II

El rezo aquel, la unción, ¿eran en broma? Tu familia vivía en la Westerzeile. Tu humor, si tenías alguno, era muy especial. No, tu familia vivía en la Osterzeile. Todas las casas de aquel barrio eran iguales.


Sin embargo, bastaba que tú comieras un bocadillo para que nosotros nos riéramos y nos contagiáramos. Y nos maravillábamos cada vez que teníamos que reír a tus expensas.


Pero cuando en una ocasión el profesor Brunies preguntó a todos los alumnos de nuestra clase la profesión que se proponían seguir más adelante -entonces ya sabías nadar- y tú contestaste: "Yo me propongo ser payaso y hacer reír a la gente", no hubo ninguna risa en el salón cuadrangular, y yo me asusté, porque es el caso que al anunciar en forma clara y franca su voluntad de ser payaso, en el circo o en cualquier otra parte, Mahlke puso una cara tan seria, que era realmente de temer que algún día le diera de verdad por hacer desternillarse de risa a la gente, aunque sólo fuera tal vez a cuenta de alguna adoración pública de la Virgen, introducida entre un número de leones y uno de trapecio.


Sin embargo, la plegaria del bote fue en serio, ¿o es que realmente sólo te proponías hacernos reír?


Vivía en la Osterzeile, y no en la Westerzeile. La casa unifamiliar estaba situada al lado, entre y frente a otras casas unifamiliares del mismo tipo, que sólo se distinguían unas de otras por los respectivos números o, a lo sumo, por el dibujo o los pliegues distintos de los visillos, y casi nada por los arreglos contradictorios de los pequeños jardines que tenían delante.


Por otra parte, cada jardín tenía su pajarera, arriba de su correspondiente pértiga, y sus adornos vidriados: ranas, hongos o enanos.


Frente a la casa de Mahlke había una rana de cerámica en cuclillas. Pero también frente a la casa siguiente, y a la otra, había ranas de cerámica. El caso es que era el número veinticuatro y, viniendo del Wolfsweg, Mahlke vivía en la cuarta casa del lado izquierdo de la calle.


La Osterzeile, lo mismo que la Westerzeile que le era paralela, cortaba perpendicularmente el Bärenweg, paralelo a su vez al Wolfsweg. El que viniendo del Wolfsweg bajaba por la Westerzeile, veía a mano izquierda, por sobre las tejas rojas de las casas, los lados frontal y oeste de un campanario terminado en bulbo oxidado; y el que bajara en la misma dirección por la Osterzeile veía a mano derecha y por sobre los tejados los lados frontal y este del mismo campanario.


Porque la iglesia de Jesús quedaba exactamente entre la Osterzeile y la Westerzeile, del otro lado del Bärenweg, y con sus cuatro esferas abajo del bulbo verde daba la hora al barrio entero, desde la plaza Max Halbe hasta la capilla católica de Santa María, que carecía de reloj, y desde la calle de Magdeburgo hasta el Posadowskiweg, cerca de Schellmühl, haciendo que los obreros, los empleados, las vendedoras, los estudiantes de las escuelas públicas y los del Instituto, lo mismo católicos que protestantes, llegaran siempre puntualmente al lugar del trabajo o a la escuela, con una puntualidad sin distinciones de carácter confesional.


Desde su cuarto, Mahlke podía ver la esfera del lado oeste del campanario. Había instalado su chiribitil en el desván, de paredes ligeramente inclinadas, con la lluvia y el granizo directamente sobre la raya que partía su peinado.


Era una bohardilla llena de los habituales cachivaches juveniles, desde la colección de mariposas hasta las fotos en tamaño postal de los artistas de cine preferidos, pilotos de caza profusamente condecorados y generales de tanques; entre todo aquello sobresalía un cromo sin enmarcar de la Madona Sixtina, con los ángeles mofletudos en la parte inferior, la medalla de Pilsudski ya mencionada y el piadoso amuleto consagrado de Tschenstochau, al lado de la foto del comandante de los cazatorpederos de Narvik.


Ya en ocasión de mi primera visita me llamó la atención la blanca lechuza disecada. Yo mismo vivía no lejos de allí, en la Westerzeile; pero no voy a hablar aquí de mí, sino de Mahlke, o de Mahlke y de mí, pero siempre en relación con Mahlke, porque era él quien iba peinado con raya en medio, y quien calzaba botas, y quien llevaba esto o lo otro colgando del cuello a fin de distraer al eterno gato de la eterna nuez; era él quien se arrodillaba ante el altar de la Virgen y el buceador siempre recién quemado por el sol, el que, a falta de estilo, nos llevaba siempre la delantera a los demás, el que una vez que hubo aprendido a nadar quería ser, terminada la escuela y demás, payaso de circo y hacer reír a la gente.


También la blanca lechuza tenía la raya formal en el centro de la cabeza y, al igual que Mahlke, esa misma cara de redentor, doliente y mansamente decidida, como si sufriera de algún dolor de muelas congénito.


El ave, bien disecada y sólo con ligeros retoques, se aferraba con las garras a una rama de abedul, y era regalo de su padre. El centro del chiribitil lo constituía para mí, que me esforzaba por no ver la lechuza, ni el cromo de la Madona, ni la pieza de plata de Tschenstochau, aquel gramófono que Mahlke había subido fatigosamente, pieza por pieza, a la superficie. Discos, no había encontrado ninguno allí abajo. Es probable que se descompusieran en el agua.


La caja, bastante moderna, con su manivela y el brazo para la aguja, la había encontrado hurgando en aquella misma cámara de oficiales que ya le había proporcionado la medalla de plata y algunas otras piezas.


El cuarto en cuestión se hallaba hacia el centro del barco, o sea en un lugar inaccesible para nosotros, incluido Hotten Sonntag. Porque lo cierto es que nosotros sólo bajábamos hasta la proa; y no osábamos aventurarnos a través del oscuro mamparo que los mismos peces apenas hacían temblar, hasta el cuarto de máquinas y las estrechas cabinas adyacentes.


Poco antes de que tocaran a su fin nuestras primeras vacaciones en el bote, Mahlke sacó a luz el gramófono -de fabricación alemana, como en su día el extinguidor- después, tal vez, de unas doce zambullidas, en las que fue moviendo la caja palmo a palmo en dirección de la proa y hasta debajo de la escotilla.


Finalmente, con la ayuda de la misma cuerda con la que izara el Minimax, la subió a la superficie, hasta el puente, donde estábamos todos.


Para poder llevar la caja, cuya manivela estaba enmohecida, a tierra, hubimos de improvisar una balsa con madera flotante y corcho. Remolcábamos todos por turnos, con excepción de Mahlke.


Una semana después, el gramófono, reparado, aceitado y con sus partes metálicas recién bruñidas, estaba en su bohardilla.


El portadiscos lo había recubierto con fieltro nuevo. Después de haberle dado cuerda en mi presencia, Mahlke hizo funcionar el aparato, dejando que el plato girara vacío con su nuevo fieltro verde.


Se mantenía de pie y con los brazos cruzados al lado de la blanca lechuza posada ea su rama de abedul. Y yo estaba de espaldas al cromo sixtino, mirando ya el plato vacío, que oscilaba ligeramente, ya por la ventana de la bohardilla y por encima de las tejas rojas en dirección de la iglesia de Jesús, con una esfera en el lado frontal y otra en el lado este del campanario terminado en bulbo.


Antes de que dieran las seis, el gramófono del dragaminas se paró emitiendo un plañidero zumbido mecánico. Mahlke le dio cuerda varias veces, pretendiendo que yo prestara una atención sostenida a su nuevo rito: muchos ruidos diversos y graduados y el celebrado girar en vacío.


En aquel entonces Mahlke aún no tenía discos. Libros los había en un estante largo y combado. Leía mucho, incluso obras religiosas. Al lado de los cactos del antepecho de la ventana y de los modelos de un torpedero de la clase Wolf y del explorador Grille, hay que mencionar, además, un vaso de agua turbia que estaba siempre allí, sobre la cómoda y al lado de la palangana, y tenía en el fondo una capa de azúcar del grueso de un pulgar.


En dicho vaso, Mahlke agitaba cuidadosamente todas las mañanas algo de agua con azúcar, sin separar nunca el sedimento del día anterior, hasta obtener una tintura lechosa que había de conferir a su pelo, débil y delgado de suyo, algo de consistencia.


En una ocasión me ofreció el preparado y me peiné con agua azucarada. Y efectivamente, después del tratamiento con ese fijador, el peinado se me mantuvo rígido y vidrioso hasta la noche; pero la cabeza me picaba y tenía las manos pegajosas, lo mismo que Mahlke, de tanto pasármelas por el pelo.


Es posible que esto sólo me lo imagine yo ahora, posteriormente, y que en realidad nunca las tuviera pegajosas.


Abajo, en tres cuartos, pero de los que sólo se utilizaban dos, vivían su madre y la hermana mayor de ésta. Silenciosas las dos cuando él estaba en la casa, y algo tímidas y orgullosas a cuenta del muchacho, porque Mahlke, aunque no fuera el primero de la clase, a juzgar por las calificaciones escolares, era un buen estudiante.


Tenía un año más que nosotros, lo que venía a restar algo el mérito de los resultados obtenidos, debido a que la madre y la tía lo habían enviado a la escuela un año después de lo normal, por su débil constitución, algo delicado, decían ellas.


Pero no era un empollón, sino que estudiaba moderadamente, dejaba que quien quisiera copiara las tareas de sus cuadernos, no acusaba nunca a nadie y, excepto en la clase de gimnasia, no mostraba ambición particular en cosa alguna.


Sentía además una aversión manifiesta por las porquerías habituales de los del tercer curso, e intervino, por ejemplo, cuando Hotten Sonntag, que en una ocasión había encontrado entre los bancos del Parque Steffen un preservativo, lo levantó con una ramita, lo llevó a la escuela y lo puso en el picaporte de la puerta de nuestra clase. Tratábase de jugarle una broma pesada al profesor Treuge, pobre pedante medio ciego al que en realidad habrían debido jubilar desde hacía ya varios años. "¡Ahí viene!" anunciaban ya algunas voces en el corredor.


En esto salió Mahlke de su banco, se dirigió sin prisa a la puerta, y cogiendo el preservativo con un papel usado lo quitó del picaporte. Nadie protestó. Una vez más nos había dado una lección.


Y ahora puedo yo decir: con no ser un empollón, con sólo estudiar moderadamente, con dejar que le copiara quien quisiera, con no mostrar ambición excepto en la clase de gimnasia y con no participar en las porquerías habituales, volvía él a ser aquel Mahlke singular que, visiblemente o sin hacerlo ver, buscaba el aplauso.


En último término, él se proponía presentarse algún día en la arena o dedicarse tal vez al teatro, y se entrenaba como payaso quitando preservativos asquerosos de los picaportes, con lo que cosechaba murmullos de aprobación, y era ya casi un payaso cuando practicaba sus torsiones en la barra fija y hacía dar vueltas a la Virgen de plata en la acre atmósfera del gimnasio.


Pero el mayor aplauso lo cosechaba Mahlke durante las vacaciones de verano, en el bote, por más que nos costara trabajo representarnos su obstinado buceo como número de circo.


Tampoco nos reíamos nunca cuando él, amoratado y tiritando, se encaramaba al bote llevando algo que había ido a buscar con el exclusivo objeto de poder mostrárnoslo. A lo sumo decíamos, con pensativa admiración:


– ¡Qué bárbaro! ¿Cómo te las arreglas para destornillar todo eso?


El aplauso le hacía bien y calmaba al ratón de su garganta; pero, al propio tiempo, lo confundía y confería nuevo impulso a su nuez. Las más de las veces declinaba los elogios, lo que le valía nuevos aplausos. No tenía nada de fanfarrón.


Nunca dijiste, por ejemplo: "a ver, pruébalo tú"; o bien: "A su vez, ¿quién lo hace?"; o bien: "Ninguno de vosotros ha hecho todavía lo que hice yo anteayer, cuando bajé al centro del barco, hasta la cocina, y traje aquella lata. Era francesa, sin duda, pues contenía ancas de rana; sabía un poco a ternera, de acuerdo; pero vosotros teníais miedo y no os atrevisteis a probarlas ni aun después de que yo hube vaciado la lata hasta la mitad.


Y luego fui a buscar otra, y hasta hallé un abrelatas, pero la segunda. estaba podrida: era corned beef". No, lo cierto es que Mahlke nunca hablaba en esa forma.


Realizaba algo extraordinario; subía, por ejemplo, desde lo que antes fuera cocina, varias latas de conservas que conforme a las inscripciones impresas eran de origen inglés o francés, y hasta se conseguía abajo un abrelatas que servía para sus fines, abría las latas sin decir palabra en presencia nuestra, se comía las presuntas ancas de rana, dejaba al masticar que su nuez fuera subiendo y bajando -se me olvidó decir que Mahlke era de suyo comilón, pese a lo cual seguía flaco-, y cuando la lata estaba a medio vaciar, nos invitaba a probar de ella, pero sin insistencia.


Nosotros se lo agradecíamos sin aceptar; ya sólo de mirar, Winter tenía que arrastrarse hasta una de las plataformas vacías, tratando en vano por algún tiempo de vomitar vuelto hacia la entrada del puerto. Por supuesto, también por la comida recibía Mahlke su aplauso, pero lo declinaba y echaba el resto de las ancas de rana a las gaviotas, las cuales ya durante su banquete se habían ido acercando hasta el punto casi de dejarse agarrar.


Finalmente, echaba también las latas por la borda, y con ellas a las gaviotas, y procedía a limpiar con arena el abrelatas, que para Mahlke era lo único que valía la pena conservar. Lo mismo que el destornillador inglés y que todos sus otros amuletos, en lo sucesivo llevó dicho abrelatas colgando del cuello con un cordel, aunque no siempre, en la cocina de lo que en su día fuera un dragaminas polaco, no obstante lo cual nunca llegó a estropearse el estómago.


En tales ocasiones llevaba el utensilio a la escuela, debajo de la camisa y junto al resto de la quincalla, e inclusive a misa primera en la capilla de Santa María; porque cada vez que Mahlke se arrodillaba ante la barandilla de la comunión, echaba la cabeza atrás y sacaba la lengua para que el reverendo Gusewski depositara en ella la hostia, el monaguillo que asistía al cura escudriñaba con la mirada el cuello de su camisa: allí llevabas tú, colgando de pescuezo, el abrelatas al lado de la Madona y el destornillador engrasado, y yo tenía que admirarte, aunque tú no te propusieras suscitar admiración.


No; Mahlke no era un ambicioso. También el hecho de que el mismo año que aprendió a nadar lo expulsaran de la Nueva Promoción y lo pasaran a la Juventud Hitleriana, porque se había negado varios domingos a llevar por la mañana a su sección -era jefe de la misma- a la fiesta matutina en el Bosque de Jaschkental, le granjeó, por lo menos en nuestra clase, manifiesta admiración.


Como de costumbre, acogió nuestras demostraciones entre tranquilo y turbado, y siguió descuidando también en adelante, ahora como simple miembro de la Juventud Hitleriana, el servicio matutino dominical.


Claro que en esta institución, que tutelaba a todos los adolescentes a partir de los catorce años, su ausencia llamaba menos la atención, porque la JH era llevada con menos disciplina que la Nueva Promoción y formaba una asociación laxa, en la que los individuos como Mahlke lograban fácilmente pasar inadvertidos. Por lo demás, tampoco era propiamente un rebelde, ya que durante la semana frecuentaba regularmente las veladas familiares y de capacitación y colaboraba también en las campañas especiales, tales como la recolección de materiales viejos, que cada vez se iban haciendo más frecuentes, así como las colectas en favor del Socorro de Invierno, siempre y cuando el agitar la lata por las calles no interfiriera con su misa primera los domingos.


El individuo Mahlke fue, pues, un miembro incoloro e ignorado en la organización oficial de la juventud, sobre todo por cuanto la expulsión de la Nueva Promoción no era ningún caso excepcional.


En nuestra escuela, en cambio, iba adquiriendo, ya desde el primer verano que pasamos en el bote, una reputación que no era ni buena ni mala, sino que tenía más bien algo de legendaria.


Por lo visto, en comparación con la mencionada organización de la juventud, nuestro Instituto hubo de representar más para ti, a la larga, de lo que cabe esperar de una escuela corriente, con su tradición en parte rígida y en parte amable, sus vistosas gorras estudiantiles y su espíritu colegial tantas veces invocado.


– ¿Qué le pasa?


– Para mí que le falta un tornillo.


– Tal vez tenga eso algo que ver con la muerte de su padre.


– ¿Y os habéis fijado en la quincalla que lleva colgando del cuello?


– Y no se pierde una misa.


– Pues yo diría que no cree en nada.


– Cierto, es demasiado realista para ello.


– Sólo le faltaba esa cosa de la garganta. ¿qué será?


– Pregúntaselo tú que fuiste quien le echó encima el gato…


Nos devanábamos los sesos y no acabábamos de comprenderte.


Antes de aprender a nadar eras sólo un don nadie al que a veces le preguntaban en clase, que por lo regular contestaba correctamente y se llamaba Joaquín Mahlke. Y sin embargo, creo que en el primer curso o más adelante, en todo caso antes de tus primeros ensayos natatorios, estuvimos sentados por algún tiempo en un mismo banco. O bien tú tenías tu lugar detrás de mí, o a la misma altura que yo en la sección central, en tanto que yo me sentaba con Schilling del lado de las ventanas.


Más adelante se dijo que habías llevado anteojos hasta el segundo año, lo que tampoco recuerdo. Ni tampoco me llamaron la atención tus eternas botas hasta que te hubiste emancipado nadando y empezaste a llevar colgando del cuello una cordonera de botas.


En aquella época agitaban el mundo graves acontecimientos; sin embargo, por lo que se refiere a Mahlke, su cronología no admitía más que dos etapas: antes de aprender a nadar y después de aprender a nadar.


Porque es lo cierto que cuando la guerra estalló en todas partes, no de golpe, sin duda, sino primero en la Westerplatte, luego en la radio y finalmente en los periódicos, él, aquel estudiante de bachillerato que no sabía nadar ni montar en bicicleta, era muy poquita cosa, y únicamente el dragaminas de la clase Czaika que más adelante había de proporcionarte tus primeras oportunidades de exhibición, desempeñaba ya su papel bélico, que por lo demás sólo había de durar unas pocas semanas, en el Putziger Wiek, en la Bahía y en el puerto de pescadores de Hela.


La flota polaca no era grande, pero sí ambiciosa.


Nos sabíamos de memoria todas sus modernas unidades, botadas unas en Inglaterra y otras en Francia, y podíamos recitar su artillería, su tonelaje y sus velocidades en nudos con la misma seguridad con que disparábamos los nombres de todos los cruceros ligeros italianos, y de todos los anticuados acorazados y monitores brasileños.


Con el tiempo, Mahlke se puso también a la cabeza en esta ciencia, y recitaba de carrerilla y sin titubear los nombres de los destructores japoneses, desde los de la moderna clase Kasumi, construidos en el treinta y ocho, hasta los más lentos de la clase Asagao, modernizada el año veintitrés: "Homiduki, Satuki, Yuduki, Hokaze, Nadakaze y Oite".


Los datos relativos a las unidades de la flota polaca eran fáciles de retener. Había los dos destructores Blyskawica y Grom, de dos mil toneladas y treinta y nueve nudos, pero éstos se hicieron a la mar dos días antes de estallar la guerra, se dirigieron a puertos ingleses y fueron incorporados a la flota inglesa. El Blyskawica existe todavía. Está anclado en calidad de museo flotante de la marina de guerra en Gdingen, en donde es visitado por las escuelas.


El mismo curso a Inglaterra siguió el destructor Borza, barco de mil quinientas toneladas que desarrollaba treinta y tres nudos. De los cinco submarinos polacos, únicamente el Wilk y, después de un viaje accidentado sin cartas de mareas ni comandante, el Orzel de mil cien toneladas, lograron llegar a puertos ingleses. En cuanto al Rys, el Zbik y el Semp, se hicieron internar en Suecia. Al iniciarse la guerra sólo quedaban en los puertos de Gdingen, Putzig, Heisternest y Hela un vejestorio de crucero que había sido antes francés y servía como buque-escuela y dormitorio, y el siembraminas Gryf, barco bien artillado, construido en los astilleros Normand, en El Havre, con dos mil doscientas toneladas, y que llevaba normalmente a bordo trescientas minas.


Además, el Wicher, como único destructor, algunos torpederos anteriormente alemanes de la Marina Imperial, y aquellos seis dragaminas de la clase Czaika, que desarrollaban dieciocho nudos, estaban equipados con un cañón de proa de siete coma cinco y cuatro ametralladoras sobre plataformas giratorias, y que según datos oficiales llevaban veinte minas a bordo, de modo que lo mismo las sembraban que las dragaban.


Y uno de aquellos botes de ciento ochenta y cinco toneladas se había construido expresamente para Mahlke. La guerra naval duró en la Bahía de Danzig del primero de setiembre al dos de octubre y rindió, después de la capitulación de la Península de Hela, el siguiente resultado puramente externo: las unidades polacas Gryf, Wicher, Baltyk y tres barcos de la clase Czaika, el Mewa, el Jaskolka y el Czapla, ardieron y se hundieron en los puertos, en tanto que el destructor alemán Leberecht Maas fue averiado por varios disparos de artillería y el dragaminas M 85 chocó al nordeste de Heisternest con una mina polaca contra submarinos y se hundió perdiendo un tercio de su tripulación.


Sólo fueron capturados los otros tres barcos, ligeramente averiados, de la clase Czaika, y mientras el Zuraw y el Czaika pudieron ser incorporados poco después al servicio alemán con los nombres de Oxthöft y Westerplatte, el tercero, el Rybitwa, al ser remolcado de Hela a Neufahrwasser, empezó a hacer agua, a hundirse y a esperar a Joaquín Mahlke, ya que fue éste quien el verano siguiente llevó a la superficie las plaquitas de latón que llevaban grabado el nombre de Rybitwa. Más adelante se dijo que un oficial polaco y un cabo de mar, que servían el timón bajo vigilancia alemana, hundieron el bote conforme al procedimiento bien conocido de Scapa Flow.


El caso es que, por una u otra razón, se hundió a un lado del canal y de la boya de entrada de Neufahrwasser, y pese a que estaba varado favorablemente en uno de las numerosos bancos de arena no fue puesto nuevamente a flote, sino que siguió emergiendo de la superficie con las superestructuras del puente, los restos de la borda, los ventiladores abollados y la plataforma giratoria del cañón desmontado de proa, primero cual una visión extraña que no tardó, con todo, en hacerse familiar, proporcionándote a ti, Joaquín Mahlke, un objetivo; de modo análogo a como aquel otro barco de guerra, el Gneisenau, que fue hundido en febrero del cuarenta y cinco a la entrada del puerto de Gdynia, proporcionó un objetivo a los escolares polacos.


Aunque nunca se sabrá si entre los jóvenes polacos que buceaban en el Gneisenau y lo saqueaban habría alguno que se sumergiera con el mismo fanatismo que Mahlke.

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