El hombre que abrió la puerta no parecía acomodarse a mi idea de cómo sería Vincent Dolan. Era grandote, aunque demasiado joven para el papel; como de mi edad. Lo cual, sin embargo, no significaba que no pudiera ser el padre de un muchacho de ocho años de edad, aunque hubiera tenido que empezar muy pronto para hacerlo. No parecía ser el padre de nadie. Tenía más bien aspecto de Hollywood. Demasiado bien parecido, si bien en forma tosca.
– ¿Sí? – se dirigió a mí, sin cordialidad ni animosidad. Antes de que pudiera comenzar a contestar su pregunta general, bajó los ojos y vio al muchacho -. ¡Mike! – exclamó -. ¿Qué de…? Se supone que ya estés metido en la cama, y no lo estás.
Ya había yo decidido, para entonces, que no era Vincent Dolan, así que lo interrumpí.
– ¿Está aquí el señor Dolan? – Y luego, percatándome de que no sabía cuántos Dolan habría -; ¿El señor Vincent Dolan?
Retrocedió un paso. Quizá no lo hubiera hecho, por lo menos con tanta facilidad, si no hubiera llevado a Mike conmigo.
– Sí – repuso – sí, está aquí.
Y el señor Dolan lo demostró saliendo por una puerta al vestibulillo. Era un pequeño irlandés, enjuto, acaso de cincuenta. Ahora a él le tocó sorprenderse por la presencia de Mike.
– ¡Mike, hijo! ¿Qué sucedió? ¿En dónde andabas?
Y antes de que nadie pudiera contestar a nadie, la situación se complicó más por la aparición de un ángel en la parte superior de la escalera a la que conducía el vestíbulo. Un hermoso ángel irlandés, de cabello como ala de cuervo, aproximadamente de veinte años, y nada enjuto, que exclamó:
– ¡Mike! ¿Cómo es posible…?
Decidí que alguien debía dirigir aquello, y lo hice.
– Señor Dolan, Mike está perfectamente bien, y todo se puede explicar. Tiene algo que decirle que supongo usted debiera oír a solas. Puede no ser nada de importancia o puede ser algo muy privado y personal.
– Papá – empezó Mike -, me atrapó bien cuando yo…
– Un momento, Mike. Sólo tu padre debe saber esto primero. Luego él decidirá si otra gente haya de saberlo.
– Entren aquí – manifestó Dolan, aprobando con la cabeza. Entró y Mike y yo seguimos. Cerré la hoja; parecía bastante gruesa, a prueba de sonidos, a menos de que alguna persona comenzara a vociferar.
El cuarto era algo entre un privado y un estudio, con ciertos detalles de biblioteca: toda una pared se hallaba cubierta con libros. Los muebles y los cortinajes, obviamente, no procedían de ninguna venta barata de sótano. Recordé el vestibulillo con su estupendo alfombrado, y la graciosa curva de las escaleras, en el extremo posterior. Y por aquello y este cuarto, comprendí por qué Dolan vivía en la calle Hurón. Deseaba vivir en un edificio que pareciera como de diez centavos en el exterior y un millón de dólares en cuanto se trasponía a la puerta de entrada.
Me agradó la idea.
Nos sentamos. Mike parecía intranquilo, aunque no temeroso. Dolan fruncía el entrecejo con sorpresa, no con enojo.
– Muy bien, Mike – lo instó.
– Permítame presentarme primero, señor Dolan – lo interrumpí -, luego Mike puede hablar a su vez. Me llamo Ed Hunter y soy detective privado, pero no estoy trabajando en ningún caso. Estoy aquí porque Mike supo en el barrio (vivo a una cuadra de aquí) que soy detective, y fue a verme, más bien a mi cuarto, por esa razón. Muy bien, Mike, puedes continuar.
Mike tragó saliva y luego continuó. Y contó todo, o, por lo menos, exactamente lo mismo que media hora antes en mi cuarto. Excepto que yo le tuve que sacar unos detalles y ahora los explicó de corrido. Dolan no lo interrumpió ni una vez, y hasta cuando Mike había concluido, aguardó medio minuto y luego preguntó con suavidad:
– ¿Es eso todo, Mike, todo? – Mike asintió con la cabeza.
Dolan aguardó otro medio minuto.
– Mike, sé que no estás mintiendo, sin embargo, simplemente no pudo haber sucedido. Que lo creas así o no, debes haberlo soñado. Créeme. Ahora otro punto, el importante. El ir a robar una pistola para protegerme o lo que fuera, es una cosa grave, Mike, y una cosa mala. Además de ser mala, ni siquiera era inteligente.
La única respuesta fue un ligero resuello.
– Va a ser preciso que tengamos una conversación acerca de eso, una larga conversación. Ya es muy tarde para una conversación esta noche, así que eso lo haremos mañana. Ahora debes irte a la cama, ¿comprendes?
Mike asintió de nuevo. Se levantó y yo empezaba a hacerlo; Dolan nos detuvo a los dos.
– Un minuto, señor Hunter. ¿Pudiera usted quedarse siquiera el tiempo suficiente de beber una copa? Hay algo que desearía tratar con usted.
– ¡Seguro! – repuse. ¿Qué podía perder?
Se inclinó a un lado y oprimió un botón en alguna parte. Luego se volvió a Mike tendiéndole una mano.
– ¿Convenimos en ello con un apretón? Hasta mañana entonces – se estrecharon las manos con solemnidad.
La puerta se abrió y un mocito filipino entró.
– Un par de copas Robert. Lo que el señor desee; ya sabe lo que yo bebo.
– Whisky y soda estará bien – murmuré.
– Un momento, Robert. Antes de que empiece a preparar las copas, vea si puede hallar a Ángela y le ruega que venga.
Robert inició una reverencia y desapareció, para ser reemplazado muy pronto por el ángel a quien ahora conocía por el nombre de Ángela.
– Encanto – le dijo Dolan (y eso también encajaba bien) – ¿me haces favor de llevar a Mike arriba y ver que se meta a la maca? ¿y que se quede allí esta vez?
– Por supuesto, papá. Primero, ¿pudiera preguntar de qué se trata? ¿O continúa siendo un secreto?
– Ya te lo contaré más tarde. ¡Oh!, ustedes dos no se conocen. Ed Hunter, mi hija Ángela.
Me tendió la mano y yo se la estreché con desgano, casi tanto como el mostrado por Mike con su monedero.
Robert llegó y se fue silenciosamente, dejándonos con las copas. Dolan puso a un lado la suya, se levantó y caminó de arriba abajo con desasosiego.
– Odio las coincidencias – empezó -. Supongo que acontecen pero son difíciles de aceptar. Veamos si podemos pensar de tal manera que ésta no sea una.
– ¿Cuál que no sea una?
– Esta tarde me presenté en la oficina de un detective y contraté a un hombre llamado Ambrose Hunter para que siguiera a mi esposa por dondequiera que fuese, durante algún tiempo. Esta noche, su sobrino, Ed Hunter, me regresa a mi hijo que fue atrapado tratando de robar una pistola. Tengo que creer en su palabra si creo en la de Mike de que él… bueno… lo sacó de un sombrero.
– ¡Caray! – exclamé – acaso encuentre lo que sigue más difícil de creer; sin embargo, no sabía sino hasta este mismo instante en qué estaba trabajando mi tío. No fue a la oficina esta tarde. Me telefoneó que había aceptado una tarea para esta noche. Y me confió que se trataba de seguir a una persona; nada de nombres.
– Se me figura que sí puedo creer eso. ¿Qué hubiese importado, en relación con lo que aconteció esta noche, si hubiera usted sabido o no lo que su tío andaba haciendo?
– Así lo pienso yo también. A menos que usted quiera creer que secuestré a Mike y él y yo conspiramos para contar este cuento chino. O algo semejante.
»En realidad, concediendo que Mike hubiese sentido un deseo repentino por una pistola, y concediendo que decidiera robársela a un detective, no hay ningún misterio respecto a por qué nos escogió a nosotros o a mí. Simple geografía. Un detective privado busca no anunciar su profesión en su propio barrio, pero corre el rumor. Mi tío Am y yo hemos tenido habitaciones en casa de la señora Brady desde hace varios años. Probablemente la mayoría de los vecinos, y los chicuelos, saben quiénes somos y qué hacemos. Es casi seguro que somos los únicos detectives o policías que viven tan cerca de aquí.
»Ahora bien, vamos a tomarlo por el otro extremo. ¿Cómo sucedió que usted escogiera a Hunter & Hunter? ¿Por casualidad, o de una lista de teléfonos?
– Bueno, sí, de una lista de teléfonos, pero no por casualidad. También en esto entra la geografía, supongo. Me decidí de pronto cuando me encontraba en un bar en State Street cerca de Grand, tomé un directorio y busqué en las páginas comerciales. La dirección de su oficina estaba a pocos pasos de distancia, así que caminé.
– Ésa, es, pues, la única coincidencia: el hecho de que vivamos cerca de usted y que, al hojear las páginas, estuvo a poca distancia del sitio en donde trabajamos.
– ¡Claro! – exclamó iluminándosele el rostro -. El mundo es pequeño. – Sentóse de nuevo y tomó su copa -. ¿Supongo que usted hará parte del trabajo si seguimos con esto?
– Sí, en caso de que siguiéramos con él. Sin embargo, creo que deberíamos renunciar al trabajo de este caso.
Levantó las cejas como interrogándome.
– El mundo es pequeño, demasiado. Como ejemplo: supongamos que yo anduviera siguiendo a la señora Dolan y ella recogiera a Mike en algún sitio. Me reconocería. Es probable que también conozca a mi tío, de vista. Ahora, su hija Ángela es lo bastante curiosa como para interrogar a Mike, y posiblemente lo es, ya sabe que soy un detective. Y sabiendo lo de la escapatoria de Mike esta noche, probablemente usted decida, además, contarlo a su esposa.
Asintió lentamente con un movimiento de cabeza.
– Me figuro que tiene usted razón. ¿Y solamente son ustedes?
– Si y no. Tenemos un arreglo con Ben Starlock; tiene una gran agencia y solíamos trabajar con él antes de establecernos. Cuando tenemos más de lo que podemos manejar, o alguna tarea de la que no seamos capaces, conseguimos operadores con él.
– Me parece que me gusta eso. Me agrada mucho su tío y confío en él. Creo que preferiría que él manejara todo el trabajo aunque ninguno de los dos trabajara abiertamente. Hablaré con él.
– ¿Debo decirle que le telefonee? ¿Es privado este teléfono?
– Éste sí lo es; no el general con extensiones en toda la casa. Éste no aparece en el directorio, pero él tiene el número. Sí, dígale que me llame mañana por la mañana, después de las diez.
– ¿No le iba a llamar a usted esta noche?
– No, a menos que hubiera algo extraordinario. Todavía lo hará, si es que hay. – Sonrióse con un graznido -. Imagino que esta noche todo lo extraordinario está sucediendo en nuestro lado, no en el suyo. Bueno, voy a dar a Mike la oportunidad de que duerma; nada de conferencias o interrogatorios. Tal vez para mañana no sólo se dé cuenta de cuán tonto es lo que pensaba, sino de cuán errónea y tontamente obraba en lo que pensaba hacer. ¿Otra copa?
Le contesté que mejor me retiraba; Dolan oprimió el botón, e hizo que Robert me acompañara para salir.
Tenía de regreso en nuestro cuarto menos de un cuarto de hora, cuanto sonó el teléfono que habíamos puesto para no tener que correr escaleras abajo cada vez que repicaba el del vestíbulo.
El tío Am, por supuesto, ¡ya era tiempo! Descolgué y solté mi frasecita:
– ¿Quién puso la serpiente coralillo en la crema del pastel amarillo de la señora Murphy?
Una voz femenina exclamó sobresaltada:
– ¿Qué?
– Lo siento – murmuré -. Pensé que era una llamada que estaba aguardando. Habla Ed Hunter.
– Yo soy Ángela Dolan, señor Hunter. Nos encontramos apenas hace media hora. Espero que no lo habré molestado.
– En absoluto, señorita Dolan. Estaba aburrido y yo no lo estoy.
– Mike me confió la cosa… terrible que hizo esta noche, y me siento perturbada por ello. Me pregunto si pudiéramos… encontrarnos en alguna parte para tomar una copa y hablar del asunto. O ¿es demasiado tarde?
Eran como las diez. Titubee. Aparentemente Dolan no sabía que su hija me estaba llamando, o simplemente me hubiese rogado que regresara a tomar otra copa en lugar de encontrarme con ella. Y Dolan era, técnicamente, nuestro cliente; ¿había razón alguna para que yo me citara con su hija a espaldas suyas, aun cuando lo que deseaba conversar conmigo no tuviese nada que ver con el trabajo que estábamos haciendo para él? Decidí que sí tenía derecho a hacerlo, lo cual me tomó medio segundo. Le contesté que estaría encantado, ¿debería ir a recogerla? Me contestó que sí, pero que no tocara el timbre. Saldría a la puerta a las diez y cuarenta.
Colgué, y el teléfono tintineo otra vez casi antes lo acabara de soltar. Lo levanté y contesté en esta vez:
– Habla Ed Hunter. – Ahora sí era realmente el tío Am.
– ¡Hola, muchacho! – E inmediatamente -. ¿Quién puso el aceite de croto en el plato de sopa roto de la señora Murphy?
– No está malo, ¡no! – comenté -. ¿Quién puso la mosca hispana en el pastel de manzana de la señora Murphy?
– Creo que el tuyo es superior al mío, Ed. Escúchame. Creo que llegaré a casa muy pronto. Estamos en el Loop, y mi sujeto se ocupa del indigno pasatiempo de tomar café… y con otra dama. Estoy en una cabina telefónica a cuyo través puedo observarlas. Creo que terminarán pronto, y parece que regresaré a casa pronto. Pensé avisarte por si te sentías con ganas de esperarme para una cerveza.
– Gracias – contesté -; pero tengo una oferta mejor. Estoy disponiéndome a salir.
– Bueno. ¿Ha ocurrido algo excitante?
– Nada que pudiera contarte en menos de una hora completa, así que mucho me temo que no lo pueda hacer ahora.
– De acuerdo. Pórtate bien.
Comencé a portarme bien cambiándome de camisa y poniéndome mi mejor corbata.
Pero quizá sería mejor que les explicara el juego de la señora Murphy, que el tío Am y yo habíamos estado practicando durante las dos últimas semanas. Uno de los placeres más sencillos de los pobres es el de pensar versitos de la señora Murphy, con rima y estrambote. «¿Quién puso la benzedrina en la ovaltina de la señora Murphy?»
Empleábamos eso a manera de saludo. Cada uno de nosotros debía presentar el mejor verso sobre la señora Murphy, que hubiera podido pensar, y el otro trataba de mejorarlo. Por lo regular conveníamos en cuál era el mejor; si no nos poníamos de acuerdo lo calificábamos de empate. Haber ganado ahora con»¿Quién puso la mosca hispana en el pastel de manzana de la señora Murphy?» me colocaba; por el momento, con dos de ventaja sobre el tío Am, pero también, a veces él me había llevado esa ventaja.
Mi mejor hasta la fecha era el macabro: «¿Quién puso la cabeza degollada en la cama ya arreglada de la señora Murphy?» y el del tío Am era el ridículo: «¿Quién puso el jabón propio en el periscopio de la señora Murphy?»
Salí en cuanto terminé de cambiarme porque tenía que caminar dos cuadras para sacar el coche del garaje. No habíamos especificado si esperaba que la recogiera en coche o a pie, pero era una noche tibia y hermosa, y quizá la pudiera convencer de que diéramos una vuelta por el lago.
Me acerqué al encintado del frente de la disfrazada mansión del señor Dolan, precisamente a las diez y cuarenta.
Al estar bajando del coche para ir al otro lado a abrir la portezuela de junto a la acera, otro coche – un Chevie convertible me parece que era – se detuvo detrás de nuestro Buick. Una bella mujer, que parecía tener alrededor de treinta años, descendió y se despidió con un ademán de otra mujer que permaneció tras el volante.
– Buenas noches, querida, gracias por haberme traído a casa. – Y se dirigió a la puerta de los Dolan precisamente en el momento en que Ángela salía.
Antes de que el convertible hubiese retrocedido un poco para poder librar mi coche, un auto de alquiler pasó siguiendo la misma dirección. No pude divisar hacia dentro de él, y el tío Am no sacó la cabeza por la ventanilla, pero no necesité verlo par saber lo que estaba sucediendo. La señora Dolan, con su amiga, llegaba a la casa, seguida por el tío Am, en el momento preciso en que Ángela Dolan salía por la puerta y bajaba los escalones para reunirse conmigo.
El auto continuó su camino, por supuesto. El tío Am había seguido a su presa hasta el fin, y ahora se encontraba libre. Yo traté de no pensar en lo que estaría pensando de mí en estos instantes. Imposible que no me reconociera, lo mismo que a nuestro automóvil Buick.
Para mi sorpresa, la señora Dolan y Ángela se saludaron con bastante indiferencia, y Ángela se acercó al coche y subió, en tanto que la señora Dolan abría la puerta de entrada y desaparecía sin siquiera lanzar una ojeada curiosa por encima del hombro. Con la misma indiferencia con que se cruzarían la una a la otra al entrar y salir una docena de veces al día. Probablemente lo harían.
El tío Am era el único de nosotros que tal vez estuviera asombrado verdaderamente.