Al empezar el nuevo año quería tomar yo lecciones de violín -mi hermano había dejado uno-, pero nos hicieron auxiliares de la Luftwaffe, y hoy, pese a que el Padre Albán no se canse de aconsejármelo, es probable que sea ya demasiado tarde.
Y fue él también quien me animó a que contara lo del gato y el ratón:
– Siéntese no más, querido Pilenz, y escriba simplemente todo lo que se le ocurra.
Sin duda, sus primeros cuentos y ensayos poéticos recordaban mucho a Kafka, pero usted dispone, con todo, de un estilo propio: eche usted mano del violín o desahóguese escribiendo; por algo el Señor lo ha dotado a usted de talento.
Así pues, fuimos incorporados a la batería costera de Brösen-Glettkau, que funcionaba al propio tiempo como batería de entrenamiento, detrás de las dunas, de las matas marinas y del paseo de grava, en unas barracas que olían a alquitrán, a calcetines y a la fibra vegetal de los colchones.
Habría sin duda mucho que contar sobre la vida cotidiana de un alumno de instituto, sujeto por la mañana a la enseñanza tradicional de maestros canosos y a aprender, por la tarde, las instrucciones de un artillero y los secretos de la balística; sin embargo, no es mi historia la que ha de contarse aquí, ni la del vigor ingenuo y petulante de Hotten Sonntag, o la absolutamente banal de Winter.
Aquí sólo puede hablarse de ti, y Joaquín Mahlke nunca fue auxiliar de la Luftwaffe. De paso, y sin entrar en una prolongada conversación que empezara con el gato y el ratón, unos alumnos de la Escuela Superior Horst Wessel, que se entrenaban con nosotros en la batería costera de Brösen-Glettkau, nos proporcionaron nuevos datos: "Lo incorporaron poco después de Navidad al Servicio del Trabajo.
Le dieron el bachillerato de emergencia. No, además los exámenes nunca fueron problema para él. Era bastante mayor que nosotros.
Parece ser que su sección está en la Landa de Tuchel. ¿Si habrán de sacar turba? Parece que la cosa anda algo revuelta por allí: guerrilleros, etcétera".
En febrero fui a visitar a Esch en el hospital de la Luftwaffe de Oliva. Estaba internado con una fractura de clavícula y pedía cigarrillos. Le di algunos y él me ofreció un licor pegajoso.
No me entretuve mucho. Para ir a la parada del tranvía hice un rodeo por el Parque del Castillo. Quería ver si existía todavía la antigua Gruta de los Susurros.
Allí estaba, efectivamente, y unos Cazadores Alpinos convalecientes la estaban probando con algunas enfermeras. Susurraban junto a la piedra porosa por ambos lados, reían bajito, susurraban y volvían a reír. Yo no tenía con quién susurrar, y así, con alguna idea en la cabeza, tomé por una avenida en forma de túnel, cerrada arriba por un ramaje seco, sin pájaros y posiblemente espinoso, que llevaba directamente del estanque del Parque a la Calzada de Zopot y se iba estrechando de modo alarmante.
Y en esto, después de cruzarme con dos enfermeras que conducían a un teniente que cojeaba, reía y cojeaba, y después de dos abuelas y un niño de unos tres años que no quería verse identificado con las abuelas sino que llevaba un tambor de juguete, aunque sin tocarlo, me vino al encuentro surgiendo de la zarza gris del túnel color de febrero, otra cosa que se fue agrandando: me topé con Mahlke. El encuentro nos turbó a los dos.
Además, el toparse en semejante avenida, sin caminos laterales y hasta enmarañada por arriba, producía un sentimiento que iba de lo solemne a lo angustioso. Fue el destino o la fantasía rococó de un arquitecto francés de jardines lo que nos hizo encontrarnos, y aún hoy evito invariablemente los jardines dispuestos sin escapatoria posible conforme al espíritu del buen Le Nôtre.
Por supuesto, nos hablamos en seguida, pero sin lograr quitar la vista, por mi parte, de lo que él llevaba puesto en la cabeza; porque el sombrero de Servicio del Trabajo era, aunque el que lo llevara no fuera Mahlke, incomparablemente feo: formaba un bulto alto y desproporcionado arriba de las alas, tenia el color de excrementos desecados, y aunque tuviera arriba el surco central a la manera de los sombreros civiles, los dos gajos quedaban demasiado cerca uno de otro, se juntaban y daban aquella raya plástica que había valido al sombrero del Servicio del Trabajo el mote de "culo con asidero".
En la cabeza de Mahlke dicho sombrero producía una impresión particularmente lastimosa, ya que su raya central, aunque sacrificada en aras del servicio, resultaba en esta forma pintorescamente exagerada. Y así estábamos uno frente a otro como sobre agujas, entre espinas y bajo espinas, y además volvió ahora aquel rapaz sin las abuelas, pero tocando el tambor; describió a nuestro alrededor un semicírculo sonoro de dejo mágico, y desapareció finalmente con su ruido en la estrechez de la avenida.
Nos despedimos apresuradamente luego que Mahlke hubo contestado apenas y de mala gala mis preguntas acerca de las luchas de guerrilleros en la Landa de Tuchel, del rancho en el Servicio del Trabajo y de si había o no acantonadas cerca de ellos muchachas del Servicio Femenino.
Quería saber también lo que lo traía a Oliva y si había visitado ya al reverendo Gusewski. Me enteré de que en el Servicio del Trabajo el rancho era aceptable, pero que no había por allí ni asomo de muchachas del Servicio Femenino.
En cuanto a los rumores a propósito de las luchas con los guerrilleros, él los consideraba exagerados, aunque no enteramente desprovistos de fundamento. Había venido a Oliva comisionado por su jefe para buscar unos repuestos: misión oficial, dos días de permiso. -A Gusewski le he hablado un momento esta mañana, en seguida de la misa. -Y a continuación, un gesto malhumorado:
– ¡Será siempre el mismo, pase lo que pase!
Y la distancia entre nosotros se agrandó, porque íbamos ya caminando. No, no me volví para verlo. ¿Increíble? En cambio, si dijera: "Mahlke no se volvió para verme" no sorprendería a nadie.
Tuve que mirar atrás varias veces, porque nadie acudió a ayudarme, ni siquiera el rapazuelo con su juguete sonoro. Y luego dejé de verte, según mis cálculos, por más de un año. Pero no verte no significaba ni significa en modo alguno poder olvidaros, a ti y a tu esforzada simetría.
Además, quedan los vestigios, y si veía un gato, fuera éste gris, negro o manchado, al punto me venía a la memoria el ratón; ello no obstante, seguía practicando el titubeo, sin acertar a decidir si había que proteger al ratón, o bien aguijonear al gato hacia la presa. Hasta el verano permanecimos en la batería costera: jugamos innumerables partidos de pelota, y los domingos nos revolcábamos en los cardos de las dunas, cada cual según sus habilidades, siempre con las mismas muchachas y las hermanas de las mismas muchachas. Yo fui el único que no logró nada, y hasta el presente no he conseguido todavía desprenderme de esa mi falta de decisión y del hábito de hacer reflexiones irónicas acerca de mi debilidad. ¿Qué más había? Reparto de pastillas de menta, aleccionamientos en materia de enfermedades venéreas, por la mañana Hermann y Dorotea, por la tarde el fusil 98-K, correo, mermelada de cuatro frutas, concursos de canto.
En ocasiones, cuando teníamos libre, nadábamos también hasta nuestro bote, en donde encontrábamos invariablemente bandas de la nueva promoción de cuarto año, nos fastidiábamos, y no alcanzábamos a comprender, al nadar de regreso, qué fue lo que durante tres veranos nos había atado a aquel casco cubierto de excrementos de gaviota.
Más adelante fuimos transferidos a la batería de ocho coma ocho, de Pelonken, y luego a la del Zigankenberg. Tuvimos alarma tres o cuatro veces y nuestra batería participó en el derribo de un bombardero cuatrimotor. Por espacio de varias semanas se discutió en las oficinas militares a propósito de aquel blanco casual. Y entretanto, pastillas, Hermann y Dorotea y saludos al pasar.
Antes que yo mismo, ya que se habían presentado como voluntarios, fueron al Servicio del Trabajo Hotten Sonntag y Esch. Por mi parte, vacilando como siempre e indeciso a propósito del arma, había dejado pasar el término. En febrero del cuarenta y dos pasé, dentro de nuestra barraca de enseñanza y con una buena mitad de nuestra clase, un bachillerato prácticamente normal, no tardé en ser llamado a mi vez al Servicio del Trabajo, fui dado de baja en los auxiliares de la Luftwaffe y, comoquiera que disponía todavía de quince días y quería pasar algo más que el bachillerato, traté de posarme sobre algo.
¿Sobre quién sino sobre Tula Pokriefke, que contaba a la sazón dieciséis años o más y era prácticamente accesible a todos? Pero no tuve suerte, ni tampoco logré nada con la hermana de Hotten Sonntag. Así las cosas -consolábanme las cartas de una de mis primas, que había sido evacuada a Silesia con toda la familia debido a la destrucción total de su casa durante un bombardeo-, hice una visita de despedida al reverendo Gusewski, le prometí servirle de monaguillo durante los permisos que esperaba obtener, y recibí de él, aparte de un nuevo misal, un crucifijo de metal confeccionado especialmente para los reclutas católicos.
Y al volver a casa me topé, en la esquina del Bärenweg y de la Osterzeile, con la tía de Mahlke, que en la calle llevaba unos anteojos tremendos y resultaba imposible de eludir.
Aun antes de que nos hubiéramos saludado empezó ella a hablar, gangueando a la manera campesina pero a toda velocidad. Cuando se nos acercaba algún transeúnte, me tomaba por el hombro y acercaba una de mis orejas a su boca.
Frases cálidas acompañadas de húmeda llovizna. Cosas sin importancia al principio. Historias de compras: "Ya ni se puede conseguir lo que a una le corresponde de cupones". Fue así como me enteré de que ya otra vez no había cebollas, pero que en la tienda de Matzerath, en cambio, se podía conseguir azúcar negra y sémola de cebada, y que el carnicero Ohlwein esperaba recibir conservas de carne de cerdo.
Y finalmente, sin insinuación alguna de mi parte, el tema principal:
– El muchacho está mejor ahora, pese a que no diga precisamente en sus cartas que le va mejor. Pero tampoco se ha quejado nunca: en eso es igual que su padre, mi difunto cuñado. Y ahora lo han enviado al frente, sí señor, con los tanques.
Creo que estará más al abrigo ahí que en la infantería, sobre todo cuando llueva. Y luego su susurro se acercó a mi oreja y me enteré de las nuevas excentricidades de Mahlke, de sus garabatos, como si debajo de la firma de cada carta hubiera firmado además algún niño.
– Y lo curioso es que de niño no dibujaba nunca, a no ser que tuviera que hacer algo con tinta china para la escuela.
Pero aquí tengo precisamente su última carta en la bolsa. ¡Jesús, cómo está! Es que son tantos, sabe usted, señor Pilenz, los que quieren leer cómo le va al muchacho.
Y la tía de Mahlke me alargó la carta de Mahlke:
– Aquí la tiene, léala usted mismo. -Pero no leí. Papel entre dedos sin guantes.
De la Plaza Max Halbe soplaba en remolino un viento glacial que no había quien lo aguantara. Mi corazón golpeaba con el tacón de su bota y quería hundir la puerta. Hablaban en mí siete hermanos, pero ninguno seguía la escritura.
Volaban copos de nieve, pero el papel de la carta se hacía más visible, no obstante que era gris pardusco y sin ninguna calidad. Puedo decir hoy: comprendí inmediatamente, pero sólo miraba, sin querer ver ni comprender; porque ya desde antes de que el papel me crujiera cerca de los ojos había comprendido que, una vez más, Mahlke haría de las suyas: dibujos lineales garrapateados al pie de una esmerada escritura Sütterlin.
En una hilera que se esforzaba por ser recta, pero que, falta de base, resultaba quebrada, ocho doce trece catorce círculos irregularmente aplanados, y en cada riñón un mugrón como una verruga, y, de cada verruga, unos palos del largo de una uña de pulgar señalaban, saliendo de las bañeras abolladas, hacia el borde izquierdo del papel; y todos estos tanques -porque por muy torpes que fueran los dibujos yo identifiqué los T 34 rusos- tentaban en un lugar, las más de las veces entre la torre y la bañera, una pequeña señal: una cruz que indicaba el blanco.
Además -el autor contaba obviamente con alguna lentitud de comprensión por parte de los intérpretes de su dibujo-, otras cruces, hechas con lápiz azul y que rebasaban la superficie de los tanques garrapateados, tachaban en forma que saltaba a la vista los catorce T 34 -creo que eran catorce- hechos con lápiz común y corriente.
No sin cierta ufanía expliqué a la tía de Mahlke que se trataba manifiestamente de tanques destruidos por Joaquín. Pero la tía de Mahlke no se mostró sorprendida en lo más mínimo: ya se lo habían dicho muchos, lo que no comprendía, sin embargo, era que unas veces fueran más y otras menos, una vez sólo ocho y en la penúltima carta, en cambio, veintisiete piezas.
– Es posible que sea porque el correo llega ahora con tanta irregularidad.
Pero lea usted, señor Pilenz, lo que escribe nuestro Joaquín. Habla también de usted, de unas velas, pero ya las hemos conseguido. No hice más que echar al papel una ojeada superficial: Mahlke se mostraba solícito, preguntaba por los achaques menores y mayores de la madre y la tía (la carta estaba dirigida a las dos), por las várices y los lumbagos; quería que se le informara sobre el estado del jardín: "¿Ha vuelto a dar bien el ciruelo este año? ¿Qué hacen mis cactos?"
Breves frases a propósito del servicio, del que decía que era pesado y de gran responsabilidad. "Por supuesto, también nosotros tenemos bajas. Pero la Virgen seguirá protegiéndome." Y a continuación un ruego para que madre y tía le hicieran el favor de llevar al reverendo Gusewski uno o, de ser posible, dos cirios para el altar de la Virgen: "Tal vez Pilenz os los pueda conseguir, ya que ellos tienen cupones".
Pedía además que dedicaran unas oraciones a San Judas Tadeo – sobrino en segundo grado de la Virgen María, por donde se echa de ver que Mahlke conocía bien a la Sagrada Familia- y que hicieran decir una misa en sufragio del alma del padre, muerto de accidente, "ya que nos dejó sin haber recibido los auxilios espirituales". Para concluir, una que otra menudencia y algo de pálida descripción del paisaje: "No os podéis imaginar lo decaído que está aquí todo, lo desdichados que son aquí la gente y todos los niños.
No hay ni electricidad ni agua corriente. A veces le da a uno por preguntarse por el sentido de todo esto, pero es probable que así deba ser. Y si algún día os dan ganas y el tiempo es bueno, tomad el tranvía hasta Brösen -pero no dejéis de abrigaros bien- y mirad si a la izquierda de la entrada del puerto, no muy afuera, se ve todavía la superestructura de un barco hundido.
Allí había antes los restos de un naufragio. Puede verse a simple vista -y además la tía tiene ya sus gafas- me interesaría saber si todavía…" Dije a la tía de Mahlke:
– Para eso no tienen ustedes necesidad de ir. El bote sigue donde siempre. Y cuando le escriban, saluden a Joaquín de mi parte. Que esté tranquilo. Aquí nada cambia mucho, y no es probable que nadie nos llegue a escamotear el bote.
Pero aun suponiendo que los astilleros de Schichau lo hubieran escamoteado, es decir, sacado, desguazado o reequipado, ¿a ti qué? ¿Habrías cesado por ello de garrapatear tanques rusos en tus cartas para tacharlos con lápiz azul?
Y quién habría desguazado a la Virgen? ¿Quién habría podido encantar al antiguo Instituto y convertirlo en alpiste? ¿Y el gato y el ratón? ¿Piensas que haya historias que puedan terminarse?