La aparición en el aula de nuestro Instituto del teniente de navío y comandante de submarino profusamente condecorado puso fin a los conciertos en interior del antiguo dragaminas polaco Rybitwa.
Claro que, aunque no hubiera venido, el gramófono y los discos no hubieran dado más que para otros tres o cuatro días; pero es el caso que vino, paró la música subacuática sin necesidad de trasladarse a nuestro bote y dio a las conversaciones sobre Mahlke un nuevo sesgo, aunque no fundamentalmente nuevo. El teniente de navío pasaría su bachillerato en el año treinta y cuatro. Decíase de él que antes de alistarse voluntariamente en la Marina había estudiado algo de teología y de filología germánica. No puedo menos que decir que su mirada era fogosa. El pelo espeso, rígidamente crespo acaso, daba a su cabeza un aire de antiguo romano. No llevaba la barba típica de los comandantes de submarino, pero las cejas le sobresalían a manera de tejado.
Su frente, mitad de pensador y mitad de soñador, carecía de arrugas transversales, pero ostentaba, en cambio, dos rectas verticales que le arrancaban de la base de la nariz, en constante búsqueda de Dios. Reflejos luminosos en el punto extremo de una bóveda audaz. Fina y aguda la nariz. La boca, que abrió para nosotros, tenía esa curva delicada típica del orador.
El aula, llena a rebosar, y un sol matinal espléndido. Estábamos sentados en los huecos de las ventanas. ¿De quién había sido la idea de invitar a la conferencia del orador de boca delicadamente curvada a las dos clases superiores de la Escuela Gudrún?
Las muchachas estaban sentadas en las primeras hileras de bancos. Hubieran debido llevar sostenes, pero no los llevaban. Primero, cuando el bedel anunció la conferencia, Mahlke no quería ir. Sintiendo que lograría imponerme, lo tomé del brazo. Sentado junto a mí en el nicho de la ventana -detrás de nosotros y de los cristales teníamos los castaños inmóviles del patio de recreo-, Mahlke empezó a temblar aun antes de que el teniente comandante abriera la boca.
Se metió las manos bajo las corvas, pero el temblor seguía. El cuerpo de profesores, comprendidas dos profesoras de la Escuela Gudrún, llenaba un semicírculo de sillas de roble, de alto respaldo y cojines de piel, que el bedel había dispuesto esmeradamente.
El profesor Moeller dio unas palmadas y consiguió que poco a poco se fuera haciendo silencio para escuchar al director Klohse. Detrás de las trenzas dobles y las colas de caballo estaban sentados los alumnos de segundo año con sus cortaplumas: algunas muchachas se llevaron las trenzas hacia adelante.
A los de segundo sólo les quedaron las colas de caballo. Esta vez hubo una introducción. Klohse habló de todos los que estaban en el frente, de los de tierra, mar y aire; habló profusamente, y con poca inflexión de la voz, de sí mismo y de los estudiantes en Langenmark, y en la Isla de Oesel cayó Walter Flex, cita:
Madurar permaneciendo limpios: las virtudes varoniles. Acto seguido, Fichte o Arndt, cita; De ti solo y de tus obras. Recuerdo de una excelente composición que el teniente comandante había escrito en quinto año sobre Arndt o Fitche: "Uno de los nuestros, surgido de nuestro medio y del espíritu de nuestro Instituto, y en este sentido vamos a…" ¿Necesito decir con qué celo, durante el preámbulo de Klohse, circulaban papelitos entre nosotros, los de los nichos de las ventanas, y las muchachas de quinto año?
Por supuesto, los de segundo borronearon en ellos sus porquerías acostumbradas. Yo envié una notita con ya no sé qué a Vera Plötz o a Hildita Matull, pero ni me la devolvieron ni recibí respuesta alguna. Las corvas de Mahlke seguían aprisionando las manos de Mahlke.
El temblor se fue calmando. El teniente comandante estaba sentado en la tarima, ligeramente apachurrado, entre el antiguo profesor Brunies, que como de costumbre chupaba tranquilamente sus caramelos, y el doctor Stachnitz, nuestro profesor de latín.
Mientras la introducción tocaba a su fin, mientras nuestros papelitos iban y venían, mientras los de segundo con sus cortaplumas, mientras la mirada del retrato del Führer se encontraba con la mirada del Barón de Conradi y mientras el sol matutino se iba deslizando fuera del aula, el teniente comandante humedecíase constantemente los labios delicadamente curvados de orador, miraba al auditorio con cara de pocos amigos y se esforzaba por no ver a las alumnas de las clases superiores.
La gorra correctamente sobre las rodillas paralelas. Los guantes bajo la gorra. Uniforme de gala. La baratija del cuello muy visible sobre una pechera extraordinariamente blanca.
Un movimiento repentino de cabeza, seguido a medias por la condecoración, hacia las ventanas laterales del aula:
Mahlke se estremeció, sintiéndose identificado, aunque en realidad no fue así. A través de la ventana en cuyo nicho estábamos sentados, el comandante de submarino miraba hacia los inmóviles castaños polvorientos; y yo pensaba, o pienso ahora: ¿en qué pensará, en qué pensará Mahlke, o Klohse, mientras habla, o el profesor Brunies mientras chupa, o Vera Plotz mientras tu papelito, o Hildita Matull; en qué piensa él él él, Mahlke o el de la boca de orador?
Porque sería interesante saber en qué piensa un comandante de submarino mientras escucha y deja vagar la mirada, sin retículo ni horizonte oscilante, hasta hacer que el estudiante Mahlke se sienta señalado.
En realidad, miraba por encima de las cabezas de los alumnos y a través de los dobles cristales de las ventanas hacia el verde seco de los árboles indiferentes del patio de recreo, y se humedecía una vez más y todo alrededor, con lengua carmesí, la boca de orador, porque ya Klohse trataba de enviar, con palabras que transportaba un aliento mentolado, una frase hasta el centro del aula: "Y ahora, nosotros, los civiles, vamos a escuchar con atención lo que vosotros, hijos de nuestro pueblo, podéis decirnos acerca del frente, de todos los frentes". La boca de orador nos había engañado.
El teniente comandante empezó con una insípida reseña como las que pueden encontrarse en cualquier calendario de la flota: Misión de los submarinos. Submarinos alemanes durante la Primera Guerra Mundial: Wedingen, el submarino U 9 decide la campaña de los Dardanelos, en total trece millones de toneladas brutas de registro; luego nuestros primeros submarinos de doscientas cincuenta toneladas, motores eléctricos bajo el agua y diesel en la superficie; el nombre de Prien, y en seguida Prien con el U 47, y el teniente comandante Prien hundió el Royal Oak -ya lo sabíamos, ya lo sabíamos-, y luego el Repulse, y Schuhart el Courageous, etcétera, etcétera.
Y a continuación, lo de siempre: "… la tripulación es una hermandad jurada, porque lejos de la patria, qué tensión de nervios, podéis imaginároslo, nuestro barco en mitad del Atlántico o del Ártico, como una lata de sardinas, estrecha húmeda cálida, los hombres obligados a dormir sobre los torpedos de reserva, días y días sin que pase nada, vacío el horizonte, y luego finalmente un convoy, la escolta formidable, todo tiene que hacerse al mi límetro, ni una palabra que sobre; y cuando nuestro primer buque cisterna, el Arndale, de dieciséis mil doscientas toneladas de desplazamiento, construido en treinta y siete, con dos anguilas en el mero centro, entonces, créamelo usted o no, querido doctor Stachnitz, pensé en usted, y sin desconectar empecé en voz alta: qui quae quod, cuius cuius cuius… hasta que nuestro primer teniente me gritó por el altavoz: `¡Muy bien, señor comandante, tiene usted el día libre!'.
Pero, por desgracia, una misión contra el enemigo no consiste sólo en ataques y fuego el uno y fuego el dos; durante días y días el mismo mar monótono, el balanceo y el cabeceo del barco, y arriba el cielo, un cielo que da vértigo, podéis creerlo, y puestas de sol…"
Pese a que había hundido doscientas cincuenta mil toneladas brutas de registro, un crucero ligero de la clase Despatch y un cazatorpedero de la clase Tribal, aquel teniente comandante llenó más su disertación con verbosas descripciones de la naturaleza que con los detalles de sus éxitos, extendiéndose al propio tiempo en metáforas atrevidas como, por ejemplo: "…con la popa hirviendo en un mar de blanquísima espuma deslumbrante, una preciosa cola de ondulante encaje sigue al barco, que cual novia ricamente ataviada avanza al encuentro de la muerte".
Risas sofocadas, y no sólo entre las muchachas de trenzas, cuando otra figura vino acto seguido a borrar por completo a la novia: "El submarino es como una ballena con joroba, cuyo mar de popa se parece a la barba profusamente rizada de un húsar".
Por otra parte, el teniente comandante se pintaba solo para dar a las escuetas indicaciones técnicas una entonación como de narración fabulosa. Es probable que su disertación se dirigiera más a Papá Brunies, su antiguo profesor de alemán, conocido como entusiasta de Eichendorff, que a nosotros -como que la riqueza de léxico de sus composiciones escolares había sido reiteradamente mencionada por Klohse -, y así, palabras como las de "bomba de popa" o "timonel" eran pronunciadas por él con un dejo misterioso.
Creería probablemente que al hablar de "radiogoniómetro" y de "aguja giroscópica" nos con taba algo nuevo, siendo así que, en realidad, todas aquellas monsergas nos las sabíamos de memoria. Pero él adoptaba aires de abuela contando cuentos de hadas, y pronunciaba todo eso de "turno de guardia" o "mamparo hermético", o inclusive una expresión tan corriente como la de "mar de oleaje cruzado", con el mismo susurro misterioso con que el bueno de Andersen o los hermanos Grimm hablaron en su día de los "impulsos de Asdic". La cosa subió de punto cuando empezó a pintar puestas de sol: "Y antes de que la noche atlántica descienda sobre nosotros como un velo hecho por arte de magia de cuervos negros, amontónanse colores cuales nunca los vemos en la tierra firme: inflámase un anaranjado carnoso y antinatural, y luego vaporoso e ingrávido, iluminado en los bordes como en los cuadros de los antiguos maestros, en cuyo medio flotan nubes de delicado plumaje; ¡qué peregrina luz sobre el oleaje sanguinolento!" Con la tiesa golosina colgándole del cuello, hizo también retumbar y susurrar un órgano de colores, pasando del azul acuoso y el vidrioso amarillo limón hasta el pardo purpúreo.
Se le encendían las amapolas en el cielo, y entre ellas flotaban nubes plateadas que luego se empañaban de rojo: "¡Como si pájaros y ángeles se desangraran!", dijo textualmente con su boca de orador. Y luego, de repente, dejó que de ese cielo tan audazmente descrito y de esas nubecillas bucólicas saliera zumbando un hidroavión del tipo Sunderland en dirección del submarino. Pero no le hizo nada.
Y luego abrió con la misma boca de orador, pero sin metáforas, la segunda parte de su conferencia. Concisa, seca, convencional: "Estoy sentado en la silla del periscopio. Atacamos. Probablemente un barco frigorífico: se hunde por la popa. Nos sumergimos a ciento diez. Destroyer a la vista, en los ciento setenta. Babor diez, nuevo curso a ciento veinte, nos mantenemos a ciento veinte, el ruido de la hélice se desvanece, vuelve, lo tenemos a ciento ochenta grados, buques patrulla: seis siete ocho once: se va la luz, se enciende el alumbrado de emergencia, y las estaciones responden todas claramente una tras otra. El destroyer se ha detenido. Última anotación ciento sesenta, babor diez. Nuevo curso cuarenta y cinco grados…".
Por desgracia a este inciso realmente apasionante siguieron de inmediato nuevas ilustraciones poéticas, tales como: "El invierno atlántico", o "el Mediterráneo fosforescente", así como un cuadro de ambiente: "Navidad en el submarino", con la obligada escoba transformada en árbol de Navidad. Para terminar improvisó, confiriéndole carácter místico, el retorno después de la misión cumplida con Ulises y todos los demás tópicos de rigor: ''Las primeras gaviotas anuncian el puerto". No recuerdo si el director Klohse terminó la sesión con las palabras rituales: "Y ahora a trabajar", o si cantamos "Nos gustan las tormentas".
Recuerdo más bien el aplauso sordo pero respetuoso y el desordenado levantarse de los asientos iniciado por las muchachas y las trenzas. Cuando me volví hacia Mahlke, éste había desaparecido y sólo pude ver emerger dos o tres veces su raya frente a la salida de la derecha, pero no logré bajarme del nicho de la ventana a las baldosas enceradas, ya que durante la conferencia se me había dormido una de las piernas.
No volví a topármelo hasta los vestidores que estaban a un lado del gimnasio pero no se me ocurrió nada para iniciar la conversación. Ya mientras nos cambiábamos empezaron a circular rumores que luego se confirmaron, de que el teniente comandante, no obstante no estar en forma, había pedido permiso a su antiguo profesor de gimnasia, Mallenbrandt, para poder tomar parte en una de las lecciones en el viejo gimnasio familiar, y de que era a nosotros a quienes iba a corresponder el honor de acompañarlo en ello.
Durante las dos horas que como de costumbre ponían fin, los sábados, a nuestra semana escolar, nos mostró, primero a nosotros y luego a los del último curso que solían juntársenos a partir de la segunda hora, de lo que era capaz. Bajo, con abundante pelo negro en el pecho, bien proporcionado. Había pedido prestado a Mallenbrandt el tradicional calzón rojo de gimnasta y la camisa blanca con franja roja y la C negra bordada.
Mientras se cambiaba, rodeábale un grupo de alumnos. Muchas preguntas: "… ¿me permite verla más de cerca?" "¿Cuánto dura?" "¿Y si…?" "Un amigo de mi hermano que…" Contestaba con paciencia. A veces se reía sin motivo pero en forma contagiosa.
El vestidor relinchaba, y si Mahlke me llamó la atención, fue justamente porque no reía como los demás atento, exclusivamente a plegar y colgar sus prendas de vestir. El pito de Mallenbrandt nos llamó al gimnasio y bajo la barra fija. Discretamente secundado por Mallenbrandt, el teniente comandante dirigía la lección, lo que significaba que no hubimos de esforzarnos demasiado, ya que él tenía interés en hacernos una demostración, sobre todo de la doble vuelta en la barra con salto a piernas abiertas. Aparte de Hotten Sonntag, sólo Mahlke podía hacerlo, pero nadie soportaba mirarlo: tan horribles eran su vuelta y su salto con las rodillas encorvadas.
Cuando el teniente comandante empezó con nosotros una serie de ejercicios sueltos y cuidadosamente estructurados en el suelo, la nuez de Mahlke seguía agitándose locamente y como si algo la hubiera picado. En el salto de anchura sobre siete hombres, que había de terminar con una voltereta hacia adelante, aterrizó en la estera ladeado torciéndose probablemente el pie, porque se sentó aparte en una escalerilla, con el cartílago agitado todavía, y seguramente se escabulló cuando se nos juntaron los de sexto, al comenzar la segunda hora.
No se nos volvió a reunir hasta el juego de básquetbol contra aquéllos, e hizo inclusive tres o cuatro canastas, aunque de todos modos perdimos. Nuestro gimnasio neogótico conservaba su atmósfera solemne en el mismo grado en que la capilla de Santa María, en Neuschottland, nunca perdió por completo el carácter prosaico del gimnasio que fuera antes, pese a todo el yeso pintado y a toda la pompa eclesiástica regalada que el reverendo Gusewski desplegara a la luz deportiva de sus anchos ventanales.
Y si aquí todos los misterios tenían lugar a la luz del día, nosotros, en cambio, practicábamos nuestros ejercicios en una penumbra misteriosa. Nuestro gimnasio tenía ventanas ojivales, y los adornos de ladrillo dividían los vidrios coloreados de las rosetas.
En tanto que en la capilla de Santa María el ofertorio, la consagración y la comunión constituían a manera de procesos mecánicos en plena luz y sin magia alguna -lo mismo se hubieran podido distribuir allí, en vez de hostias, herrajes de puerta, herramientas o bien, como en otro tiempo, aparatos gimnásticos o palos de relevo-, en la luz mística de nuestro gimnasio, en cambio, el mero sorteo de los dos equipos de básquetbol, cuyo animado juego de diez minutos ponía fin a la clase de cultura física, adquiría el carácter solemne e impresionante de una ordenación o una confirmación, y el alejarse de los elegidos hacia el fondo semioscuro de la sala tenía lugar con esa humildad de los que efectúan algún rito sagrado.
Cuando la luz del sol caía diagonalmente y algunos rayos matutinos lograban filtrarse hasta el interior a través del follaje de los castaños del patio de recreo y de las ventanas ojivales, llegábase a efectos impresionantes con las figuras de los gimnastas en los anillos o en el trapecio. Si cierro los ojos, veo todavía al pequeño teniente comandante ejecutando ágiles y fluidos ejercicios en el trapecio lanzado al vuelo, con su calzón rojo de gimnasta que recordaba el rojo de los monaguillos; veo surgir sus pies impecablemente tendidos -practicaba descalzo- en uno de los dorados rayos oblicuos del sol; veo tenderse sus manos -porque de repente se colgaba del trapecio sujetándose con las corvas- hacia alguno de aquellos haces de luz hechos de un polvo finísimo de oro.
Sí, nuestro gimnasio era maravillosamente anticuado. También el vestuario recibía luz lateral, y de ahí que lo llamáramos la Sacristía. Mallenbrandt tocó el pito, y terminado así el partido de básquetbol, los de los años quinto y sexto hubimos de formar y de cantar para el teniente comandante "Vamos al monte en el rocío matutino tralalá", a continuación de lo cual rompimos filas y nos dirigimos a los vestidores.
Inmediatamente volvió a producirse la aglomeración alrededor del teniente comandante. Sólo los de sexto mostraban un poco más de reserva. Después de haberse lavado cuidadosamente las manos y los sobacos en la única fuente existente -no había duchas- y mientras se ponía rápidamente la ropa interior y se quitaba el calzón prestado -sin que lográramos ver nada-, el teniente comandante seguía contestando las preguntas de los escolares, lo que hacía de buena gana, riendo y con un tolerable grado de condescendencia.
De pronto, entre pregunta y pregunta, se calló y empezó a buscar, disimuladamente primero y con mano insegura, pero abiertamente después, e incluso debajo del banco.
– Un momento, muchachos, vuelvo en seguida a cubierta.
Y con su pantalón azul marino, su camisa blanca, descalzo, pero con los calcetines puestos, el teniente comandante se abrió paso entre los estudiantes, las hileras de bancos y el olor de parque zoológico: Pequeño Pabellón de Fieras.
El cuello de la camisa, abierto y levantado, listo para recibir la corbata y la cinta con la cruz que no quiero mencionar. De la puerta del despacho de Mallenbrandt colgaba el horario semanal de las clases de gimnasia. Llamó y entró al propio tiempo.
¿A quién no se le ocurrió, como a mí, pensar en Mahlke? No estoy seguro de que se me ocurriera inmediatamente, aunque hubiera debido ocurrírseme, pero de lo que sí estoy seguro es de no haber exclamado en voz alta: "¿Dónde demonios estará Mahlke?" Tampoco Schilling gritó nada, ni Hotten Sonntag, ni Winter Kupka Esch.
Ninguno dijo nada; antes bien, nos pusimos tácitamente de acuerdo en que había sido aquel cretino de Buschmann, un mocoso al que no se le podía borrar de la cara la estúpida risita con que había venido al mundo ni con una docena de bofetones. Cuando Mallenbrandt, con su albornoz de toalla peluda y acompañado del teniente comandante a medio vestir, llegó hasta nosotros y rugió su "¿Quién fue? ¡Que se presente enseguida!" empujamos hacia adelante a Buschmann. También yo grité Buschmann, y estuve inclusive en condiciones de pensar para mí y sin el menor esfuerzo: claro, sólo pudo haber sido Buschmann, porque ¿quién, sino Buschmann?
Pero sólo cuando Buschmann se vio acosado a preguntas por todas partes, también por parte del teniente comandante y del auxiliar de sexto año, empezó a hormiguearme algo, muy superficialmente primero, en el cogote. Y el hormigueo se afirmó al recibir Buschmann su primer bofetón, porque la risita no se le quitaba de la cara ni aun bajo el interrogatorio.
Y mientras con la vista y el oído esperaba yo todavía una confesión categórica de Buschmann, me fue subiendo, del cogote para arriba, la certeza: ¡Hombre! ¿Y no habrá sido Ya sabes quién? Ya mi acecho de una palabrita reveladora del sonriente Buschmann se iba desvaneciendo, sobre todo por cuanto la cantidad de los bofetones que le administraba Mallenbrandt revelaba inseguridad en sí mismo.
No hablaba ya del objeto desaparecido, sino que entre golpe y golpe rugía:
– ¡Deja de reírte! ¡No te rías, te digo! ¡Ya haré yo que se pasen las ganas de reír!
Dicho sea de paso, no lo logró. No sé si existe hoy todavía un Buschmann; pero si hay algún Buschmann dentista, veterinario o médico -ya que Heini Buschmann quería estudiar medicina-, con seguridad que será un sonriente Dr. Buschmann, porque una risita como la suya no se pierde así como así, sino que persiste y sobrevive a las guerras y a las reformas monetarias, como entonces lo demostró, sobreponiéndose a los bofetones del profesor Mallenbrandt, cuando el teniente comandante con el cuello disponible esperaba todavía el resultado del interrogatorio.
Disimuladamente -por más que Buschmann concentrara en sí todas las miradas- volví la cabeza buscando a Mahlke, aunque en realidad no tuviera necesidad de buscarlo, porque por el sentimiento que me venía del cogote bien sabía yo en qué cabeza andaban los himnos a la Virgen.
Acabado de vestir, no lejos de allí pero apartado del bullicio, se abrochaba el botón superior de una camisa que, a juzgar por el corte y las rayas, había de proceder del legado de camisas de su padre. Y cómo le costaba, al abrocharse, esconder su distintivo tras el botón. Aparte de sus esfuerzos con el cuello y de los movimientos concomitantes de los músculos de sus mandíbulas, Mahlke daba una impresión de absoluta tranquilidad.
Cuando se hubo convencido de que el botón no se dejaba cerrar, alargó la mano hacia el bolsillo interior de su chaqueta, colgada todavía, y sacó una corbata chafada. En nuestra clase nadie llevaba corbata. En sexto y entre los de reválida sólo la llevaban algunos presumidos. Dos horas antes, mientras el teniente comandante daba desde la cátedra su conferencia ensalzando las bellezas naturales, Mahlke había llevado todavía abierto el cuello de la camisa; pero ya la corbata arrugada esperaba en su bolsillo la gran ocasión.
Este fue el estreno de Mahlke con corbata. Delante del único espejo del vestidor, por lo demás, lleno de manchas, pero sin acercarse a él, sino más bien desde cierta distancia y simplemente por la forma, anudábase alrededor del cuello levantado el harapo, moteado en diversos colores según creo recordar y, en todo caso, de mal gusto; se dobló el cuello, se apretó una vez más el nudo excesivamente abultado y dijo luego con voz no muy alta pero suficiente, con todo, para que sus palabras se alcanzaran a oír distintamente en medio del interrogatorio que seguía su curso y el ruido de los bofetones que Mallenbrandt, pese a las objeciones del mismo teniente comandante, seguía propinando a la risita de Buschmann:
– Apuesto cualquier cosa a que no fue Buschmann; ¿por qué no lo registran?
Las palabras de Mahlke se dirigían más bien al espejo, pero le depararon en seguida un auditorio. Su corbata, el nuevo truco, sólo llamó la atención posteriormente, y eso apenas.
Con sus propias manos Mallenbrandt registró la ropa de Buschmann, hallando seguida nuevo motivo para redoblar los golpes contra la risita en cuestión, ya que en los dos bolsillos de la chaqueta encontró varios paquetes abiertos de preservativos, con los que Buschmann practicaba un pequeño negocio en las clases superiores. Su padre era boticario. Fuera de eso, Mallenbrandt no encontró nada más, y el teniente comandante se resignó sin gran pesar, se anudó la corbata de oficial, se dobló el cuello de la camisa, palpó ligeramente el lugar vacante que antes ostentara la honrosa condecoración y propuso a Mallenbrandt que no lo tomara demasiado a pecho:
– La cosa es fácil de reemplazar. No por ello se va a hundir el mundo, señor profesor. Al fin no es más que una tonta travesura de chiquillos.
Pero Mallenbrandt hizo cerrar la sala del gimnasio y los vestidores y, secundado por dos alumnos de sexto, registró nuestros bolsillos y hasta el menor rincón del lugar capaz de convertirse en escondite. Divertido al principio, el teniente comandante ayudó en la búsqueda, pero luego se puso impaciente e hizo algo que nadie se atrevía a hacer en los vestidores: empezó a fumar cigarrillos uno tras otro, aplastando las colillas con los pies sobre el linóleo del piso, y acabó por ponerse manifiestamente de mal humor cuando Mallenbrandt le acercó, sin decir palabra, una escupidera en desuso que por espacio de años se había ido cubriendo de polvo al lado de la fuente y que ahora había sido examinada ya como posible escondrijo del objeto robado.
El teniente comandante se ruborizó como un escolar, se arrancó de la boca de curva delicada de orador el cigarrillo apenas empezado y, cruzándose de brazos, dejó de fumar. Pasó a mirar nerviosamente la hora una y otra vez y a dar muestras de su prisa mediante el brusco movimiento de boxeador con que hacía salir el reloj pulsera de la manga.
Se despidió cerca de la puerta con los dedos enguantados, dio a entender que la forma de llevarse a cabo la investigación no podía satisfacerlo y que informaría del asunto al director ya que no estaba dispuesto a dejar que le estropearan la licencia unos mequetrefes. Mallenbrandt lanzó la llave a uno de los de sexto, y éste fue tan torpe al abrir la puerta de los vestidores que hizo que se produjera una pausa embarazosa.