XII

Margal de cantos rodados, arena, el tremedal centelleante, matas, grupos de pinos en fuga, estanques, granadas de mano, percas, nubes arriba de abedules, guerrilleros detrás de la retama, enebro, más enebro, el viejecito Löns -que era de por allí- y el cine de Tuchel; todo quedó atrás. No me llevé más que mi maleta de cuero de imitación y un manojo de brezo seco. Pero ya durante el viaje, cuando pasado Karthaus hube echado la hierba a la vía, en todas las estaciones suburbanas y luego en la Estación Central, frente a las taquillas, entre la multitud de los soldados que venían del frente con licencia, a la entrada de la oficina de control militar y en el tranvía de Langfuhr empecé de modo absurdo pero obstinado a buscar a Mahlke.


Me sentía ridículo y en evidencia en mi ropa civil de escolar y no me fui a casa -¡para lo que en ella me esperaba!-, sino que me bajé en la parada del Salón de los Deportes, que queda cerca de nuestro viejo Instituto. Dejé la maleta al bedel, no le pregunté nada, porque estaba absolutamente seguro, sino que me lancé por la escalera de granito subiendo los peldaños de tres en tres.


No es que esperara encontrármelo en el aula, que tenía las puertas de par en par, aunque no había allí más que las mujeres que cuidaban normalmente de la limpieza y que estaban en aquel momento poniendo los bancos en uno de los lados y enjabonando la madera quién sabe para quién. Tomé a la izquierda: macizas columnas de granito, para refresco de frentes ardientes.


La placa conmemorativa de mármol dedicada a los muertos de las dos guerras, con un buen hueco todavía. Lessing en su nicho. En todas las clases se trabajaba normalmente, pues los corredores estaban desiertos, con excepción de un alumno de tercer año y de piernas esqueléticas que llevaba un mapa enrollado a través de aquel hedor octogonal que penetraba hasta el más recóndito rincón. 3a, 3b, sala de dibujo, 5a, la vitrina con los animales disecados… ¿qué había ahora allí? Un gato, por supuesto.


Pero, ¿dónde estaba el ratón febril? Más allá de la sala de conferencias. Y cuando el corredor dijo amén, allí estaba él, con la clara ventana frontal a la espalda, entre la secretaría y la dirección: él, el Gran Mahlke, pero sin ratón, porque llevaba en el cuello el singular objeto, el abretesésamo, el magneto, lo contrario de una cebolla, el trébol galvanizado de cuatro hojas, el engendro del buen viejo Schinkel, la golosina, el aparato, la cosa cosa cosa, el no quiero hablar de eso. ¿Y el ratón?


Dormía, invernaba en pleno junio. Dormitaba debajo de una gruesa manta: Mahlke había engordado. No porque nadie, el destino o algún autor, lo hubiera eliminado o tachado, a la manera como Racine tachara la rata de su blasón y sólo tolerara el cisne. El ratón seguía siendo el animal heráldico y se movía en sueños cuando Mahlke tragaba, porque, por mucho que lo hubieran condecorado, el Gran Mahlke tenía que seguir tragando de vez en cuando.


¿Qué traza tenía? Ya dije que la actividad del frente te había hecho engordar como el grueso de dos hojas de papel secante. Estabas medio reclinado y medio sentado en la tabla blanca barnizada de la ventana. Como todos los que servían en los tanques, llevabas aquel uniforme de fantasía, cuadriculado a lo bandolero, mezcla de pedazos negros y verdegrises: un pantalón bombacho gris ocultaba la caña de las botas negras y relucientes.


Una guerrera negra de cazador de tanques, ceñida, que te apretaba y te formaba arrugas en los sobacos -porque tus brazos estaban separados del cuerpo, como dos asas-, y era bonita sin embargo, te hacía parecer esbelto no obstante el par de libras que habías engordado. Sobre la guerrera no llevabas condecoración alguna, y sin embargo tenías ambas Cruces e inclusive algo más, aunque ninguna medalla por heridas en el frente: como que la protección de la Virgen te hacía a prueba de balas. Se comprende, por lo demás, que faltaran del pecho todos los accesorios susceptibles de distraer la atención respecto del nuevo centro de todas las miradas.


Del cinturón, usado y negligentemente lustrado, sólo sobresalía hacia abajo como un palmo de tela: así de cortas eran las guerreras de los cazadores de tanques, a las que por lo demás llamaban chaquetas de mono. Si con la ayuda de aquella pistola que te colgaba muy atrás, casi sobre el trasero, el correaje trataba de desvirtuar la rigidez de tu porte haciéndolo oblicuo y osado, la gorra gris, en cambio, la llevabas estrictamente horizontal, sin esa inclinación hacia la derecha de moda entonces como ahora, y recordaba, con su surco en rectángulo, tu gusto por la simetría, como lo había hecho en tus años de escolar y buceador, cuando aspirabas a ser payaso, la raya central de tu peinado.


Por otra parte, ya desde antes y luego de que te curaran los dolores crónicos de la garganta con un pedazo de metal, no llevabas aquella cabellera de redentor. Te habían impuesto o te habías impuesto tú mismo el ridículo corte de cepillo que adornaba entonces al recluta y confiere hoy a los intelectuales con pipa su aire de ascetismo moderno.


Y sin embargo, conservabas la cara de redentor; el águila majestuosa de tu gorra inexorablemente derecha extendía sus alas sobre tu frente, como si fuera la paloma del Espíritu Santo. Tu piel delgada y sensible a la luz. Los granos en tu carnosa nariz. Bajos los párpados superiores, atravesados por venitas rojizas. Y cuando llegué sin aliento ante ti, con el gato disecado detrás, en su vitrina, apenas se te agrandaron los ojos.


Primer sondeo humorístico:


– ¡Buenos días, suboficial Mahlke!


– Éxito fallido.


– Espero aquí a Klohse. Está dando matemáticas en algunas de las clases.


– ¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!


– Quiero hablarle acerca de la conferencia.


– ¿Estuviste ya en el aula?


– Tengo ya preparada la conferencia en todos sus detalles.


– ¿Viste a las mujeres de la limpieza? Están enjabonando ya los bancos.


– Echaré luego una ojeada con Klohse y veremos cómo quedan las sillas en la tarima,


– ¡Lo que se va a alegrar!


– Insistiré en que la conferencia sea sólo para los alumnos del cuarto año en adelante.


– ¿Ya sabe Klohse que lo estás esperando?


– La señorita Hersching, de la secretaría, se lo ha comunicado.


– ¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!


– Será una conferencia muy breve, pero concentrada.


– Bueno, hombre, cuenta un poco cómo lo has conseguido, y en tan poco tiempo.


– Paciencia, querido Pilenz, en mi conferencia trataré de todos los problemas relacionados con la condecoración.


– ¡Hombre, sí que se va a alegrar Klohse!


– Le pediré que ni me introduzca ni me presente.


– ¿Y Mallenbrandt?


– Puede anunciar la conferencia el bedel, y basta.


– ¡Hombre, sí que…!


El timbre retumbó de un piso a otro y puso fin a todas las clases del instituto. Sólo en ese momento fue cuando Mahlke abrió completamente ambos ojos. Unas pocas pestañas, escasamente separadas unas de otras.


Su actitud había de dar la impresión de relajamiento, pero estaba listo para el salto. Inquieto por algo que parecía venir de atrás, me volví hacia la vitrina: no era un gato gris, sino más bien un gato negro el que se deslizaba hacia nosotros sobre sus patas blancas y nos mostraba su babero blanco. Los gatos disecados se deslizan de modo más real que los vivos. En una tarjeta de cartón se leía en bella caligrafía: Gato doméstico.


Viendo que después del timbre se había hecho el silencio y que el ratón se despertaba y el gato iba adquiriendo cada vez mayor importancia, me puse a mirar a la ventana e hice un par de chistes; dije asimismo algo acerca de su madre y de su tía, hablé, para animarlo, de su padre, de la locomotora de su padre, de la muerte de su padre en Dirschau y de la medalla del valor concedida a su padre con carácter póstumo:


– ¡Cómo se alegraría tu padre, si viviera!


Pero antes de que hubiera yo acabado de conjurar al padre y de tranquilizar al ratón respecto del gato, el director Waldemar Klohse se introdujo con voz firme y sonora entre nosotros.


Klohse no pronunció una sola palabra de felicitación, ni dijo "suboficial y portador del abretesésamo", o "señor Mahlke, me alegro mucho", sino que, como de paso y después que hubo manifestado especial interés por mi estancia en el Servicio del Trabajo y por las bellezas naturales de la Landa de Tuchel -allí se formó Löns, ¿recuerdas?-, lanzó sobre la gorra de Mahlke unas cuantas palabritas aseadas:


– Ve usted, Mahlke, después de todo lo ha logrado usted. ¿Ha ido ya a la Escuela Superior Horst Wessel? Mi estimado colega, el señor director doctor Wendt, se alegrará mucho. Supongo que no dejará usted de dar a sus antiguos condiscípulos una pequeña conferencia encaminada a fortalecer la fe en nuestras armas. ¿Quiere usted hacerme el favor de pasar un momento a mi despacho?


Y el Gran Mahlke, con los brazos en arco a manera de asas, siguió al director Klohse al despacho de la dirección, y al llegar a la puerta se quitó la gorra, dejando al descubierto su peinado descuidado: el bulto del cogote. Un alumno en uniforme camino de una solemne entrevista cuyo resultado no esperé, no obstante mi interés por saber lo que el ratón, ya muy despierto y emprendedor, le diría después a aquel gato disecado, sin duda, pero que seguía deslizándose.


¡Miserable triunfo! Una vez más sacaba yo ventaja. Bueno, espera y verás. Pero él no podrá ni querrá ni podrá ceder. Le echaré una mano. Puedo hablar con Klohse. Buscaré palabras que le vayan derecho al corazón. Lástima que se llevaran a Papá Brunies a Sutthof. Con su Eichendorff en el bolsillo, habría podido ayudarlo. Pero a Mahlke no había quien pudiera ayudarlo. Tal vez si yo hubiera hablado con Klohse. Así lo hice: por espacio de media hora me dejé echar palabras mentoladas a la cara, para acabar en una lamentable retirada: -Conforme a los criterios humanos, es probable que tenga usted razón, señor director. Pero, ¿es que teniendo en cuenta, quiero decir, en este caso particular, no se podría tal vez? Por una parte lo comprendo a usted perfectamente.


El factor incontrovertible: la disciplina del establecimiento. Lo que se ha hecho una vez no puede deshacerse, pero, por otra parte, como perdió tan tempranamente a su padre… Hablé también con el reverendo Gusewski, y con Tula Pokriefke, para que ella hablara a Störtebeker y su banda.


Fui a ver a mi antiguo jefe de grupo de la Nueva Promoción. A resultas de Creta, tenía una pierna de madera, estaba sentado detrás de un escritorio en la dirección regional de la Winterplatz, se entusiasmó con mi propuesta y se puso a echar pestes contra los maestros:


– ¡Claro que lo haremos! Que venga a verme, ese Mahlke. Lo recuerdo vagamente. ¿No fue él quien? Bueno, eso es otro cuento.


Convocaré a todos los que pueda. Inclusive la Federación de Muchachas Alemanas y la Asociación Femenina. Organizaré una sala frente a la Administración de Correos, con trescientos cincuenta asientos… Y el reverendo Gusewski quería reunir en su sacristía, ya que no disponía de otra sala pública, a las damas de la parroquia y a una docena de trabajadores católicos. -Para que la conferencia encaje en el marco eclesiástico -propuso el reverendo Gusewski-, su amigo podría tal vez empezar con algo sobre San Jorge y terminar señalando la eficacia y la fuerza de la plegaria en los momentos de grandes peligros y calamidad. -Daba por descontado un gran éxito.


Lo mismo con aquel sótano que los adolescentes de Störtebeker y de Tula Pokriefke querían poner a disposición de Mahlke.


Un tal Rennwand, al que yo conocía ya superficialmente -era monaguillo en la iglesia del Sagrado Corazón- me fue presentado por Tula, hizo una serie de alusiones misteriosas y dijo que le extenderían a Mahlke un salvoconducto, pero que tendría que depositar su pistola:


– Por supuesto, si viene tendremos que vendarle los ojos.


Y tendrá también que firmar una declaración jurada comprometiéndose a no delatarnos, etc.; meros formalismos, claro. Por supuesto, pagamos bien. Ya sea en dinero o en relojes del ejército. Tampoco nosotros hacemos nada gratis. Pero Mahlke no aceptó ni lo uno ni lo otro, ni que se le pagara. Traté de picarlo:


– ¿Qué quieres, pues? Nada te parece bastante. ¿Por qué no vas a Tuchel-Norte? Allí hay ahora otra quinta. El cabo de inspección y el cocinero jefe te conocen ya de antes y se alegrarán sin duda alguna si te presentas allí y les das una conferencia.


Mahlke escuchaba todas las propuestas con calma y aun sonriendo ocasionalmente, aprobaba can la cabeza, hacía preguntas concretas acerca de la organización de los actos planeados, pero, cuando ya nada parecía oponerse al proyecto en consideración, acababa rechazándolo todo en forma brusca y malhumorada, incluso una invitación de la dirección regional del Partido; porque desde el principio no había tenido más que un solo objetivo: el aula de nuestra escuela. Quería aparecer en aquella luz cuajada de polvo que se filtraba por los ventanales neogóticos.


Quería hablar ante el hedor de los trescientos escolares que ventoseaban sonora o silenciosamente. Quería tener a su alrededor y detrás las bruñidas cabezas de sus antiguos maestros. Quería tener frente a sí, al otro extremo del aula, el retrato al óleo que mostraba, lechoso e inmortal bajo un espeso barniz, al fundador del Instituto, Barón de Conradi.


Quería entrar en el aula por una de las puertas de dos hojas, pardas de viejas, y salir por la otra después de un breve discurso posiblemente intencionado; pero allí estaba Klohse con sus pantalones a cuadritos y ante ambas puertas a la vez: "Como soldado debería usted saberlo, Mahlke. No, esas mujeres enjabonaban los bancos sin motivo especial, y, en todo caso, no para usted, no para su discurso.


Por muy ingenioso que sea su plan, no se puede llevar a cabo: mucha gente, reténgalo bien, se desvela toda su vida por tener ricas alfombras, y sin embargo muere sobre las rudas planchas del piso. Aprenda usted a renunciar, Mahlke".


Y Klohse cedió un poco, convocó una conferencia, y la conferencia decidió, de acuerdo con el director de la Escuela Superior, Horst Wessel: "La disciplina del establecimiento exige que…" Y Klohse se hizo confirmar por el Consejo Superior de Enseñanza que un antiguo alumno cuyos antecedentes, incluso si, o precisamente habida cuenta de la gravedad de la situación, aunque sin atribuir al asunto en cuestión, con todo, una importancia exagerada, mayormente por cuanto el caso de referencia quedaba ya bastante atrás, no obstante y debido a carecer el mismo de precedente, los claustros de ambos Institutos habían llegado al acuerdo de que…


Y Klohse escribió una carta estrictamente personal. Y Mahlke leyó que Klohse no podía obrar como sería su deseo hacerlo. Que por desgracia el tiempo y las circunstancias eran tales que un educador experimentado y consciente de las responsabilidades de su cargo no podía dejar que su corazón hablara simple y paternalmente; hacía un llamado, en beneficio de la Institución y de acuerdo con el tradicional espíritu conradino, a su sentido del deber; por lo demás, se proponía asistir de buen grado a la conferencia que a no tardar y sin resentimiento alguno, así lo esperaba, daría Mahlke en la Escuela Superior Horst Wessel a menos que, de acuerdo con lo que ha constituido desde siempre el más honroso galardón del verdadero héroe, optara por la parte más excelsa de la oratoria y se decidiera, así, a guardar silencio.


Pero el Gran Mahlke se encontraba en una avenida parecida a aquella avenida en forma de túnel cerrada arriba por el ramaje, espinosa y huérfana de pájaros, del Parque del Castillo de Oliva, que no tenía salidas laterales y constituía sin embargo un laberinto: se pasaba el día durmiendo o jugando a las damas con su tía, como esperando, cansado e inactivo, el fin de su licencia, y de noche, en cambio, vagaba conmigo -él delante, yo detrás o, a lo sumo, a su lado- por el barrio de Langfuhr.


Pero no vagábamos al azar, sino que recorríamos en ambos sentidos aquella silenciosa y distinguida avenida de Baumbach que observaba escrupulosamente las prescripciones de la defensa antiaérea y en la que había ruiseñores y vivía el director Klohse.


El cansancio me vencía detrás de su uniforme: "No hagas tonterías. Ya ves que es imposible. Por otra parte, ¿a ti que más te da? Para los pocos días que te quedan de licencia. ¿Cuántos días te quedan todavía exactamente? Mira, no hagas tonterías…" Pero el Gran Mahlke no escuchaba esa letanía de consejos.


Tenía en sus oídos separados de la cabeza una melodía muy distinta. Hasta las dos de la madrugada asediábamos la avenida de Baumbach y a sus dos ruiseñores.


En un par de ocasiones tuvimos que dejarlo porque iba acompañado. Pero cuando después de cuatro noches de acecho el director Klohse apareció por fin solo hacia las once de la noche -alto y delgado, con sus pantalones a cuadros pero sin sombrero ni abrigo, porque el aire era tibio- y, viniendo del Schwarzer Weg, empezó a subir por la avenida de Baumbach, la mano del Gran Mahlke salió disparada del bolsillo y agarró el cuello de la camisa de Klohse juntamente con su corbata de paisano.


Aplastó al educador contra una verja de hierro forjado tras la cual florecían unas rosas que, por estar todo tan oscuro, olían particularmente fuerte -más fuerte aún de lo que trinaban los ruiseñores- e inundaban el aire de fragancia. Y Mahlke siguió el consejo epistolar de Klohse, escogió la parte mejor de la oratoria, el silencio heroico, y sin decir palabra le dio al director a izquierda y derecha de la cara afeitada, con el dorso y con la palma de la mano.


Los dos, rígidos y formales. Sólo las palmadas sonoras y elocuentes, porque también Klohse tenía cerrada su boquita y no quería mezclar su aliento mentolado con el aroma de las rosas. Esto sucedió un jueves y duró apenas un minuto.


Dejamos a Klohse junto a la verja. Mejor dicho, Mahlke dio media vuelta primero y se fue al paso largo de sus botas por la acera sembrada de gravilla bajo el arce rojo, que proyectaba desde arriba una sombra negra.


Yo traté de presentar a Klohse, en nombre de Mahlke y del mío, algo así como una excusa. Pero el abofeteado declinó con un gesto de la mano; no parecía ya abofeteado, sino que se mantenía erguido, y su silueta oscura, soportada por el olor de las flores y por las voces de los pájaros, encarnaba en aquel momento la Institución, la escuela, la fundación conradina, el espíritu conradino, el Conradinum; porque tal era el nombre de nuestro Instituto.


De allí y a partir de aquel minuto nos fuimos por las desiertas calles suburbanas y ya no se volvió a pronunciar entre nosotros el nombre de Klohse.


Mahlke hablaba derecho ante sí, en forma pronunciadamente objetiva, de problemas que en aquella edad podían preocuparle, lo mismo que en parte también a mí. Tales como: ¿Hay otra vida después de la muerte? O bien: ¿Crees tú en la transmigración de las almas? Mahlke charlaba por los codos:


– Últimamente he leído bastante a Kierkegaard. Tendrás que leer sin falta a Dostoyewski, sobre todo cuando estés en Rusia.


Te aclarará una cantidad de cosas, la mentalidad y todo eso. Varias veces nos detuvimos en los puentes que cruzan el Striessbach, arroyuelo lleno de sanguijuelas. Daba gusto reclinarse sobre el pretil y esperar a que salieran las ratas. Cada puente hacia pasar la conversación desde lo banal, tal como la consabida erudición escolar acerca de los buques de guerra, su blindaje, dotación y velocidad en nudos, hasta la religión y las llamadas últimas preguntas.


Sobre el pequeño puente de Neuschottland contemplamos primero un buen rato el cielo estrellado de junio, y luego, cada cual por su parte, dejamos vagar la mirada por el arroyo. Y dijo Mahlke, a media voz, en tanto que abajo, arrastrando consigo los vapores de levadura de la cervecería de Aktien, el desagüe superficial del estanque de ésta se rompía contra las latas vacías de conservas allí amontonadas:


– Por supuesto, no creo en Dios.


La clásica patraña para idiotizar a la gente. La única en quien creo es la Virgen María. Por eso no me casaré nunca. La frasecita era demasiado grave y confusa como para pronunciarse sobre un puente.


Se me quedó grabada. Y ahora, dondequiera que un puentecito se tiende sobre un arroyuelo o un canal, siempre que abajo el agua hace gárgaras y se rompe contra todo lo que la gente desordenada suele echar en todas partes desde los puentes a los arroyos y canales, veo a mi lado a Mahlke, con sus botas, sus pantalones bombachos y su chaqueta de mono de cazador de tanques; lo veo inclinarse sobre el pretil, dejando que el gran objeto cuelgue verticalmente de su cuello, como un solemne payaso triunfador, por la fe irrefutable, del gato y el ratón:


– Por supuesto, no en Dios. La clásica patraña. La única es la Virgen.


No me casaré. Y dijo todavía una porción de cosas que cayeron en el Striessbach.


Tal vez dimos diez vueltas a la Plaza Max Halbe y recorrimos una docena de veces el Heeresanger de arriba abajo y viceversa.


Nos detuvimos indecisos en la terminal de la línea número 5. Contemplamos, no sin envidia, a los conductores y conductoras -estas últimas con ondulación permanente- que estaban sentados en los remolques de cristales pintados de azul oscuro, hincando el diente en sus emparedados y bebiendo de sus termos…y una vez vino un tranvía -o habría debido venir- en el que Tula Pokriefke, que desde hacía ya varias semanas prestaba servicio militar auxiliar, operaba como conductora, con la gorra ladeada sobre la cabeza.


Habríamos conversado los tres y yo le hubiera pedido indudablemente una cita si hubiera manejado la línea 5. Pero sólo vimos vagamente su pequeño perfil detrás del turbio cristal azul oscuro, y no estábamos seguros. Dije:


– Tendrías que probarlo con ésa.


Y Mahlke, atormentado: -Te acabo de decir que no me casaré.


Yo: -Eso te cambiaría las ideas.


Él: -¿Y quién me las volvería luego a cambiar?


Traté de bromear: – La Virgen María, claro.


Parecía tener reparos: -¿Y si estuviera ofendida?


Me ofrecí de mediador: -Si quieres, mañana ayudaré a Gusewski en la misa.


Su respuesta fue rápida y sorprendente:


– ¡De acuerdo!


Y se fue hacia aquel remolque que seguía prometiendo el perfil de Tula Pokriefke como conductora. Antes de que subiera, le grité:


– ¿Cuántos días te quedan aún de licencia?


Y el Gran Mahlke dijo desde la puerta del remolque:


– Mi tren salió hace cuatro horas y media, y si no ha ocurrido nada anormal debe estar ya llegando a Modlin.

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