El lunes por la mañana, Anna Heymes salió discretamente de casa y cogió un taxi hasta la orilla izquierda. Recordaba haber visto varias librerías médicas en las inmediaciones del Odéon.
En una de ellas, hojeó los libros de psiquiatría y neurología en busca de información sobre las biopsias practicadas en el cerebro. El término que había utilizado Ackermann seguía resonando en su memoria: «Biopsia estereotáxica». No tardó en encontrar unas fotografías y una descripción detalla de aquella técnica.
Vio cabezas de pacientes, rasuradas y encerradas en un armazón cuadrado, una especie de cubo de metal fijado a las sienes. El aparato estaba coronado por un trépano, una auténtica taladradora.
Las imágenes le permitieron seguir la operación etapa a etapa. La broca perforando el hueso; el escalpelo introduciéndose en el orificio y atravesando a su vez la duramadre, la membrana que envuelve el cerebro; la aguja de cabeza hueca hundiéndose en el tejido cerebral. En una de las fotografías incluso se apreciaba el color rosado del órgano, del que el cirujano estaba extrayendo la sonda.
Cualquier cosa antes que eso.
Anna había tomado una decisión: tenía que pedir una segunda opinión, consultar sin tardanza a otro especialista, que le propusiera una alternativa, un tratamiento diferente.
Entró en una cervecería del boulevard Saint-Germain, se metió en la cabina telefónica del sótano y consultó la guía. Tras varias tentativas fallidas con médicos ausentes o desbordados, dio con una tal Mathilde Wilcrau, psiquiatra y psicoanalista, que parecía menos ocupada.
La mujer tenía una voz grave, pero su tono era ligero, casi juguetón. Anna describió brevemente sus «problemas de memoria» e insistió en la urgencia del caso. La psiquiatra acepto recibirla de inmediato. Cerca del Panteón, a cinco minutos del Odéon.
Poco después, Anna hacía tiempo en una pequeña sala de espera decorada con muebles antiguos barnizados y cincelados, que parecían recién salidos del palacio de Versalles. Estaba sola, entretenida en contemplar las fotografías enmarcadas que adornaban las paredes: imágenes de hazañas deportivas llevadas a cabo en las situaciones más extremas.
En una de las fotos, una silueta alzaba el vuelo desde lo alto de un precipicio suspendida de un parapente; en la siguiente, un alpinista encapuchado trepaba por una pared de hielo; en otra, un tirador con pasamontañas y enfundado en un traje de esquí apuntaba un rifle con mira telescópica hacia un blanco invisible.
– Mis hazañas de otros tiempos.
Anna se volvió hacia la voz.
Mathilde Wilcrau era una mujer alta, de anchas espaldas y sonrisa radiante. Sus brazos salían del traje chaqueta de forma brutal, casi agresiva. Sus piernas, largas y torneadas, dibujaban poderosas curvas. Entre cuarenta y cincuenta años, se dijo Anna observando los ajados párpados y las arrugas de las comisuras de los ojos. Pero a aquella mujer atlética no cabía describirla en términos de edad, sino más bien de energía; no era cuestión de años, sino de kilojulios.
– Por aquí -dijo la psiquiatra invitándola a seguirla.
El despacho hacía juego con la sala de espera: madera. mármol, oro… Anna intuía que la verdad de Mathilde Wilcrau no habitaba en aquel decorado preciosista, sino en las fotografías de sus proezas.
Las dos mujeres se sentaron a ambos lados de un escritorio de color fuego. La médica cogió una estilográfica y escribió los datos de rigor en un bloque de hojas cuadriculadas. Nombre, edad, dirección… Anna estuvo a punto de inventarse una identidad, pero se había prometido a sí misma jugar limpio.
Mientras respondía, Anna seguía observando a su interlocutora. Le sorprendía su actitud resuelta, ostentosa, casi estadounidense. La oscura melena le caía sobre los hombros; sus amplios y regulares rasgos rodeaban unos labios muy rojos y sensuales, que atraían la mirada. La imagen que acudió a su mente fue la de un dulce de frutas, rebosante de azúcar y energía. Aquella mujer le inspiraba una confianza espontánea.
– Entonces, ¿cuál es el problema? -preguntó la psiquiatra en tono jovial.
Anna se esforzó en ser concisa.
– Tengo fallos de memoria.
– ¿Qué tipo de fallos?
– No reconozco rostros que deberían serme familiares.
– ¿Ninguno?
– Especialmente, el de mi marido.
– Sea más precisa. ¿No lo reconoce en absoluto? ¿Nunca?
– No, son lapsus muy cortos. De pronto, su rostro no me dice nada. Es un completo desconocido. Luego, se enciende la bombilla. Hasta hace poco, esos agujeros negros no duraban más que un segundo. Pero ahora me parecen cada vez más largos.
Mathilde golpeaba el bloc con el extremo de la estilográfica, una Mont-Blanc lacada de negro. Anna advirtió que se había quitado los zapatos discretamente.
– ¿Es todo?
Anna dudó.
– A veces también me ocurre lo contrario.
– ¿Lo contrario?
– Creo reconocer rostros de personas que no conozco.
– Póngame un ejemplo.
– Me ocurre sobre todo con una persona. Trabajo en la Casa del Chocolate, en la rue du Faubourg-Saint-Honoré, desde hace un mes. Hay un cliente regular. Un hombre de unos cuarenta años. Siempre que entra en la tienda siento una sensación familiar. Pero nunca consigo recordar nada concreto.
– Y él, ¿qué dice?
– Nada. Es evidente que nunca me ha visto más que detrás del mostrador.
Bajo el escritorio, la psiquiatra meneaba los dedos de los pies dentro de las medias negras. Toda su actitud tenía algo de travieso y retozón.
– Resumiendo, no reconoce usted a las personas a las que tendría que reconocer y en cambio cree reconocer a las que no conoce. ¿Es eso?
La señora Wilcrau alargaba las últimas sílabas de un modo peculiar que recordaba el vibrato de un violonchelo.
– Puede expresarse así, sí.
– ¿Ha probado con un buen par de gafas?
Súbitamente, la cólera se apoderó de Anna, que sintió un intenso calor en el rostro. ¿Cómo podía burlarse de su enfermedad? Se levantó y agarró el bolso, pero Mathilde Wilcrau se apresuró a disculparse:
– Perdóneme. Era una broma. Ha sido una idiotez. Por favor, no se vaya.
Anna se detuvo. La sonrisa roja la envolvía como un halo balsámico. Su reticencia se desvaneció, y Anna se dejó caer en el sillón.
– Sigamos, por favor -dijo la psiquiatra volviendo a sentarse a su vez-. ¿Siente usted a veces cierto malestar ante determinados rostros? Es decir, ante los rostros que ve a diario, en la calle, en los lugares públicos.
– Sí, pero es otra sensación. Sufro… una especie de alucinaciones. En el autobús, en las cenas, en cualquier situación. Las caras se desdibujan, se mezclan, forman máscaras horribles. Ya no me atrevo a mirar a nadie. Pronto no seré capaz de salir de casa…
– ¿Qué edad tiene usted?
– Treinta y un años
– ¿Cuánto hace que sufre esos trastornos?
– Un mes y medio, aproximadamente.
– ¿Van acompañados de molestias físicas?
– No… Bueno, sí. Sensación de angustia, sobre todo. Temblores. Siento el cuerpo pesado. Las extremidades, torpes. A veces, también siento ahogo. Y hace poco sangré por la nariz.
– ¿Su estado de salud es bueno, en general?
– Excelente. Nada reseñable.
La psiquiatra hizo una pausa para tomar notas en el bloc.
– ¿Padece otros trastornos de memoria, relacionados, por ejemplo, con episodios de su pasado?
Anna pensó: A cielo abierto, y respondió:
– Sí. Ciertos recuerdos pierden consistencia. Parecen alejarse, borrarse.
– ¿Cuáles? ¿Los relacionados con su marido?
Anna se irguió contra el respaldo del sillón.
– ¿Por qué me pregunta eso?
– Está claro que el rostro de su marido es el principal desencadenante de sus crisis. Es posible que el pasado que comparte con él también le plantee un problema.
Anna suspiró. Aquella mujer la interrogaba como si su enfermedad estuviera relacionada con sus sentimientos o su inconsciente, como si empujara su memoria en determinada dirección de forma voluntaria. Era un enfoque totalmente distinto al de Ackermann. No era eso lo que había ido a buscar allí?
– Es cierto -admitió al fin-. Mis recuerdos con Laurent se desintegran, desaparecen. -Tras hacer una pausa, siguió hablando en un tono más vivo-: Pero, en cierto modo, es lógico.
– ¿Por qué?
– Laurent es el centro de mi vida, de mi memoria. Forma parte de la mayoría de mis recuerdos. Antes de trabajar en la Casa del Chocolate, era una simple ama de casa. Mi pareja era mi única preocupación.
– ¿No había trabajado nunca?
– Soy licenciada en Derecho, pero nunca he pisado un bufete. No tenemos hijos. Laurent es todo mi mundo, mi único horizonte, por decirlo así.
– ¿Cuánto hace que se casaron?
– Ocho años.
– ¿Tienen relaciones sexuales normales?
– ¿A qué llama usted normal?
– Tibias. Aburridas.
Anna la miró sin comprender. La sonrisa se acentuó.
– Era otra broma. Solo quiero saber si tienen relaciones regulares.
– Por ese lado, todo va bien. Es más tengo… Quiero decir que siento un deseo muy fuerte hacia él. Cada vez más fuerte, diría yo. Es tan extraño…
– Tal vez no lo sea tanto.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿En qué trabaja su marido?
– Es policía.
– ¿Perdón?
– Funcionario del Ministerio del interior. Dirige el Centro de Estudios y Sondeos. Supervisa miles de informes y estadísticas sobre la criminalidad en Francia. Nunca he acabado de entender en qué consiste su trabajo, pero parece importante. Está muy cerca del ministro.
– ¿Por qué no han tenido hijos? -le preguntó Mathilde, como si lo anterior careciera de importancia-. ¿Algún problema por ese lado?
– Ninguno fisiológico, en todo caso.
– Entonces, ¿por qué?
Anna dudó. La noche del sábado volvió a acudirle a la mente: la pesadilla, las revelaciones de Laurent, su rostro cubierto de sangre…
– No lo sé con exactitud. Hace dos días le hice la misma pregunta a mi marido. Me respondió que nunca he querido tenerlos. Según él, le hice prometerme que no los tendríamos. Pero yo no lo recuerdo. ¿Cómo puedo haber olvidado algo así? iNo-lo-re-cuer-dol -repitió Anna acentuando cada sílaba.
La doctora escribió unas líneas y preguntó:
– ¿Y sus recuerdos de infancia? ¿También se desvanecen?
– No. Me parecen lejanos, pero nítidos.
– ¿Recuerdos de sus padres?
– No. Los perdí muy pronto. Un accidente de coche. Crecí en un internado, cerca de Burdeos, bajo la tutela de un tío. Ya no lo veo. Nunca lo vi mucho.
– Entonces, ¿de qué se acuerda?
– De los paisajes. Las grandes playas de las Landas. Los bosques de pinos. Esas imágenes se conservan intactas en mi mente. Incluso ganan presencia, en este momento. Esos paisajes me parecen más reales que todo lo demás.
Mathilde volvió a escribir. Anna se dio cuenta de que en realidad trazaba garabatos. Sin levantar los ojos, la psiquiatra volvió a la carga
– ¿Qué tal duerme? ¿Padece insomnio?
– Todo lo contrario. Me paso la vida durmiendo.
– Cuando hace un esfuerzo de memoria, ¿siente somnolencia
– Sí. Una especie de modorra.
– Hábleme de sus sueños.
– Desde el comienzo de la enfermedad, tengo un sueño… extraño
– La escucho.
Anna describió el sueño que la asaltaba todas las noches. La estación y los campesinos. El hombre del abrigo negro. La bandera de las cuatro lunas. El llanto de los niños. Luego, la tempestad de la pesadilla, la caja torácica vacía, el rostro hecho jirones…
La psiquiatra soltó un silbido admirativo. Anna no estaba muy segura de apreciar sus familiaridades, pero en presencia de aquella mujer sentía una sensación reconfortante. De pronto, Mathilde la dejó helada:
– Ha consultado a alguien más, ¿verdad? -Anna se estremeció-. ¿Un neurólogo?
– ¿Qué… qué le hace pensar tal cosa?
– Sus síntomas son más bien clínicos. Esos lapsus, esas distorsiones, hacen pensar en una enfermedad neurodegenerativa. En casos así, el paciente prefiere consultar a un neurólogo. Un médico que identifique claramente la enfermedad y la trate con medicamentos.
– Se llama Ackermann -admitió Arma. vencida-. Es un amigo de infancia de mi marido.
– ¿Eric Ackermann?
– ¿Lo conoce?
– Fuimos juntos a la facultad.
– ¿Qué opina de él? -preguntó Anna con ansiedad.
– Es un hombre muy brillante. ¿Cuál ha sido su diagnóstico?
– No ha hecho más que someterme a pruebas. Escáneres, radiografías, una resonancia magnética…
– ¿No ha utilizado el Petscan?
– Sí. Me hizo las pruebas el sábado pasado. En un hospital lleno de soldados.
– ¿El Val-de-Grâce?
– No, el Instituto Henri-Becquerel, en Orsay.
Mathilde apuntó el nombre en una esquina del bloc.
– ¿Cuáles fueron los resultados?
– No quedó nada muy claro. Según Ackermann, tengo una lesión en el hemisferio derecho, en la parte ventral del temporal…
– La zona donde reconocemos los rostros.
– Exacto. Ackermann supone que se trata de una necrosis ínfima. Pero la máquina no la localizó.
– Según él,;cuál sería la causa de esa lesión?
– No lo sabe con certeza -respondió Anna, aliviada por aquellas confesiones, con animación-. Quiere hacerme más pruebas. -Su voz se quebró-. Una biopsia, para analizar esa parte de mi cerebro. Quiere estudiar mis células nerviosas, o algo así. Yo… -Anna respiró hondo-. Dice que es lo único que le permitirá poner a punto un tratamiento.
La psiquiatra dejó la pluma sobre el bloc y cruzó los brazos. Anna tenía la sensación de que era la primera vez que la consideraba sin ironía, sin malicia.
– ¿Le habló de sus otros trastornos? ¿De los recuerdos que se borran? ¿De los rostros que se mezclan?
– No.
– ¿Por qué desconfía de él? -Ante el silencio de Arma, la psiquiatra insistió-: ¿Por qué ha venido a mi consulta? ¿Por qué me confía todo esto, a mí?
Anna hizo un gesto vago; luego, entrecerró los párpados y murmuro:
– Me niego a que me hagan esa biopsia. Quieren meterse en mi cerebro.
– ¿A quién se refiere?
– A mi marido y a Ackermann. He venido a verla con la esperanza de que me diera otra solución. ¡No quiero que me hagan un agujero en la cabeza!
– Tranquilícese.
Anna volvió a alzar los ojos. Estaba al borde de las lágrimas.
– ¿Puedo…? ¿Puedo… fumar?
La psiquiatra asintió. Anna se apresuró a encender un cigarrillo. Cuando se disipó el humo, la sonrisa había vuelto a los labios de su interlocutora.
Un recuerdo de infancia la asaltó inopinadamente. Las largas excursiones por las Landas, con la clase; el camino de vuelta al internado, con los brazos cargados de amapolas. Fue entonces cuando les explicaron que había que quemar los tallos de las flores para que conservaran el color…
La sonrisa de Mathilde Wilcrau le recordaba aquella misteriosa alianza entre el fuego y el colorido de los pétalos. En el interior de aquella mujer ardía alguna cosa que alimentaba el rojo de sus labios.
La psiquiatra hizo una nueva pausa; luego, en tono calmado, le preguntó:
– ¿Le explicó Ackermann que la amnesia puede deberse no solo a una lesión física, sino también a un shock psicológico?
Anna soltó el humo de golpe.
– ¿Quiere decir…? ¿Mis trastornos podrían deberse a un trauma… psíquico?
– Es una posibilidad. Una intensa emoción podría haber desencadenado un rechazo.
Anna sintió que una ola de alivio la envolvía por completo. Ahora sabía que había ido allí para oír aquello; había elegido una psicoanalista para obtener una versión exclusivamente psíquica de su enfermedad. Apenas podía contener su emoción.
– Pero, si hubiera sufrido ese shock -dijo entre dos caladas-, lo recordaría, ¿no?
– No necesariamente. La mayoría de las veces, la amnesia borra su propia fuente. El hecho que la desencadenó.
– Y ese trauma, ¿estaría relacionado con los rostros?
– Es probable, sí. Con los rostros y con su marido.
Anna se levantó de un salto.
– ¿Cómo que con mi marido?
– A juzgar por los síntomas que me ha descrito, son sus dos puntos de bloqueo.
– ¿Laurent podría estar en el origen de mi trauma emocional?
– Yo no he dicho eso. Pero, en mi opinión, todo está relacionado. De existir, el shock que sufrió provocó una amalgama entre su amnesia y su marido. Es todo lo que puede decirse por el momento. -Mutismo de Anna, que tenía los ojos clavados en la brasa del cigarrillo-. ¿Cree que podría ganar tiempo? -preguntó al fin la psiquiatra.
– ¿Ganar tiempo?
– Antes de la biopsia.
– ¿Acepta… ocuparse de mí?
Mathilde volvió a coger la estilográfica y la apuntó hacia Anna.
– ¿Puede ganar tiempo antes de esas pruebas, sí o no?
– Creo que sí. Unas semanas. Pero si los trastornos…
– ¿Está de acuerdo en sumergirse en su memoria mediante la palabra?
– Sí.
– ¿Está de acuerdo en venir aquí de forma intensiva?
– Sí.
– ¿En someterse a técnicas de sugestión como la hipnosis, por ejemplo?
– Sí.
– ¿A que le inyecte sedantes?
– Sí, sí, sí.
Mathilde soltó la estilográfica. La estrella blanca de la Mont-Blanc titiló.
– Descifraremos su memoria, confíe en mí.
Un arco iris en el corazón.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. La simple posibilidad de que la causa de sus síntomas fuera un trauma psicológico y no una lesión física le había devuelto la esperanza; en todo caso, le hacía suponer que su cerebro no estaba dañado ni sufría una necrosis que devoraba sus células nerviosas.
En el taxi de vuelta, Anna volvió a felicitarse por su decisión. Ahora podía decir adiós a las lesiones, las máquinas, las biopsias… Y abrir los brazos a la comprensión, la palabra, la suave voz de Mathilde Wilcrau, cuyo peculiar timbre de voz ya empezaba a echar de menos…
Cuando llegó a la rue du Faubourg-Saint-Honoré, cerca de la una, todo le pareció más vivo, más nítido. Saboreó hasta el último detalle de su barrio. Eran auténticos islotes archipiélagos de especialidades alineados a lo largo de la calle.
En la esquina con la avenue Hoche, la reina era la música: a las bailarinas de la Sala Pleyel respondía el laqueado de los Pianos Hamn, situados justo enfrente. Luego surgía Rusia, entre las calles del Neva y Daru, con sus restaurantes de estilo moscovita y su iglesia ortodoxa. Y, por último, aparecía el universo de las exquisiteces: los tés de Mariage Fréres y los dulces de la Casa del Chocolate, dos fachadas de oscura caoba, dos lunas resplandecientes, que parecían cuadros de un museo de los sabores.
Anna encontró a Clothilde limpiando los estantes, afanada con los tarros de cerámica, las bandejas de madera y los platos de porcelana, que no compartían con el chocolate otra cosa que una familiaridad en el tono marrón oscuro, un lustre cobrizo o, simplemente, cierta noción del bienestar, de la felicidad. Una vida de confort, que tintinea y se bebe caliente…
En lo alto del taburete, Clothilde se volvió hacia ella.
– ¿Ya estás aquí? ¿Me das una hora? Tengo que ir al Monoprix.
Era lo justo. No había aparecido en toda la mañana; lo menos que podía hacer era montar guardia durante el almuerzo. El relevo se hizo sin palabras, pero con una sonrisa. Armada de un trapo, Anna puso manos a la obra de inmediato y empezó a sacudir, frotar y lustrar con toda la energía de su recuperado buen humor.
Al cabo de unos instantes, su entusiasmo desapareció de golpe dejándole un agujero negro en la boca del estómago. Le bastaron unos segundos para calibrar la inconsistencia de su alegría. ¿Había sido positivo su encuentro de esa mañana? Lesión o trauma psicológico, ¿qué cambiaba en su estado, en sus angustias? ¿Qué milagros podía hacer Mathilde Wilcrau para curarla? ¿Y en qué la volvería menos loca todo eso?
Detrás del mostrador principal, Anna se derrumbó en el asiento. Puede que la hipótesis de la psiquiatra fuera aún peor que la de Ackermann. Ahora, la idea de que la causa de su amnesia fuera un suceso de su pasado, un shock psicológico, no hacía más que acentuar su terror. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella zona muerta?
Ciertas frases de la psiquiatra no dejaban de darle vueltas en la cabeza, y sobre todo esta respuesta: «Los rostros y también su marido». ¿Qué relación podía tener Laurent con todo aquello?
– Buenas tardes.
La voz coincidió con el carillón de la puerta. Anna supo que era él sin necesidad de alzar la vista.
El hombre de la chaqueta gastada avanzó hacia ella con su habitual parsimonia. En ese momento, Anna supo con absoluta certeza que lo conocía. La sensación duró apenas un segundo, pero fue tan poderosa, tan hiriente como la punta de una flecha. Sin embargo, su memoria seguía sin darle la menor pista.
Don Terciopelo siguió acercándose. No manifestaba ningún apuro, ningún interés especial por ella. Su distraída mirada, malva y dorada a un tiempo, sobrevolaba las apretadas hileras de bombones. ¿Por qué no la reconocía? ¿Interpretaba un papel? Una idea absurda se apoderó de su mente: ¿y si era un amigo de Laurent, un cómplice encargado de espiarla, de ponerla a prueba? Pero ¿para qué?
Ante el silencio de Anna, el hombre sonrió y, en tono desenvuelto, declaró:
– Creo que me llevaré lo de costumbre.
– Le sirvo enseguida.
Anna se dirigió hacia el mostrador sintiendo que las manos le temblaban junto al cuerpo. Procuró serenarse y, al cabo de unos instantes, cogió una bolsita y empezó a llenarla de bombones. Luego dejó los Jikola en la balanza.
– Doscientos gramos. Diez euros cincuenta, señor.
Anna le lanzó otra rápida mirada. Ahora ya no estaba tan segura… Pero el eco de la angustia y el malestar persistían. La oscura sensación de que, como Laurent, aquel hombre había recurrido a la cirugía estética para modificarse el rostro. Era el rostro que recordaba y al mismo tiempo no lo era…
El hombre volvió a sonreír y posó en ella sus soñadores iris. Pagó y desapareció tras murmurar un «adiós» apenas audible.
Anna, petrificada por el estupor, permaneció inmóvil largo rato. Nunca había tenido una crisis tan violenta. Era como si expiara todas las esperanzas de esa mañana. Como si, después de haberse creído en vías de curación, debiera tener una recaída. Se sentía como esos presos que, tras una fuga fallida, se. ven en el fondo de un agujero, a varios metros bajo tierra.
El carillón volvió a sonar.
– ¡Hola!
Clothilde cruzó la sala chorreando agua y cargada de enormes paquetes y desapareció en la trastienda dejando tras de sí una estela de frescor.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó reapareciendo momentos después-. Cualquiera diría que has visto un fantasma…-Anna no respondió. Las ganas de vomitar y las de llorar se disputaban su garganta- ¿Te ha ocurrido algo? -insistió Clothilde.
Anna, aturdida, la miró. Al cabo de unos instantes, se levantó y murmuró:
– Necesito tomar el aire.
Fuera arreciaba el chaparrón. Anna se sumergió en la tormenta y se dejó llevar por las rachas de viento húmedo y las ráfagas de lluvia. A través de su desconcierto, veía naufragar París, que derivaba bajo las grises estrías. Sobre los tejados, las nubes se perseguían como olas; las fachadas de los edificios chorreaban agua; las cabezas esculpidas de los balcones y las ventanas parecían rostros de ahogados, verdosos o azulados, sepultados por la marca del cielo.
Subió la rue du Faubourg-Saint-Honoré, torció a la izquierda en la avenue Hoche y continuó hasta el parque Monceau. Avanzó a lo largo de la verja negra y dorada de los jardines y tomó la rue Murillo.
El tráfico era intenso. Los coches zumbaban chorros y relámpagos. Los motoristas encapuchados evolucionaban como pequeños Zorros de caucho. Los peatones luchaban contra el temporal, moldeados, torneados por el viento que agitaba sus prendas como sábanas húmedas sobre esculturas inacabadas.
Todo danzaba en los oscuros, los negros, en brillos de aceite oscuro, infectados de plata y luz mortecina.
Anna siguió la avenue de Messine, flanqueada de edificios claros y enormes árboles. No sabía adónde la llevaban sus pasos, pero le daba igual. Iba por la calle como por su cabeza: sonámbula.
Fue entonces cuando lo vio.
En la acera opuesta, un escaparate exhibía un retrato colorista Anna cruzó la calzada. Era la reproducción de un cuadro. Un rostro deforme, torcido, torturado, de colores violentos. Se acercó un poco más, como hipnotizada: aquella tela le recordaba sus alucinaciones punto por punto.
Buscó el nombre del pintor. Francis Bacon. Un autorretrato de 1956. El primer piso de aquella galería albergaba una exposición del artista. Anna encontró la entrada, unas cuantas puertas a la derecha, el, la rue de Téhéran, y subió la escalera.
Las salas, pintadas de blanco, estaban separadas por cortinas rojas que daban a la exposición un carácter solemne, casi religioso. Un público numeroso desfilaba ante las pinturas. Sin embargo, el silencio era total. Una especie de gélido respeto, impuesto por las mismas obras, flotaba en el ambiente.
En la primera sala, Anna encontró una serie de telas de dos metros de altura con un mismo tema: un eclesiástico sentado en un trono. Vestido con una toga púrpura, gritaba como si estuviera achicharrándose en la silla eléctrica. Aquí aparecía pintado de rojo; allí, de negro; más allá, de violeta… Pero determinados detalles eran idénticos en todos los cuadros. Las manos, crispadas sobre los brazos del sillón, ardiendo ya, como pegadas a la madera carbonizada; la boca, desencajada en un grito, abierta sobre un agujero que parecía una herida; las llamas violáceas, que se alzaban por todas partes…
Anna cruzó la primera cortina.
En la siguiente sala, hombres desnudos, encogidos sobre sí mismos, permanecían atrapados en charcos de color o jaulas primitivas. Sus cuerpos ovillados y deformes recordaban a animales salvajes. O criaturas zoomórficas, a medio camino entre varias especies. Sus rostros no eran más que rosetones escarlata, hocicos sangrantes, jetas desfiguradas… Detrás de aquellos monstruos, las manchas de pintura recordaban los azulejos de una carnicería, de un matadero. Un lugar de sacrificio en el que los cuerpos quedaban reducidos a carcasas, masas descarnadas, carroñas en carne viva. En todos los casos, los trazos eran temblorosos, agitados, como imágenes de un documental filmadas cámara al hombro, desenfocadas por la urgencia…
Anna sentía aumentar su malestar, pero no encontraba lo que habla ido a buscar allí: los rostros del sufrimiento.
La esperaban en la tercera sala.
Una docena de telas de dimensiones más modestas, protegidas por cordones de terciopelo rojo. Retratos violentos, desgarrados, golpeados; un caos de labios, narices y huesos, en el que los ojos buscaban desesperadamente su camino.
Los cuadros estaban agrupados en trípticos. El primero, titulado Tres estudios de la cabeza humana, databa de 1953. Rostros azules, lívidos, cadavéricos, que mostraban las huellas de las primeras heridas. El segundo tríptico parecía la continuación natural del primero y daba un paso adelante en la progresión de la violencia. Estudio para tres cabezas, 1962. Rostros blancos que se hurtaban a la mirada para ofrecerse con más fuerza y exhibir sus cicatrices bajo el maquillaje de payaso. Oscuramente, aquellas heridas parecían querer hacer reír, como los niños a los que se desfiguraba en la Edad Media para convertirlos en espantajos, en bufones de por vida.
Anna siguió avanzando. No reconocía sus alucinaciones. Simplemente estaba rodeada de máscaras del horror. Las bocas, los pómulos, las miradas, giraban en un torbellino desplegando sus deformidades en sobrecogedoras espirales. El pintor parecía haberse ensañado con aquellas faces. Las había atacado, acuchillado, con sus armas más afiladas. Pinceles, brocha, espátula, cuchillo: había abierto las heridas, arrancado las costras, desgarrado las mejillas…
Anna avanzaba con los hombros encogidos, encorvada por el miedo. Ya no miraba las telas más que furtivamente, con párpados temblorosos. Una serie de estudios dedicados a una tal Isabel Rawsthorne culminaba la crueldad. Los rasgos de la mujer saltaban literalmente en pedazos. Anna retrocedió buscando desesperadamente una expresión humana en aquel frenesí de la carne. Pero solo veía fragmentos inconexos, bocas como heridas, ojos desorbitados cuyas ojeras enrojecían como cortes.
De pronto, se dejó llevar por el pánico, dio media vuelta y apretó el paso hacia la salida. Iba a abandonar el vestíbulo de la galería cuando vio el catálogo de la muestra, expuesto sobre un mostrador blanco. Se detuvo en seco.
Tenía que verlo, tenía que ver su rostro.
Anna hojeó el catálogo febrilmente, pasó las fotografías del taller y las reproducciones de las obras, y encontró al fin un retrato del propio Francis Bacon. Una foto en blanco y negro, en la que la intensa mirada del artista brillaba con más fuerza que el papel cuché.
Anna apoyó las dos manos en las páginas para mirarlo cara a cara. Sus ojos eran ardientes, ávidos, en un rostro ancho, casi lunar, sostenido sobre sólidas mandíbulas. Una nariz corta, los rebeldes cabellos y una frente de acantilado completaban el rostro de aquel hombre que parecía lo bastante alto como para enfrentarse cada mañana a las descarnadas máscaras de sus cuadros.
Pero un detalle en particular captó la atención de Anna.
El artista tenía un arco ciliar más alto que otro. Un ojo de rapaz, fijo, asombrado, como clavado en un punto fijo. Anna comprendió la increíble verdad: Francis Bacon se parecía físicamente a sus cuadros. Su fisonomía compartía la locura, la distorsión de sus obras. La asimetría de aquel ojo, ¿le habría inspirado sus deformadas visiones o, por el contrario, habrían acabado los cuadros desfigurando a su autor? En ambos casos, las obras se fundían con los rasgos del artista…
Aquella simple constatación tuvo el efecto de una revelación.
Si las deformidades de los cuadros de Bacon tenían una fuente real, ¿por qué no iban a tener un fundamento de verdad sus propias alucinaciones? ¿Por qué no iban a tener origen en un signo, en un detalle existente en la realidad, sus delirios?
Una nueva sospecha la paralizó. ¿Y si, en el fondo de su locura, tenía razón, ¿Y si tanto Laurent como don Terciopelo habían cambiado realmente de rostro?
Anna apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos. Todo empezaba a encajar. Laurent, por alguna razón que no podía imaginar, había aprovechado su crisis de amnesia para modificar sus facciones. Había recurrido a la cirugía estética con la intención de esconderse detrás de su propio rostro. Don Terciopelo había hecho tres cuartos de lo mismo.
Los dos hombres eran cómplices. Habían cometido un acto atroz juntos y, por ese motivo, habían cambiado de fisonomía. Por eso sentía malestar ante sus rostros.
Con un estremecimiento, Anna rechazó todas las imposibilidades, todos los absurdos que implicaba semejante razonamiento. Sencillamente, sentía que se estaba acercando a la verdad, por descabellada que pudiera parecer.
Era su cerebro contra los demás.
Contra todos los demás.
Anna corrió hacia la puerta. En el rellano, junto a la barandilla, vio una tela que le había pasado inadvertida
Un amasijo de cicatrices que intentaba sonreírle.
Anna vio una cafetería cervecería en la planta baja de la avenue de Messine. Pidió una botella de Perrier en la barra y a continuación bajó al sótano en busca de una guía telefónica.
La escena se repetía. La había vivido esa misma mañana, cuando buscaba un psiquiatra en la guía de la cafetería del boulevard Saint Germain. Puede que fuera un ritual, un acto que debía repetir, como se superan círculos de iniciación, pruebas sucesivas, para acceder a la verdad…
Anna hojeó las arrugadas hojas de la guía en busca de la sección «Cirugía estética». Cuando la encontró, no se fijó en los nombres, sino en las direcciones. Tenía que encontrar un médico en los alrededores, cuanto más cerca mejor. Su dedo se detuvo en una línea: «Didier Laferriére, 12, rue Boissy-d'Anglas». Si no recordaba mal, aquella calle estaba cerca de la place de la Madeleine, es decir, a unos quinientos metros de allí.
El teléfono sonó seis veces antes de que contestara una voz de hombre.
– ¿Doctor Laferriére? -preguntó Anna.
– Sí, soy yo.
Estaba de suerte. Ni siquiera había tenido que franquear la barrera de una centralita.
– Llamaba para pedir cita.
– Hoy estoy sin secretaria. Espere… -Anna oyó teclear en un ordenador-. ¿Cuándo desearía venir?
Era una voz extraña, opaca, sin timbre.
– Ahora mismo. Es urgente.
– ¿Urgente?
– Ya le explicaré. Recíbame, por favor.
Se produjo una pausa, unos segundos de ponderación que parecían cargados de desconfianza. Luego, la voz en sordina preguntó:
– ¿Cuánto tardaría en llegar aquí?
– Una media hora.
Anna percibió una mínima sonrisa en la voz. Al final, sus prisas parecían haber conseguido divertirlo.
– La espero.
– No lo acabo de entender. ¿Qué desea operarse, exactamente?
Didier Laferriére era un hombrecillo de facciones neutras y crespos cabellos grises que cuadraban perfectamente con la atonía de su voz. Un personaje discreto, de gestos furtivos, inapreciables. Hablaba como a través de una pared de papel de arroz. Anna comprendió que debía perforar aquel velo si quería conseguir la información que buscaba.
– Todavía no estoy decidida -respondió-. Antes me gustaría informarme sobre las operaciones que permiten modificar un rostro.
– Modificar, ¿hasta qué punto?
– Profundamente.
El cirujano adoptó el tono del experto:
– Para realizar mejoras importantes, es necesario alterar la estructura ósea -dijo el cirujano adoptando el tono del experto-. Hay dos técnicas fundamentales. Las operaciones de moldeado, cuyo objetivo es atenuar los rasgos prominentes, y los injertos óseos, que por el contrario realzan determinadas zonas.
– ¿Cómo procede usted, exactamente?
El hombre respiró hondo y se concedió unos segundos de reflexión. Las ventanas estaban cubiertas con estores y el despacho, sumido en la penumbra, que atenuaba las aristas del mobiliario de estilo asiático. Reinaba un ambiente de confesionario.
– Con el moldeado -empezó a explicar el cirujano- reducimos los relieves óseos actuando bajo la piel. Con los injertos, primero retiramos fragmentos de hueso, casi siempre del parietal, en la parte superior del cráneo, y a continuación los integramos en las zonas por modificar. A veces, también utilizamos prótesis. -El hombre separó las manos y suavizó la voz-: Todo es posible. Lo que importa es su satisfacción.
– Esas intervenciones deben de dejar seriales, ¿no?
– En absoluto -respondió Laferriére con una breve sonrisa-. Trabajamos mediante endoscopia. Introducimos tubos ópticos y microinstrumentos bajo los tejidos. A continuación, operamos Utilizando un monitor. Las incisiones son insignificantes.
– ¿Podría ver fotografías?
– Por supuesto. Pero empecemos por el principio, ¿le parece? Me gustaría que decidiéramos juntos el tipo de operación que le interesa.
Anna comprendió que aquel hombre solo le enseriaría fotografías edulcoradas, en las que no se vería ninguna marca, y cambió de estrategia:
– ¿Y la nariz? ¿Cuáles son las posibilidades en el caso de la nariz?
El cirujano frunció el ceño con escepticismo. Anna tenía la nariz recta, fina, proporcionada. No había nada que cambiar.
– ¿Es una de las zonas que desea modificar?
– No desecho ninguna posibilidad. ¿Qué podría usted hacer en esa zona?
– En este terreno, hemos avanzado mucho. Podernos esculpir la nariz de sus sueños, literalmente. Si lo desea, dibujaremos juntos su línea. Tengo un programa informático que permite…
– Pero ¿en qué consiste la intervención?
El cirujano se agitó en la chaqueta blanca que le hacía las veces de bata.
– Tras ablandar toda esta zona…
– ¿Cómo? Rompiendo los cartílagos, ¿verdad?
La sonrisa seguía allí, pero los ojos se volvían más inquisitivos por momentos. Laferriére trataba de descubrir las intenciones de Anna.
– Ciertamente, debemos pasar por una etapa bastante… radical. Pero todo el proceso se desarrolla bajo anestesia.
– ¿Qué hacen ustedes a continuación?
– Colocamos los huesos y los cartílagos en función de la línea elegida. Y, una vez más, podemos ofrecerle una solución a su medida.
Anna no perdía de vista su objetivo:
– Una operación así tiene que dejar señales…
– Ninguna. Los instrumentos se introducen por las fosas nasales. No tocamos la piel.
– Y para los liftings, ¿qué técnica emplean? -preguntó Anna sin darle tiempo a acabar.
– También la endoscopia. Estiramos la piel y los músculos mediante unas pinzas diminutas.
– Entonces, ¿tampoco quedan marcas?
– Ni la más mínima. Pasamos por el lóbulo superior de la oreja. Es absolutamente invisible. -Laferriére agitó una mano-. Olvídese de las cicatrices: pertenecen al pasado.
– ¿Y las liposucciones?
Didier Laferriére frunció el ceño.
– Creía que hablábamos de la cara…
– También se hacen liposucciones del cuello, ¿no es cierto?
– Desde luego. Es una de las operaciones de estética más sencillas.
– ¿Deja cicatrices?
Era la gota que había hecho rebosar el vaso. El cirujano adoptó un tono hostil:
– No acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que le interesa, las mejoras o las cicatrices?
Anna perdió el aplomo. En un segundo, sintió el mismo pánico que se había apoderado de ella en la galería. Bajo su piel, el calor iba aumentando desde el cuello hasta la frente. En esos momentos, debía de estar roja como un tomate.
– Perdone -murmuró haciendo un esfuerzo para encadenarlas frases-. Es que soy muy miedosa y me… me gustaría… en fin, antes de decidirme, me gustaría ver algunas fotografías de las intervenciones.
Laferriére dulcificó el tono: un poco de miel en el té de la penumbra.
– Es imposible. Son imágenes impresionantes. Solo debemos preocuparnos de los resultados, ¿no le parece? El resto es cosa mía.
Anna se agarró a los brazos del sillón. De un modo u otro, le arrancaría la verdad.
– No permitiré que me opere si no veo con mis propios ojos lo que va a hacerme.
El médico se levantó con expresión pesarosa.
– Lo siento. No creo que esté psicológicamente preparada para una intervención de este tipo.
Anna no se movió.
– ¿Es que tiene algo que esconder?
Laferriére se quedó paralizado.
– ¿Perdone?
– Le pregunto por las cicatrices. Me responde que no existen. Le pido que me enseñe fotografías de las operaciones. Usted se niega. ¿Tiene algo que esconder?
El cirujano se inclinó hacia delante y apoyó los dos puños en el escritorio.
– Realizo más de veinte operaciones al día, señora. Enseño cirugía plástica en el hospital de la Salpétriére. Conozco mi trabajo. Un trabajo que consiste en hacer felices a las personas mejorándoles el rostro. No en traumatizarlas hablándoles de costurones o mostrándoles fotografías de huesos machacados. No sé qué ha venido a buscar aquí, pero se ha equivocado de sitio.
– Es usted un impostor -le espetó Anna sosteniendo su mirada.
Laferriére se irguió y soltó una carcajada de incredulidad.
– ¿Qu… qué?.
– Se niega a mostrar su trabajo. Miente sobre sus resultados. Quiere hacerse pasar por un mago, pero no es más que otro charlatán. Como los cientos que hay en su profesión.
La palabra «charlatán» provocó la reacción deseada. El rostro del cirujano palideció hasta el punto de brillar en la penumbra. Laferriére giró sobre los talones y abrió un armario de láminas flexibles. Sacó un fichero y lo dejó sobre el escritorio con brusquedad.
– ¿Esto es lo que quería ver? -preguntó abriéndolo sobre la primera fotografía: un rostro vuelto como un guante, con la piel desgajada y sujeta mediante pinzas hemostáticas-. ¿O esto? -Laferriére le mostró la segunda imagen: unos labios vueltos hacia atrás, un escalpelo clavado en una encía ensangrentada-. ¿O quizá esto? -Tercera muestra: un martillo empujando un buril al interior de una fosa nasal.
Anna se esforzaba en mirar, con el corazón en un puño.
En la siguiente foto, un bisturí cortaba un párpado sobre un ojo desorbitado.
Alzó la vista. El cirujano había caído en la trampa; ahora no había más que continuar.
– Es imposible que unas operaciones como esas no dejen huella.
Laferriére soltó un suspiro. Se volvió hacia el armario, cogió otro fichero y lo dejó sobre el escritorio.
– Un moldeado de frente -murmuró con voz cansada comentando la primera imagen-. Por endoscopia. Cuatro meses después de la operación. -Anna observó con atención el rostro del paciente. En el nacimiento del pelo se distinguían tres líneas verticales de unos quince milímetros. El cirujano pasó la página-. Retirada de tejido óseo del parietal, para un injerto. Dos meses después de la intervención. -La fotografía mostraba un cráneo cubierto de pelo cortado al cepillo, bajo el que se distinguía claramente una cicatriz rosada en forma de ese-. Al crecer, los cabellos ocultan la señal, que por otra parte acaba desapareciendo -explicó Laferriére haciendo sonar la página al volverla-. Triple lifting, por endoscopia. La sutura es intradérmica y el hilo se reabsorbe. Al cabo de un mes, no se ve prácticamente nada. -Dos imágenes de una oreja, de frente y de perfil, compartían la página. Anna se fijó en el fino zigzag que recorría la cresta superior del lóbulo-. Liposucción del cuello -dijo Laferriére pasando a la siguiente imagen-. Dos meses y medio después de la operación. La línea que se ve ahí desaparecerá. Es la intervención que mejor cicatriza. -El cirujano pasó una página más e insistió en tono de provocación, casi sádico-: Y, si quiere una visión de conjunto, aquí tiene el escáner de un rostro sometido a un injerto de pómulos. Bajo la piel, las huellas de la intervención siguen…
Era la imagen más impresionante. El rostro azulado de un cadáver con fisuras y clavos en las paredes óseas.
Anna cerró el fichero.
– Gracias. Necesitaba ver todo esto.
El cirujano rodeó el escritorio y la observó con atención, tonto si siguiera intentando descubrir en sus facciones el móvil oculto de aquella visita.
– Pero… En fin, no lo entiendo… ¿Qué quiere usted?
Anna se levantó, se puso el abrigo y sonrió por primera vez
– Antes tengo que verlo con mis propios ojos.
Son las dos de la mañana.
La lluvia, que no cesa: un murmullo, un chisporroteo, un crepitar sostenidos. Una música con su cadencia, sus síncopas, sus diferentes resonancias sobre cristales, barandillas, cornisas…
Anna está de pie ante las ventanas del salón. En jersey y pantalón de chándal, tirita en el piso helado.
Envuelta en la oscuridad, escruta la negra silueta del plátano centenario a través de los cristales. Le parece un esqueleto de corteza flotando en el aire. Huesos calcinados, marcados por filamentos de liquen, casi plateados a la luz de las farolas. Garras desnudas que esperan su revestimiento de carne, el follaje de la primavera.
Baja la vista. En la mesa, ante ella, descansan las compras que ha hecho esa tarde, tras la visita al cirujano. Una linterna diminuta de la marca Maglite; una cámara polaroid que permite hacer fotografías de noche.
Laurent duerme en la habitación desde hace una hora. Anna se ha quedado junto a él, espiando su sueño. Observando sus ligeros estremecimientos, descargas del cuerpo reveladoras del adormecimiento. Luego ha escuchado su respiración, regular, inconsciente.
El primer sueño.
El más profundo.
Recoge sus cosas. Mentalmente, dice adiós al árbol del exterior, a la amplia sala de parquet veteado, al tresillo blanco. Y a todas las costumbres que la unen a aquel piso. Si está en lo cierto, si lo que ha imaginado es real, tendrá que huir. E intentar comprender.
Vuelve al pasillo. Avanza con tanto sigilo que puede oír la respiración de la casa: los crujidos del parquet, el zumbido de la caldera, la vibración de las ventanas, azotadas por la lluvia…
Se desliza en el dormitorio.
Una vez junto a la cama, deja la cámara fotográfica en la mesilla de noche con cuidado e inclina la linterna hacia el suelo. La tapa con la mano antes de encender la pequeña bombilla halógena, que le calienta la palma.
A continuación, se inclina sobre su marido conteniendo la respiración.
A la luz de la linterna, observa el perfil inmóvil, el cuerpo vagamente dibujado bajo la ropa de la cama. Lo contempla con un nudo en la garganta. Vacila, está a punto de desistir, pero se rehace.
Con cautela, desliza el haz de luz sobre el rostro. No hay reacción: puede empezar.
Primero, le levanta el flequillo con cuidado y observa la frente. Nada. Ni rastro de las tres cicatrices que aparecían en la fotografía de Laferriére.
Enfoca las sienes con la linterna. Ninguna señal. Recorre la parte inferior del rostro, bajo las mandíbulas, el mentón: nada anormal. Los temblores vuelven a agitarla. ¿Y si todo esto no fuera más que otro de sus delirios? ¿Y si no fuera más que el siguiente capítulo de su locura? Anna hace un esfuerzo de voluntad y continúa con el examen.
Acerca la luz primero a una oreja y luego a la otra, y coge muy suavemente los lóbulos superiores para examinar la cresta. Ni la menor señal. Levanta con sumo cuidado los párpados en busca de alguna incisión. No la hay. Inspecciona las aletas de la nariz y el interior de los tabiques nasales. Nada.
Está empapada en sudor. Intenta atenuar aún más el ruido de su respiración, pero el aliento se le escapa por los labios y las fosas nasales.
Recuerda otra posible cicatriz. La sutura en ese en la parte superior del cráneo. Se yergue, hunde la mano en el pelo de Laurent lentamente y levanta hasta el último mechón enfocando las raíces con la linterna. No hay nada. Ninguna fisura. Ningún relieve irregular. Nada. Nada. Nada.
Anna contiene los sollozos y empieza a hurgar ya sin precaución en esa cabeza que la traiciona, que le demuestra que está loca, que es…
La mano le aferra la muñeca con brutalidad.
– ¿Qué estás haciendo? -Anna retrocede de un salto. La linterna rueda por el suelo. Laurent ya se ha incorporado en la cama. Enciende la lámpara de la mesilla y repite-: ¿Qué estás haciendo? -Ve la Maglite en el suelo y la cámara en la mesilla-. ¿Qué significa todo esto? -farfulla con el rostro tenso. Arrimada a la pared, Anna no responde. Laurent retira la ropa, se levanta de la cama y recoge la linterna. Mira el objeto con irritación y enfoca el haz de luz directamente sobre el rostro de Anna-. Me observabas, ¿no es eso? ¿En plena noche? Pero ¿qué buscas, por Dios santo?
Silencio de Anna.
Laurent se pasa la mano por la frente y resopla con exasperación. Solo lleva puesto un calzoncillo. Abre la puerta de la habitación contigua, que hace las veces de vestidor, coge unos vaqueros y un jersey y se viste sin decir palabra. Acto seguido sale del dormitorio y abandona a Anna a su soledad, a su locura.
Anna se deja caer pared abajo y se encoge en el suelo de moqueta. No piensa en nada, no percibe nada. Salvo los golpes del corazón en el interior de su caja torácica, que parecen amplificarse cada vez más.
Laurent vuelve a aparecer en el umbral, con el teléfono móvil en la mano. Sonríe de. forma extraña y asiente compasivamente con la cabeza, como si en unos minutos hubiera razonado consigo mismo y conseguido tranquilizarse.
– Todo irá bien -dice con voz suave indicando el móvil-. He llamado a Eric. Mañana te llevo al instituto. -Se inclina hacia ella, la ayuda a levantarse y, lentamente, la lleva a la cama. Anna no opone ninguna resistencia, y él la sienta con precaución, como si temiera romperla. O liberar alguna peligrosa fuerza agazapada en su interior-. Ahora todo irá bien.
Anna asiente con la vista clavada en la linterna, que Laurent ha dejado en la mesilla de noche, junto a la cámara fotográfica.
– La biopsia no -balbucea-. Ni la sonda. No quiero que me operen.
– De momento, Eric solo va a someterte a más pruebas. Hará todo lo posible para evitar la extracción. Te lo prometo. -Laurent le da un beso-. Todo irá bien. -Le tiende un somnífero. Anna lo rechaza-. Por favor…-insiste Laurent.
Anna accede a tomárselo. A continuación, Laurent la desliza bajo las sábanas, se acuesta junto a ella y la abraza con ternura. No dice una sola palabra sobre su propia inquietud. No hace un solo comentario sobre su consternación ante la irreversible locura de su mujer.
¿Qué piensa realmente?
¿Le alivia deshacerse de ella?
Anna no tarda en oír su respiración, acompasada por el sueño. ¿Cómo puede volver a dormirse en un momento así? Aunque tal vez ya hayan pasado horas… Anna ha perdido la noción del tiempo. Con la mejilla apoyada en el pecho de Laurent, escucha los latidos de su corazón. El pulso tranquilo de los que no están locos, de los que no tienen miedo.
Siente que los efectos del calmante la invaden poco a poco.
Una flor de sueño abriéndose en el interior de su cuerpo…
Ahora tiene la sensación de que la cama flota y se aleja de la tierra firme. Deriva en las tinieblas, lentamente. Ya no hay que oponer la menor resistencia, ya no hay que intentar nada para luchar contra esa corriente. Basta con abandonarse a su empuje…
Se acurruca contra Laurent y piensa en el plátano, reluciente de lluvia ante las ventanas del salón. En sus desnudas ramas, que esperan cubrirse de yemas y hojas. Una primavera que ya se anuncia y que ella no verá.
Acababa de vivir su última estación entre los seres racionales.
– ¿Anna? ¿Qué estás haciendo? ¡Llegaremos tarde!
Bajo el chorro de agua caliente, Anna apenas oía la voz de Laurent. Simplemente miraba las gotas que explotaban a sus pies, saboreaba los hilillos que serpenteaban por su espalda y, de vez en cuando, alzaba el rostro hacia el haz líquido. Todo su cuerpo se había ablandado, relajado, contagiado de la fluidez del agua. Ahora era tan dócil como su mente.
Gracias al somnífero, había conseguido dormir unas horas. Esa mañana se sentía lisa, neutra, indiferente a lo que pudiera pasarle. Su desesperación se confundía con una extraña calma. Una especie de paz distanciada.
– ¡Anna! ¡Aligera, por favor!
– ¡Ya está! Voy enseguida.
Anna salió de la cabina de la ducha y saltó sobre la alfombrilla colocada ante el lavabo. Las ocho y media. Laurent, vestido y perfumado, iba y venía al otro lado de la puerta. Anna se puso la ropa interior a toda prisa y eligió un vestido de lana negra. Un sobrio modelo de Kenzo que evocaba un luto elegante y futurista.
Acorde con las circunstancias.
Cogió un cepillo y empezó a peinarse. A través del vapor de la ducha, el espejo solo le devolvía una imagen borrosa. Lo prefería así. En unos días, quizá en unas semanas, su realidad cotidiana sería como aquel espejo empañado. No reconocería nada, no vería nada, se volvería indiferente a todo lo que la rodeaba. Ya ni siquiera le preocuparía su propia demencia, que destruiría sus últimas parcelas Iucidez sin encontrar resistencia.
– ¡Anna!
– ¡Ya estoy!
Anna sonrió ante la premura de Laurent. ¿Miedo a llegar tarde al trabajo o prisa por librarse de la chiflada de su mujer?
El vaho se desvanecía sobre el cristal. Anna vio aparecer su rostro, enrojecido, hinchado por el agua caliente. Mentalmente, dijo adiós a Anna Heymes. Y a Clothilde, a la Casa del Chocolate, a Mathilde Wilcrau, la psiquiatra de los labios de amapola…
Ya se veía en el Instituto Henri-Becquerel. Una habitación blanca, cerrada, sin contacto con la realidad. Era lo que necesitaba. Casi estaba impaciente por ponerse en manos de extraños, por abandonarse a las enfermeras.
Incluso empezaba a aceptar la idea de la biopsia, de una sonda que penetraría lentamente en su cerebro y tal vez descubriría el origen de su trastorno. En realidad, lo daba igual curarse. Lo que quería era desaparecer, evaporarse, dejar de ser una molestia para los demás…
Anna seguía peinándose cuando todo se detuvo.
En la imagen que le devolvía el espejo, bajo el flequillo, acababa de distinguir tres cicatrices verticales. No podía dar crédito a sus ojos. Con el corazón en un puño, estiró la mano izquierda, borró los últimos restos de vaho y acercó la cara al espejo. Las marcas eran ínfimas, pero estaban ahí, alineadas sobre su frente.
Cicatrices de cirugía estética.
Las que había buscado en vano esa noche.
Anna se mordió el puño para no gritar y dobló el cuerpo con la sensación de que un chorro de lava se elevaba de su estómago.
– ¡Anna! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Las voces de Laurent parecían venir de otro mundo. Temblando como una hoja, Anna se irguió y volvió a examinar su imagen. Giró la cabeza y se dobló la oreja derecha con un dedo. Una línea blanquecina le recorría la cresta del lóbulo. Detrás de la oreja izquierda descubrió una cicatriz similar.
Retrocedió y, agarrada al lavabo con las dos manos, trató de dominar los temblores. Al momento, alzó la barbilla en busca de otro indicio, la minúscula señal que revelaría una operación de liposucción. La vio al instante.
En su interior se abrió un abismo, y Anna inició una caída libre al fondo de su estómago.
Bajó la cabeza, se apartó el pelo y buscó la última marca: la sutura en forma de ese, indicativa de una extracción de tejido óseo. La serpiente rosa la esperaba agazapada en el cuello cabelludo, como un reptil íntimo, inmundo.
Mientras la verdad estallaba en su mente, Anna apretó las manos sobre la pila para no desfallecer. Con la cabeza baja y el pelo chorreando, ya no apartaba la mirada del espejo; medía el abismo en el que acababa de caer.
La única persona que había cambiado de rostro era ella.
– ¿Anna? ¡Responde, por amor de Dios!
La voz de Laurent resonaba en el cuarto de baño, flotaba entre los restos de vapor y salía al húmedo aire del exterior por el tragaluz, abierto de par en par. Sus insistentes llamadas repercutían en los muros del patio interior y perseguían a Anna hasta la cornisa que acababa de alcanzar.
– ¡Anna! ¡Ábreme de una vez!
Con la espalda pegada a la pared, Anna avanzaba de lado haciendo equilibrios sobre el parapeto. El frío de la piedra la calaba hasta los omoplatos; la lluvia le chorreaba por la cara; el viento le arrojaba mechones empapados sobre los ojos.
Procuraba no mirar al fondo del patio, a veinte metros bajo sus pies, y mantenía la vista al frente, concentrada en la pared del edificio opuesto.
– ¡ÁBREME!
Anna oyó crujir la puerta del cuarto de baño. Un segundo después, la cabeza de Laurent apareció en el ventanuco por el que habla salido. Tenía el rostro descompuesto y los ojos desorbitados.
Un segundo después, Anna alcanzó el lateral de una terraza. Se agarró a la balaustrada de piedra, pasó la pierna por encima y cayó de rodillas al otro lado sintiendo crujir el kimono negro que se había puesto sobre el vestido.
– ¡ANNA! ¡VUELVE AQUÍ!
A través de las columnas de la balaustrada vio a su marido buscándola con la mirada. Se levantó, cruzó la terraza a la carrera, salvó el otro extremo de la balaustrada y se pegó al muro, dispuesta a seguir avanzando por la cornisa.
A partir de ese momento, todo fue una locura.
Entre las manos de Laurent, apareció una emisora VHF.
– ¡Llamada a todas las unidades! -gritó cola la voz teñida de pánico-. ¡Ha huido! ¡Repito: va a arrojarse al vacío!
Unos segundos después, dos hombres aparecieron en el patio. Vestían de paisano, pero llevaban los brazaletes rojos de la policía. Le apuntaron con sendos fusiles de asalto.
Casi de inmediato, en el tercer piso del edificio de enfrente, se abrió una puerta vidriera y apareció un hombre con los brazos extendidos hacia delante y una pistola empuñada con ambas manos. Miró en todas direcciones hasta descubrirla: un blanco perfecto en su línea de tiro.
Anna volvió a oír ruido de carreras en el patio. Tres hombres acababan de unirse a los dos primeros. Uno de ellos era Nicolas, el chofer. Todos llevaban los mismos fusiles ametralladores con cargador curvo.
Anna cerró los ojos y extendió los brazos para mantener el equilibrio. Se sentía invadida por un gran silencio que anulaba cualquier pensamiento y le proporcionaba una extraña serenidad.
Siguió avanzando con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Volvió a oír gritar a su marido:
– ¡No disparéis, por Dios! ¡La necesitamos viva!
Anna abrió los ojos. Admiró la perfecta sincronización del ballet con asombroso desapasionamiento. A su derecha, Laurent, peinado con esmero, gritaba por la radio señalándola con el índice. Enfrente, el tirador inmóvil, con las manos apretadas sobre la pistola; Anna vio que tenía un micrófono ante los labios. Abajo, los cinco hombres en posición de tiro, con el rostro levantado y el cuerpo en tensión.
Y justo en medio de aquel ejército, ella. Una figura de tiza vestida de negro en la postura de Cristo.
Anna tocó la superficie curva de un canalón. Arqueó la espalda, pasó una mano al otro lado y se deslizó por encima del obstáculo. Avanzó unos metros y se detuvo ante una ventana. Recordó la distribución del edificio: aquella ventana daba a la escalera de servicio.
Anna levantó el codo y lo dejó caer violentamente. El cristal resistió. Volvió a alzar el brazo y descargó el codo contra la ventana con todas sus fuerzas. El cristal se hizo añicos. Anna se irguió y empujó hacia atrás.
El armazón cedió a la presión. El grito de Laurent la acompañó en su caída:
– ¡No disparéis!
Hubo un suspenso de eternidad, tras el que Anna rebotó contra una superficie dura. Una llama negra le atravesó el cuerpo. Unos choques la asaltaron. La espalda, los brazos y los talones crujieron contra aristas duras al tiempo que el dolor estallaba en mil resonancias en sus miembros. Rodó sobre sí misma. Las piernas pasaron por encima de su cabeza. La barbilla se le clavó en la caja torácica y le cortó la respiración.
Luego, se hizo la nada.
Primero, fue el sabor del polvo. Después, el de la sangre. Empezaba a volver en sí. Estaba ovillada al pie de unas escaleras. Al alzar la vista vio un cielo raso gris y un globo de luz amarilla. Estaba justo donde esperaba: en la escalera de servicio.
Se agarró a la barandilla y se puso en pie. Al parecer, no se había roto nada. Solo tenía un corte en el brazo derecho: un trozo de cristal le había arañado el tejido y se había hundido en la carne cerca del hombro. También se había herido en una encía; tenía la boca llena de sangre, pero los dientes parecían seguir en su sitio.
Anna se sacó la astilla de cristal con cuidado, desgarró la orla del kimono de un tirón y se hizo una especie de torniquete.
Las ideas empezaban a ordenarse en su mente. Había bajado un piso rodando por la escalera, de modo que estaba en el rellano del segundo. Sus perseguidores no tardarían en aparecer en la planta baja Subió los escalones de tres en tres, dejó atrás su planta y la cuarta, llegó a la quinta.
De pronto, la voz de Laurent resonó en el hueco de la escalera.
– ¡Daos prisa! ¡Va a pasar al edificio de al lado por las buhardilla!
Anna le dio las gracias mentalmente por la información y siguió subiendo a toda velocidad hasta llegar al séptimo piso.
Tomó el pasillo de las buhardillas y dejó atrás puertas, cristaleras cuartos de baño, hasta alcanzar otra escalera. Se lanzó a ella y siguió subiendo pisos; pero, de pronto, como en una iluminación, comprendió la trampa. Sus perseguidores se comunicaban por radio. La estarían esperando al pie de aquel edificio, mientras otros le cerraban la huida.
En ese momento, oyó el ruido de un aspirador, a su izquierda. Ya no sabía en qué piso estaba, pero eso carecía de importancia: aquella puerta daba a una vivienda, que a su vez estaría comunicada con otra escalera.
Anna aporreó la hoja con todas sus fuerzas.
No oía nada. Ni los golpes de sus puños ni los latidos de su corazón.
Volvió a llamar. Oía ruidos de carreras sobre su cabeza, acercándose a gran velocidad. También le parecía distinguir ruido de pasos abajo, cada vez más cerca. Volvió a abalanzarse sobre la puerta y la aporreó con los puños pidiendo socorro a gritos.
De pronto, se abrió.
Un mujer menuda en bata rosa asomó la cabeza al pasillo.
Anna empujó la pesada hoja con el hombro, entró y volvió a cerrar. Echó dos vueltas a la llave y se la guardó en el bolsillo.
Se volvió y vio una amplia cocina de un blanco inmaculado. Agarrada a su escoba, la empleada de hogar la miraba estupefacta.
– ¡No vuelva a abrir! ¿Lo ha entendido? -le gritó Anna al rostro-. ¡Nada de abrir! ¿De acuerdo?
Al otro lado, sonaron los primeros golpes.
– ¡Policía! ¡Abran!
Anna echó a correr por el piso. Se metió por un pasillo y dejó atrás varias habitaciones. Tardó algunos segundos en comprender que aquella vivienda tenía la misma distribución que la suya. Torció a la derecha en busca del salón. Grandes cuadros, muebles de madera roja, alfombras orientales, sofás grandes como colchones. Tenía que girar a la izquierda para llegar al vestíbulo.
Dobló la esquina, tropezó con un perro y se dio de bruces con una mujer en albornoz con la cabeza envuelta en una toalla.
– ¿Quien… quién es usted? -chilló la señora de la casa sujetándose la toalla como si fuera un valioso jarrón.
Anna estuvo a punto de echarse a reír: no era el mejor día para hacerle esa pregunta. Apartó a la mujer, llegó a la entrada y abrió la puerta. Iba a salir cuando vio un manojo de llaves y un mando a distancia sobre un taquillón de caoba: el garaje. Aquellos edificios compartían aparcamiento subterráneo. Cogió el mando y corrió hacia la escalera, tapizada de terciopelo púrpura.
Podía conseguirlo, lo sentía.
Bajó directamente al aparcamiento. Le ardía el pecho. Aspiraba aire con ansia. Pero el plan iba tomando forma en su cabeza. La ratonera de los policías se cerraría en la planta baja. Mientras la esperaban, ella saldría por la rampa del garaje, que daba al otro lado de la manzana, a la rue Daru. Habría apostado lo que fuera a que aún no habían pensado en esa salida…
Una vez en el aparcamiento, echó a correr por el hangar de hormigón sin encender la luz, hacia la puerta basculante. Iba a pulsar el mando, cuando vio que empezaba a abrirse. Cuatro hombres armados aparecieron en lo alto de la pendiente. Había subestimado al enemigo. Apenas le dio tiempo a arrojarse al suelo detrás de un coche.
Los vio pasar, sintió la vibración de sus pesados pasos en la carne, y a punto estuvo de echarse a llorar. Los policías empezaron a buscar entre los coches, barriendo el suelo con los haces de las linternas.
Se apretó contra la pared y se dio cuenta de que tenía el brazo pegajoso de sangre. El torniquete se había aflojado. Volvió a apretado tirando de un extremo con los dientes, mientras su mente trabajaba buscando una inspiración.
Los hombres se alejaban lentamente registrando, inspeccionando, peinando cada palmo del aparcamiento. Pero volverían sobre sus pasos y acabarían encontrándola. Levantó la cabeza con precaución y volvió a mirar a su alrededor. A unos metros a su derecha, había una puerta gris. Si no recordaba mal, comunicaba con otro edificio que también daba a la rue Daru.
Sin pensarlo más, Anna se deslizó entre la pared y los parachoques de los vehículos, llegó a la puerta y la abrió lo justo para pasar al otro lado. Unos segundos más tarde, alcanzó un vestíbulo moderno pintado de colores claros: nadie. Bajó las escaleras de un salto y se lanzó fuera.
Empezó a cruzar la calle, sintiendo en el rostro la caricia de la lluvia, pero el chirrido de unos frenos la hizo parar en seco. Un coche acababa de detenerse a unos centímetros de ella, rozándole el kimono.
Anna retrocedió asustada, encogida. El conductor bajó la ventanilla y le gritó:
– ¡Eh, tía! ¡A ver si miras antes de cruzar!
Anna apenas lo miró. Volvió la cabeza a derecha e izquierda en busca de los policías. El aire parecía saturado de electricidad, de tensión, como cuando se avecina tormenta.
Y la tormenta era ella.
El coche pasó junto a ella a paso de hombre.
– ¡Estás para que te encierren, guapa!
– Piérdete.
El hombre frenó.
– ¿Qué?
Anna le apuntó con un dedo manchado de sangre.
– ¡Que te largues, he dicho!
El conductor dudó. Un temblor agitó sus labios. Parecía intuir que algo no encajaba, que la situación excedía el simple altercado callejero. Se encogió de hombros y apretó el acelerador.
Anna tuvo otra idea. Echó a correr hacia la iglesia ortodoxa, que estaba a unos cuantos portales de donde se encontraba. Llegó a la verja, atravesó el patio de gravilla y subió los peldaños que conducían al atrio. Empujó la vieja puerta de madera barnizada y penetró en la tiniebla del templo.
La nave parecía sumida en la oscuridad más absoluta, pero lo que en realidad le oscurecía la visión eran las palpitaciones de sus sienes. Poco a poco empezó a distinguir oros mates, iconos rosáceos, cobrizos respaldos de asiento que parecían otras tantas llamas mortecinas.
Siguió avanzando con sigilo y descubriendo tenues resplandores, que creaban una atmósfera de discreción y recogimiento. Cada objeto disputaba a los demás las escasas gotas de luz destiladas por las vidrieras, los cirios y las lámparas de hierro forjado. Hasta las figuras de los frescos parecían querer escapar de las tinieblas para beber un poco de claridad. Todo el lugar estaba nimbado de una luz plateada, un claroscuro tornasolado en el que el día y la noche libraban una guerra sorda.
Anna había recobrado el aliento, pero el pecho le seguía ardiendo y tenía el cuerpo y la ropa empapados de sudor. Se detuvo, se recostó en una columna y saboreó la frescura de la piedra. Poco a poco, su corazón recuperó el pulso normal. Cada detalle de lo que la rodeaba parecía poseer virtudes calmantes: las vacilantes llamas de los cirios, los rostros de Cristo, alargados y relucientes como cera fundida, el cobre de las lámparas, suspendidas en la penumbra como frutos lunares.
– ¿Se encuentra bien?
Anna se volvió y se encontró frente a Boris Godunov en persona. Un pope gigantesco de larga barba blanca, que le cubría la pechera del negro hábito como un plastrón. Anna no pudo evitar preguntarse de qué cuadro se habría escapado.
– ¿Está usted bien? -repitió el sacerdote con voz de barítono.
Anna lanzó una mirada a la puerta.
– ¿Tienen ustedes cripta? -preguntó a modo de respuesta.
– ¿Cómo dice?
– Una cripta -repitió Anna separando las sílabas-. Un subterráneo para ceremonias fúnebres.
Esta vez, el religioso parecía haber comprendido. Adoptó una expresión acorde con las circunstancias y ocultó las manos en las mangas del hábito.
– ¿A quién entierras, hija mía?
– A mí.
Cuando entró el, el servicio de urgencias del hospital de Saint-Antoine, comprendió que la esperaba una nueva prueba. Una prueba de fuerza frente a la enfermedad y la locura.
El resplandor de los fluorescentes de la sala de espera se reflejaba en el alicatado blanco de las paredes y anulaba la claridad procedente del exterior. Podrían haber sido las ocho de la mañana tanto como las once de la noche. El calor no hacía más que acentuar la sensación de encierro. Una fuerza inerte, opresiva, se abatía sobre los cuerpos como una masa plúmbea saturada de olores a antiséptico. Allí dentro se tenía la sensación de estar en una zona de tránsito situada entre la vida y la muerte, ajena a la sucesión de las horas y los días.
En los asientos sujetos a la pared se alineaba un alucinante muestrario de la humanidad enferma. Un hombre con el cráneo rapado ocultaba el rostro entre las manos y no paraba de rascarse los antebrazos, de los que caía un polvo amarillento; su vecino, un mendigo en silla de ruedas, insultaba a las enfermeras con voz ronca y suplicaba que le metieran las tripas en su sitio; un poco más allá, una vieja que permanecía de pie, murmurando frases ininteligibles, no paraba de quitarse la bata de papel y enseñar un cuerpo gris de pliegues elefantiásicos, ceñido con pañales de bebé. Únicamente había un personaje que parecía normal. Estaba sentado cerca de una ventana y solo ofrecía el perfil; pero, cuando se volvió, Anna vio que tenía la otra mitad del rostro cubierta de astillas de cristal y costras de sangre.
Aquella corte de los milagros no la asustaba; ni siquiera la impresionaba. Por el contrarío, aquel búnker parecía el lugar ideal para pasar inadvertida.
Cuatro horas antes, había arrastrado al pope al fondo de la cripta de la iglesia ortodoxa. Le había explicado que era de origen ruso y devota practicante; que padecía una enfermedad grave y quería que la inhumaran en aquel lugar sagrado. El sacerdote se había mostrado escéptico, pero la había escuchado durante más de media hora, dándole así involuntario amparo mientras los hombres de los brazaletes rojos peinaban el barrio.
Cuando volvió a salir a la luz del día, el camino estaba despejado. La sangre de la herida había coagulado. Podía recorrer las calles, con el brazo oculto en el kimono, sin llamar demasiado la atención. Mientras avanzaba al trote, bendecía a Kenzo y las fantasías de la moda, que permitían llevar un bata de estar por casa y dar la impresión de ir a la última.
Durante más de dos horas había vagado de esa guisa, bajo la lluvia, sin dirección, entre la multitud de los Campos Elíseos, esforzándose en no pensar, en no asomarse a los abismos que cercaban su mente. Estaba libre. Estaba viva.
No era poco.
A mediodía había cogido el metro en la place de la Concorde. La línea uno en dirección Château de Vincennes. Sentada en un extremo del vagón, había decidido buscar una confirmación antes de plantearse una hipotética huida. Tras enumerar mentalmente los hospitales que se encontraban a lo largo de aquella línea, se había decidido por Saint-Antoine, que estaba muy cerca de la estación de la Bastilla.
Llevaba veinte minutos en la sala de espera, cuando vio aparecer a un médico. El hombre dejó un sobre de radiografías sobre un mostrador desierto y se inclinó sobre él para abrir un cajón.
Anna lo abordó sin vacilar.
– Necesito que me vea ahora mismo.
– Espere su turno -le contestó el facultativo sin dignarse volver la cabeza-. Ya la llamará la enfermera.
– Se lo ruego -insistió Anna agarrándolo del brazo- Tengo que hacerme una radiografía.
El médico se volvió con expresión cansada, pero cambió de actitud apenas la vio.
– ¿Ha pasado por admisión?
– No.
– ¿No ha enseñado la tarjeta sanitaria?
– No tengo.
El médico la miró de los pies a la cabeza. Era un joven alto y muy moreno, enfundado en una bata blanca y calzado con zuecos con suela de corcho. Con la piel bronceada y la camisa abierta sobre un torso velludo y una cadena de oro, parecía un ligón de comedia italiana. La contemplaba sin rebozo con una sonrisa de castigador en las comisuras de los labios.
– ¿Es por el brazo? -le preguntó señalando el kimono desgarrado y la sangre coagulada.
– No. Me… me duele la cara. Tengo que hacerme una radiografía.
El médico frunció el ceño y se rascó el vello del pecho, la dura crin del semental.
– ¿Se ha caído?
– No. Debe de ser una neuralgia facial. No lo sé.
– O una simple sinusitis. -El joven le guiñó un ojo-. Ahora mismo tenemos un montón. -Lanzó una mirada a la sala y sus ocupantes: el yonqui, el borracho, la abuela… La tropa de costumbre. Suspiró. Parecía más que dispuesto a concederse una pequeña tregua en compañía de Anna. Le dedicó una prolongada sonrisa, estilo Costa Azul, y, con voz cálida, le susurro-: Vamos a pasarla por el escáner. Una panorámica. -Y, cogiéndole la manga desgarrada, añadió-: Pero antes hay que vendarla.
Una hora más tarde, Anna paseaba por el pórtico de piedra que rodea los jardines del hospital. El médico le había dado permiso para esperar allí los resultados del examen.
El tiempo había cambiado. Las flechas del sol atravesaban la llovizna y la transformaban en una bruma de una claridad plateada e irreal. Anna observaba con atención el tamborileo de las gotas sobre las hojas de los árboles, el espejeo de los charcos, los delgados riachuelos que serpenteaban por la gravilla y entre las raíces de los arbustos. Aquel pasatiempo le permitía mantener la mente en blanco y el pánico a raya. Sobre todo, nada de preguntas. Todavía no.
Anna oyó crujir unos zuecos a su derecha. El médico se acercaba por el pórtico, radiografías en mano. La sonrisa se había esfumado de su rostro.
– Debería haberme contado lo de su accidente.
Anna se puso rígida.
– ¿Mi accidente?
– ¿Qué fue? Un accidente de coche, ¿verdad? -Anna retrocedió horrorizada. El médico meneó la cabeza con incredulidad-. Es asombroso lo que puede llegar a hacer la cirugía estética. Viéndola, jamás habría adivinado…
Anna le arrancó la radiografía de las manos.
La imagen mostraba un cráneo fisurado, soldado, remendado en todas direcciones. Unas líneas negras señalaban la presencia de injertos a la altura de la frente y los pómulos; las fracturas en torno al orificio nasal evidenciaban una reconstrucción completa de la nariz; unos tornillos sujetaban sendas prótesis en las articulaciones de los maxilares y los temporales.
Anna dejó escapar una risa nerviosa, una mezcla de risa y sollozo, antes de alejarse por el pórtico.
La radiografía se agitaba en su mano como una llama azul.