Una pequeña espada de oro.
Así era como la recordaba. En realidad, sabía que no era más que un simple abrecartas de cobre, con el pomo trabajado al estilo español. Paul, de ocho años, acababa de robarlo en el estudio de su padre y se había refugiado en su habitación. Recordaba perfectamente la atmósfera de aquel momento. Los postigos cerrados. El calor sofocante. El letargo de la siesta.
Una tarde de verano como tantas otras.
Pero aquellas pocas horas habían cambiado su vida para siempre.
– ¿Qué tienes en la mano? -Paul cerró el puño. Su madre lo observaba desde el umbral-. Enséñame lo que escondes. -La voz era suave, aunque estaba teñida de curiosidad. Paul apretó los dedos mientras su madre avanzaba en la penumbra, franqueaba las rayas de sol que filtraba la persiana y se sentaba en el borde de la cama-. ¿Por qué has cogido este abrecartas? -le preguntó su madre abriéndole la mano con suavidad.
Paul no distinguía sus facciones, sumidas en la oscuridad.
– Para defenderte.
– Para defenderme, ¿de quién? -Silencio-. ¿Para defenderme de papá? -Su madre se inclinó hacia él, y una línea de luz iluminó su rostro. Un rostro tumefacto, marcado de hematomas. Uno de sus ojos, con el blanco inyectado en sangre, lo escrutaba como un ojo de buey-. ¿Para defenderme de papá? -volvió a preguntar.
Paul asintió con la cabeza. Se produjo una pausa, una inmovilidad total, tras la cual su madre lo envolvió en sus brazos como una ola inesperada. Paul la rechazó; no quería lágrimas, no quería compasión. Solo contaba el combate que se avecinaba. La promesa que se había hecho la noche anterior, después de que su padre, completamente borracho, golpeara a su madre hasta dejarla inconsciente en el suelo de la cocina. Cuando aquel monstruo lo había descubierto cuando había visto a aquel crío tembloroso en el marco de la puerta, le había advertido: «Volveré. ¡Volveré y os mataré a los dos!».
Así que Paul había buscado un arma y ahora esperaba su regreso espada en mano.
Pero su padre no volvió. Ni al día siguiente ni al otro. Por un azar cuya clave solo conocía el destino, Jean-Pierre Nerteaux había sido asesinado la misma noche en que había pronunciado aquella amenaza. Su cuerpo había aparecido dos días más tarde en su propio taxi, cerca de los depósitos de petróleo del puerto de Gennevilliers.
Al recibir la noticia, su mujer, Françoise, reaccionó de un modo extraño. En lugar de acudir a identificar el cadáver, se personó en el lugar de autos para comprobar que el Peugeot 504 estaba intacto y que no habría ningún problema con la compañía de taxis.
Paul recordaba hasta el menor detalle: el viaje en autobús hasta Gennevilliers; el desconcierto de su madre, que no paraba de hablar entre dientes; su propia aprensión frente a un hecho que no comprendía… Sin embargo, al llegar a la zona de los depósitos, el asombro se apoderó de él. Gigantescas coronas de acero se alzaban en un gran descampado. La broza y los hierbajos crecían entre las ruinas de hormigón. Los vástagos de acero se oxidaban como cactus de metal. Un auténtico paisaje del lejano oeste, parecido a los desiertos que poblaban los tebeos de su colección.
Bajo un cielo en fusión, madre e hijo cruzaron la zona de almacenamiento. En el límite de aquel erial, descubrieron el Peugeot familiar, con las ruedas medio hundidas en las grises dunas. Desde su altura de niño de ocho años, Paul no había perdido detalle: los uniformes de los policías; las esposas, destellando al sol; las explicaciones en voz baja; los mecánicos, moviéndose alrededor del coche, manos negras en la blanca claridad…
Tardó unos instantes en comprender que habían apuñalado a su padre mientras estaba al volante. Pero tan solo un segundo en descubrir, por la puerta posterior entreabierta, los desgarrones del respaldo del asiento.
El asesino se había ensañado con su víctima a través del asiento. Esa simple imagen había fulminado al niño revelándole la secreta coherencia del hecho. Dos días antes deseaba la muerte de su padre. Se había armado y había confesado sus intenciones a su madre. Aquella confesión había adquirido el valor de una maldición: una fuerza misteriosa había cumplido su deseo. No había empuñado el cuchillo, pero había ordenado, mentalmente, la ejecución
A partir de ese instante no recordaba nada. Ni el entierro, ni las lágrimas de su madre, ni las dificultades económicas que habían marcado su vida diaria. Paul estaba concentrado sobre una sola verdad: era el único culpable.
El instigador del crimen.
Mucho después, en 1987, se matriculó en la facultad de Derecho de la Sorbona. A base de pequeños trabajos, había reunido suficiente dinero para alquilar una habitación en París y mantenerse alejado de su madre, que ya no paraba de beber. Empleada de la limpieza en una gran superficie, la idea de que su hijo se convirtiera en abogado la llenaba de orgullo. Pero Paul tenía otros planes.
En 1990, con la licenciatura en el bolsillo, ingresó en la escuela de inspectores de Cannes-Ecluse. Dos años más tarde acabó como primero de su promoción y pudo elegir uno de los puestos más codiciados por los policías bisoños: la Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilegal de Estupefacientes (OCRTIS). El templo de los cazadores de droga.
Su camino parecía trazado. Cuatro años en una oficina central o una brigada de élite y, luego, el concurso interno para comisario. Antes de cumplir los cuarenta, Paul Nerteaux obtendría un puesto de responsabilidad en el Ministerio del Interior, en la place Beauvau, bajo los artesonados de oro de la Grand Maison. Una ascensión fulgurante para un chico salido de un «ambiente difícil», como suele decirse.
En realidad, a Paul no le interesaba el éxito en sí mismo. Su vocación de policía tenía otros fundamentos, siempre ligados a sus sentimientos de culpa. Quince años después de la visita al puerto de Gennevilliers, el remordimiento seguía torturándolo. La voluntad de lavar su falta, de recuperar la inocencia perdida, era su única guía.
Para dominar sus angustias, había tenido que inventar técnicas personales, métodos de concentración secretos. Aquella disciplina le había proporcionado los elementos necesarios para convertirse en un policía inflexible. Dentro del «cuerpo», era odiado, temido o admirado, según de quién se tratase, pero nunca querido. Porque nadie comprendía que su intransigencia y su ambición eran una tabla de salvación, un cortafuegos. El único modo de mantener a raya a sus demonios. Nadie sabía que, en un cajón de su escritorio, a mano derecha, seguía guardando un abrecartas de cobre…
Apretó las manos sobre el volante y se concentró en la cinta de asfalto.
¿Por qué removía toda aquella mierda precisamente hoy? ¿Influencia del paisaje, ensombrecido por la lluvia? ¿El hecho de que fuera domingo, día de muerte entre los vivos?
A ambos lados de la autopista no se veía otra cosa que los negruzcos surcos de los campos de cultivo. La misma línea del horizonte parecía un último surco, abierto bajo la nada del cielo. En aquella región no podía pasar nada, salvo una lenta inmersión en la desesperación. Paul echó un vistazo al mapa de carreteras extendido sobre el asiento del acompañante. Tendría que abandonar la autopista A1 y tomar la nacional en dirección a Amiens. Luego continuaría por la departamental 235. Su lugar de destino se encontraba a diez kilómetros.
Trató de apartar la mente de sus lúgubres pensamientos y concentrarla en el hombre a cuyo encuentro se dirigía, sin lugar a dudas el único policía con el que no habría querido encontrarse jamás. Había fotocopiado la totalidad de su expediente en la Inspección General de Servicios y habría podido recitar su historial de memoria… Jean-Louis Schiffer, nacido en 1943 en Aulnay-sous-Bois, SeineSaint-Denis. Apodado, según las circunstancias, «el Cifra» o «el Hierro». El Cifra, por su tendencia a cobrar porcentajes de los asuntos que llevaba; el Hierro, por su reputación de policía implacable y también por su plateada y cuidada melena.
En 1959, tras obtener su certificado de estudios, Schiffer es movilizado a Argelia, a los Aurès. En 1960, se traslada a Argel, donde se convierte en oficial de información, miembro activo de los DOP (Destacamentos Operativos de Protección).
En 1963 regresa a Francia con el grado de sargento e ingresa en la policía, primero tomo agente del orden público y luego, en 1966, como investigador de la Brigada Territorial del Distrito Sexto. Se distingue rápidamente por su sentido innato de la calle y su habilidad en infiltrarse. En mayo de 1968 se lanza a la calle y se mezcla con los estudiantes. En esa época lleva coleta, fuma hachís y toma buena nota de los nombres de los líderes políticos. Durante los enfrentamientos de la rue Gay-Lussac, salva a un miembro de las Compañías Republicanas de Seguridad bajo una lluvia de adoquines.
Primer acto de valor.
Primera distinción.
Sus hazañas ya no cesarán. Reclutado por la Brigada Criminal en 1972, asciende a inspector y prodiga los actos heroicos, impávido ante las pistolas y los puños. En 1975 recibe la Medalla al Valor. Nada parece poder frenar su ascensión. Sin embargo, en 1977, tras un breve período en la BRI (Brigada de Investigación e Intervención), la célebre «antibandas», es trasladado repentinamente. Paul había descubierto el informe de la época, firmado por el comisario Broussard en persona. El policía había anotado al margen, con bolígrafo: «Ingobernable».
Schiffer encuentra su auténtico territorio de caza en el Distrito Décimo, en la Primera División de Policía judicial. Rechazando cualquier ascenso o traslado, durante más de veinte años, se impone como el hombre del Barrio Oeste, donde hace reinar el orden y la ley dentro del perímetro circunscrito por los grandes bulevares y las estaciones del Este y del Norte, cubriendo parte del Sentier, el barrio turco y otras zonas con fuerte presencia de población inmigrante.
Durante esos años, controla una red de confidentes, bordea la ilegalidad -juego, prostitución, droga- y mantiene relaciones ambiguas pero eficaces con los jefes de cada comunidad. Y alcanza una cifra récord de éxitos en sus investigaciones.
Según una opinión sólidamente establecida en las altas esferas, a él y solo a él se debe la relativa calma de esa parte del Distrito Décimo entre 1978 y 1998. En un hecho excepcional, Jean-Louis Schiffer llega a beneficiarse de una prolongación del servicio de 1999 a 2001.
En abril de ese último año, el policía pasa oficialmente a la situación de retiro. En su activo: cinco condecoraciones, incluida la Orden del Mérito, doscientas treinta y nueve detenciones y cuatro muertos por bala. A sus cincuenta y un años, no ha pasado de simple inspector. Un trotacalles, un hombre de acción reinando sobre un solo y único territorio.
Esto en lo tocante al Hierro.
En cuanto al Cifra, sale a la luz en 1971, cuando el policía es sorprendido zurrándole la badana a una prostituta en la rue Michodiére, en el barrio de La Madelaine. La investigación de la IGS, asociada a la de la Brigada Antivicio, queda en agua de borrajas. Ninguna peripatética se aviene a testificar contra el hombre de la melena plateada. En 1979 se registra otra queja. Se rumorea que Schiffer cobra protección a las putas de las calles Jérusalem y Saint-Denis.
Nueva investigación, nuevo fracaso.
El Cifra sabe nadar y guardar la ropa.
Los asuntos serios empiezan en 1982. En la comisaría de Bonne Nouvelle, un alijo de heroína se volatiliza tras la desarticulación de una red de traficantes turcos. El nombre de Schiffer está en todas las bocas. El policía es sometido a examen. Pero al cabo de un año sale limpio como una patena. Ninguna prueba, ningún testigo.
En el curso de los años, otras sospechas planean sobre el Cifra. Porcentajes obtenidos de la extorsión; comisiones sobre actividades de juegos y apuestas; chanchullos con los propietarios de bares del barrio; proxenetismo… Es evidente que el policía se lucra de mil modos distintos, pero nunca lo cogen con las manos en la masa. Schiffer controla su sector, y lo controla férreamente. Dentro del propio cuerpo, los investigadores de la IGS topan con el mutismo de sus colegas policías.
A los ojos de todo el mundo, el Cifra es ante todo el Hierro. Un héroe, un campeón del orden público con una impresionante hoja de servicio.
No obstante, un último patinazo está a punto de hacerlo caer. Octubre de 2000. En las vías de la estación del Norte, aparece el cuerpo de Gazil Hemet, un inmigrante ilegal turco. Hemet, sospechoso de tráfico de estupefacientes, había sido detenido por Schiffer el día anterior. Acusado de «violencia voluntaria», el policía asegura haber liberado al sospechoso antes del final del período de detención, cosa insólita en él.
¿Murió Hemet a consecuencia de una paliza? La autopsia no aporta ninguna respuesta clara: el tren Thalys de las ocho y diez ha destrozado el cadáver. Pero un contraexamen médico-legal señala la existencia de misteriosas «lesiones» que hacen pensar en actos de tortura. Esta vez, Schiffer parece enfrentarse a la perspectiva de una buena temporada a la sombra.
Sin embargo, en abril de 2001 la sala de acusación renuncia una vez más a procesar al sospechoso. ¿Qué ha ocurrido? ¿Con qué apoyos cuenta Jean-Louis Schiffer? Paul se había entrevistado con los oficiales de la Inspección General de los Servicios encargados de la investigación. No habían querido responder; sencillamente, estaban asqueados. Tanto más cuanto que unas semanas después Schiffer en persona los invitó a su «fiesta de despedida».
Corrupto, violento y fanfarrón.
Esa era la basura que Paul se disponía a conocer.
La vía de salida hacia Amiens lo devolvió a la realidad. Paul abandonó la autopista y tomó la nacional. Un puñado de kilómetros más adelante vio aparecer el letrero indicador de Longéres.
Paul tomó la departamental y llegó al pueblo en cuestión de minutos. Lo atravesó sin disminuir la velocidad y vio otra carretera que descendía hacia un valle lavado por la lluvia. Contemplando la alta y lustrosa hierba, Paul tuvo una especie de iluminación: acababa de comprender por qué se había acordado de su padre mientras iba al encuentro de Jean-Louis Schiffer.
A su manera, el Cifra era el padre de todos los policías. Mitad héroe, mitad demonio, encarnaba por sí solo lo mejor y lo peor, la rectitud y la corrupción, el Bien y el Mal. Una figura fundadora, un Gran Todo al que Paul admiraba a su pesar, como había admirado, desde el fondo de su odio, a su alcohólico y violento padre.
Cuando Paul encontró el edificio que buscaba, le faltó poco para echarse a reír. Con su muro de circunvalación y sus dos torres en forma de mirador, la residencia para jubilados de la policía en Longéres se parecía a una cárcel como una gota de agua a otra.
Al otro lado del muro, el parecido no hacía más que aumentar. El patio estaba encuadrado por tres cuerpos de edificio dispuestos en forma de herradura, con galerías de arcadas negras. Un grupo de hombres jugaba a la petanca desafiando la lluvia; llevaban chándal y recordaban a los internos de cualquier prisión del mundo. No muy lejos, tres agentes de uniforme, que sin duda habían acudido a visitar a un pariente, podían pasar por carceleros sin dificultad.
Paul se recreó en la ironía de la situación. El asilo de Longéres, financiado por la Mutualidad Nacional de la Policía, era la residencia más importante a disposición de los agentes jubilados. Acogía a números y mandos, siempre que no sufrieran «ningún trastorno psicosomático de origen o repercusiones etílicos». Ahora resultaba que el célebre remanso de paz, con sus espacios amurallados y su población exclusivamente masculina, no era otra cosa que un centro de detención como cualquier otro. Devuélvase al remitente, se dijo Paul.
Llegó a la entrada del edificio principal y empujó la puerta acristalada. Un vestíbulo cuadrado y tenebroso daba a una escalera iluminada por una claraboya de cristal esmerilado. Reinaba allí un sofocante calor de terrario, que hedía a antibióticos y orines.
Paul se dirigió a la puerta de vaivén situada a su izquierda, de la que salía un fuerte olor a manduca. Era mediodía. Los jubilados debían de estar meneando el bigote.
Al otro lado, descubrió un refectorio de paredes amarillas y suelo de linóleo rojo sangre. Sobre las largas mesas de acero inoxidable, los platos y los cubiertos estaban cuidadosamente colocados y las cacerolas de sopa humeaban. Todo estaba dispuesto, pero no se veía un alma.
Paul oyó ruido en la habitación contigua y avanzó hacia ella con la sensación de que las suelas de los zapatos se le hundían en el suelo coagulado. En aquel sitio cada detalle contribuía al letargo general; cada paso te hacía sentir un poco más viejo.
Cruzó el umbral. Una treintena de jubilados veían la televisión de pie, dándole la espalda. «Pequeña Alegría acaba de adelantar a Bartok…» Una hilera de caballos galopaba en la pantalla.
Paul se acercó y advirtió, a su izquierda, en otra habitación, a un viejo sentado a solas. Instintivamente, se detuvo para observarlo con atención. Encorvado, tembloroso encima de su plato, el hombre hurgaba en un bistec con la punta del tenedor.
Paul tuvo que rendirse a la evidencia: aquel carcamal era su hombre.
El Cifra y el Hierro.
El policía de las doscientas treinta y nueve detenciones.
Paul entró en la sala. A sus espaldas, el comentarista se atragantaba por momentos: «Pequeña Alegría, Pequeña Alegría se mantiene en cabeza…». Comparado con las últimas fotos que Paul había podido contemplar, Jean-Louis Schiffer había envejecido veinte años.
Sus facciones, antaño regulares, habían enflaquecido y se tensaban sobre los huesos como sobre un potro de tortura; la piel, gris y agrietada, le colgaba floja, sobre todo en el cuello, y recordaba las escamas de un reptil; sus ojos, de un azul metálico, apenas se percibían bajo los párpados entrecerrados. El antiguo policía ya no lucía la célebre melena plateada; ahora llevaba el pelo muy corto, casi al cepillo. La noble cabellera de plata había cedido el sitio a un cráneo de hojalata.
Su cuerpo, aún poderoso, estaba enfundado en un chándal de color añil cuyo ancho cuello formaba un par de alas onduladas sobre sus hombros. Junto al plato, Paul vio un fajo de quinielas hípicas. Jean Louis Schiffer, la leyenda de las calles, se había convertido en el corredor de apuestas de una banda de agentes de la circulación jubilados.
¿Cómo se le había ocurrido acudir a aquel vejestorio en busca de ayuda? Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Paul se puso el cinturón, el arma, las esposas y la cara de antaño: mirada al frente y mandíbulas apretadas. Los ojos de hielo ya se habían posado en él, Cuando lo tuvo a unos pasos, el anciano le espetó:
– Eres demasiado joven para ser de la IGS.
– Capitán Paul Nerteaux, primera DPJ, Distrito Décimo.
Lo había dicho en un tono militar que lamentó de inmediato, pero el viejo preguntó:
– ¿Rue de Nancy?
– Rue de Nancy.
La pregunta era un cumplido indirecto: aquella dirección albergaba el SARIJ, el servicio judicial de la zona. Schiffer había reconocido en Paul al investigador, al policía de calle.
Paul acercó una silla y lanzó una mirada involuntaria a los apostadores, que seguían plantados delante del televisor. Schiffer siguió su mirada y se echó a reír.
– Te pasas la vida enchironando a la chusma y, al final, ¿para qué? Para acabar también tú en el trullo.
El Hierro se llevó un trozo de filete a la boca. Sus mandíbulas se movieron bajo la piel como engranajes potentes y bien engrasados. Paul rectificó su veredicto: el Cifra no estaba tan acabado como parecía. Para quitarle el polvo a aquella momia, bastaba con soplarle encima.
– ¿Qué quieres? -le preguntó el hombre tras engullir la carne.
Paul echó mano de su tono de voz más humilde.
– He venido a pedirle consejo.
– ¿Sobre qué?
– Sobre esto.
Paul se sacó un sobre de un bolsillo del anorak y lo dejó al lado de las quinielas. Schiffer apartó el plato y abrió parsimoniosamente el sobre, del que sacó una decena de fotografías en color. Miró la primera y gruñó.
– ¿Qué es esto? -preguntó tras echar un vistazo a la primera.
– Una cara. -El viejo policía siguió pasando las fotos-. Les cortaron la nariz con un cúter. O una navaja de afeitar. Los cortes y las incisiones de las mejillas se hicieron con el mismo instrumento. Les limaron la barbilla. Para cortarles los labios, utilizaron unas tijeras. -Schiffer volvió a la primera fotografía sin decir palabra-. Antes de todo eso, vinieron los golpes -siguió explicando Paul-. Según el forense, las mutilaciones se efectuaron después de la muerte.
– ¿Identificada?
– No. Las huellas no dieron nada.
– ¿Qué edad?
– Unos veinticinco.
– ¿La causa final del fallecimiento?
– Hay donde elegir. Los golpes. Las heridas. Las quemaduras. El cuerpo está en el mismo estado que la cara. A priori, sufrió más de veinticuatro horas de torturas. Espero más detalles. La autopsia no ha acabado.
El jubilado levantó los párpados.
– ¿Por qué me enseñas esto?
– Encontraron el cadáver ayer, al amanecer, cerca del hospital de Saint-Lazare.
– ¿Y qué?
– Era su zona. Usted pasó más de veinte años en el Distrito Décimo.
– Eso no me convierte en patólogo.
– Creo que la víctima es una obrera turca.
– ¿Por qué turca?
– Primero, por el barrio. Luego, por los dientes. Las turcas llevan marcas de orificación que ya no se practican más que en Oriente próximo. ¿Quiere los nombres de las aleaciones? -añadió Paul levantando la voz.
Schiffer volvió a ponerse el plato delante y siguió comiendo.
– ¿Por qué obrera? -preguntó tras una larga masticación.
– Por los dedos -respondió Paul-. Las yemas están llenas de marcas. Típicas de algunos trabajos de costura. Lo he verificado.
– ¿La descripción física corresponde con algún aviso de desaparición?
El jubilado ponía cara de no comprender.
– Ningún PV de desaparición -suspiró Paul con paciencia-. Ningún aviso de búsqueda. Es una ilegal, Schiffer. Alguien que no tiene estado legal en Francia. Una mujer que nadie reclamará. La víctima ideal.
El Cifra se acabó el bistec lenta, reposadamente. Luego dejó los cubiertos en la mesa y volvió a coger las fotos. Esta vez se caló unas gafas. Observó cada imagen durante unos segundos, examinando las heridas con atención.
Paul bajó la vista hacia las fotos a su pesar. Vio, al revés, el orificio de la nariz, raso y negro, los tajos que surcaban las mejillas, los labios de liebre, violáceos, horribles…
Schiffer dejó el fajo de fotos y cogió un yogur. Despegó la tapa con cuidado y hundió la cucharilla en el tarro.
A Paul se le estaba agotando la paciencia.
– Empecé el recorrido -siguió diciendo-. Los talleres. Los hogares. Los bares. No descubrí nada. No había desaparecido nadie. Y es normal: allí nadie existe. Todos son ilegales. ¿Cómo identificar a una víctima en una comunidad invisible? -Silencio de Schiffer; cucharada de yogur. Paul continuó-: Ningún turco vio nada. O no quiso decirme nada. En realidad, nadie podía decirme nada. Por la sencilla razón de que nadie habla francés.
El Cifra seguía rebañando el tarro.
– Y entonces te hablaron de mí -se dignó decir al fin.
– Todo el mundo me ha hablado de usted. Beauvanier, Monestier, los tenientes, los islotes… Oyéndolos da la sensación de que es usted el único capaz de hacer avanzar esta jodida investigación.
Nuevo silencio. Schiffer se limpió los labios con la servilleta y volvió a coger el pequeño recipiente de plástico.
– Todo eso queda muy lejos. Estoy jubilado y ya no tengo la cabeza en esas cosas. Ahora tengo otras responsabilidades -añadió indicando los boletos con la cabeza.
Paul agarró el canto de la mesa con las dos manos y se inclinó hacia el viejo.
– Le machacó los pies, Schiffer. Las radiografías mostraron más de setenta astillas de hueso hundidas en la carne. Le acuchilló los Pechos de tal forma que se pueden contar las costillas a través de la carne. Le introdujo una barra erizada de cuchillas de afeitar en la vagina. -Paul dio un puñetazo en la mesa-. ¡No se repetirá!
El viejo policía arqueó una ceja.
– ¿Repetirá?
Paul se removió en el asiento; luego, con un movimiento torpe, sacó el dossier que llevaba enrollado en el bolsillo interior de la parka.
– Hay tres – murmuró de mala gana.
– ¿Tres?
– La primera apareció en noviembre del año pasado. La segunda en enero. Y ahora, esta. Todas en el barrio turco. Torturadas y desfiguradas del mismo modo. -Schiffer lo miraba en silencio con la cucharilla en el aire-. Por amor de Dios, Schiffer, ¿es que no lo comprende? -gritó de pronto Paul sobre el parloteo del comentarista hípico-. En el barrio turco hay un asesino en serie. Un tipo al que solo le interesan las ilegales. ¡Mujeres que no existen, en un sitio que ya ni siquiera es Francia!
Al fin, Jean-Louis Schiffer dejó el yogur y cogió el dossier de manos de Paul.
– Te has tomado tu tiempo antes de venir a verme…
Fuera había asomado el sol. Charcos de plata animaban el gran patio de gravilla. Paul iba y venía ante la puerta central esperando a que Jean-Louis Schiffer acabara de prepararse.
No había otra solución; lo sabía, siempre lo había sabido. El Cifra no podía ayudarle a distancia. No podía darle consejos desde el fondo de su asilo, ni responderle por teléfono cuando a Paul le fallara la inspiración. No. El viejo policía tenía que interrogar a los turcos con él, utilizar sus contactos, volver a aquel barrio que conocía como nadie.
Paul se estremeció pensando en las consecuencias de su iniciativa. No lo sabía nadie, ni el juez ni sus superiores jerárquicos. Y no se soltaba así como así a un cabrón conocido por la irregularidad y la brutalidad de sus métodos. Tendría que atarlo bien corto.
De un puntapié lanzó un guijarro a un charco e hizo añicos su imagen reflejada en el agua. Seguía tratando de convencerse de que su idea era buena. ¿Cómo había llegado a aquel punto? ¿Por qué se había tomado tan a pecho aquella investigación? ¿Por qué, desde el primer asesinato, actuaba como si su propia existencia dependiera de la resolución del caso?
Durante unos instantes, Paul reflexionó con la mirada puesta en su imagen deformada por el agua, luego tuvo que reconocer que su rabia tenía una única y lejana fuente.
Todo había empezado con Reyna.
25 de marzo de 1994
Paul se había encontrado a sí mismo en la Oficina de las drogas. Obtenía resultados sólidos sobre el terreno, llevaba una vida regular, repasaba sus apuntes para la convocatoria de ascenso a comisario e incluso veía retroceder los desgarrones del escay muy lejos, al fondo de su conciencia. Su caparazón de policía hacía las veces de armadura impenetrable contra sus viejas angustias.
Esa noche volvía a la jefatura de París con un traficante argelino al que había interrogado durante más de seis horas en su despacho de Nanterre. Rutina. Pero, al llegar al Quai des Orfevres, se encontró con un auténtico motín: los furgones llegaban por decenas y descargaban grupos de estudiantes vociferantes y gesticulantes; los policías corrían en todas las direcciones a lo largo de la explanada, y las sirenas de las ambulancias entraban en el patio del Hotel-Dieu mugiendo sin descanso.
Paul se informó. Una manifestación contra el contrato de inserción profesional -el «SMIC Jeunes»- había degenerado en batalla campal. En la place de la Nation se hablaba de más de cien heridos en las filas de la policía, de varias decenas entre los manifestantes y de daños materiales por valor de millones de francos.
Paul agarró al traficante y se apresuró a bajar a los subterráneos. Si no encontraba sitio en las jaulas, no tendría más remedio que llevárselo a la prisión de la Santè, o a donde fuera, esposado a la muñeca.
El depósito lo recibió con su algarabía habitual, pero elevada a la potencia mil. Insultos, gritos, escupitajos… Los manifestantes se agarraban al exterior de las celdas y vociferaban injurias, a las que los agentes respondían a porrazo limpio. Paul consiguió enjaular a su traficante y salió huyendo de la bronca y los salivazos.
La vio justo antes de salir.
Estaba sentada en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas y parecía sentir un desdén infinito hacia el caos que la rodeaba. Paul se le acercó. Tenía el pelo negro y erizado, un cuerpo andrógino y un aspecto siniestro al estilo Joy Division, como recién salida de los ochenta. Incluso llevaba un pañuelo de cuadros azules, como solo Yasser Arafat seguía atreviéndose a usar.
Bajo el peinado punk, el rostro era de una regularidad asombrosa: una pureza de estatuilla egipcia tallada en mármol blanco. Paul recordó las esculturas que había visto en una revista. Formas pulidas naturalmente, pesadas y suaves a la vez, hechas para descansar en el hueco de la mano o mantenerse en equilibrio sobre la yema de un dedo. Guijarros mágicos, firmados por un artista llamado Brancusi.
Paul conferenció con los carceleros, comprobó que el nombre de la chica no figuraba en el registro y se la llevó al tercer piso del edificio de los estupas. Mientras subía las escaleras, hizo balance mental de sus pros y sus contras.
En cuanto a los pros, era bastante bien parecido; al menos, eso era lo que le daban a entender las prostitutas que le silbaban y lo llamaban de todo cuando recorría los barrios calientes en busca de traficantes. Cabellos de indio, lisos y negros; facciones regulares; ojos de color café. Una figura seca y nerviosa, no muy alta, pero aupada en las gruesas suelas de unas botas militares. Casi un muñeco, si no hubiera tenido buen cuidado de ostentar una mirada dura, ensayada ante el espejo, y una barba de tres días, que atenuaba su guapura.
Del lado de los contras, solo se le ocurría uno, pero gordo: era madero.
Cuando comprobó los antecedentes penales de la chica, comprendió que el obstáculo amenazaba con convertirse en insalvable. Reyna Brendosa, veinticuatro años, con domicilio en Sarcelles, rue Gabriel-Péri 32, era miembro activo de la Liga Comunista Revolucionaria, facción dura; afiliada a las Tutte Bianche, grupo antimundialista italiano que propugnaba la desobediencia civil; detenida en varias ocasiones por vandalismo, desórdenes públicos y comportamiento violento. Una auténtica bomba.
Paul dejó el ordenador y volvió a contemplar a la criatura que lo observaba desde el otro lado del escritorio. Sus iris negros, realzados con kohl, lo vapuleaban con más fuerza que los dos camellos zaireños que le habían sacudido el polvo una noche de despiste, en Château-Rouge.
Jugueteó con su documento de identidad, como hacen todos los polis, y le preguntó:
– ¿Te divierte andar por ahí rompiéndolo todo?
Silencio.
– ¿Te excita la violencia?
Silencio. Luego, de pronto, su voz, grave y lenta:
– La auténtica violencia es la propiedad privada. El expolio de las masas. La alienación de las conciencias. La peor de todas, escrita y autorizada por las leyes.
– Esas ideas están desfasadas. ¿No te habías enterado?
– Nada ni nadie impedirá la caída del capitalismo.
– Mientras tanto, vas a pasar tres meses a la sombra. Reyna Brendosa sonrió.
– Te haces el soldadito, pero no eres más que un peón. Soplo y desapareces.
Paul también sonrió. Ninguna mujer le había hecho sentir aquella mezcla de irritación y fascinación, aquel deseo violento, pero teñido de prevención.
Tras la primera noche, le pidió volver a verla; ella lo llamó «sucio madero». Un mes más tarde, cuando ya dormía en su casa todas las noches, le propuso que se instalara con él; ella lo mandó al infierno. Algún tiempo después, le pidió que se casara con él; ella soltó la carcajada.
Se casaron en Portugal, cerca de Oporto, en el pueblo natal de Reyna. Primero, en la alcaldía comunista; luego, en una pequeña iglesia. Un sincretismo de fe, socialismo y sol. Uno de los mejores recuerdos de Paul.
Los meses que siguieron fueron los más felices de su vida. Paul no dejaba de maravillarse. Reyna le parecía desencarnada, inmaterial; luego, un instante después, un gesto, una expresión, le daban una presencia, una sensualidad increíbles, casi animales. Podía pasarse horas expresando sus ideas políticas, describiendo sus utopías, citando a filósofos de los que Paul no había oído hablar jamás, y luego, con un solo beso, recordarle que era un ser rojo, orgánico, palpitante.
Su aliento olía a sangre: no paraba de mordisquearse los labios. En cualquier circunstancia parecía captar la respiración del mundo en todo momento, coincidir con los mecanismos más profundos de la naturaleza. Poseía una especie de percepción interna del universo, algo freático, subterráneo, que la ligaba a las vibraciones de la tierra y a los instintos de la vida.
Paul amaba su parsimonia, que le daba una gravedad de tañido fúnebre. Amaba su intenso sufrimiento frente a la injusticia, la miseria, la deriva de la humanidad. Amaba aquel camino de mártir que había elegido y que elevaba su vida cotidiana a la altura de una tragedia. Su vida con Reyna se parecía a una ascesis, una preparación a un oráculo. Un camino religioso, de trascendencia y exigencia.
Reyna, o la vida de ayuno… Esa sensación apuntaba lo que estaba por venir. A finales de verano de 1994, le anunció que estaba embarazada. Paul se lo tomó como una traición: le robaban su sueño. Su ideal se hundía en la banalidad de la fisiología y la familia. En el fondo, sentía que iba a quedarse sin ella. Físicamente sobre todo, pero también moralmente. Sin duda, la vocación de Reyna cambiaría; su utopía iba a encarnarse en su metamorfosis interior…
Fue exactamente lo que ocurrió. De la noche a la mañana, Reyna le dio la espalda, se negó a que la tocara. Ya no reaccionaba a su presencia más que distraídamente. Se había convertido en un templo prohibido, cerrado en torno a un solo ídolo: su hijo. Paul habría podido adaptarse a aquel estado de cosas, pero percibía algo más, una mentira más profunda que no había apreciado hasta entonces.
Tras el parto, en abril del 95, sus relaciones se estancaron definitivamente. Se mantenían como dos extraños. A pesar de la presencia de la recién nacida, en el aire había un perfume fúnebre, una vibración malsana. Paul intuía que se había convertido en un objeto de repulsión total para Reyna.
Una noche no pudo aguantar más y le preguntó:
– ¿Ya no me deseas?
– No.
– ¿No volverás a desearme nunca?
– No.
Paul dudó un instante antes de hacer la pregunta fatal:
– ¿Me has deseado alguna vez?
– No, nunca.
Para ser policía, no había tenido mucho olfato… Su encuentro, su relación, su matrimonio, no habían sido más que una impostura, un camelo.
Una maquinación cuyo único objetivo era el hijo.
El divorcio fue cosa de unos meses. Ante el juez, Paul alucino, literalmente. Oía una voz ronca resonando en el despacho, y era la suya; sentía una lija arañándole el rostro, y era su barba. Flotaba en la habitación como un fantasma, un espectro alucinado. Dijo que sí a todo, pensión y concesión de la custodia; no luchó por nada. Le daba todo absolutamente igual, prefería meditar sobre la perfidia del complot. Había sido víctima de una colectivización un tanto especial. Reyna la marxista se había apropiado de su esperma. Había practicado una fecundación in vivo, al estilo comunista.
Lo más gracioso era que no conseguía odiarla. Al contrario, seguía admirando a aquella intelectual ajena al deseo. Estaba seguro: Reyna no volvería a mantener relaciones sexuales. Ni con hombres ni con mujeres. Y la idea de aquella criatura idealista que simplemente quería dar vida, sin pasar por el placer y la convivencia, lo dejaba atónito, sin palabras y sin ideas.
A partir de ese momento, Paul empezó a derivar, al modo de un río de aguas cansadas que busca su mar de fango. En el trabajo iba de mal en peor. Ya no pisaba el despacho de Nanterre. Se pasaba la vida en los barrios más sórdidos, codeándose con chusma de la peor estofa, fumando un canuto tras otro, conviviendo con traficantes y yonquis, mezclándose con los peores desechos humanos…
Luego, en primavera de 1998, aceptó verla.
Se llamaba Céline y tenía tres años. Los primeros fines de semana fueron mortales. Parques, tiovivos, nubes de algodón dulce: el aburrimiento sin paliativos. Después, poco a poco, Paul descubrió una presencia que no esperaba. Una transparencia que circulaba a través de los gestos de la niña, de su rostro, de sus expresiones; un flujo dúctil, caprichoso y saltarín, cuyas vueltas y revueltas lo fascinaban.
Una mano vuelta hacia el exterior con los dedos juntos, para subrayar una evidencia; una manera de inclinarse hacia delante y de finalizar el movimiento con una mueca traviesa; la voz ronca, un atractivo singular que lo hacía estremecerse como el contacto de un tejido o una corteza. Bajo la niña palpitaba ya una mujer. No su madre -cualquiera menos su madre-, sino una criatura retozona, viva, única.
Sobre la tierra había algo nuevo: Céline existía.
Paul dio un giro radical y ejerció, al fin y con pasión, sus derechos de padre. Los encuentros regulares con su hija lo reconstituyeron. partió a la reconquista de su autoestima. Se imaginó convertido en héroe, en un superpolicía incorruptible, libre de tacha.
Un hombre que iluminaría el espejo con su imagen cada mañana.
Para su rehabilitación, eligió el único territorio que conocía: el mundo del crimen. Se olvidó del concurso de ascenso a comisario y solicitó el traslado a la Brigada Criminal de París. A pesar de su período flotante, obtuvo un puesto de capitán en 1999. Se convirtió en un investigador encarnizado, incansable. Y se puso a esperar el caso que lo encumbraría. El tipo de investigación que ambiciona cualquier policía motivado: una caza del monstruo, un duelo singular, un mano a mano con un enemigo digno de ese nombre.
Fue entonces cuando oyó hablar del primer cuerpo.
Una mujer pelirroja torturada y desfigurada, descubierta bajo una puerta cochera cerca del boulevard Strasbourg, el 15 de noviembre de 2001. Ni sospechoso, ni móvil, ni, en cierto modo, víctima… El cadáver no correspondía con ningún aviso de desaparición. Las huellas digitales no estaban fichadas. En la Criminal, el asunto ya estaba clasificado. Sin duda, una historia de puta y chulo; la rue Saint-Denis estaba apenas a doscientos metros. A Paul el instinto le decía otra cosa. Consiguió el dossier: atestado, informe del forense, fotografías del fiambre… Durante la Navidad, mientras todos sus compañeros estaban en familia y Céline con sus abuelos, en Portugal, estudió a fondo la documentación. No tardó en comprender que no se trataba de un asunto de proxenetismo. La diversidad de las torturas y las mutilaciones del rostro no cuadraban con la hipótesis de un rufián. Además, si la víctima hubiera sido realmente una fulana, el control de las huellas habría dado un resultado: todas las prostitutas del Distrito Décimo estaban fichadas.
Decidió permanecer atento a lo que pudiera ocurrir en el barrio de Strasbourg-Saint-Denis. No tuvo que esperar demasiado. El 10 de enero de 2002 se descubría el segundo cadáver en el patio de un taller turco de la rue du Faubourg Saint-Denis. El mismo tipo de víctima -pelirroja, sin correspondencia con ningún aviso de búsqueda-, las mismas marcas de torturas, los mismos cortes en el rostro.
Paul procuró mantener la calma, pero estaba seguro de que tenía «su» serie. Se presentó ante el juez de instrucción responsable del caso, Thierry Bomarzo, y consiguió la dirección de la investigación. Desgraciadamente, la pista ya estaba fría. Los chicos de las fuerzas del orden habían pisoteado el escenario del crimen y la policía científica no había encontrado nada.
Paul comprendió oscuramente que debía acechar al asesino en su propio terreno, introducirse en el barrio turco. Hizo que lo trasladaran a la DPJ del Distrito Décimo como simple investigador del SARIJ (Servicio de Acogida y Reconocimiento de Investigación Judicial) de la rue de Nancy. Volvió al día a día del agente de base: escuchar a viudas timadas, tenderos víctima de hurtos y vecinos protestones.
Así transcurrió todo febrero. Paul tascaba el freno. Temía y a la vez esperaba el siguiente asesinato. Alternaba los momentos de exaltación y los días de absoluta desmoralización. Cuando tocaba fondo, iba a visitar las tumbas anónimas de las dos víctimas, en la fosa común de Thiais, en el Val-de-Marne.
Allí, ante las losas de piedra sin más adorno que un número, juraba a las dos mujeres que las vengaría, que encontraría al demente que las había martirizado. Luego, en un rincón de su cabeza, le hacía otra promesa a Céline. Sí: atraparía al asesino. Por ella. Por él. Para que todo el mundo supiera que era un gran policía.
El tercer cadáver se descubrió al alba del 16 de marzo de 2002. Los azules de servicio lo llamaron a las cinco de la mañana. Un aviso de los basureros: el cuerpo se encontraba en el foso del hospital de Saint-Lazare, un edificio de ladrillos abandonado del boulevard Magenta. Paul ordenó que no fuera nadie allí hasta pasada una hora, cogió la chaqueta y salió a toda prisa hacia el escenario del crimen. Se lo encontró desierto, sin un agente ni un faro giratorio que perturbara su concentración.
Un auténtico milagro.
Podría husmear el rastro del asesino, entrar en contacto con su olor, su presencia, su locura… Pero fue una nueva decepción. Esperaba encontrar indicios materiales, una puesta en escena peculiar a modo de firma. No encontró más que un cuerpo abandonado en una zanja de hormigón. Un cadáver lívido, mutilado, coronado por un rostro desfigurado bajo un pelaje de color cera.
Paul comprendió que estaba atrapado entre dos silencios. El silencio de las muertas y el del barrio.
Se marchó derrotado, desesperado, sin esperar siquiera a que llegara el furgón del servicio urgente de policía. Luego vagó por la rue Saint-Denis y vio despertar la Pequeña Turquía. Los comerciante, que abrían sus tiendas; los obreros que apretaban el paso hacia lo, talleres; los mil y un turcos que se abandonaban a su destino… De pronto, una convicción se le impuso con fuerza: aquel barrio de inmigrantes era el bosque en el que se escondía el asesino. Una jungla impenetrable en la que se internaba en busca de refugio y seguridad.
Solo no conseguiría hacerlo salir.
Necesitaba un guía. Un batidor.
De paisano, Jean-Louis Schiffer parecía otra cosa.
Llevaba una chaqueta de caza Barbour verde oliva y un pantalón de terciopelo de un tono más claro, que caía pesadamente sobre unos zapatos gruesos de estilo Church, relucientes como castañas.
El atuendo le daba cierta elegancia, que no atenuaba su corpulencia. Espaldas anchas, torso fornido, piernas arqueadas… En aquel hombre todo emanaba fuerza, solidez, violencia. No cabía duda que aquel policía podía aguantar el retroceso de un Manhurin calibre 38, el revólver de reglamento, sin moverse un centímetro. Es más, su postura implicaba ya ese retroceso, lo incorporaba en su actitud.
El Cifra levantó los brazos como si le hubiera leído el pensamiento.
– Puedes cachearme, muchacho. No llevo pipa.
– Eso espero -replicó Paul-. Aquí no hay más que un policía en activo, no lo olvide. Y no soy ningún muchacho.
Schiffer dio un taconazo y se cuadró cómicamente. Paul ni siquiera esbozó una sonrisa. Le abrió la puerta del acompañante, se sentó al volante y arrancó bruscamente procurando olvidar sus aprensiones.
El Cifra no abrió la boca en todo el trayecto. Estaba absorto en las fotocopias del dossier. Paul se lo sabía de pe a pa. Sabía todo lo que cabía saber sobre los cuerpos anónimos, que él mismo había bautizado los «Corpus».
Schiffer recuperó el habla a la entrada de París:
– ¿El rastreo de los escenarios de los crímenes no ha dado nada?
– Nada.
– ¿La policía científica no ha encontrado ninguna huella, ninguna partícula?
– Ni un pelo.
– ¿En los cuerpos tampoco?
– En los cuerpos aún menos. Según el forense, el asesino los limpia con detergente industrial. Desinfecta las heridas, les lava el pelo y les cepilla las uñas.
– ¿Y la investigación en el barrio?
– Ya se lo he dicho. He interrogado a obreros, tenderos, putas Y basureros de la zona en los tres casos. He hablado hasta con los vagabundos. Nadie ha visto nada.
– ¿Tú opinión?
– Creo que el asesino se mueve en coche y abandona los cuerpos en cuanto puede, a primera hora de la mañana. Una operación relámpago.
El Cifra siguió pasando fotocopias hasta llegar a las fotografías de los cuerpos.
– ¿Alguna idea sobre los rostros?
Paul respiró hondo. Había pasado noches enteras cavilando sobre las mutilaciones.
– Hay varias posibilidades. La primera, que el asesino quiera simplemente borrar las pistas. Las mujeres lo conocen y su identificación podría llevarnos hasta él.
– Entonces, ¿por qué no les ha cortado los dedos y arrancado los dientes?
– Porque son ilegales y no están fichadas en ningún sitio.
El Cifra asintió con la cabeza.
– ¿La segunda posibilidad?
– Por un motivo más… psicológico. Me he tragado unos cuantos libracos sobre el tema. Según los psicólogos, cuando un asesino destroza los órganos de la identificación es porque conoce a sus víctimas y no soporta su mirada. Así que las despoja de su condición de seres humanos y las mantiene a distancia transformándolas en simples objetos.
Schiffer volvió a hojear las fotocopias.
– Nunca me han convencido las monsergas psicológicas. ¿La siguiente posibilidad?
– El asesino tiene un problema con las caras en general. En los rasgos de esas pelirrojas hay algo que le da miedo, que le recuerda algún trauma. No le basta con matarlas; además tiene que desfigurarlas. En mi opinión, esas mujeres se parecen. Su rostro es el desencadenaste de las crisis del asesino.
– Aún más rebuscado.
– Usted no ha visto los cadáveres -replicó Paul alzando la voz-. Estamos ante un enfermo. Un psicópata puro. Tenemos que ponernos a tono con su locura.
– Y esto, ¿qué es?
Schiffer acababa de abrir un último sobre que contenía fotografías de esculturas antiguas. Cabezas, máscaras y bustos. Paul había recortado aquellas imágenes de catálogos de museos, guías turísticas y revistas como Archeologia o Le Bulletin du Louvre.
– Una idea mía -respondió-. He observado que los cortes se parecen a fisuras y cráteres, como marcas en la piedra. Además, las narices y los labios cortados y los huesos limados recuerdan las huellas del desgaste del tiempo. Se me ocurrió que el asesino podría inspirarse en estatuas antiguas.
– No me digas.
Paul notó que se sonrojaba. Su idea estaba traída por los pelos y, a pesar de sus pesquisas, no había dado con ningún vestigio que recordara ni de lejos las heridas de los Corpus. Sin embargo, no dudó en añadir:
– Para el asesino, esas mujeres tal vez sean diosas, a las que respeta y odia a la vez. Estoy seguro de que es turco y está empapado de mitología mediterránea.
– Tienes demasiada imaginación.
– ¿Usted nunca se ha dejado llevar por una intuición?
– Nunca me he dejado llevar por otra cosa. Pero, créeme, esas monsergas psicológicas son demasiado subjetivas. Más nos valdría concentrarnos en los problemas técnicos que se le plantean. -Paul no estaba seguro de haberlo comprendido, pero dejó que el Cifra continuara-: Tenemos que pensar en su modus operandi. Si tienes razón, si realmente esas mujeres son ilegales, serán musulmanas. Y no musulmanas de Estambul, con zapatos de tacón alto. Campesinas, salvajes que andan pegadas a las paredes y no hablan una palabra de francés. Para atraérselas, hay que conocerlas. Y hablar turco. Nuestro hombre podría ser el dueño de un taller. Un comerciante. O el responsable de un hogar. Y no hay que olvidarse de los horarios. Esas mujeres viven bajo tierra, en cuevas, en talleres subterráneos. El asesino las secuestra cuando vuelven a la superficie. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué aceptan seguirlo esas chicas hurañas? Si queremos encontrar su rastro, tenemos que responder a esas preguntas. -Paul estaba de acuerdo, pero todas esas preguntas demostraban sobre todo la amplitud de lo que ignoraban. Todo era posible, literalmente. Schiffer cambió de rumbo-: Supongo que has verificado los homicidios del mismo tipo.
– He consultado el nuevo fichero Chardon. Y también el de los gendarmes, el Anacrime. He hablado con todos los chicos de la Criminal. En Francia no ha habido ningún caso que recuerde ni remotamente esta locura. También lo he comprobado en Alemania, entre la comunidad turca de allí. Nada.
– ¿Y en Turquía?
– Ídem de ídem. Cero.
Decidido a no dejar cabos sueltos, Schiffer se lanzó en otra dirección:
– ¿Has aumentado las patrullas en el barrio?
– Me he puesto de acuerdo con Monestier, el responsable de Louis-Blanc. Hemos reforzado las rondas. Pero discretamente. No es cuestión de sembrar el pánico en la zona.
Schiffer soltó la carcajada.
– ¿Qué crees? Todos los turcos están al corriente.
Paul hizo oídos sordos a la pulla.
– En todo caso, hasta ahora hemos evitado a los medios. Es mi única garantía para continuar en solitario. Si se da publicidad al asunto, Bomarzo pondrá más hombres a trabajar en el caso. De momento, es una historia turca y a nadie le importa demasiado. Tengo el campo libre.
– ¿Cómo es que un caso así no está en manos de la Criminal?
– Yo pertenezco a la Criminal. Sigo teniendo un pie allí. Bomarzo confía en mí.
– ¿Y no has pedido refuerzos?
– No.
– ¿No has formado un grupo de investigación?
– No.
El Cifra rió por lo bajo.
– Lo quieres para ti solito, ¿eh? -Paul no respondió. Schiffer se quitó la pelusa del pantalón con el dorso de la mano-. Da igual cuáles sean tus motivos. O los míos. Vamos a trincarlo, créeme.
Una vez en el bulevar periférico, Paul continuó hacia el oeste, en dirección a la Porte d'Auteuil.
– ¿No vamos a La Râpée? -preguntó Schiffer, sorprendido.
– El cuerpo está en Garches. En el hospital Raymond-Poincaré. El instituto anatómico forense de allí es el encargado de hacer las autopsias para los juzgados de Versalles y…
– Sí, ya lo sé. ¿Por qué allí?
– Medida de discreción. Para evitar a los periodistas y los desocupados que siempre merodean por el depósito de París.
Schiffer no parecía escuchar. Observaba el tráfico con expresión fascinada. De vez en cuando entornaba los párpados, como si tuviera que habituar los ojos a una luz nueva. Parecía un preso en libertad condicional.
Media hora después, Paul cruzaba el puente de Suresnes y ascendía el largo boulevard Sellier y a continuación el de la República. Atravesó así la ciudad de Saint-Cloud antes de llegar a las inmediaciones de Garches.
Al fin, en la cima de la colina, el hospital apareció a la vista. Seis hectáreas de edificios, de bloques de quirófanos y habitaciones blancas, una auténtica ciudad habitada por médicos, enfermeras y miles de pacientes, víctimas de accidentes de tráfico en su mayoría.
Paul se dirigió hacia el pabellón Vesalio. El sol estaba alto y bañaba las fachadas de los edificios, construidos con ladrillos sin excepción. Cada muro ofrecía un nuevo tono de rojo, rosa, crema, como si hubiera sido cuidadosamente cocido al horno.
Grupos de visitantes cargados con ramos de flores o envoltorios de pastelería aparecían al azar de los senderos avanzando con una rigidez solemne, casi de autómata, como contagiados del rigor mortis que gravitaba sobre el lugar.
Llegaron al patio interior del pabellón. El edificio, gris y rosa, con su porche sostenido por finas columnas, recordaba un sanatorio o un balneario que albergara misteriosas fuentes de curación.
Entraron en el depósito de cadáveres y siguieron un pasillo alicatado de blanco. Cuando llegaron a la sala de espera, Schiffer preguntó:
– Pero ¿qué es esto?
No era gran cosa, pero Paul se alegró de haberlo sorprendido.
Unos años antes, el instituto anatómico forense había sufrido una remodelación bastante original. La primera sala estaba totalmente pintada de azul turquesa, un color que cubría tanto las paredes como el suelo y el techo y eliminaba cualquier escala, cualquier punto de referencia. Entrar allí era como sumergirse en un mar cristalizado, de una limpidez vivificante.
– Los matasanos de Garches recurrieron a un artista contemporáneo para las reformas -explicó Paul-. Esto ya no es un hospital. Es una obra de arte.
Apareció un enfermero, que les indicó una puerta a mano derecha.
– El doctor Scarbon se reunirá con ustedes en la sala de salidas.
Lo siguieron a través de varias salas. Todas azules, todas vacías, coronadas en algunos casos por una franja de luz blanca proyectada a unos centímetros del techo. En el pasillo, los apliques de mármol desplegaban un degradado de tonos pastel: rosa, melocotón, amarillo, crudo, blanco… Una extraña voluntad de pureza parecía reinar en todas partes.
La última sala arrancó al Cifra un silbido de admiración.
Era un rectángulo de unos cien metros cuadrados, absolutamente vacío, sin más aderezo que el color azul. A la izquierda de la entrada, tres ventanales elevados recortaban la claridad del exterior. En la pared opuesta, frente a aquellas siluetas de luz, se abrían tres arcos, como bóvedas de iglesia griega. Al otro lado había una hilera de bloques de mármol, semejantes a grandes lingotes y pintados del mismo color azul, que parecía haber crecido directamente del suelo.
Sobre uno de ellos, una sábana perfilaba la forma de un cuerpo.
Schiffer se acercó a la pila de mármol blanco que ocupaba el centro de la sala. Gruesa y lisa, estaba llena de agua y parecía una antigua pila bautismal de depuradas líneas. El agua, agitada por un motor, emanaba un perfume de eucalipto destinado a atenuar el hedor a descomposición y formol.
El viejo policía sumergió los dedos.
– Esto no me rejuvenece.
En ese momento, se oyeron los pasos del doctor Claude Scarbon, Schiffer se volvió. Los dos hombres se miraron de arriba abajo. Paul comprendió al instante que se conocían. Había llamado al médico desde el asilo, pero no había mencionado a su nuevo compañero.
– Gracias por haber venido, doctor -dijo Paul a modo de saludo.
Scarbon meneó la cabeza distraídamente sin apartar los ojos del Cifra. Llevaba un abrigo oscuro de lana y aún no se había quitado los guantes de cabritilla. Era un anciano escuálido; sus ojos, que brillaban constantemente, parecían desmentir la utilidad de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz. Sus gruesos mostachos de galo dejaban filtrar una voz cansina de película de preguerra.
Paul hizo un gesto hacia su acólito.
– Le presento a…
– Nos conocemos -lo atajó Schiffer-. ¿Qué tal, doctor?
Scarbon se quitó el abrigo sin responder, se puso la bata que colgaba de uno de los arcos y se enfundó unos guantes de látex de un verde pálido que armonizaba con el omnipresente azul.
A continuación, apartó la sábana. El olor a carne en descomposición se extendió por la sala y se impuso a cualquier otra sensación.
Paul no pudo evitar apartar la vista. Cuando tuvo el valor de mirar, vio el cuerpo lívido y abotagado, medio oculto bajo la sábana doblada.
Schiffer había retrocedido hasta los arcos y se estaba poniendo unos guantes quirúrgicos. Su rostro no mostraba la menor emoción. A sus espaldas, una cruz de madera y dos candeleros de hierro negro destacaban sobre la pared.
– Muy bien, doctor, ya puede empezar -murmuró con voz inexpresiva.
– La víctima es de sexo femenino y raza blanca. Su tono muscular indica que tenía entre veinte y treinta años. Más bien gruesa. Setenta kilos para un metro sesenta. Si se añade que tenía el cutis blanco característico de las pelirrojas y el mencionado color de pelo, diría que su perfil físico se corresponde con el de las dos primeras víctimas. A nuestro hombre le gustan así: treintañeras, pelirrojas y gorditas.
Scarbon hablaba en un tono monótono. Parecía leer mentalmente las líneas de su informe, unas líneas inscritas en su propia noche en blanco.
– ¿Ningún signo particular? -le preguntó Schiffer.
– ¿Como qué?
– Tatuajes. Perforaciones en las orejas. La marca de una alianza. Cosas que el asesino no habría podido borrar.
– No.
El Cifra cogió la mano izquierda del cadáver y le dio la vuelta para examinar la palma. Paul jamás se habría atrevido a hacer algo así.
– ¿Ninguna marca de henna?
– No.
– Nerteaux me ha explicado que las marcas de los dedos hacen pensar en una costurera. ¿Qué opina usted?
– Las tres habían realizado trabajos manuales durante mucho tiempo, eso es evidente.
– ¿Está de acuerdo en lo de la costura?
– Es difícil ser auténticamente preciso. Los surcos digitales están llenos de marcas de pinchazos. También hay callos en el índice y el pulgar. Puede deberse a la utilización de una máquina de coser o una plancha. -Scarbon los miró por encima de las gafas-. Las tres aparecieron cerca del barrio del Sentier, ¿no?
– ¿Y?
– Son obreras turcas.
Schiffer hizo caso omiso de la seguridad de su tono. Observaba el torso. Paul hizo un esfuerzo y se acercó. Vio los cortes negruzcos que surcaban los costados, los pechos, los hombros y los muslos. Algunas eran tan profundas que dejaban ver el blanco de los huesos.
– Háblenos de esto -ordenó el Cifra.
El forense consultó rápidamente un fajo de folios grapados.
– En esta he encontrado veintisiete cortes. Unos son superficiales y otros profundos. Cabe suponer que el asesino intensificó las torturas conforme pasaban las horas. Es más o menos lo mismo que encontramos en las otras dos. -Scarbon bajó los folios y observó a los dos hombres-. En general, todo lo que voy a describir es igualmente válido para las otras dos víctimas. Las tres mujeres fueron sometidas a las mismas torturas.
– ¿Con qué instrumento?
– Un cuchillo de combate cromado, con filo de sierra. Las marcas de los dientes se distinguen con claridad en varias heridas. Para los dos primeros cuerpos, pedí un estudio a partir del tamaño y la separación de los picos, pero no hemos descubierto nada específico. Material militar estándar, que se corresponde con decenas de modelos.
El Cifra se inclinó hacia delante para examinar otro tipo de heridas que se multiplicaban sobre los pechos, extrañas aureolas negras que sugerían mordiscos o quemaduras. Cuando las vio en el primer cadáver, Paul pensó en el diablo. Un ser de fuego que se habría ensañado con aquel cuerpo inocente.
– ¿Y esto? -preguntó Schiffer acercando el índice- ¿Qué son exactamente? ¿Mordiscos?
– A primera vista, parecen chupetones de fuego. Pero les he encontrado una explicación racional. Creo que el asesino utiliza una batería de coche para someterlas a descargas eléctricas. Para ser precisos, diría que emplea las pinzas dentadas que sirven para transmitir la corriente. Las marcas de labios no son otra cosa que las señales dejadas por esas pinzas. En mi opinión, les moja el cuerpo para potenciar las descargas. Eso explicaría los hematomas negros. Esta presenta más de veinte. -El forense agitó los folios-. Está todo en mi informe.
Paul conocía aquellos detalles. Había leído las conclusiones de las autopsias mil veces. Pero siempre sentía la misma repulsión, el mismo rechazo. Era imposible acostumbrarse a semejantes atrocidades.
Schiffer se colocó a la altura de las piernas del cadáver. Los pies, de un negro azulado, formaban un ángulo disparatado.
– ¿Y esto?
Al otro lado del cuerpo, Scarbon se acercó a su vez. Parecían dos topógrafos estudiando los relieves de un mapa.
– Las radiografías son espectaculares. Tarsos, metatarsos, falanges… Todo machacado. Hay unas setenta esquirlas de hueso clavadas en los tejidos. Ninguna caída habría causado semejantes destrozos. El asesino se ensañó con estos miembros con un objeto contundente. Una barra de hierro o un bate de béisbol. Las otras dos sufrieron el mismo tratamiento. Me he informado: es una técnica de tortura propia de Turquía. La felaka, o la felika, ya no me acuerdo.
– Al-falaqa -escupió Schiffer con voz gutural. Paul recordó que el Cifra hablaba turco y árabe con fluidez-. Puedo citarle de memoria diez países en los que se practica.
Scarbon se colocó las gafas en el caballete de la nariz.
– Sí, bien. El caso es que todo esto es de lo más exótico, francamente.
Schiffer volvió hacia el abdomen. Una vez más, cogió una de las manos del cadáver. Paul se fijó en los dedos, ennegrecidos e hinchados.
– Le arrancó las uñas con unas tenazas -comentó el experto-. Las yemas presentan quemaduras de ácido.
– ¿Qué ácido?
– Imposible decirlo.
– ¿Podría ser un intento post mortem de destruir las huellas digitales?
– En tal caso, el asesino fracasó en su propósito. Los dermatoglifos son perfectamente visibles. No, en mi opinión fue una tortura suplementaria. Nuestro hombre no es de los que cometen fallos.
El Cifra había soltado la mano del cadáver. Ahora toda su atención estaba concentrada en el sexo, que permanecía entreabierto. El forense también observaba la carnicería. Los topógrafos empezaban a parecerse a carroñeros.
– ¿La violó?
– En el sentido sexual de la palabra, no. -Por primera vez, Scarbon titubeó. Paul bajó los ojos. Vio el orificio abierto, dilatado, desgarrado. Las partes internas, labios mayores y menores y clítoris, estaban vueltas hacia el exterior en una espantosa revolución de los tejidos. El forense se aclaró la garganta y se lanzó-: Le introdujo una especie de porra provista de cuchillas de afeitar. Los cortes se distinguen perfectamente aquí, en el interior de la vulva, y a lo largo de los muslos. Una auténtica carnicería. El clítoris está seccionado. Los labios, cortados. Eso provocó una hemorragia interna. La primera víctima tenía exactamente las mismas heridas. La segunda…
Scarbon volvió a dudar. Schiffer buscó su mirada.
– ¿Qué?
– La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… algo vivo.
– ¿Algo vivo?
– Un roedor, sí. Una alimaña de ese tipo. Los órganos genitales externos presentaban mordeduras y desgarros hasta el útero. Al parecer, es una técnica de tortura que se ha utilizado en América Latina…
Paul tenía un nudo en la garganta. Conocía aquellos detalles, pero cada uno de ellos bastaba para sublevarlo, cada palabra le revolvía el estómago. Retrocedió hasta la pila de mármol. Maquinalmente, sumergió los dedos en el agua perfumada; pero recordó que su auxiliar había hecho lo mismo hacía unos minutos y los sacó bruscamente.
– Continúe -ordenó Schiffer con voz ronca.
Scarbon no respondió de inmediato; el silencio invadió la sala turquesa. Los tres hombres parecían comprender que ya no podían retroceder: tendrían que enfrentarse al rostro.
– Es la parte más compleja -dijo al fin el forense encuadrando el desfigurado rostro con sus dos índices-. Las torturas tuvieron diversas etapas.
– Explíquese.
– Primero, las contusiones. El rostro no es más que un enorme hematoma. El asesino lo golpeó prolongada y salvajemente. Puede que con un puño americano. En cualquier caso, con un objeto metálico más preciso que una barra o una porra. A continuación, los cortes y las mutilaciones. Las heridas no sangraron. Fueron causadas post mortem.
Ahora estaban tan cerca de la horrible máscara como cabía estar.
Veían las profundas heridas en toda su crudeza, sin la distancia que permiten las fotografías. Los cortes que atravesaban el rostro y surcaban la frente y las sienes; las hendiduras que perforaban las mejillas; y las mutilaciones: la nariz amputada, la barbilla biselada, los labios cortados…
– Pueden ver tan bien como yo lo que cortó, limó, arrancó… Lo interesante es su aplicación. Fue el remate de su obra. Es su firma. Nerteaux piensa que intenta copiar…
– Ya sé lo que piensa Nerteaux. ¿Y usted qué piensa?
Scarbon se puso las manos a la espalda y dio un paso atrás.
– El asesino está obsesionado con esos rostros. Constituyen para él un objeto de fascinación y odio. Los esculpe, los modifica, y al mismo tiempo los despoja de su humanidad.
Schiffer se encogió de hombros con escepticismo.
– ¿Cuál fue la causa de la muerte?
– Ya se lo he dicho. Una hemorragia interna. Provocada por los destrozos en los genitales. Debió de desangrarse en el suelo.
– ¿Y en los otros casos?
– En el primero, también una hemorragia. A no ser que el corazón fallara antes. En cuanto a la segunda víctima, no puedo asegurarlo. Tal vez muriera de terror, sencillamente. Podemos resumir diciendo que estas tres mujeres murieron de sufrimiento. Los análisis de ADN y toxicológicos de esta mujer están en curso, pero no creo que den más resultados que en los otros dos casos.
Scarbon cubrió el cuerpo con la sábana con un gesto brusco, demasiado apresurado. Schiffer dio unos pasos antes de preguntar:
– ¿Ha podido deducir la cronología de los hechos?
– No me aventuraré a exponer una sucesión temporal detallada, pero podemos suponer que esta mujer fue secuestrada hace tres días, es decir, la noche del jueves. Sin duda, al salir del trabajo.
– ¿Por qué?
– Tenía el estómago vacío. Como las otras dos. Las sorprende cuando vuelven a casa.
– Evitemos las suposiciones.
El forense suspiró con exasperación.
– A continuación, sufrió entre veinte y treinta horas de torturas sin pausas.
– ¿Cómo lo ha calculado?
– La víctima se debatió. Las ligaduras le desollaron la piel y se hundieron en la carne. Las heridas supuraron. La infección permite calcular el tiempo. De veinte a treinta horas; no puedo equivocarme mucho. De todas formas, dadas las torturas, es el límite de la resistencia humana.
Schiffer seguía paseando y mirándose en el espejo azul del suelo.
– ¿Hay algún indicio que pudiera apuntar el lugar del crimen?
– Tal vez.
– ¿Cuál?-intervino Paul.
Scarbon chasqueó los labios al modo de una claqueta de rodaje.
– Ya lo había advertido en las otras dos, pero en esta es aún más claro. La sangre de las víctimas contiene burbujas de nitrógeno.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Paul sacando su libreta.
– Es bastante extraño. Podría significar que el cuerpo fue sometido, en vida, a una presión superior a la normal en la superficie de la tierra. La presión del fondo del mar, por ejemplo. -Era la primera vez que el forense mencionaba aquella circunstancia-. No soy submarinista -siguió diciendo-, pero es un fenómeno conocido. La presión aumenta a medida que nos sumergimos. El nitrógeno de la sangre se disuelve. Si volvemos a la superficie demasiado deprisa, sin respetar las etapas de descompresión, el nitrógeno vuelve a su estado gaseoso bruscamente y forma burbujas en la corriente sanguínea.
Schiffer parecía muy interesado.
– ¿Eso es lo que le ocurrió a la víctima?
– A las tres víctimas. Se formaron burbujas de nitrógeno que explotaron por todo el organismo y provocaron lesiones y, a no dudarlo, nuevos sufrimientos. No es una certeza al cien por cien, pero estas mujeres podrían haber sufrido un «accidente de descompresión».
– ¿Las sumergieron a gran profundidad? -volvió a preguntar Paul sin dejar de tomar notas.
– Yo no he dicho eso. Según uno de nuestros internos, que practica el submarinismo, sufrieron una presión de al menos cuatro pares. Lo que equivale a unos cuarenta metros de profundidad. Parece un poco complicado encontrar una masa de agua así en París. Parece más probable que las introdujeran en una campana de alta presión.
Paul escribía febrilmente.
– ¿Dónde se consiguen esos cacharros?
– Habría que investigar. Los submarinistas los utilizan para descomprimirse, pero dudo que haya alguno en la región de París. Hay otro tipo que se utiliza en los hospitales.
– ¿En los hospitales?
– Sí, para oxigenar a pacientes que sufren una mala vascularización. Diabetes, exceso de colesterol… El aumento de la presión favorece la difusión del oxígeno por el organismo. En París debe de haber cuatro o cinco de esos aparatos. Pero dudo que nuestro hombre tenga acceso a un hospital. Deberíamos orientarnos hacia la industria.
– ¿Qué sectores utilizan esa técnica?
– No tengo la menor idea. Investiguen, es su trabajo. Y, lo repito, no estoy seguro de nada. Puede que esas burbujas tengan una explicación totalmente diferente. De ser así, recuerden que se lo he advertido.
Schiffer volvió a tomar la palabra:
– ¿No hay nada en los cadáveres que pueda informarnos respecto al físico de nuestro hombre?
– Nada. Las lava con gran cuidado. De todas formas, estoy seguro de que utiliza guantes. No mantiene relaciones sexuales con ellas. No las acaricia. No las besa. No es su estilo. En absoluto. Le va más lo clínico. La robótica. Es un asesino… desencarnado.
– ¿Podría decirse que su locura aumenta con cada crimen?
– No. Las torturas se ejecutan siempre con la misma precisión. Es un obseso del mal, pero no pierde el control en ningún momento. -Scarbon esbozó una sonrisa amarga-. Un asesino metódico, como dicen los manuales de criminología.
– Según usted, ¿qué lo excita?
– El sufrimiento. El sufrimiento puro. Las tortura con aplicación, minuciosamente, hasta que mueren. Lo que provoca su excitación es ese dolor, que multiplica su placer. En el fondo de todo eso hay un odio visceral a las mujeres. A su cuerpo, a su rostro…
Schiffer se volvió hacia Paul y rezongó:
– Está claro que es mi día de psicólogos.
Scarbon se sonrojó.
– La medicina legal siempre es psicología. Las atrocidades que examinamos a diario no son más que manifestaciones de desórdenes mentales…
El viejo policía asintió sin dejar de sonreír y cogió los folios mecanografiados que el forense había dejado sobre uno de los bloques de mármol.
– Gracias, doctor.
Schiffer se dirigió hacia una puerta situada bajo los tres ventanales. Cuando la abrió, un brusco chorro de sol inundó la sala como una ola de leche arrojada desde el inmenso azul del cielo.
– ¿Puedo llevarme también este? -le preguntó Paul al forense cogiendo otro ejemplar del informe.
El médico lo miró fijamente antes de responder:
– ¿Están al corriente sus superiores de lo de Schiffer?
Paul esbozó una amplia sonrisa.
– No se preocupe. Todo está bajo control.
– Me preocupo por usted. Es un monstruo. -Paul se estremeció-. Mató a Gazil Hemet -le espetó Scarbon.
Paul lo recordaba perfectamente. Octubre de 2000: el turco atropellado por el Thalys, la acusación de homicidio voluntario contra Schiffer… Abril de 2001: la sala de acusación retira misteriosamente los cargos.
– El cuerpo estaba destrozado -respondió con frialdad-. La autopsia no pudo probar nada.
– Yo fui quien hizo el examen de comprobación. El rostro presentaba heridas atroces. Le habían arrancado un ojo. Le habían perforado las sienes con una broca de taladro. -El forense indicó la sábana con un gesto de la cabeza-. Nada que envidiarle a éste.
Paul sintió que le temblaban las piernas. No podía admitir semejante sospecha respecto al hombre con el que iba a trabajar.
– El informe solo mencionaba lesiones y…
– Eliminaron el resto de mis comentarios. Lo protegen.
– ¿Quiénes? ¿A quién se refiere?
– Tienen miedo. Todos tienen miedo.
Paul retrocedió hacia la blancura del exterior.
Claude Scarbon empezó a quitarse los guantes elásticos.
– Le ha pedido ayuda al diablo.
– Lo llaman la Iskele. ls-ke-le.
– ¿Cómo?
– Podría traducirse por «embarcadero» o «muelle de embarque».
– ¿De qué está hablando?
Paul se había reunido con Schiffer en el coche, pero aún no lo había puesto en marcha. Seguían en el patio del pabellón Vesalio, a la sombra de las finas columnas de la marquesina.
– De la principal organización mafiosa que controla el tráfico de inmigrantes turcos en Europa -respondió el Cifra-. También se encargan de encontrarles alojamiento y trabajo. Por lo general, procuran formar grupos del mismo origen en cada taller. En París, algunos obradores reconstituyen exactamente todo un pueblo del interior de Anatolia. -Schiffer hizo una pausa, tamborileó con los dedos sobre la guantera y prosiguió-: Las tarifas son variables. Los más ricos pueden permitirse el avión y la complicidad de los aduaneros. Desembarcan en Francia con un permiso de trabajo o un pasaporte falsos. Los más pobres se conforman con viajar en un carguero, vía Grecia, o un camión, por Bulgaria. En todos los casos, hay que pagar un mínimo de doscientos mil francos. En el pueblo, toda la familia contribuye para reunir un tercio de la cantidad. El obrero trabaja diez años para devolver el resto.
Paul observaba el perfil de Schiffer, nítidamente recortado contra el cristal de la ventanilla.
Había oído hablar de aquellas redes de traficantes cientos de veces, pero nunca con tanta precisión.
– No te imaginas hasta qué punto están organizados -siguió diciendo el policía del cráneo plateado-. Llevan un registro en el que lo apuntan todo. El nombre, la procedencia, el taller y el estado de la deuda de cada ilegal. Se comunican por correo electrónico con sus socios en Turquía, que mantienen la presión sobre las familias. En París, se encargan de todo. Organizan el envío de giros y las llamadas telefónicas a precios reducidos. Sustituyen a Correos, los bancos, las embajadas… ¿Quieres mandar un juguete a tu crío? Acudes a la Iskele. ¿Buscas ginecólogo, La Iskele te manda a un médico que no te hará preguntas sobre tu situación legal. ¿Tienes un problema con el taller? La Iskele se encarga de solucionar el conflicto. En el barrio turco no pasa nada sin que la Iskele se entere y lo registre en su archivo.
Paul comprendió al fin adónde quería ir a parar el Cifra.
– ¿Cree que pueden tener información sobre los asesinatos.
– Si esas chicas son inmigrantes ilegales, sus patronos habrán acudido en primer lugar a la Iskele. Primero, para saber qué ocurre. Y segundo, para buscarles sustitutas. La muerte de esas mujeres significa ante todo dinero que se pierde.
En la cabeza de Paul empezaba a tomar forma una idea esperanzadora.
– ¿Cree que tienen algún modo de identificara esas trabajadoras?
– Cada dossier contiene una fotografía del inmigrante, su dirección en París y el nombre y los datos de su patrono.
Paul aventuró otra pregunta, aunque ya sabía la respuesta:
– ¿Conoce a esa gente?
– El jefe de la Iskele en París se llama Marek Cesiuz. Todo el mundo lo conoce como Marius. Tiene una sala de conciertos en el boulevard Strasbourg. Asistí al nacimiento de uno de sus hijos. -Schiffer le guiñó el ojo-. ¿No piensas arrancar?
Paul siguió observando a Jean-Louis Schiffer durante unos instantes. «Le ha pedido ayuda al diablo.» Puede que Scarbon estuviera en lo cierto, pero, dada la presa que perseguía, ¿podía desear mejor compañero de caza?