Llevaban dos días pateándose el barrio turco.
Paul Nerteaux no comprendía la estrategia de Schiffer. Deberían haberse presentado en casa de Marek Cesiuz, alias Marius, responsable de la Iskele, principal red de inmigrantes ilegales turcos, el mismo domingo por la noche. Deberían haberle dado cuatro meneos y haberle sacado las fichas de las tres víctimas.
En lugar de eso, el Cifra había preferido reanudar la relación con «su» barrio. Refrescar sus marcas, decía él. Hacía dos días que husmeaba, tanteaba, observaba su antiguo territorio sin interrogar absolutamente a nadie. Por suerte, la persistente lluvia les había permitido pasar inadvertidos dentro de su cafetera, ver sin ser vistos.
Paul se moría de impaciencia, pero reconocía que en aquellos dos días había aprendido más cosas sobre la pequeña Turquía que en tres meses de investigación.
Jean-Louis Schiffer había empezado mostrándole las diásporas concomitantes. Habían ido al passage Brady, en el boulevard de Strasbourg, en el corazón del barrio indio. Bajo la larga cristalera, se alineaban tiendas minúsculas y abigarradas y restaurantes oscuros ocultos tras biombos. Los camareros arengaban a los viandantes, mientras mujeres ataviadas con saris dejaban hablar a sus ombligos, en un ambiente saturado de penetrantes olores a especias. Con aquel tiempo lluvioso v el aire de tormenta invadiéndolo todo y vivificando todos los olores, se tenía la sensación de estar en un bazar de Bombay, en pleno monzón.
Schiffer le había señalado los garitos que servían de lugar de encuentro a los indios, los bengalíes, los paquistaníes… Le había hablado de los jefes de cada confesión: hindúes, musulmanes, jaínies, sijs, budistas… En unos cuantos paseos, le había hecho una descripción pormenorizada de aquel concentrado de exotismo que, según él, no veía el momento de diluirse.
– Dentro de unos años -había rezongado- los guardias de circulación del Distrito Décimo serán sijs.
A continuación, se habían apostado frente a los comercios chinos de la roe du Faubourg-Saint-Martin. Tiendas de alimentación que parecían cuevas, saturadas de olor a ajo y jengibre; restaurantes cuyas cortinas se descorrían como estuches de terciopelo, establecimientos de comida para llevar, relucientes de vitrinas y mostradores cromados llenos de vistosas ensaladas y dorados rollitos. Desde lejos, Schiffer le había señalado a los principales responsables de la comunidad, comerciantes cuyo establecimiento no representaba ni el cinco por ciento de su auténtica actividad.
– Nunca te fíes de esos cabrones -había refunfuñado-. No hay uno sano. Su cabeza es como su comida. Llena de cosas cortadas en cuatro. Atiborradas de glutamato, para atontarte la cabeza.
Luego habían vuelto al boulevard Strasbourg, en el que los peluqueros antillanos y africanos se disputaban las aceras con los mayoristas de cosméticos y los vendedores de artículos de broma. Grupos de negros se protegían de la lluvia bajo los toldos de las tiendas y ofrecían un completo muestrario de las etnias que poblaban el bulevar. Baulés, mbochis y betés de Costa de Marfil, laris del Congo, ba congos y balubas del antiguo Zaire, bemelekés y ewondos de Camerún…
A Paul le intrigaban todos aquellos africanos siempre presentes, invariablemente ociosos. Sabía que la mayoría eran traficantes o camellos, pero no podía evitar sentir cierta simpatía hacia ellos. Su alegría de vivir, su honor y la animación tropical que eran capaces de imponer al mismo asfalto lo llenaban de asombro. Y las mujeres le fascinaban. Sus negras y vivas miradas parecían establecer una misteriosa complicidad con su lustrosa cabellera, recién alisada en Afro 2000 o Royal Coiffure. Eran hadas de madera quemada, máscaras de satén de grandes y negros ojos…
Schiffer le había hecho una descripción más realista y circunstanciada:
– Los camerunenses son los reyes de la falsificación, tanto de billetes como de tarjetas. A los congoleños les ha dado por los trapos: ropa robada, imitación de marcas, etc. A los de Costa de Marfil los llaman «los 36 15». Su especialidad son las falsas asociaciones benéficas. Siempre se les ocurre alguna forma nueva de sacarte dinero para los necesitados de Etiopía o los huérfanos de Angola. Bonito ejemplo de solidaridad. Pero los más peligrosos son los zaireños. Su imperio es la droga. Son los dueños del barrio. Los negros son los peores -había concluido el viejo policía-. Auténticos parásitos. Su única razón de ser es chuparnos la sangre.
Paul no replicaba las apreciaciones racistas del viejo policía. Había decidido hacer caso omiso a todo lo que no estuviera directamente relacionado con la investigación. Los resultados estaban por encima de cualquier otra consideración. Además, estaba haciendo progresos en los demás frentes. Había reclutado a dos investigadores del SARIJ para que siguieran la pista de las cámaras de alta presión, dos tenientes que ya habían visitado tres hospitales, donde solo habían obtenido respuestas negativas. Ahora investigaban a los obreros que excavaban el subsuelo de París, utilizando altas presiones para evitar que las capas freáticas inundaran el tajo. Al acabar la jornada, los obreros empleaban una cámara de descompresión. Las tinieblas, los subterráneos… Paul intuía que era una buena pista. Esperaba un informe de los tenientes ese mismo día.
Además, había encargado a un joven agente de la BAC, la Brigada Anticriminalidad, que le buscara más guías y catálogos arqueológicos sobre Turquía. El día anterior, el chico le había hecho la primera entrega a domicilio, en la rue du Chemin-Vert, en el Distrito Undécimo. Un paquete que aún no había podido examinar, pero que no tardaría en aliviar sus insomnios.
El segundo día habían penetrado en el territorio turco propiamente dicho. La zona estaba delimitada por los boulevards Bonne-Nouvelle y Saint-Denis al sur, por la rue du Faubourg-Poissonniére al oeste z por la rue du Faubourg-Saint-Martin al este. La punta que dibujan la rue La Fayette y el boulevard Magenta coronaba el norte del barrio. Su espina dorsal era el boulevard Strasbourg, que subía en línea recta hasta la estación del Este y lanzaba sus ramificaciones nerviosas a ambos lados: la rue des Petites-Ecuries, la del Château d'Eau… El corazón del barrio latía en el fondo de la estación de metro Strasbourg-Saint-Denis, que irrigaba aquel fragmento de Oriente
Desde el punto de vista arquitectónico, la zona no ofrecía ninguna particularidad: edificios grises, vetustos, restaurados en algún caso y decrépitos en muchos más, que parecían haber vivido mil vidas. Todos tenían idéntico aprovechamiento: la planta baja y el primer piso estaban ocupados por tiendas; el segundo y el tercero, talleres; los superiores, hasta las buhardillas, servían como viviendas: pisos superpoblados, divididos en dos, en tres, en cuatro, que desplegaban su superficie como pequeños papeles.
En las calles reinaba una atmósfera de transitoriedad, una sensación de paso. Eran muchos los comercios que parecían condenados al movimiento, al nomadismo, a una existencia precaria, siempre a salto de mata. Había puestos de bocadillos, para comer a pie de acera; agencias de viajes, para llegar o marcharse; oficinas de cambio, para comprar euros; copisterías móviles para fotocopiar los documentos de identidad… Por no hablar de las innumerables agencias inmobiliarias y sus carteles: SE TRASPASA, EN VENTA…
Paul percibía en todos aquellos indicios la pujanza de un éxodo permanente, de una riada humana con una fuente lejana que fluía sin descanso ni orden hacia aquellas calles. No obstante, aquel barrio tenía otra razón de ser: la confección de ropa. Los turcos no controlaban el sector, en manos de los judíos del Sentier, pero se habían convertido en un eslabón esencial de la cadena durante las grande, migraciones de los años cincuenta. Aprovisionaban a los mayorista gracias a sus centenares de talleres y obreros a domicilio; miles de manos trabajaban miles de horas, casi podían hacer la competencia a los chinos. En cualquier caso, los turcos tenían la ventaja de su antigüedad y de una posición social una pizca más legal.
Los dos policías se habían internado en aquellas calles atestadas, agitadas, ensordecedoras. Al ritmo que les marcaban repartidores, camiones abiertos, sacos, fardos, vestidos que pasaban de mano en mano… El Cifra siguió haciendo de cicerone. Se sabía los nombres, los propietarios, las especialidades. Recordaba a los turcos que habían sido sus informadores, los comerciantes a los que «tenía cogidos» por tal o cual motivo, los hosteleros que estaban en deuda con él. La lista parecía infinita. Al principio, Paul intentó tomar notas; pero acabó desistiendo y se limitó a escuchar las explicaciones de Schiffer mientras observaba la agitación que los rodeaba y se dejaba impregnar por los gritos, los bocinazos, los olores de la contaminación y todo lo que componía la vida del barrio.
Por fin, el martes a mediodía, cruzaron la última frontera y llegaron al centro neurálgico del barrio. El compacto bloque conocido corno «pequeña Turquía», que se extendía por la rue des las Petites-Ecuries, el patio y el pasaje del mismo nombre, la rue d'Enghien, la del Echiquier y la del Faubourg-Saint-Denis. Unas pocas hectáreas en las que la mayoría de los edificios, de las buhardillas, de las covachas estaban ocupadas exclusivamente por turcos.
En esa ocasión, Schiffer procedió a un auténtico descifrado y le proporcionó los códigos y las claves de aquella ciudad única. Le reveló la razón de ser de cada portal, de cada edificio, de cada ventana. Aquel patio trasero daba a un almacén que en realidad era una mezquita; aquel local vacío, al fondo de aquel patio, era un centro de reunión de extrema izquierda… Schiffer encendió todas las linternas de Paul y desentrañó todos los enigmas que lo paralizaban desde hacía semanas. Como el misterio de aquellos fulanos rubios vestidos de negro, permanentemente apostados en el patio de las Petites-Ecuries:
– Lazes -le explicó el Cifra-, oriundos del mar Negro, al noroeste de Turquía. Guerreros, pendencieros. Mustafá Kemal reclutaba su guardia personal entra ellos. Su leyenda viene de lejos. En la mitología griega, eran los guardianes del vellocino de oro, en Cólquida.
O el de aquel bar oscuro, en la rue des Petites-Ecuries, presidido Por la fotografía de un orondo bigotudo:
– El cuartel general de los kurdos. El de la foto es Apo. Tonton. Abdullah Oçalan, el jefe del. PKK, actualmente en prisión. -A continuación, el Cifra se había embarcado en un encendido panegírico, casi un himno nacional-: El mayor pueblo sin país. Veinticinco millones en total, doce de los cuales están en Turquía. Musulmanes, como los propios turcos. Bigotudos, como los turcos. Jefes de talleres de confección, como los turcos. El problema es que no son turcos. Y que nada ni nadie podrá asimilarlos.
Schiffer también le había mostrado a los alevis, que se reunían en la rue d'Enghien.
– Los «cabezas rojas». Musulmanes de confesión chiíta, que practican el secreto de pertenencia. Hombres coriáceos donde los haya créeme. Rebeldes, a menudo izquierdistas. Y una comunidad muy cohesionada, bajo el signo de la iniciación y la amistad. Eligen un «hermano jurado», un «compañero iniciado», y avanzan codo con codo hacia Dios. Una auténtica fuerza de resistencia frente al Islam tradicional.
Cuando hablaba de aquel modo, Schiffer parecía sentir un soterrado respeto por aquellos pueblos a los que al mismo tiempo no cesaba de fustigar. En realidad, oscilaba entre el odio y la fascinación por el mundo turco. Paul había oído rumores de que había estado punto de casarse con una anatolia. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había acabado la historia? Los momentos en que Paul imaginaba una sublime intriga romántica entre Schiffer y Oriente solían ser los elegidos por el viejo policía para embarcarse en sus peores perorata racistas.
En esos momentos, los dos hombres estaban repantigados en su cafetera camuflada, el viejo Golf que la central de policía había tenido a bien proporcionar a Paul al comienzo de la investigación. Habían aparcado en la esquina de Petites-Ecuries con Faubourg-Saint-Denis, ante la cervecería Le Château d'Eau.
La penumbra se adensaba y se mezclaba con la lluvia para transformarlo todo en un lodazal, un légamo sin color. Paul consultó el reloj. Las ocho y media.
– ¿Qué coño hacemos aquí, Schiffer? Hoy teníamos que hace, una visita a Marius y…
– Paciencia. El concierto está a punto de empezar.
– ¿Qué concierto?
Schiffer se puso cómodo en el asiento y alisó los pliegues de su Barbour.
– Ya te lo expliqué. Marius tiene una sala de conciertos en el boulevard Strasbourg. Un antiguo cine porno. Esta noche hay concierto. Sus guardaespaldas se encargan del servicio de orden. -Schiffer, guiñó un ojo-. El momento ideal para abordarlo -dijo, y movió la cabeza en dirección al parabrisas-. Arranca y toma la rue du Château-d'Eau.
Paul contuvo su irritación y obedeció. Mentalmente, había concedido una sola oportunidad al Cifra. Si fracasaba con Marius lo devolvería al asilo de Longéres ipso facto. Pero al mismo tiempo se moría de ganas por verlo en acción.
– Aparca pasado el boulevard Strasbourg -le ordenó Schiffer-. Si la cosa se tuerce, utilizaremos una salida de emergencia que conozco.
Paul cruzó la arteria perpendicular, avanzó otra manzana y aparcó en la esquina con la rue Bouchardon.
– La cosa no se torcerá, Schiffer.
– Dame las fotos. -Paul dudó un instante, pero acabó entregándole el sobre con las fotografías de los cadáveres. El policía retirado sonrió y abrió la puerta-. Si me dejas hacer, todo irá como la seda.
Paul lo siguió fuera del coche, pensando: Una oportunidad, abuelo. No habrá más.
En la sala, la vibración era tan fuerte que anulaba cualquier otra sensación. Las ondas sonoras se te metían en las tripas, te arañaban los nervios y te bajaban a los pies para volver a subir por las vértebras haciéndolas temblar como láminas de vibráfono.
Paul encogió el cuello y dobló el cuerpo instintivamente como para protegerse de los golpes que le llovían encima, lo alcanzaban en el estómago, el pecho y las dos mejillas, y le hacían arder los tímpanos.
Luego entrecerró los párpados y trató de orientarse en la tiniebla saturada de humo, que perforaban los proyectores del escenario. Al cabo, consiguió distinguir el decorado. Balaustradas pintadas de dorado, columnas de estuco, arañas de cristal falso, pesados cortinajes de color carmín… Según Schiffer, aquello había sido un cine, pero recordaba más el ajado kitsch de un viejo cabaret, una especie de café concierto para operetas en las que fantasmas engominados se negarían a ceder el sitio a furibundos grupos heavy metal.
En el escenario, los músicos se agitaban como endemoniados y escupían sus «fuckin'» y sus «killin'» a troche y moche. Con el torso desnudo y reluciente de sudor, manejaban guitarras, micros y platos como si fueran armas de asalto mientras los espectadores de las primeras filas brincaban como posesos.
Paul se alejó del bar y bajó al patio de butacas. Mientras se abría paso entre la gente, sintió nacer en su interior una nostalgia familiar. Los conciertos de su juventud, el furioso pogo, los brincos al rabioso ritmo de los Clash; los cuatro acordes aprendidos con su guitarra de saldo, que había revendido cuando las cuerdas empezaron a recordarle los desgarrones ensangrentados del asiento del taxi de su padre…
De pronto advirtió que había perdido de vista a Schiffer. Giró sobre los talones y miró a los espectadores que permanecían en lo alto de la escalera, a unos pasos del bar. Adoptaban una actitud condescendiente y apenas se dignaban reaccionar al chumba-chumba del escenario con imperceptibles contoneos. Paul pasó revista a aquellos rostros envueltos en sombras y aureolados de luces de colores. Ni rastro de Schiffer.
– ¿Quieres flipar? -gritó una voz junto a su oído.
Paul se volvió hacia un rostro pálido que relucía bajo la visera de una gorra.
– ¿Qué?
– Tengo unos black bombay cojonudos.
– ¿Unos qué?
El _fulano se inclinó hacia Paul y lo agarró del hombro.
– Black bombay. Bombay holandeses. ¿De dónde has salido tú, colega?
Paul se sacudió la mano del camello y sacó el carnet.
– De aquí, ¿lo ves? Ábrete antes de que me arrepienta.
El camello desapareció como quien tiene prisa. Paul se quedó mirando la cartera con el distintivo de la policía y meditando en el abismo que separaba los conciertos de antaño de su personaje actual: un policía inflexible, un representante de la ley, un sabueso que hurgaba en la basura obstinadamente. Quién iba a decírselo cuando tenía veinte años…
Sintió un golpe en la espalda.
– ¿Problemas? -le gritó Schiffer-. Guárdate eso. -Paul estaba empapado en sudor. Intentó tragar saliva, pero en vano. La sala daba vueltas a su alrededor; las luces de los reflectores desfiguraban los rostros, los contraían como si fueran hojas de papel de aluminio. El Cifra le dio otro golpe, más amistoso, en el brazo-. Ven. Marius está allí. Vamos a sorprenderlo en su agujero.
Los dos hombres empezaron a abrirse paso entre la masa de cuerpos apretados, agitados, saltarines… Un encrespado mar de hombros, codos y caderas oscilaba acompasadamente en salvaje respuesta al vendaval sonoro que soplaba desde el escenario. A base de codazos y rodillazos, Paul y Schiffer consiguieron alcanzar el pie del escenario.
Schiffer torció a la derecha bajo los agudos chirridos de las guitarras que brotaban de los altavoces. Paul lo seguía a trancas y barrancas. Lo vio hablando con un gorila, que asintió y le abrió una puerta falsa. A Paul apenas le dio tiempo a deslizarse tras él.
Aparecieron un pasillo estrecho y mal iluminado, con las paredes cubiertas de carteles de colores chillones. En casi todos, la media luna turca, asociada con el martillo comunista, formaba un elocuente símbolo político.
– Marius dirige un grupo de extrema izquierda que se reúne un local de la rue Jarry. Sus compinches fueron quienes atizaron el fuego en las prisiones turcas el año pasado.
Paul recordaba vagamente los motines en cuestión, pero no hizo preguntas. No estaba de humor geopolítico. Los dos hombres se pusieron en marcha. Los ecos sordos de la música repercutían en sus espaldas.
– Lo de los conciertos es otra -rezongó Schiffer sin detenerse-. ¡Un auténtico mercado cautivo!
– No entiendo.
– Marius también trafica. Éxtasis. Anfetas. Todo lo relacionado con el speed. -Paul chasqueó la lengua con desaprobación-. O el LSD. Los conciertos le sirven para aumentar la clientela. Gana en todos los terrenos.
– ¿Sabe usted qué es un black Bombay? -le preguntó Paul obedeciendo a un impulso.
– El cóctel de moda en los últimos años. Éxtasis mezclado con heroína.-¿Cómo era posible que un vejete de cincuenta y nueve años recién salido del asilo estuviera al tanto de las últimas tendencias en materia de éxtasis? Un misterio más-. Es ideal para hacerte bajar -añadió Schiffer-. Tras la excitación del speed, la heroína te devuelve la calma. Pasas suavemente de tener los ojos como platos a tener las pupilas como cabezas de alfiler.
– ¿Como cabezas de alfiler?
– Sí, señor. La heroína da ganas de dormir. Los yonquis siempre están cabeceando. -Schiffer se detuvo en seco-. No lo entiendo ¿Es que nunca has trabajado en ningún asunto de drogas?
– Estuve cuatro años en represión de drogas. Eso no me convierte en un yonqui.
El Cifra le regaló la mejor de sus sonrisas.
– ¿Cómo quieres combatir el mal si no lo has probado? ¿Cómo quieres comprender al enemigo si no conoces sus bazas? Hay que saber qué buscan los chavales en esa mierda. La fuerza de la droga es que esta buena. Joder, si no sabes ni eso, no tienes derecho ni a hablar de los yonquis.
Paul se reafirmó en su primera idea: Jean-Louis Schiffer era el padre de todos los policías. Mitad ángel, mitad demonio. Lo mejor y lo peor reunidos en un solo nombre.
No tuvo más remedio que tragarse la cólera. Su compañero había reanudado la marcha. Otro giro, y aparecieron dos gigantes con chaquetas de cuero a ambos lados de una puerta pintada de negro.
El policía jubilado blandió un carnet tricolor. Paul se estremeció: ¿de dónde había sacado aquella antigualla? Aquel detalle parecía confirmar el muevo estado de cosas: ahora quien llevaba la voz cantante era Schiffer. Corno para confirmarlo, el cincuentón se puso a hablar turco.
El gorila dudó, pero acabó levantando la mano para llamar a la puerta. Schiffer lo contuvo, hizo girar el pomo y, al tiempo que entraba, masculló por encima del hombro:
– Durante el interrogatorio, no quiero oírte respirar.
Paul hubiera debido bajarle los humos allí mismo, pero no era momento para discutir. Aquella entrevista sería su laboratorio.
– ¡Salaam aleiqum, Marius!
El hombre repantigado en el sillón estuvo a punto de caerse de espaldas.
– ¿Schiffer…? iAleiqum salaam, hermano mío!
Marek Cesiuz ya había recuperado el aplomo. Se levantó y rodeó el escritorio de hierro esbozando una amplia sonrisa. Llevaba una camiseta de fútbol rojo y oro, los colores del equipo de Galatasaray. Escuchimizado, flotaba en la tela satinada al modo de una banderola en la tribuna de un estadio. Imposible adjudicarle una edad precisa. Su pelo rojo y gris evocaba cenizas mal apagadas; sus facciones estaban crispadas en una expresión de gélida alegría que le daba un aspecto siniestro de niño viejo; su piel cobriza acentuaba su semblante de autómata y se confundía con la herrumbre de su cabellera.
Los dos hombres se abrazaron con efusividad. El despacho, sin ventana y atestado de papelajos, estaba saturado de humo. La moqueta estaba llena de quemaduras de colillas. Los objetos de decoración parecían datar de los años setenta: archivadores plateados y lucernas redondeadas, taburetes en forma de tamtan, lámparas suspendidas como móviles, con tulipas cónicas.
Paul se fijó en el material de imprenta que ocupaba un rincón: una fotocopiadora, dos encuadernadoras, una guillotina… La parafernalia del militante político.
La estentórea risa de Marius ahogaba los lejanos latidos de la música.
– ¿Cuánto hace?
– A mi edad, procuro no contar.
– Te echábamos de menos, hermano. Te echábamos de menos una barbaridad.
El turco hablaba un francés sin acento. Los dos hombres volvieron a abrazarse: la comedia entraba en su apogeo.
– ¿Y los chicos? -preguntó Schiffer en tono burlón.
– Crecen demasiado deprisa. No les quito ojo. ¡Tengo miedo de que se tuerzan!
– ¿Y mi pequeño Alí?
Marius lanzó un croché hacia el vientre de Schiffer, pero lo detuvo en seco antes de tocarlo.
– ¡Es el más rápido!
De pronto, pareció advertir la presencia de Paul. Sus labios seguían sonriendo, pero sus ojos se helaron.
– ¿Vuelves a la actividad? -le preguntó al Cifra.
– Simple consulta. Te presento a Paul Nerteaux, capitán de la DPJ.
Paul dudó y optó por tender la mano, pero nadie se la estrechó. Se miró la mano extendida en aquella habitación demasiado iluminada, llena de sonrisas hipócritas y olor a tabaco; luego, para salvar las apariencias, echó un vistazo a la pila de octavillas amontonada a su derecha.
– ¿La prosa bolchevique de costumbre? -preguntó Schiffer.
– Los ideales son lo que nos mantiene vivos.
El policía retirado cogió una octavilla y tradujo en voz alta:
– «Cuando los trabajadores controlan los medios de producción…» -Soltó la carcajada-. Estás un poco mayor para estas gilipolleces.
– Estas gilipolleces nos sobrevivirán, amigo Schiffer.
– Siempre que alguien las siga leyendo.
Marius había recuperado su sonrisa completa, labios y pupilas al unísono.
– ¿Un çay, señores?
Sin esperar respuesta, Marius cogió un termo enorme y llenó tres tazas de barro cocido. Las aclamaciones del público hicieron temblar las paredes.
– ¿No estás harto de rockeros?
Marius volvió a sentarse al otro lado del escritorio, reclinó el sillón contra la pared y se llevó la taza a los labios parsimoniosamente.
– La música amansa a las fieras, hermano. Incluso esta. En mi país, los jóvenes siguen a los mismos grupos que los chavales de aquí. El rock es lo que unirá a las generaciones futuras. Lo que acabará con nuestras últimas diferencias.
Schiffer se apoyó en la guillotina y alzó la traza.
– ¡Por el rock duro!
El cuerpo de Marius onduló bajo la camiseta del Galatasaray en un gesto que expresaba al mismo tiempo el regocijo y el cansancio,
– Schiffer, no has arrastrado el culo hasta aquí, en compañía de este chico, para hablar de música o de nuestros viejos ideales.
El Cifra se sentó en una esquina del escritorio y se quedó mirando al turco; luego sacó las macabras fotografías que contenía el sobre. Los rostros torturados se desplegaron sobre las pruebas de carteles. Marek Cesiuz retrocedió en su sillón.
– Pero ¿qué es esto, hermano?
– Tres mujeres. Tres cadáveres encontrados en tu barrio. Entre noviembre y hoy. Mi colega cree que se trata de obreras clandestinas. He pensado que tú podrías decirnos algo más.
El tono de Schiffer había cambiado. Parecía haber cosido las sílabas con alambre espinoso.
– No he oído nada al respecto -aseguró Marius.
Schiffer esbozó una sonrisa burlona.
– Desde el primer asesinato, el barrio no debe de hablar de otra cosa. Dinos lo que sepas, ganaremos tiempo.
El traficante cogió maquinalmente un paquete de Karo, los cigarrillos sin filtro locales, y sacó uno.
– Hermano, no sé de qué me hablas.
Schiffer se puso en pie y adoptó el tono de un charlatán de feria:
– Marek Cesiuz, emperador de la falsificación y la mentira, rey del tráfico y la trapisonda…
El Cifra soltó una carcajada estentórea que era también un rugido y clavó una mirada amenazante en su interlocutor:
– Desembucha, cabrón, antes de que pierda la paciencia.
El rostro del turco se endureció como si fuera de cristal. Irguió el cuerpo en el sillón y encendió el cigarrillo.
– No tienes nada, Schiffer. Ni una orden, ni un testigo, ni un indicio. Nada. Solo has venido a pedirme un consejo que no puedo darte. Te aseguro que lo siento. -Marius lanzó una larga bocanada de humo gris hacia la puerta-. Ahora, más vale que cojas a tu amigo, os marchéis y demos por zanjado este malentendido.
Schiffer se plantó en la maltratada moqueta, delante del escritorio.
– Aquí solo hay un malentendido, y eres tú. En este puto despacho todo es falso. Tus octavillas de los cojones. Te partes el pecho pensando en los últimos gilis que se pudren en las cárceles de tu país.
– ¿Cómo te…?
– Tu pasión por la música. Para un musulmán como tú, el rock es una emanación de Satán. Si pudieras prenderle fuego a tu propia sala, no te lo pensarías dos veces. -Marius fue a levantarse, pero Schiffer volvió a sentarlo de un empujón-. Tus muebles atestados de papelajos, tus aires de hombre atareado… ¡Todo eso no oculta otra cosa que tus tráficos de negrero! -El viejo policía se acercó a la guillotina y acarició la cuchilla-. Y tú y yo sabemos que este juguete no te sirve más que para separar los ácidos que recibes en forma de pañuelos impregnados de LSD.-Schiffer abrió los brazos en un gesto de comedia musical e invocó al mugriento cielo raso-: ¡Oh, hermano mío, háblame de esas tres mujeres, antes de que ponga patas arriba tu despacho y encuentre con qué mandarte a Fleury para una larga temporada! -Marek Cesiuz no paraba de lanzar miradas a la puerta. El Cifra se colocó tras él y se inclinó hacia su oído-. Tres mujeres, Marius -recalcó masajeándole los hombros-. En menos de cuatro meses. Torturadas, desfiguradas y abandonadas en plena calle. Tú las trajiste a Francia. Entrégame sus fichas y nos largaremos.
Las lejanas pulsaciones del concierto llenaban el silencio. Parecía el corazón del turco latiendo en el vacío de su caja torácica.
– Ya no las tengo -murmuró.
– Por qué?
– Las he destruido. Tras la muerte de cada chica, hice desaparecer su ficha. Nada de huellas, nada de problemas.
Paul sintió crecer el miedo en su interior, pero agradeció la revelación. Por primera vez, el objeto de su investigación adquiría corporeidad. Las tres víctimas existían en tanto que mujeres: estaban cobrando vida ante sus ojos. Los Corpus eran inmigrantes ilegales.
Schiffer volvió a situarse frente al escritorio.
– Vigila la puerta -le dijo a Paul sin apartar la vista de Marius
– ¿C… cómo?
– La puerta.
Antes de que Paul pudiera reaccionar, Schiffer saltó sobre el turco y le aplastó la cara contra la esquina del escritorio. El hueso de la nariz crujió como una nuez entre los dientes de un cascanueces. El policía retirado le levantó la cabeza y la hizo chocar contra la pared. La sangre chorreaba por el rostro del turco.
– ¡Las fichas, cabrón!
Paul se abalanzó hacia Schiffer, pero este lo rechazó de un empujón. Paul se llevó la mano a la pistolera, pero la negra boca de un Manhurin 44 Magnum lo petrificó. El Cifra había soltado a Marius y desenfundado en un visto y no visto.
– Te he dicho que vigiles la puerta.
Paul estaba estupefacto. ¿De dónde salía aquella pipa? Marius había aprovechado la confusión para deslizarse en su sillón con ruedas y abrir un cajón.
– ¡A su espalda!
Schiffer giró en redondo y lanzó el cañón del Manhurin contra el rostro del turco. Marius dio una vuelta completa sobre el asiento y cayó de bruces sobre una pila de octavillas. El Cifra lo agarró de la camiseta y le clavó el cañón del arma bajo el mentón.
– Las fichas, turco de mierda. Si no, te juro que te mato.
Marek temblaba a sacudidas; la sangre burbujeaba entre sus dientes rotos, pero la expresión de regocijo no había desaparecido de su rostro. Schiffer enfundó y lo arrastró hasta la guillotina.
A su vez, Paul sacó la pistola y gritó:
– ¡Basta!
Schiffer levantó la cuchilla y colocó la mano derecha del turco debajo.
– ¡Dame las fichas, saco de mierda!
– ¡DETÉNGASE O DISPARO!
El Cifra ni siquiera lo miró. Empujó lentamente la cuchilla. La piel de las falanges se arrugó bajo el filo y la sangre manó en forma de pequeñas burbujas negras. Marius gritó, pero no tan fuerte como Paul:
– ¡¡¡SCHIFFER!!!
Tenía el arma agarrada con las dos manos y a Schiffer en el punto de mira. Tenía que disparar. Tenía…
La puerta se abrió violentamente a sus espaldas. Paul salió despedido hacia delante, rodó sobre sí mismo y quedó tumbado boca arriba, con la espalda contra el escritorio de hierro y la cabeza hacia la puerta.
Los dos gorilas iban a desenfundar cuando la sangre los salpicó. Un silbido de hiena llenó el despacho. Paul comprendió que Schiffer había acabado el trabajo. Apoyó una rodilla en el suelo y, agitando la pistola hacia los turcos, gritó:
– ¡Atrás!
Hipnotizados por la escena que se desarrollaba antes sus ojos, los guardaespaldas no se movieron. Temblando de pies a cabeza, Paul se levantó y les apuntó a la cara con el 9 milímetros…
– ¡Atrás he dicho, coño!
Les clavó el cañón en el pecho y, poco a poco, consiguió hacerlos retroceder hasta el umbral. Luego volvió a cerrar la puerta, apoyó la espalda contra la hoja y contempló al fin la pesadilla en acción.
Marius sollozaba de rodillas con la mano atrapada en la guillotina. La hoja no le había seccionado los dedos completamente, pero las falanges estaban a la vista, con la carne abierta sobre los huesos. Schiffer seguía agarrando el mango, con el rostro desfigurado por una mueca sardónica.
Paul enfundó el arma. Tenía que calmar a aquel loco. Iba a acercarse, cuando el turco tendió la mano sana hacia uno de los archivadores plateados, situado junto a la fotocopiadora.
– ¡Las llaves! -ladró Schiffer.
Marius intentó coger el manojo que llevaba colgado al cinturón. El Cifra se lo arrancó y fue pasando llaves delante de sus narices. El turco señaló la que abría la cerradura del archivador con un movimiento de cabeza.
El viejo policía puso manos a la obra. Paul aprovechó para liberar a su víctima. Levantó con cuidado la hoja, surcada de franjas rojizas. El turco se derrumbó al pie de la guillotina y se encogió en el suelo gimoteando:
– Hospital… hospital…
Schiffer se volvió con expresión de triunfo. Sostenía una carpe de cartón atada con una cinta. La abrió a toda prisa y encontró las fichas y las polaroid de las tres víctimas.
Paul seguía en estado de shock, pero comprendió que habían ganado.
Tornaron la salida de emergencia y corrieron hasta el Golf. Paul arrancó sin mirar y a punto estuvo de chocar con otro coche que pasaba en ese momento.
Apretó el acelerador, torció a la derecha y entro en la rue Lucien-Samapaix. No tardó en comprender que iba en dirección prohibida y dio otro volantazo, esta vez a la izquierda, para tornar el boulevard Magenta.
La ciudad temblaba ante sus ojos. Las lagrimas se aliaban con la lluvia del parabrisas para nublarle la vista. Apenas distinguía las luces de los semáforos, que sangraban como heridas tras la cortina de agua.
Pasó el primer cruce sin detenerse y luego el segundo, en medio de un estrépito de frenazos y bocinazos. Paró ante el tercer semáforo. Durante unos segundos, un zumbido llenó su cabeza; luego, supo lo que tenía que hacer.
Verde.
Aceleró sin desembragar, caló, soltó una maldición.
Iba a accionar la llave de contacto, cuando oyó la voz de Schiffer:
– ¿Adónde vas?
– A comisaría -farfulló Paul-. Estás detenido, pedazo de salvaje.
Al otro lado de la plaza, la estación del Este brillaba como un trasatlántico. Paul acababa de arrancar cuando Schiffer estiró la pierna y apretó el pedal del acelerador.
– Maldito hijo de…
Schiffer agarró el volante y tiró de él hacia la derecha. El coche se lanzó hacia la rue Sibour, una calleja en diagonal que bordea la iglesia de Saint-Laurent. El Cifra volvió a tirar del volante con una sola mano e hizo que el Golf saltara sobre la mediana del carril para bicicletas y chocara contra el bordillo de la acera.
Paul se clavó el volante en las costillas. Resolló, tosió y se cubrió de sudor. Cerró el puño y se volvió hacia su acompañante dispuesto a destrozarle la mandíbula.
La palidez de Schiffer lo disuadió. Había vuelto a envejecer veinte años. El perfil de su rostro se fundía con la línea del flácido cuello. Sus ojos se habían vuelto tan vidriosos que parecían transparentes. Tenía el rostro de un cadáver.
– ¡Es usted un loco peligroso! -barbotó Paul-. ¡Un jodido enfermo! Me voy a encargar personalmente de que le caiga el máximo. ¡Se pudrirá en la cárcel, torturador de mierda!
Sin dignarse responder, Schiffer sacó de la guantera un viejo plano de la ciudad y arrancó varias hojas para limpiarse la sangre de la chaqueta.
– No hay otra forma de tratar con esa escoria.
– Nosotros somos policías.
– Marius es basura. Controla a sus putas de aquí haciendo que mutilen a sus hijos allí, en su país. Un brazo, una pierna… Eso calma a las mamás turcas.
– Nosotros somos la ley.
Paul empezaba a recobrar el aliento y la calma. Su campo de visión se había aclarado: el muro de la iglesia, negro y sin vanos; las gárgolas, erguidas sobre sus cabezas como sendas horcas, y la incesante lluvia que saeteaba la oscuridad.
Schiffer hizo un rebujo con las hojas manchadas de sangre, bajó la ventanilla, las tiró y escupió fuera.
– Es demasiado tarde para deshacerte de mí.
– Si cree que responder de mis actos me asusta… Usted no me conoce. Acabará en chirona, aunque tenga que compartir celda con usted.
Schiffer encendió la luz del techo, abrió la carpeta del turco, que tenía sobre las rodillas, y sacó las fichas de las tres obreras: simples hojas volantes impresas en láser y grapadas a sendas polaroid. Arrancó las fotos y las repartió sobre el salpicadero, como si fueran cartas del tarot.
Luego se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Qué ves?
Paul no se inmutó. El resplandor de las farolas hacía brillar las fotografías encima del volante. Llevaba dos meses buscando aquellos rostros. Los había imaginado, dibujado, borrado y recomenzado cientos de veces. Ahora que los tenía enfrente sentía un miedo de novato.
Schiffer lo agarró del cuello y lo obligó a inclinarse hacia ellos.
– ¿Qué ves? -repitió con voz ronca.
Paul abrió los ojos de par en par. Tres mujeres de rasgos suaves lo miraban directamente con expresión de sorpresa, sin duda debida al flash. Tres rostros llenos enmarcados en melenas pelirrojas.
– ¿Qué te llama la atención? -insistió el Cifra. Paul dudó:
– Se parecen, ¿no?
– ¿Cómo que se parecen? -repitió Schiffer y se echó a reír-. ¡Querrás decir que son la misma!
Paul se volvió hacia él. No estaba seguro de comprender.
– ¿Qué quiere decir?
– Que tenías razón. El asesino busca un solo y único rostro. Un rostro que ama y odia al mismo tiempo. Un rostro que lo obsesiona, que le provoca pulsiones contradictorias. Podemos hacer mil conjeturas sobre sus motivos. pero ahora sabernos que persigue un objetivo. -La cólera de Paul se transformó en sensación de triunfo. Así que sus intuiciones eran acertadas… Obreras ilegales, rasgos idénticos… ¿Habría acertado también en lo de las estatuas antiguas?-. Estas caras son un paso adelante del copón, créeme. Porque nos proporcionan una información esencial. El asesino conoce este barrio como la palma de su mano.
– Eso ya lo sabíamos.
– Suponíamos que era turco, no que conociera hasta el último taller y el último sótano. ¿Te das cuenta de la paciencia y el tesón necesarios para dar con chicas que se parecen hasta este punto? Ese cabrón tiene acceso a todas partes.
– De acuerdo -dijo Paul con voz más tranquila-. Reconozco que sin usted jamás habría conseguido estas fotos. Así que le voy a ahorrar la comisaría. Lo llevaré directamente a Longéres, sin pasar por los calabozos.
Paul hizo girar la llave de contacto, pero Schiffer le agarró el brazo
– Estás cometiendo un error, muchacho. Ahora me necesitas más que nunca.
– Por lo que a usted respecta, este asunto está cerrado.
El Cifra cogió una de las fichas y la agitó a la luz de la lámpara.
– No solo tenemos sus rostros y su identidad. También tenemos los datos de los talleres donde trabajaban. Y eso es sólido.
Paul apartó la mano de la llave.
– Sus compañeras podrían haber visto algo…
– Recuerda lo que dijo el forense. Tenían el estómago vacío. Volvían del trabajo. Hay que interrogar a las obreras que tomaban el mismo camino todas las noches. Y a los dueños de los talleres. Y para eso me necesitas a mí, muchacho.
Schiffer no tuvo que insistir: Paul llevaba tres meses chocando contra el mismo muro. No le costaba imaginarse continuando la investigación en solitario y no consiguiendo absolutamente nada.
– Le concedo otro día -dijo al fin-. Visitaremos los talleres. Interrogaremos a las compañeras, los vecinos, la pareja, si la tenían. Luego, de vuelta al asilo. Y se lo advierto: a la menor mierda, le pego un tiro. Esta vez no dudaré.
Schiffer soltó una risa forzada, pero Paul comprendió que tenía miedo. Ahora los dos estaban asustados. Iba a arrancar, pero cambió de opinión. Tenía que saberlo.
– Lo de Marius… ¿A qué ha venido esa salvajada?
Schiffer observó las esculturas de las gárgolas, que se insinuaban en la oscuridad. Diablos encaramados en sus perchas: íncubos enseñando los dientes; demonios con alas de murciélago… El viejo policía guardó silencio durante unos instantes y luego murmuró:
– No había otra solución. Han decidido no decir nacía.
– ¿Quiénes?
– Los turcos. ¡El barrio se ha vuelto mudo, joder! Habrá que arrancarles la verdad a pedazos.
– Pero ¿por qué lo hacen? -preguntó Paul con la voz rota- ¿Por qué no quieren ayudarnos?
El Cifra seguía contemplando los rostros de piedra. Su palidez competía con la de la lámpara cenital.
– ¿Todavía no lo has comprendido? Protegen al asesino.