Dolan, cuando llegó, me sorprendió un poco al no llevarme inmediatamente a su estudio. Tomó el vaso de su esposa y el mío, sin pedir permiso a ninguno de los dos, y preparó otras copas además de la suya. Sentóse junto a ella en el sofá, y la señora retomó el hilo:
– Vincent, estaba contando precisamente a Ed acerca de lo que en aquella vez hizo Mike… – Y casi durante una hora, hablando ella todo el tiempo, y Dolan interpelando alguna observación ocasional, no tuve que abrir la boca más que para tomar algún pequeño trago de mi jaibol. Ningún dato nuevo. Sin embargo, tuve la sensación de haber conocido a Mike desde que nació, hasta la noche anterior.
Dolan la interrumpió de pronto, tras consultar su reloj. Mike regresaría de la escuela en cualquier momento, explicó, y prefería que no supiera que yo estaba aquí; si me encontraba, pensaría que no se había creído su versión y continuábamos investigándola. Hasta que decidiera cómo habían de manejarse las cosas con Mike y hubiera sostenido la conversación con él, no quería que Mike imaginara eso.
Así que él y yo nos excusamos, nos dirigimos a su estudio y cerró la puerta. No le echó llave, explicando que nadie, ni siquiera un miembro de su familia, cruzaba la puerta sin llamar. Nos pusimos cómodos; me ofreció llamar a Robert para que me trajera otra copa; no la acepté, lo que me pareció que le agradaba y tampoco ordenó una para él.
– Bueno, Ed – principió -, entendí por nuestra charla por teléfono, de está mañana, que todavía tiene algunas preguntas que desearía hacerme. ¿Quiere proceder? ¿O prefiere que yo lo ponga la tango?
– Continúe usted – repuse -; lo que tenga que decirme puede contestar algunas preguntas, o hasta todas, antes de presentarlas.
– Muy bien. Primero, en el caso de que usted se pregunte lo que Sylvia piense que estamos hablando en privado, no sé trata de Mike. Si yo intentara hablar más con usted acerca del muchacho, y no enfrente de ella, nos echaría a perder nuestra pequeña conspiración para tranquilizarla y evitarle preocupaciones. Usted debe haber hecho un magnífico trabajito, supuesto que ella ni siquiera mencionó lo de anoche después de que yo llegué.
– Así es – aprobé -, pero, ¿de qué estamos hablando? Probablemente su esposa nunca vuelva a estar en comunicación conmigo, pero si lo estuviera, yo debo saber.
– Otro caso o casos que se supone le estoy consultando. Cuando Sylvia y yo hablamos esta mañana, después de que cada uno conversó con usted por teléfono, me informó que le había ofrecido pagarle por su tiempo al venir, y también me sugirió que le diera una especie de gratificación por lo de anoche.
»Le contesté que se olvidara de eso, que yo me ocuparía de todo. Que usted probablemente no aceptaría ninguna recompensa, y que yo lo resarciría dándole más negocios a su agencia. Le expliqué que de vez en cuando sospechábamos de alguno de los corredores que se embolsaran apuestas o fueran morosos, y utilizábamos entonces a determinados detectives privados para que investigaran. Por supuesto, eso no es verdad. Tenemos nuestros propios métodos para comprobar esos casos; sin embargo, no lo sabe, y se figura que le estoy dando en este momento algún trabajito.
Asentí con la cabeza y Dolan continuó:
– Ahora, volvamos a Mike. He estado pensando en ello desde anoche, y me siento más preocupado que antes. Tanto, que he decidido que no soy competente para encargarme del caso. Tomé la decisión de llevarlo con un sicólogo de niños.
»Así, en lugar de sostener una larga conversación con él, antes del desayuno esta mañana, como lo había planeado, me limité a una cortísima. Y me desvié un poco; ni siquiera mencioné lo de la pistola. Pretendí preocuparme más por si realmente había escuchado la conversación o la había soñado. Le indiqué que me gustaría le contara su historia a un experto en tales cosas. Me figuré que sería más efectivo hablar libremente con uno, si lo dejaba suponer que ése era el punto en cuestión.
– Creo que usted mismo es un sicólogo, señor Dolan.
– He leído bastante acerca de ello. Pero no sobre sicología infantil; y los actos de Mike, de anoche, me han dejado confuso. Sea como fuere, después del desayuno traje a Ángela y le pedí que utilizara mi teléfono para buscarme al mejor sicólogo de niños, de Chicago. Está siguiendo algunos cursos en la Universidad de Chicago, y pensé que podría conseguirme lo que buscaba por medio de alguna relación. Hizo algunas llamadas y obtuvo el nombre que yo deseaba.
»Un doctor Walter Werther. Es de renombre mundial. Reconocí el nombre desde luego; no sabía que viviera en Chicago, así que por eso no pensé buscarlo en el directorio telefónico. Le pedí a Ángela que saliera y lo llamé, teniendo la suerte de comunicarme en cuanto llegó allí, antes de su primer paciente, por lo que no tuve que discutir con una secretaria para hablar con él personalmente.
»Y todavía una suerte mejor, en cierto sentido: reconoció mi nombre – lanzó un graznido a modo de sonrisa -. Pudiera ser un aficionado a las carreras o un reformador que estudiara las condiciones que aquí prevalecen con la mira de acabar con ese negocio. No importa qué, puesto que hablé con él.
»Le expliqué bastante como para despertar un poco su curiosidad, y después le aseguré que el precio no era ningún inconveniente si podía veme o escucharme durante media hora el día de hoy, y hablar con Mike mañana. Lo arreglamos, pues aunque no tenía un momento libre hoy, convinimos en una cita para el almuerzo. Verá a Mike mañana a las ocho y media, antes de su hora de consulta.
– ¿Los dos van a hablar con él? – inquirí.
Encogióse de hombros.
– Él lo decidirá. Me dijo que empezaría reuniéndose con Mike y conmigo, aunque luego me diera algún encargo para conversar solo con Mike. Y que si considera que Mike necesita atención continua, me lo avisará y arreglaremos las cosas después de que hable con Mike. – Se interrumpió, contemplándome, prosiguió -: Así están las cosas. Ahora, Ed, ¿qué deseaba preguntarme? ¿Sabe usted algo que yo no sepa?
– No, no sé. Sólo me he estado preguntando. Todos, empezando con usted cuando traje a Mike anoche, a la casa, suponen simplemente que soñó la conversación o que dio libertad a la imaginación. Pero, ¿Ha considerado la posibilidad de que haya escuchado esa conversación? O, pongámoslo en esta forma, ¿algún fragmento de conversación que pudiera haber entendido o interpretado mal para pensar que se refería a su muerte?
– Sí – afirmando también con la cabeza -, sí la he considerado. No cuando hablaba con Mike anoche, pues mi pensamiento principal era tranquilizarlo, sino después. Ed, simplemente no hay ningún modo de que haya sucedido. No hubo ayer, en ningún momento, ningunos dos hombres en esta casa, aparte de mí… quienes pudieran haber…
– ¿No hubo dos hombres que pudieran?
Soltó una risita como ladrido.
– George Steck, a quien usted conoció anoche, estuvo aquí quizá desde las dos hasta las dos y media. Llámelo una posibilidad si lo desea. Las otras dos únicas posibilidades seríamos yo y Robert Sideco. ¿Y ha oído usted la voz de Robert?
– Unas cuantas palabras, en una ocasión.
– El tono agudísimo, más que las voces de cualesquiera mujeres. Con un acento que se puede cortar con machete. Es una voz tan característica, que Mike hubiese podido reconocerla con una sola frase.
– ¿La voz de George Steck? Lo único que pude oírle decir anoche fueron unas cuantas palabras. Y no me fijé en la entonación.
– Una voz como cualquiera – comentó Dolan -. Un poco más baja de tono que la de usted o la mía; no sé si Mike la reconocería o no. Pero la de Robert, sí. Si pudiese equivocarme con la voz de Robert, a cualquier distancia, lo pondrían en una escuela para niños retardados.
– ¿Y está usted seguro que nadie, ningún hombre, estaba en la casa con excepción de usted, de Steck y de Robert?
– Hablé con todos los sirvientes esta mañana, con los tres y por separado. Sí, Ed, pensé en la posibilidad de que hubiese pescado una conversación, como entre dos individuos mandaderos que hubieran traído un mueble nuevo, o un plomero y su ayudante, que vinieran a arreglar algo. Nones. Nadie, ni la familia ni los sirvientes, recibió visita alguna ayer en la tarde, ni hubo empleados de servicio de ninguna categoría. Nadie más que nosotros.
– ¿Nadie tiene llaves? Gente de fuera, quiero decir.
– Nadie. Ni siquiera George puede entrar. Ed, créame bajo mi palabra, he meditado en todo: Hasta en la posibilidad de que Mike oyera un trozo, en tono elevado momentáneamente, de alguna conversación en la radio o en la televisión. Hay varios aparatos, por supuesto. Ninguno suficientemente cerca del cuarto de Mike, excepto uno en el suyo, para que lograra oírlo. No crea que no he estado tratando de pensar en diversos ángulos, Ed. No hay siquiera una extensión de teléfono cerca del cuarto de Mike. Hay tres teléfonos en este piso, y uno en el tercero para uso de la servidumbre. Nada.
– Creo que le debo una excusa, señor Dolan – le indiqué meneando la cabeza -, por no haber apreciado la cantidad de reflexiones que se haya hecho acerca de este asunto.
– Si lo asaltan nuevas ideas, no titubee en traérmelas. Le llamaré mañana y le diré lo que el doctor Werther me dice después de que hable con Mike, si lo desea.
– Gracias, le iba a pedir que lo hiciera. Ah, otra pregunta. ¿Hizo que le repitiera literalmente lo que había oído… si fue una conversación corta, parte de ella, o si fue larga?
– Presenté el punto pero no recibí ninguna respuesta definitiva a la primera vez, y no insistí. Estará dispuesto a hablar con mayor libertad con el doctor si antes no se le ha hostigado mucho.
– Gracias, señor Dolan – poniéndome en pie -. Llámenos en cualquier momento si… Oh, no me explico nada de la opinión preliminar del doctor Werther basada en lo que usted le dijo. ¿Tomó el asunto en serio?
– Sí, Ed. Hasta el grado de sugerir que, si no queda convencido de que lo que le cuente Mike es la verdad (la verdad para Mike, por supuesto), o que se esté reservando algo, ensayará el hipnotismo. Si el muchacho se resiste a ser hipnotizado, llegará hasta interrogarlo bajo narcosis. Desde luego, si yo doy la autorización.
– ¿La dará usted?
– Consideraré el punto si él lo recomienda.
Dolan se puso también en pie y se dirigió a la puerta conmigo; entonces me indicó:
– Un momento, Ed. Permítame ver primero. Preferiría que Mike no lo viese aquí hoy.
Así que esperé hasta que llegó a la puerta, la abrió y salió. Un momento después me llamó por encima del hombro.
– No hay moros en la costa.
Me acompañó hasta la entrada y me despidió.