El gin rummy, a la manera como el tío Am y yo lo jugamos, a un dólar el punto, puede ser un juego muy enconado. Lo jugamos bastante durante los periodos de calma en la oficina, cuando ninguno tiene nada que hacer, y a veces en la casa para pasar la noche. A dólar el punto, no es inusitado que en una sola partida se ganen y pierdan mil dólares. Por supuesto, ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de apuestan tan elevadas, así que nada más llevamos la cuenta. Y cuando uno de los dos ha ganado al otro diez mil, cancelamos la deuda y comenzamos de nuevo, mas el perdedor tiene que pagar una cena para los dos en alguno de los mejores restaurantes de Chicago, y luego el teatro, si hay algo que valga la pena de verse, o un club nocturno con buena variedad. Es un buen sistema: una vez al mes, poco más o menos, nos proporciona una buena cena y una noche de diversión que, de otro modo, nos parecería que no podemos darnos el gusto de disfrutar.
El juego se estaba poniendo como si fuera a haber un largo intervalo para salir. Habíamos tenido el último dos meses antes, y desde entonces ninguno llegaba a los diez mil de ganancia. Yo había llegado a ganar al tío Am algo más de ocho mil; luego las cosas cambiaron de su lado y me ganó aquello y otros seis mil; pero mi suerte regresó y por el momento estábamos casi a mano.
El tío Am llegó con las copas y se sentó enfrente de mí, extendió la mano para cortar y ver quién daba, y la retiró.
– Ed, ¿cómo van las cuentas?
– Me vas ganando ochenta y dos dólares – le contesté.
– Eso nos pone casi al parejo. ¿Por qué no jugamos a diez dólares el punto el resto de esta serie? De otro modo se nos olvidará qué es una noche de diversión, tal como van las ganancias.
– Eso es ya de jugador empedernido, tío Am. ¿Te doy ahora el balazo o después?
Soltó una especie de estornudo grosero, y el teléfono repicó. Yo estaba más cerca y lo contesté.
– Habla Ed Hunter.
– Señor Hunter, soy Mike Dolan. Deseo darle las gracias por lo que hizo por mí anoche y por traerme a casa en lugar de llamar a la policía. Y quiero pedirle excusa por haberme metido en su cuarto.
– Está bien, Mike – respondí -. Acepto tus excusas y las gracias también, aunque no eran necesarias. Me limité a hacer lo que consideraba era lo mejor. Gracias por haberme llamado, Mike.
– Adiós, señor Hunter.
– Espera, Mike. En cualquier momento en que gustes visitarnos para conocer a mi tío, hazlo con toda libertad, ¿eh? Con tal de que recuerdes tocar. Adiós, Mike. – Y colgué sin esperar a que me contestar, porque sabía que necesitaría tiempo para pensar.
– ¿Quién de los otros Dolan te imaginas que el haya dado la idea de que te llamara? – inquirió el tío Am.
– ¿Por qué habría de importar eso? Creo que su madre.
– ¿Por qué?
– Ella es la que considera que el episodio está cerrado. Para Vincent Dolan todavía sigue abierto, hasta que haya llevado a Mike con el sicólogo; Ángela también lo cree porque fue la que averiguó lo del especialista. Pero supuesto que desea quitar importancia al incidente, por lo que respecta a su esposa, no le dice nada.
– Te me estás adelantando, Ed. Te he estado soltando mis propios infortunios y no te he preguntado nada acerca de los Dolan. ¿Qué hay de eso de un sicólogo? Esperemos que me lo cuentes antes de principiar a jugar.
Acerqué mi copa para darle un traguito y comencé a hablar. Condensé la conversación con Sylvia Dolan, por carecer de mucha importancia, excepto en lo relativo a que Mike era casi normal, hasta la aventura de la noche anterior, pero le detallé mi conversación con Vincent Dolan hasta donde la pude recordar. Cuanto terminé, asintió lentamente y murmuró.
– ¡Más y más curioso! – Extendió otra vez la mano para cortar, y luego la retiró -. Muchacho, sin bromas, ¿no crees que hace mucho tiempo que no salimos? Si las cosas siguen en esta forma tal vez no salgamos sino hasta el año próximo. ¿Por qué no subimos la apuesta en esta sola ocasión? Vamos haciendo una excepción.
– Nunca – me negué -. A dólar el punto ya es un juego muy enconado, no nos podemos permitir el lujo de diez. Te diré lo que haremos por esta única ocasión. Haremos las series por mil dólares, en lugar de diez mil. ¿De acuerdo?
El tío Am se me quedó mirando y se bajó un par de anteojos imaginarios para verme por encima de ellos.
– Muchacho, equivocaste tu vocación – me aseguró -. Debiste haber sido bautizado católico para que pudieras llegar a ser jesuita. Muy bien; cancelamos los ochenta y dos dólares que me debes, y empezamos de nuevo una partida hasta los mil dólares.
– Se echó para adelante y cortó un dos. Me empujó las cartas -. No te molestes en cortar, baraja y da. Necesito prepararme otra copa. ¿Quieres que te refresque la tuya?
Le contesté que no; mi vaso estaba a medias. Repartí cartas y jugamos tres juegos; me ganó los tres, aunque ninguno haya sido grande, y ya le debía quinientos cincuenta y cinco dólares. Después le gané doble el cuarto, y regresamos casi al principio, resultando obvio que ninguno iba a llegar a los mil en esa sesión, a menos de que jugáramos toda la noche.
El tío Am debe haberse sentido como yo, porque cuando repartí para el quinto juego me dijo:
– Un momento, Ed. Ninguno de los dos se está divirtiendo con esto. Tenemos demasiado en la cabeza. – Consultó el reloj -. Todavía no son las nueve. ¿Qué me dices de que siempre vayamos a dar el paseo? ¿Tienes ganas y te sientes bien?
Le contesté que sí; fuimos por el coche y la emprendimos hacia el Norte, a lo largo del lago, hasta Waukegan. Igual que la anterior, era una hermosa noche tibia. No hablamos mucho. Decidimos detenernos en el primer sitio en donde pudiéramos tomar un emparedado y una copa. Me detuve en el siguiente restaurante que tenía un letrero en neón: cócteles. Unas cuantas personas estaban de pie junto a coches estacionados, mirando hacia arriba y al Norte. Hicimos lo mismo; había una aurora boreal en el cielo. Ningún espectáculo muy brillante, aunque sí bastante bello; una cortina delgada y grande de luz temblorosa. Parecía un cortinaje real, con pliegues de verdad en la tela. No era la primera aurora boreal que veía, pero sí la mejor, y algo inusitado por ser tan al Sur, y por la época del año. La contemplamos un rato, sin hablar, antes de entrar.
Tomamos un cubículo y pedimos; entonces el tío Am empezó:
– Deberías verlas en Alaska alguna vez, Ed. – Sabía que estaba hablando de la aurora boreal, pero lo miré con sorpresa porque no sabía que hubiese estado en Alaska. Seguramente hay muchas cosas del tío Am que no conozco, anteriores al momento en que nos asociamos tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía dieciocho años.
– ¿Cuándo estuviste en Alaska? – le pregunté.
– ¿Muchacho, has oído hablar del Gold Rush?
– Ponte serio, ¿estuviste alguna vez allá?
– Seguro, muchacho. Con una feria. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en 1946. Después de la escasez, los barcos se podían conseguir por una bagatela, y, en la primavera, el dueño de un carnaval de feria tuvo una idea brillante: compró una goleta y empezó a recorrer la costa desde Frisco hasta Alaska. Yo tenía una de las concesiones. Nunca llegué al interior de Alaska, nada más a la costa meridional, pero hasta allí, en el otoño se contemplan estupendas auroras. Bueno, aquí viene nuestro pedido.
Cuando salimos, las luces del cielo habían desaparecido.
Regresamos a casa como a la medianoche, y era la una cuando puse el despertador, para las ocho. Al apagar la luz y meterme en la cama, mi último pensamiento estaba fijo en el tema del tiempo, y cuando el tío Am murmuró: «Buenas noches», le contesté:
– ¡Por Dios, apenas veintiocho horas!
– Veintiocho horas ¿de qué?
– Hace veintiocho horas que oí sonar el apagador de la luz del corredor y vi desaparecer la rendija de la puerta. Hasta entonces nunca había oído hablar de los Dolan, excepto para conocer el nombre de Vincent Dolan. Veintiocho horas hace, y parece como un año. Bien, ¡buenas noches!
Si me contestó debe haber sido más de un segundo después, porque no lo oí. Me dormí como cuando se apaga la luz de golpe.
Dormí casi durante una hora.
Desperté un segundo o dos antes de que golpearan la puerta. Los sonidos anteriores no fueron fuertes, aunque sí bastante inusitados como para despertarme de inmediato. Era una carrerita por el corredor, hacia nuestra puerta; algo inusitado porque el ruido era de pantuflas de suela suave y no de zapatos. Y una respiración que era casi acezante. Luego la llamada, con los nudillos.
Salí de la cama, o los pies estaban fuera, cuando se oyó el golpeteo, y tenía abierta la puerta antes de la segunda llamada. Tras de mí, el tío Am había encendido la lamparilla, y había luz dentro y fuera cuando entreabrí la hoja.
Era Robert Sideco, el mocito filipino de los Dolan, con una bata llamativa sobre un pijama todavía más llamativo, y pantuflas, según había adivinado por las pisadas; con los ojos muy abiertos y el cabello alborotado. Su voz en falsete, casi histérica, tenía un tono más elevado que cuando la había oído una vez antes.
– Missa Dolan lo necesita. ¡Vengan aprisa, favor, los dos!
Volvióse para irse, pero le dije:
– ¿Qué sucedió? – con tanta energía, que me contestó por sobre le hombro.
– La señorita Ángela, lastimada. Ladrones.
Luego ya no quedó más que su espalda que se retiraba y los pasos empantuflados en el corredor y escaleras abajo; para ese momento yo ya había cerrado la puerta y encendido la luz de arriba y me estaba vistiendo con la rapidez de un bombero y el tío Am estaba haciendo lo mismo.
Nos echamos encima lo primero que encontramos a mano, y no nos preocupamos de corbatas. Me maldecía por haberme llevado el revólver a la oficina par guardarlo con nuestras otras armas. No porque los ladrones en casa de los Dolan nos estuvieran esperando para entablar un combate a balazos, pero no sabía qué demontres sería en lo que nos estábamos metiendo, y me hubiese sentido mejor si cualquiera de nosotros hubiese estado armado. También maldecía en voz alta a Robert por haber dicho «la señorita Ángela, lastimada», y corres antes de que le preguntara qué tanto estaba lastimada; qué diablos era todo aquello y si Dolan había llamado a la policía y otras cosas más.
En la calle no corrimos – lo que pasó, pasó, y unos cuantos segundos no iban a significar ninguna diferencia -; pero sí caminamos bastante aprisa. Observé que el cabello del tío Am estaba casi tan alborotado como el de Robert; recordé que tenía un peine en el bolsillo, lo utilicé y luego se lo pasé.
Subimos los peldaños juntos y extendí un dedo en busca del timbre; el tío Am me detuvo:
– No llames, Ed. Mira, la puerta está entornada.
Empujó la hoja y entramos. Nadie estaba a la vista ni en el vestibulillo ni en las escaleras. La puerta de la oficina de Dolan, estudio, biblioteca, o lo que deseen llamarlo, sí estaba abierta y decidí que allí debería estar él y para allá me dirigí. Sí estaba y oyó nuestros pasos, porque nos llamó:
– ¿Ed? ¿Am? ¡Aquí! – antes de que llegáramos al vano.
Se encontraba sentado tras de su escritorio y vi que en él estaba una pistola, una automática treinta y dos, sobre la carpeta con secante, enfrente de él. Llevaba puesta una estupenda bata de brocado. El rostro parecía como de granito.
Le pregunté la cosa más importante primero:
– ¿Cómo está Ángela? ¿Está seriamente lastimada?
– No seriamente – contestó meneando la cabeza -. Le dieron un par de puñetazos. El doctor estará aquí en unos momentos.
– ¿En dónde está?
– En su habitación. El ama de llaves está con ella. ¿Vienen armados?
Le expliqué que nuestra artillería estaba en la oficina.
Utilizó una llave, y abrió un cajón inferior del escritorio y sacó otra pistola igual a la que había sobre el secante.
– Tome una cada uno de ustedes – nos pidió -. Con ustedes armados yo no necesitaré ninguna. George Steck estará aquí en diez o quince minutos y entonces habrá otra.
– ¿Cree usted que el ladrón esté aquí todavía?
– Ladrones, plural, si es que era eso. Son dos. No, no creo que anden todavía por aquí, no obstante vamos a registrar la casa desde el sótano hasta las buhardillas para asegurarnos. Am, usted…
– ¿Viene la policía? – lo interrumpí -. ¿La llamó?
– No. Nosotros podemos manejar este asunto. No vamos a comenzar el registro sino hasta que el doctor esté aquí y llegue George, para que seamos cuatro. Am, vaya usted a la puerta posterior y quédese allí. No se fueron por ahí, porque tiene cerrojo por adentro; lo comprobé. Vea que nadie salga.
El tío Am asintió con la cabeza y tomó una de las dos pistolas. Comprobó que tenía cartucho en la cámara y después examinó el seguro. Hice lo mismo con la otra y la guardé en el bolsillo.
– ¿Hago lo mismo con la puerta de enfrente?
– Si se queda en el vano puede vigilar la puerta y conversar. La tuve un poco entreabierta para que ustedes pudieran entrar sin llamar. ¿La dejaron del mismo modo?
– Sí, ¿Por qué?, ¿Mike? – él asintió.
– Probablemente no despertaría, pero pudiera. Sería mejor que la abriera un poco más, para estar seguros de que ni el doctor ni George tocan el timbre.
Lo hice y regresé al vano de la puerta. Cuando llegaba, Robert apareció a mi vista en lo alto de las escaleras, y Elsie, la sirvienta, con una bata de franela y frotándose los ojos, soñolienta, lo acompañaba. Bajaron, pasaron junto a mí, y oí a Dolan que le preguntaba:
– ¿Elsie, oyó usted o vio algo extraño esta noche?
– No, señor.
– ¿A qué hora se acostó?
– Como a las once, señor Dolan, calculo.
– ¿Durmió hasta que Robert tocó a su puerta hace poco?
– Sí, señor.
– Bien, Elsie, puede volver a la cama. Mucho me temo que la tendremos que volver a despertar una vez más muy pronto; sin embargo, no hay nada por qué preocuparse. Vamos a registrar la casa a conciencia hasta las habitaciones en donde esté durmiendo gente. ¿Me entiende?
– Sí, señor Dolan. Robert me contó lo que sucedió, después de despertarme, ¿Está bien la señorita Ángela?
– Gracias, Elsie. Sí está bien. Robert, acompáñala a su cuarto y luego anda la de la señorita Ángela y pregunta a la señora Anderson si puedes ayudarla en algo. Si no hay nada, puedes irte a tu propio cuarto y esperar allí. Ya te llamaré si te necesito.
Pasaron junto a mí, al regreso, y yo pregunté a Dolan:
– ¿Cree que habrá tiempo ahora para que usted me diga lo que sucedió, desde el principio?
– Probablemente. No hay mucho qué contar. – Consultó su reloj -. Cinco minutos después de las dos, ahora. Debe haber sido como a los diez para las dos. Estaba profundamente dormido cuando Ángela entró de golpe en mi cuarto, llorando y…
– Un momento – interrumpí -. Se acaba de detener un coche en la puerta.