UNO

1

– Rojo.

Anna Heymes se sentía cada vez más incómoda. El experimento no ofrecía ningún peligro, pero la idea de que pudieran leerle la mente en esos momentos la turbaba profundamente.

– Azul.

Estaba tumbada en una mesa de acero inoxidable, en el centro de una sala sumida en la penumbra, con la cabeza en el orificio central de una máquina cilíndrica de color blanco. Justo encima de la cara tenía un espejo inclinado sobre el que se proyectaban unos cuadraditos. Solo tenía que nombrar en voz alta los colores que iban tomando.

– Amarillo.

El líquido de un gotero penetraba lentamente en su brazo derecho. El doctor Eric Ackermann le había explicado brevemente que se trataba de un trazador diluido que permitiría localizar los aflujos de sangre en su cerebro.

Los colores seguían sucediéndose. Verde. Naranja. Rosa… Luego, el espejo se apagó.

Anna permaneció inmóvil, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, como en un sarcófago. A unos metros a su izquierda distinguía la tenue claridad de acuario de la cabina de cristal en la que estaban el doctor Ackermann y Laurent, su marido. Se los imaginaba ante los monitores de observación, vigilando la actividad de sus neuronas. Se sentía espiada, robada, casi violada en su intimidad más secreta.

La voz de Ackermann resonó en el auricular fijado a su oído:

– Muy bien, Anna. Ahora los cuadrados empezarán a moverse. Solo tienes que describir sus movimientos, utilizando una sola palabra: derecha, izquierda, arriba, abajo…

Los cuadraditos empezaron a desplazarse como un mosaico abigarrado, fluido y elástico o un banco de minúsculos peces de colores.

– Derecha -dijo Anna hacia el micrófono acoplado a los auriculares.

Los cuadraditos se movieron hacia el borde superior del espejo.

– Arriba.

La prueba duró varios minutos. Anna respondía con voz lenta y monótona, y sentía una modorra que la invadía poco a poco. El calor que despedía el espejo no hacía más que aumentar su somnolencia. A ese paso no tardaría en quedarse dormida.

– Perfecto -dijo Ackermann-. Ahora oirás una historia, contada de varias maneras. Tienes que escucharlas todas con mucha atención.

– ¿Qué tengo que decir?

– Ni una palabra. Limítate a escuchar.

Al cabo de unos segundos, Anna oyó una voz de mujer en el auricular. Hablaba en otro idioma; los sonidos parecían asiáticos, tal vez orientales.

Una breve pausa, y vuelta a empezar, esta vez en francés. Pero saltándose la gramática a la torera: verbos en infinitivo, artículos mal concordados, desorden sintáctico…

Anna intentó descifrar aquel galimatías, pero la siguiente versión empezó de inmediato. Ahora las frases estaban salpicadas de palabros… ¿Qué significaba todo aquello? De pronto, el silencio llenó sus oídos y la oscuridad del cilindro se hizo aún más densa.

El médico tardó unos instantes en hablar:

– Siguiente test. Ahora oirás nombres de países, y tienes que ir diciendo las capitales.

Anna iba a decir que lo había entendido, pero el primer nombre sonó de inmediato:

– Suecia.

– Estocolmo -dijo sin pensárselo dos veces.

– Venezuela.

– Caracas.

– Nueva Zelanda.

– Auckland. No, Wellington.

– Senegal.

– Dakar.

Las capitales le acudían a la mente automáticamente. Sus respuestas eran casi reflejas, pero el resultado la satisfizo. Su memoria era mejor de lo que pensaba. ¿Qué estarían viendo Ackermann y Laurent en los monitores? ¿Qué zonas de su cerebro se estarían activando?

– Ultimo test -le anunció el neurólogo-. Ahora verás unas caras. Identifícalas en voz alta tan deprisa como puedas.

Anna había leído en alguna parte que para desencadenar el mecanismo de la fobia bastaba un simple signo, una palabra, un gesto, un detalle visual; los psiquiatras lo llamaban la «señal de la angustia». Señal: el término perfecto. En su caso, la palabra «rostro» bastaba para provocarle malestar. Al instante, se ahogaba, se le hacía un nudo en el estómago, se le agarrotaban las extremidades… y era como si tuviera una especie de guijarro muy caliente en la garganta.

Una imagen en blanco y negro llenó el espejo. Melena rubia, labios fruncidos, una peca en el labio superior… Estaba chupado.

– Marilyn Monroe.

Un grabado sustituyó a la fotografía. Mirada sombría, mandíbulas apretadas, melena ondulada…

– Beethoven.

Una cara redonda, de carrillos llenos y ojos rasgados…

– Mao Tse Tung.

Anna estaba sorprendida de reconocerlos tan fácilmente. Los personajes seguían desfilando: Michael Jackson, la Gioconda, Albert Einstein… Tenía la sensación de estar viendo las brillantes proyecciones de una linterna mágica. Respondía sin vacilar. El malestar empezaba a remitir.

Pero, de pronto, un retrato la dejó en suspenso: un hombre de unos cuarenta años, de rostro juvenil y ojos saltones. El color rubio del pelo y las cejas no hacía más que reforzar su aire de adolescente indeciso.

El miedo la recorrió como una onda eléctrica. Un dolor le oprimía el pecho. Aquellas facciones le traían algún recuerdo, que sin embargo no podía relacionar con ningún nombre, con ningún hecho concreto. Su memoria era un túnel negro. ¿Dónde había visto aquella cara? ¿Era un actor? ¿Un cantante? ¿Un antiguo conocido? La imagen dio paso a un rostro alargado en el que destacaban unas gafas redondas.

– John Lennon -murmuró con la boca seca.

A continuación apareció el Che Guevara, pero Anna dijo:

– Espera, Eric…

El carrusel continuó. Un autorretrato de Van Gogh llenó el espejo de colores vivos. Anna agarró el micrófono:

– ¡Eric, por favor!

La imagen se congeló. Anna sentía los colores y el calor refractándose en su piel.

– ¿Qué? -preguntó Ackermann al fin.

– Ese que no he podido reconocer, ¿quién era?

Silencio. Dos ojos de colores diferentes la taladraban desde el espejo. David Bowie. Anna se incorporó y alzó la voz:

– Te he hecho una pregunta, Eric. ¿Quién era?

El espejo se apagó. Sus ojos se adaptaron a la oscuridad en un segundo. Anna captó su reflejo en el rectángulo de cristal: demacrado, huesudo. La cara de una muerta. El médico respondió al fin:

– Era Laurent, Anna -respondió al fin Ackermann-. Laurent Heymes, tu marido.

2

– ¿Cuánto hace que tienes estos lapsus?

Anna no respondió. Era casi mediodía. Llevaba toda la mañana haciendo pruebas. Radiografías, escáneres, resonancias magnéticas y, para acabar, los tests del dichoso cilindro. Se sentía vacía, agotada, desorientada. Y aquel despacho era lo que le faltaba… Una habitación estrecha, sin ventana, excesivamente iluminada, atestada de historiales apilados sin orden ni concierto en estanterías metálicas o en el mismo suelo. Los grabados de las paredes representaban cerebros al descubierto y cráneos rapados y surcados de líneas de puntos, como recortables. De lo más tranquilizador…

– ¿Cuánto hace, Anna? -repitió Ackermann.

– Más de un mes.

– Sé más precisa. Te acordarás de la primera vez, ¿no?

Por supuesto que se acordaba. ¿Cómo iba a olvidar algo así?

– Fue el 4 de febrero. Por la mañana. Salía del baño. Me crucé con Laurent en el pasillo. Estaba a punto de marcharse a la oficina. Me sonrió. Yo me sobresalté. No sabía quién era.

– ¿No tenías la menor idea?

– En ese momento, no. Luego todo volvió a ordenarse en mi cabeza.

– Explícame qué sentiste exactamente en ese momento.

Anna esbozó un encogimiento de hombros, un gesto de indecisión bajo el chal negro y dorado.

– Fue una sensación rara, fugaz. Como la de haber vivido algo con anterioridad. El malestar duró lo que dura un relámpago -dijo Anna chasqueando los dedos-. Luego, todo volvió a la normalidad.

– ¿Qué pensaste en ese momento?

– Lo achaqué al cansancio.

Ackermann apuntó algo en el bloc de notas que tenía delante y continuó el interrogatorio:

– ¿Se lo explicaste a Laurent esa misma mañana?

– No. No me pareció tan grave.

– Y la segunda crisis, ¿cuándo se produjo?

– Una semana después. He tenido varias, una detrás de otra.

– ¿Siempre con Laurent?

– Siempre, sí.

– ¿Y siempre acababas reconociéndolo?

– Sí. Pero conforme pasaba el tiempo el despertar parecía… no sé… parecía tardar más en producirse.

– ¿Fue entonces cuando se lo contaste?

– No.

– ¿Por qué?

Anna cruzó las piernas y posó las manos, frágiles como dos pájaros de plumaje pálido, sobre la falda de seda oscura.

– Me pareció que hablar agravaría el problema. Además…

El neurólogo alzó la vista. El rojo de sus cabellos se reflejaba en los cristales de sus gafas.

– ¿Además…?

– No es algo fácil de explicar a un marido. Laurent… -Anna sentía la presencia de su marido, que permanecía de pie detrás de ella, recostado contra una estantería metálica-. Laurent se estaba convirtiendo en un extraño.

El médico, que parecía haber percibido su apuro, optó por cambiar de tema:

– Esa dificultad para reconocer, ¿la has experimentado con relación a otras personas?

– A veces -respondió Anna tras un instante de vacilación-. Pero muy pocas.

– ¿Con quién, por ejemplo?

– Con los tenderos del barrio. Y en el trabajo. No reconozco a determinados clientes, a pesar de que son habituales.

– ¿Y con tus amigos?

Anna hizo un gesto vago.

– No tengo amigos.

– ¿Familiares?

– Mis padres murieron. Solo tengo unos tíos y unos primos en el suroeste. Pero nunca voy a verlos.

Ackermann volvió a tomar nota, pero sus facciones no dejaron traslucir ninguna reacción. Parecían congeladas en ámbar.

Anna detestaba a aquel hombre, amigo de la familia de Laurent. Había cenado en casa en varias ocasiones, pero no abandonaba su frialdad de témpano bajo ninguna circunstancia. A no ser, claro está, que alguien mencionara sus campos de investigación: el cerebro, la geografía cerebral, el sistema cognitivo humano… Entonces todo cambiaba: se entusiasmaba, se exaltaba, manoteaba como un poseso…

– Así que el mayor problema lo tienes con el rostro de Laurent… -le preguntó el neurólogo.

– Sí. Pero también es el más cercano. El que veo más a menudo.

– ¿Tienes otros problemas de memoria?

Anna se mordió el labio inferior. Una vez más, dudó:

– No.

– ¿Problemas de orientación?

– No.

– ¿Problemas de habla?

– No.

– ¿Te cuesta realizar determinados movimientos?

Anna no respondió; al cabo de unos instantes, esbozó una débil sonrisa.

– Estás pensando en el Alzheimer, ¿verdad?

– Verifico, eso es todo. -Era la primera enfermedad en la que había pensado Anna. Se había informado y había consultado diccionarios de medicina: la incapacidad de reconocer rostros es uno de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer-. No tienes la edad, en absoluto -añadió Ackermann en el tono que se utiliza para razonar con un niño-. Además, lo habría visto desde los primeros exámenes. Los cerebros afectados por una enfermedad neurodegenerativa poseen una morfología muy específica. Pero tengo que hacerte todas estas preguntas para efectuar un diagnóstico completo, ¿comprendes? -Y, sin esperar respuesta, repitió-: ¿Te cuesta hacer algunos movimientos o no?

– No.

– ¿Trastornos del sueño?

– No.

– ¿Entorpecimiento inexplicable?

– No.

– ¿Jaquecas?

– Ninguna.

El médico cerró el bloc y se levantó. Siempre era la misma sorpresa. Rondaba el metro noventa, pero no debía de pesar más de sesenta kilos. Un espantajo que llevaba la bata blanca como si se la hubieran puesto encima para que se secara.

Era de un pelirrojo subido, ígneo; tenía la pelambrera, crespa y mal cortada, del color de la miel ardiente, y la piel, salpicada de pecas de color ocre hasta en los párpados. Las gafas de montura metálica, finas como láminas, hacían que su anguloso rostro pareciera aún más alargado.

Su peculiar fisonomía parecía preservarlo del paso del tiempo. Era mayor que Laurent, pero a sus cincuenta y tantos años seguía pareciendo un hombre joven. Las arrugas se habían dibujado sobre su rostro sin llegar a afectar a lo esencial: aquellos rasgos de águila, acerados, indescifrables. Las cacarañas de acné que salpicaban sus mejillas eran lo único que le daba una carne, un pasado.

Ackermann dio unos pasos en el exiguo espacio libre del despacho, en silencio. Los segundos se alargaban. Anna no podía más.

– Por amor de Dios, ¿se puede saber qué tengo?

El neurólogo agitó un objeto metálico en el interior de un bolsillo. Llaves, sin duda; pero su sonido fue como una campanilla que le desató la lengua:

– Primero, deja que te explique las pruebas que acabamos de hacerte.

– Ya iba siendo hora, sí.

– La máquina que hemos utilizado es una cámara de positrones. Lo que los especialistas llaman un «Petscan». Es un aparato basado en la tecnología de la tomografía por emisión de positrones, la TEP, que permite observar las zonas de actividad del cerebro en tiempo real localizando las concentraciones sanguíneas de dicho órgano. Contigo he querido hacer lo que podríamos llamar una revisión general. Verificar el funcionamiento de varias grandes zonas cerebrales cuya localización conocemos bien. La vista. El lenguaje. La memoria. -Anna pensó en los diferentes tests. Los cuadrados de color; la historia contada de distintas formas; los nombres de capitales. No tuvo ninguna dificultad para situar cada prueba en aquel contexto, pero Ackermann estaba lanzado-. El lenguaje, por ejemplo. Toda la actividad relacionada con él se produce en el lóbulo frontal, en una región subdividida a su vez en subsistemas, responsables respectivamente de la audición, el léxico, la sintaxis, la.semántica, la prosodia… -El neurólogo iba señalándose el cráneo con el dedo-. La asociación de esas zonas es lo que nos permite comprender y utilizar las palabras. Mediante las diferentes versiones de mi pequeño relato, he puesto en funcionamiento cada uno de esos sistemas en el interior de tu cabeza.

Ackermann no paraba de dar vueltas por el minúsculo despacho. Los grabados de las paredes aparecían y desaparecían al ritmo de sus idas y venidas. Anna se fijó en un extraño dibujo que representaba a un simio de colores vivos, enorme boca y manos descomunales. A pesar del calor que desprendían los fluorescentes, tenía los riñones helados.

– ¿Y bien? -preguntó con un hilo de voz.

El neurólogo abrió las manos en un gesto que pretendía ser tranquilizados.

– Todo está en orden. Lenguaje. Vista. Memoria. Todas las áreas se han activado normalmente.

– Salvo cuando me has puesto el retrato de Laurent.

Ackermann se inclinó sobre el escritorio e hizo girar la pantalla del ordenador. Anna vio la imagen digitalizada de un cerebro. Un corte transversal, verde fosforescente; el interior era completamente negro.

– Tu cerebro en el momento en que mirabas la fotografía de Laurent. No hay reacción. Ninguna conexión. Una imagen plana.

– ¿Qué significa eso?

El neurólogo se irguió, volvió a hundir las manos en los bolsillos e hinchó el pecho de forma teatral: había llegado el momento del veredicto.

– Creo que tienes una lesión.

– ¿Una lesión?

– Que afecta exclusivamente a la zona responsable del reconocimiento de los rostros.

Anna estaba estupefacta.

– ¿Hay una zona… para las caras?

– Sí. Un dispositivo neuronal especializado en esa función, situado en el hemisferio derecho, en la zona ventral del temporal, en la parte posterior del cerebro. Este sistema fue descubierto en los años cincuenta. Las personas que habían sido víctimas de un accidente vascular en esa zona ya no eran capaces de reconocer los rostros. Luego, gracias al Petscan, se localizó de forma aún más precisa. Ahora sabemos, por ejemplo, que esta área está especialmente desarrollada en los «fisonomistas», los individuos que vigilan la entrada de las discotecas, los casinos…

– Pero yo reconozco la mayoría de las caras -objetó Anna-. Durante la prueba, he identificado todos los retratos…

– Todos menos el de tu marido. Y eso es una indicación seria. -Ackermann juntó los dos índices sobre los labios, en un exagerado gesto de reflexión. Cuando no era un témpano, se volvía teatral-. Poseemos dos tipos de memoria. Por un lado está lo que aprendemos en el colegio, y por otro, lo que aprendemos en nuestra vida personal. Estas dos memorias no siguen el mismo camino dentro de nuestro cerebro. Creo que padeces un defecto de conexión entre el análisis instantáneo de los rostros y su comparación con tus recuerdos personales. Una lesión que bloquea ese mecanismo. Puedes reconocer a Einstein, pero no a Laurent, que pertenece a tus archivos privados.

– Y eso… ¿se cura?

– Por supuesto. Vamos a trasladar esa función a una parte sana de tu cerebro. Es una de las ventajas de este órgano: su plasticidad. Para eso, tendrás que someterte a una reeducación, una especie de entrenamiento mental, de ejercicios regulares, con la ayuda de los medicamentos apropiados.

El tono grave del neurólogo parecía desmentir su optimismo.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Anna.

– El origen de la lesión. Tengo que confesar que ahí me pierdo. No hay ningún signo de tumor, ninguna anomalía neurológica… No has sufrido ningún traumatismo craneal ni ningún accidente vascular que hubiera podido privar de irrigación a esa parte del cerebro. -Ackermann chasqueó la lengua-. Tendremos que hacerte otros análisis más profundos, con el fin de afinar el diagnóstico.

– ¿Qué tipo de análisis?

El médico se sentó al escritorio y posó su indescifrable mirada en Arma.

– Una biopsia. Una pequeñísima extracción de tejido cortical.

Anna tardó varios segundos en comprender; luego, una bocanada de terror le subió al rostro. Se volvió hacia Laurent, pero lo vio lanzar una mirada de complicidad a Ackermann. Su suerte estaba decidida, sin duda desde primera hora de la mañana.

Las palabras temblaron entre sus labios:

– De ninguna manera.

El neurólogo sonrió por primera vez. El gesto pretendía ser tranquilizador, pero resultaba totalmente artificial.

– No tienes por qué preocuparte. Practicaremos una biopsia estereotáxica. Se trata de una simple sonda que…

– Nadie va a hurgarme en el cerebro.

Anna se levantó y se arrebujó en el chal. Alas de cuervo adornadas de oro. Laurent tomó la palabra:

– No te lo tomes así. Eric me ha asegurado que…

– ¿Estás de su lado?

– Todos estamos de tu lado -aseguró Ackermann.

Anna retrocedió para abarcar mejor a aquellos dos hipócritas.

– Nadie hurgará en mi cerebro -repitió en tono aún más firme-. Prefiero perder la memoria del todo o seguir como estoy hasta reventar. No volveré a poner los pies aquí jamás. -Y de pronto, presa del pánico, gritó-: ¡Jamás! ¿Lo entendéis?

3

Echó a correr por el pasillo desierto y bajó las escaleras tan deprisa como pudo, pero al llegar a la puerta del edificio se detuvo en seco. Sintió que el frío viento llamaba a su sangre bajo su carne. El patio estaba inundado de sol. Era una claridad estival, sin calor ni hojas en los árboles, como si los hubieran congelado para conservarlos mejor.

Al otro lado del patio, Nicolás, el chofer, la vio y bajó de la berlina para abrirle la puerta. Anna negó con la cabeza. Con mano temblorosa, buscó un cigarrillo en el bolso, lo encendió y saboreó la acritud del humo que le llenaba la garganta.

El instituto Henri-Becquerel agrupaba varios inmuebles de cuatro pisos que encuadraban un patio salpicado de árboles y apretados arbustos. Las anodinas fachadas, grises o rosa, ostentaban letreros admonitorios PROHIBIDO ENTRAR SIN AUTORIZACIÓN, ESTRICTAMENTE RESERVADO AL PERSONAL MÉDICO; ATENCIÓN, PELIGRO. En aquel maldito hospital, hasta el menor detalle parecía hostil.

Aspiró otra bocanada de humo con ansia; el sabor del tabaco quemado la apaciguó, como si hubiera arrojado su cólera a aquel minúsculo fuego. Cerró los ojos y se sumergió en el embriagador aroma Oyó pasos a sus espaldas.

Laurent pasó junto a ella sin mirarla, atravesó el patio y abrió la puerta posterior del coche. La esperó con rostro tenso, golpeando el asfalto con sus lustrosos mocasines. Anna tiró el Marlboro, se acercó y se deslizó en el asiento de cuero. Laurent rodeó el vehículo y se sentó a su lado. Tras la silenciosa escaramuza, el chofer arrancó y bajó la pendiente del aparcamiento con una lentitud de nave espacial.

Varios soldados montaban guardia ante la barrera blanca y roja de la entrada.

– Voy a recoger mi pase -dijo Laurent.

Anna se miró las manos. Seguían temblándole. Sacó del bolso una polvera y se miró en el espejo oval. Casi esperaba descubrir que tenía el rostro señalado, como si su agitación interior hubiera tenido la violencia de un puñetazo. Pero no, seguía teniendo el mismo rostro liso y regular, la misma blancura de nieve enmarcada en cabellos negros cortados a la Cleopatra, los mismos ojos azul oscuro y rasgados hacia las sienes, que bajaban los párpados lentamente, con la pereza de un gato.

Vio a Laurent volviendo al coche con el cuello del abrigo subido y el cuerpo inclinado hacia delante para resistir el viento, y sintió una repentina ola de calor. El deseo. Siguió contemplándolo: sus rizos rubios, sus ojos saltones, el tormento que le arrugaba la frente… Se agarraba los faldones del abrigo con mano insegura. Un gesto de niño medroso, precavido, que no cuadraba con su posición de alto funcionario. Como cuando pedía un cóctel y describía las dosis que deseaba juntando el pulgar y el índice. O cuando se encogía y deslizaba las dos manos entre sus muslos para manifestar frío o apuro. Era esa fragilidad suya lo que la había seducido; aquellos defectos, aquellas debilidades que contrastaban con su poder real. Pero ¿qué seguía gustándole de él? ¿Qué recordaba?

Laurent volvió a sentarse a su lado. Levantaron la barrera. Al pasar, Laurent saludó a los hombres armados. Aquel gesto respetuoso volvió a irritarla. El deseo se desvaneció.

– ¿Por qué hay tantos policías?

– Militares -la corrigió su marido-. Son militares.

El coche se unió a la circulación. La place du Général-Leclerc, en Orsay, era minúscula y estaba cuidadosamente ordenada. Una iglesia, el ayuntamiento, una floristería… Todo claramente separado.

– ¿Por qué hay tanto militar? -insistió Anna.

– Es por el Oxígeno-15 -respondió Laurent distraídamente.

– ¿Por qué?

Laurent no la miró. Hacía tamborilear los dedos en el cristal.

– El Oxígeno-15. El trazador que te han inyectado para las pruebas. Es un producto radiactivo.

– Encantador.

Laurent se volvió hacia ella. Su expresión quería ser tranquilizadora, pero sus pupilas delataban su irritación.

– No es peligroso.

– ¿Por eso hay tanto guardia, porque no es peligroso?

– No te hagas la idiota. En Francia, toda operación que implica utilizar material radiactivo es supervisada por la CEA. El Comisariado para la Energía Atómica. Y quien dice la CEA dice los militares, eso es todo. Eric no tiene más remedio que trabajar con el ejército.

Anna dejó escapar una risita burlona. Laurent se puso tenso.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Pero tenías que traerme al único hospital de la Île-deFrance donde hay más uniformes que batas blancas.

Laurent se encogió de hombros y se concentró en el paisaje. El coche circulaba ya por la autopista, que descendía hacia el fondo del valle del Biévre. Densos bosques marrones y rojos; bajadas y subidas hasta donde alcanzaba la vista…

Las nubes estaban de vuelta. A lo lejos, una luz blanca se esforzaba en abrirse camino entre los bajos cendales del cielo. Sin embargo, parecía que la pendiente del sol acabaría llevándose el gato al agua e inflamaría el paisaje en cualquier momento.

Pasó más de un cuarto de hora antes de que Laurent volviera a hablar:

– Tienes que confiar en Eric.

– Nadie me hurgará en el cerebro.

– Eric sabe lo que hace. Es uno de los mejores neurólogos de Europa…

– Y un amigo de la infancia. Me lo has repetido mil veces.

– Es una suerte que te lleve él. Tú…

– No seré su cobaya.

– ¿Su cobaya? ¿Su co-ba-ya?-repitió Laurent separando las sílabas enfáticamente-. Pero ¿de qué hablas?

– Ackermann me estudia. Le interesa mi enfermedad, eso es todo Ese individuo es un investigador, no un médico.

Laurent soltó un suspiro.

– Estás desbarrando. Desde luego, estás…

– ¿Loca? -Anna soltó una risa sin alegría que se abatió como una persiana metálica-. Eso no es ninguna novedad.

Aquella explosión de siniestro regocijo no hizo más que aumentar la cólera de su marido.

– Entonces, ¿qué? ¿Te vas a quedar de brazos cruzados viendo progresar la enfermedad?

– Nadie ha dicho que mi enfermedad vaya a progresar.

Laurent se agitó en su asiento.

– Es verdad. Perdona. Lo he dicho sin pensar.

El silencio volvió a llenar el habitáculo.

El paisaje se parecía cada vez más a una hoguera de hierba mojada. Rojizo, hosco, envuelto en bruma gris. Los bosques ocultaban el horizonte, indistintos al principio; luego, a medida que el coche se acercaba, en forma de garras sangrientas, de fina orfebrería, de negros arabescos…

De vez en cuando aparecía un pueblo lanzando al cielo un campanario aldeano. Luego, un depósito de agua, blanco, inmaculado, vibraba en la temblorosa luz. Parecía increíble que estuvieran a unos kilómetros de París.

Laurent lanzó su último cohete de angustia:

– Al menos, prométeme que te harás los demás análisis. Y, por supuesto, la biopsia. No serán más que unos días.

– Ya veremos.

– Yo te acompañaré. Le dedicaré el tiempo que haga falta. Estamos contigo, ¿lo entiendes?

El plural la irritó. Laurent seguía asociando su bienestar con Ackermann. Ahora era más una paciente que una esposa.

De pronto, en la cima de la colina de Meudon, París apareció ante sus ojos en forma de estallido de luz. Toda la ciudad, desplegando sus blancos e infinitos tejados, brillaba como un lago helado, erizado de cristales, de témpanos de hielo, de copos de nieve, en el que los edificios de la Défense semejaban altos icebergs. Toda la ciudad resplandecía a la luz del sol y chorreaba claridad.

Aquel deslumbramiento los sumió en un mudo estupor. Cruzaron el puente de Sévres y atravesaron Boulogne-Billancourt sin decir palabra.

Cerca de la Porte de Saint-Cloud, Laurent preguntó:

– ¿Te dejo en casa?

– No. En la tienda.

– Me habías dicho que te tomarías el día libre… -murmuró Laurent en tono de reproche

– Creía que estaría más cansada -mintió Anna-. Y no quiero dejar sola a Clothilde. Los sábados toman la tienda al asalto.

– Clothilde, la tienda…-rezongó Laurent.

– ¿Qué?

– Ese trabajo… La verdad, no es digno de ti.

– De ti, querrás decir.

Laurent no respondió. Puede que ni siquiera hubiera oído la última frase. Se había inclinado hacia delante para averiguar por qué se habían detenido. La circulación estaba estancada en el bulevar periférico.

En tono impaciente, Laurent ordenó al chofer que «los sacara de allí». Nicolás comprendió el mensaje. Sacó un girofaro magnético de la guantera y lo colocó en el techo del Peugeot 607. El automóvil se separó del tráfico con un aullido de sirena y empezó a adquirir velocidad.

Nicolás ya no levantó el pie del acelerador. Con los dedos crispados sobre el respaldo del asiento delantero, Laurent seguía cada zig zag, cada volantazo. Parecía un niño absorto en un videojuego. Anna nunca dejaba de sorprenderse de que, a pesar de su cargo de director del Centro de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior, Laurent no hubiera olvidado la emoción del trabajo sobre el terreno, la atracción de la calle. «Pobre poli», pensó.

En la Porte Maillot, abandonaron el bulevar periférico y tornaron la avenue des Ternes. El chofer apagó al fin la sirena. Anna entraba en su universo cotidiano. La rue du Faubourg-Saint-Honoré y el espejeo de sus escaparates; la sala Pleyel y los grandes ventanales del primer piso, en los que se agitaban rectilíneas bailarinas; las arcadas de caoba de Mariage Fréres, donde compraban sus tés exóticos…

Antes de abrir la puerta del coche, reanudando la conversación donde la había interrumpido la sirena, Anna dijo:

– No es un simple trabajo, lo sabes perfectamente. Es mi manera de mantener el contacto con el mundo exterior. De no volverme completamente loca en casa. -Salió del coche y volvió a inclinarse hacia él-. Es eso o el manicomio, ¿comprendes?

Intercambiaron una última mirada y, por un instante, volvieron a ser aliados. Anna jamás habría utilizado la palabra «amor» para referirse a su relación. Era una complicidad, un compartir que estaba más acá del deseo, de las pasiones, de las fluctuaciones impuestas por los días y los humores. Dos corrientes tranquilas, sí, subterráneas, que se mezclaban en las profundidades. Cuando eso ocurría, se entendían entre las palabras, entre los labios…

De pronto, Anna recobró la esperanza. Laurent la ayudaría, la amaría, la apoyaría… La sombra se convertiría en hombre.

– ¿Paso a buscarte esta tarde? -le preguntó Laurent.

Anna asintió, le lanzó un beso y se dirigió hacia la Casa del Chocolate.

4

El carillón de la puerta la anunció como a un cliente más. Sus familiares notas bastaron para reconfortarla. Se había presentado como candidata para aquel trabajo hacía un mes, tras leer el anuncio del escaparate. Entonces solo buscaba una distracción para sus obsesiones. Pero había encontrado algo mucho mejor.

Un refugio.

Un círculo que conjuraba sus angustias.

Las dos. La tienda estaba desierta. Clothilde debía de haber aprovechado la calma para ir a la trastienda o al almacén.

Anna atravesó la sala. La tienda entera parecía una caja de bombones que combinaba el marrón y el oro. En el centro, el mostrador principal destacaba como una orquesta alineada, con sus clásicos negros o crema: cuadrados, palets, bocaditos… A la izquierda, el bloque de mármol de la caja exhibía los «extras», los pequeños caprichos que los clientes cogían en el último instante, en el momento de pagar. A la derecha estaban los productos derivados: frutas escarchadas, caramelos, almendrados, como otras tantas variaciones sobre el mismo tema. Detrás, en las estanterías, había otros dulces envueltos en bolsitas de celofán cuyos irisados reflejos atraían la mirada y atizaban la glotonería.

Anna advirtió que Clothilde había terminado el escaparate de Pascua. Las bandejas de mimbre sostenían huevos y gallinas de todos los tamaños; cerditos de mazapán vigilaban las casitas de chocolate con tejados de caramelo; los pollitos jugaban al columpio sobre un cielo de junquillos de papel.

– ¿Ya estás aquí? Estupendo. Acaban de llegar los pedidos.

Al fondo de la sala, Clothilde salió del montacargas, accionado por una rueda y un torno de mano, como los antiguos, que permitía subir las cajas directamente desde el aparcamiento de la place del Roule. Salió de la plataforma, pasó por encima de las cajas apiladas y se detuvo ante Anna, radiante y sin aliento.

En cuestión de semanas, Clothilde se había convertido en una de sus referencias protectoras. Veintiocho años, naricilla rosa, mechones castaño claro caídos sobre los ojos… Tenía dos hijos, un marido que trabajaba «en la banca», una casa hipotecada y un destino trazado a escuadra. Se movía envuelta en una certeza de felicidad que desconcertaba a Anna. Convivir con aquella chica resultaba tranquilizador e irritante al mismo tiempo. Anna no creía ni por un segundo en aquel cuadro sin fisuras ni sorpresas. En aquel credo había una especie de obstinación, de mentira asumida. En cualquier caso, ella estaba a salvo de semejante espejismo: a sus treinta y un años, Anna no tenía hijos y siempre había vivido en el malestar, la incertidumbre y el miedo al futuro.

– ¡Qué infierno de día! No paran…

Clothilde cogió una caja y se dirigió hacia la trastienda de la parte posterior. Anna se arrebujó en el chal y la imitó. El sábado había tanta afluencia que tenían que aprovechar el menor respiro para preparar más bandejas.

Entraron en la despensa, un cuarto sin ventanas de diez metros cuadrados. Las cajas y las pilas de papel de pruebas ocupaban ya la mayor parte del espacio.

Clothilde dejó la caja, adelantó el labio inferior y sopló para apartarse los mechones de los ojos.

– Ni siquiera te he preguntado… ¿Cómo ha ido?

– Me he pasado la mañana haciendo pruebas. El médico dice que tengo una lesión.

– ¿Una lesión?

– Una zona muerta en el cerebro. La región donde reconocemos las caras.

– Qué cosas… ¿Y eso se cura?

Anna dejó su carga en el suelo y repitió maquinalmente las palabras de Ackermann:

– Sí, voy a seguir un tratamiento. Ejercicios de memoria, medicamentos para trasladar esa función a otra parte del cerebro… A una parte sana.

– ¡Genial!

Clothilde sonreía alborozada, como si Anna acabara de anunciarle que estaba totalmente curada. Sus expresiones rara vez se adaptaban a las situaciones y traicionaban una profunda indiferencia. En realidad, Clothilde era impermeable a la desgracia ajena. El dolor, la angustia, la zozobra, resbalaban sobre ella como gotas de aceite sobre un hule. Pero esta vez parecía haber comprendido que había metido la pata.

El timbre de la puerta acudió en su ayuda.

– Ya voy yo -dijo dando media vuelta-. Ponte cómoda, enseguida vuelvo.

Anna apartó unas cajas, se sentó en un taburete y empezó a colocar romeos -cuadrados de crema de café fresca- en una bandeja. El cuarto ya estaba saturado del mareante olor a chocolate. Al acabar la jornada, su ropa e incluso su sudor exhalaban aquel olor, y su saliva estaba cargada de azúcar. Se dice que los camareros de los bares se emborrachan a fuerza de respirar vapores etílicos. Las dependientas de las pastelerías, ¿engordarían por pasarse el día rodeadas de dulces?

Anna no había cogido un gramo. En realidad, nunca cogía un gramo. Comía como quien toma un purgante, y los mismos alimentos parecían desconfiar de ella. Los glúcidos, lípidos y demás fibras pasaban de largo por su cuerpo.

Mientras distribuía los bombones, las palabras de Ackermann volvieron a acudirle a la mente. Una lesión. Una enfermedad. Una biopsia. No, jamás se dejaría operar. Y menos por aquel sujeto, con sus gestos fríos y su mirada de insecto.

Además, no se creía su diagnóstico.

No podía creérselo.

Por la sencilla razón de que no le había explicado la tercera parte de un cuarto de la verdad.

Desde el mes de febrero, las crisis eran mucho más frecuentes de lo que le había confesado. Ahora los lapsus la sorprendían a todas horas, en cualquier situación. Durante una cena en casa de unos amigos; en la peluquería; mientras compraba en una tienda. De pronto, en medio de su entorno más habitual, Anna se veía rodeada de desconocidos, de rostros sin nombre.

La naturaleza misma de las alteraciones también había evolucionado.

Ya no se trataba solamente de agujeros en la memoria, de lapsos opacos, sino también de alucinaciones terroríficas. Los rostros se difuminaban, temblaban, se deformaban ante sus ojos. Las expresiones y las miradas empezaban a oscilar, a flotar, como en el fondo del agua.

En ocasiones, habría podido creer en figuras de cera ardiente que se derretían y se deformaban en muecas demoníacas. Otras veces, los rasgos vibraban y se agitaban hasta superponerse en varias expresiones simultáneas. Un grito. Una risa. Un beso. Todo eso aglutinado en una misma fisonomía. Una pesadilla.

En la calle, Anna caminaba con los ojos clavados en el suelo. En las reuniones sociales, hablaba sin mirar a su interlocutor. Se estaba convirtiendo en un ser huidizo, tembloroso, asustado. Los «otros» ya solo le devolvían la imagen de su propia locura. Un espejo de terror.

En lo tocante a Laurent, Anna tampoco había descrito sus sensaciones con exactitud. En realidad, su turbación no cesaba, no quedaba resuelta del todo después de una crisis. Siempre le dejaba una huella, una estela de miedo. Como si no acabara de reconocer totalmente a su marido, como si una voz le murmurara: «Es él, pero no es él».

Su impresión más profunda era que las facciones de Laurent habían cambiado, que habían sufrido una operación de cirugía estética.

Absurdo.

El delirio tenía un contrapunto aún más absurdo. Si por una parte su marido le parecía un extraño, por otra había un cliente de la tienda que despertaba en ella una lancinante reminiscencia familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte con anterioridad… No habría sabido decir dónde ni cuándo, pero en presencia de aquel hombre su memoria se iluminaba; experimentaba una auténtica descarga electrostática. Pero la chispa nunca hacía surgir un recuerdo concreto.

El cliente en cuestión se presentaba una o dos veces por semana y siempre compraba lo mismo: bombones Jikola. Piezas cuadradas de chocolate relleno de mazapán, similares a las pastas orientales. Por otra parte, hablaba con un ligero acento, tal vez árabe. Tendría unos cuarenta años y siempre vestía lo mismo, vaqueros y chaqueta de terciopelo ajado abotonada hasta el cuello, al estilo del eterno estudiante. Clothilde y ella lo llamaban «don Terciopelo».

Esperaban su visita todos los días. Era su suspense cotidiano, el enigma que aligeraba el paso de las horas en la tienda. A veces se ponían a hacer cábalas. Cuando no era un amigo de la infancia de Anna, era un antiguo novio o, por el contrario, un admirador secreto que había intercambiado unas cuantas miradas con ella en algún cóctel.

Ahora Anna sabía que la verdad era mucho más simple. Aquella reminiscencia era otra de las formas que adquirían las alucinaciones que la lesión le provocaba. No merecía la pena darle más vueltas a lo que veía, a lo que sentía ante los rostros, puesto que ya no tenía un sistema de referencias coherente.

La puerta de la trastienda se abrió y Anna, sobresaltada, advirtió que los bombones empezaban a derretirse entre sus dedos. Clothilde se detuvo en el umbral y sopló entre sus mechones:

– Ha venido.


Don Terciopelo ya estaba ante los Jikola.

– Buenos días -se apresuró a decir Anna-. ¿Qué desea?

– Doscientos gramos, como de costumbre.

Anna se colocó detrás del mostrador central, cogió unas pinzas y una bolsita de papel de celofán y empezó a llenarla de bombones mientras lanzaba una mirada furtiva al hombre entre las pestañas entornadas. Primero vio sus gruesos zapatos de cuero vuelto, luego los vaqueros, demasiado largos y con las perneras plegadas como un acordeón, y por último la chaqueta de terciopelo de color azafrán, a la que el uso había dado zonas de un naranja brillante.

Al fin, se arriesgó a escrutar su rostro.

Era una cara basta y cuadrada, enmarcada de cabellos castaños y crespos, una fisonomía de campesino más que de estudiante. Tenía las cejas fruncidas en una expresión de contrariedad o cólera contenida.

Sin embargo, como Anna ya había tenido oportunidad de advertir, al abrirse, sus párpados revelaban largas pestañas de chica e iris de color malva con contornos de un negro dorado: un abejorro sobrevolando un campo de oscuras violetas. ¿Dónde había visto aquella mirada?

Anna dejó la bolsita en el plato de la balanza.

– Once euros, por favor.

El hombre pagó, cogió sus bombones y dio media vuelta. Un segundo después estaba en la calle.

Anna no pudo evitar seguirlo hasta la puerta. Clothilde la imitó. Las dos mujeres observaron la silueta del hombre, que cruzó la rue du Faubourg-Saint-Honoré y desapareció en el interior de una limusina negra con cristales ahumados y matrícula extranjera.

Se quedaron plantadas en el umbral, como dos saltamontes a la luz del sol.

– ¿Entonces? -preguntó Clothilde al fin-. ¿Quién es? ¿Sigues sin saberlo?

El automóvil desapareció entre el tráfico.

– ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó Anna por toda respuesta.

Clothilde se sacó un arrugado paquete de Marlboro Light de un bolsillo del pantalón. Anna le dio la primera calada y volvió a sentir el mismo alivio que esa mañana en el patio del hospital.

– En tu historia hay algo que no encaja -dijo Clothilde en tono escéptico.

Anna se volvió con el codo en alto y el cigarrillo en ristre, como un arma.

– ¿El qué?

– Pongamos que hayas conocido a ese hombre y que haya cambiado. ¿De acuerdo?

– ¿Y?

Clothilde frunció los labios y produjo el mismo ruido que una botella al abrirse.

– ¿Por qué no te reconoce él?

Anna se quedó mirando a los coches que desfilaban ante sus ojos bajo el cielo gris con las carrocerías cubiertas de manchas de luz. Al otro lado, se veía la entrada de madera de Mariage Fréres, las frías lunas del restaurante La Maree y su risueño portero, que no dejaba de observarla.

Sus palabras se fundieron con el azulado humo del cigarrillo:

– Loca. Me estoy volviendo loca.

5

Una vez por semana, Laurent se reunía con sus «camaradas» para cenar. Era un ritual infalible, una especie de ceremonial. Aquellos hombres no eran amigos de la infancia ni miembros de un círculo privado. No compartían ninguna pasión. Simplemente, pertenecían al mismo cuerpo: la policía. Se habían conocido en diversos peldaños de la escala y ahora estaban, cada uno en su terreno, en la cima de la pirámide.

Anna, como el resto de las esposas, estaba rigurosamente excluida de las reuniones y, cuando se celebraban en su piso de la avenue Hoche, no tenía más remedio que ir al cine.

Sin embargo, hacía tres semanas, Laurent le había propuesto asistir a la próxima cena. En un primer momento, Anna había rechazado la invitación, tanto más cuanto que su marido, con tono de enfermero, había añadido: «Ya verás como te distraes». Pero luego lo pensó mejor; en el fondo sentía bastante curiosidad por los amigos de Laurent y tenía ganas de conocer otros perfiles de alto funcionario. Después de todo, solo conocía un modelo: el suyo.

No lamentó su decisión. Durante la velada, descubrió a hombres duros pero apasionantes que hablaban entre sí sin tabúes ni reservas. Única mujer del grupo, se había sentido como una reina, ante la que los policías rivalizaban contando anécdotas, hechos de armas, revelaciones…

Desde entonces participaba en todas las cenas e iba conociéndolos cada vez mejor. Fijándose en sus tics, en sus virtudes y también en sus obsesiones. Aquellas cenas ofrecían una auténtica radiografía del mundo de la policía. Un mundo en blanco y negro, un universo de violencia y certezas, tan caricaturesco como fascinante.

Los participantes eran siempre los mismos, poco más o menos. por lo general, Alain Lacroux era quien llevaba las riendas de la conversación. Alto, delgado, vertical, exuberante cincuentón, puntuaba cada final de frase cabeceando repetidamente o agitando el tenedor. Hasta la inflexión de su acento meridional participaba de ese arte del acabado, de la poda. Todo en él cantaba, ondulaba, sonreía… Nada hacía sospechar que tuviera un cargo de tanta responsabilidad: la subdirección de Asuntos Criminales de París.

Pierre Caracilli era todo lo contrario. Bajo, rechoncho, sombrío, murmuraba sin descanso con una voz lenta de virtudes casi mágicas. Aquella era la voz que adormecía la desconfianza y arrancaba confesiones a los criminales más encallecidos. Caracilli era corso. Ocupaba un puesto importante en la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST).

Jean-François Gaudemer no era ni vertical ni horizontal; era una roca compacta, maciza, testaruda. A la sombra de una frente alta y despoblada, la animada negrura de sus ojos parecía incubar una tempestad. Cuando hablaba, Anna no perdía ripio. Sus palabras eran cínicas y sus historias, escalofriantes, pero ante aquel hombre era imposible no sentir una especie de agradecimiento, la vaga sensación de que acababa de levantar un velo sobre la trama oculta del mundo. Era el jefe de la OCRTIS (Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilegal de Estupefacientes). El hombre de la droga en Francia.

Pero el preferido de Anna era Philippe Charlier. Un coloso de un metro noventa que hacía crujir las costuras de sus elegantes trajes. El Gigante Verde, como lo apodaban sus colegas, tenía cara de boxeador, ancha y dura como una piedra, encuadrada por un bigote y una pelambrera entrecanos. Hablaba demasiado alto, reía como un motor de explosión y embarcaba a su interlocutor en sus peregrinas historias quieras que no echándole el brazo por los hombros.

Para entenderlo, hacía falta un diccionario de argot salaz. Decía «un hueso en el calzoncillo» en lugar de erección, describía sus crespos cabellos como «pelos de los cojones» y resumía sus vacaciones en Bangkok con la frase: «Ir a Tailandia con la mujer es como llevarse la cerveza a Munich».

Anna lo encontraba vulgar e inquietante, pero irresistible. Emanaba una fuerza animal, algo inequívocamente «bofia». Resultaba imposible imaginarlo en otro sitio que no fuera un despacho mal iluminado, arrancando confesiones a los sospechosos. O en la calle, dirigiendo un grupo de hombres armados con fusiles de asalto.

Laurent le había contado que Charlier había abatido a sangre fría al menos a cinco hombres a lo largo de su carrera. Su campo de acción era el terrorismo. DST, DGSE, DNAT… Fueran cuales fuesen las siglas bajo las que había luchado, siempre había hecho la misma guerra. Veinticinco años de operaciones clandestinas, de golpes de mano. Cuando Anna le pedía más detalles, Laurent eludía la respuesta con un gesto de la mano: «No sería más que una parte insignificante del iceberg».

Esa noche, la cena se celebraba precisamente en su casa, en la avenue de Breteuil. Un piso haussmannimo, con suelos de parquet barnizado y lleno de objetos coloniales. Por curiosidad, Anna había husmeado en las habitaciones accesibles: ni el menor rastro de presencia femenina. Charlier era un solterón empedernido.

Eran las once. Los invitados estaban repantigados con la indolencia propia de la sobremesa, aureolados por el humo de sus cigarros. En aquel mes de marzo de 2002, a unas semanas de las elecciones presidenciales, cada cual lanzaba sus previsiones e hipótesis y trataba de imaginar los cambios que se producirían en el Ministerio del Interior según el candidato que saliera elegido. Todos parecían preparados para una gran batalla, sin estar seguros de participar en ella. Philippe Charlier, sentado junto a Anna, le susurró al oído:

– Son un coñazo con sus historias de maderos. ¿Sabes la del suizo?

Anna sonrió.

– Me la contaste el sábado pasado.

– ¿Y la de la esquiadora?

– No.

Charlier clavó los dos codos en la mesa.

– Es una esquiadora que se prepara para bajar por una pista. Gafas caladas, rodillas flexionadas, bastones levantados… Otro esquiador llega a su altura y se para. «Qué empinada… ¿Bajas?», le pregunta. La mujer le responde: «No puedo. Tengo los labios cortados».

Anna tardó un segundo en comprender, y rompió a reír. Los chistes del policía nunca superaban la altura de la bragueta, pero tenían el mérito de ser originales. Aún seguía riendo cuando el rostro de Charlier se enturbió. De repente, sus facciones perdieron nitidez y, literalmente, empezaron a agitarse en su rostro.

Anna apartó la mirada y la dirigió a los demás comensales. Sus rasgos también temblaban y se descoyuntaban hasta formar una ola de expresiones contradictorias, monstruosas, un tiovivo de carnes, rictus, risotadas…

Un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza. Anna empezó a respirar por la boca.

– ¿Te pasa algo? -le preguntó Charlier, inquieto.

– Tengo… tengo calor. Voy a refrescarme.

– ¿Quieres que te acompañe?

Anna posó la mano en el hombro del policía y se levantó.

– No te preocupes. Sabré encontrarlo.

Avanzó pegada a la pared, se agarró a la repisa de la chimenea, chocó con un carrito de servicio y provocó una ola de tintineos… Se detuvo en la puerta y echó un vistazo a sus espaldas: el mar de máscaras seguía agitándose. Un carnaval de gritos, de arrugas en fusión, de carnes temblorosas que saltaban para perseguirla. Ahogó un grito y cruzó el umbral.

El vestíbulo estaba a oscuras. En el perchero, los abrigos dibujaban formas inquietantes, y puertas entreabiertas revelaban simas de oscuridad. Anna se detuvo ante un espejo enmarcado de oro viejo y contempló su imagen: una palidez de papel vitela, una fosforescencia de espectro. Se cogió los hombros, que le temblaban bajo el jersey de lana negra.

De pronto, en el espejo, un hombre aparece tras ella.

No lo conoce; no estaba en la cena. Se vuelve para hacerle frente. ¿Quién es? ¿Por dónde ha entrado? Su expresión es amenazadora; algo retorcido, deforme, planea sobre su rostro. Sus manos brillan en la oscuridad como dos armas blancas…

Anna retrocede, se hunde entre los abrigos. El hombre avanza. Anna oye a los demás hablando en la habitación contigua; quiere gritar, pero es como si tuviera la garganta llena de algodón ardiendo. El rostro está a apenas unos centímetros. Un reflejo de la psique asoma a sus ojos, un destello dorado hace brillar sus pupilas…

– ¿Quieres que nos vayamos?

Anna ahogó un gemido: era la voz de Laurent. De inmediato, el rostro recobró su apariencia habitual. Anna sintió dos manos sujetándola y comprendió que se había desmayado.

– Por amor de Dios, ¿qué te pasa? le preguntó su marido.

– Mi abrigo. Dame el abrigo -le ordenó ella liberándose de sus brazos.

El malestar no desaparecía. Anna no acababa de reconocer a su marido. Seguía convencida: sí, sus facciones se habían transformado, el suyo era un rostro modificado, con un secreto, con una zona opaca…

Laurent le tendió la trenca. Temblaba. Sin duda, temía por ella, pero también por sí mismo. Temía que sus compañeros se dieran cuenta de su situación: uno de los más altos cargos del Ministerio del Interior estaba casado con una chiflada.

Anna se puso la trenca y disfrutó el contacto del forro. Le habría gustado hundirse en él y desaparecer para siempre…

En el salón, se reían a carcajadas.

– Voy a despedirme por los dos.

Anna oyó frases en tono de reproche y luego nuevas risas. Lanzó otra mirada de reojo al espejo. Un día, que no tardaría en llegar, se preguntaría ante aquel rostro: «¿Quién es esa?».

Laurent volvió a su lado.

– Vámonos -murmuró ella-. Quiero volver a casa. Quiero dormir.

6

Pero el mal la perseguía en sueños.

Desde la aparición de las crisis, Anna soñaba lo mismo todas las noches. Imágenes en blanco y negro que se sucedían a un ritmo vacilante, como en una película muda.

La escena era siempre la misma: unos campesinos de aspecto famélico esperaban en el andén de una estación; llegaba un tren de mercancías envuelto en nubes de vapor. Se abría un vagón, y un hombre con gorra se inclinaba para coger la bandera que alguien le tendía; el estandarte ostentaba un extraño dibujo: cuatro lunas formando una estrella cardinal.

A continuación, el hombre se erguía y enarcaba unas cejas muy negras. Arengaba a la muchedumbre mientras agitaba la bandera, pero sus palabras no se entendían. Una especie de tela sonora, un murmullo atroz hecho de gemidos y llantos infantiles, ahogaba sus palabras.

En ese momento, sus susurros se unían al desgarrador coro. Anna se dirigía a las voces infantiles: «¿Dónde estáis? ¿Por qué lloráis?».

A modo de respuesta, el viento barría el andén de la estación. Las cuatro lunas de la bandera empezaban a brillar como si fueran fosforescentes. La escena derivaba hacia la pesadilla. El abrigo del hombre se entreabría y mostraba una caja torácica monda, abierta, vacía; a continuación, una ráfaga de viento le deshacía el rostro. Empezando por las orejas, la carne se desmigajaba como la ceniza y dejaba al descubierto músculos negros y abultados…

Anna se despertó sobresaltada.

Abrió los ojos en la oscuridad, pero no reconoció nada. Ni la habitación. Ni la cama. Ni el cuerpo que dormía junto a ella. Tardó varios segundos en familiarizarse con aquellas extrañas formas. Apoyó la espalda en la pared y se secó la cara, empapada en sudor.

¿Por qué se repetía aquel sueño? ¿Qué relación tenía con su enfermedad? Anna estaba convencida de que se trataba de otra manifestación de su trastorno, un misterioso eco, un inexplicable contrapunto de su degradación mental.

– ¿Laurent? -susurró en la oscuridad. Su marido, que le daba la espalda, no se movió. Anna lo agarró del hombro-. ¿Estás dormido, Laurent? -El hombre se movió ligeramente. Anna oyó el roce de las sábanas y vio el perfil del rostro de su marido recortado en la semioscuridad-. ¿Estás dormido? -repitió bajando la voz.

– Ahora ya no.

– ¿Puedo… puedo hacerte una pregunta?

Laurent se incorporó y se recostó en la almohada.

– Te escucho.

Anna bajó la voz un tono. Los sollozos del sueño seguían resonando en su cabeza.

– ¿Por qué…? -empezó a decir, titubeante-. ¿Por qué no tenemos hijos?

Durante un segundo, nada se movió. Luego, Laurent apartó las sábanas, se sentó en el borde de la cama y volvió a darle la espalda. De pronto, el silencio parecía cargado de tensión, de hostilidad.

– Vamos a volver a ver al doctor Ackermann -le advirtió Laurent frotándose los párpados.

– ¿Qué?

– Voy a telefonearle. Le pediré cita en el hospital.

– ¿Por qué dices eso?

– Has mentido -le espetó Laurent volviendo la cabeza-. Nos dijiste que no sufrías otros trastornos de memoria. Que solo tenías ese problema con las caras.

Anna comprendió que acababa de cometer un error, su pregunta revelaba un nuevo abismo en su cabeza. No veía otra cosa que la nuca de Laurent, su pelo, levemente rizado, y sus estrechos hombros; pero adivinaba su abatimiento, y también su cólera.

– ¿Qué he dicho? -se atrevió a preguntarle.

Laurent se volvió a medias.

– Tú nunca has querido hijos. Fue tu condición para casarte conmigo -Laurent subió el tono de voz y levantó la mano izquierda- El mismo día de la boda me hiciste jurar que nunca te lo pediría. Estás perdiendo la cabeza, Anna. Tenemos que reaccionar. Tienes que hacerte esas pruebas. Averiguar qué te pasa. ¡Hay que parar esto! ¡Mierda!

Anna se acurrucó en la otra punta de la cama.

– Dame unos días más. Tiene que haber otra solución.

– ¿Qué solución?

– No lo sé. Solo unos días. Por favor…

Laurent volvió a tumbarse y se tapó la cabeza con la sábana.

– Llamaré a Ackermann el próximo miércoles.

Era inútil darle las gracias: ni siquiera sabía por qué le había pedido una prórroga. ¿Para qué negar lo evidente? Neurona a neurona, la enfermedad iba invadiendo todas las regiones de su cerebro.

Anna se deslizó entre las sábanas, pero procurando mantenerse a distancia de su marido, y reflexionó sobre aquel enigma de los hijos. ¿Por qué le había exigido semejante promesa? ¿Cuáles eran sus motivos por aquel entonces? No tenía respuestas. Su propia personalidad empezaba a resultarle extraña.

Anna se remontó a la época de su boda. Hacía ocho años. Ella tenía veintitrés. ¿Qué recordaba, exactamente?

Una casa de campo en Saint-Paul-de-Vence, palmeras, extensiones de césped agostado por el sol, risas infantiles… Cerró los ojos y trató de revivir las sensaciones. La sombra de un cenador recortada sobre una extensión de hierba. También veía trenzas de flores, manos blancas…

De pronto, un pañuelo de tul flotó en su memoria; el tejido daba vueltas ante sus ojos, le ocultaba el cenador y tamizaba el verde de la hierba atrapando la luz en sus caprichosos giros.

El pañuelo se acercó tanto que podía sentir el tejido en el rostro; luego, se pegó a sus labios. Anna abrió la boca para reír, pero el tejido se le introdujo en la garganta. Tosió, y la tela se le pegó al paladar. No era tul: era gasa.

Gasa quirúrgica, que la asfixiaba.

Anna gritó en la oscuridad, pero su boca no emitió ningún sonido. Abrió los ojos: se había dormido con la boca contra el almohadón.

¿Cuándo acabaría todo aquello? Se sentó en la cama y notó que estaba empapada en sudor. Era aquel velo viscoso, que le había provocado la sensación de asfixia.

Se levantó y fue al baño del dormitorio. A tientas, encontró la puerta y la cerró a sus espaldas antes de encender la luz. Pulsó el interruptor y se volvió hacia el espejo de encima del lavabo.

Tenía el rostro cubierto de sangre.

Las manchas rojas le recorrían la frente; las costras de sangre seca le cubrían los párpados, las fosas nasales, las comisuras de los labios… Al principio, creyó que se había herido. Luego, acercó la cara al espejo: solo había sangrado por la nariz. Al tratar de secarse el rostro en la oscuridad, había extendido la sangre. La camiseta del pijama estaba empapada.

Abrió el grifo del agua fría y extendió las manos. Un remolino rojizo inundó la pila del lavabo. Una convicción la invadió: aquella sangre encarnaba una verdad que intentaba escapar de su carne. Un secreto que su mente consciente se negaba a admitir, a formalizar, y que escapaba de su cuerpo en forma de flujos orgánicos.

Anna puso el rostro bajo el grifo y dejó que el frío chorro se llevara sus lágrimas.

– Pero ¿qué me pasa??Qué me pasa? -le susurraba al agua una y otra vez.

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