Las investigaciones ulteriores nos estropearon la tarde del sábado, no dieron resultado alguno y sólo me dejaron en la memoria unos pocos detalles apenas dignos de mencionar, ya que no quería perder de vista a Mahlke ni su aludida corbata, que él seguía tratando de anudarse mejor, aunque lo que le hubiese hecho falta habría sido un clavo.
Decididamente, el pobre no tenia remedio. ¿Y el teniente comandante? Si la pregunta está justificada, sólo se la podrá contestar con palabras escuetas: estuvo ausente durante la investigación de la tarde y es muy posible que fueran ciertos los rumores no confirmados según los cuales habría recorrido con su novia las tres o cuatro tiendas de medallas de la ciudad.
Alguno de los de nuestra clase pretende haberlo visto el domingo siguiente en el Café de las Cuatro Estaciones rodeado de su prometida y los papás de ésta y sin que le faltara nada al cuello de su camisa.
Y los concurrentes del café se darían cuenta, un tanto intimidados, de quién era el que se sentaba allí entre ellos y se esforzaba por cortar modosamente con el tenedor el correoso pastel de aquel tercer año de guerra.
En cuanto a mí, mi domingo no me llevó al café. Había prometido al reverendo Gusewski servirle de monaguillo en la misa primera. Con su corbatín de colores, Mahlke llegó poco después de las siete, pero no logró atenuar, con las cinco viejecitas habituales, el vacío del antiguo gimnasio.
Recibió la comunión como de costumbre, del lado izquierdo. Tengo que suponer que la víspera inmediatamente después de las investigaciones, estuvo en la capilla de Santa María a confesarse; o tal vez, quién sabe por qué, fuiste a susurrarle al oído al reverendo Wiehnke en la iglesia del Sagrado Corazón.
Gusewski me retuvo y me preguntó por mi hermano, que estaba en el frente ruso, o tal vez ya no estaba, porque hacía ya varias semanas que no teníamos la menor noticia de él. Es posible que, a cuenta de haberle planchado y almidonado una vez más todos los manteles de los altares y el alba, me regalara dos rosquillas de gotas de fresa; lo cierto es que al dejar yo la sacristía, Mahlke ya se había ido.
Debió tomar el tranvía anterior al mío. En la Plaza Max Halbe tomé el remolque número 9, Schilling subió de un brinco en la calle de Magdeburgo cuando el tranvía corría ya a cierta velocidad. Hablamos de cualquier otra cosa. Tal vez le ofrecí una de aquellas rosquillas que le había sonsacado al reverendo Gusewski. Entre la Hacienda y el cementerio de Saspe alcanzamos a Hotten Sonntag. Iba en una bicicleta de señora y llevaba sentada en la parrilla a la pequeña Pokriefke.
La huesuda muchacha seguía exhibiendo unos muslos lisos como ancas de rana, pero ya no se la veía tan aplanada por todas partes. El viento de la carrera revelaba lo largo de su pelo. Pero como al llegar al cambio de Saspe tuvimos que esperar el tranvía que venia en sentido contrario, Hotten Sonntag y Tula nos volvieron a pasar.
En la parada de Brösen estaban los dos esperando. La bicicleta estaba apoyada en un cesto de papeles de la administración del establecimiento de baños. Jugaban a hermano y hermanita y se tenían mutuamente agarrados: el meñique en el meñique. El vestido de Tula era azul, azul añil, y demasiado corto, demasiado apretado y demasiado azul por todas partes.
El lío con los trajes de baño y demás lo llevaba Hotten Sonntag. Supimos arreglarnos para cambiar unas miradas en silencio, entendernos, y finalmente dejar caer en el silencio tenso la frase: "Mahlke, claro está, ¿quién otro pudo ser? ¡Qué bárbaro!" Tula quería saber más detalles, se nos apretujaba y trataba de adivinar al azar llevándose la punta del índice a los labios.
Pero ninguno de nosotros llamó la cosa por su nombre. Todo quedó en el lapidario "Quién sino Mahlke" y en el "Más claro que el agua". Pero fue SchilIing, no, fui yo quien introdujo un nuevo concepto.
Entre el hueco que dejaban la cabeza de Hotten Sonntag y la cabecita de Tula, dije:
– El Gran Mahlke. Esto no lo hace, no puede hacerlo, no lo ha hecho nadie más que el Gran Mahlke.
Y en eso quedamos. Todos los intentos anteriores de asociar el nombre de Mahlke con algún apodo habíanse revelado al poco tiempo como infructuosos. Recuerdo el de "Pollo de caldo", y, cuando no estaba presente, le llamábamos también "Tragón", o "El Tragón". Y no fue sino mi exclamación espontánea: "¡Esto lo ha hecho el Gran Mahlke!" la que había de acreditarse como viable.
Y así, pues, en estos papeles se hablará de vez en cuando del "Gran Mahlke" con referencia siempre a Joaquín Mahlke. En la taquilla nos deshicimos de Tula. Pasó a la sección para damas y llenó su traje con los omóplatos. Ante la construcción en forma de balcón del baño para varones extendíase el mar, pálido y sombreado por algunas nubes sueltas, señal de buen tiempo, que se deslizaban por el cielo.
Agua: diecinueve. Los tres, sin necesidad de buscarlo, vimos más allá del segundo banco de arena a alguien que nadaba de espaldas, agitadamente y haciendo mucha espuma, en dirección de las superestructuras del dragaminas. Nos pusimos de acuerdo para que lo siguiera uno solo.
Schilling y yo propusimos para ello a Hotten Sonntag, pero éste prefería permanecer tendido con Tula detrás de la pared asoleada del baño para familias, vertiendo arena sobre las ancas de rana.
Schilling pretendió haber desayunado demasiado:
– Huevos y lo demás. Mi abuelita de Krampitz tiene gallinas, y a veces nos trae los domingos una docenilla.
A mí no se me ocurrió nada. Había almorzado antes de la misa, ya que rara vez observaba el precepto del ayuno. Además, ni Schilling ni Hotten Sonntag habían dicho "el Gran Mahlke", me dije, de modo que me puse a seguirlo sin demasiadas prisas.
En la pasarela entre los baños para damas y para familias no faltó mucho para que llegáramos a las manos, porque Tula Pokriefke quería acompañarme. Estaba sentada, toda brazos y piernas, en la barandilla. Desde hacía ya varios veranos seguía llevando aquel traje de baño gris-ratón para niña, zurcido burdamente por todos lados, con el poquito de seno aplastado, los muslos estrangulados, y en el cual la tela deshilachada le formaba entre las piernas un pliegue bien marcado.
Alborotaba con la nariz arremangada y los dedos de los pies extendidos.
Cuando, a cambio de algún regalo -Hotten Sonntag le susurró algo al oído-, acabó por claudicar, saltaron sobre la baranda cuatro o cinco alumnos de tercero, buenos nadadores, que ya había visto yo alguna vez en el bote. Es probable que husmearan algo, porque se proponían nadar hasta allá, aunque lo negaran, diciendo:
– Vamos a otra parte. Hasta el rompeolas o así.
Hotten Sonntag se encargó de ellos:
– Al que lo siga le rompo los huevos.
Con una zambullida poco profunda desde la pasarela empecé a nadar, cambié de postura varias veces y tomé la cosa con calma. Mientras nadaba y mientras ahora escribo, trataba y trato de pensar en Tula Pokriefke, porque ni quería ni quiero estar pensando siempre en Mahlke. Por eso nadaba de espaldas, por eso escribo: andaba de espaldas.
En efecto, sólo así podía y puedo ver a Tula Pokriefke, toda huesos y en lana gris-ratón, sentada sobre la barandilla: se va haciendo más pequeña, más loca y más dolorosa; porque todos nosotros llevábamos a Tula clavada cual una espina en la carne.
Pero así que hube dejado atrás el segundo banco de arena, se me había borrado: ni punto, ni espina, ni agujero; ya no me escapaba yo de Tula nadando sino, que nadaba al encuentro de Mahlke, y escribo ahora en tu dirección: nado de pecho, pero sin prisas.
Y vaya esto entre braza y braza -como que el agua me sostiene-: éste era el último domingo antes de las grandes vacaciones. ¿Qué pasaba entonces en el mundo? Habían ocupado Crimea, y en el norte de África Rommel volvía una vez más al ataque. Desde Pascua estábamos ya en quinto. Esch y Hotten Sonntag habían solicitado ingresar como voluntarios en la Luftwaffe, pero luego fueron enviados -lo mismo que yo, que no acababa por decidirme entre ir o no a la marina- a los granaderos de tanques, especie de infantería mejorada.
Mahlke no solicitó el alistamiento voluntario, sino que, como siempre, se distinguió de los demás.
– Os debe faltar algún tornillo -decía.
Y eso que a él, que tenía un año más, se le brindaban mejores oportunidades de salir antes que nosotros.
Pero el que escribe no debe adelantarse a los hechos. Los últimos doscientos metros los nadé de pecho, sin cambiar de postura y más lentamente todavía, a fin de conservar el aliento.
El Gran Mahlke estaba sentado como siempre a la sombra de la bitácora. El sol le daba sólo en las rodillas. Ya debía de haber bajado una vez. Los restos de una obertura subían haciendo gárgaras, flotaban en un viento poco propicio y me venían al encuentro juntamente con el chapalear de las olas.
Así era él: bajaba a su bohardilla, daba cuerda a la caja, ponía un disco, volvía a subir con la raya central chorreando, se acurrucaba a la sombra y escuchaba su música, en tanto que, con sus chillidos, las gaviotas confirmaban arriba del bote la creencia en la transmigración de las almas.
No, antes de que sea demasiado tarde quiero tumbarme una vez más de espaldas y contemplar las grandes nubes que cual enormes sacos de patatas venían siempre y en procesión regular del Putziger Wiek, pasaban arriba de nuestro bote y seguían en dirección sudeste, proporcionando cambios de luz y un fresco a largo de nube.
Nunca más -o sólo en aquella exposición que con mi ayuda el Padre Albán organizó hace un par de años en la sala de nuestro establecimiento: "Nuestros niños pintan el verano"- he vuelto a ver unas nubes tan bonitas, tan blancas y tan parecidas a sacos de patatas. Y por ello quiero preguntarme una vez más, antes de que la herrumbre abollada del bote se materialice: ¿Por qué yo? ¿Por qué no Schilling o Hotten Sonntag?
También hubiera podido mandar al bote a los de tercero o a Hotten Sonntag con Tula. O incluso hubiéramos podido ir todos juntos, con Tula entre nosotros, sobre todo por cuanto los de tercero, y en particular uno que debía estar emparentando con ella -ya que todos le llamaban el primo de Tula-, estaban locos por aquellos huesos. Pero es el caso que yo nadé solo, dejé que Schilling cuidara que nadie me siguiera, y nadé sin apresurarme. Yo, Pilenz -¿qué tiene que ver con ello mi nombre de pila?-, antiguo monaguillo que quería ser Dios sabe qué y soy ahora secretario de un establecimiento de asistencia, no puedo desprenderme del hechizo; leo a Bloy, los gnósticos, Böll, Friedrich Heer, e impresionado a menudo por las Confesiones del buen viejo Agustín, discuto durante noches enteras ante una taza de té demasiado negro la sangre de Jesucristo, la Trinidad y el sacramento de la Gracia con el Padre Albán, franciscano inteligente y creyente a medias, y le hablo de Mahlke y de la Virgen de Mahlke, de la ternilla de Mahlke y de la tía de éste, de la raya de Mahlke, de su agua azucarada, del gramófono, la blanca lechuza y el destornillador, de las borlas de lana, los botones fosforescentes y el gato y el ratón y mea culpa y de cómo el Gran Mahlke estaba sentado en el bote, y yo, sin apresurarme, fui nadando hacia él, unos ratos de pecho, otros de espalda, porque sólo yo era lo bastante amigo suyo, si es que con Mahlke se podía ser amigo, o me esforzaba en todo caso por serlo.
Pero, ¿por qué decir que me esforzaba, si lo cierto es que iba a su lado y al de sus atributos cambiantes del modo más natural y sin el menor esfuerzo? Si Mahlke me hubiera dicho en alguna ocasión: "Haz esto o aquello", no cabe duda de que lo hubiera hecho y aun más. Pero lo cierto es que Mahlke nunca dijo nada y aceptaba simplemente, sin palabra o signo alguno, que yo lo siguiera y fuera a buscarlo a la Osterzeile, no obstante el rodeo que eso representaba para mí, por el solo privilegio de poder ir a la escuela a su lado.
Y cuando él introdujo la moda de las borlas, yo fui el primero en seguirla y en ponérmelas en el cuello. Lo mismo que también llevé por algún tiempo, aunque sólo dentro de casa, un destornillador colgando de una cordonera.
Y si seguí luego prestando mis servicios de monaguillo al reverendo Gusewski, pese a que a partir del tercer año la fe y los demás supuestos ya se me hubieran ido, no fue sino para poder contemplar durante la comunión la garganta de Mahlke.
Y cuando después de las vacaciones de Pascua del cuarenta y dos -en el Mar de Coral tenían lugar en aquel entonces batallas navales con portaaviones- el Gran Mahlke se afeitó por primera vez, yo empecé también, dos días después, a raparme la barbilla, por más que no me asomara a la cara el menor vello.
Y si después de la conferencia del comandante de submarino, Mahlke me hubiera dicho: "Pilenz, ve y escamotéale aquello con la cinta", yo habría cogido del gancho la medalla y la cinta rojo-blanco-negra y te la hubiera guardado. Pero Mahlke cuidaba de sus asuntos por sí mismo, estaba acurrucado sobre el puente a la sombra y escuchaba los restos torturados de su música subacuática: Cavalleria rusticana -arriba gaviotas; el mar ora liso, ora rizado, ora agitado por breves olas; dos gruesos barcos en la rada; sombras de nubes; hacia Putzig una formación de botes ligeros: seis estelas, y entre ellas algunos barcos pesqueros- ya el bote hace gárgaras, nado lentamente de pecho, miro a otra parte, miro adelante, miro más allá, entre los restos de los ventiladores -¿cuántos eran exactamente?-, y antes de que mis manos se agarren a la herrumbre, te veo a ti, tal como te he estado viendo por espacio de quince años por lo menos: ¡a ti!; nado, me agarro de la herrumbre, y te veo a ti: el Gran Mahlke está acurrucado inmóvil a la sombra, el disco del sótano se atasca y va repitiendo el mismo pasaje, del que se ha enamorado, hasta que se le acaba la cuerda; las gaviotas se alejan, y tú llevas colgando del cuello el objeto con la cinta.
Se veía cómico, porque aparte de ello no llevaba puesto nada más. Estaba acurrucado, desnudo, en los huesos, bien tostado del sol, en la sombra. Sólo tenía iluminadas las rodillas. Su largo miembro semidespierto y los testículos aplanados sobre la herrumbre.
Las corvas le apretaban las manos. Su pelo, en mechones sobre las orejas, aunque partido siempre por el centro, no obstante el buceo. La cara; una expresión de redentor; y debajo, por toda prenda, la gran golosina, la enorme golosina, inmóvil, tres dedos abajo de la clavícula.
Por vez primera, la nuez, que según sigo suponiendo -y no obstante que él tuviera motores de repuesto- era al propio tiempo motor y freno de Mahlke, había hallado su contrapeso exacto. Dormía tranquilamente bajo la piel, y por cierto tiempo no tuvo necesidad de agitarse, porque aquello que la calmaba y la cruzaba armoniosamente tenía su historia, habiendo sido dibujado en 1813, época en que se cambiaba oro por hierro, por el buen viejo Schinkel, que sabía cómo atraer el ojo con un sentido clásico de la forma; pequeñas modificaciones de 1870 a 1871, pequeños retoques de 1914 a 1918, y ahora también.
Sin embargo, no tenía nada que ver con aquel Pour le mérite derivado de la Cruz de Malta, pese a que el engendro de Schinkel pasara por vez primera del pecho al cuello y preconizara la simetría como credo.
– ¡Hola, Pilenz! ¿Qué te parece? Buena pieza, ¿no?
– ¡Fantástica! Deja que la toque.
– Bien ganada, ¿eh?
– En seguida pensé que eras tú quien la había escamoteádo.
– ¿Cómo que escamoteado? Si me fue conferida ayer mismo porque del convoy de la ruta de Murmansk hundí cinco barrigudos y además un crucero de la clase Southampton…
Nos entregamos a aquel juego de sandeces, esforzándonos por hacer mutuamente gala de buen humor; bramamos todas las estrofas de la canción "Vamos contra Inglaterra" e inventamos otras nuevas, conforme a cuya letra, sin embargo, no eran buques tanques ni transportes de tropas lo que en ellas resultaba perforado por el centro, sino determinadas muchachas y maestras de la Escuela Superior Gudrún; sirviéndonos del hueco de las manos como altavoz, gangueamos comunicados oficiales con cifras de hundimientos en parte fantásticas y en parte obscenas, y con los puños y los talones golpeábamos a manera de tambor la cubierta del puente.
Y el bote retumbaba, traqueteaba, saltaban excrementos secos, volvían las gaviotas, botes ligeros entraban, deslizábanse en el cielo sobre nuestras cabezas bellas nubes blancas, ligeras como penachos de humo en el horizonte; un ir y venir, felicidad, centelleo; ni un solo pez fuera del agua, el tiempo propicio; y había que verlo saltar; pero no por lo de la garganta, sino porque se sentía lleno de vida y, por vez primera, un poco alocado, sin cara de redentor; se quitó la cosa del cuello, se sujetó los extremos de la cinta en los huesos de la cadera, mientras con las piernas y los hombros y la cabeza ladeada imitaba en forma asaz cómica, haciendo remilgos y no sin gracia, a una muchacha, aunque a ninguna en particular, dejó que la gran golosina metálica le bamboleara delante de los testículos y del miembro, atributos que, sin embargo, la orden apenas alcanzaba a ocultar en un tercio.
De paso -y mientras tu número de circo empezaba ya a atacarme los nervios- le pregunté si se proponía quedarse con la cosa, insinuando que lo mejor sería sin duda estibarla en su bodega, bajo el puente, entre la blanca lechuza, el gramófono y Pilsudski.
Pero el Gran Mahlke tenía otros planes, y los llevó adelante. Porque si Mahlke hubiera estibado la cosa bajo cubierta, o mejor, si yo no hubiera sido amigo de Mahlke, o mejor todavía, si las dos cosas a la vez, esto es: aquella cosa segura en la cabina de radio y yo sólo ligado a Mahlke superficialmente, por curiosidad o porque íbamos a la misma clase, yo no tendría ahora que escribir ni que decirle al Padre Albán: "¿Fue culpa mía que después Mahlke…?" Pero es el caso que escribo porque tengo que descargar mi conciencia.
Resulta agradable, sin duda, efectuar ejercicios sobre el blanco papel; pero, ¿de qué me sirven las nubes blancas, la brisa, los botes ligeros entrando puntualmente y una bandada de gaviotas actuando a manera de coro griego? ¿De qué me sirve toda la magia con la gramática? Aunque lo escribiera todo con minúsculas y sin puntuación, no tendría más remedio que decir: Mahlke no estibó aquella cosa en la cabina de radio del antiguo dragaminas polaco Rybitwa, no colgó el aparato entre el Mariscal Pilsudski y la Virgen Morena, ni arriba del gramófono moribundo y de la blanca lechuza en descomposición, sino que, con la golosina colgándole del cuello y mientras yo contaba las gaviotas, se limitó a hacer otra breve visita abajo de apenas media hora, se regodeó con la elegante orden ante su Virgen -de eso estoy seguro-, la volvió a subir a la luz a través de la escotilla de proa, se metió provisto de su collar en el taparrabo, nadó conmigo a un ritmo moderado de regreso al establecimiento de baños y, con el pedazo de hierro en la mano cerrada, se lo llevó, ocultándolo a los ojos de Schilling, Hotten Sonntag, Tula Pokriefke y los de tercero, a su caseta de la sección para caballeros.
Sólo a medias y de mala gana informé a Tula y a su séquito; desaparecí luego a mi vez en la caseta, me vestí rápidamente, y alcancé todavía a Mahlke en la parada de la línea 9.
Durante todo el trayecto traté de convencerlo de que, si había decidido hacerlo así, devolviera en todo caso la orden personalmente al teniente comandante, cuya dirección no había de resultar difícil de averiguar. Creo que no me escuchaba.
Ibamos de pie y apretujados en la última plataforma del tranvía. A nuestro alrededor el apiñamiento de un mediodía de domingo. Entre parada y parada abría él la mano, entre su camisa y la mía, y ambos mirábamos hacia abajo, hacia el severo metal oscuro y la cinta, mojada todavía y ajada. A la altura de la Hacienda de Saspe, Mahlke levantó provisionalmente la orden, pero sin colgársela, hasta delante del nudo de su corbatín, y trató de servirse de los cristales de la plataforma como espejo.
Durante la parada en espera del tranvía contrario miré por encima de una de sus orejas, del cementerio en ruinas de Saspe y de los pinos encorvados de la playa, en dirección del aeródromo, y tuve suerte: un grueso trimotor Ju 52 que aterrizaba pesadamente en aquel instante vino en mi ayuda.
Es probable, sin embargo, que la multitud dominguera del tranvía tampoco tuviera tiempo para fijarse en las exhibiciones del Gran Mahlke, ya que por encima de los bancos y de los líos de ropa había que luchar a gritos con niños de pecho a los que la fatiga de la playa hacía más pesados.
Sus llantos y berridos, estallando, calmándose, subiendo, bajando y pasando gradualmente al sueño, resonaban de la plataforma delantera a la de atrás y viceversa, sin hablar de los olores, capaces de agriar cualquier leche. Bajamos en la terminal del Brunshoferweg, y Mahlke dijo por encima del hombro que se proponía ir a interrumpir la siesta del director del Instituto, Dr. Waldemar Klohse; que quería ir solo y que tampoco tenía objeto el que yo lo esperara.
Klohse vivía -como era bien sabido- en la avenida de Baumbach. Lo acompañé todavía a lo largo del túnel embaldosado bajo el terraplén, y dejé luego que el Gran Mahlke se fuera solo: no parecía tener la menor prisa y caminaba más bien en un zigzag de ángulos obtusos.
Tenía cogidos los extremos de la cinta con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y la cruz giraba en el aire y lo guiaba a manera de hélice propulsora hacia la avenida de Baumbach. ¡Funesto plan, funesto cumplimiento! Si al menos hubieras lanzado la cosa a lo alto de los tilos no habrían faltado allí, en aquel barrio residencial lleno de árboles frondosos, urracas bastantes para habérsela llevado a su escondrijo, junto a la cucharita de plata, el anillo y el broche, el montón de las baratijas.
El lunes, Mahlke no vino a la escuela. En la clase empezábase a rumorear. El profesor Brunies daba alemán. Chupaba como siempre las tabletas de Cebión que habría debido repartir entre los alumnos.
Tenía abierto ante sí a Eichendorff. Sus vetustas palabras nos llegaban desde la cátedra endulzadas y pegajosas. Primero unas páginas del Tunante, luego El rodezno, El anillito,
El juglar
– Partieron dos alegres viandantes
– Si hay un cervato al que prefieras
– Dormita un canto en cada cosa
– Viene una brisa azul y tibia.
De Mahlke, ni palabra.
Apenas el martes vino el director Klohse con su carpeta gris, se colocó al lado del profesor Erdmann -que se frotaba las manos sin saber dónde ponerlas-, y por encima de nuestras cabezas resonó Klohse con aliento mentolado: se había producido algo inaudito y, lo que era peor, en tiempos cruciales, en los que todos debemos estar unidos.
El estudiante en cuestión -así dijo Klohse, sin mencionar nombre alguno- había sido expulsado del establecimiento. Sin embargo, se había desistido de dar parte a otras autoridades, como por ejemplo la dirección regional del Partido. Se encarecía, pues, a todos los alumnos que guardaran un silencio viril y que, fieles al espíritu de la escuela, trataran de compensar con la suya una conducta indigna.
Así lo deseaba un antiguo alumno, el teniente de marina, comandante de submarino, condecorado con la etcétera, etcétera…
Así nos dejó Mahlke, que fue transferido -durante la guerra apenas se expulsó definitivamente a nadie del Instituto- a la Escuela Superior Horst Wessel, en donde tampoco se hizo mucho ruido a propósito del incidente.