Bromas o no: tal vez no hubieras llegado a payaso, pero sí a ser eso que se llama un creador de modas; porque fue Mahlke quien en el invierno que siguió al segundo verano en el bote introdujo las borlas: dos bolas de lana del tamaño de las pelotas de pingpong, lisas o de colores, unidas entre sí por un cordón trenzado de lana con el que se colgaban bajo el cuello de la camisa las bolas anudadas por delante, ligeramente inclinadas, a manera de corbatín.
De los informes que he logrado reunir, resulta que estas bolas o borlas -así las llamábamos nosotros- se llevaron a partir del tercer invierno de guerra en casi toda Alemania, sobre todo en el norte y en el este, y particularmente en los medios estudiantiles. Entre nosotros fue Mahlke quien las introdujo, y hasta es posible que fuera su inventor.
En todo caso, hizo que su tía Susi le confeccionara varios pares de borlas con restos de lana, con estambre destejido de piezas ya muy lavadas, o con el procedente de los calcetines más que zurcidos de su difunto padre, y las llevó a la escuela, colgando del cuello en forma muy vistosa.
A los diez días andaban ya por todas las camiserías: inseguras y tímidas al principio, puestas en cajas de cartón al lado de la máquina registradora, no tardaron en pasar a los escaparates en arreglos llamativos y, lo que era más importante, libres de cupones textiles.
Y de allí, del barrio de Langfuhr, emprendieron su marcha triunfal hacia el norte y el este de Alemania, llegando a llevarse también en Leipzig y Pirna -me consta- e incluso esporádicamente, aunque sólo unos meses más tarde y cuando ya Mahlke había descartado las suyas, en Renania y el Palatinado; siempre, eso sí, exentas del racionamiento.
Recuerdo con toda precisión el día en que Mahlke se quitó del cuello las suyas y habré de volver más adelante sobre el particular.
Nosotros seguimos llevando las borlas mucho tiempo todavía, aunque a lo último ya sólo en son de protesta, porque nuestro director, el profesor Klohse, las había tachado de afeminadas e indignas de un muchacho alemán, prohibiendo llevarlas en el interior del edificio e incluso en el patio de recreo.
Muchos sólo acataron la orden de Klohse, que fue leída como circular en todas las aulas, durante las lecciones que llevaban con él. Por cierto que, en conexión con las borlas, me viene ahora a la memoria lo de Papá Brunies, profesor retirado al que durante la guerra volvieron a llamar a la cátedra.
A éste las borlas le cayeron en gracia, y en una o dos ocasiones, cuando ya Mahlke se había desprendido de las suyas, las ostentó él mismo colgando de su cuello tieso y nos recitó, así ataviado, a Eichendorff: "Oscuros frontones, altos ventanales…" o tal vez otra cosa, pero en todo caso de Eichendorff, que era su poeta predilecto.
Por lo demás, Oswald Brunies era goloso, tenía una pasión por los dulces y fue arrestado más adelante en el propio edificio escolar: oficialmente, según se dijo, porque se habría quedado con unas tabletas de vitaminas que habían de distribuirse entre los escolares, pero en realidad parece que por razones políticas, pues era masón.
Algunos estudiantes fueron interrogados; confío en que yo no declaré en su contra. Su hija adoptiva, que era una muchacha como una muñeca y tomaba lecciones de danza, se mostró de luto en público; a él se lo llevaron a Sutthof, y allí se quedó: una historia sombría y complicada que merece ser escrita, pero no por mí, y en todo caso no en relación con Mahlke.
Volvamos a las borlas. Es obvio que Mahlke las había inventado pensando en su nuez. Y, efectivamente, por espacio de algún tiempo las borlas lograron calmar algo al indómito brincador que Mahlke albergaba en su garganta. Pero cuando la moda se generalizó y se las ponían ya hasta las de primero, acabaron por dejar de llamar la atención aun en el cuello del que fuera su inventor.
Durante el invierno del cuarenta y uno al cuarenta y dos -que hubo de ser malo para él, porque ni se podía pensar en bucear ni producían ya las borlas el menor efecto- veo todavía a Joaquín Mahlke bajar por la Osterzeile, siempre con sus botas de cordones y envuelto en una soledad monumental, o subir en dirección de la capilla de Santa María, haciendo crujir bajo sus pasos la nieve sembrada de ceniza.
Sin gorra. Con las orejas separadas enrojecidas y quebradizas. El pelo, tieso por efecto del agua azucarada y del hielo, partido en el centro mismo de la cabeza por la raya que le arranca de la coronilla. Las cejas como un signo de angustia, y esos ojos azul pálido, que traspasaban la realidad, llenos de un profundo horror.
Levantado el cuello del abrigo, otro legado de su difunto padre. Debajo de la barbilla, entre puntiaguda y raquítica, una bufanda de lana gris, bien cruzada y sujeta, por las dudas, con un enorme imperdible visible desde lejos.
Cada veinte pasos, su mano derecha sale del bolsillo del abrigo y se cerciora de que la bufanda permanece correctamente en su lugar, en la parte delantera del cuello. He visto a otros cómicos -al payaso Grock en el circo y a Chaplin en el cine- trabajar con esos imperdibles gigantes. Mahlke se adiestra: hombres, mujeres, soldados con licencia y niños, solos o en grupos, caminan en sentido contrario, y sus figuras oscuras se van agrandando sobre el fondo blanco de la nieve a medida que van llegando a su altura.
A todos, como a Mahlke, les sale un vaho blanco de la boca, que desaparece luego por detrás. Y todos los ojos que le vienen al encuentro están fijos -pensará Mahlke para sí- en su cómico, verdaderamente cómico, terriblemente cómico imperdible. En aquel mismo invierno, severo y seco, organicé, con dos primas mías que habían venido de Berlín durante las vacaciones de Navidad, y con Schilling, para que la partida fuera completa, una excursión por el mar de hielo a nuestro dragaminas preso en él. Nos proponíamos alardear un poco y ofrecer a las muchachas, que eran dos lindas rubias de pelo liso suelto y un tanto presumidas a cuenta de su origen berlinés, algo muy especial: nuestro bote. Por otra parte, esperábamos también, una vez allí, poder cometer con ellas -que en el tranvía y hasta en la playa se habían mostrado un poco distantes- alguna locura, aunque no supiéramos bien todavía de qué clase. Mahlke nos estropeó la tarde.
Como los rompehielos habían tenido que abrir varias veces el canal próximo a la entrada del puerto, los témpanos de hielo se habían ido acumulando frente al bote y formaban, acuñados y apilados, una pared quebrada que resonaba al soplo del viento y ocultaba una parte de las superestructuras del puente.
Sólo percibimos a Mahlke cuando nos hubimos encaramado a la barrera de hielo, del alto aproximadamente de un hombre, y después de haber izado a las muchachas hasta nosotros. El puente, la bitácora, los ventiladores detrás y todo lo demás que quedaba formaban en conjunto una sola gran paleta blanco-azulada que un sol congelado lamía inútilmente.
Ni una gaviota. Estaban afuera, sobre la basura de los cargueros aprisionados en la rada.
Por supuesto, Mahlke llevaba el cuello del abrigo levantado, la bufanda hasta la barbilla y el imperdible delante, para sujetarla. No llevaba nada sobre la cabeza y la raya de su pelo; pero sí, en cambio, unas orejeras negras, como las que suelen llevar los basureros y los repartidores de las cervecerías, las cuales, mantenidas unidas y tensas por medio de una tira de lámina que le cruzaba la raya a manera de travesaño, le apretaban, ocultándolas, aquellas orejas que normalmente se le separaban de la cabeza.
No se dio cuenta de nuestra llegada, porque estaba trabajando en la capa de hielo, arriba de la proa, con tal tesón que, ciertamente, no debía de sentir el frío. Con una pequeña hacha estaba tratando de abrir un agujero en el hielo, aproximadamente por donde bajo la capa debía quedar la escotilla abierta de la proa.
Con golpes rápidos y secos practicaba una ranura circular del tamaño aproximadamente de una alcantarilla. Schilling y yo saltamos de la barrera al puente, ayudamos a bajar a las muchachas y se las presentamos. No tuvo necesidad de quitarse los guantes. El hacha pasó simplemente a su mano izquierda, y a cada uno de nosotros le fue tendida una derecha acalorada, que volvió inmediatamente al hacha y a la ranura, así que por turno se la fuimos estrechando. Las dos muchachas se quedaron algo pasmadas. Los dientecitos se les enfriaban.
El aliento les pegaba como escarcha en los pañuelos con que se habían tocado la cabeza, y con ojos atónitos miraban hacia donde el hierro y el hielo se mordían mutuamente. Schilling y yo nos sentimos descartados, pero, haciendo de tripas corazón, empezamos a hablar de sus hazañas de buceador, o sea de las del verano. "¡La de plaquitas que ha subido! ¡Y un extinguidor, y conservas, de veras, junto con el abrelatas! Y al abrirlas, ¿sabéis lo que había dentro? ¡Carne humana! ¡Y el fonógrafo! Cuando ya estaba arriba vimos que salía algo arrastrándose. Y una vez…" Las muchachas no entendían ni la mitad, hacían preguntas tontas y le hablaban a Mahlke de usted.
Él seguía picando sin cesar, sacudía la cabeza con las orejeras cuando en voz demasiado alta esparcíamos sobre el hielo sus proezas de buceador, y no dejaba, con todo, de asegurarse de vez en cuando, con la mano libre, que la bufanda y el imperdible permanecieran en su lugar.
Cuando acabamos con el repertorio y nos pusimos a tiritar, interrumpía la faena cada veinte golpes por unos momentos y, sin enderezarse por completo, llenaba las pausas con palabras modestas e información objetiva. Con mucho aplomo e inseguro al propio tiempo, entreteníase en los detalles de sus intentos menores, pasando por alto las expediciones más osadas; hablaba más de su trabajo que de sus aventuras en el interior húmedo del dragaminas, e iba ahondando cada vez más la ranura en la capa de hielo.
No es que mis primas quedaran prendadas de Mahlke, pues él visiblemente no se cuidaba por seleccionar su vocabulario ni exhibir su ingenio. Por otra parte, ninguna de ellas se hubiera entusiasmado nunca por nadie que llevase orejeras como un abuelito. Pero nosotros dos seguíamos sin contar.
Nos convirtió en un par de chiquillos confundidos que, con las narices goteando, permanecían manifiestamente al margen de la situación. Y a partir de entonces y aun durante el camino de regreso, las muchachas ya sólo nos trataron, a Schilling y a mí, con cierto aire de condescendencia.
Mahlke se quedó; quería terminar su agujero y asegurarse de que había acertado exactamente el lugar arriba de la escotilla.
Cierto que no dijo: "Quedaos hasta que termine", pero, con todo, cuando estábamos ya sobre la pared de hielo, retardó nuestra partida por unos cinco minutos hablando a media voz, no hacia nosotros, sino más bien en dirección de los cargueros aprisionados en el hielo de la rada, y sin enderezarse nunca por completo.
Nos rogó que le ayudáramos. ¿O fue más bien que nos lo ordenó en forma cortés? Lo cierto es que nos pidió que soltáramos nuestras aguas en su ranura, que tenía forma de cuña, con objeto de derretir el hielo con nuestra orina caliente, o de ablandarlo por lo menos. Y antes de que Schilling o yo pudiéramos decir: "No tenemos con qué", o bien: "Ya lo hicimos al venir", mis primas exclamaron jubilosas y con deseos de colaborar: "¡Oh, sí! Pero tenéis que mirar a otro lado, y usted también, señor Mahlke".
Después que Mahlke les hubo explicado dónde debían agazaparse -el chorro, decía, tenía que dar siempre en el mismo lugar, porque si no no servía de nada-, se encaramó a la pared y se volvió, con nosotros, hacia la playa. Y mientras a nuestra espalda las dos fuentes brotaban a un tiempo formando un dúo sonoro entre risas sofocadas y murmullos, nosotros contemplábamos el negro hormigueo frente a Brösen y el muelle helado.
Los álamos del Paseo Marítimo se veían cubiertos, en número de diecisiete, de azúcar. La cúpula dorada del Monumento al Soldado, que emergía cual un obelisco del bosquecillo de Brösen, nos hacía unas señas excitadas. Era domingo por todas partes.
Una vez que los pantalones de esquiar de las muchachas hubieron vuelto a subir y que nosotros estuvimos nuevamente abajo con las puntas de los zapatos alrededor de la ranura, el círculo seguía fumando, sobre todo en aquellos dos lugares donde Mahlke, sirviéndose del hacha, había marcado precavidamente con una cruz. El agua se veía amarillo-pálida en el foso y se iba filtrando con un ligero crujir. Los bordes de la ranura se habían teñido de un oro verdoso.
El hielo resonaba lloronamente. Persistía un olor penetrante, porque no había otro alguno que lo contrarrestara, y se hizo más fuerte cuando Mahlke volvió a cavar con el hacha en la ranura, sacando casi tanta sémola de hielo como para llenar un balde corriente. Logró sobre todo perforar dos pozos en los lugares señalados, ganando así profundidad. Cuando la capa blanca se hallaba ya amontonada a un lado, endureciéndose rápidamente por efecto del frío, Mahlke marcó otros dos lugares. Las muchachas hubieron de volverse, en tanto que nosotros nos desabrochamos y le ayudamos reblandeciendo varios centímetros más de la capa de hielo y perforándola con dos nuevos agujeros, que, sin embargo, no resultaron ser lo bastante profundos.
En cuanto a él, ni soltó sus aguas ni nosotros lo invitamos a hacerlo, temiendo, antes bien, que lo hicieran las muchachas. Así que hubimos terminado y aun antes de que las muchachas pudieran abrir la boca, Mahlke nos despidió.
Cuando ya estábamos de nuevo en lo alto de la pared y nos volvimos, vimos que, sin desabrigarse por ello el cuello, se había tapado la barbilla y la nariz con la bufanda, que seguía ostentando el imperdible. Con lo que, entre la bufanda y el cuello del abrigo, sus bolas o borlas de lana salpicadas en rojo y blanco pudieron airearse. Volvía ya a cavar en aquella ranura, que sin duda murmuraría algo acerca de nosotros y de las muchachas, con la espalda encorvada tras los tenues velos de un vaho de lavadero en los que el sol hurgaba.
Durante el camino de regreso a Brösen ya sólo fue cuestión de él. Las dos primas formulaban preguntas, alternativa o simultáneamente, que no siempre podíamos contestar. Pero cuando la más joven quiso saber por qué Mahlke llevaba la bufanda hasta la barbilla, a manera de una venda, y la otra insistió en lo mismo, Schilling aprovechó la pequeña oportunidad que se nos ofrecía y empezó a describir la nuez de Mahlke como si se tratara de un bocio.
Practicó también movimientos exagerados de deglución, imitó a Mahlke masticando, se quitó la gorra de esquiar, se partió alusivamente la raya con los dedos en el centro de la cabeza y consiguió, finalmente, que las muchachas se rieran y hallaran a Mahlke cómico y no muy bien de la cabeza. Sin embargo, pese a esta pequeña victoria a expensas tuyas -también yo aporté mi óbolo e imité tu relación con la Virgen María-, mis primas regresaron a Berlín una semana más tarde sin que nosotros, aparte del besuqueo obligado en el cine, hubiéramos logrado sacar de ellas nada en limpio.
No debo silenciar, aquí, que al día siguiente fui temprano a Brösen en el tranvía, corrí sobre el hielo a través de una densa niebla costera, faltando poco para que no diera con el bote, y encontré terminado el agujero arriba de la proa. Rompí penosamente con el tacón del zapato y con un bastón provisto de punta de hierro de mi padre, que precavidamente había llevado conmigo, la nueva capa gruesa de hielo que se había formado durante la noche. Luego introduje el bastón por el agujero gris-negro del hielo.
Bajó casi hasta el puño; ya casi el agua me cubría el guante, cuando de repente topó la punta con la proa o, mejor dicho, no: primero di en el vacío, y no fue sino al mover el bastón lateralmente a lo largo del agujero cuando me encontré también abajo con resistencia.
Dejé correr el hierro junto al hierro, y resultó que se trataba exactamente de la escotilla abierta de proa. Lo mismo que un plato queda debajo del otro cuando se ponen dos platos juntos, así quedaba la escotilla debajo del agujero practicado en el hielo.
Pero miento: no, no quedaba exactamente debajo, porque nada se produce exactamente, sino que la escotilla era algo mayor, o era algo mayor el agujero; sin embargo, la escotilla se abría bastante exactamente debajo de aquél, y sentí a cuenta de Joaquín Mahlke un orgullo tan dulce como un bombón de crema, y de buena gana te hubiera regalado mi reloj de pulsera.
Permanecí allí unos buenos diez minutos, sentado sobre la tapa circular de hielo, de unos cuarenta centímetros de espesor, que se encontraba al lado del agujero. Alrededor de la parte inferior del segundo tercio del témpano veíase aquella traza amarillo-pálida de la orina del día anterior. Habíamos podido ayudarle, aunque Mahlke también habría llevado a cabo él agujero sin nosotros. ¿Podía Mahlke prescindir del público en nada de lo que hiciera? ¿Había algo que sólo se mostrara a sí mismo? Porque ni siquiera las gaviotas habrían admirado tu agujero sobre la escotilla de proa si yo no hubiera venido para admirarte.
Tenía siempre algún público. Y si digo que "siempre", y que incluso cuando estaba solo en el bote y practicaba su agujero en el hielo, tenía delante o detrás a la Virgen María, que contemplaba entusiasmada el ir y venir de su hacha, la Iglesia debería darme de hecho la razón; pero aunque la Iglesia no pueda ver en la Virgen María a la admiradora constante de hazañas de Mahlke, lo cierto es que ella seguía con atención todos sus movimientos, y esto bien lo sé yo, que fui monaguillo: primero con el reverendo Wiehnke en la iglesia del Sagrado Corazón, y luego con Gusewski en la capilla de Santa María.
Y seguí ayudando a misa todavía cuando, coincidiendo prácticamente con mi desarrollo, había perdido ya la fe en la magia del altar, y sólo me divertía todo aquel tejemaneje que se urdía alrededor.
No obstante, me esforzaba por hacerlo bien, y no arrastraba los pies como suelen hacerlo los monaguillos. Por otra parte, nunca estuve enteramente seguro, ni lo estoy hoy todavía, de si después de todo no habrá efectivamente algo, ya sea delante, o detrás, o tal vez en el mismo tabernáculo… Sea como fuere, el caso es que al reverendo Gusewski le gustaba siempre tenerme a mí a su lado como uno de los dos monaguillos, porque entre el Ofertorio y la Consagración yo nunca me dedicaba al intercambio de cromos de las cajetillas de cigarrillos, como era usual entre sus demás muchachos, ni dejaba vibrar la campanilla después de los toques, ni hacía negocio alguno con el vino de misa.
Porque, en verdad, los monaguillos son la peste: no sólo porque extienden sus baratijas usuales en las propias gradas del altar y apuestan entre sí monedas o cojinetes de bolas desgastadas, sino porque en aquella época no hacían más que conversar durante las oraciones graduales y en lugar de recitar el texto de la misa, o bien entre latín y latín, acerca de los detalles de los buques de guerra en servicio o hundidos:
"Introito ad altare Dei" ¿Qué año fue botado el crucero Eritrea? `En el treinta y seis. ¿Características?' Ad Deum qui laetificat iuventutem meam `Único crucero italiano en aguas del Africa Oriental. ¿Tonelaje?' Deus fortitudo mea `Dos mil ciento sesenta y dos. ¿Nudos?' Et introito ad altare Dei `No lo sé. ¿Artillería?' Sicut erat in principio `Seis de quince centímetros, cuatro de siete punto seis… ¡Falso! et nunc et semper `¡No, correcto! ¿Cómo se llaman los buques escuela alemanes?' et in saecule saeculorum, amen `Se llaman Brummer y Bremse'." Más adelante ya no seguía sirviendo regularmente en la capilla de Santa María, y sólo iba cuando el reverendo Gusewski me mandaba llamar, porque sus muchachos lo habían dejado plantado a causa de las marchas dominicales o para recoger fondos a beneficio del Socorro de Invierno.
Digo esto únicamente con objeto de describir mi puesto ante el altar mayor, porque era desde ahí desde donde tenía yo ocasión de observar a Mahlke cuando él se arrodillaba ante el de la Virgen María.
¡Y cómo rezaba! ¡Qué mirada de ternera la suya! Los ojos se le iban poniendo cada vez más vidriosos, y su boca, amargada, se movía sin cesar y sin la menor puntuación. Así es como suelen boquear, buscando aire, los peces arrojados a la playa.
Sirva esta imagen para ilustrar el descomedimiento con que Mahlke rezaba. Cuando el reverendo Gusewski y yo íbamos despachando a los comulgantes a lo largo del banco y llegábamos a Mahlke -el cual, visto desde el altar, se arrodillaba siempre en el lugar extremo de la izquierda-, teníamos ante nosotros a un individuo que, dejando de lado toda precaución, incluidos la bufanda y el imperdible, ponía unos ojos rígidos, echaba atrás la cabeza con su raya central, sacaba la lengua y dejaba al descubierto, en esa actitud, aquel ratón de su nuez que yo habría podido agarrar con la mano: ¡a tal punto quedaba el animalito expuesto e indefenso! Pero tal vez Mahlke se daba cuenta de que éste andaba suelto y hacía de las suyas, y hasta es posible que contribuyese deliberadamente a aumentar sus brincos exagerando en el tragar, con el propósito de atraer hacia sí los ojos de vidrio de la Virgen que quedaba a un lado.
Porque no puedo ni quiero creer que tú hicieras nunca nada, aun lo más mínimo, sin contar con algún espectador.