Entre sus brazos, ella había sido un río.
Una fuerza fluida, dúctil, desatada. Había pasado sobre las noches y los días como la corriente que acaricia las hierbas sumergidas, sin alterar su elasticidad y su languidez. Se había deslizado hacia sus manos atravesando el claroscuro de los bosques, los lechos de musgo, la sombra de los roquedos. Se había erguido frente a los calveros de luz que estallaban bajo sus párpados cuando sobrevenía el placer. Luego había vuelto a abandonarse con un movimiento lento, translúcida bajo sus manos…
A lo largo de los años, había habido estaciones distintas. Arrullos de agua, ligeros, cantarines. Crines de espuma agitadas por la cólera. Y vados, treguas durante las que no se tocaban. pero eran descansos deliciosos. Tenían la levedad de las cañas, la suavidad de los guijarros pulidos por el agua.
Cuando la corriente volvía a fluir y empujaba hacia las últimas riberas, sobre los suspiros y labios entreabiertos, siempre era para alcanzar mejor el placer único en el que todo era uno y el otro lo era todo.
– ¿Lo comprende, doctora?
Mathilde Wilcrau dio un respingo. Miró hacia el sofá Knoll, que estaba a dos metros y era el único mueble de la habitación que no databa del siglo XVIII Había un hombre tumbado en él. Un paciente. Perdida en sus ensoñaciones, lo había olvidado por completo y no había escuchado una sola palabra de su historia.
– No, no lo comprendo -respondió tratando de disimular su desconcierto- Su formulación no es lo bastante precisa. Intente expresarlo con otras palabras por favor…
El hombre reanudó sus explicaciones con los ojos clavados en el techo y las manos entrelazadas sobre el pecho. Mathilde cogió una crema hidratante de un cajón procurando no hacer ruido. La frescura del producto sobre sus manos la devolvió a la realidad. Sus ausencias eran cada vez más frecuentes, cada vez más profundas. Había llevado la neutralidad del psicoanalista hasta sus últimas consecuencias: ya no estaba allí, literalmente. Antes escuchaba las palabras de sus pacientes con atención. Estaba pendiente de sus lapsus, sus vacilaciones, sus divagaciones. Piedrecillas blancas que le permitían remontar el curso de la neurosis, del trauma… Pero ¿ahora?
Guardó el tubo de crema y siguió repartiéndosela por los dedos. Nutrir. Refrescar. Aliviar. La voz del hombre ya no era más que un rumor que arrullaba su propia melancolía.
Sí: entre sus brazos, ella había sido un río. Pero los vados se habían multiplicado, las treguas habían sido cada vez más largas. Al principio, se había negado a preocuparse, a identificar en aquellas pausas los primeros signos de la degradación. Había cerrado los ojos con la sola fuerza de su esperanza, de su fe en el amor. Luego, un sabor a ceniza se posó en su lengua, un doloroso encorvamiento se apoderó de su cuerpo. Pronto, hasta sus venas parecían haberse secado y convertido en galerías minerales, sin vida. Se sentía vacía. Antes de que los corazones dieran nombre a la situación, los cuerpos ya habían hablado.
Luego, la ruptura se abrió paso hasta las conciencias y las palabras consumaron el movimiento: la separación se hizo oficial. Había comenzado la era de las formalidades; Hubo que presentarse ante el juez, calcular la pensión, organizar la mudanza. Ella estuvo irreprochable. Siempre alerta. Siempre responsable. Pero su cabeza ya no estaba allí. En cuanto podía, intentaba recordar, viajar por su interior, por su propia historia, asombrada de encontrar en su memoria tan pocas huellas, tan pocos vestigios del pasado. Todo su ser parecía un desierto abrasado, un emplazamiento arqueológico en el que solo unos cuantos surcos en la superficie de piedras demasiado blancas seguían evocando el ayer.
Se tranquilizó pensando en sus hijos. Ellos eran la encarnación de su destino, ellos serían su última fuente. Se agarró a aquella idea con todas sus fuerzas. Se olvidó de sí misma, se eclipsó ante sus últimos años de formación. Pero ellos también acabaron abandonándola. Su hijo se perdió en una ciudad extraña, minúscula e inmensa á la vez, formada únicamente por microchips y microprocesadores. Su hija, en cambio, se encontró a sí misma en los viajes y la etnología. Al menos, eso decía. Lo que tenía claro era que su camino estaba lejos de sus padres.
Así que a Mathilde no le quedó más remedio que interesarse por la única persona que quedaba a bordo: ella. Se dio todos los caprichos: vestidos, muebles, amantes… Hizo cruceros y escapadas a lugares con los que siempre había soñado. Pero fue en vano. Aquellas fantasías parecían acelerar su caída, precipitar su vejez.
La desertificación seguía haciendo estragos. La arena la devoraba poco a poco. No solo física, sino también emocionalmente. Se estaba volviendo dura, áspera con los demás. Sus juicios eran inapelables: sus posturas, intransigentes, radicales. La generosidad, la comprensión, la compasión, la abandonaban. La menor muestra de indulgencia le exigía un esfuerzo sobrehumano. Padecía una auténtica parálisis de los sentimientos que la volvía hostil hacia el resto del mundo.
Acabó rompiendo con sus amigos más íntimos y se vio sola, absolutamente sola. A falta de adversarios, se aficionó al deporte, para poder enfrentarse consigo misma. El camino de la superación la llevó al alpinismo, el remo, el parapente, el tiro… El entrenamiento se convirtió en un desafío permanente, en una obsesión que aliviaba sus angustias.
Todos aquellos excesos habían quedado atrás, pero su vida seguía estando jalonada de pruebas recurrentes. Cursillos de parapente en las Cévennes; ascensión anual de las «Gargantas», cerca de Chamonix; competición de triatlón en el valle de Aosta… A sus cincuenta y dos años, estaba en una forma física que habría hecho palidecer de envidia a cualquier adolescente. Y cada día contemplaba con un punto de vanidad los trofeos que relucían sobre su cómoda autentificada de la escuela de Oppenordt.
En realidad, la victoria que la colmaba de orgullo era otra; una hazaña íntima y secreta. Durante aquellos años de soledad, no había recurrido a los medicamentos ni una sola vez. Jamás había tomado un ansiolítico o un antidepresivo.
Todas las mañanas se miraba al espejo y se recordaba su proeza. La joya de su palmarés. Un certificado personal de resistencia que le probaba que no había agotado sus reservas de coraje y voluntad.
La mayoría de la gente vive esperando algo mejor.
Mathilde Wilcrau había dejado de temer lo peor.
Por supuesto, en medio de aquel desierto, le quedaba el trabajo. Su consulta en el hospital de Sainte-Anne y las sesiones con sus pacientes particulares. El estilo duro y el estilo flexible, como se dice en las artes marciales, que también había practicado. La atención psiquiátrica y la exploración psicoanalítica. Pero, a la larga, los dos polos habían acabado confundiéndose en la misma rutina.
Ahora su vida estaba jalonada por unos cuantos rituales, estrictos y necesarios. Una vez por semana comía con sus hijos, que ya no hablaban de otra cosa que de sus éxitos y el fracaso de sus padres. Los fines de semana. entre dos sesiones de entrenamiento, hacía la ronda de los anticuarios. Y los martes por la tarde asistía a los seminarios de la Sociedad de Psicoanálisis, donde también encontraba algunos rostros familiares. En su mayoría, antiguos amantes de los que había olvidado hasta el nombre y que siempre le habían parecido insulsos. Pero tal vez fuera ella la que le había perdido el gusto al amor. Como cuando nos quemamos la lengua y ya no diferenciamos los sabores de los alimentos.
Mathilde lanzó una mirada al reloj: solo quedaban cinco minutos para el final de la sesión. El hombre seguía hablando. Mathilde se removió en el sillón. Su cuerpo le anticipaba las sensaciones que se avecinaban: la sequedad de garganta cuando pronunciara las frases de conclusión tras el largo silencio; el suave rasgueo de su estilográfica sobre la agenda cuando anotara la próxima cita; el crujido del cuero cuando se levantara…
Minutos después, en el vestíbulo, el paciente se volvió hacia ella y, con voz teñida de angustia, le preguntó:
– ¿Me he extendido demasiado, doctora?
Mathilde negó con una sonrisa y abrió la puerta. ¿Tan importante era lo que le había revelado hoy? Daba igual: la próxima vez se superaría. Salió al rellano y pulsó el interruptor.
Al verla, no pudo reprimir un grito.
La mujer, envuelta en un kimono negro, estaba acurrucada en el suelo. Mathilde la reconoció de inmediato: Anna no sé cuántos. La que necesitaba un buen par de gafas. Temblaba como una hoja. ¿Qué era aquella locura?
Mathilde empujó a su paciente hacia la escalera y se volvió irritada hacia aquella joven menuda y morena. No estaba dispuesta a tolerar que ninguno de sus pacientes se presentara de aquel modo, sin avisar, sin cita previa. La primera obligación de un buen psiquiatra era mantener limpia su puerta.
Se disponía a echarle un buen rapapolvo, cuando la mujer empezó a agitar una tomografía facial ante sus narices.
– Me han borrado la memoria. Me han borrado la cara.
Psicosis paranoica.
El diagnóstico era claro. Anna Heymes pretendía que su marido y Eric Ackermann, ayudados por otros hombres, pertenecientes a la policía francesa, la habían manipulado. Sin su conocimiento, le habrían practicado un lavado de cerebro que la privaba de una parte de su memoria y modificado el rostro mediante cirugía estética. No sabía cómo ni por qué, pero había sido víctima de un complot, de un experimento que había mutilado su personalidad.
Le había explicado todo aquello atropelladamente, blandiendo el cigarrillo como una batuta de director de orquesta. Mathilde la había escuchado con paciencia, tras tomar buena nota de su delgadez; la anorexia podía ser un síntoma de la paranoia.
Anna Heymes había seguido hablando hasta finalizar su absurda historia. Había descubierto la maquinación esa misma mañana, en el cuarto de baño, al descubrir las cicatrices de su rostro cuando su marido se disponía a llevarla a la clínica de Ackermann.
Había huido por la ventana y dado esquinazo a policías de civil armados hasta los dientes y provistos de radioteléfonos. Se había ocultado en una iglesia ortodoxa y, horas más tarde, se había hecho radiografiar el rostro en el hospital de Saint-Antoine para disponer de una prueba tangible de su operación. Luego, había vagado hasta la caída de la noche y acudido a la única persona en la que confiaba Mathilde Wilcrau. Y eso era todo.
Psicosis paranoica.
Mathilde había tratado cientos de casos similares en el hospital de Sainte-Anne. La prioridad era calmar la crisis. A base de palabras reconfortantes, había conseguido convencer a la joven para que se dejara inyectar cincuenta miligramos de Tranxene por vía intramuscular.
En esos momentos, Anna Heymes dormía en el sofá. Mathilde estaba sentada ante su escritorio, en su posición habitual.
No tenía más que telefonear a Laurent Heymes. Ella misma podía ocuparse del internamiento de su mujer en el hospital, o bien avisar directamente a Eric Ackermann, el médico que la trataba. En unos minutos, todo estaría resuelto. Un asunto rutinario.
Entonces, ¿por qué no llamaba? Llevaba más de una hora así, sin descolgar el teléfono, limitándose a contemplar los trozos de mueble que brillaban en la oscuridad a la luz de la ventana. Desde hacía años, vivía rodeada de aquellas antigüedades de estilo rococó, adquiridas en su mayor parte por su marido y que ella había luchado por conservar en el momento del divorcio. En primer lugar, para fastidiarlo, pero también, como había comprendido más tarde, para conservar algo de él. Nunca se había decidido a venderlas. Y ahora vivía en un santuario. Un mausoleo lleno de lustrosas antiguallas que le recordaban los únicos años que realmente contaban.
Psicosis paranoica. Un caso de manual.
Salvo por las cicatrices. Las marcas que había observado sobre la frente, las orejas y la barbilla de la joven. Incluso había podido notar los tornillos e implantes que sujetaban la estructura ósea de su rostro bajo la piel. La escalofriante tomografía le había proporcionado los detalles de las intervenciones.
A lo largo de su carrera, Mathilde había conocido a muchos paranoicos, y, rara vez se paseaban con las pruebas concretas de su delirio grabadas en la cara. Anna Heymes llevaba una auténtica máscara cosida al rostro. Una máscara de carne, moldeada y suturada, que disimulaba los huesos rotos y los músculos atrofiados.
¿Cabía la posibilidad de que sencillamente dijera la verdad? ¿De que determinados individuos -policías, por si fuera poco- le hubieran hecho semejante atrocidad? ¿De que le hubieran destrozado los huesos y el rostro? ¿De que le hubieran robado la memoria?
En aquel asunto había otro elemento que la intrigaba: la participación de Eric Ackermann. Mathilde recordaba al desgarbado pelirrojo con el rostro salpicado de pecas y acné. Uno de sus innumerables pretendientes en la universidad, pero sobre todo un individuo con una inteligencia excepcional, aunque algo propenso a la exaltación. Por aquel entonces era un apasionado del cerebro y los «viajes interiores». Había seguido las experiencias con el LSD de Timothy Leary en la Universidad de Harvard y pretendía explorar regiones desconocidas de la conciencia utilizando el mismo sistema. Tomaba todo tipo de drogas psicotrópicas y analizaba sus propios delirios. Había llegado a mezclar LSD con el café de algún compañero de estudios, solo «para ver qué pasaba». Mathilde sonrió recordando aquella locura. Toda una época: el rock psicodélico, la contestación juvenil, el movimiento hippy…
Ackermann predecía que un día habría máquinas que permitirían viajar al interior del cerebro y observar su actividad en tiempo real. Los años le habían dado la razón. El mismo se había convertido en un neurólogo pionero, gracias a tecnologías como la cámara de positrones o la magneto-encefalografía.
¿Habría utilizado a la joven como conejillo de Indias? Mathilde buscó en su agenda los datos de una estudiante que había asistido a sus clases en la facultad de Sainte-Anne en 1995. El teléfono sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.
– ¿Valérie Rannan?
– Al habla.
– Soy Mathilde Wilcrau
– ¿La profesora Wilcrau?
Eran más de las once, pero la joven parecía estar muy despierta.
– Mi llamada va a parecerle un tanto extraña, sobre todo a este hora…
– ¿Qué desea?
– Solo quería hacerle unas preguntas sobre su tesis doctoral. Si no recuerdo mal, el tema eran las manipulaciones mentales y el aislamiento sensorial…
– Entonces, no pareció interesarla mucho…
Mathilde creyó percibir cierta hostilidad en el comentario. En su momento, había rehusado dirigir la tesis de la chica, porque no creía en aquel tema de investigación. Para ella, el lavado de cerebro tenía algo de fantasía colectiva, de leyenda urbana.
– Sí, es cierto -admitió procurando dulcificar la voz- Era bastante escéptica. Pero ahora necesito información para un artículo que debo redactar urgentemente.
– Pregunte lo que desee.
Mathilde no sabía por dónde empezar. Ni siquiera estaba segura de lo que quería averiguar. Un tanto al azar, preguntó:
– En la sinopsis de su tesis, decía usted que es posible borrar la memoria de un sujeto. Es… en fin, ¿es realmente posible?
– Las técnicas en cuestión se desarrollaron en los años cincuenta.
– Las utilizaron los soviéticos, ¿verdad?
– Los rusos, los chinos, los estadounidenses… Todo el mundo. Fue uno de los grandes retos de la guerra fría. Anular la memoria. Destruir las convicciones. Modelar la personalidad.
– ¿Qué métodos utilizaban,
– Siempre los mismos: electroshock, drogas, aislamiento sensorial…
Se produjo un silencio.
– ¿Qué drogas? -preguntó Mathilde.
– Yo estudié sobre todo el programa de la CIA: el MK-Ultra. Los estadounidenses utilizaban sedantes. Fertonacina. Sodio amital. Clorpromacina.
Mathilde conocía aquellas sustancias: la artillería pesada de la psiquiatría. En los hospitales, todos aquellos productos estaban englobados en la categoría de «camisas de fuerza químicas». Pero en realidad se trataba de auténticas trituradoras, de máquinas para pulverizar la mente.
– ¿Y el aislamiento sensorial?
Valérie Rannan soltó una risita.
– Las experiencias más avanzadas se desarrollaron en Canadá, a partir de 1954, en una clínica de Montreal. Los psiquiatras empezaban interrogando a sus pacientes, que eran mujeres depresivas. Las obligaban a confesar faltas, deseos que las avergonzaban. A continuación, las encerraban en una habitación totalmente pintada de negro, donde no podían distinguir el suelo de las paredes y el techo. Por ultimo, les ponían un casco de fútbol americano en cuyo interior emitían en bucle extractos de las entrevistas. Las pacientes oían las mismas palabras, los pasajes más dolorosos de sus confesiones, una y otra vez. Su único respiro eran las sesiones de electroshock y las curas de sueño químico. -Mathilde lanzó una breve mirada a Anna, que seguía dormida sobre el diván. Su pecho ascendía y descendía plácidamente al ritmo de la respiración-. El auténtico condicionamiento -siguió explicando la estudiante- empezaba cuando la paciente ya no recordaba ni su nombre ni su pasado y carecía de toda voluntad. Les cambiaban la cinta de los cascos: entonces recibían órdenes, oían consignas repetidas hasta la saciedad que tenían como fin modelar su nueva personalidad.
Como todos los psiquiatras, Mathilde había oído hablar de aquellas aberraciones, pero no acababa de creer en su realidad, y menos aún en su eficacia.
– ¿Cuál era el resultado? -preguntó con voz neutra.
– Los norteamericanos solo consiguieron crear zombis. Parece que los rusos y los chinos obtuvieron mejores resultados con métodos casi idénticos. Tras la guerra de Corea, más de siete mil prisioneros estadounidenses volvieron a casa absolutamente convencidos de la bondad de los valores comunistas. Habían condicionado su personalidad.
Mathilde se frotó los hombros; un frío de sepulcro se había apoderado de sus miembros.
– ¿Cree usted que existen laboratorios donde se sigue experimentado en ese campo?
– No me cabe la menor duda.
– ¿Qué tipo de laboratorios?
Valérie soltó una risita sarcástica.
– Está usted un poco desfasada. Estancos hablando de centros de estudios militares. Todas las fuerzas armadas experimentan con la manipulación del cerebro.
– ¿En Francia también?
– En Francia, en Alemania, en Japón, en Estados Unidos… En cualquier país que disponga de tecnología suficientemente avanzada Siempre hay nuevos productos. En este momento, se habla mucho de una sustancia química llamada GHB, que borra los recuerdos de lo ocurrido en las últimas doce horas. Se la conoce como la «droga del violador», porque la mujer violada no recuerda nada. Estoy convencida de que los militares están trabajando con productos similares. El cerebro sigue siendo el arma más peligrosa del mundo.
– Se lo agradezco mucho, Valérie.
– ¿No quiere que le dé fuentes más precisas? -le preguntó la joven, sorprendida-. ¿Bibliografía?
– No, gracias. En caso necesario, volveré a llamarla.
Mathilde se acercó a Anna, que seguía profundamente dormida. Le examinó los brazos en busca de marcas de pinchazos. Nada. Le retiró los cabellos, pensando en la inflamación electrostática del cuero cabelludo que provoca la repetida absorción de sedantes. Tampoco.
Volvió a erguirse, asombrada de dar el menor crédito a la historia de aquella mujer. No, realmente también ella estaba empezando a desvariar… En ese momento volvió a fijarse en las cicatrices de la frente: tres líneas verticales diminutas, separadas unos centímetros. A su pesar, le tocó las sienes y las mandíbulas: las prótesis se notaban bajo la piel.
¿Quién había hecho aquello? ¿Cómo era posible que Anna hubiera olvidado una operación así?
Durante su primera visita, le había hablado del instituto donde le habían hecho las tomografías. «En Orsay. En un hospital lleno de soldados.» Mathilde había escrito el nombre; estaría entre sus notas.
Hojeó el bloc rápidamente y vio una página emborronada con sus garabatos habituales. En una esquina, a la derecha, había escrito: «Henri-Becquerel».
Cogió una botella de agua en el cuarto contiguo al despacho y tras darle un largo trago, descolgó el auricular y marcó un número.
– ¿René? Soy Mathilde, Mathilde Wilcrau.
Silencio. La hora. Los años transcurridos. La sorpresa…
– ¿Cómo estás? -preguntó al fin una voz grave.
– ¿Llamo en mal momento?
– No seas tonta. Oír tu voz siempre es un placer.
René Le Garrec había sido su maestro y profesor cuando era interna en el hospital de Val-de-Grâce. Psiquiatra del ejército, especialista en traumas de guerra, había fundado las primeras unidades de urgencias medico-psicológicas para atender a las víctimas de atentados, guerras y catástrofes naturales. Un pionero que le había demostrado que era posible llevar galones sin ser un gilipollas.
– Solo quería hacerte una pregunta. ¿Conoces el Instituto Henri-Becquerel?
Mathilde creyó percibir una leve vacilación.
– Sí, lo conozco. Es un hospital militar.
– ¿En qué trabajan?
– Al principio se dedicaban a la medicina atómica.
– ¿Y ahora?
Nueva vacilación. Ya no le cabía duda: estaba metiéndose en camisa de once varas.
– No lo sé con exactitud -respondió Le Garrec-. Tratan ciertos traumas.
– ¿Traumas de guerra?
– Eso creo. Tendría que informarme.
Mathilde había trabajado tres años a sus órdenes. Le Garrec no había mencionado aquel instituto jamás. Como para disimular la torpeza de su mentira, el militar pasó al ataque:
– ¿Por qué lo quieres saber?
Mathilde no intentó eludir la pregunta.
– Tengo una paciente a la que le han hecho unas pruebas allí.
– ¿Qué tipo de pruebas?
– Tomografías.
– No sabía que tuvieran un Petscan.
– Las pruebas las realizó Ackermann.
– ¿El cartógrafo?
Eric Ackermann había escrito un libro sobre las técnicas de exploración del cerebro que sintetizaba los trabajos de diferentes equipos de todo el mundo. La obra se había convertido en referencia obligada. Desde su publicación, el neurólogo era considerado uno de los mayores topógrafos del cerebro humano. Un viajero que exploraba aquella región anatómica como si se tratara del sexto continente.
Mathilde se lo confirmó.
– Es extraño que trabaje con «nosotros» -murmuró Le Garrec.
El «nosotros» la hizo sonreír. El ejército era algo más que un cuerpo: era una familia.
– Tú lo has dicho -respondió Mathilde-. Conocí a Ackermann en la facultad. Era un auténtico rebelde. Objetor de conciencia y drogata militante. No me lo imaginaba trabajando con los militares. Creo que incluso lo condenaron por «fabricación ilegal de estupefacientes».
Le Garrec soltó la carcajada.
– Al contrario. Puede que esa sea la explicación. ¿Quieres que contacte con ellos?
– No, gracias. Solo quería saber si habías oído hablar de esos trabajos.
– ¿Cómo se llama tu paciente?
Mathilde comprendió que se había arriesgado demasiado. Puede que Le Garrec iniciara su propia investigación o, peor aún, informara a sus superiores. De pronto, el mundo de Valérie Rannan le pareció posible. Un universo de experimentos secretos, herméticos, llevados a cabo en nombre de una razón superior.
– No te preocupes -dijo en un intento de quitar importancia al asunto-. Era simple curiosidad.
– ¿Cómo se llama? -insistió el militar.
Mathilde sintió que el frío volvía a apoderarse de su cuerpo.
– Gracias -murmuró-. Llamaré… Llamaré directamente a Ackermann.
– Como quieras.
Le Garrec desistió, y ambos adoptaron sus papeles de costumbre, su tono desenfadado. Pero los dos lo sabían: durante unos instantes, durante aquel breve intercambio de frases, habían atravesado el mismo campo de minas. Mathilde colgó tras prometerle que lo llamaría para comer.
Ahora era una certeza: el Instituto Henri-Becquerel albergaba un secreto. Y la participación de Eric Ackermann en aquel asunto no hacía más que ahondar la profundidad del misterio. Los «delirios» de Anna Heymes cada vez le parecían menos psicóticos…
Mathilde pasó a la zona privada de su piso. Andaba de un modo muy particular: con los hombros levantados, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los puños levantados y, sobre todo, con las caderas ligeramente ladeadas. De joven, había dedicado mucho tiempo a perfeccionar aquellos andares oblicuos, que en su opinión realzaban su figura. Con el tiempo, se habían convertido en su segunda naturaleza.
Una vez en el dormitorio, abrió un secreter barnizado y adornado con patinas y haces de juncos. Meissonnier, 1740. Sacó una llave diminuta, que siempre llevaba encima, y abrió un cajón.
En su interior había un cofrecillo de bambú trenzado con incrustaciones de nácar y, en el fondo del cofrecillo, una piel de gamuza, que separó con el índice y el pulgar para dejar al descubierto el objeto prohibido, reluciente sobre el forro dorado.
Una pistola automática Glock de 9 milímetros.
Un arma extremadamente ligera, de bloqueo mecánico, provista de un seguro Safe-Action. En otra época, aquella pistola había sido un instrumento de tiro deportivo, autorizado mediante licencia del Estado. Pero el arma, cargada con dieciséis balas blindadas, ya no contaba con ninguna autorización. Se había convertido en puro instrumento de muerte olvidado en los laberintos de la administración francesa.
Mathilde sopesó el arma en la palma de la mano y pensó en su propia situación. Psiquiatra divorciada, ayuna de pene y con una pistola automática escondida en el secreter. «Verde y con asas», murmuró con una sonrisa.
De vuelta en la consulta, hizo otra llamada y volvió a acercarse al sofá. Tuvo que menear a Anna unas cuantas veces antes de que diera muestras de espabilarse.
Al fin, la joven se incorporó con parsimonia y miró a su anfitriona con la cabeza ligeramente ladeada y sin el menor asombro.
– ¿Le has dicho a alguien que vendrías a verme? -le preguntó Mathilde en voz baja.
Anna negó con la cabeza.
– ¿Sabe alguien que nos conocemos?
Idéntica respuesta. Mathilde se dijo que tal vez la hubieran seguido. Era todo o nada.
Anna se frotó los ojos con las yemas de los dedos, lo que no hizo mas que acentuar su extraña mirada: aquella pereza de los párpados, aquella languidez que se prolongaba hacia las sienes, por encima de los pómulos. La manta le había dejado una marca en la mejilla. Mathilde pensó en su hija, que se había marchado de casa con un ideograma chino tatuado en el hombro: «La Verdad».
– Ven -murmuró-. Nos vamos.
– ¿Qué me han hecho?
El coche circulaba a toda velocidad por el boulevard Saint-Germain, en dirección al Sena. La lluvia había cesado, pero sus huellas se veían por todas partes: visos, lentejuelas, manchas azules en el vibrato de la tarde.
– Un tratamiento -afirmó Mathilde adoptando su tono de profesora para enmascarar sus dudas.
– ¿Qué tratamiento?
– Sin duda, uno totalmente nuevo, que les ha permitido manipular una parte de tu memoria.
– ¿Es eso posible?
– En principio no. Pero Ackermann debe de haber inventado algo… revolucionario. Una técnica relacionada con la tomografía y las localizaciones cerebrales. -Mientras conducía, Mathilde lanzaba constantes miradas a Anna, hundida en el asiento del acompañante, con la mirada fija en el parabrisas y las manos apretadas entre los muslos-. Un shock puede provocar una amnesia parcial -siguió diciendo la psiquiatra-. Hace algún tiempo traté a un jugador de fútbol que había sufrido una conmoción durante un partido. Recordaba una parte de su vida, pero había olvidado la otra por completo. Puede que Ackermann haya descubierto el modo de provocar el mismo fenómeno mediante una sustancia química, una irradiación o cualquier otra cosa. Una especie de pantalla colocada en tu memoria.
– Pero ¿por qué me han hecho algo así?
– En mi opinión, la clave hay que buscarla en la profesión de tu marido. Has visto algo que no debías ver, o tienes información relacionada con sus actividades, o puede que simplemente te hayan utilizado como cobaya. Todo es posible. Esto es cosa de unos locos.
Al final del boulevard Saint-Germain, a la derecha, apareció el Instituto del Mundo Árabe. Las nubes viajaban por sus paredes de cristal.
Mathilde estaba asombrada de su propia calma. Circulaba a cien kilómetros por hora, con una pistola automática en el bolso y aquella muñeca de porcelana sentada al lado; pero, lejos de tener miedo, sentía una curiosidad distanciada, mezclada con cierta excitación infantil.
– ¿Podría ser que recuperara la memoria?
La voz de Anna estaba teñida de obstinación. Mathilde conocía aquella inflexión, que había oído cientos de veces en su consulta del hospital de Sainte-Anne. Era la voz de la obsesión. La voz de la demencia. Solo que, en aquel caso, el delirio coincidía con la verdad.
– No puedo contestarte sin saber el método que han utilizado -respondió la psiquiatra eligiendo las palabras cuidadosamente-. Si se trata de sustancias químicas, puede que exista un antídoto. Si te han sometido a una intervención quirúrgica, yo sería más… pesimista.
El pequeño Mercedes pasó junto a la verja del zoo del jardín Botánico. El descanso de los animales y la quietud del parque parecían aliarse con la oscuridad para abrir abismos de silencio.
Mathilde advirtió que Anna estaba llorando; sus sollozos eran como los de una niña pequeña, agudos y sostenidos.
– Pero ¿por qué me han alterado el rostro? -preguntó al cabo de unos instantes con voz llorosa.
– Es incomprensible. Puedo entender que estuvieras en el sitio equivocado en el momento equivocado. Pero no se me ocurre ninguna razón para modificarte el rostro. O puede que la historia sea aún más retorcida: puede que te hayan modificado la identidad.
– ¿Quieres decir que podría haber sido alguien completamente distinto antes de todo esto?
– La operación de cirugía estética podría inducir a pensarlo.
– Entonces… ¿no sería la mujer de Laurent Heymes? -Mathilde no respondió. Anna explotó-. Pero… ¿y mis sentimientos? ¿Mi intimidad con él? -La cólera se apoderó de Mathilde. En medio de aquella pesadilla, Anna seguía pensando en su historia de amor. No tenían remedio: en caso de naufragio, para ellas el deseo y los sentimientos siempre eran lo primero-. Todos mis recuerdos con él… puedo habérmelos inventado!
Mathilde se encogió de hombros como para atenuar la gravedad de lo que iba a decir:
– Es muy posible que te hayan implantado esos recuerdos. Tú misma me dijiste que se estaban desintegrando, que no tenían ninguna realidad… Sobre el papel, algo así es imposible. Pero la personalidad de Ackermann se presta a todas las suposiciones. Y los policías le proporcionarían medios ilimitados…
– ¿Los policías?
– Despierta, Anna. El Instituto Henri-Becquerel. Los soldados. La profesión de Laurent. Aparte de la Casa del Chocolate, en tu mundo no había más que policías y uniformes. Ellos son quienes te han hecho esto. Y ellos son quienes te buscan.
Se acercaban a la estación de Austerlitz, en plena remodelación. Una de las fachadas se alzaba en medio del vacío, como un decorado de cine. Las ventanas, recortadas contra el cielo, hacían pensar en las ruinas de un bombardeo. A la izquierda, en segundo plano, el Sena fluía plácidamente. Una parsimoniosa corriente de oscuro légamo.
– En esta historia hay alguien que no es policía -murmuró Anna tras un largo silencio.
– ¿Quién?
– El cliente de la tienda. El hombre al que reconozco. Mi compañera y yo lo llamábamos Don Terciopelo. No sé explicártelo, pero tengo la sensación de que es ajeno a toda esta historia. De que pertenece al período de mi vida que han borrado de mi mente.
– ¿Y por qué se ha cruzado en tu camino?
– Podría ser una casualidad.
Mathilde meneó la cabeza.
– Escucha. Si de algo estoy segura, es de que en este asunto no hay casualidades que valgan. Ese individuo es uno de ellos, puedes estar segura. Y, si su rostro te dice algo, es porque lo has visto con Laurent.
– O porque le gustan los Jikola.
– ¿Los qué?
– Bombones rellenos de mazapán. Una especialidad de la tienda. -Anna rió a su pesar y se secó las lágrimas-. En cualquier caso, es lógico que no me haya reconocido, puesto que mi rostro ha cambiado -concluyó y, con tono esperanzado, añadió-: Hay que encontrarlo. ¡Tiene que saber algo sobre mi pasado! -Mathilde se abstuvo de hacer ningún comentario. Había tomado el boulevard de l’Hôpital y en esos momentos circulaban bajo los arcos de acero del metro elevado-. ¿Adónde vamos? -exclamó Anna.
Mathilde atravesó el bulevar en diagonal y aparcó en sentido contrario a la circulación ante el campus del hospital de La Pitié-Salpêtriére. Cerró el contacto, echó el freno de mano y se volvió hacia la pequeña Cleopatra.
– La única forma de comprender esta historia es descubrir quién eras «antes». A juzgar por tus cicatrices, la operación se realizó hace unos seis meses. De un modo u otro, tenemos que remontarnos a la época anterior. -Mathilde se clavó el índice en la frente-. Tienes que recordar lo que ocurrió antes de esa fecha.
Anna lanzó una mirada al letrero del hospital universitario.
– ¿Quieres…? ¿Quieres interrogarme bajo hipnosis?
– No tenemos tiempo para eso.
– Entonces, ¿qué quieres hacer?
Mathilde volvió a colocarle un mechón negro detrás de la oreja.
– Aunque tu memoria ya no pueda decirnos nada, aunque tu rostro haya dejado de existir, aún hay algo que puede recordar por ti.
– ¿Qué?
– Tu cuerpo.
La Unidad de Investigación Biológica de La Pitié-Salpêtriére está instalada en el edificio de la facultad de Medicina. Un largo bloque de seis pisos perforado por centenares de ventanas, que alberga un auténtico laberinto de laboratorios.
Aquel edificio, característico de los años sesenta, le recordaba a Mathilde las universidades y hospitales en los que había estudiado la carrera. Era especialmente sensible a los lugares, y en su mente aquel estilo arquitectónico estaba indisolublemente asociado al saber, la autoridad y el conocimiento.
Las dos mujeres se dirigieron hacia la entrada. Sus pasos resonaban sobre la plateada acera. Mathilde marcó el código de entrada. En el interior, la oscuridad y el frío les dieron la bienvenida. Cruzaron el enorme vestíbulo, torcieron a la izquierda y entraron en uno de los ascensores de acero, que parecía una caja fuerte.
En aquel montacargas que olía a grasa, Mathilde tuvo la sensación de subir a la misma torre del saber a través de las superestructuras de la ciencia. A pesar de su edad y su experiencia, se sentía aplastada por aquel lugar, que asimilaba a un templo. Un ámbito sagrado.
Parecía que el ascensor no iba a acabar de subir nunca. Anna encendió un cigarrillo. Mathilde tenía los sentidos tan exacerbados que creyó oír el chisporroteo del papel al quemarse. Había vestido a su protegida con ropa de su hija, que se la había dejado en casa una Nochevieja. Las dos jóvenes tenían la misma talla, y también el mismo color de pelo.
Ahora Anna llevaba un abrigo de terciopelo ajustado y con mangas estrechas y largas, un pantalón de pata de elefante de seda y zapatos de charol. Aquel atuendo de fiesta le daba aspecto de niña vestida de luto.
Las puertas se abrieron al fin en la quinta planta. Las dos mujeres avanzaron por el pasillo embaldosado de rojo y flanqueado por puertas con ventanillas redondas de cristal esmerilado. De una de las del fondo salía un resplandor tenue. Se dirigieron hacia ella.
Mathilde abrió sin llamar. El profesor Alain Veynerdi las esperaba de pie junto a una mesa de acero inoxidable.
Sesentón, menudo y vivaracho, tenía la tez oscura de un indio y la sequedad de un papiro. Bajo la inmaculada bata, se adivinaba un traje de calle aún más impecable. En sus cuidadas manos, las uñas parecían más claras que la piel, como pequeñas pastillas de nácar al final de las falanges. Llevaba el pelo, gris y lustroso, engominado y echado hacia atrás. Parecía un dibujo escapado de un tebeo de Tintín. Su pajarita brillaba como la llave de un mecanismo secreto, a la espera de una mano que le diera cuerda.
Mathilde hizo las presentaciones y retomó las grandes líneas de la mentira que había empezado a contar al biólogo durante su conversación telefónica. Anna había sufrido un accidente de coche hacía ocho meses. El vehículo se había prendido fuego, su documentación había ardido y su memoria se había quedado en blanco. Las heridas de su rostro habían hecho necesaria una importante intervención quirúrgica. De modo que su identidad era un absoluto misterio.
La historia era poco creíble, pero Veynerdi no vivía en un universo racional. Para él solo contaba el desafío científico que representaba Anna.
– Empezaremos ahora mismo -dijo el biólogo indicando la mesa de acero.
– Un momento -protestó Anna-. Me parece que ya va siendo hora de que me expliquen en qué va a consistir esto.
Mathilde se volvió hacia Veynerdi.
– Explíqueselo, profesor.
El biólogo se volvió hacia la joven.
– Me temo que antes necesitaría hacer un cursillo de anatomía…
– No sea condescendiente conmigo.
Veynerdi esbozó una breve sonrisa, ácida como unas gotas de limón.
– Los elementos que componen el cuerpo humano se regeneran según ciclos específicos. Los glóbulos rojos se reproducen en ciento veinte días. La piel muda totalmente en cinco días. La pared intestinal se renueva en tan solo cuarenta y ocho horas. No obstante, en medio de esta perpetua reconstrucción, hay células del sistema inmunitario que conservan la huella del contacto con los elementos exteriores durante mucho tiempo. Se las llama células con memoria -dijo Veynerdi. Su voz de fumador, grave y cascada, contrastaba con su cuidado aspecto-. En caso de enfermedad, esas células crean moléculas de defensa o reconocimiento que llevan la marca de la agresión. Cuando se renuevan, transmiten ese mensaje de protección. Una especie de recuerdo biológico, si usted quiere. El principio de la vacuna se basa por entero en este sistema. Basta con poner el cuerpo humano en contacto con el agente patógeno una sola vez para que las células produzcan moléculas protectoras durante años. Y lo que es válido para las enfermedades también lo es para cualquier elemento exterior. Conservamos permanentemente la huella de nuestra vida pasada, de nuestros innumerables contactos con el mundo. Y podemos estudiar esas huellas, así como su origen y su fecha. Este campo, todavía poco conocido, es mi especialidad -concluyó el biólogo esbozando una reverencia.
Mathilde recordó su primer encuentro con Veynerdi, durante un seminario sobre la memoria celebrado en Mallorca en 1997. La mayoría de los ponentes eran neurólogos, psiquiatras o psicoanalistas. Hablaron de sinapsis, de redes y del inconsciente, y todos coincidieron en subrayar la complejidad de la memoria. Pero el cuarto día, le llegó el turno a un biólogo con pajarita, y el panorama cambió por completo. Parapetado tras el atril, Alain Veynerdi no habló de la memoria del cerebro, sino de la memoria del cuerpo.
El sabio presentó un estudio que había llevado a cabo sobre los perfumes. La aplicación continuada de una sustancia alcoholizada sobre la piel acaba «marcando» ciertas células, que forman una señal identificable incluso después de que el sujeto haya dejado de utilizar el perfume. Veynerdi puso el ejemplo de una mujer que había utilizado el n° 5 de Chanel durante diez años y, pasados otros cuatro, seguía llevando la correspondiente «firma química» sobre la piel.
Ese día, los asistentes a la conferencia salieron deslumbrados. De pronto, la memoria se manifestaba físicamente y podía someterse a análisis, a la química, al microscopio… De pronto, aquella entidad abstracta, que no cesaba de sustraerse a los instrumentos de la moderna tecnología, revelaba su materialidad, su tangibilidad, su perceptibilidad. Una ciencia humana se había convertido en ciencia exacta.
La lámpara baja iluminaba el rostro de Anna. A pesar del cansancio, sus ojos tenían un brillo especial. Empezaba a comprender.
– En mi caso, ¿qué puede usted descubrir?
– Confíe en mí -respondió el biólogo-. Su cuerpo ha conservado las huellas de su pasado en la intimidad de sus células. Vamos a desenterrar los vestigios del medio físico en el que vivía antes del accidente. El aire que respiraba. Las huellas de sus hábitos alimentarios. La firma del perfume que utilizaba. En mayor o menor medida, usted sigue siendo la mujer de entonces, créame.
Veynerdi puso en marcha varios aparatos. La luz de los pilotos y las pantallas de los ordenadores reveló las auténticas dimensiones del laboratorio, una amplia sala compartimentada mediante paneles de cristal o tabiques forrados de corcho y atestada de instrumentos de análisis. La encimera y la mesa de acero reflejaban hasta la última fuente de luz en forma de filamentos verdes, anaranjados, rosados o rojos. El biólogo señaló una puerta situada a la izquierda.
– Desnúdese en ese cuarto, por favor.
Anna desapareció. Veynerdi se enfundó unos guantes de látex, dejó unos saquitos estériles en el alicatado del mostrador y se situó ante una hilera de tubos de ensayo. Parecía un músico preparándose para tocar un xilofón de cristal.
Cuando Anna reapareció, solo llevaba unas braguitas negras. Era de una delgadez enfermiza. Sus huesos parecían a punto de desgarrar la piel al menor movimiento.
– Túmbese aquí, por favor.
Anna se sentó en la mesa. Cuando hacía algún esfuerzo, parecía más robusta. Sus escuetos músculos hinchaban la piel y daban una extraña impresión de fuerza, de potencia. Aquella mujer abrigaba un misterio, una energía contenida. Mathilde pensó en la cáscara de un huevo a cuyo través se transparentara la silueta de un tiranosaurio,
Veynerdi sacó una jeringa y una aguja de un envase estéril.
– Empezaremos tomándole una muestra de sangre.
El biólogo hundió la aguja en el brazo izquierdo de Anna, que no mostró la menor reacción.
– ¿Le ha dado algún calmante? -le preguntó Veynerdi a Mathilde con el ceño fruncido.
– Sí, Tranxene. Por vía intramuscular. Anoche estaba muy agitada y…
– ¿Cuánto?
– Cincuenta miligramos.
El biólogo hizo una mueca. Los sedantes debían de interferir con sus análisis. Retiró la aguja, colocó una gasa en el hueco del codo y se situó detrás de la encimera.
Mathilde seguía todos sus movimientos con atención. Veynerdi mezcló la sangre recién extraída con una solución hipotónica para destruir los glóbulos rojos y obtener un concentrado de glóbulos blancos. Colocó la muestra en un cilindro negro, parecido a un pequeño infiernillo: la centrifugadora. El aparato, que giraba a mil revoluciones por segundo, servía para separar los glóbulos blancos de los últimos residuos. Pasados unos segundos, Veynerdi extrajo un sedimento translúcido.
– Sus células inmunitarias -explicó dirigiéndose a Anna-. Son las que contienen las huellas que me interesan. Vamos a observarlas de más cerca…
El biólogo diluyó el concentrado con suero fisiológico y a continuación lo vertió en un citómetro de flujo, un bloque gris que separaba los glóbulos y los sometía a la acción de un rayo láser. Mathilde conocía aquella técnica: la máquina localizaría e identificaría las moléculas de defensa utilizando un repertorio de marcas confeccionado por Veynerdi.
– Nada significativo -dijo el biólogo al cabo de unos minutos- Solo aprecio contacto con enfermedades y agentes patógenos comunes. Bacterias, virus… En cantidad inferior a la media. Llevaba usted una existencia muy sana, señora. Tampoco veo rastro de agentes exógenos. Ni perfumes ni ninguna otra impregnación de relieve. Un terreno prácticamente neutro.
Anna permanecía inmóvil sobre la mesa, con las rodillas entre los brazos. Su diáfana piel reflejaba los colores de los indicadores luminosos como un trozo de hielo, casi azul de puro blanco.
Veynerdi se le acercó blandiendo una jeringa con una aguja mucho más larga.
– Vamos a realizar una biopsia. -Anna se puso rígida-. No se asuste -dijo Veynerdi-, es indoloro. Solo voy a sacarle un poco de linfa de un ganglio de la axila. Levante el brazo derecho, por favor. -Anna alzó el codo por encima de la cabeza, y el biólogo introdujo la aguja con cuidado murmurando con su voz de fumador-: Estos ganglios están en contacto con la región pulmonar. Si ha respirado algún polvo especial, algún gas, polen o cualquier otra sustancia significativa, estos glóbulos blancos lo recordarán.
Anna, que seguía bajo los efectos del ansiolítico, no esbozó el menor movimiento. El biólogo volvió a situarse ante el mostrador y procedió a nuevos análisis.
Al cabo de unos minutos, dijo:
– Veo nicotina y también alquitrán. Usted fumaba.
– Y sigue haciéndolo -terció Mathilde.
El biólogo agradeció la información con un movimiento de cabeza y añadió:
– Por lo demás, no hay ninguna huella significativa de un medio, de una atmósfera particulares. -Cogió un botecito de plástico y volvió a acercarse a Anna-. Sus glóbulos no han conservado los recuerdos que esperaba, señora. Vamos a pasar a otro tipo de análisis. Determinadas regiones del cuerpo conservan, no ya la huella, sino auténticos fragmentos de agentes exteriores -explicó, y agitó el bote en el aire-. Voy a pedirle que orine en este recipiente.
Anna se levantó lentamente y volvió al cuarto. Una auténtica sonámbula.
– No entiendo qué espera encontrar en la orina -confesó Mathilde apenas estuvieron solos-. Buscamos huellas de hace cerca de un año y…
El sabio la interrumpió con una sonrisa:
– La orina es producida por los riñones, que actúan como filtros. En su interior se acumulan cristales. Puedo interpretar las huellas de esos sedimentos. Se remontan a varios años y pueden informarnos de, por ejemplo, los hábitos alimentarios del sujeto.
Anna volvió junto a la mesa de acero con el botecito en la mano. parecía aún más ausente que hacía unos minutos, ajena a las pruebas a las que estaba siendo sometida.
Veynerdi volvió a utilizar la centrifugadora para separar los elementos y a continuación se acercó a otra máquina aún más impresionante: un espectrómetro de masas. Depositó el líquido dorado en la tina e inició el proceso de análisis.
La pantalla de un ordenador se llenó de oscilaciones verdosas. El científico chasqueó la lengua con desaprobación.
– Nada. Está visto que esta jovencita no es nada fácil de descifrar.
Veynerdi cambió de actitud. Redoblando la concentración, multiplicó la toma de muestras y los análisis, sumergiéndose literalmente en el cuerpo de Anna.
Mathilde observaba sus movimientos y escuchaba sus comentarios con idéntica atención.
El biólogo empezó recogiendo muestras de dentina, tejido vivo del interior de los dientes, que acumula determinados productos transportados por la sangre, como los antibióticos. A continuación, analizó la melatonina, producida por el cerebro. Según explicó, la tasa de dicha hormona, segregada principalmente durante la noche, podía revelar los antiguos hábitos de sueño de Anna.
Después, con sumo cuidado, recogió unas gotas de humor ocular, en el que pueden acumularse ínfimos residuos de alimentos. Por último, cortó a Anna unos cuantos cabellos, que conservan restos de sustancias exógenas hasta el punto de segregarlas a su vez. Es un fenómeno conocido: una persona muerta por envenenamiento con arsénico continúa exudando dicha sustancia por las raíces del pelo después del fallecimiento.
Tras tres horas de análisis, el científico se dio por vencido: no había descubierto nada, o casi nada. El retrato de la antigua Anna que podía hacer era insignificante. Una mujer que fumaba, pero por lo demás llevaba una vida muy sana; que debía de padecer insomnio, a juzgar por los altibajos de su tasa de melatonina; que había consumido aceite de oliva desde la infancia, dada la presencia de ácidos grasos en el humor ocular. También había averiguado que se teñía el pelo de negro; el color original de su pelo era más bien castaño, tirando a pelirrojo.
Alain Veynerdi se quitó los guantes y se lavó las manos en la pila de la encimera. Tenía la frente perlada de minúsculas gotas de sudor. Parecía agotado y decepcionado.
Por enésima vez volvió a acercarse a Anna, que había vuelto a adormilarse, y empezó a dar vueltas a su alrededor como si siguiera buscando, acechando una huella, un signo, cualquier fruslería que le permitiera descifrar aquel cuerpo diáfano.
De pronto, se inclinó sobre las manos. Le cogió los dedos y los observó con atención. La sacudió hasta conseguir despertarla. En cuanto Anna abrió los ojos, le preguntó, con excitación apenas contenida:
– He visto que tiene una mancha oscura en una uña. ¿Sabe a qué se debe?
Desconcertada, Anna miró a su alrededor. Luego se miró la mano y enarcó las cejas.
– No lo sé -murmuró-. De la nicotina, ¿no?
Mathilde se acercó. En efecto, las puntas de las uñas presentaban unas manchitas ocres apenas visibles.
– ¿Con qué frecuencia se corta las uñas?-le preguntó Veynerdi a Anna.
– No sé… Cada tres semanas, más o menos.
– ¿Tiene la sensación de que le crecen deprisa? -Por toda respuesta, Anna bostezó. El biólogo regresó junto a la encimera murmurando para sí mismo-: ¿Cómo no lo has visto antes? -Cogió unas tijeras minúsculas y una cajita de plástico transparente, volvió al lado de Anna y le cortó el trozo de uña que había despertado su interés-. Si crecen normalmente -comentó en voz baja-, estas extremidades córneas datan de la época anterior al accidente. Esta mancha pertenece a su vida pasada.
El biólogo volvió a encender las máquinas. Mientras los motores se ponían en marcha con un zumbido, diluyó la muestra en un tubo de ensayo lleno de disolvente.
– Nos ha ido de poco -rezongó Veynerdi-. Dentro de unos días se habría cortado las uñas y nos habríamos quedado sin este precioso vestigio.
Introdujo el tubo de ensayo en la centrifugadora y la puso en marcha.
– Si es nicotina -aventuró Mathilde-, no veo lo que…
Veynerdi colocó el tubo en el espectrómetro.
– Tal vez consiga descubrir la marca de cigarrillos que esta joven fumaba antes del accidente.
Mathilde no comprendía su entusiasmo; un detalle como aquel no aportaría nada del otro jueves. Inclinado sobre la pantalla, Veynerdi observaba los diagramas luminiscentes. Los minutos pasaban…
– Profesor -dijo Mathilde, que empezaba a impacientarse-, no entiendo adónde quiere ir a parar. La cosa no me parece para tanto, la verdad. En mi op…
– Es extraordinario. -La luz del monitor fijaba una expresión fascinada en el rostro del biólogo-. No es nicotina. -Mathilde se acercó al espectrómetro. Anna se inclinó hacia delante sobre la mesa de acero inoxidable. Veynerdi hizo girar el asiento hacia las dos mujeres-. Es henna.
El silencio inundó el enorme laboratorio.
El biólogo arrancó la hoja milimetrada que acababa de imprimir el aparato y tecleó unos datos en el teclado del ordenador. La pantalla le devolvió una lista de componentes químicos.
– Según mi catálogo de sustancias, esta mancha se corresponde con un compuesto vegetal especifico. Una henna muy especial, que se cultiva en las llanuras de Anatolia. -Alain Veynerdi posó una mirada de triunfo en Anna, como si hubiera hecho el descubrimiento de su vida-. Señora, en su vida anterior usted era turca.