I. EL CORRAL DE LA CRUZ

A Diego Alatriste se lo llevaban los diablos. Había comedia nueva en el corral de la Cruz, y él estaba en la cuesta de la Vega, batiéndose con un fulano de quien desconocía hasta el nombre. Estrenaba Tirso, lo que era gran suceso en la Villa y Corte. Toda la ciudad llenaba el teatro o hacía cola en la calle, lista para acuchillarse por motivos razonables como un asiento o un lugar de pie para asistir a la representación, y no por un quítame allá esas pajas tras un tropiezo fortuito en una esquina, que tal era el caso: ritual de costumbre en aquel Madrid donde resultaba tan ordinario desenvainar como santiguarse. Pardiez que a ver si mira vuestra merced por dónde va. Miradlo vos, si no sois ciego. Pese a Dios. Pese a quien pese. Y aquel inoportuno voseo del otro -un caballero mozo, que se acaloraba fácil- haciendo inevitable el lance. Vuestra merced puede tratarme de vos e incluso tutearme muy a sus anchas, había dicho Alatriste pasándose dos dedos por el mostacho, en la cuesta de la Vega, que está a cuatro pasos. Con espada y daga, si es tan hidalgo de tener un rato. Por lo visto el otro lo tenía, y no estaba dispuesto a modificar el tratamiento. De manera que allí estaban, en las vistillas de la cuesta sobre el Manzanares, tras caminar uno junto al otro como dos camaradas, sin dirigirse la palabra ni para desnudar blancas y vizcaínas, que ahora tintineaban muy a lo vivo, cling, clang, reflejando el sol de la tarde.

Paró, con atención repentina y cierto esfuerzo, la primera estocada seria tras el tanteo. Estaba irritado, más consigo mismo que con su adversario. Irritado de la propia irritación. Eso era poco práctico en tales lances. La esgrima, cuando iban al parche de la caja la vida o la salud, requería frialdad de cabeza amén de buen pulso, porque de lo contrario uno se arriesgaba a que la irritación o cualquier otro talante escapase del cuerpo, junto al ánima, por algún ojal inesperado del jubón. Pero no podía evitarlo. Ya había salido con aquella negra disposición de ánimo de la taberna del Turco -la discusión con Caridad la Lebrijana apenas llegada ésta de misa, la loza rota, el portazo, el retraso con que se encaminaba al corral de comedias-, de modo que, al doblar la esquina de la calle del Arcabuz con la de Toledo, el malhumor que arrastraba convirtió el choque fortuito en un lance de espada, en vez de resolverlo con sentido común y verbos razonables. De cualquier modo, era tarde para volverse atrás. El otro se lo tomaba a pecho, aplicado a lo suyo, y no era malo. Ágil como un gamo y con mañas de soldado, creyó advertir en su manera de esgrimir: piernas abiertas, puño rápido con vueltas y revueltas. Acometía a herir a lo bravo, en golpes cortos, retirándose como para tajo o revés, buscando el momento de meter el pie izquierdo y trabar la espada enemiga por la guarnición con su daga de ganchos. El truco era viejo, aunque eficaz si quien lo ejecutaba tenía buen ojo y mejor mano; pero Alatriste era reñidor más viejo y acuchillado, de manera que se movía en semicírculo hacia la zurda del contrario, estorbándole la intención y fatigándolo. Aprovechaba para estudiarlo; en la veintena, buena traza, con aquel punto soldadesco que un ojo avisado advertía pese a las ropas de ciudad, botas bajas de ante, ropilla de paño fino, una capa parda que había dejado en el suelo junto al chapeo para que no embarazase. Buena crianza, quizás. Seguro, valiente, boca cerrada y nada fanfarrón, ciñéndose a lo suyo. El capitán ignoró una estocada falsa, describió otro cuarto de arco a la derecha y le puso el sol en los ojos al contrincante. Maldita fuera su propia estampa. A esas horas La huerta de Juan Fernández debía de estar ya en la primera jornada.

Resolvió acabar, sin que la prisa se le volviera en contra. Y tampoco era cosa de complicarse la vida matando a plena luz y en domingo. El adversario acometía para formar tajo, de manera que Alatriste, después de parar, aprovechó el movimiento para amagar de punta por arriba, metió pies saliéndose a la derecha, bajó la espada para protegerse el torso y le dio al otro, al pasar, una fea cuchillada con la daga en la cabeza. Poco ortodoxo y más bien sucio, habría opinado cualquier testigo; pero no había testigos, María de Castro estaría ya en el tablado, y hasta el corral de la Cruz quedaba un buen trecho. Todo eso excluía las lindezas. En cualquier caso, bastó. El contrincante se puso pálido y cayó de rodillas mientras la sangre le chorreaba por la sien, muy roja y viva. Había soltado la daga y se apoyaba en la espada curvada contra el suelo, empuñándola todavía. Alatriste envainó la suya, se acercó y acabó de desarmar al herido con un suave puntapié. Luego lo sostuvo para que no cayera, sacó un lienzo limpio de la manga de su jubón y le vendó lo mejor posible el refilón de la cabeza.

– ¿Podrá vuestra merced valerse solo? -preguntó.

El otro lo miraba con ojos turbios, sin responder. Alatriste resopló con fastidio.

– Tengo cosas que hacer -dijo.

Al fin, el otro asintió débilmente. Hacía esfuerzos por incorporarse, y Alatriste lo ayudó a ponerse en pie. Se le apoyaba en el hombro. La sangre seguía corriendo bajo el pañizuelo, pero era joven y fuerte. Coagularía pronto.

– Mandaré a alguien -apuntó Alatriste.

No veía el momento de irse de una maldita vez. Miró arriba, al chapitel de la torre del Alcázar Real que se alzaba sobre las murallas, y luego abajo, hacia la prolongada puente segoviana. Ni alguaciles -ése era el lado bueno- ni moscones. Nadie. Todo Madrid estaba en lo de Tirso, mientras él seguía allí, perdiendo el tiempo. Tal vez, pensó impaciente, un real sencillo resolviese la cuestión con cualquier es portillero o ganapán ocioso de los que solía haber intramuros de la puerta de la Vega, esperando viajeros. Éste podría llevar al forastero hasta su posada, al infierno, o a donde diablos gustara. Hizo sentarse de nuevo al herido, en una piedra vieja caída de la muralla. Luego le alcanzó sombrero, capa, espada y daga.

– ¿Puedo hacer algo más?

El otro respiraba despacio, aún sin color. Miró a su interlocutor un largo rato, como si le costara precisar las imágenes.

– Vuestro nombre -murmuró al fin con voz ronca. Alatriste se sacudía con el sombrero el polvo de las botas.

– Mi nombre es cosa mía -respondió con frialdad, calándose el chapeo-. Y a mí se me da un ardite el vuestro.


Don Francisco de Quevedo y yo lo vimos entrar justo con las guitarras de final del entremés, el sombrero en la mano y el herreruelo doblado sobre el brazo, recogiendo la espada y baja la cabeza para no molestar, abriéndose paso con mucho disimule vuestra merced y excúseme que voy allá, entre la gente que atestaba el patio y todo el espacio disponible del corral. Salió por delante de la cazuela baja, saludó al alguacil de comedias, pagó dieciséis maravedíes al cobrador de las gradas de la derecha, subió los peldaños y vino hasta nosotros, que ocupábamos un banco en primera fila, junto al antepecho y cerca del tablado. En otro me habría sorprendido que todavía lo dejaran entrar, cuajado como estaba todo de público aquella tarde, con gente en la calle de la Cruz protestando porque no quedaba lugar; pero luego supe que el capitán se las había ingeniado para no acceder por la puerta principal, sino por la cochera, que era la entrada de las mujeres a la cazuela que les estaba reservada, y cuyo portero -con coleto de cuero para protegerse de las cuchilladas de quienes pretendían colarse sin pagar- era mancebo en la botica que el Tuerto Fadrique, muy amigo del capitán, tenía en Puerta Cerrada. Por cierto que, tras ensebarle al portero la palma y sumando entrada, asiento y limosna de hospitales, el desembolso llegaba a los dos reales, sangría que para el bolsillo del capitán no era liviana, si consideramos que otras veces podía conseguirse un aposento de arriba por ese precio. Pero La huerta de Juan Fernández era comedia nueva, y de Tirso. En aquel tiempo, junto al anciano Lope de Vega y otro poeta joven que ya pisaba fuerte, Pedro Calderón, el fraile mercedario que en realidad se llamaba Gabriel Téllez era de los que hacían la fortuna de arrendadores y representantes, así como las delicias de un público que lo adoraba, aunque no llegase a las alturas de gloria y popularidad en que se movía el gran Lope. Además, la huerta madrileña que daba nombre a la comedia era lugar famoso junto al Prado alto, jardín espléndido y ameno frecuentado por la Corte, lugar de moda y citas galantes que sobre el tablado de la Cruz estaba dando mucho de sí, como lo probaba que durante la primera jornada, apenas Petronila apareció vestida de hombre con botas y espuelas, junto a Tomasa disfrazada de lacayuelo, el público había aplaudido a rabiar incluso antes de que la bellísima representante María de Castro abriese la boca. Y hasta los mosqueteros -el gentío apretado en la parte baja al fondo del patio, así llamado por lo ruidoso de sus críticas y abucheos, y por estarse a pie en grupo con capa, espada y puñal, como soldados en alarde o facción- orquestados por el zapatero Tabarca, su jefe de filas, habían acogido con mucho batir de palmas y grave asentir de cabezas, como quien harto conoce y aprecia, aquellos versos de Tomasa:

Doncella y Corte son cosas

que implican contradicción.

Cosa importante, la de la aprobación mosqueteril. En un tiempo en que los toros y el teatro movilizaban por igual al pueblo que a la nobleza, y donde la comedia se estimaba con verdadera pasión, yendo mucho a ganar y a perder en cada estreno, hasta los más consagrados autores dedicaban la loa inicial a ganarse el favor de ese público ruidoso y descontentadizo:

Éstos que tienen ya el hacer por gala

que sea una comedia buena o mala.

Y lo cierto es que en aquella pintoresca España nuestra, tan extrema en lo bueno como en lo malo, ningún médico era castigado por matar al enfermo con sangrías e incompetencia, ningún letrado perdía el ejercicio de su oficio por enredador, corrupto e inútil, ningún funcionario real se veía privado de sus privilegios por meter la mano en el arca; pero no se perdonaba a un poeta errar con sus versos y no dar en el blanco. Que a veces parecía holgarse más el público con las comedias malas que con las buenas; pues en las segundas se limitaba a disfrutar y aplaudirlas, sin otro aliciente; mientras que las primeras permitían silbar, hablar, gritar e insultar, pardiez, a fe mía, habrase visto, ni entre turcos y luteranos diérase tal desafuero, etcétera. Los más ruines tarugos alardeaban de entendidos, y hasta las dueñas y maritornes hacían sonar las llaves en la cazuela, dándoselas de versadas y discretas. Y así dábase rienda a una de las mayores aficiones de los españoles, que es vaciar la hiel amargada por los malos gobiernos mostrándose bellacos en la impunidad del tumulto. Pues de todos es sabido que Caín, naturalmente, fue hidalgo, cristiano viejo y nació en España.

El caso es que vino, como decía, el capitán Alatriste hasta nosotros, que le habíamos estado reservando asiento hasta que uno del público exigió ocuparlo; y don Francisco de Quevedo, eludiendo reñir, no por pusilánime sino por reparo del lugar y la circunstancia, dejó estar al importuno advirtiéndole, sin embargo, que el sitio estaba alquilado y que en llegando el titular debería ahuecar el ala. El displicente «a fe que ya veremos» con que respondió el otro, acomodándose, se tornó ahora expresión de receloso respeto cuando el capitán apareció en las gradas, don Francisco se encogió de hombros señalando el asiento ocupado, y mi amo clavó al intruso los dos círculos de escarcha glauca de sus pupilas. La mirada del individuo, un menestral adinerado -arrendador de los pozos de nieve de Fuencarral, creí entender luego- a quien la espada colgante de su pretina le cuadraba lo que a un Cristo un arcabuz, fue de los ojos helados del capitán al mostacho de soldado viejo, y luego a la cazoleta de la toledana, toda llena de mellas y marcas, y a la vizcaína cuya empuñadura asomaba detrás de la cadera. Después, sin decir palabra y mudo como una almeja, tragó saliva y, pretextando solicitar un vaso de aguamiel a un alojero, se hizo a un lado, ganándole medio espacio a otro vecino, y dejó a mi amo la totalidad del asiento libre.

– Creí que no llegabais -comentó don Francisco de Quevedo.

– Tuve un tropiezo -repuso el capitán, acomodando la espada al sentarse.

Olía a sudor y a metal, como en tiempo de guerra. Don Francisco reparó en la manga manchada del jubón.

– ¿La sangre es vuestra? -preguntó solícito, enarcando las cejas tras los lentes.

– No.

Asintió grave el poeta, miró a otra parte y no dijo nada. Como él mismo había sostenido alguna vez, la amistad se nutre de rondas de vino, estocadas hombro con hombro y silencios oportunos. Yo también observaba a mi amo, preocupado, y éste me dirigió un vistazo tranquilizador, esbozando un apunte de sonrisa distraída bajo el mostacho.

– ¿Todo en orden, Iñigo?

– Todo en orden, capitán. ¿Qué tal estuvo el entremés?

– Fue bueno. Daca el coche, se llamaba. De Quiñones de Benavente, y reímos hasta llorar.

No hubo más parla, porque en ese momento callaban las guitarras. Sisearon destemplados los mosqueteros en la trasera del patio, reclamando silencio con los malos modos de costumbre, palabras gruesas y talante poco sufrido. Aletearon los abanicos en las cazuelas alta y baja, dejaron las mujeres de hacer señas a los hombres y viceversa, retiráronse limeros y alojeros con sus cestos y damajuanas, y tras las celosías de los aposentos la gente de calidad ocupó de nuevo sus escabeles. Vi arriba al conde de Guadalmedina en uno de los mejores sitios, en compañía de unos amigos y unas damas -pagaba por disponer del lugar en comedias nuevas la sangría de dos mil reales al año- y en otra ventana contigua, a don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, acompañado de su familia. Se echaba de menos al rey nuestro señor, pues el cuarto Felipe era muy aficionado y a veces acudía, al descubierto o de incógnito; pero estaba cansado de la reciente jornada de Aragón y Cataluña, viaje fatigoso donde, por cierto, don Francisco de Quevedo, cuya estrella seguía ascendente en la Corte, había formado parte del séquito, como ocurriera en Andalucía. Sin duda el poeta habría podido ocupar cualquier lugar como invitado en los aposentos superiores; pero era hombre dado a mezclarse con el pueblo, prefería el ambiente vivo de la parte baja del corral, y además le gustaba ir a la Cruz o al Príncipe con su amigo Diego Alatriste. Que soldado y espadachín como era, amén de parco en palabras, resultaba hombre razonablemente instruido, había leído buenos libros y visto mucho teatro; y aunque no se las diera de tal y reservase casi todo juicio para sí, tenía buen golpe de vista para las virtudes de una comedia sin dejarse arrastrar por los efectos fáciles que ciertos autores extremaban para ganarse el favor del vulgo. Tal no era el caso de los grandes como Lope, Tirso o Calderón; incluso cuando éstos recurrían a la destreza del oficio, su ingenio marcaba la diferencia, yendo no poco trecho de los recursos nobles de unos a los trucos innobles de otros. El mismo Lope pisaba ese terreno mejor que nadie.

Y cuando he de escribir una comedia

encierro los preceptos con seis llaves;

saco a Terencio y Plauto de mi estudio,

para que voces no me den, que suele

dar gritos la verdad en libros mudos.

Lo que, por cierto, no debe entenderse como mea culpa del Fénix de los Ingenios por emplear recursos de mala ley, sino como explicación de no acomodarse al gusto de los doctos academicistas neoaristotélicos, que censuraban sus triunfales comedias pero hubieran dado un brazo por firmarlas y, sobre todo, por cobrarlas. En cualquier caso, aquella tarde no se trataba de Lope, sino de Tirso; pero el resultado era parejo. La obra, de las llamadas de capa y espada, venía compuesta con hermosos versos, manejando, aparte amor e intriga, conceptos de adecuada hondura como el engaño y espejismo de Madrid, lugar de falsedad donde acude el soldado valiente a pretender el premio a su valor, y del que siempre acaba defraudado; aparte de criticar el desdén al trabajo y el afán de lujo por encima de la propia clase: inclinación esa también muy española, por cierto, que ya nos había arrastrado al abismo varias veces y persistiría en los años venideros, empeorando la enfermedad moral que destruyó el imperio de dos mundos, herencia de hombres duros, arrogantes y valerosos, salidos de ocho siglos de degollar moros sin nada que perder y con todo por ganar. Una España donde en el año de mil seiscientos y veintiséis, cuando ocurrió lo que ahora cuento, aún no se ponía el sol, pero estaba a punto. Que diecisiete años después, alférez en Rocroi, sosteniendo en alto los jirones de una bandera bajo la metralla de los cañones franceses, yo mismo sería testigo del triste ocaso de la antigua gloria, en el centro del último cuadro formado por nuestra pobre y fiel infantería.

«Contad los muertos», dije luego al oficial enemigo que preguntaba cuántos éramos en el viejo tercio aniquilado-, cuando cerré para siempre los ojos del capitán Alatriste.

Pero cada cosa la diré a su tiempo. Vayamos ahora al corral de la Cruz y a aquella tarde de comedia nueva en Madrid. Lo cierto es que la reanudación de la obra de Tirso suscitaba en unos y otros toda esa expectación que antes describí. Desde nuestra grada, el capitán, don Francisco y yo mirábamos el tablado donde empezaba la segunda jornada de la comedia: Petronila y Tomasa salían de nuevo a escena, dejando a la imaginación de los espectadores la belleza del jardín, apenas insinuada por una celosía con hojas de hiedra en una puerta del escenario. Por el rabillo del ojo vi cómo el capitán se inclinaba hasta apoyar los brazos en el antepecho, recortado el perfil aguileño por un rayo de sol que se filtraba por un roto del toldo extendido para que no se deslumbrara el público, pues el corral estaba orientado hacia el sol de la tarde y cuesta arriba. Las dos representantes seguían muy gallardas en sus trajes de hombre, variedad esta que ni las presiones de la Inquisición ni las premáticas reales conseguían desterrar del teatro, al ser muy del agrado de la gente. De igual manera, cuando el fariseísmo de algunos consejeros de Castilla azuzados por clérigos fanáticos pretendió abolir las comedias en España, el intento fue desbaratado por el vulgo mismo, reacio a qué le arrebataran su gusto, argumentándose además, con razón, que parte de los ingresos de cada comedia se destinaba al sostenimiento de cofradías piadosas y hospitales.

Volviendo al corral de la Cruz y lo de Tirso, salieron, como digo, las dos mujeres vestidas de hombre, aplaudieron cerrado patio, gradas, cazuela y aposentos, y cuando María de Castro, en su papel de Petronila, dijo lo de:

Por muerta, Bargas, me cuenta.

No tengo seso, no estoy…

… los mosqueteros, como ya mencioné gente descontentadiza, mostraron signos de aprobación, aupándose en la punta de los pies para ver mejor, y las mujeres dejaron de masticar avellanas, limas y ciruelas en la cazuela. María de Castro era la más linda y famosa representante de su época; en ella como en ninguna otra se hacía carne esa magnífica y extraña realidad humana que fue nuestro teatro, oscilante siempre entre el espejo -a veces satírico y deformante- de la vida cotidiana, de una parte, y la hermosura de los más aventurados sueños, de la otra. La Castro era hembra briosa, de buenas partes y mejor cara: ojos rasgados y negros, dientes blancos como su tez, hermosa y proporcionada boca. Las mujeres envidiaban su belleza, sus vestidos y su forma de decir el verso. Los hombres la admiraban en escena y la codiciaban fuera de ella; asunto este al que no oponía reparos su marido, Rafael de Cózar, gloria de la escena española, comediante famosísimo de quien tendré ocasión de hablar en detalle más adelante, limitándome a avanzar por el momento que, aparte su talento teatral -los personajes de barba y caballero gracioso, criado pícaro o alcalde sayagués, que interpretaba con mucho donaire y desparpajo, eran adorados por el público-, Cózar no tenía reparos en facilitar, previo pago de su importe, acceso discreto a los encantos de las cuatro o cinco mujeres de su compañía; que por supuesto eran todas casadas, o al menos pasaban como tales para cumplir con las premáticas en vigor desde los tiempos del gran Felipe II. Pues sería pecado de egoísmo y faltar a la caridad, virtud teologal -decía Cózar con simpática desvergüenza-, no compartir el arte con quien alcanza a pagarlo. Y en tales lances, aunque reservada como bocado exquisito, su legítima María de Castro -tiempo después se supo que no estaban de verdad casados y todo era flor para encubrir las cosas-, aragonesa y bellísima, con cabellos castaños y dulce metal de voz, resultaba una mina más rentable que las del Inca. De manera, para resumir, que en pocos como en el despejado Cózar se cumplía aquel guiño lopesco de:

La honra del casado es fortaleza

donde está por alcaide el enemigo.

Pero seamos justos, que además conviene a la presente historia. Lo cierto es que a veces la Castro tenía ideas y gustos menos venales, y no siempre era una alhaja lo que hacía chispear sus hermosos ojos. Uno para el gusto, decía el refrán; otro para el gasto, y otro para llevar los cuernos al Rastro. En lo que toca al gusto, y a fin de situar a vuestras mercedes, diré que María de Castro y Diego Alatriste no eran desconocidos uno para el otro -la regañina de aquel domingo con Caridad la Lebrijana y el malhumor del capitán tampoco resultaban ajenos al negocio-, y que esa tarde en el corral de la Cruz, mientras avanzaba la jornada segunda, el capitán dirigía muy fijas miradas a la comedianta mientras yo alternaba las mías entre ella y él. Preocupado por mi amo, de una parte, y apesadumbrado por la Lebrijana, a la que quería mucho. También fascinado hasta la médula, en lo que a mí se refiere, reavivándose la impresión que ya me había producido la Castro tres o cuatro años atrás, la primera vez que presencié una comedia, El arenal de Sevilla, interpretada por ella en el corral del Príncipe, el día notable en que todos, incluido Carlos de Gales y el entonces marqués de Buckingham, anduvieron a cuchilladas en presencia del mismísimo Felipe IV Porque si la hermosa representante no me parecía, en rigor, la mujer más bella de la tierra -ésa era otra que conocen vuestras mercedes, con los ojos azules del diablo-, contemplarla en escena me turbaba como a cualquier varón. Aun así estaba lejos de imaginar hasta qué punto María de Castro iba a complicar mi vida y la de mi amo, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro; por no hablar de la corona del rey nuestro señor, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada. Todo lo cual me propongo contar en esta nueva aventura, probando así que no hay locura a la que el hombre no llegue, abismo al que no se asome, y lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio.


Entre la segunda y tercera jornadas hubo jácara, muy exigida a voces por los mosqueteros, que fue Doña Isabel la ladrona, canción famosa dicha en lenguaje de germanía, que una representante madura y todavía apetecible, llamada Jacinta Rueda, nos regaló con mucho donaire. No pude disfrutarla, sin embargo, porque apenas empezada vino a las gradas un tramoyista con el recado de que al señor Diego Alatriste se le aguardaba en el vestuario. Cambiaron una mirada el capitán y don Francisco de Quevedo, y mientras mi amo se ponía en pie y acomodaba la espada al costado izquierdo, el poeta movió desaprobador la cabeza y dijo:

Felices los que mueren por dejallas,

o los que viven sin amores dellas,

o, por su dicha, llegan a enterrallas.

Se encogió de hombros el capitán, requirió sombrero y herreruelo, murmuró un seco «no me jodáis, don Francisco», caló el fieltro y se abrió paso por las gradas. Quevedo me dirigió una mirada elocuente que interpreté como era debido, pues dejé el asiento para seguir a mi amo. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé yo también la daga de misericordia que llevaba atravesada atrás en el cinto, y fuime en pos del capitán, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia en paz. Que habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso.


No era la primera vez, y Diego Alatriste conocía el camino. Bajó los peldaños de las gradas, y frente al pasillo de la alojería giró a la izquierda, por el corredor que bajo los aposentos conducía al tablado y a los vestuarios de representantes. Al fondo, en la escalera, su viejo amigo el teniente de alguaciles Martín Saldaña platicaba con el arrendador del corral y un par de conocidos, también gente de teatro. Alatriste se entretuvo un momento a saludarlos, advirtiendo la expresión preocupada de Saldaña. Se despedía ya cuando el teniente de alguaciles lo reclamó un instante, y con aire casual, como si acabara de recordar algún negocio leve, le puso la mano en un brazo mientras susurraba, inquieto:

– Gonzalo Moscatel está dentro.

– ¿Y qué?

– Tengamos la fiesta en paz.

Alatriste lo miraba, inescrutable.

– No me jodas tú también -dijo.

Y siguió adelante mientras el otro se rascaba la barba, preguntándose sin duda en compañía de quién acababa de incluirlo su viejo camarada de Flandes. Diez pasos más allá, Alatriste apartó la cortina del vestuario, viéndose en un cuarto sin ventanas donde se guardaban la madera y las telas pintadas que se utilizaban para la tramoya y las apariencias. Al otro lado había varios camarines con más cortinas, destinados a vestuario de las comediantes, pues el de los hombres estaba en el piso de abajo. El cuarto, que también comunicaba con el tablado a través del paño, servía para que los miembros de la compañía esperasen el momento de salir a escena, y también como sala de visita de admiradores. En ese momento lo ocupaban media docena de hombres, entre representantes vestidos para salir apenas concluyese la jácara -se oía a Jacinta Rueda cantando al otro lado del paño la estrofa famosa De la gura perseguida / y de esbirros acosada- y tres o cuatro caballeros que estaban allí por privilegio de calidad o bolsa, para cumplimentar a las actrices. Y entre ellos, naturalmente, se hallaba don Gonzalo Moscatel.


Me asomé al vestuario tras el capitán, notando la mirada de Martín Saldaña, a quien saludé con buena crianza. Por cierto que las facciones de uno de sus acompañantes en el rellano de la escalera me fueron familiares, aunque no supe determinar de qué. Desde el pasillo, donde me quedé apoyado en la pared, vi que mi amo y los caballeros que aguardaban dentro se saludaban con frialdad, sin destocarse ninguno. El único que no respondió al saludo fue don Gonzalo Moscatel, personaje pintoresco que no estará de más presentar a vuestras mercedes. El señor Moscatel parecía salido de una comedia de capa y espada: era corpulento, terrible, con mostacho feroz de guías muy altas, desaforadas, y su indumentaria era una mezcla de galanura y valentía, mitad y mitad, con algo cómico y fiero a la vez. Vestía como lindo, valona de mucho pico y encaje sobre jubón morado, folladillos a la antigua, herreruelo francés, medias de seda, botines de fieltro negro, sombrero de lo mismo con toquilla de mucha pluma, y la pretina, de la que pendía una larguísima tizona, iba tachonada de reales antiguos de plata; porque también se las daba de matasiete, de los que se pasean con mucho voto a Dios y pese a tal, retorciéndose el bigote y metiendo ruido de acero. Por añadidura se apellidaba de poeta: hacía alarde de amistad con Góngora, sin el menor fundamento, y perpetraba versos con ripios infames que publicaba a su propia costa, pues era hombre de posibles. Sólo un poetastro infame y rascapuertas le había hecho la corte, pregonando las excelencias de su estro; pero al desdichado, un tal Garciposadas que gastaba mucho Calepino pira le erige y le construye muro, etcétera-, escribía con la pluma de un ala del ángel que fue a Sodoma y medraba lamiendo suelas en la Corte, lo quemaron por fisgón, o sea, sujeto paciente de pecado nefando, en uno de los últimos autos de fe; de modo que don Gonzalo Moscatel se había quedado sin nadie que le bailara el agua de las musas hasta que tomó el relevo del quemado un viscoso leguleyo llamado Saturnino Apolo, conocido por adulador famoso y comadreja de bolsas, que le sacaba el dinero con harta desvergüenza y sobre quien volveremos más adelante. Por lo demás, Moscatel había logrado su posición como obligado del abasto de las carnicerías y tablas francas de la ciudad, tocino fresco incluido; y también, cohechos propios aparte, gracias a la dote de su difunta esposa, hija de un juez de los de justicia más tuerta que ciega, proclive a que los platillos de la balanza se los cargaran con doblones de a cuatro. El viudo Moscatel no tenía descendencia, pero sí una sobrina huérfana y doncella a la que guardaba como el can Cerbero en su casa de la calle de la Madera. También andaba detrás de un hábito de lo que fuera, y lo más probable era que tarde o temprano terminase luciendo una cruz en el jubón. En aquella España de funcionarios inmorales y rapaces, todo estaba a mano si habías robado lo suficiente para tener con qué pagarlo.


Por el rabillo del ojo, el capitán Alatriste comprobó que Gonzalo Moscatel lo fulminaba con la mirada fiera, apoyada la mano en el pomo de la espada. Se conocían bien a su pesar; y cada vez que se cruzaban, las ojeadas rencorosas del carnicero expresaban mucho y claro sobre la naturaleza de su relación. Databa ésta de dos meses atrás, cierta noche en que el capitán regresaba a la taberna del Turco a la hora del agua va, alumbrado por un poco de luna y envuelto en su capa hasta los ojos, cuando oyó rumor de disputa en la calle de las Huertas. Sonaba voz de mujer, y mientras se acercaba advirtió dos bultos en un portal. No era aficionado a lances galantes ni amigo de meter espadas en barajas ajenas; pero su camino lo llevaba en esa dirección, y no halló motivo para tomar otro. Al fin topóse con un hombre y una mujer que discutían ante la puerta de una casa. Aunque había familiaridad en la conversación, la dama, o lo que fuera, parecía irritada, y el hombre porfiaba con intenciones de pasar más allá, o por lo menos al zaguán. Buena voz, la de ella. Sonaba a mujer hermosa, o cuando menos joven. Así que el capitán se entretuvo un instante para lanzar un vistazo curioso. Al advertir su presencia, el otro se le encaró con un «siga vuestra merced su camino, que nada se le ha perdido aquí». La sugerencia era razonable, y Alatriste se disponía a aceptarla, cuando la mujer, en tono sereno y de mucho mundo, dijo: «salvo que ese hidalgo os convenza de dejarme en paz e iros también enhorabuena». Aquello situaba la cuestión en terreno resbaladizo; de manera que Alatriste, tras reflexionar un instante, preguntó a la dama si aquélla era su casa. Respondió ésta que sí, que era casada, y que el caballero que la incomodaba no tenía malas intenciones y era conocido de ella y de su marido. Que la había acompañado hasta el portal tras un sarao en casa de amigos, pero que ya era hora de que cada mochuelo retornase a su olivo. Meditaba el capitán sobre el misterio de que no fuera el marido de la mujer quien estuviese en la puerta para zanjar la cuestión, cuando el otro hombre interrumpió sus pensamientos, desabrido, insistiendo en que despejara el campo de una vez, voto a tal y voto a cual. Y en la oscuridad, el capitán oyó el sonido de un palmo de acero saliendo de la vaina. Aquello era cosa hecha, y el frío invitaba a calentarse; de manera que se movió a un lado, a fin de buscar la sombra y situar al otro en la claridad lunar que asomaba entre los tejados, soltó el fiador de la capa, y arrodelándosela en el brazo izquierdo sacó la toledana. Metió mano a su vez el otro, tirándose ambos unas pocas estocadas de lejos y sin muchas ganas, callado Alatriste y jurando su adversario por veinte, hasta que al ruido de la bulla acudieron un criado de la casa, que traía luz, y el marido de la dama. Venía éste en camisa de dormir, con pantuflas, gorrillo de borla y un estoque en la diestra, diciendo qué pasa aquí, ténganse que yo lo digo, quién pone en verbos mi casa y mi honra, amén de otras expresiones semejantes, dichas de un modo en el que Alatriste sospechó latía no poca guasa. Resultó individuo simpático y de mucha política, menudo de estatura y con un poblado bigote a la tudesca que se le juntaba con las patillas. Salvadas las apariencias de todos, esposo incluido, púsose paz con buenas palabras. El caballero noctámbulo era don Gonzalo Moscatel, y a él se refirió el marido -tras darle el estoque al criado para que se lo guardase- como amigo de la familia, en la certeza, añadió conciliador, de que todo se debía a un lamentable equívoco. Aquello adoptaba aires de lance de teatro, y Alatriste estuvo a punto de soltar la carcajada cuando supo que el del gorrillo de borla era el famoso representante Rafael de Cózar, hombre de mucha chispa y de sazonado arte -andaluz por más señas-, y su mujer la conocida actriz María de Castro. A ambos había visto en los corrales de comedias, pero nunca a la Castro tan de cerca como aquella noche, a la luz del velón que sostenía en alto el criado, apenas tapada con el manto, bellísima y sonriendo divertida con la situación. Que sin duda no era la primera de ese género a que se enfrentaba, pues las comediantas no solían ser hembras de virtud acrisolada; rumoreándose que el marido, una vez dadas las voces de rigor y tras pasear el famoso estoque, conocido de toda España, solía volverse muy tolerante con los admiradores, tanto de su legítima como del resto de las mujeres de la compañía; en especial cuando, como era el caso del abastecedor de carne de Madrid, tenían cumquibus. Resultaba universal que, genio teatral aparte, Cózar también era un águila en no dejar bolsa segura de piante ni maman te. Eso aclaraba, tal vez, su tardanza en salir a la puerta en procura de su honra. Pues como solía decirse:

Doce cornudos, digo comediantes,

que todo diz que es uno, y otra media

docena de mujeres de comedia,

medias mujeres de los doce de antes.

Se disponía el capitán a presentar excusas y seguir su camino, algo corrido por el enredo, cuando la esposa, con intención de picar a su acosador dándole celos o por ese juego sutil y peligroso en que a menudo se complacen las mujeres, agradeció con palabras dulces la intervención de Alatriste, mirándolo de abajo arriba mientras lo invitaba a visitarla alguna vez en el teatro de la Cruz, donde esos días se daban las últimas representaciones de una comedia de Rojas Zorrilla. Sonreía mucho al decirlo, mostrando sus dientes blanquísimos y el óvalo perfecto de la cara, que sin duda Luis de Góngora, el enemigo mortal de don Francisco de Quevedo, habría trocado en nácar y aljófares menudos. Y Alatriste, perro viejo en ése y otros lances, entrevió en su mirada una promesa.

El caso es que allí estaba ahora, dos meses después, en el vestuario del corral de la Cruz, tras haber gozado varias veces de aquella promesa -el estoque del representante Cózar no salió a relucir más- y dispuesto a seguir haciéndolo, mientras don Gonzalo Moscatel, con quien se había cruzado en ocasiones sin otras consecuencias, lo fulminaba con mirada fiera traspasada de celos. María de Castro no era de las que cuecen la olla con un solo carbón: seguía sacándole dinero a Moscatel, con mucho martelo pero sin dejarlo llegar a mayores -cada encuentro en la puerta de Guadalajara le; costaba al carnicero una sangría en joyas y telas finas-, y al mismo tiempo recurría a Alatriste, de quien el otro ya. Conocía de sobras la reputación, para tenerlo a distancia. Y así, siempre esperanzado y siempre en ayunas, el carnicero -alentado por el marido de la Castro, que amén de! gran actor era pícaro redomado y también le escurría la bolsa, como a otros, con veladas promesas- porfiaba contumaz, sin renunciar a su dicha. Por supuesto, Alatriste sabía que, Moscatel al margen, él no era el único en gozar de los favores de la representante. Otros hombres la frecuentaban, y se decía que hasta el conde de Guadalmedina y el duque de Sessa habían tenido más que verbos con ella; que, como decía don Francisco de Quevedo, era hembra de a mil ducados el tropezón. El capitán no podía competir con ninguno en calidad ni en dineros; sólo era un soldado veterano que se ganaba la vida como espadachín. Mas, por alguna razón que se le escapaba -el alma de las mujeres siempre le había parecido insondable-, María de Castro le concedía gratis lo que a otros negaba o cobraba al valor de su peso en oro:

Mas hay un punto, y notadle:

es que se da sin más fueros,

a los moros por dineros

y a los cristianos, de balde.

Y así, Diego Alatriste descorrió la cortina. No estaba enamorado de aquella mujer, ni de ninguna otra. Pero María de Castro era la más hermosa que en su tiempo pisara los corrales de comedias, y él tenía el privilegio de que a veces fuera suya. Nadie iba a ofrecerle un beso como el que en ese instante le ponían en la boca, cuando un acero, una bala, la enfermedad o los años lo hicieran dormir para siempre en una tumba.

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