteando en el barro, hasta cerca del puente de la segoviana. Descansó un rato para recobrar el aliento, se ató un pañizuelo en torno a la herida del muslo, y luego, tiritando de frío bajo las ropas empapadas -había perdido la capa y el sombrero en la refriega-, dio un rodeo bajo los arcos de piedra para eludir la garita de la puerta de Segovia. Dé allí subió despacio hacia las vistillas de San Francisco, donde un arroyuelo usado como desaguadero permitía entrar en la ciudad sin ser visto. A esas horas, concluyó, debía de haber una nube de alguaciles buscándolo. La taberna del Turco quedaba excluida, lo mismo que el garito de Juan Vicuña. Tampoco acogerse en una iglesia iba a servir de nada, ni siquiera con los jesuitas del dómine Pérez. Con un rey de por medio, la jurisdicción de San Pedro no contaba frente a la de Malco. Su única posibilidad eran los barrios bajos, donde la justicia real no se atrevía a internarse a tales horas, y de día sólo entraba en cuadrilla. Así que, buscando el reparo de las sombras, fue con suma cautela hasta la plaza de la Cebada, y de allí, por las vías más angostas y apresurándose al cruzar las calles de Embajadores y del Mesón de Paredes, anduvo hacia la fuente de Lavapiés, donde estaban las posadas, tabernas y mancebías de peor fama de Madrid. Necesitaba un sitio para esconderse y reflexionar -la intervención de Gualterio Malatesta en el episodio de las Minillas lo desconcertaba en extremo-, mas no llevaba encima una mísera dobla para costearse un resguardo. Pasó revista a los amigos que tenía en aquel paraje, determinando los leales que no lo venderían por treinta monedas cuando al día siguiente pregonaran su cabeza. Con tan negros pensamientos volvió atrás, a la calle de la Comadre, a la puerta de cuyas manflas, alumbradas por hachas y farolillos puestos en los zaguanes, media docena de cantoneras hacía su triste oficio. Y tal vez, se dijo de pronto, deteniéndose, Dios exista y no se dedique sólo a mirar de lejos cómo el azar o el diablo juegan con los hombres a la pelota. Porque delante de una taberna, abofeteando chulesco a una de las daifas de medio manto, muy puesto en rufián y con la montera arriscada sobre su espesa y única ceja, estaba Bartolo Cagafuego.

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