DOCE

73

Ismail Kudseyi permanecía inmóvil bajo la lluvia, en los jardines de su propiedad de Yeniköy.

Al borde de una terraza, de pie entre las cañas, con los ojos clavados en el río.

La orilla asiática destacaba a lo lejos como una delgada cinta deshilachada por la lluvia. Estaba a más de un kilómetro, y no había ningún barco a la vista. El anciano se sentía seguro, fuera del alcance de un francotirador.

Tras la llamada de Azer había sentido la necesidad de ir allí. De sumergir la mano en aquellos pliegues de plata, de mojarse los dedos de espuma verde. Una necesidad acuciante, casi física.

Apoyado en el bastón, siguió la barandilla y bajó con precaución los peldaños que conducían a la orilla. El olor marino lo asaltó y el agua lo salpicó al instante. El río estaba revuelto, pero, por fuerte que fuera su agitación, el Bósforo siempre respetaba ciertos escondrijos ocultos entre las piedras, golfos de hierba a los que acudían a morir pequeñas olas tornasoladas.

A sus setenta y cuatro años, Kudseyi seguía refugiándose allí cuando necesitaba reflexionar. Era el río de sus orígenes. Allí había aprendido a nadar, pescado sus primeros peces, perdido sus primeros balones, líos de trapos que se deshacían al contacto con el agua como los vendajes de una infancia inacabada…

El anciano consultó su reloj: las nueve de la mañana. ¿Qué estaban haciendo?

Volvió a subir la escalera y contempló su reino: los jardines de su propiedad. La larga tapia carmesí, que aislaba por completo el parque del tráfago exterior, los bosquecillos de bambúes, inclinados como suaves plumas que alborotaban al menor soplo, los leones de piedra, con las alas plegadas, que languidecían en la escalinata del palacio, los estanques circulares, surcados por cisnes…

Iba a ponerse a cubierto, cuando oyó el zumbido de un motor. Amortiguado por la lluvia, más que un ruido, era una vibración bajo la piel. El anciano volvió la cabeza y vio el barco, que alzaba la proa al asalto de las olas y volvía a abatirla con una sacudida, dejando tras de sí dos alas de espuma.

Al timón, embutido en la chaqueta de terciopelo abotonada hasta el cuello, iba Azer. A su lado, Sema, envuelta en un impermeable que restallaba al viento, parecía diminuta. Sabía que se había operado la cara. Pero, a pesar de la distancia, reconocía su porte. Aquella bravuconería suya, que ya le había llamado la atención veinte años atrás, cuando la vio por primera vez entre cientos de niños.

Azer y Sema.

El asesino y la ladrona.

Sus únicos hijos.

Sus únicos enemigos.

74

Cuando se puso en marcha, los jardines se animaron.

El primer guardaespaldas salió de un bosquecillo. El siguiente apareció detrás de un tilo. Otros dos surgieron en el sendero de grava. Todos provistos de MP-7, un arma de defensa personal cargada con cartuchos subsónicos capaces de perforar protecciones de titanio o Kevlar a cincuenta metros. Al menos, eso le había asegurado su armero. Pero ¿tenía sentido todo aquello? A su edad, los enemigos a los que temía no viajaban a la velocidad del sonido ni perforaban el policarbono; estaban en su interior, entregados a un paciente trabajo de destrucción.

Siguió avanzando por el sendero. Los hombres lo rodearon de inmediato formando un pasillo humano. Ahora siempre era así. Su vida era una joya protegida, pero la joya había perdido su brillo. Se movía como un emparedado vivo, sin trasponer la tapia de los jardines, rodeado exclusivamente de hombres.

Se dirigió hacia el palacio, uno de los últimos yalis de Yeniköy. Una residencia de verano construida con madera a ras de agua, sobre pilastras alquitranadas. Un palacio alto, realzado con torrecillas, que tenía un hieratismo de ciudadela, pero también una indolencia, una sencillez de cabaña de pescador.

Las tablillas del tejado, alabeadas por los años, lanzaban vivos reflejos, tan vibrantes como los de un espejo. Las fachadas, en cambio, absorbían la luz y devolvían brillos apagados pero de una suavidad in finita. En torno al edificio reinaba una atmósfera de tránsito, de pontón, de embarcadero; el aire marino, la madera vieja y el chapoteo del agua evocaban para el anciano un lugar de partida, de veraneo.

Sin embargo, a medida que se acercaba y distinguía los detalles orientales de la fachada, las celosías de las terrazas, los soles de los balcones, las estrellas y medias lunas de las ventanas, comprendía que aquel elegante palacio era todo lo contrario: un edificio trabajado, bien anclado, definitivo. La tumba que había elegido. Una sepultura de madera con rumor de concha marina, donde podía ver llegar la muerte escuchando el río…

En el vestíbulo, Ismail Kudseyi se quitó el impermeable y las botas. Luego se puso unas zapatillas de fieltro y una bata de seda india y se tomó unos instantes para contemplarse en el espejo.

Su cara era su único motivo de orgullo.

El tiempo había hecho sus inevitables estragos, pero, bajo la piel, la osamenta había resistido. Incluso había contraatacado tensando la carne y aguzando los rasgos. Más que nunca, tenía un perfil de ciervo, con aquellas mandíbulas acusadas y aquella perpetua mueca desdeñosa en la punta de los labios.

Sacó un peine de un bolsillo y se peinó. Alisó lentamente los mechones grises, pero, al comprender el significado de aquel gesto, se detuvo bruscamente: se estaba acicalando… para Ellos. Porque temía encontrarse con ellos. Porque temía enfrentarse al sentido profundo de todos aquellos años…


Tras el golpe de Estado de 1980, tuvo que exiliarse en Alemania. Cuando regresó, en 1983, la situación se había tranquilizado, pero la mayoría de sus compañeros de armas, los demás Lobos Grises, estaban en la cárcel. Pese a su aislamiento, Ismail Kudseyi se negó a abandonar la Causa. Por el contrario, decidió reabrir, en el mayor de los secretos, los campos de entrenamiento y formar su propio ejército. Crearía nuevos Lobos Grises. Mejor aún: formaría Lobos Grises superiores, que servirían a un tiempo a sus ideales políticos y a sus intereses criminales.

Empezó a recorrer los caminos de Anatolia para escoger personalmente a los pupilos de su fundación. Organizaba los campos, observaba a los adolescentes mientras se entrenaban, confeccionaba fichas para seleccionar un grupo de élite. La tarea no tardó en absorberlo.

En un momento en que estaba imponiéndose en el mercado del opio, explotando el hueco que había dejado libre el Irán de la Revolución, la auténtica pasión del baba era la formación de aquellos chicos.

Sentía nacer en su interior una complicidad visceral con aquellos muchachos campesinos, que le recordaban al chico de las calles que había sido. Prefería su compañía a la de sus propios hijos, que había tenido tarde, con la hija de un ex ministro, y que estudiaban en Oxford y en la Universidad Libre de Berlín; herederos favorecidos por la fortuna que habían acabado convirtiéndose en extraños para él.

Al regreso de sus viajes, se aislaba en su yali y estudiaba cada ficha, cada perfil. Buscaba talentos, dotes, pero también una cierta voluntad de superarse, de arrancarse del terruño… Buscaba los perfiles más prometedores, a los que dotaría con becas y, llegado el momento, integraría en su clan.

Poco a poco, la búsqueda se convirtió en enfermedad, en monomanía. La coartada de la causa nacionalista no bastaba para enmascarar sus propias ambiciones. Su auténtica pasión era modelar seres humanos a distancia. Manipular destinos, como un demiurgo invisible…

Pronto, dos nombres le interesaron particularmente.

Un chico y una chica.

Dos promesas en estado puro.

Azer Akarsa, originario de un pueblo próximo a las ruinas de Nemrut Dag, estaba especialmente dotado. A los dieciséis años era tanto un combatiente feroz como un brillante estudiante. Pero, sobre todo, sentía auténtica pasión por el pasado de Turquía y las convicciones nacionalistas. Se había inscrito en el hogar clandestino de Adiyaman y presentado voluntario para un comando. Estaba ansioso por alistarse en el ejército para batirse en el frente kurdo.

Pero tenía una desventaja: era diabético. Kudseyi decidió que aquel punto débil no debía impedirle cumplir su destino de Lobo y se prometió ofrecerle los mejores cuidados en todo momento.

El segundo expediente era el de Sema Hunsen, de catorce años. Nacida en los pedregales de Gaziantep, había conseguido ingresar en un colegio con una beca del Estado. En apariencia, era un chica turca inteligente deseosa de romper con sus orígenes. Pero no solo quería cambiar su destino, sino también el de su país. En el hogar de los Idealistas de Gaziantep era la única mujer. Había solicitado ingresar en el campo de Kayseri para estar con otro chico de su pueblo, Kürsat Milihit.

Aquella adolescente lo había atraído de inmediato. Le gustaba su férrea voluntad, su deseo de elevarse por encima de su condición. Físicamente, era una jovencita pelirroja, más bien gordita, con pinta de campesina. Nada dejaba adivinar sus dotes ni su pasión política. Salvo su mirada, que lanzaba a la cara de su interlocutor como si fuera una piedra.

Ismail Kudseyi lo sabía: Azer y Sema serían mucho más que simples becarios, soldados anónimos de la causa de la extrema derecha o de su red criminal. Serían, tanto el uno como la otra, sus protegidos. Sus hijos adoptivos. Pero ellos no lo sabrían. Les ayudaría a distancia, en la sombra.

Pasaron los años. Las jóvenes promesas se convirtieron en realidades. Azer había obtenido la licenciatura en Física y Química por la Universidad de Estambul con veintidós años y un diploma de Comercio Internacional en Munich, dos años después. A los dieciséis, Sema había acabado sus estudios en el liceo Galatasaray con honores e ingresado en la facultad de Filología Inglesa de Estambul; ahora dominaba cuatro lenguas: el turco, el francés, el inglés y el alemán.

Los dos estudiantes seguían siendo militantes políticos, baskans que habrían podido dirigir hogares de barrio; pero Kudseyi no quería precipitar las cosas. Tenía proyectos más ambiciosos para sus protegidos. Proyectos relacionados directamente con su narcoimperio.

También quería arrojar luz sobre ciertas zonas de sombra. El comportamiento de Azer sugería inclinaciones peligrosas. En 1986, cuando aún estaba en el liceo francés, había desfigurado a otro alumno durante una pelea. Las heridas, graves, no revelaban cólera, sino una determinación, una calma escalofriantes. Kudseyi tuvo que echar mano de toda su influencia para evitar que el colegial acabara detenido.

Dos años después, en la facultad de Ciencias, Azer había sido sorprendido despedazando ratones vivos. Por si fuera poco, algunas estudiantes quejosas de las obscenidades que les dirigía habían encontrado en sus taquillas del vestuario de la piscina gatos destripados, enredados en su ropa interior.

Las pulsiones criminales de Azer intrigaban a Kudseyi, que por lo demás trataba de encontrarles alguna utilidad. Pero seguía ignorando su auténtica naturaleza. Un azar médico lo iluminó por completo. Mientras estudiaba en Munich, Azer había sido hospitalizado por una crisis diabética. Los médicos alemanes habían elegido un tratamiento original: sesiones en una cámara de alta presión, para mejorar la absorción de oxígeno por el organismo.

Durante dichas sesiones, Azer había experimentado el vértigo de las profundidades, empezado a delirar y gritado a pleno pulmón que quería matar mujeres, «¡a todas las mujeres!», torturarlas y desfigurarlas hasta reproducir las máscaras antiguas que le hablaban en sueños. Una vez en su habitación, en pleno delirio a pesar de los sedantes que le habían administrado, se había puesto a rascar la pared, junto a la cabecera de la cama, para trazar apuntes de caras. Rostros mutilados, con la nariz cortada y los huesos aplastados, a cuyo alrededor había pegado manojos de su propio pelo pegados con su semen: estatuas sin vida, erosionadas por los siglos, pero con cabelleras muy vivas…

Los médicos alemanes alertaron a la fundación turca que pagaba los gastos médicos del estudiante. Kudseyi en persona se desplazó a Munich. Los psiquiatras le explicaron la situación y le recomendaron el internamiento inmediato. Kudseyi manifestó su acuerdo, pero a la semana siguiente mandó a Azer de vuelta a Turquía. Estaba seguro de que podría controlar, e incluso explotar, la locura asesina de su protegido.

Sema Hunsen daba otro tipo de problemas. Solitaria, reservada, obstinada, se salía constantemente del cuadro organizado por la fundación. Se había fugado del internado de Galatasaray en repetidas ocasiones. En una de ellas, la habían detenido en la frontera búlgara; en otra, en el aeropuerto Atatürk de Estambul. Su independencia y sus ansias de libertad, caracterizadas por la agresividad y la obsesión por la huida, se habían vuelto patológicas. Kudseyi también supo descubrir el lado positivo en su caso. La convertiría en una nómada, en una viajera, en una traficante de élite.

A mediados de los noventa, Azer Akarsa, pujante hombre de negocios, también se había convertido en un Lobo, en el sentido oculto del término. Por intermedio de sus lugartenientes, Kudseyi le había confiado misiones de intimidación o escolta, que había cumplido con brillantez. Cruzaría la línea sagrada -la del asesinato- sin la menor vacilación. Le gustaba la sangre. Demasiado, la verdad.

Pero había otro problema. Akarsa había fundado su propio grupo político. Con disidentes cuyas opiniones superaban en violencia y excesos todas las convicciones del partido oficial. Azer y sus correligionarios hacían gala de su desprecio por los viejos Lobos Grises que se habían enmendado y más aún por los nacionalistas mafiosos como Kudseyi. El anciano sentía una espina clavada en el corazón: su hijo se estaba convirtiendo en un monstruo, cada vez más difícil de controlar.

Para consolarse, volvía la mirada hacia Sema Hunsen. Aunque puede que «mirada» no sea la palabra adecuada, habida cuenta de que no había vuelto a verla desde que era niña; acabada la carrera, Sema había desaparecido, por así decirlo. Sabiéndose en deuda con la organización, aceptaba misiones de transporte, pero a cambio de mantener una distancia radical respecto a sus empleadores.

A Kudseyi no le gustaba aquello, pero la droga siempre llegaba a buen puerto. ¿Cuánto duraría el contrato recíproco? Fuera como fuese, la misteriosa personalidad de la chica lo fascinaba más que nunca. Seguía sus pasos, se extasiaba con sus proezas…

Sema no tardó en convertirse en una leyenda entre los Lobos Grises. Literalmente, se diluía en un laberinto de fronteras y lenguas. Daba pie a los rumores más peregrinos. Unos afirmaban haberla visto en la frontera de Afganistán, pero cubierta con un velo. Otros aseguraban que habían hablado con ella en un laboratorio clandestino, en la frontera siria, pero reconocían que no se había quitado la máscara quirúrgica. Y también los había que juraban y perjuraban habérsela encontrado en la costa del mar Negro, pero en el interior de una discoteca sin más iluminación que los destellos de los estroboscopios.

Kudseyi sabía que todos mentían: nadie la había visto jamás. Al menos, a la Sema original. Se había convertido en una criatura abstracta, de identidad, itinerarios, estilos y técnicas tan cambiantes como sus objetivos. Un ser escurridizo cuya única materialidad era la droga que transportaba.

Sema lo ignoraba, pero en realidad nunca estaba sola. El anciano siempre estaba a su lado. No había transportado un solo cargamento que no perteneciera al baba. No había hecho un solo trabajo sin que sus hombres la vigilaran a distancia. Llevaba a Ismail Kudseyi en su interior.

En 1987, sin que ella lo supiera, la había hecho esterilizar aprovechando una hospitalización por una crisis de apendicitis aguda. Ligadura de trompas: una mutilación irreversible, pero que no trastorna el ciclo hormonal. Los médicos habían utilizado instrumentos ópticos introducidos en el abdomen de la paciente a través de minúsculas incisiones. Ni cicatrices, ni recuerdos…

No tenía elección. Sus combatientes eran únicos. No debían reproducirse. Solo él podía crear y desarrollar -o destruir- a sus soldados. Pese a su convicción, aquella mutilación seguía inspirándole cierta preocupación, un temor casi sagrado, como si hubiera violado un tabú o profanado un territorio sagrado. En sus sueños aparecían a menudo unas manos blancas que sostenían vísceras. Confusamente, presentía que la catástrofe provendría de aquel secreto orgánico…

Kudseyi había acabado admitiendo su fracaso frente a sus dos hijos. Azer Akarsa se había convertido en un psicópata asesino al mando de una célula de acción autónoma: terroristas maquillados que se creían antiguos turks y proyectaban atentar contra el Estado turco y los Lobos Grises que habían traicionado la Causa. Puede que él también estuviera en su lista. En cuanto a Sema, era una mensajera más invisible que nunca, paranoica y esquizofrénica al mismo tiempo, que solo esperaba la ocasión propicia para desaparecer definitivamente. Solo había conseguido crear dos monstruos.

Dos lobos rabiosos impacientes por saltarle al cuello.

No obstante, había seguido confiándoles misiones importantes, esperando que no traicionaran a un clan que tanto crédito les concedía. Esperando, sobre todo, que el destino no se atreviera a hacerle semejante afrenta, a darle semejante mentís, después de todo lo que había invertido en aquella obra.

Y ese fue el motivo por el que, la primavera anterior, cuando hubo que organizar el envío que decidiría una alianza histórica en el Cuerno de Oro, Ismail Kudseyi había pronunciado un solo nombre: Sema.

El motivo por el que, cuando se produjo lo inevitable y la renegada desapareció con la droga, había elegido un solo asesino: Azer.

Nunca se había decidido a eliminarlos, pero los había lanzado el uno contra el otro rezando para que se mataran. Sin embargo, nada había ocurrido como estaba previsto. Sema seguía en paradero desconocido. Y Azer solo había conseguido provocar una carnicería tras otra en París. Sobre su cabeza pesaba una orden internacional de detención, y el cártel criminal de Kudseyi ya había pronunciado su sentencia de muerte. Azer se había vuelto demasiado peligroso.

Y, de pronto, un hecho nuevo lo había trastocado todo.

Sema había aparecido.

Y pidiendo un encuentro.

Una vez más, era ella quien dirigía el juego…

El anciano contempló su imagen en el espejo por última vez y, de pronto, descubrió a un hombre totalmente distinto. Un viejo de cuerpo reseco y los huesos cortantes como hojas de afeitar. Un depredador calcificado, como el esqueleto prehistórico que acababan de desenterrar en Pakistán…

Se guardó el peine en el bolsillo de la chaqueta e intentó sonreír al espejo.

Tuvo la sensación de saludar a una calavera con las órbitas vacías. Se dirigió hacia la escalera y ordenó a sus guardaespaldas:

Geldiler. Beni yalniz birakin [4].

75

La habitación a la que llamaba «sala de meditación» era un espacio de ciento veinte metros cuadrados con parquet de madera sin barnizar. También podría haberla llamado la «sala del trono». Sobre un alto estrado con tres escalones, había un canapé de color cáscara de huevo cubierto de cojines con bordados de oro. Frente a él, una mesita baja. Dos lámparas situadas a ambos lados lanzaban arcos de luz tamizada sobre las blancas paredes, a cuyos pies se alineaban, como sombras sólidas o secretos con incrustaciones de nácar, varios arcones de madera tallada. Y nada más.

A Kudseyi le gustaba aquella desnudez, aquel vacío casi místico que parecía esperar las plegarias de un sufí.

Cruzó la sala, subió los escalones y se acercó a la mesita. Dejó el bastón y cogió la garrafa de ayran a base de yogur y agua que siempre lo esperaba llena. Se sirvió un vaso, se lo bebió de un trago y, reconfortado por la frescura que se difundía por su cuerpo, admiró su tesoro.

Ismail Kudseyi poseía la colección de kilims más bella de Turquía, pero la pieza más valiosa estaba allí, colgada encima del canapé.

De pequeñas dimensiones, en torno al metro cuadrado, la antigua alfombra era de color rojo oscuro bordeado de un amarillo deslucido, el color del oro, el té y el pan cocido. En el centro se recortaba un rectángulo azul oscuro, tono sagrado que evoca el cielo y el infinito. En su interior había una gran cruz adornada con cuernos de carnero, símbolo masculino y guerrero. Encima, coronando y protegiendo la cruz, un águila desplegaba las alas. En la franja del borde se distinguían el árbol de la vida, el cólquico, flor de la alegría y la felicidad, el hachís, planta mágica que proporciona el sueño eterno…

Kudseyi habría podido contemplar aquella obra maestra durante horas. A sus ojos, resumía su universo de guerra, droga y poder. También amaba el misterio inscrito en su filigrana, aquel enigma de lana que siempre lo había intrigado. Se hizo la pregunta una vez más: «¿Dónde está el triángulo? ¿Dónde está la suerte?».


Primero admiró su metamorfosis.

La joven metida en carnes se había transformado en una morena longilinea, al estilo de las chicas modernas: poco pecho y caderas estrechas. Llevaba un abrigo negro acolchado, un pantalón recto del mismo color y botines de punta cuadrada. Una auténtica parisina. Pero lo que más fascinado lo tenía era la transformación de su rostro. ¿Cuántas operaciones, cuántos cortes habrían sido necesarios para obtener aquel resultado? Aquel rostro irreconocible le gritaba su rabia por huir, por escapar a su yugo. También podía leer en el fondo de sus ojos índigo. Aquel sombrío azul que aparecía apenas bajo los perezosos párpados para rechazar como se rechaza a un intruso, a una presencia molesta. Sí, en aquellos ojos, bajo aquellas facciones alteradas, Kudseyi reconocía la dureza primitiva de su pueblo de nómadas, una energía feroz, nacida de los vientos del desierto y las quemaduras del sol.

De golpe, se sintió viejo. Y acabado.

Una momia reseca con labios de polvo.

Sentado en su canapé, la dejó avanzar. La habían cacheado a fondo. Habían palpado y analizado su ropa, y examinado su cuerpo con rayos X. Ahora la flanqueaban dos guardaespaldas armados con sendos MP-7, con el seguro quitado y una bala en el cañón. Azer, también armado, permanecía en segundo plano.

Aun así, Kudseyi sentía una vaga aprensión. Su instinto de guerrero le decía que, a pesar de su aparente vulnerabilidad, aquella mujer seguía siendo peligrosa. Estaba tan intranquilo que sentía ligeras náuseas. ¿Qué tenía en mente? ¿Por qué se había entregado sin luchar?

Sema contemplaba el kilim colgado de la pared, detrás de él.

Kudseyi decidió hablar en francés, para dar un carácter más solemne al encuentro:

– Una de las alfombras más antiguas del mundo. La descubrieron unos arqueólogos rusos dentro de un bloque de hielo, en la frontera entre Siberia y Mongolia. Debe de tener más de dos mil años. Se cree que perteneció a los hunos. La cruz. El águila. Los cuernos de carnero. Símbolos exclusivamente masculinos. Debía de estar colgada en la tienda de un jefe de clan. -Sema permaneció muda. Una espina de silencio-. Una alfombra de hombres -insistió el anciano-, salvo por el hecho de que fue tejida por una mujer, como todos los kilims de Asia Central. -Kudseyi sonrió e hizo una pausa-. A menudo, trato de imaginarme a la que hizo esta: una madre excluida del mundo guerrero, que sin embargo supo imponer su presencia incluso en la tienda del Jan. -Sema, atentamente vigilada por los guardaespaldas, seguía imperturbable-. En esa época, las tejedoras siempre disimulaban un triángulo entre los demás motivos, para proteger su alfombra del mal de ojo. Me gusta esa idea: una mujer teje pacientemente un cuadro viril, lleno de motivos guerreros; pero, en alguna parte, en el borde o en una franja, desliza un símbolo maternal. ¿Eres capaz de descubrir el triángulo de la buena suerte en este kilim? -Ninguna respuesta, ningún movimiento por parte de Sema. El anciano cogió la garrafa de ayran, llenó lentamente su vaso y se lo bebió más lentamente aún-. ¿No lo ves? -preguntó al fin-. No importa. Esta historia me recuerda la tuya, Sema. Una mujer oculta en un mundo de hombres que esconde un objeto que nos afecta a todos. Un objeto que debe aportarnos suerte y prosperidad. -La voz de Kudseyi se apagó en las últimas sílabas para alzarse brusca y violentamente un segundo después-: ¿Dónde está el triángulo, Sema? ¿Dónde está la droga?

Ninguna reacción. Las palabras resbalaban sobre ella como gotas de lluvia. Kudseyi ni siquiera estaba seguro de que lo hubiera escuchado.

– No lo sé -dijo Sema de pronto. El anciano sonrió: quería negociar. Pero Sema siguió hablando-: En Francia, me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento psíquico. Un lavado de cerebro. No recuerdo mi pasado. No sé dónde está la droga. Ya ni siquiera se quién soy.

Kudseyi buscó a Azer con la mirada; también él parecía estupefacto.

– ¿Piensas que voy a creerme una historia tan absurda? -le preguntó el anciano a la joven.

– Era un largo tratamiento -siguió diciendo Sema con idéntica calma-. Un método de sugestión, bajo la influencia de un producto radiactivo. La mayoría de los que participaron en el experimento están muertos o detenidos. Puede comprobarlo: ha aparecido publicado en los periódicos franceses de ayer y anteayer.

Kudseyi daba vueltas a los hechos con desconfianza.

– ¿Recuperó la heroína la policía?

– Ni siquiera sabían que había un cargamento de heroína en juego.

– ¿Qué?

– Ignoraban quién era yo. Me eligieron porque me encontraron en estado de shock en los baños de Gurdilek, tras la incursión de Azer. Acabaron de borrarme la memoria sin conocer mi secreto.

– Para ser alguien que no tiene recuerdos, sabes muchas cosas…

– Lo averigüé más tarde.

– ¿Cómo conoces el nombre de Azer?

Sema esbozó una sonrisa tan breve como el destello de un flash.

– Todo el mundo lo conoce. Basta con leer los periódicos de París.

Kudseyi guardó silencio. Habría podido hacerle más preguntas, pero estaba convencido. No había vivido hasta ese día para ignorar esta ley indefectible: cuanto más absurdos parecen los hechos, más probabilidades hay de que sean ciertos. Pero seguía sin comprender la actitud de Sema.

– ¿Por qué has vuelto?

– Quería anunciarle la muerte de Sema. Murió con mis recuerdos.

Kudseyi soltó la carcajada.

– ¿No creerás que voy a dejarte marchar?

– Yo no creo nada. Soy otra mujer. No quiero seguir huyendo en nombre de una mujer que ya no soy.

El anciano se puso en pie y dio unos pasos por el estrado.

– Realmente, tienes que haber perdido la memoria para venir a verme con las manos vacías -dijo agitando el bastón en dirección a Sema.

– Ya no hay culpable. Ya no hay castigo.

Kudseyi sentía un extraño calor en las venas. Increíble: estaba tentado de perdonarla. Era un epílogo posible, tal vez el más original, el más elegante. Dejar que la nueva criatura alzara el vuelo… Olvidar todo aquello… Pero, mirándola a los ojos, declaró:

– Ya no tienes rostro. Ya no tienes pasado. Ya no tienes nombre. Te has convertido en una especie de abstracción, es cierto. Pero conservas la capacidad de sufrir. Lavaremos nuestro honor en el río de tu dolor…

Ismail Kudseyi se había quedado sin aliento.

La mujer había extendido las manos hacia él y le mostraba las palmas.

Ambas tenían un dibujo hecho con henna. Un lobo aullando bajo cuatro lunas. Era el signo de la alianza. El símbolo utilizado también por los miembros de la nueva red. El mismo había añadido a las tres lunas de la bandera otomana una cuarta para simbolizar el Cuerno de Oro.

Kudseyi soltó el bastón y, señalando a Sema con el índice, gritó:

– ¡Lo sabe! ¡LO SABE!

Sema aprovechó el instante de estupor. Saltó detrás de uno de los guardaespaldas y lo agarró por la cintura con todas sus fuerzas. Su mano derecha se cerró sobre los dedos del hombre y el gatillo del MP-7, y disparó una ráfaga en dirección al estrado.

Ismail Kudseyi se sintió arrancado del suelo y lanzado contra el pie del canapé por el segundo guardaespaldas. Rodó por tierra y vio a su protector girando como una peonza ensangrentada que tiroteaba el vacío. Alcanzados por los proyectiles, los cofres estallaron en mil astillas. Las chispas se cruzaban como descargas eléctricas, mientras del techo llovían nubes de yeso. El primer hombre, al que Sema utilizaba como escudo, se derrumbó en el momento en que la mujer le arrancaba el arma de la mano.

Kudseyi había perdido de vista a Azer.

Sema corrió hacia los cofres, los volcó y se parapetó tras ellos. En ese instante, otros dos hombres irrumpieron en la sala. No habían dado un paso en su interior, cuando ya los habían alcanzado: el sonido sordo de la pistola de Sema puntuaba el tableteo de las armas automáticas disparadas al aire.

Ismail Kudseyi intentó deslizarse detrás del canapé, pero no consiguió avanzar: su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro. Estaba clavado a la tarima, inerte. Una señal resonó por todo su cuerpo: lo habían alcanzado.

Otros tres guardaespaldas aparecieron en el umbral disparando alternativamente y desapareciendo al otro lado de la pared. Deslumbrado por los fogonazos, Kudseyi parpadeaba, pero ya no oía las detonaciones. Era como si tuviera los oídos y el cerebro llenos de agua.

Se hizo un ovillo, con los dedos crispados sobre un cojín. Una punzada de dolor le perforaba el vientre y lo forzaba a adoptar aquella posición fetal. Bajó los ojos: tenía los intestinos al aire, desparramados entre las piernas.

Todo se volvió negro. Cuando recobró el conocimiento, Sema estaba recargando la pistola cerca de los escalones, al amparo de un cofre. El anciano se volvió hacia el borde del estrado y extendió una mano. Una parte de sí mismo no podía aceptar aquel gesto: estaba pidiendo ayuda.

¡Estaba pidiendo ayuda a Sema Hunsen!

La mujer se volvió. Con lágrimas en los ojos, Kudseyi agitó la mano. Sema dudó un segundo, luego, encorvada bajo las balas, saltó al estrado. El anciano exhaló un gemido de agradecimiento. Su descarnada mano se alzó, roja y temblorosa, pero la mujer no la cogió. Se irguió y apuntó el arma con el brazo totalmente extendido, como si tensara un arco.

Con una claridad deslumbrante, Ismail Kudseyi comprendió por qué había vuelto Sema Hunsen a Estambul.

Para matarlo, sencillamente.

Para cortar el odio de raíz.

Y puede que también para vengar un árbol de la vida.

Cuyas raíces había hecho ligar.

Volvió a desmayarse. Cuando abrió los ojos, vio a Azer arrojándose sobre Sema. Ambos rodaron al pie del estrado, sobre cascotes y charcos de sangre. Mientras luchaban, las estelas de chispas seguían horadando el humo. Brazos, puños, golpes, pero ni un solo grito. Solo la ciega obstinación del odio. La rabia de los cuerpos por sobrevivir.

Azer y Sema.

Su camada maldita.

Sema, tumbada boca abajo, intentó coger el arma, pero Azer la aplastó con todo su peso. La sujetó por la nuca y sacó un cuchillo, pero ella consiguió zafarse y se dio la vuelta. El hombre se le echó encima y le clavó la hoja en el vientre. Sema escupió una palabra ahogada. Dos sílabas de sangre.

Tumbado en el estrado, con un brazo caído sobre los escalones, Kudseyi lo veía todo. Sus ojos, como dos lentas valvas, parpadeaban a remolque de sus venas. Rezaba por morir antes del final del combate, pero no podía dejar de mirarlos.

El cuchillo se abatió, se alzó y volvió a abatirse, obstinándose en el fondo de la carne.

Sema intentó incorporarse. Azer la cogió por los hombros y la empujó contra el suelo. Soltó el cuchillo y hundió la mano en la herida abierta.

Ismail Kudseyi se hundía en las arenas movedizas de la muerte.

En sus últimos instantes de vida, el anciano vio unas manos escarlata que le tendían su botín…

El corazón de Sema entre los dedos de Azer.

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