VI

Pero cuando vino el verano, con fresas, comunicados oficiales y temperatura propicia al baño, Mahlke no quiso nadar.


A mediados de junio nadamos por primera vez hasta el bote. Ninguno de nosotros tenía muchas ganas. Nos molestaban los muchachos de tercero y cuarto año, que iban nadando delante de nosotros o con nosotros al bote, se apretujaban allí en manadas sobre el puente, buceaban y subían a la superficie la última bisagra que se dejara destornillar. Mahlke, que un día había debido suplicar: -"Dejadme ir con vosotros, os aseguro que sí puedo" se veía ahora hostigado por Schilling, por Winter y por mí: "¡Vente, hombre! Sin ti no tiene gracia. Allá también podemos tomar el sol. Y a lo mejor encuentres algo bueno". De mala gana y después de haberse negado varias veces, Mahlke se metió finalmente en el caldo tibio entre la playa y el primer banco de arena.


Nadaba sin el destornillador y se mantuvo todo el tiempo junto a nosotros, dos brazas atrás de Hotten Sonntag; por primera vez lo vi calmado, sin chapotear ni esforzarse. En el puente se sentó a la sombra, detrás de la bitácora, y no hubo manera de decidirlo a bucear. Ni siquiera volvía la cabeza cuando los de tercero o cuarto desaparecían por la proa y volvían a subir con alguna chuchería. ¡Con lo que él hubiera podido enseñarles!


Varios se le acercaron a pedirle consejo, pero él apenas les contestó. Se pasó todo el rato mirando con los ojos fruncidos en dirección de la boya de entrada del puerto, pero sin dejarse distraer ni por los cargueros que entraban, las balandras que salían o los torpederos que navegaban en formación. A lo sumo lograban vencer su indiferencia los submarinos.


A veces el periscopio de uno de ellos, sumergido, trazaba claramente a lo lejos la característica raya de espuma. En los astilleros de Schichau, los submarinos de setecientas cincuenta toneladas se construían en serie, y luego efectuaban salidas de prueba en la bahía o detrás de Hela, se sumergían en alta mar, regresaban al puerto y atenuaban nuestro aburrimiento.


Era bonito de ver cuando subían a la superficie sacando primero el periscopio. Apenas emergida la torre, escupía en seguida dos figuras. En torrentes blanco-mates escurríase el agua del cañón de la proa y luego de la popa. Agitación en todas las escotillas: nosotros gritábamos y hacíamos señas con la mano.


No estoy seguro de que los del submarino nos contestaran o no, pero veo todavía en todos sus detalles el movimiento de las manos agitándose e incluso me parece sentirlo todavía por la espalda.


Que lo hicieran o no, lo cierto es que cuando un submarino emerge uno lo siente en el corazón, y de ahí se queda. Sólo Mahlke permanecía impávido.


…y una vez -estábamos a fines de junio, antes todavía de empezar las vacaciones de verano y de que el teniente de navío diera su conferencia en nuestra escuela-, Mahlke abandonó su sombra, porque uno de los muchachos de tercero no subía de la proa del dragaminas.


Bajó por la escotilla y subió al muchacho. Se había atascado en el centro del barco, antes de llegar al cuarto de máquinas. Mahlke lo encontró debajo de la cubierta, entre tubos y rollos de cable. Durante dos horas, Schilling y Hotten Sonntag trabajaron alternativamente siguiendo las instrucciones de Mahlke. Poco a poco el muchacho fue recobrando su color, pero al nadar de regreso hacia la playa tuvimos que remolcarlo.


Al día siguiente Mahlke volvió a bucear con el mismo entusiasmo de antes, pero sin el destornillador. Ya a la ida nadó con la velocidad de siempre, se nos adelantó, y, cuando nos encaramamos al puente, él había estado ya una vez abajo.


El invierno, con el hielo y los violentos temporales de febrero, se había llevado del casco el último resto de la borda, las dos plataformas giratorias y el techo de la bitácora. Sólo los excrementos encostrados de las gaviotas habían resistido a la inclemencia y seguían acumulándose. Mahlke no sacó nada y ni nos contestaba cuando lo acosábamos con preguntas. Pero al caer la tarde, cuando había bajado ya diez o doce veces y nosotros nos desentumecíamos los miembros para el regreso, bajó otra vez y no volvió, sumiéndonos a todos en la mayor inquietud y confusión.


Si digo ahora que fueron cinco minutos de espera, parecerá nada; pero después de cinco minutos largos como otros tantos años, que llenamos tragando saliva hasta que ya no podíamos mover la lengua, de tan espesa y reseca, en la cavidad reseca de la boca, fuimos bajando uno tras otro al bote. En la proa, nada: arenques. Detrás de Hotten Sonntag me aventuré por primera vez a través del mamparo, eché una ojeada superficial a la antigua cámara de oficiales, y tuve que subir disparado por la escotilla, a punto ya de reventar; volví a bajar, me deslicé dos veces más por el mamparo, y no renuncié al buceo hasta pasada una buena media hora.


Éramos seis o siete los que estábamos tendidos de bruces, jadeantes, sobre el puente. Las gaviotas iban achicando sus círculos: probablemente habrían notado algo. Por fortuna no había en el bote ninguno de los muchachos de tercero. Todos los que estábamos callábamos o hablábamos a la vez.


Las gaviotas se alejaban y volvían de nuevo. Cavilábamos toda clase de explicaciones para el bañero, para la madre de Mahlke, para su tía y para Klohse, porque había que prepararse para un interrogatorio en la escuela.


A mí, que venía a ser vecino de Mahlke, me endosaron la visita a la Osterzeile. Schilling era el que había de llevar la palabra ante el bañero y en la escuela.


– Si no lo encuentran, vendremos nadando con una corona y celebraremos aquí una ceremonia.


– Vamos a hacer una colecta. Que cada uno ponga por lo menos cincuenta pfennigs.


– Lo echaremos desde aquí por la borda o lo bajaremos a la proa.


– Y también cantaremos algo -añadió Kupka.


Pero la risa hueca y tintineante que siguió a su propuesta no venía de ninguno de nosotros: alguien reía en el interior del puente. Y mientras buscábamos todavía con la mirada y esperábamos que aquello se repitiera, la risa volvió a resonar en la proa, pero ya no sonaba hueca. Con la raya central chorreando, Mahlke se deslizó fuera de la escotilla. Respiraba apenas con esfuerzo, se frotó la reciente solanera del pescuezo y los hombros y dijo con voz balante, más bien bonachona que irónica:


– ¡Qué! ¿Me estabais preparando ya la oración fúnebre?


Antes de nadar hasta la playa -poco después del angustioso incidente le había dado a Winter un ataque de histeria, y estábamos tratando de calmarlo-, Mahlke bajó una vez más al bote. Un cuarto de hora más tarde -Winter seguía sollozando todavía-, volvía a estar sobre el puente y llevaba puestos un par de auriculares, al parecer en buen estado, como los que suelen usar los operadores de radiotelegrafía. Porque Mahlke había encontrado hacia el centro del barco el acceso a un cuarto que, dentro del puente de mando, quedaba sobre la superficie del agua. Era la cabina de radio del antiguo dragaminas. El lugar estaba tan seco como la tierra firme, dijo, aunque algo húmedo. Finalmente nos confesó que había encontrado la entrada al desenredar de los tubos y los rollos de cable al muchacho aquel de tercero.


– Pero lo he vuelto a recubrir, para que no haya quien lo encuentre. Porque mi trabajo me costó. Y ahora el escondite me pertenece, para que lo sepáis. Es muy confortable. Buen lugar para esconderse, si la situación llegara a ponerse algún día peliaguda. Tiene todavía cantidad de aparatos, la emisora y demás. Habría que volver a hacerlos funcionar. Ya veremos si lo consigo.


Pero esto sí estaba fuera de sus posibilidades. Ni lo intentó siquiera. Y aunque lo hubiera intentado secretamente, lo más probable es que no hubiese obtenido resultado alguno, porque pese a su habilidad en los trabajos manuales y en la construcción de modelos de barco, lo cierto es que sus proyectos nunca se orientaron hacia el lado técnico.


Por lo demás, si Mahlke hubiera logrado hacer funcionar la emisora y lanzar voces al aire, no cabe la menor duda de que la policía del puerto o la Marina no habrían tardado en pescarnos.


Lo que ocurrió fue que desmontó todo el material técnico de la cabina y se lo regaló a Kupka, Esch y a los de tercero, no guardando para sí sino los auriculares, que llevó puestos por espacio de una semana, hasta que los lanzó por la borda al empezar a equipar de nuevo, sistemáticamente y a su gusto, el lugar.


Llevó al bote algunos libros -ya no recuerdo cuáles, creo que fueron Tsuschima, la novela de una batalla naval, uno o dos volúmenes de Dwinger y algo de literatura religiosa-. Para ello los envolvió primero en unas mantas usadas, metió luego el paquete en un pedazo de hule, untó las suturas con pez, alquitrán o cera, y puso la carga sobre una ligera balsa, improvisada con maderas recogidas en la playa, que fue volcando en parte con nuestra ayuda, hasta el bote.


Según él, tanto los libros como las cubiertas llegaron prácticamente secas a la cabina. El cargamento siguiente consistió en velas de cera, un infiernillo de alcohol, alcohol, la marmita de aluminio, té, hojuelas de avena y legumbres secas. A menudo se ausenta por más de una hora y no contestaba cuando lo llamábamos a grandes golpes para obligarlo a regresar.


Lo admirábamos, por supuesto. Pero Mahlke apenas nos hacía caso; se fue haciendo cada vez más taciturno y, finalmente, ya ni dejó que lo ayudáramos en el transporte. Cuando hizo ante nuestros ojos un rollo muy apretado con el cromo de la Madona Sixtina que yo ya conocía de su bohardilla de la Osterzeile, lo metió en el hueco de una varilla de visillo, tapó los extremos con plastilina y transportó la Madona en el tubo, primero al bote y luego a la cabina, ya no me cupo duda alguna acerca de quién era el objeto de sus esfuerzos ni de para quién estaba equipando la cabina tan confortablemente.


Es probable que la reproducción sufriera algún daño durante la inmersión, o que el papel se resintiera de la humedad y eventualmente del goteo en aquel local que sólo podía recibir aire fresco en cantidad insuficiente, ya que no tenía ni portillas ni acceso a los ventiladores, que por lo demás estaban sumergidos; en todo caso, pocos días después de la instalación del cromo en la cabina, Mahlke volvía a llevar algo alrededor del cuello. Pero no era un destornillador lo que colgaba de la cordonera negra, sino la plaquita de bronce con el relieve de la llamada Virgen Morena de Tschenstochau, la cual, como se recordará, tenía un arillo para dicho objeto.


Fruncíamos ya las cejas significativamente, pensando: ya empieza otra vez con su manía de la Virgen, cuando volvió a desaparecer por la proa antes de que hubiéramos tenido tiempo de sentarnos sobre el puente y de secarnos, para aparecer de vuelta sin cordonera ni medalla, transcurrido apenas un cuarto de hora; se lo veía satisfecho mientras ocupaba su lugar detrás de la bitácora.


Silbaba. Era la primera vez que yo lo veía silbar. No porque fuese la primera vez que silbara, pero sí la primera que ello me llamó la atención, así que para mí era la primera vez que fruncía los labios. Siendo yo el único católico del bote, con excepción de él, era el único que podía seguir lo que silbaba: silbó un himno a la Virgen, y después otro y otro; se reclinó en uno de los restos de la borda y, con insistente buen humor y los pies colgando, empezó primero a marcar el compás contra la pared desvencijada del puente, a lo que siguió, dominando el ruido amortiguado de los pies, la secuencia entera de Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus, y a continuación -ya me lo esperaba yo- la secuencia del viernes anterior al Domingo de Ramos.


Las diez estrofas, desde el Stabat Mater dolorosa hasta el Paradisi gloria y el Amen, fueron recitadas mecánicamente de cabo a rabo y al dedillo. Yo, el más celoso de los monaguillos del reverendo Gusewski, aunque algo retraído últimamente, apenas habría podido recordar los comienzos de las estrofas.


Él, en cambio, enviaba su latín a las gaviotas sin el menor esfuerzo, y los demás, Schilling, Kupka, Esch, Hotten Sonntag y el resto, se levantaron, escucharon atentos y lanzaron sus ¡qué bárbaro! y sus ¡te vas a quedar sin saliva! Y hasta le rogaron, pese a que nada les fuera más ajeno que el latín y los cantos eclesiásticos, que volviera a repetir el Stabat Mater.


No creo, sin embargo, que te propusieras convertir la cabina de radio en capillita de la Virgen. La mayoría de los cachivaches que hallaron su camino hasta abajo nada tenían que ver con ella. Y si bien nunca visité tu escondite -no podíamos, sencillamente-, me es fácil imaginármelo como una edición reducida de tu bohardilla de la Osterzeile.


Lo único que no tenía allí su contrapartida eran los geranios y los cactos con que tu tía -a menudo contra tu voluntad- adornaba el antepecho de la ventana y el estante de varios pisos para los cactos; por lo demás, el traslado había sido completo. Después de los libros y de los utensilios de cocina, pasaron bajo cubierta los modelos de barcos, el explorador Grille y el torpedero de la clase Wolf a escala 1:1250. La tinta y varios portaplumas, una regla, el compás, la colección de mariposas y la blanca lechuza disecada hubieran de sufrir también la inmersión.


Sospecho que en aquel cuarto empañado de vapor, el mobiliario de Mahlke tuvo que ir perdiendo poco a poco su lustre, y particularmente las mariposas en sus cajas de habanos con tapa de vidrio, acostumbradas como estaban al aire seco de la bohardilla. Pero lo que más admirábamos de aquella mudanza que se prolongó por espacio de varios días era precisamente su carácter absurdo y deliberadamente destructor.


Y el celo con que Joaquín Mahlke, después de haberlos desmontado dos veranos antes con no poco esfuerzo, devolvía ahora al dragaminas polaco uno a uno todos sus objetos -el buen viejo Pilsudski, las plaquitas con instrucciones para manejar esto o lo otro, etc.- nos hizo pasar, pese a los molestos e infantiles muchachos de tercero, otro verano entretenido e incluso excitante en aquel bote para el cual la guerra sólo había durado cuatro semanas. Vaya como ejemplo: Mahlke nos ofreció música. Aquel gramófono que en verano del cuarenta, después de haber nadado con nosotros unas cinco o seis veces hasta el bote, había subido laboriosamente y pieza por pieza desde la proa o desde la cámara de oficiales, reparándolo luego en su bohardilla y proveyéndolo de un nuevo fieltro para el plato giratorio, fue uno de los últimos objetos en volver bajo cubierta, juntamente con una docena de discos.


Y en los días que duró el traslado, Mahlke no pudo resistir la tentación de llevar colgando de la acreditada cordonera alrededor del cuello la manivela del aparato. Por lo demás, parece que el gramófono y los discos soportaron bien el viaje a través de la proa y del mamparo hasta el centro del barco y luego hasta la cabina de radio, porque la misma tarde en que había terminado el transporte por etapas, Mahlke nos sorprendió con una música de resonancia cavernosa, que parecía venir tan pronto de aquí como de allá, pero siempre del interior del bote.


Era como para aflojar los remaches y el revestimiento. Aunque en el puente aún daba el sol, a punto de meterse, Ia cosa nos puso la carne de gallina. Nos soltamos a gritar: "¡Para! ¡No! ¡Sigue! ¡Pon otro!" y alcanzamos a escuchar una célebre Ave María, más larga y pegajosa que el chicle, que alisó el mar picado.


Era obvio que no podía prescindir de la Virgen. Y luego, arias, oberturas -¿dije ya que a Mahlke le gustaba la música seria?-; en todo caso, de dentro para fuera, nos fue brindando algo excitante de la Tosca, algo fabuloso de Humperdinck, y un fragmento de sinfonía con aquel dadada daaa que ya conocíamos de los conciertos populares.


Schilling y Kupka gritaban que pusiera algo más animado, pero de eso sí no tenía. Y sólo cuando puso allá abajo a Zarah consiguió el mayor efecto. En efecto, su voz subacuática nos tumbó de bruces sobre la herrumbre y los excrementos abollados de las gaviotas. Ya no recuerdo lo que cantó. Era siempre el mismo estilo.


Pero cantó también algo de una ópera que ya conocíamos de la película Patria querida. Cantaba: "Ay la he perdido"; bramaba: "El viento me ha cantado una canción"; profetizaba: "Sé que un día se hará el milagro". Sabía resonar como un órgano y conjurar elementos, pero cultivaba también toda clase imaginable de musas tiernas. Y Winter tragaba saliva y podía apenas contener el llanto, aunque también a los otros nos escocían los párpados.


Y, además, las gaviotas. Locas de por sí, se comportaban -ahora que Zarah daba vueltas allá abajo en el disco- como totalmente endemoniadas.


Lanzaban sus chillidos penetrantes, emanados probablemente de las almas de tenores muertos, sobre el bajo retumbante, profundo como un calabozo, imitable pero hasta el presente inimitado, de una estrella de cine dotada de una voz que movía a lágrimas y que en aquellos años de guerra gozaba, en la retaguardia y en el frente, de enorme popularidad.


Mahlke nos ofreció este concierto varias veces, hasta que los discos acabaron gastándose y no salían de la caja más que unas gárgaras y un rascar atormentados. Hasta el presente, nunca me ha proporcionado la música un placer mayor que aquél, y eso que apenas me pierdo un solo concierto en la Sala Robert Schumann y que así que dispongo de fondos me compro toda clase de discos long-play, desde Monteverdi hasta Bártok. Silenciosos e insaciables, estábamos todos en montón arriba del gramófono, al que llamábamos el "ventrílocuo".


Ya no se nos ocurrían más alabanzas. Sin duda, admirábamos a Mahlke; pero luego, de repente, en medio de todo aquel fragor, nuestra admiración se trocaba en su contrario, y lo encontrábamos repulsivo al grado de no atrevernos a mirarlo. Entonces, mientras un barco cargado hasta los topes iba entrando pesadamente en el puerto, lo compadecíamos moderadamente. Pero por otra parte también le temíamos, porque era un déspota. Y yo me avergonzaba de que me vieran en la calle con él. Y me sentía orgulloso cuando la hermana de Hotten Sonntag o la pequeña Pokriefke me encontraban a tu lado frente al cine o en el Heeresanger.


Porque tú eras nuestro tema constante: "¿Qué estará haciendo ahora? Me juego lo que quieras a que ya vuelve a tener dolores de garganta, Te apuesto cualquier cosa a que acabará algún día por ahorcarse, o por ser algo muy grande, o por inventar algo fantástico".. Y Schilling le decía a Hotten Sonntag: "Tú dime honradamente, si tu hermana fuera con Mahlke, al cine y lo demás, honradamente, ¿qué harías?"

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