Capítulo 9

Enderecé rumbo al Este, en la calle Hurón, con una cuadra para decidir si me dirigía a casa, me quedaba allí, o si regresaba a la oficina. Eran como las cuatro de la tarde y dispondría de menos de una hora para estar en la oficina, si iba para allá, con lo cual resolví que no valía la pena volverla a abrir.

Dos individuos estaban arreglando la alfombra de la escalera.

Arriba el teléfono de nuestro cuarto estaba repicando, y yo me apresuré a entrar, con lo que alcancé a tiempo.

La voz del tío Am sonó en mi oído:

– ¿Quién puso el piso de estaño en el piso del cuarto de baño de la señora Murphy?

– ¿Quién colocó la sabrosa trucha en el tubo de la ducha de la señora Murphy? – respondí. Los dos convinimos que ninguna de las dos frases era algo espectacular y las declaramos empate.

– ¿En dónde estás? ¿Qué sucede?

– En la oficina. Acabo de llegar. Pensé que tendría tiempo para escribir mi informe esta tarde y no preocuparme por él mañana. ¿Qué pasa contigo?

– Acabo de llegar aquí. Salí de la casa de Dolan hace apenas unos cuantos minutos y no me pareció que valiera la pena ir allá únicamente por menos de una hora. ¿Se te perdió el tipo que andabas siguiendo o qué? Me figuré que te tomaría más tiempo.

– Te lo contaré cuando te vea. Escucha, me siento de humor para un largo paseo. ¿Se opondría eso con cualquiera de tus planes?

– No tengo ningunos planes que se opongan. ¿Cómo nos encontramos? ¿Debo ir allá mientras trabajas?

– Un cuerno, no. Yo tengo el coche. Me tomará una media hora poco más o menos el informe. Te recogeré entre las cuatro y media y las cinco.

– Bien. Estaré fuera.

– Magnífico. Nos veremos.

Bajé a la media y unos cuantos minutos después el Buick gris llegó y se paró en doble fila para que yo subiera.

– ¿Qué sucedió, tío Am? – le pregunté.

– Algo asqueroso muchacho. Me apetecería tomar una copa mientras platicamos. ¿Qué te parece el bar Tom, Dick & Harry? – me pareció estupendo, pues es nuestro favorito. Lugar tranquilo, sin sinfonola, televisión, ni ruidos aparte de murmullos de conversación.

Estacionamos el coche y entramos. A las cinco había lugar en donde escoger, tomamos nuestro preferido. Pedimos copas.

– ¿No lo perdiste? – comenté -. Si eso fuera, no estarías así.

– No lo perdí – contestó moviendo la cabeza -, pero está perdido. Ya lo conocía; tú también lo viste una o dos veces. Nunca supe su nombre completo, lo llamábamos Pritch, y a veces Little Joe. Joseph Pritchard no me dijo nada cuando lo oí por teléfono. Y no sabía que era cajero de banco, así que la descripción no me informó.

– Creo que lo recuerdo. ¿Solía tomar parte en alguno de los juegos de póquer en la trastienda de Rabinov?

– Sí. Partidas pequeñas. Nunca grandes. La clase de juego en el que se pierden o ganan diez o doce dólares en una noche. Y sabía que apostaba en las carreras: había un corredor que iba a recoger allí las apuestas. Pritch jugaba por diversión; uno o dos dólares promedio. Como yo juego. Pero esta tarde… – Se interrumpió cuando llegaron las copas -. Esta tarde perdió algo así como entre mil y mil quinientos. En apuestas de quinientos dólares en cada golpe. Y tuve que proceder, ¡maldito sea todo! De vez en cuando odio este trabajito, y ésta es una de las veces.

– ¿Proceder, cómo? Oh, informarle todo a la Phoenix Indemnity. Mira, tío Am, ¿por qué no lo tomamos desde arriba y te lo quitas de la cabeza? No cumpliste más que con tu tarea.

– Seguro, no obstante, en ocasiones eso duele. Un ejecutor público hace su trabajo cuando abre la trampa, mas le resulta algo terrible cuando conoce al individuo que está ejecutando. Aunque sepa que el hombre es culpable.

– Desde arriba – repetí.

– Muy bien. Me situé bien; como a la una salió de la casa, lo reconocí de inmediato, y subió a un Pontiac viejo estacionado junto a la acera. Sabía que me conocía de vista, aunque no supiera que era un detective, y lo seguí a cierta distancia.

»A la primera vuelta que dio me demostró que no iba en dirección del Parque Arlington; se dirigió hacia el Sur, en Clark, luego al Oeste, por División; poco después de Halsted diminuyó la velocidad, y consideré que andaba buscando un sitio para estacionarse. Halló uno y lo pasé cuando se encontraba ocupado retrocediendo; no me vio, pues.

»Tuve que avanzar otra media cuadra para hallar lugar para mí, y cuando me bajé del coche y miré para atrás, no logré verlo y creí que lo había perdido. Regresé lentamente, y cuando me encontraba enfrente de su coche, salió de una droguería quitando la cubierta a un puro y se alejó.

»Conservé esa distancia otros cincuenta metros, hasta la mitad de la siguiente cuadra y entró en una puerta al nivel de la acera. Cuando llegué allí me encontré con que era la entrada a algunos apartamentos en el segundo piso de una ferretería. Había cuatro buzones. Los nombres en tarjetas no me decían nada.

»Tenía que adivinar en qué dirección se iría cuando saliera, y calculé que las probabilidades eran de que regresara a su coche, así que me fui a dos puertas de la ferretería y comencé a ver los aparadores, vigilando de reojo la puerta. En los siguientes quince minutos entraron cinco hombres, y ninguno salió. Por la apariencia de los individuos empecé a tener el pálpito de que algo se efectuaba arriba, en uno de aquellos apartamentos. No iba a saber nada quedándome afuera. Por tanto…»

– Pero – lo interrumpí -, subiendo y mostrándote ya no podrías seguirlo después.

– Eso no era tan importante como saber lo que estaba haciendo allí. De todos modos, me acerqué un poco y comencé a estudiar a las personas que venían en ambos sentidos. Si veía a alguna que conociera, dirigiéndose a la entrada y podía detenerla antes de que entrar, lo conseguiría.

– Quince minutos y otros cinco tipos, y luego acerté. Gus Mowson. No sé si lo conoces; anda siempre en una u otra de las timbas en las que he jugado. Lo saludé con cordialidad y le expliqué que alguien me había informado que había alguna acción exacta y, si él la sabía…

»Por supuesto que sí sabía, el «despacho de carreras»; él iba para allá, y me llevaría, lo cual hizo.

»Tú conoces el escenario; has visto oficinas de carreras de caballos. Ésa era como cualquiera otra, aunque un poco más elegante que la mayoría que hubiera visto. Todavía no se juntaba mucha gente; unos cuantos más, además de los que había visto entrar. Era temprano; Arlington todavía no entraba. Era una hora más tarde en el Este, y una pista de Nueva York y otra en Florida estaban operando. Tenían línea telegráfica abierta y anunciaban los resultados en un pizarrón, para cada uno de los hipódromos.

»El cuarto, que fuera la cocina del apartamento, contaba con un pequeño mostrador; a él me encaminé y me encontré con Pritch estudiando un esqueleto de carreras y tomándose una copa. Nos saludamos, pedí una copa, y mientras el cantinero me la preparaba, le pregunté si había otros esqueletos; me contestó que en el cuarto del frente; allá fui a tomar uno, regresé a disfrutar mi bebida y me puse a estudiar las carreras a un lado de Pritch. Para terminar…

– ¿Cómo te fue? – le pregunté -. Personalmente, digo.

– Perdí cincuenta. Pondré la mitad en la cuenta de gastos; eso es lo que hubiese podido haber perdido.

Hice seña a la mesera y ordené repeticiones. Cuando se retiró, pedí a mi tío que continuara.

– Así que Pritch estaba jugando grandes cantidades, ¡maldita sea! Realmente cantidades fuertes para un cajero de banco que probablemente gana menos de doscientos a la semana. Nunca lo vi hacer una apuesta de menos de cincuenta, y la mayoría de ellas fluctuaban entre cien y quinientos; ésta fue la mayor que lo vi hacer.

El tío Am golpeó la mesa, suavemente, con el puño.

– Está enganchado, ¡por Dios, está enganchado! No era su dinero el que estaba jugando; no podía haber sido. Está desfalcado quién sabe por cuanto, y se clava más para recuperarse. No pude seguir bien las cantidades, pero perdió por lo menos mil dólares. Tal vez el doble de eso.

– Entonces, ¿qué sucedió?

– Supongo que se quedó sin un céntimo. Sea como fuere, salió repentinamente. Nada más dijo: «Esto ya es bastante para mí, Am», y se marchó. Yo me quedé lo bastante como para que no pareciera que me iba porque él se había retirado. Hablé a la Phoenix Indemnity desde la droguería, e informé a Cogswell sobre el asunto. Regresé a la oficina pensando que tú hubieras podido terminar temprano en casa de los Dolan, e irte para allá. No fue así y aquí estamos.

– Se oye como que hiciste un magnífico trabajo.

– Sí, y me endilgaron una multa mientras me encontraba arriba. Era un medidor de una hora y estuve arriba como dos. ¿Tienes algo qué hacer en la mañana?

– Nada. Si quieres iré a pagar para que podamos saber lo que le cargaremos a Phoenix.

– Lo haré yo. Abriré la oficina, te dejaré y me seguiré en le coche.

– ¿Comiste algo, tío Am?

– Nada más algo de las raciones de emergencia.

Éstas eran las que guardábamos en el compartimento de los guantes, para algo imprevisto. Comida concentrada; paquetes de nueces y pasas, chocolates y otros dulces. Cuando se va siguiendo a alguien, a veces pasan horas sin oportunidad de beber ni de comer nada, y no hay para qué padecer más de lo necesario. Cuando se ha tenido algo de experiencia, se piensa en posibles emergencias.

– Tendrás hambre probablemente – añadí -. ¿Por qué no pedimos un par de emparedados de bistec ya que estamos aquí? – Tom, Dick and Harry no es un restaurante completo, sin embargo, sus emparedados sonde los mejores.

Estuvo de acuerdo y pedimos, además, otra copa, en tanto aguardábamos.

– Ed – me explicó el tío Am -, hay una maldita línea muy delgada entre que le guste a uno jugar y convertirse en jugador obligatorio, empedernido. Si alguna vez llego a cruzar esa línea, prométeme que me darás un balazo.

– Seguro – respondí.

– Hablo en serio, muchacho. El juego es casi tan malo como los narcóticos y peor que el alcoholismo. Aunque no es exactamente como ninguna de estas cosas: resulta menos un deseo que una coacción. Y tiene todavía menos sentido que cualquiera de las otras, porque no tiene ningún significado. Un drogadicto por lo menos recibe placer físico de lo que hace, sin importarle cómo se sienta después.

»Espera un momento. Estoy pensando esto. Quizá el paralelo sea más exacto de lo que creía. Mira, Ed, un jugador empedernido no juega para ganar. No le importa un pito, si gana o pierde, excepto por lo que toca a que, ganando, puede seguir jugando. Juega puramente por la excitación de jugar, y nunca para detenerse cuando gana. No es el dinero sino la excitación de seguir jugando. Puede suspender temporalmente, si está ganando, cuando se termina la carrera o el juego; pero ese dinero no es para gastarse sino para arriesgarlo de nuevo en la siguiente oportunidad. Y si obtuvo una ganancia fuerte buscará apuestas mayores, o las doblará, hasta que pierde.

– Como la ruleta rusa, sólo que el tipo sigue apretando el disparador hasta llegar al cartucho.

– Y gana. Exactamente. Nadie juega a la ruleta rusa a menos que desee morir, y no tiene los riñones para matarse sin recurrir al juego.

– Una cosa acerca de la ruleta rusa – proseguí – es que cuando se llega al cartucho no tiene uno tiempo de darse cuenta.

– ¿La recomiendas, pues, como aventura o sólo pasatiempo?

Llegaron los bisteques y eso me salvó de tener que contestarle. El tío Am abalanzó con mucha hambre y yo supuse que se había olvidado de Joseph Pritchard; a la mitad de su acometida se detuvo y murmuró:

– Maldita sea, Ed. En cierto modo espero que esa auditoría muestre un desfalco.

No comprendí su punto de vista y se lo pregunté.

– Si ha estado robando recibirá el castigo que merece. Pero ¿qué si es honrado, si ha estado jugando su propio dinero y apostaba fuerte porque ha tenido una racha de suerte? Digamos que la última vez que estuvo allí acertó a cinco ganadores y salió con un par de miles de dólares. Entonces, lo que hizo hoy, se ajustaría al dechado de jugador empedernido.

– Y ¿qué, tío Am? A ti te contrataron para averiguar si estaba jugando fuerte. Tú lo averiguaste. Lo que la Phoenix Indemnity haga con tus informes no te incumbe a ti.

– No, pero si le cancelan la fianza, perderá su trabajo.

– Seguro, pero tú tienes que ver ese punto de vista. No pueden tomar el riesgo de dar fianza por ningún individuo que sea jugador en fuerte, empedernido o no. Y Pritchard sabe eso. Aunque haya estado jugando con su propio dinero, sabe que también ha estado jugando con su empleo.

– Sí, ¡maldita sea! Desearía haber sabido, cuando la Phoenix me ofreció el trabajito, que se trataba de alguien a quien yo conocía. Lo pude haber rechazado no por razones morales, sino por la razón válida de que es arriesgado vigilar a un conocido.

– Así que Harry Cogswell hubiera llamado a Starlock y la misma cosa hubiese ocurrido ¿no?

El tío Am no contestó; regresó a su emparedado.

Cuando vi que terminó le propuse.

– Bueno, ahora una última copa y el gran paseo.

– Ya no me siento tan deseoso de dar ninguna vuelta. Ed – murmuró tras pensarlo un momento -. ¿Por qué no regresamos a casa y jugamos una partidita de gin rummy? Podemos comprarnos una botella, de pasada, y echarnos nuestros tragos mientras jugamos.

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