Günter Grass
El gato y el ratón

I

… y una vez, cuando ya Mahlke sabía nadar, estábamos tendidos sobre la hierba junto al campo de juego, yo hubiera debido ir al dentista, pero no me dejaban, porque como delantero era difícil de suplir. Mi diente aullaba.


Un gato atravesó en diagonal el prado sin que nadie le tirara. Algunos de los muchachos mascaban o arrancaban tallos de hierba. El gato pertenecía al administrador del campo y era negro.


Hotten Sonntag frotaba su palo con un calcetín de lana. Mi diente hizo acto de presencia. El torneo se prolongaba desde hacía ya un par de horas. Nos habían dado una paliza y esperábamos ahora el partido de desquite. El gato era joven, aunque no precisamente un minino.


En el estadio menudeaban los disparos contra una y otra meta. Con machacona insistencia mi diente iba repitiendo una misma palabra. En la pista de ceniza, los corredores de los cien metros practicaban la salida o estaban nerviosos.


El gato zigzagueaba. Lento y sonoro cruzaba el cielo un trimotor, pero sin lograr ahogar con su ruido el aullido de mi diente. Por entre los tallos de hierba, el gato negro del encargado del campo mostraba un babero blanco.


Mahlke dormía. El Crematorio, entre los Cementerios Unidos y la Escuela Técnica Superior, trabajaba con viento este. El profesor Mallenbrandt tocó el silbato:


"¡Juego cambio de campos listos!".


El gato se entrenaba a su manera.


Mahlke dormía o tal parecía. A su lado, a mí me dolía el diente.


Entrenándose, entre arranques y paradas bruscas, el gato se nos fue acercando.


La nuez de Mahlke hubo de llamarle la atención, porque era grande, se movía sin cesar y proyectaba una sombra. Entre Mahlke y yo, el gato negro del encargado del campo se arqueó para el brinco.


Formábamos un triángulo. Mi diente optó por abstenerse, porque la nuez de Mahlke se convirtió para el gato en ratón.* ¡Era tan joven el gato, y tan móvil el cartílago de Mahlke! En todo caso, el gato saltó a la garganta de Mahlke; o tal vez fue uno de nosotros quien agarró al gato y se lo puso a Mahlke en el pescuezo; o bien yo, con o sin dolor de diente, cogí al gato y le mostré la nuez de Mahlke.


* La palabra Maus, "ratón", significa también en alemán, en lenguaje popular, la "nuez del cuello". De ahí la figura del gato y el ratón que sirve de título a la presente novela. (N. del T.)


Y Joaquín Mahlke lanzó un grito, pero la cosa no pasó de unos leves arañazos.


Y ahora yo, que mostré tu nuez al gato y a todos los gatos del mundo, me veo obligado a escribir.


Y aunque no quisiera que tú y yo fuéramos inventados los dos, tendría que hacerlo, porque aquél que por razón de su oficio nos creó a ambos me obliga una y otra vez a tomar tu nuez en las manos y a llevarla a todos los lugares que la vieron triunfar o fracasar.


Así, pues, dejo que al principio tu nuez se agite arriba del destornillador, lanzo a las ráfagas intermitentes del sudeste, muy alto por sobre la cabeza de Mahlke, una bandada de gaviotas hartas hasta reventar, digo que estamos en verano y que el tiempo se mantiene inalterablemente bello, supongo que el casco abandonado es de un barón de la clase Czaika, confiero al Báltico el color de vidrio grueso de las botellas de sifón y, fijado en esta forma el lugar de la acción al sudeste de la boya de entrada de Neufahrwasser, dejo que la piel, de la que el agua sigue escurriéndose en regueros, se le ponga a Mahlke de gallina, aunque no es el miedo lo que le quita su tersura, sino el tiritar que trae consigo una permanencia demasiado prolongada bajo el agua.


Y sin embargo, ninguno de los que estábamos acurrucados allí sobre los restos del puente de mundo, flacos, largos de brazos y con las rodillas empinadas, había pedido a Mahlke que volviera a bucear a la proa sumergida del dragaminas y al cuarto de máquinas adyacente hacia el centro del barco, para desprender allí con el destornillador alguna cosa: algún tornillo, una ruedecita o algo muy especial, por ejemplo una placa de latón con las instrucciones en polaco y en inglés, en letra muy apretada, relativas a alguna de las máquinas.


Porque es el caso que estábamos acurrucados en lo que de superestructura emergía del agua de aquello que en otro tiempo fuera un dragaminas de la clase Czaika, construido en Gdingen y botado en su día en Modlin, el cual había sido hundido el año anterior al sudeste de la boya de entrada, o sea fuera del canal, de modo que no entorpecía para nada la navegación.


Desde entonces, los excrementos de las gaviotas se iban secando sobre la herrumbre.


Se las veía volar cualquiera que fuese el tiempo, repletas y lisas, con ojos laterales que parecían abalorios, rozando a veces los restos de la bitácora tan de cerca que casi se las hubiera podido agarrar con la mano, en tanto que otras veces lo hacían muy alto y en desorden, y lanzaban siempre sus mucosos excrementos en pleno vuelo y de modo que, conforme a un plan imposible de descifrar, nunca caían en el blando mar, sino que daban siempre, invariablemente, en la herrumbre de la superestructura.


Duras, compactas y calcáreas, las excreciones se iban apilando en montículos unas junto a otras o unas sobre otras.


Y cuando estábamos en el barco, siempre había uñas, de las manos o de los pies, que trataban de arrancarlas, siendo ésta la razón, y no porque nos las royéramos -con excepción de Schilling que sí lo hacía siempre y tenía padrastros-, de que las tuviéramos agrietadas.


Mahlke era el único que las conservaba largas, aunque algo amarillentas debido al constante bucear, ya que ni se las roía ni escarbaba con ellas los excrementos de las gaviotas. Y fue también el único que nunca comió de dichos excrementos, en tanto que todos los demás, aprovechando la ocasión, mascábamos aquellos grumos, como si se tratara de caliza conchífera, hasta reducirlos a un moco espumoso que escupíamos luego por la borda.


Por lo demás, aquello no sabía a nada, o sabía a yeso, o a harina de pescado, o a todo lo imaginable: a felicidad, a muchachas, al buen Dios.


Winter, que no cantaba del todo mal nos decía: "¿Sabéis, muchachos, que los tenores de ópera suelen comer a diario excrementos de gaviota?".


A menudo las gaviotas cazaban nuestros escupitajos al vuelo y como sin darse por enteradas.


Al cumplir, poco después de iniciada la guerra, los catorce años, Joaquín Mahlke no sabía ni nadar ni montar en bicicleta, no llamaba particularmente la atención en nada ni ostentaba todavía aquella nuez que más adelante habría de atraer al gato.


Estaba dispensado de las clases de gimnasia y natación porque, según los certificados presentados, su salud era algo precaria.


Aun antes de que aprendiera a montar en bicicleta, en la que ofrecía una figura cómica, con sus orejas como soplillos encendidos y las rodillas abriéndose en el sube y baja, Mahlke se inscribió para la natación durante la temporada de invierno en la piscina cubierta de Niederstadt, pero al principio sólo fue admitido para la natación en seco, con los de ocho a diez años.


Tampoco había progresado mucho en la siguiente temporada de verano. El bañero del establecimiento de Brösen, figura típica de bañero, con un cuerpo como una boya y unas piernas lisas y delgadas sin un solo pelo, tuvo que entrenar primero a Mahlke en la arena y mantenerlo a flote, más adelante, con el sedal.


Sin embargo, al ver tarde tras tarde que todos nos echábamos al agua y volvíamos contando maravillas del dragaminas hundido, se sintió poderosamente estimulado, puso en el aprendizaje todo su empeño, y, antes de transcurridas dos semanas, logró emanciparse por completo de la tutela del bañero.


Con gran seriedad y aplicación nadaba de ida y vuelta entre el muelle, el gran trampolín y el establecimiento, y hubo de haber adquirido ya cierta resistencia cuando empezó a bucear desde el rompeolas, sacando primero a la superficie conchas comunes del Báltico y, más adelante, una botella de cerveza llena de arena que arrojaba bastante lejos para volver a sacarla.


Se me hace que pronto llegó a recuperarla con regularidad, ya que cuando empezó a bucear con nosotros en el bote había dejado de ser un principiante.


Nos suplicó que lo dejáramos acompañarnos. Unos siete u ocho de nosotros nos disponíamos precisamente a emprender nuestro curso diario y nos estábamos mojando precavidamente el cuerpo en el agua poco profunda de la sección del baño para familias, cuando Mahlke hizo su aparición en la pasarela del baño para hombres:


– Dejadme ir con vosotros; os aseguro que sí puedo.


Traía colgando del cuello un destornillador, que desviaba la atención de su nuez.


– ¡Bueno, vente!


Y Mahlke vino con nosotros. Entre el primero y el segundo banco de arena se nos adelantó, pero no hicimos el menor esfuerzo para alcanzarlo.


– Dejadle, ya se le acabarán las agallas.


Cuando nadaba de pecho, el destornillador le bailaba ostensiblemente entre los omóplatos, ya que tenía un mango de madera. Pero cuando nadaba de espaldas, el mango se movía sobre su pecho, aunque sin llegar a disimular por completo aquel lamentable cartílago entre la mandíbula y la clavícula que emergía del agua cual una aleta dorsal e iba dejando una estela tras de sí.


Y luego Mahlke nos dio una exhibición.


Buceó varias veces una a continuación de otra con su destornillador, y subió a la superficie todo lo que se dejara destornillar en dos o tres zambullidas: tapaderas, fragmentos de revestimiento, una pieza de un generador.


Halló abajo una cuerda, y con la ayuda del cable medio roto subió de la proa un auténtico Minimax -de fabricación alemana por más señas-; lo que es más, el extinguidor estaba todavía en condiciones de funcionar.


Mahlke nos hizo una demostración: apagó con espuma, nos enseñó cómo se apaga con espuma, apagó con espuma el mar color de vidrio verde y, en una palabra, se afirmó como grande desde el primer día.


Los copos formaban todavía islotes y tiras alargadas en el oleaje regular del mar liso, atraían unas pocas gaviotas, las repelían, se juntaban y se iban alejando, convertidos en una sola masa sucia de nata cuajada, hacia la playa.


Entonces Mahlke dio por terminada su demostración, se acurrucó a la sombra de la bitácora, y mucho antes aún de que algunos jirones aislados de espuma vinieran a desmayarse sobre el puente y temblaran al menor soplo de la brisa, la piel avellanada se le puso de gallina.


Mahlke tiritaba, soltó su nuez, y el destornillador le empezó a danzar entre las clavículas agitadas por el frío.


Pero también la espalda, superficie a trechos caseosa y rojo-cangrejo de los hombros para abajo, en la que la piel siempre recién tostada se le despellejaba constantemente a ambos lados de la columna vertebral, que se le marcaba a manera de rallador de cocina, poníasele granulada y se agitaba en escalofríos intermitentes.


Sus labios amarillentos tenían los bordes morados y dejaban al descubierto sus dientes castañeteantes.


Con sus grandes manos amoratadas trataba de contenerse las rodillas que se había lastimado en los mamparos cubiertos de conchas, prestando así cierta resistencia a su cuerpo y a sus dientes.


Hotten Sonntag -¿o fui yo acaso?- lo friccionó:


– ¡Por dios, muchacho, no vayas a pillar algo! Piensa que aún nos falta el regreso.-


El destornillador empezó a calmarse.


Para ir hacíamos veinticinco minutos desde el rompeolas y treinta y cinco desde el establecimiento de los baños. El retorno, en cambio, nos tomaba unos buenos tres cuartos de hora.


Por muy fatigado que estuviera, Mahlke llegaba siempre al rompeolas con más de un minuto de ventaja sobre nosotros. Y esta ventaja del primer día siguió manteniéndola todo el tiempo.


Antes de que llegáramos al bote -así llamábamos entre nosotros al dragaminas-, Mahlke se había dado ya su primera zambullida, y cuando casi todos a una alargábamos nuestras manos de lavandera hacia la herrumbre y los excrementos o hacia las salientes plataformas giratorias de los cañones, nos mostraba, sin decir palabra, alguna bisagra o cualquier otra cosa que se había dejado destornillar fácilmente, y empezaba ya a tiritar, pese a que a partir de la segunda o de la tercera zambullida se untase el cuerpo con una espesa y abundante capa de crema Nivea; porque es el caso que Mahlke siempre andaba sobrado de dinero para gastos menudos.


Mahlke era hijo único. Mahlke era medio huérfano. El padre de Mahlke había muerto.


Lo mismo en verano que en invierno, Mahlke calzaba unas botas anticuadas, heredadas probablemente de su padre. Llevaba el destornillador colgando de una cordonera negra que se ponía alrededor del cuello.


Apenas ahora me viene a la memoria que, además del destornillador, Mahlke llevaba colgando del cuello otra cosa, para lo cual tenía sus motivos; con todo, el destornillador llamaba más la atención.


Probablemente desde siempre, aunque nunca nos hubiéramos fijado en ello, pero en todo caso a partir del día en que empezó a patear y a practicar figuras aprendiendo a nadar en seco en la arena del establecimiento de baños, Mahlke llevaba colgando del cuello una cadenita de plata de la que pendía a su vez un objeto católico y de plata asimismo: la Virgen.


Nunca se la quitaba del cuello, ni aun durante la clase de gimnasia; porque es el caso que, apenas hubo empezado con el aprendizaje de la natación en seco y al sedal en la invernal piscina cubierta de Niederstadt, Mahlke hizo también su aparición regular en nuestro gimnasio, y ya nunca más volvió a exhibir aquellos famosos certificados médicos.


Y o bien la medalla desaparecía por el escote de la camisa blanca del equipo de gimnasia o bien la Virgen de plata le quedaba exactamente arriba de la franja roja de aquélla, a la altura del pecho.


Ni siquiera las paralelas impresionaban a Mahlke. E inclusive tampoco se arredró en los ejercicios con el potro largo, en los que sólo participaban los tres o cuatro mejores de la primera sección; corvo y huesudo, volaba desde el trampolín de resorte por sobre el largo cuerpo de cuero y, con la cadena y la Virgen de través, aterrizaba en diagonal sobre la estera levantando nubes de polvo.


Y cuando agarrándose con las corvas practicaba la vuelta en la barra fija -más adelante, y no obstante su forma deplorable, habría de llegar a dar dos vueltas más que Hotten Sonntag, nuestro mejor gimnasta-, o sea cuando, con harto esfuerzo, Mahlke efectuaba sus treinta y siete vueltas, la medalla se le salía de la camisa y se veía lanzada treinta y siete veces alrededor de la crujiente barra horizontal, siempre adelante de su pelo medio castaño pero sin lograr nunca desprendérsele del cuello y recobrar su libertad, ya que, además del obstáculo de su nuez, Mahlke tenía un cogote abultado que, con la cabellera negra y el codo pronunciado que le formaba, retenía en su lugar la cadenita agitada por el movimiento circular.


El destornillador le quedaba encima de la medalla, y la cordonera recubría en parte la cadenita.


Sin embargo, el uno no desplazaba a la otra mayormente por cuanto el objeto con el mango de madera no era admitido en el gimnasio.


En efecto, nuestro maestro de gimnasia, un tal profesor Mallenbrandt, conocido en los medios gimnásticos por haber escrito un libro de nuevas normas para el deporte de la pelota, había prohibido a Mahlke que llevara puesto el destornillador durante la clase de gimnasia.


El amuleto que pendía del cuello, en cambio, no había suscitado objeción alguna por parte de Mallenbrandt, ya que además de cultura física y geografía éste enseñaba también religión, y se las supo arreglar, hasta bien entrado el segundo año de la guerra, para presidir, bajo la barra fija y en las paralelas, los restos de una asociación gimnástica de trabajadores católicos.


Así, pues, el destornillador tenía que esperar en el vestidor, colgando del gancho y encima de la camisa, en tanto que la Virgen de plata, ligeramente desgastada, estaba autorizada para proteger a Mahlke, colgando de su cuello, en sus arriesgados ejercicios.


Era un destornillador común y corriente, sólido y barato.


A menudo, para desprender y subir a la superficie una plaquita fijada con dos tornillos y no mayor que las placas que suele haber al lado de las puertas de los pisos, Mahlke había de bucear hasta cinco y seis veces, sobre todo si la placa estaba fijada a alguna parte metálica y los tornillos se habían enmohecido.


En cambio, sirviéndose del destornillador como palanqueta, lograba a veces exhibir como trofeo después de sólo dos zambullidas, placas mayores, con mucho texto, que había arrancado juntamente con los tornillos de algún revestimiento podrido de madera. Las plaquitas las coleccionaba sin mucho interés, y regalaba muchas de ellas a Winter y a Jürgen Kupka, quienes sí coleccionaban sin reparo todo lo que se dejaba destornillar, inclusive placas de calles y plaquitas de los urinarios públicos; él no se llevaba a su casa sino las piezas que le gustaban especialmente.


Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras vosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua.


Por nuestra parte, escarbábamos los excrementos de las gaviotas, nos tostábamos como puros, y, al que lo tenía rubio, el pelo se le volvía color de paja; Mahlke, se llevaba a lo sumo una nueva asoleada.


Cuando nosotros seguíamos con la mirada los barcos que pasaban al norte de la boya de entrada, él tenía invariablemente los ojos clavados en el fondo.


Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, según creo recordar, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad bajo el agua.


Repetidas veces subió Mahlke sin plaquitas y sin botín, pero con el destornillador roto o doblado en forma que ya no tenía remedio. Nos lo mostraba entonces, y también con eso nos impresionaba, Aquel gesto con que lanzaba el utensilio al mar, excitando inmediatamente a las gaviotas, no era hijo de una desilusión resignada o de una cólera inútil.


Mahlke nunca arrojó un utensilio roto con indiferencia, ya fuera ésta afectada o real.


Incluso la manera de arrojarlo parecía anunciar: ¡pronto veréis lo que es bueno!… y una vez -había entrado en el puerto un buque hospital de dos chimeneas, y después de algunas conjeturas habíamos acabado por identificarlo como el Kaiser, del Servicio Marítimo Prusiano Oriental-, Joaquín Mahlke bajó a la proa sin destornillador.


Tapándose la nariz con dos dedos, desapareció por la escotilla anterior, abierta, de color verde esquisto y apenas bañada por el agua; desapareció primero su cabeza, con el pelo -que el nadar y el bucear le habían partido- pegado fuertemente a la misma; siguieron la espalda y el trasero, dio luego una patada en el vacío, y a continuación, apoyándose con ambas plantas en el borde de la escotilla, empujó su cuerpo en diagonal descendente, hacia el sombrío acuario fresco que recibía algo de luz por las portillas abiertas: algunos gasterósteos nerviosos, un enjambre inmóvil de lampreas, algunas hamacas en el cuarto de la tripulación, balanceándose pero amarradas todavía, deshilachadas y recubiertas con barbas de algas, en las que los arenques tenían su cuarto para niños.


Algún bacalao extraviado; anguilas, sólo de oídas, de platija, ni hablar. Nosotros nos aguantábamos las rodillas ligeramente temblorosas, mascábamos excrementos de gaviota hasta reducirlos a papilla, y sentíamos una moderada curiosidad; mitad fatigados y mitad interesados, contábamos unas balandras que navegaban en convoy, seguíamos fijándonos en las chimeneas del buque hospital cuyo humo ascendía verticalmente, y nos mirábamos de soslayo.


Permanecía abajo más tiempo que de costumbre, en tanto que las gaviotas revoloteaban y el oleaje chapaleaba en la proa, rompiéndose en la plataforma giratoria del cañón de proa desmontado; oíase un chapoteo detrás del puente, allí donde el agua se escurría entre los ventiladores lamiendo siempre los mismos remaches; cal bajo las uñas, escozor de la piel seca, luz centelleante, ruido de motores en el aire, presiones, las partes semirrígidas, diecisiete álamos entre Brösen y Glettkau… cuando de repente subió disparado: tenía la mandíbula morada y los pómulos amarillentos; salió chorreando de la escotilla, con el pelo partido exactamente en el centro de la cabeza; se tambaleó por la proa con agua hasta las rodillas, se asió de los soportes salientes, cayó de rodillas, con los ojos vidriosos, y hubimos de llevarlo al puente.


Pero mientras el agua le salía todavía por la nariz y por la comisura de los labios, nos mostró ya su hallazgo: un destornillador de acero, de una sola pieza.


Era un producto inglés elaborado, según rezaba la marca, en Sheffield.


No tenía la menor señal de orín ni muesca alguna, y estaba protegido todavía por una capa de grasa: el agua se juntaba sobre el acero en bolitas que se escapaban resbalando.


Día tras día, durante más de un año, Joaquín Mahlke llevó colgado de una cordonera alrededor del cuello este destornillador, sólido y prácticamente irrompible, incluso cuando ya no íbamos al bote o sólo íbamos más raramente, y practicaba con él, no obstante ser católico o precisamente por serlo, una especie de culto.


Si, por ejemplo, temía que se lo robaran durante la clase de gimnasia, se lo confiaba al profesor Mallenbrandt, y lo llevaba siempre puesto a la capilla de Santa María.


Porque Mahlke iba a misa temprana a la capilla del Marineweg junto a la barriada familiar de Neuschottland, no sólo los domingos, sino también los días de semana, antes de empezar las clases.


A él y a su destornillador la capilla de Santa María no les quedaba lejos: les bastaba salir de la Osterzeile y bajar por el Bärenweg. Buen número de construcciones de dos pisos, algunas residencias con tejados de dos vertientes, portales con columnas y árboles frutales emparrados.


Luego dos hileras de casas baratas, sin revoque o revocadas y con manchas debidas a la humedad. El tranvía doblaba allí a la derecha, y con él doblaba también la línea de los cables eléctricos bajo un cielo parcialmente cubierto la mayor parte del tiempo.


A la izquierda, los raquíticos huertos arenosos de los ferroviarios: glorietas y gazaperas, hechas con tablas rojo oscuras de vagones de carga en desuso.


Más atrás, las señales de la vía al Puerto Libre. Silos y grúas, móviles o fijas. Extrañas y coloreadas las superestructuras de los barcos de carga. Seguían allí también los dos barcos grises de guerra con sus torres anticuadas, el dique flotante, la panificadora Germania, y, a media altura, lisos y plateados, algunos globos cautivos meciéndose suavemente en el aire.


A mano derecha, en cambio, delante en parte de la que antes fuera la Escuela Helena Lange y era ahora la Gudrún, que ocultaba hasta la altura de la grúa de martillo el férreo enmarañado del astillero de Schichau, inmaculados campos de deportes, puertas recién pintadas, áreas de castigo marcadas en blanco sobre el verde césped -el domingo auri azules contra Schellmühl 98-, sin tribunas, pero con un gimnasio de altos ventanales, en cambio, pintado de ocre claro, sobre cuyo techo rojo dominaba en forma por demás extraña una cruz alquitranada.


Porque la capilla de Santa María había sido en otro tiempo el gimnasio de la Asociación Deportiva Neuschogand, pero había habido que transformarlo en iglesia provisional, ya que la del Sagrado Corazón quedaba demasiado lejos, y la gente de Neuschottland, Schellmühl y de la nueva colonia entre la Osterzeile y la Westerzeile se componía en su mayor parte de trabajadores del astillero, de empleados de correos y de ferroviarios, quienes por espacio de muchos años habían estado dirigiendo peticiones a Oliva, en donde tenía su sede el obispo, hasta que, en época todavía del Estado Libre, se había decidido comprar, adaptar y consagrar el gimnasio en cuestión.


Y comoquiera que pese a los colores y complicados trapos de las pinturas y de los numerosos elementos decorativos procedentes de los sótanos de casi todas las parroquias de la diócesis, así como también de algunas donaciones particulares, el carácter de gimnasio de la capilla de Santa María no se dejaba eliminar ni atenuar -ni siquiera el incienso y el olor a cera derretida lograban sobreponerse siempre y de modo suficiente al olor de tiza, de cuero y de gimnastas de los años anteriores y de los antiguos campeonatos de pelota en pista cubierta-, de ahí que siguiera dando al recinto un no sé qué de parsimonia protestante y de la sobriedad sectaria de una sala evangélica.


En la iglesia neogótica del Sagrado Corazón, construida en ladrillo a fines del siglo XIX y situada lejos de las nuevas colonias y a proximidad de la Estación, el destornillador de acero de Joaquín Mahlke se habría visto extraño, feo y como una profanación. Pero en la capilla de Santa María, Mahlke habría podido llevar el artefacto de calidad inglesa abiertamente y sin el menor reparo.


Con su piso de linóleo bien cuidado, sus cristales de vidrio opalino colocados directamente bajo el techo, las relucientes y alineadas viguetas de hierro del piso, que en otro tiempo confirieran solidez y seguridad a la barra fija; con las estrías de los tablones del revestimiento en el burdo cemento del techo y, en éste, las vigas transversales metálicas -si bien enjalbegadas- de las que colgaran anteriormente los anillos, el trapecio y la media docena de cuerdas de trepar; con todo ello, y pese a que en todos sus rincones se irguieran figuras de yeso pintado y dorado en actitud bendiciente, la capillita era algo tan moderno y fríamente objetivo que el destornillador de acero que un estudiante de bachillerato se permitía dejar bambolear libremente ante su pecho en ocasión de la plegaria y de la comunión subsiguiente no podía molestar en lo más mínimo ni a los contados devotos de la misa primera, ni al reverendo Gusewski, ni al monaguillo medio muerto de sueño que lo secundaba y que a menudo era yo mismo.


¿Sí? A mí no me hubiera pasado inadvertido. Porque siempre que servía ante el altar, incluso durante las oraciones graduales, trataba, por diversas razones, de no perderte de vista, y tú no querías probablemente exponerte, sino que guardabas debajo de la camisa aquello que pendía de la cordonera, y de ahí las manchas de grasa que llamaban la atención y dibujaban vagamente la figura del destornillador.


Visto desde el altar, él estaba arrodillado en el segundo banco de la izquierda, elevando su plegaria, con los ojos muy abiertos -grises claros, si mal no recuerdo-, e inflamados la mayor parte del tiempo a causa de tanto nadar y zambullirse, hacia la Virgen del altar… y una vez -no recuerdo ahora exactamente en qué verano fue, si sería durante las primeras vacaciones de verano en el bote, poco después del jaleo en Francia, o en el verano siguiente-, un día nublado muy caluroso, con gran afluencia de gente en el baño para familias, y banderitas languidecentes, y carnes desbordantes, y gran venta en los puestos de refrescos, y plantas ardientes sobre esteras de fibra de coco frente a casetas cerradas y repletas de risas sofocadas, entre una barahúnda de niños que babeaban, o se revoleaban, o se cortaban los pies y que andarán ahora por los veintitrés abriles, un rapaz de unos tres años empezó bajo la mirada solícita de los adultos a golpear su tambor de hojalata en forma monótona, convirtiendo la tarde en una fragua infernal.


Y aquí nos arrancamos nosotros del lugar y nos fuimos nadando a nuestro bote. Vistos desde la playa, seríamos unas seis cabezas que se iban alejando y haciéndose cada vez más pequeñas. Nos echamos sobre la herrumbre y los excrementos de gaviota que ardían, a pesar de la brisa, y nada habría sido capaz de movernos excepto a Mahlke, que había estado ya dos veces abajo. Subió llevando algo en la mano izquierda.


Había hurgado y escarbado en la proa y en los alojamientos de la tripulación, en las hamacas medio podridas que se mecían con desgana o seguían amarradas firmemente, y debajo de ellas, entre enjambres de gasterósteos tornasolados, a través de bosques de algas en los que las lampreas entraban y salían a discreción.


Y entre el montón de curiosidades de lo que en otro tiempo fuera el saco del marinero Witold Duszynski o Liszinski había encontrado un medallón de bronce, del tamaño de una mano, que en una de las caras, debajo de una pequeña águila en relieve, llevaba el nombre de su propietario y la fecha en que le había sido conferido, y, en la otra, el relieve de un bigotudo general.


Después de frotar un poco con arena y con excrementos de gaviota reducidos a polvo, la inscripción circular del medallón nos informó que Mahlke había llevado a la superficie el retrato del Mariscal Pilsudski. Por espacio de quince días, Mahlke ya sólo se dedicó a la busca de medallones, y encontró efectivamente una especie de plato de estaño, conmemorativo de una regata de balandros del año treinta y cuatro en la rada de Gdingen, así como, hacia el centro del barco, antes del cuarto de máquinas y en la cámara estrecha y difícilmente accesible de los oficiales, aquella medalla de plata del tamaño de una moneda de un marco, con su arillo también de plata para suspenderla, cuyo reverso liso y desgastado no llevaba inscripción alguna, pero cuya cara, en cambio, se veía ricamente perfilada y adornada con el relieve de la Virgen y el Niño.


Tratábase, según lo indicaba una inscripción igualmente en relieve, de la famosa Matka Boska Czestochowska; y cuando Mahlke se percató sobre el puente de lo que había encontrado, no quiso limpiar la medalla, rechazando la arena que para ello le ofrecíamos, y prefirió dejarle su pátina.


Y mientras nosotros disputábamos todavía y queríamos ver relucir la plata, él se había arrodillado ya a la sombra de la bitácora y empezó a mover el hallazgo ante sus rodillas nudosas, de un lado para otro, hasta que finalmente le hubo encontrado un ángulo adecuado para que sus ojos, devotamente bajos, vieran directamente la imagen.


Cuando lo vimos persignarse con las puntas enlejiadas de los dedos, amoratado y tiritando, y mover los labios temblorosos en son de plegaria murmurando detrás de la bitácora algo en latín, nos echamos a reír.


Sigo creyendo que fue ya entonces algo de su secuencia favorita, o sea aquella que normalmente sólo se pronuncia el viernes anterior al Domingo de Ramos: Virgo virginum praeclara, – Mihi iam non sis amara… Más adelante, como nuestro director, el Dr. Klohse, le prohibiera llevar la medalla polaca abiertamente y durante la clase -Klohse era un alto funcionario del Partido, pero muy rara vez daba la clase en uniforme-, Mahlke se contentó con su amuleto anterior y con el destornillador de acero, debajo de aquella nuez que un gato tomara en su día por ratón.


Colgó la Virgen de plata entre el perfil en bronce del Mariscal Pilsudski y la foto en tamaño postal del Comodoro Bonte, héroe de Narvik.

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