V

En la capilla de Santa María nunca lo vi con borlas. Por más que la moda de ellas empezara ya en realidad a extenderse entre los estudiantes, él se las ponía cada vez más raramente.


A veces, cuando dos de nosotros estábamos con él bajo el castaño de siempre en el patio de recreo y hablábamos todos y a la vez por encima de aquellas borlas absurdas, Mahlke se las quitaba del cuello, aunque luego, indeciso y a falta de algún contrapeso mejor, volvía a anudárselas después de la segunda señal del fin del recreo.


Cuando por vez primera vino del frente un ex alumno graduado de nuestra escuela, quien de paso había efectuado una visita al Cuartel General del Führer y llevaba ahora en el cuello la codiciada golosina, un toque especial del timbre nos llamó a todos al aula.


Y mientras el joven oficial en cuestión se mantenía de pie en el extremo superior de la sala, de espaldas a los tres grandes ventanales y delante de un fondo de macetones de hojas grandes y del semicírculo del cuerpo congregado de maestros, pero no detrás, sino al lado del viejo púlpito pardo, con la golosina colgando de su cuello y su boquita en forma de corazón hablando por encima de nuestras cabezas y acompañando ocasionalmente sus palabras con ademanes ilustrativos, pude observar que a Joaquín Mahlke, sentado una fila delante de mí y de Schilling, las orejas se le ponían transparentes y carmesíes; que se reclinaba rígido en el respaldo y, con la derecha y la izquierda, empezaba a tirar y aflojar algo de su cuello, tragando con gran esfuerzo y acabando por tirar algo bajo el banco.


Supongo que sería aquella lana: las borlas o bolitas tejidas de rojo y verde. El joven en cuestión, teniente de la Luftwaffe, había empezado ya a hablar, demasiado bajo al principio y atascándose e incluso ruborizándose de vez en cuando, con simpática torpeza, sin que hubiera allí nada de qué ruborizarse: "…bien, muchachos, no vayáis a creer ahora que esto es como una cacería de conejos, atacar, echarse a un lado y volver a atacar todo e tiempo.


A veces nada ocurre por espacio de varias semanas. Pero cuando fuimos al Canal… bueno, me dije para mí, o ahora o nunca. Y efectivamente, así fue.


Ya en la primera salida nos topamos con una formación protegida por cazas, y eso fue la rueda de nunca acabar, tan pronto arriba como abajo de las nubes: vuelo en curva. Trato de ganar altura, veo abajo tres Spitfires describiendo círculos, van a meterse en las nubes, ésta es la mía, me digo, no faltaría sino que, me lanzo desde arriba, ya lo tengo en la mirilla, y veo que me apunta; el tiempo justo de apoyarme en el ala izquierda de mi cesto, y ya tengo en la mira otro Spitfire que se me viene encima, me le lanzo directamente al encuentro, y él o yo, me digo; bueno, ya veis que fue a él a quien tocó ir al charco; y me digo, bueno, puesto que ya tienes dos, por qué no probar con el tercero, etcétera; con tal que no se me acabe la gasolina. Y veo que se deshace la formación y que siete de ellos tratan de escapársenos.


Y yo, con el buen sol siempre a la espalda, elijo a uno, le doy su bendición, repito el número, me sale bien también, aprieto la palanca hasta el fondo, y ya el tercero se me pone ante la jeringa: baja en espiral, he debido darle, lo sigo instintivamente, lo pierdo, nubes, ahí está otra vez, vuelvo a apretar el tubo, y allá va al charco, dando tumbos; pero también a mí poco me falta para tomar el baño. Francamente, ya no sabría decir cómo volví a levantar el cesto. En todo caso, cuando regreso a nuestro campo balanceándome sobre las alas -como sabéis seguramente, o lo habréis visto en el cine, cuando hemos derribado a alguno nos balanceamos sobre las alas-, no logro bajar el tren de aterrizaje: atascado.


Y así tuve que hacer mi primer aterrizaje sobre el vientre. Más tarde, en el casino, me dicen que fueron seis los míos: por supuesto, yo no los había ido contando durante el combate, con la excitación y todo eso; de todos modos la alegría ya os la podéis suponer, pero a eso de las cuatro, otra vez para arriba.


En fin, todo más o menos como antes, cuando jugábamos aquí a la pelota en nuestro viejo patio de recreo, porque aún no teníamos el campo de deportes. Tal vez el profesor Mallenbrandt se acuerde: yo, o no metía ningún gol, o metía nueve seguidos. Y así fue exactamente: a las seis de la mañana añadí otros tres.


Esos fueron del noveno al decimoséptimo míos. Unos seis meses después, cuando ya llevaba cuarenta, fui citado por nuestro jefe, y cuando me presenté en el Cuartel General tenía ya cuarenta y cuatro en mi haber; lo cierto es que junto al Canal nosotros apenas salíamos de nuestros cestos y aguantábamos, no como el personal de tierra, que muchos no lo resistieron.


Y ahora, para cambiar, voy a contaros algo cómico. Habéis de saber, en efecto, que en todo nido de aviones hay un perro mascota. Pues bien, en una ocasión en que hacía un tiempo espléndido, le dimos a nuestro perro Alex…" Así, poco más o menos, se expresó aquel teniente, distinguido con una de las condecoraciones más altas, dándonos a título de entreacto la historia del perro mascota Alex, que hubo de aprender a bajar en paracaídas, y también la pequeña anécdota a propósito de aquel cabo que nunca podía arrancarse de las sábanas cuando la alarma y que en más de una ocasión tuvo que subirse al aparato en pijama.


El teniente se reía con los alumnos; todos se reían con él, los de sexto inclusive, y hasta uno que otro profesor, con cierta condescendencia. Había pasado el bachillerato en nuestra escuela en el año treinta y seis, y fue derribado en el cuarenta y tres en el sector del Ruhr.


Tenía el pelo castaño oscuro, sin partir, estirado hacia atrás; físicamente no era gran cosa, parecía un camarero relamido de club nocturno. Al hablar guardaba una mano en el bolsillo, pero la sacaba de su escondite así que se trataba de describir un combate aéreo e ilustrarlo con ambas manos.


Por lo demás, ese juego de las palmas de las manos extendidas lo dominaba a fondo y lo matizaba ricamente: imitaba con una inclinación de los hombros el vuelo en curva, lo que le permitía prescindir de largas frases, sustituyéndolas a lo sumo por palabras aclaratorias sueltas, y se superaba a sí mismo haciendo resonar en el aire ruidos zumbantes de motor, desde el despegue hasta el aterrizaje, o entrecortados para representar las fallas.


Hacía pensar que habría ejecutado reiteradamente el número en el casino de su nido de aviones, sobre todo por cuanto la palabra "casino" asumía en su relato una importancia central: "Estábamos sentados todos apaciblemente en el casino y teníamos… Precisamente cuando me proponía ir al casino con objeto de… En nuestro casino cuelga…" Por lo demás, aun prescindiendo de sus manos de actor y de su fiel imitación de los ruidos, su conferencia resultó bastante simpática, porque acertó a condimentarla con algunas chanzas a cuenta de nuestros profesores, que conservaban los mismos apodos de su época.


En conjunto, sin embargo, resultó un tipo amable, algo travieso y un poco tenorio, aunque sin jactancias; no hablaba nunca de sus éxitos cuando había realizado algo particularmente difícil, sino de su buena fortuna: "Y es que tal como me veis, nací en domingo; y ya en la escuela, cuando pienso en algunos de mis certificados de promoción…" Y aquí, en medio de una broma estudiantil, recordaba a tres de sus antiguos compañeros de clase, que no habían caído ciertamente en vano; pero no terminó la conferencia mencionando sus nombres, sino con la siguiente confesión:


"Lo que os digo, muchachos, es esto: al que cumple su servicio en el frente le gusta recordar a menudo los buenos tiempos de la escuela".


Aplaudimos un buen rato, bramamos y pataleamos. Cuando ya me dolían y se endurecían las manos, observé que Mahlke guardaba reserva y se abstenía de aplaudir.


Adelante de nosotros, el profesor Klohse apretaba exageradamente y mientras duró el aplauso, ambas manos de su antiguo alumno. Luego le pasó afectuosamente el brazo por la espalda, pero se desprendió en seguida bruscamente de la frágil figura, que halló en el acto su lugar, y se colocó detrás de la cátedra.


La alocución del director fue larga. El aburrimiento se fue extendiendo desde las exuberantes macetas hasta el retrato al óleo colgado en la pared del fondo del aula, que representaba al fundador de la escuela, un tal Barón de Conradi.


Hasta el teniente, insignificante entre los profesores Brunies y Mallenbrandt, no cesaba de mirarse las uñas. De poco servía en la espaciosa sala el fresco aliento mentolado de Klohse, que solía perfumar todas sus lecciones de matemáticas y representaba el olor de la ciencia pura.


Desde la cátedra, las palabras llegaban apenas hasta la mitad de la sala: "Los que nos sucederán – Y en esta hora – Viandantes somos – Pero esta vez la patria – Y no dejemos nunca – con tesón – limpio – como ya dije – limpio – De no ser así más valdría – Y en esta hora – mantenerse limpio – Para terminar con palabras de Schiller – el que no ponga todo su esfuerzo nunca obtendrá el debido provecho – ¡Y ahora a trabajar!


Había terminado la sesión, y en dos grupos nos apretujábamos ante las puertas demasiado angostas del aula. Logré abrirme paso hasta detrás de Mahlke.


Sudaba, y su pelo azucarado le formaba unos mechones pegajosos alrededor de la raya descompuesta. Nunca antes, ni aun en el gimnasio, había visto yo sudar a Mahlke. El hedor de trescientos estudiantes se condensaba como un tapón en las puertas del aula.


Los dos haces de tendones que van de la séptima vértebra al cogote se le veían ardientes y cubiertos de gotas de sudor. Ya en el claustro, ante las puertas de dos hojas y en medio del barullo que hacían los de primero, que reemprendieron en seguida su eterno juego de tócame, logré alcanzarlo y preguntarle cara a cara:


– Bueno, ¿qué me dices?


Mahlke miraba fijamente ante sí. Traté de no ver su cuello. Había allí, entre columnas, un busto de yeso de Lessing: pero el cuello de Mahlke le ganaba.


Su voz vino calmada y quejumbrosa, como si fuera a hablar de los achaques crónicos de su tía: "Ahora, los que quieran conseguir la cruz tendrán que derribar cuarenta por lo menos. Al principio, cuando concluyeron con Francia y en el Norte, la tenían con veinte: de seguir esto así…"


Por lo visto, la disertación del teniente no te satisfizo. De otro modo, ¿por qué recurrir a un sustitutivo tan barato?


Por aquellos días había en los escaparates de las papelerías y las tiendas de ropa unas plaquitas y unos botones luminosos: redondos, ovalados e incluso calados. Algunas de las plaquitas tenían forma de pez, en tanto que otras reproducían, así que brillaban con una luz verde lechosa en la oscuridad, el perfil de una gaviota volando.


En la mayoría de los casos, las llevaban en las solapas de los abrigos los señores de cierta edad y las frágiles viejecitas que temían tropezarse en las calles oscurecidas; había también bastones con tiras luminosas. Pero es evidente que tú no eras víctima de la protección antiaérea, y sin embargo te pusiste, primero en las solapas del abrigo y luego en la bufanda, cinco o seis de aquellas plaquitas: un banco luminoso de peces, una bandada de gaviotas en vuelo, varios ramilletes de flores fosforescentes. Te hiciste coser por tu tía, de arriba abajo del abrigo, media docena de botones de material luminoso.


En una palabra, te dejaste convertir en payaso; porque así es como yo te vi, te veo todavía y te seguiré viendo venir por mucho tiempo en el crepúsculo invernal, Bärenweg abajo, a través de los vespertinos copos oblicuos de nieve, o en plena oscuridad, caminando siempre y prestándote a una cuenta fácil de arriba abajo y viceversa, con uno dos tres cuatro cinco y seis botones de abrigo emitiendo aquella mortecina luz verde mohosa: un pobre fantasmón menesteroso, capaz a lo sumo de asustar a los niños y a las sexagenarias y de disimular una congoja que nadie hubiera podido advertir en la oscuridad de la noche.


Pero tú pensabas, sin duda: no hay oscuridad que pueda tragarse esta fruta monstruosa; todos la ven, la adivinan, la sienten, la quisieran agarrar, porque ahí está, bien a la mano. ¡Ojalá terminara pronto ya el invierno, y yo pudiera volver a bucear y a estarme bajo el agua!

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