No tenía nada de hermoso.
Para ello hubiera debido hacerse reparar la nuez. Es posible que todo residiera en ese cartílago. Sin embargo, la cosa tenía sus compensaciones.
Por otra parte, tampoco ha de pretenderse demostrarlo todo con arreglo a las proporciones. Y en cuanto a su alma, nunca me fue presentada.
Nunca oí lo que pensara. En definitiva, quedan su cuello y los numerosos contrapesos del mismo. E incluso el hecho de que se llevara a la escuela y al establecimiento de baños montañas de emparedados de margarina y los devorara durante la clase o poco antes de meterse al agua, sólo ha de tomarse como otro indicio relativo a su nuez, porque lo probable es que aquel ratón participara en la comida, sin hartarse nunca.
Queda además su devoción, sus rezos ante el altar de la Virgen.
El Crucificado no le interesaba particularmente. Llamaba la atención que aquel subir y bajar de su cuello no llegara a pararse por completo cuando juntaba las puntas de los dedos para la oración; sin embargo, al rezar tragaba con disimulo, y mediante la posición exageradamente estilizada de sus manos llegaba en tales momentos a desviar la atención respecto de aquel ascender que, por encima del cuello de su camisa y de los apéndices consistentes en cordel, cordonera y cadenita, funcionando siempre.
Por lo demás, las muchachas no parecían interesarle mucho. Si hubiera tenido una hermana… Mis primas tampoco lograron ayudarlo.
En cuanto a su relación con Tula Pokriefke, no hay que tomarla en cuenta, ya que era de un carácter particular y, como número de circo -si se piensa que él quería ser payaso-, no hubiera dejado de tener lo suyo, porque la Tula de marras, un espárrago de muchacha con unas piernas como palillos, lo mismo hubiera podido ser muchacho.
En todo caso, esa frágil niña que hacia el final de nuestras segundas vacaciones sobre el bote nadaba con nosotros cuando se le antojaba, nunca sintió el menor reparo cuando nos despojábamos de nuestros taparrabos y, de puro aburrimiento, nos despatarrábamos en cueros sobre la herrumbre.
La cara de Tula se podría reproducir con un mero punto y coma. Por la facilidad con que se movía en el agua, daba la impresión de tener membranas natatorias entre los dedos de las manos y entre los de los pies.
Olía siempre a cola de carpintero, incluso en el bote y a pesar de las algas, las gaviotas y el olor ácido de la herrumbre, porque su padre trabajaba con cola en la ebanistería de su tío.
Era toda pellejo, huesos y curiosidad. Tranquila y con la barbilla apoyada en la palma de la mano, miraba cuando Winter o Esch, sin poder ya contenerse, pagaban su tributo. Acurrucábase, con la espalda encorvada y los huesos de la columna vertebral muy marcados, frente a Winter, al que siempre le costaba mucho terminar, y murmuraba:
– ¡Caray, lo que cuesta!
Y cuando finalmente aquello venía y chasqueaba sobre la herrumbre, empezaba ella a animarse y agitarse; se tiraba de bruces, ponía unos ojos como de rata, y miraba, miraba, como queriendo descubrir quién sabe qué; volvía a acurrucarse, se ponía de rodillas, se levantaba y, cruzando las piernas, lo agitaba con el pulgar del pie, hasta verlo espumar y tomar el color rojizo del orín.
– ¡Fenomenal! Ahora hazlo tú, Atze.
Nunca se cansaba de este jueguecito, y se trataba efectivamente de algo totalmente inocente.
– Hazlo otra vez. ¿Quién no lo ha hecho hoy todavía? Ahora te toca a ti -insistía con su voz ligeramente gangosa.
Siempre había algún tonto o bonachón que pusiera manos a la obra, aun sin ganas, para que ella tuviera algo que mirar. El único que nunca se mezcló en ello hasta que Tula hubo encontrado la palabrita incitante adecuada -y ésta es la razón de que se describa aquí la olimpiada en cuestión- fue el gran nadador y buceador Joaquín Mahlke.
Así, pues, mientras los demás nos dedicábamos a esa ocupación de que hay referencias ya en la Biblia, a solas o, como se dice en la Guía del confesor, en común, Mahlke no se quitaba nunca el taparrabo y miraba fijamente en dirección de Hela.
Estábamos seguros de que en su casa, entre la blanca lechuza y la Madona Sixtina, practicaba sin duda el mismo deporte. Pero un día salió del agua, tiritando como de costumbre y sin nada que mostrarnos. Schilling había trabajado ya una vez para Tula.
Un barco de cabotaje estaba precisamente entrando en el puerto por sus propios medios.
– Hazlo otra vez -suplicaba Tula, porque Schilling era el que más podía.
En la rada no se veían barcos.
– No después del baño. Mañana será otro día -contestó el otro en son de consuelo.
Tula giró sobre sus talones y balanceándose sobre los dedos de los pies se enfrentó a Mahlke, quien como de costumbre tiritaba a la sombra de la bitácora pero no se había sentado todavía. Un remolcador de altura, con un cañón de proa, salía en aquel momento del puerto.
– ¿Y tú, puedes también? Hazlo, por favor. ¿O es que no puedes? ¿O no quieres? ¿O no te atreves?
Mahlke salió a medias de la sombra y le dio a Tula en la pequeña cara comprimida, a izquierda y derecha, con el dorso y la palma de la mano. El ratón de su nuez perdió el control. También el destornillador se movía agitadamente.
Por supuesto, Tula no derramó una sola lágrima, sino que se echó a reír balando, con la boca cerrada como una cabra; arqueó sin esfuerzo su cuerpo de caucho formando un puente, y por entre sus piernas esqueléticas miró a Mahlke hasta que éste, que ya había vuelto a la sombra en tanto que el remolcador viraba a noroeste, dijo:
– Bueno. Para que te calles la boca.
Tula se descontorsionó inmediatamente y, mientras Mahlke se bajaba el taparrabo hasta las rodillas, se puso, como de costumbre, en cuclillas.
Todos nos maravillamos como los niños en un teatro de títeres: unos breves movimientos con la muñeca derecha, y su miembro adquirió tal volumen que la punta emergió de la sombra de la bitácora y quedó directamente expuesta a los rayos del sol.
Sólo cuando entre todos formamos un semicírculo el dominguillo de Mahlke se encerró nuevamente en la sombra.
– ¿Me dejas hacértelo a mí, sólo un poquitín?
Tula estaba boquiabierta. Mahlke hizo que sí con la cabeza y apartó la mano, aunque sin abandonar la posición encorvada de los dedos. Las manos siempre arañadas de Tula se pusieron a palpar torpemente aquella cosa, la cual, bajo las yemas tentadoras de los dedos, fue aumentando en volumen hasta hinchársele las venas y amoratársele la punta.
– Mídesela! -gritó Jürgen Kupka.
Tula hubo de extender su mano una vez por entero, faltándole poco para otra. Alguien y luego alguien más murmuró:
– Por lo menos treinta centímetros. -Lo cual era sin duda exagerado.
Schilling, que era quien de todos nosotros tenía el miembro más largo, hubo de sacar el suyo, llevarlo a erección y ponerlo al lado del otro. En primer lugar, el de Mahlke era un número más grueso; en segundo lugar, era más largo en una caja de cerillas, y en tercer lugar se veía mucho más adulto, peligroso y digno de adoración.
Una vez más nos había mostrado de qué era capaz, y nos lo mostró de nuevo, acto seguido, al sacarse dos veces consecutivas algo de la palma, como decíamos nosotros.
Con las rodillas no totalmente tendidas, Mahlke estaba de pie junto a la borda abollada, detrás de la bitácora, y miraba fijamente en dirección de la boya de entrada del puerto de Neufahrwasser, siguiendo acaso con la vista el humo horizontal del remolcador de altura que se iba alejando y sin dejarse distraer por un torpedero de la clase Gaviota que salía en aquel momento.
Así estaba, mostrando por entero su perfil, desde los dedos de los pies que sobresalían ligeramente del borde, hasta la divisoria de las aguas de su raya partida y, cosa rara, el largo de su miembro compensaba la protuberancia normalmente llamativa de su nuez, confiriendo a su cuerpo una armonía poco común, sin duda, pero equilibrada.
Apenas hubo efectuado la primera descarga por la borda, Mahlke volvió a empezar de nuevo. Winter tomaba el tiempo con su reloj hermético de pulsera: aproximadamente el mismo número de segundos que necesitó el torpedero para ir de la punta de la escollera hasta la boya de entrada.
Cuando el barco pasó la boya, Mahlke soltó su segunda descarga, exactamente igual a la primera. Nos doblamos de risa al ver que las gaviotas se precipitaban sobre aquel escupitajo que se balanceaba en el terso oleaje -sólo ocasionalmente encrespado- y chillaban pidiendo más.
No tuvo Mahlke necesidad de repetir ni de superar tales exhibiciones, ya que ninguno de nosotros -en todo caso no después del nadar y el bucear extenuantes- logró nunca igualar su marca. Porque, hiciéramos lo que hiciéramos, lo hacíamos en todo caso como deportistas y respetábamos las reglas.
Tula Pokriefke, a la que sin duda alguna había impresionado más directamente, anduvo tras él por algún tiempo, sentándose siempre cerca de la bitácora y sin quitarle la vista del taparrabo. Un par de veces hasta le rogó, pero él se negó a todo, aunque sin encolerizarse.
– ¿Tienes que confesarte de ello?
Mahlke asintió con la cabeza y, para desviar su mirada, jugueteaba con el destornillador que le colgaba de la cordonera.
– ¿No quieres llevarme abajo alguna vez? Sola no me atrevo. Estoy segura de que allí debe haber todavía algún muerto.
Probablemente por razones pedagógicas, Mahlke se llevó a Tula a la proa. La tuvo abajo mucho más tiempo de lo que era prudente, porque al subir se la veía amarillo-verdosa y él tenía que sostenerla en sus brazos, de modo que tuvimos que poner boca abajo aquel cuerpo ligero y totalmente liso. A partir de aquel día, Tula Pokriefke ya sólo nos acompañó raras veces, y aun cuando fuera más valiente que las demás muchachas de su edad, nos irritaba una y otra vez con su eterno disparatar a propósito del marinero muerto del bote.
Pero era su tema favorito. "Al que me lo suba, le dejo probarlo conmigo", prometía en son de recompensa. Puede que sin confesárnoslo anduviéramos todos buscando -nosotros en la proa y Mahlke en el cuarto de máquinas- a un marinero polaco medio mareado, no porque deseáramos probar a aquella mocosa, sino porque sí, simplemente porque sí.
Pero ni siquiera Mahlke encontró nada, excepto algunos trapos medio descompuestos y recubiertos de algas, de los que los gasterósteos salían disparados, hasta que las gaviotas se daban cuenta y decían ¡buen provecho!
No, Mahlke no le hacía mucho caso a Tula, aunque más adelante se dijera que había algo entre ellos. A él no le daba por las muchachas, ni siquiera por la hermana de Schilling. Y en cuanto a mis primas de Berlín, su manera de mirarlas recordaba la de un pescado.
Si por algo le daba, era más bien por los muchachos, con lo cual no quiero decir que Mahlke fuera del otro lado. Porque en aquellos años en que hacíamos regularmente el péndulo entre el establecimiento de baños y el bote varado, ninguno de nosotros llegamos a saber exactamente si éramos machos o hembras.
En realidad -y pese a que más adelante se dieran rumores y evidencias en contrario-, lo cierto es que para Mahlke no había otra mujer que la católica Virgen María. Sólo por ella llevaba a la capilla de Santa María, colgando del cuello, todo lo que se podía llevar y mostrar.
Todo lo que hacía, desde el bucear hasta sus hazañas posteriores y de carácter más bien militar, lo hacia por ella, o bien -y ya me estoy contradiciendo otra vez- para hacer pasar inadvertida su nuez. Tal vez, en fin, y sin que por ello haya que descartar a la Virgen, y al ratón de su nuez, podría señalarse un tercer motivo: nuestro Instituto.
Aquel edificio enmohecido e imposible de ventilar, y en particular su aula, significaban mucho para Joaquín Mahlke, y lo llevarían más adelante a realizar esfuerzos de carácter supremo.
Y ahora se impone decir algo a propósito de la cara de Mahlke. Algunos de nosotros hemos sobrevivido a la guerra y vivimos en pequeñas ciudades pequeñas o en pequeñas ciudades grandes; hemos engordado, hemos perdido el pelo y, quien más quien menos, todos nos ganamos la vida.
Por mi parte, hablé con Schilling en Duisburgo y con Jürgen Kupka en Brunsviga, poco antes de que este último emigrara al Canadá. En el acto salió a relucir lo de la nuez: "¡Jesús, lo que tenía en el cuello! ¿No le echamos una vez un gato? ¿No fuiste tú quien… ¿" Los interrumpí: "No, no es eso lo que me interesa; yo me refiero a su cara".
A título de compromiso nos pusimos de acuerdo: Tenía ojos grises o azul grises, pero no brillantes, y en ningún caso pardos. La cara, flaca y alargada, musculosa alrededor de los pómulos. Su nariz no era particularmente grande, pero sí carnosa, y se le ponía fácilmente roja en cuanto hacia frío. El cogote abombado ya se mencionó anteriormente.
Nos costó algún trabajo ponernos de acuerdo a propósito de su labio superior. Jürgen Kupka era de mi parecer: lo tenía arremangado y saliente y no lograba nunca ocultar por completo -excepto al bucear, por supuesto- los dos incisivos superiores, los cuales, por lo demás, tampoco los tenía verticales, sino más bien inclinados a manera de colmillos.
Y aquí empezamos ya a dudar, recordando que la pequeña Pokriefke lo tenía también respingón y mostraba siempre los incisivos. La verdad es que no estábamos totalmente seguros de no confundir a Mahlke y Tula en el caso concreto del labio superior. Es posible que sólo fuera ella la que lo tenía así, porque así lo tenía, sin duda.
Schilling, en Duisburgo -nos encontramos en el restaurante de la estación, porque a su mujer no le gustaban las visitas inesperadas-, me recordó aquella caricatura que por espacio de unos días había provocado tumulto en nuestra clase. Creo que fue en el cuarenta y uno, cuando hizo su aparición entre nosotros un individuo alto, el cual, aunque con cierto acento, hablaba corrientemente alemán y había sido evacuado con su familia del Báltico.
Aristocrático, siempre elegante, sabía griego y hablaba como un libro; su padre era barón, y en invierno llevaba siempre una gorra de piel. Se llamaba, bueno, su nombre de pila era Karel. Dibujaba aprisa y muy bien, con o sin modelo: trineos tirados por caballos y rodeados de lobos, cosacos borrachos, judíos como los del Stürmer, muchachas desnudas montadas en leones, sobre todo muchachas desnudas, de piernas largas y como de porcelana, pero nunca obscenas, o bolcheviques despedazando a niños con los dientes, a Hitler disfrazado de Carlomagno, coches de carreras conducidos por damas con largos chales flotando al viento; y en particular era muy hábil en dibujar con el pincel, la pluma o al crayón caricaturas de los maestros y los condiscípulos en cualquier pedazo de papel, o bien, con la tiza, en el encerado.
Así es como dibujó a Mahlke, no al crayón, sino haciendo rechinar la tiza en la pizarra. Lo dibujó de frente.
En aquel tiempo Mahlke llevaba ya la ridícula raya que le partía la cabeza y se fijaba con agua de azúcar. La cara era un triángulo con vértice en la barbilla. La boca, fruncida y malhumorada. Ninguna traza de incisivos a manera de colmillos.
Los ojos, unos puntos penetrantes debajo de unas cejas dolorosamente fruncidas. El cuello, sinuoso, de medio perfil, con aquella nuez monstruosa. Y detrás de la cabeza y de la faz doliente, una aureola de redentor.
No le faltaba más que hablar: el efecto fue inmediato. En los bancos nos retorcíamos de risa, y sólo recobramos nuestros sentidos cuando ya alguien había agarrado al elegante Karel esto y lo otro por los botones y la emprendió con él a puñetazo limpio, hasta que logramos separarlos cuando ya andaba arrancándose del cuello el destornillador para hacerlo pedazos. Fui yo quien borró del encerado, con la esponja, tu figura de redentor.