V. EL VINO DE ESQUIVIAS

Me sentí peor al día siguiente, mientras observaba al capitán Alatriste sentado a la puerta de la taberna del Turco. Mi amo ocupaba un taburete junto a una mesa guarnecida por una jarra de vino, un plato con longaniza frita y un libro -creo recordar que era la Vida del escudero Marcos de Obregón que no había abierto en toda la mañana. Tenía el jubón desabrochado, la camisa abierta hasta el pecho, -apoyaba la espalda en la pared; con sus ojos glaucos, que la luz aclaraba más, fijos en algún lugar indeterminado de la calle de Toledo. Yo procuraba mantenerme lejos, pues sentía el escozor de haberle mentido de forma tan desleal; lo que nunca habría ocurrido de no estar de por medio la única mujer, o jovencita, o como gusten llamarla vuestras mercedes, que me turbaba el seso hasta el punto de no reconocer mis propios actos. Precisamente aquellos días estaba traduciendo con el dómine Pérez, a quien el capitán seguía confiando mi educación, el pasaje de Homero donde Ulises es tentado por las sirenas; así que juzguen mi estado de ánimo. El caso es que pasé la mañana esquivando a mi amo mientras hacía recados de aquí para allá, unas velas, pedernal y yesca que necesitaba Caridad la Lebrijana, un mandado por aceite de almendras dulces a la botica del Tuerto Fadrique, una visita al cercano colegio de la Compañía para llevarle al dómine Pérez una cesta de ropa blanca. Ahora, desocupado, vagaba frente a la esquina del Arcabuz con Toledo, entre los coches, los chirriones con mercancías para la plaza Mayor, las acémilas cargadas de fardos y los borricos de aguadores amarrados a las rejas de las ventanas, que llenaban de boñigas el suelo mal empedrado por donde corría el agua sucia de los albañales. A veces le echaba un vistazo al capitán y siempre lo encontraba igual: inmóvil y pensativo. En dos ocasiones vi asomarse a la Lebrijana con delantal y los brazos desnudos, mirarlo y meterse de nuevo adentro sin decir palabra.

Ya conocen que no eran tiempos felices para ella. El capitán respondía a sus quejas con monosílabos y silencios; y alguna vez, cuando la buena mujer levantaba el tono demasiado, mi amo cogía sombrero, capa y espada, y se iba a dar una vuelta. Una vez, al regreso, encontró el arcón con sus escasas pertenencias al pie de la escalera. Estuvo mirándolo un rato, subió luego, cerró la puerta tras de sí, y al cabo, tras larga parla, las voces de la Lebrijana se apaciguaron. Al poco apareció el capitán en camisa, en la barandilla de la galería que daba sobre el corral del patio, y me dijo de subir el arcón. Así lo hice, y el negocio pareció volver a la normalidad -esa noche, desde mi cuarto, oí a la Lebrijana aullar como una perra en celo-; pero al cabo de un par de días los ojos de la tabernera aparecieron otra vez húmedos y enrojecidos, y todo empezó de nuevo, y siguió así hasta el día que ahora narro, el siguiente, como dije, a la noche en que mi amo se las hubo con Álvaro de la Marca en la calle de los Peligros. Aunque el capitán y yo sospecháramos que venían truenos y relámpagos, estábamos lejos de imaginar hasta qué punto las cosas iban a torcerse. Comparado con lo que nos esperaba, las broncas con la Lebrijana eran entremeses de Quiñones de Benavente.


Una sombra maciza -hombros anchos, sombrero, capotillo- cubrió la mesa, justo cuando el capitán Alatriste alargaba una mano hacia la jarra de vino.

– Buenos días, Diego.

Como solía, y pese a lo temprano de la hora, Martín Saldaña, teniente de alguaciles, iba artillado de Toledo y Vizcaya. Por oficio y por carácter no se fiaba ni de la propia sombra que acababa de proyectar sobre la mesa de su antiguo camarada de Flandes; de modo que llevaba encima un par de pistoletes milaneses, espada, daga y puñal. Completaba la panoplia con un coleto grueso de ante y la vara de su cargo metida en la pretina.

– ¿Podemos platicar un rato?

Alatriste se lo quedó mirando y luego volvió los ojos a su cinto, que estaba en el suelo, junto a la pared, enrollado alrededor de la centella y la daga.

– ¿Como teniente de alguaciles o como amigo? -preguntó con mucha calma.

– Pardiez. No jodas.

El capitán miró el rostro barbudo, con cicatrices que tenían el mismo origen que las suyas. La barba, recordaba bien, cubría a medias un tajo recibido en la cara veinte años atrás, durante un asalto a las murallas de Ostende. De aquella jornada databan la marca en la mejilla de Saldaña y una de las que Alatriste tenía en la frente, sobre la ceja izquierda.

– Podemos -respondió.


Subieron hacia la plaza Mayor paseando bajo los soportales del último tramo de la calle de Toledo. Iban callados como ante escribano, demorándose Saldaña en lo que tenía que decir, y sin prisa por averiguarlo Alatriste. Éste se había abrochado el jubón y calado el chapeo con su ajada pluma roja, llevaba el vuelo de la capa terciado al brazo y la espada le pendía al costado izquierdo, tintineando al chocar con la vizcaína.

– Es delicado -dijo al fin Saldaña.

– Lo supongo por la cara que traes.

Se miraron un instante con intención y siguieron caminando entre unas gitanas que bailaban a la sombra de los soportales. La plaza, con sus casas altas entejadas de rombos de plomo y reluciendo al sol los hierros dorados de la casa de la Panadería, hervía de regatonas, esportilleros y público que deambulaba entre carros y cajones de fruta y verdura, redes para proteger el pan de los ladrones, toneles de vino -aún está moro, pregonaban los vendedores-, tenderos a la puerta de sus comercios y puestos ambulantes bajo los arcos. Las verduras podridas se amontonaban en el suelo entre estiércol de caballerías y enjambres de moscas cuyo zumbido se mezclaba con los gritos de quienes voceaban las diferentes mercancías. Huevos y leche de hoy mismo. Melones escritos. Foncarraleros como manteca. Judías como la seda, y regalo perejil. Anduvieron hacia la derecha, sorteando los puestos ambulantes de cáñamos y espartos que ocupaban hasta el arco de la calle Imperial.

– No sé cómo soltarlo, Diego.

– En corto y por derecho.

Saldaña, cachazudo como de costumbre, retiró el sombrero y se pasó una mano por la calva.

– Me han encargado que te haga una advertencia.

– ¿Quién?

– Da igual quién. Lo que importa es que viene de bastante arriba como para que la consideres. Te van en ella la vida o la libertad.

– Qué miedo.

– Sin chanzas, recristo. Hablo en serio.

– ¿Y qué pintas tú en eso?

El otro se puso el fieltro, respondió distraído al saludo de unos corchetes que charlaban ante el portal de la Carne, y luego encogió los hombros.

– Oye, Diego. Tal vez a pesar tuyo, tienes amigos sin los que a estas horas estarías degollado en una calleja, o con grillos en un calabozo. Esta mañana se ha debatido mucho sobre eso, temprano. Hasta que alguien recordó cierto servicio tuyo reciente, en Cádiz o por ahí. No sé qué diablos fue, ni me importa; pero te juro que, de no alegarse en tu favor, yo habría venido con mucha gente metida en hierro. ¿Me sigues?

– Te sigo.

– ¿Piensas ver más a esa hembra?

– No lo sé.

– Por vida del rey de copas. No fastidies.

Dieron unos pasos más sin abrir la boca. Al fin, frente a la confitería de Gaspar Sánchez, junto al arco, Saldaña se detuvo y extrajo un billete lacrado de la faltriquera.

– Callen barbas y hablen cartas.

Alatriste cogió el billete y le dio unas vueltas, estudiándolo. No traía destinatario ni palabra escrita afuera. Rompió el lacre, desplegando la hoja, y al reconocer la letra miró con sorna a su viejo amigo.

– ¿Desde cuándo te dedicas a tercero, Martín?

El teniente de alguaciles frunció el ceño, amostazado.

– Voto a Dios -dijo-. Calla y lee de una cochina vez.

Y Alatriste leyó:


Agradecería mucho a vuestra merced que dejara de visitarme. Con toda mi consideración.

M. de C.


– Imagino -apuntó Saldaña- que no te sorprenderá, después de lo de anoche.

Alatriste doblaba otra vez el papel, pensativo.

– ¿Y qué sabes tú de anoche?

– Algo. Por ejemplo, que calaste la nariz en coto real. Y que a punto estuviste de acuchillarte con un amigo.

– Veo que las noticias corren la posta.

– En ciertos ambientes, sí.

Un limosnero de San Blas, con su campanilla y su cajuela, se acercó para ofrecerles besar la imagen del santo. Loada sea la limpieza de la Virgen María, dijo mansurrón, agitando el cepillo; pero la mirada feroz que le dirigió el teniente de alguaciles le hizo pensarlo mejor y pasar de largo. Alatriste reflexionaba.

– Supongo que esta carta lo resuelve todo- concluyó.

Saldaña se hurgó los dientes con una uña. Parecía aliviado.

– Eso espero. Si no, eres hombre muerto.

– Para ser hombre muerto tendrán que matarme antes.

– Pues acuérdate de Villamediana, a quien partieron las asaduras a cuatro pasos de aquí. Y de otros.

Dicho aquello se quedó mirando, distraído, a unas damas que, escoltadas de dueñas y criadas con cestas al brazo, tomaban su letuario de almíbares ante barriles de vino puestos a modo de mesas, en la puerta de la confitería.

– A fin de cuentas -dijo de pronto-, no eres más que un triste soldado.

Rió Alatriste entre dientes sin humor.

– Como tú -respondió- en otros tiempos.

Suspiró Saldaña desde muy adentro, volviéndose al capitán.

– Acabas de decirlo: en otros tiempos. Yo tuve suerte. Además, no monto yeguas ajenas.

Al decir aquello apartó los ojos, incómodo. En él se daba más bien lo contrario: las malas lenguas contaban que su vara de teniente de alguaciles tenía que ver con ciertas amistades de su mujer. Que se supiera, Saldaña había matado al menos a un hombre por hacer bromas sobre eso.

– Dame la carta.

Se sorprendió Alatriste, que se disponía a guardarla.

– Es mía.

– Ya no. La lee y la devuelve, ordenaron. Sólo se trata, supongo, de que te convenzas con tus propios ojos: su letra y su firma.

– ¿Y qué vas a hacer con ella?

– Quemarla ahora mismo.

La tomó de entre los dedos del capitán, que no opuso resistencia. Después, mirando alrededor, se decidió por la imagen piadosa que un herbolario tenía en la puerta, junto a un murciélago y un lagarto disecados. Fue allí y encendió el papel en la lamparilla de aceite.

– Ella sabe lo que le conviene, y su marido también -opinó, volviendo junto al capitán con el papel encendido en la mano-… Supongo que se lo hicieron escribir al dictado.

Estuvieron viendo arder el billete hasta que Saldaña lo dejó caer y pisó las cenizas.

– El rey es mozo -dijo de pronto.

Lo soltó como si aquello justificara muchas cosas. Alatriste se lo quedó mirando con mucha fijeza.

– Pero es el rey -apostilló, neutro.

Saldaña fruncía ahora el entrecejo, apoyada una mano en la culata de un milanés. Con la otra se rascaba la barba entrecana.

– ¿Sabes una cosa, Diego?… A veces, como tú, añoro el barro y la mierda de Flandes.


El palacio de Guadalmedina se alzaba en la esquina de la calle del Barquillo con la de Alcalá, junto al convento de San Hermenegildo. El gran portón estaba abierto, de modo que Diego Alatriste pasó al amplio zaguán, donde un portero de librea le salió al paso. Era un viejo criado a quien el capitán conocía de antiguo.

– Quisiera ver al señor conde.

– ¿Ha sido llamado vuesa merced? -preguntó el otro, amable y con mucha política.

– No.

– Veré si su excelencia puede recibir.

Retiróse el portero y estuvo el capitán paseando junto a la verja que daba al jardín, muy frondoso y cuidado, con árboles frutales y de ornamento, amorcillos de piedra y estatuas clásicas entre la hiedra y los macizos de flores. Aprovechó para componerse un poco la ropa, ajustarse la valona limpia y cerrar correctamente las presillas del jubón. No sabía cuál iba a ser la actitud de Álvaro de la Marca cuando estuvieran frente a frente, aunque esperaba que atendiese las disculpas que traía previstas. No era el capitán -y eso el otro lo sabía muy bien- hombre dado a recoger palabras y aceros, y de ambos géneros habíase derrochado la víspera. Pero él mismo, al analizar su conducta, no estaba seguro de haber obrado en justicia frente a quien, a fin de cuentas, empleaba en sus obligaciones la misma firmeza que él había aplicado a las suyas en los campos de batalla. El rey es el rey, recordó, aunque haya reyes y reyes. Y cada cual decide por conciencia, o interés, el modo en que los sirve. Si Guadalmedina cobraba en favores reales su estipendio, también Diego Alatriste y Tenorio -aunque poco, tarde y mal- había cobrado el suyo en los tercios, como soldado de ese mismo rey, de su padre y de su abuelo. De cualquier modo, Guadalmedina, pese a su elevada condición, a su sangre, a su carácter cortesano y a las circunstancias que lo complicaban todo, era un hombre avisado y leal. Amén de habérselas visto juntos frente a terceros en algún lance de espada, el capitán le había salvado la vida cuando el desastre de las Querquenes, y luego recurrió a él cuando la aventura de los dos ingleses. También durante el incidente con el Santo Oficio la benevolencia del conde quedó probada, sin contar el asunto del oro de Cádiz o las advertencias transmitidas a don Francisco de Quevedo sobre María de Castro desde que el capricho real había entrado en escena. Todo aquello creaba vínculos -ésa era su esperanza mientras aguardaba junto a la verja del jardín- que tal vez salvaran la afición que los dos se tenían. Pero quizás el orgullo de Álvaro de la Marca estuviese reñido con conciliación alguna: la nobleza sufría poco verse maltratada, y aquel piquete en el brazo del conde no mejoraba el negocio. En todo caso, Alatriste tenía previsto ponerse a su disposición para lo que gustara, incluido dejarse meter un palmo de acero en el momento y lugar que Guadalmedina decidiese.

– Su excelencia no quiere recibir a vuesa merced.

Diego Alatriste se quedó inmóvil, cortado el aliento, una mano sobre la guarnición de la espada. El criado indicaba la puerta con un gesto.

– ¿Estáis seguro?

Asintió desdeñoso el otro. No quedaba rastro de su amabilidad inicial.

– Dice que se vaya vuesa merced en buena hora.

El capitán era hombre cuajado, mas no pudo evitar que un golpe de calor le subiese a la cara al verse de aquel modo desacomodado y sin favor. Aún miró un instante al portero, adivinándole secreto regocijo. Luego respiró hondo y, conteniéndose para no azotarlo con el plano de fa espada, se arriscó el chapeo, dio media vuelta y salió a ha calle.

Anduvo como ciego calle de Alcalá arriba, sin mirar por dónde iba, igual que ante una veladura roja. Blasfemaba entre dientes, usando sin reparo el nombre de Cristo. Varias veces su paso precipitado, a grandes zancadas, estuvo a punto de atropellar a los transeúntes; pero las protestas de éstos -uno hasta hizo amago de tocar la espada- se desvanecían apenas le miraban el rostro. De ese modo cruzó la puerta del Sol hasta la calle Carretas, y allí se detuvo ante la taberna de la Rocha, en cuya puerta leyó, escrito con yeso: Vino de Esquivias.


Aquella misma noche mató a un hombre. Lo eligió al azar y en silencio entre los parroquianos -tan borrachos como él- que alborotaban en la taberna. Al cabo tiró unas monedas sobre la mesa manchada de vino y salió tambaleándose, seguido del desconocido; un tipo con aires de valentón que, en compañía de otros dos, se empeñaba en reñir, media hoja fuera de la vaina, porque Alatriste lo había estado mirando largo rato sin apartar los ojos; y a él -nunca llegó a saber su nombre-, según voceó con muchos y desabridos verbos, no lo miraba así de fijo ningún puto de España o las Indias. Una vez afuera, Alatriste anduvo con el hombro pegado a la pared hasta la calle de los Majadericos; y allí, bien a oscuras y lejos de miradas indiscretas, cuando sintió los pasos que iban detrás para darle alcance, metió mano, revolvióse e hizo cara. Hirió de antuvión a la primera estocada, sin precaución ni alardes de esgrima, y el otro se fue al suelo con el pecho pasado antes de decir esta boca es mía, mientras sus consortes ponían pies en polvorosa. Al asesino, gritaban. Al asesino. Vomitó el vino junto al cadáver mismo, apoyado en la pared y todavía espada en mano. Después limpió el acero en la capa del muerto, se embozó en la suya y buscó la calle de Toledo disimulándose entre las sombras.


Tres días más tarde, don Francisco de Quevedo y yo cruzamos la puente segoviana para acudir a la Casa de Campo, donde descansaban sus majestades aprovechando la bondad del tiempo, dedicado a la caza el rey y entretenida la reina en paseos, lecturas y música. En coche de dos mulas pasamos a la otra orilla y, dejando atrás la ermita del Ángel y la embocadura del camino de San Isidro, subimos por la margen derecha hasta los jardines que circundaban la casa de reposo de Su Católica Majestad. A un lado teníamos los frondosos pinares, y al otro, allende el Manzanares, Madrid se mostraba en todo su esplendor: las innumerables torres de iglesias y conventos, la muralla construida sobre los cimientos de la antigua fortificación árabe, y en lo alto, maciza e imponente, la mole del Alcázar Real, con la Torre Dorada avanzando como la proa de un galeón sobre la cortadura que dominaba el exiguo cauce del río, cuyas orillas estaban salpicadas con las manchas blancas de la ropa que las lavanderas tendían a secar en los arbustos. Era hermosa la vista, y la admiré tanto que don Francisco sonrió, comprensivo.

– El ombligo del mundo -dijo-. De momento.

Yo estaba entonces lejos de advertir la reserva que había en su comentario. A mis años, deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de la Corte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que -unido a la rica herencia portuguesa que entonces compartíamos- llegaba hasta las Indias occidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otros enclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando los hombres de hierro cedieron plaza a hombres de barro, incapaces de sostener con su ambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa. Que así de grande era en mi mocedad, aunque ya empezara a dejar de serlo, aquella España forjada de gloria y crueldad, de luces y sombras. Un mundo irrepetible que podría resumirse, si fuera posible, en los viejos versos de Lorencio de Zamora:

Canto batallas, canto vencimientos,

empresas grandes, bárbaras proezas,

tristes sucesos, varios rompimientos,

risas, odios, desastres y fierezas.

El caso es que estábamos aquella mañana don Francisco de Quevedo y yo frente a la capital del mundo, apeándonos del coche en los jardines de la Casa de Campo, ante el doble edificio rojizo con pórticos y logias a la italiana, vigilado por la imponente estatua ecuestre del difunto Felipe III, padre de nuestro monarca. Y fue en el ameno bosquecillo ajardinado con chopos, álamos, sauces y plantas flamencas que había detrás de la estatua, alrededor de la hermosa fuente de tres alturas, donde la reina nuestra señora recibió a don Francisco sentada bajo un toldo de damasco, rodeada de sus damas y criados más próximos, bufón Gastoncillo incluido. Isabel de Borbón acogió al poeta con muestras de regio afecto; invitólo a rezar con ella el ángelus -era mediodía y las campanas resonaban por todo Madrid- y yo asistí de lejos y descubierto. Luego nuestra señora la reina mandó que don Francisco se sentara a su lado, y departieron largo rato sobre, los progresos de La espada y la daga, de la que el poeta leyes en voz alta los últimos versos, improvisados, dijo, aquella misma noche; por más que yo supiera que los tenía escritos y corregidos de sobra. El único punto que incomodaba a la hija del Bearnés -confesó por ella, entre bromas y veras- era que la comedia quevedesca iba a representarse en El Escorial; y é. carácter austero y sombrío de aquella magna fábrica real repugnaba a su alegre temperamento de francesa. Ésa era la causa: de que evitara, siempre que podía, visitar el palacio construido por el abuelo de su augusto esposo. Aunque, paradojas del destino, dieciocho años después de lo que narro nuestra pobre señora terminase -imagino que muy a su pesar- ocupando un nicho en la cripta.

No vi a Angélica de Alquézar entre las azafatas de la reina. Y mientras Quevedo, sobrado de razones y finezas, deleitaba a las damas con su buen humor cortesano, di un paseo por el jardín, admirando los uniformes de la guardia borgoñona que estaba de facción ese día. Anduve así, más satisfecho que un rey con sus alcabalas, hasta la balaustrada que daba sobre las parras y el camino viejo de Guadarrama, admirando la vista de las huertas de la Buitrera y la Florida, muy verdes en esa estación del año. El aire era sutil, y desde el bosque tras el pequeño palacio llegaban, apagados por la distancia, ladridos de perros punteados por escopetazos; prueba de que nuestro monarca, con su proverbial puntería -glosada hasta la saciedad por todos los poetas de la Corte, incluidos Lope y Quevedo-, daba razón de cuanto conejo, perdiz, codorniz o faisán le ponían a tiro sus batidores. Que si en vez de tanto inocente animalillo lo que el cuarto Austria arcabuceara en su dilatada vida fuesen herejes, turcos y franceses, otro gallo habría cantado a España.

– Vaya. Aquí tenemos a quien abandona a una dama en plena noche para irse con sus amigotes.

Me volví, suspendidos ánimo y respiración. Angélica de Alquézar estaba a mi lado. Decir bellísima sería ocioso. La luz del cielo de Madrid le aclaraba aún más los ojos, irónicamente fijos en mí. Hermosos y mortales.

– Nunca lo habría imaginado en un hidalgo.

Peinaba tirabuzones y vestía con amplia saboyana de tabí rojo y juboncito corto, cerrado con un gracioso cuello de beatilla donde relucían una cadena de oro y una cruz de esmeraldas. Una muda sonrosada, de librillo, le daba ligero rubor cortesano a la palidez perfecta del rostro. Así parecía mayor, pensé de pronto. Más hembra.

– Siento haberos dejado la otra noche -dije-. Pero no podía…

Me interrumpió indiferente, cual si todo fuese cosa vieja. Contemplaba el paisaje. Al cabo me miró de soslayo.

– ¿Terminó bien?

El tono era frívolo, como si de eras no le importara gran cosa.

– Más o menos.

Oí el gorjeo de las damas que estaban alrededor de la reina y de don Francisco. Sin duda el poeta había dicho algo ingenioso, y lo celebraban.

– Ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame, no parece sujeto recomendable, ¿verdad?… Siempre os mete en problemas.

Me erguí, picado. Angélica de Alquézar, nada menos, diciendo eso.

– Es mi amigo.

Rió suavemente, las manos en la balaustrada. Olía dulce a rosas y miel. Era agradable, pero yo prefería el aroma de la otra noche, mientras nos besábamos. La piel se me erizó al recordar. Pan tierno.

– Me abandonasteis en plena calle -repitió.

– Es cierto. ¿Qué puedo hacer para compensaros?

– Acompañarme de nuevo cuando sea necesario.

– ¿Otra vez de noche?

– Sí.

– ¿Vestida de hombre?

Me miró como se mira a un tonto.

– No pretenderéis que salga con esta ropa.

– Ni lo soñéis -dije.

– Qué descortés. Recordad que estáis en deuda conmigo.

Se había vuelto a estudiarme con la fijeza de un puñal apuntando a las entrañas. Debo decir que mi estampa tampoco era desaliñada ese día: pelo limpio, vestido de paño negro y daga atrás, al cinto. Tal vez eso me dio aplomo para sostener su mirada.

– No hasta ese punto -respondí, sereno.

– Sois un zafio -parecía irritada como una jovencita a la que se le niega un capricho-. Veo que preferís ocuparos de ese capitán Sotatriste.

– Ya he dicho que es mi amigo.

Hizo un gesto despectivo.

– Naturalmente. Conozco la copla: Flandes y todo eso, espadas, pardieces, tabernas y mujerzuelas. Ruindades de hombres.

Sonaba a censura, pero creí advertir también una nota extraña. Como si de algún modo lamentase no hallarse cerca de todo aquello.

– De cualquier manera -añadió- permitid que os diga que, con amigos como ése, no necesitáis enemigos.

La observé boquiabierto a mi pesar, admirado de su descaro.

– ¿Y qué sois vos?

Frunció los labios cual si de veras reflexionara. Después inclinó un poco la cabeza, sin apartar sus ojos de los míos.

– Ya dije que os amo.

Me estremecí al oírlo, y se dio cuenta. Sonreía como lo habría hecho Luzbel antes de caer del cielo.

– Debería bastaros -remató- si no sois bellaco, estúpido o presuntuoso.

– No sé lo que soy. Pero sobráis para llevarme al quemadero de Alcalá, o al garrote del verdugo.

Se rió otra vez, las manos cruzadas casi con modestia ante la amplia falda sobre la que pendía un abanico de nácar. Miré el dibujo nítido de su boca. Al infierno todo, pensé. Pan tierno, rosas y miel. Piel desnuda debajo. Me habría arrojado sobre esos labios, de no hallarme donde me hallaba.

– No pretenderéis -dijo- que os salga gratis.


Antes de que las cosas se enredaran peligrosamente hubo tiempo para un sabroso lance, propio de verse en un corral de comedias. Fraguóse éste durante una comida en el del León, ofrecida por el capitán Alonso de Contreras, locuaz, simpático y un punto fanfarrón como siempre, que presidía repantigado contra una cuba de vino sobre la que estaban nuestras capas, sombreros y espadas. Éramos comensales d Francisco de Quevedo, Lopito de Vega, mi amo y yo mismo, despachando una sopa de capirotada y un espeso salpicón de vaca y tocino. Invitaba Contreras, quien celebraba haber cobrado al fin las doblas de cierta ventaja que se adeudaba, dijo, desde lo de Roncesvalles. Terminóse comentando cómo los amores del hijo del Fénix con Laura Mosca topaban con la oposición berroqueña del tío -enterarse el carnicero de que había amistad entre Lopito y Diego Al triste no mejoraba las cosas-, y el joven militar nos refirió desolado, que sólo podía ver a su dama furtivamente, cuando ésta salía con la dueña a hacer alguna compra, o en la mis diaria de las Maravillas, donde él la observaba de lejos, arrodillado sobre su capa, y a veces lograba acercarse e intercambiar ternezas ofreciéndole, dicha suprema, agua bendita en el cuenco de la mano para que ella se persignara. Lo malo era que, empeñado Moscatel en casar a su sobrina con el infame procurador Saturnino Apolo, a la pobre no le quedaba otra que esa boda o el convento, y las posibilidades de Lopito eran tan remotas que lo mismo le daba buscar novia en el serrallo de Constantinopla. Al tío de la doncella no lo persuadían ni veinte de a caballo. Además, eran tiempos revueltos: con las idas y venidas del turco y del hereje, Lopito se exponía a tener que incorporarse a sus deberes con el rey en cualquier momento; y eso significaba perder a Laura para siempre. Aquello lo llevaba, según nos confió ese día, a maldecir de cuantos lances apretados había en las comedias de su mismísimo señor padre, porque ni en ellas encontraba paso alguno para resolver el problema.

El comentario le dio una idea audaz al capitán Contreras.

– La cuestión es simple -dijo mientras cruzaba las botas sobre un taburete-. Rapto y boda, voto a Dios. A lo soldado.

– No es fácil -repuso tristemente Lopito-. Moscatel sigue pagando a varios bravos para que vigilen la casa.

– ¿Cuántos?

– La última noche que rondé la reja salieron cuatro.

– ¿Diestros?

– Esta vez no me entretuve en averiguarlo.

Contreras se retorció el mostacho con suficiencia y miró alrededor, deteniéndose en el capitán Alatriste y en don Francisco.

– A más moros, más ganancia, ¿Cómo lo ve vuestra merced, señor de Quevedo?

El poeta se ajustó los lentes y frunció el ceño, pues a su posición en la Corte no le cuadraba un escándalo relacionado con rapto y estocadas; aunque estando de por medio Alonso de Contreras, Diego Alatriste y el hijo de Lope, se le hacía cuesta arriba negarse.

– Me temo -dijo con resignado fastidio- que no queda sino batirse.

– Lo mismo os da para un soneto -apuntó Contreras, viéndose ya celebrado en más versos.

– O para otro destierro, voto a Cristo.

En cuanto al capitán Alatriste, de codos sobre la mesa y ante su jarra de vino, la mirada que cruzó con su antiguo camarada Contreras era elocuente. En hombres como ellos, ciertas cosas iban de oficio.

– ¿Y el mozo? -preguntó Contreras, mirándome.

Casi me ofendí. Yo era bachiller en las cuatro generales, así que me pasé dos dedos, al estilo de mi amo, por el bigote que aún no tenía.

– El mozo también se bate -dije.

El tono me valió una sonrisa aprobadora del miles gloriosus y una mirada de Diego Alatriste.

– Cuando lo sepa mi padre -gimió Lopito- me mata.

Soltó una risotada el capitán Contreras.

– Vuestro ilustre padre, de raptos sabe un rato. ¡Menudo fue siempre el Fénix en lances de faldas!

Hubo un silencio embarazoso, y cada cual metió nariz o bigote en su respectiva jarra. Incluso Contreras lo hizo, pues acababa de caer en la cuenta de que el mismo Lopito era hijo ilegítimo, aunque reconocido luego, de uno de tales lances del Fénix de los Ingenios. Sin embargo, el joven no pareció ofenderse. Conocía la fama de su anciano progenitor mejor que nadie. Tras varios tientos al vino y un diplomático carraspeo, Contreras retomó el hilo:

– Lo mejor son los hechos consumados. Además, los militares somos así, ¿no es cierto? Directos, audaces, fieros. Siempre al grano. Recuerdo una vez, en Chipre…

Y se puso a contar hazañas durante un rato. Al cabo le dio un tiento largo al vino, suspiró nostálgico y miró a Lopito.

– Así que veamos, garzón. ¿Estáis de veras dispuesto a uniros honradamente a esa mujer, hasta que la muerte os separe, etcétera?

Lopito lo miró a los ojos sin pestañear.

– Mientras Dios sea Dios, y más allá de la muerte.

– Tampoco se os exige tanto, pardiez. Con sólo hasta la muerte ya cumplís de sobra. ¿Estos caballeros y yo tenemos vuestra palabra de hidalgo?

– Por mi vida que sí.

– Entonces no se hable más -Contreras dio una palmada en la mesa, satisfecho-. ¿Hay con quién proveer el asunto del lado eclesiástico?

– Mi tía Antonia es abadesa de las Jerónimas. Nos acogerá gustosa. Y el padre Francisco, su capellán, es también confesor de Laura y muy conocido del señor Moscatel.

– ¿Terciará el páter, si se tercia que tercie?

– Sin duda.

– ¿Y la dama?. ¿Estará vuestra Laura dispuesta a pasar por el mal trago?

Respondió Lopito afirmativamente, de modo que no hubo más averiguación. Se acordó el concurso de todos, brindamos por un feliz desenlace, y apostillólo tras el brindis don Francisco de Quevedo, según su costumbre, con unos versos que venían pintados al negocio, aunque esta vez no fueran suyos, sino de Lope:

La mujer más cobarde,

en llegado a querer (y más, doncella)

su honor y el de sus padres atropella.

Hízose también la razón por aquello. Y ocho o diez brindis después, usando la mesa como mapa y las jarras de vino como protagonistas de su plan, ya un poco insegura la lengua pero cada vez más resuelta la intención, el capitán Contreras nos invitó a arrimar asientos y expuso en voz baja lo que maquinaba. La táctica rigurosa del asalto, la calificó, precaviéndolo todo con tanto detalle como si en vez de una casa en la calle de la Madera nos aprestáramos a meter en Orán cien lanzas.


Las casas con dos puertas son malas de guardar. Precisamente la de don Gonzalo Moscatel tenía dos, y un par de noches más tarde estábamos los conjurados frente a la principal, embozados y en las sombras de un porche cercano: el capitán Contreras, don Francisco de Quevedo, Diego Alatriste y yo, observando a los músicos que, iluminados por la linterna que uno traía consigo, tomaban posiciones ante las rejas de la casa en cuestión, situada en la esquina misma de la calle de la Madera con la de la Luna. El plan era audaz y de una simplicidad castrense: serenata en una puerta, rebato, cuchilladas y fuga por la de atrás. Aparte la tramoya militar, tampoco se habían descuidado las formas honorables. Como Laura Moscatel no disponía de libertad para elegir matrimonio ni dejar su casa, el rapto y la boda inmediata para repararlo eran la única forma de doblegar la voluntad del empecinado tío. A esas horas, prevenidos por Lopito, la tía abadesa y el capellán amigo de la familia -cuyos escrúpulos pastorales habían sido allanados con una linda bolsa de doblones de a cuatro aguardaban en el convento de las Jerónimas, adonde sería llevada la novia para ser puesta en custodia, quedando todo según lo conveniente.

– Buen lance, viven los cielos -murmuraba el capitán Contreras, regocijado.

Sin duda le recordaba su juventud, en la que tales cosas menudearon. Estaba apoyado en la pared, embozado con sombrero y capa, entre Diego Alatriste y don Francisco de Quevedo, cubiertos como él de forma que sólo se les advertía el brillo de los ojos. Yo vigilaba la calle. Para tranquilizar un poco a don Francisco y cubrir las apariencias habíase dispuesto todo con tramoya casual, como si fuésemos cuadrilla que pasaba por allí en el momento de los hechos. Incluso los pobres músicos, contratados por Lopito de Vega, ignoraban lo que iba a ocurrir. Sólo sabían que se les había pagado una serenata a cierta dama -viuda, se dijo- a las once de la noche y en su misma reja. Los músicos eran tres, el más mozo con los cincuenta en el costal. En ese momento empezaban a tocar la guitarra, el laúd y el pandero, este último manejado por él cantor, que atacó sin más preámbulos la tonadilla famosa:

En Italia te adoré

y en Flandes de amor morí.

Me vine hasta España amando

y en Madrid te dije así.

Que no eran sazonados versos, por cierto, pero sí muy populares entonces. De cualquier modo, el cantor nunca llegó a decir lo que se proponía; porque concluyendo aquella primera estrofa encendióse luz adentro, oyóse a don Gonzalo Moscatel jurando a los doctrinales, y al abrirse la puerta principal pudimos verlo espada en mano, amenazando muy desaforado a los músicos y a quien los engendró con ensartarlos como capones. Que no son horas, voceaba, de incomodar en casas honradas. Lo acompañaba, pues estarían de tertulia, el procurador Saturnino Apolo armado con un estoque y une tapadera de tinaja como broquel. Al tiempo, por la puerta de la cochera se les unieron otros cuatro individuos -la luz de la linterna insinuaba pésimas cataduras- que al momento cayeron sobre los músicos. Y éstos, sin comerlo ni beberlo, se vieron bajo un diluvio de cintarazos y golpes.

– A lo nuestro -dijo el capitán Contreras, relamiéndose de gusto.

Y salimos en grupo del porche, como si acabáramos de doblar la esquina y tropezarnos con la escena, mientras don Francisco de Quevedo murmuraba filosófico entre dientes, bajo el embozo:

Que no se canse en tener

un cuidado tan terrible,

porque el mayor imposible

es guardara una mujer.

Estaban ya los músicos arrinconados contra la pared, los pobretes, cercados por las herreruzas de los bravos de alquiler y hechos pedazos sus instrumentos; y Gonzalo Moscatel, que había cogido la linterna del suelo y la mantenía en alto sin dejar la espada de la diestra, los interrogaba a gritos echando las de Pavía: quién, cómo, dónde, cuándo los habían enviado a desvelar enhoramala. Y en ésas, cuando pasamos junto a ellos, chapeos en las cejas y embozos hasta la nariz, el capitán Contreras dijo en voz alta algo así como diancho con los menguados que alborotan la calle, ellos y Satanás que los alumbre, lo bastante alto para que todos oyeran. Y como quien en ese momento alumbraba era Moscatel -con la lucecilla podíamos ver las jetas patibularias de sus cuatro jaques, la cara porcina del procurador Apolo y las aterradas expresiones de los músicos-, creyose éste, respaldado por su mesnada, en posición de gallear recio. Así que le dijo a don Alonso de Contreras, muy desabrido y por supuesto sin conocernos a ninguno, que siguiera camino y se fuera al infierno o lo desorejaba allí mismo, voto a san Pedro y a todos los santos del calendario. Palabras que, como imaginan vuestras mercedes, eran lo más oportuno para nuestra intención. Carcajeóse Contreras en las barbas de Moscatel, y dijo con mucho cuajo que no sabía lo que estaba pasando ni de qué iba la querella; pero que desorejar, lo que se decía desorejar, podía intentarlo el botarate con la señora puta que lo parió. Dicho esto rióse de nuevo; y aún no había terminado de reírse, al tiempo que sin desembozarse metía mano a la fisberta, cuando el capitán Alatriste, que ya tenía la suya fuera de la vaina, le dio un antuvión al bravo que estaba más cerca, y luego, casi en el mismo movimiento, una cuchillada de filos a Moscatel, en el brazo, que hizo a éste soltar la linterna saltando como si le hubiese picado un alacrán. Murió la luz al dar en el suelo, oscurecióse todo, salieron corriendo como liebres las aterradas sombras de los tres músicos, desatamos sierpes el resto con lindo brío, y fue Troya.


Vive Dios que disfruté de la vendimia. La idea era, procurando no matar si resultaba posible -no queríamos enlutar el casamiento-, dar tiempo a que, en la confusión y con socorro de la dueña a la que habían ensebado la palma con doblones de la misma bolsa que al capellán, Lopito de Vega sacara a Laura Moscatel por la puerta de atrás y la llevase, en un coche que tenía prevenido, a las Jerónimas. Y mientras todo eso, en efecto, sucedía en la puerta trasera, en la principal llovían mojadas a oscuras. Tiraban de punta Moscatel y los suyos, con las intenciones del turco y con Saturnino Apolo muy precavido de rodela y desde atrás, alentándolos; pero a hombres con la destreza de Alatriste, Quevedo y Contreras les bastaba parar y acuchillar de tajo, a eso se aplicaban con muy buena mano, y yo tampoco me portaba mal. Habíamelas con uno de los jaques, cuya respiración descompuesta oía entre el tintineo de los aceros. La cosa no estaba para florituras de esgrima, porque todos nos batíamos a bulto y en corto; así que, recurriendo a un truco que me había enseñado el capitán Alatriste a bordo del Jesús Nazareno cuando volvíamos de Flandes, acometí arriba, hice como que me retiraba para cubrir el flanco, revolvíme de pronto a la guardia contraria, y rápido como un gavilán le di al otro un refilón bajo que, por el chasquido y el sitio, debió de cortarle los tendones de una corva. Huyó mi adversario saltando a la pata coja mientras blasfemaba del santoral completo, y miré en torno, satisfechísimo y exaltado de ardor, por ver dónde haría más servicio a mis camaradas; pues habíamos empezado a mover temerarias cuatro contra seis diciendo Yepes, Yepes -por el vino- a media voz, que era el santo Y seña que habíamos acordado para reconocernos/si reíamos a oscuras. Pero el negocio andaba desequilibrado a favor nuestro, porque el procurador Apolo había puesto pies en polvorosa con un pinchazo en las nalgas, y don Francisco de Quevedo, que se batía tapándose la cara con la capa alzada para que nadie lo catase, ahuyentaba al bravonel que le había tocado en suerte.

– Yepes -dijo el poeta al retirarse por mi lado, como si ya hubiera hecho suficiente esa noche.

Por su parte, Alonso de Contreras aún se batía con el suyo -uno que aguantaba el envite mejor que sus compadres-, riñendo ambos muy recio calle abajo, a medida que el matachín retrocedía sin volver las espaldas. El cuarto jaque era un bulto inmóvil en el suelo: salió el peor librado, pues la estocada que el capitán le había dado en la confusión del primer momento fue de las de cien reales; y de ella, supimos después, quedó sacramentado a los tres días y murió a los ocho. En cuanto a mi amo, tras madrugarle a ese bravo y herir a Moscatel en el brazo, acosaba ahora al carnicero con los filos de la espada, calado el chapeo y el embozo ante el rostro para que no lo conociese, mientras el fantoche, que ya no galleaba en absoluto, reculaba buscando la puerta de su casa -lo que mi amo procuraba estorbarle- y pedía socorro gritando que estaban por asesinarlo. Al fin cayó al suelo Moscatel, y el capitán Alatriste estuvo pateándole las costillas un buen rato, hasta que regresó Contreras tras poner en fuga a su adversario.

– Yepes -dijo éste, precavido, cuando mi amo se revolvió espada en mano al oír sus pasos.

Se lamentaba en el suelo Gonzalo Moscatel, y en las ventanas próximas empezaron a asomar vecinos desvelados por el alboroto. Al otro extremo de la calle se vio una luz, y alguien gritó algo sobre avisar a la ronda.

– ¿Y si nos fuésemos de una puñetera vez? -sugirió don Francisco de Quevedo, malhumorado tras su embozo.

La propuesta era razonable, así que ahuecamos el ala tan satisfechos como si lleváramos en el bolsillo la patente de un tercio. Un regocijado Alonso de Contreras me cacheteó con afecto, llamándome hijo, y el capitán Alatriste, tras un último puntapié a las costillas de Moscatel, vino detrás envainando la espada. Contreras todavía anduvo riéndose tres o cuatro calles, hasta que hicimos un alto tabernario en Tudescos para remojar la palabra.

– Cuerpo de Mahoma -juró Contreras-. No disfrutaba tanto desde que en el saco de Negroponte hice ahorcar a unos ingleses.


Lopito de Vega y Laura Moscatel se casaron cuatro semanas más tarde en la iglesia de las Jerónimas, sin que el tío de la novia -que iba por Madrid con catorce puntos en la cara y un brazo en cabestrillo, culpando de las cuchilladas y la paliza a un tal Yepes- asistiese a la ceremonia. Tampoco Lope de Vega padre estuvo presente. La boda se celebró con mucha discreción, oficiando el capitán Contreras, Quevedo, mi amo y yo como padrinos y testigos. Los jóvenes esposos se instalaron en una modesta casa en la plaza de Antón Martín, en espera de que Lopito obtuviera su reconocimiento de alférez. Que yo sepa, fueron felices tres meses. Después, debido a la infección del aire y la corrupción del agua por los grandes calores que asolaron Madrid ese mismo año, Laura Moscatel murió de fiebres malignas, sangrada y purgada por médicos incompetentes; y su joven viudo, con el corazón destrozado, volvióse a Italia. Tal fue el remate de la novelesca aventura de aquella noche en la calle de la Madera, y algo aprendí yo mismo del triste episodio: todo se lo lleva el tiempo, y la felicidad eterna sólo existe en la imaginación de los poetas y en los escenarios de los corrales de comedias.

Загрузка...