SIETE

38

El timbre del teléfono le estalló en los tímpanos.

– ¿Sí?

No hubo respuesta. Eric Ackermann colgó lentamente y consultó su reloj: las 15 horas. La duodécima llamada anónima en dos días. La última vez que había oído una voz humana había sido el día anterior por la mañana, cuando Laurent Heymes lo había llamado para informarle de la huida de Anna. A mediodía, cuando había intentado volver a hablar con él, ninguno de sus números respondía. ¿Demasiado tarde para Laurent?

Había intentado otros contactos. En vano.

Había recibido la primera llamada anónima esa misma noche. Al instante, se había acercado a la ventana para asegurarse: dos policías montaban guardia ante su domicilio, en la avenue Trudaine. Así pues, la situación era clara: ya no era el hombre al que se llama, el compañero al que se informa. Ahora era alguien a quien habría que vigilar, un enemigo que controlar. En cuestión de horas, la frontera se había desplazado bajo sus pies. Ahora estaba en el lado equivocado de la barrera, en el lado de los responsables del desastre.

Se levantó y se acercó a la ventana del dormitorio. Los dos agentes seguían de plantón ante el instituto de enseñanza media Jacques-Decourt. Contempló los parterres de césped que flanqueaban la avenida en toda su longitud; los plátanos, que tendían sus desnudas ramas hacia el azul del cielo; la gris estructura del quiosco de la place d'Anvers… No pasaba ni un coche y, como siempre, la avenida parecía un desierto.

Le acudió a la mente una cita: «La angustia es física si el peligro es concreto; psicológica, si es instintivo». ¿Quién lo había escrito? ¿Freud? ¿Jung? En su caso, ¿cómo se manifestaría el peligro? ¿Lo eliminarían en la calle? ¿Lo sorprenderían mientras dormía? ¿O, simplemente, lo encerrarían en una prisión militar? ¿Lo torturarían para obtener todos los documentos relacionados con el programa?

Esperar. Tenía que esperar hasta la noche para poner en práctica su plan.

De pie ante la ventana, remontó mentalmente el camino que lo había conducido a donde estaba, la antecámara de la muerte.

Todo había empezado con el miedo.

Todo acabaría con él.


Su odisea había empezado en junio de 1985, cuando entró a formar parte del equipo del profesor Wayne C. Drevets, de la Universidad Washington de Saint Louis, estado de Missouri. Aquel grupo de científicos se había fijado una meta muy ambiciosa: localizar la zona del cerebro que desencadena el miedo utilizando la tomografía por emisión de positrones. Para alcanzar su objetivo habían diseñado un minucioso protocolo de experimentos destinados a provocar el terror en sujetos voluntarios. Aparición de serpientes, perspectiva de descargas eléctricas y amenazas similares, tanto más angustiosas cuanto que se harían esperar…

Tras varias series de pruebas, consiguieron delimitar la misteriosa zona. Estaba situada en el lóbulo temporal, en un extremo del circuito límbico, en una pequeña región llamada amígdala, una especie de nicho que constituye nuestro «arqueocerebro». La parte más antigua de nuestro órgano, que compartimos con los reptiles y que aloja igualmente el instinto sexual y la agresividad.

Ackermann recordaba la exaltación de aquellos momentos. Por primera vez contemplaba la actividad de las zonas cerebrales en la pantalla de un ordenador. Por primera vez observaba la mente en acción, sorprendía sus engranajes secretos. Lo sabía: había encontrado su camino y su transporte. La cámara de positrones sería el vehículo de su viaje al interior del córtex humano.

Se convertiría en un pionero, en un cartógrafo del cerebro.

A su regreso a Francia, redactó una petición de fondos a la atención del INSERM, el CNRS y la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, así como de varias universidades y hospitales de París, con vistas a aumentar sus posibilidades de obtener financiación.

Transcurrido un año sin obtener respuesta, se marchó a Inglaterra y se unió al equipo del profesor Anthony Jones, de la Universidad de Manchester. Con aquel nuevo grupo, se lanzaba a la exploración de otra región neuronal: la del dolor.

Por segunda vez, participó en series de análisis sobre sujetos que habían aceptado someterse a estímulos, en esta ocasión dolorosos. por segunda vez, vio iluminarse una región incógnita en los monitores: el país del sufrimiento. No era un territorio concentrado, sino un conjunto de puntos que se activaban simultáneamente, una especie de tela de araña desplegada por todo el córtex.

Un año después, el profesor Jones escribía en la revista Science: «Una vez registrada por el tálamo, el cíngulum y el córtex central interpretan la sensación de dolor de forma más o menos negativa. Ese es el momento en el que la sensación se convierte en sufrimiento».

Era un hecho de capital importancia. Confirmaba el papel fundamental del pensamiento en la percepción del dolor. Dado que el cíngulum funciona como un selector de asociaciones, se abría la posibilidad de atenuar la sensación de dolor mediante una serie de ejercicios puramente psicológicos, de disminuir su «resonancia» en el interior del cerebro y reorientarla. En el caso de una quemadura, por ejemplo, bastaba con pensar en el sol en vez de en la carne achicharrada para que la quemazón remitiera… El dolor podía combatirse con la mente: la misma topografía del cerebro lo demostraba.

Ackermann volvió a Francia lleno de proyectos. Ya se veía al mando de un grupo multidisciplinario de investigación, una entente de cartógrafos, neurólogos, psiquiatras, psicólogos… Ahora que el cerebro empezaba a desvelar sus claves fisiológicas, la colaboración entre todas las disciplinas era no solo posible, sino obligada. El tiempo de las rivalidades había acabado: bastaba con mirar el mapa y unir esfuerzos.

Pero, una vez más, sus peticiones de fondos toparon con el silencio. Desanimado, desesperado, se enterró en un laboratorio minúsculo en Maisons-Alfort, donde recurrió a las anfetaminas en un intento de recobrar la moral. Estimulado por los comprimidos de Benzedrina, no tardó en convencerse de que sus peticiones habían caído en saco roto por simple ignorancia, y no por indiferencia: las posibilidades del Petscan aún eran muy poco conocidas.

Ackermann decidió reunir todos los estudios internacionales sobre la cartografía del cerebro en un solo libro de carácter exhaustivo. Reanudó sus viajes. Tokio, Copenhague, Boston… Se entrevistó con neurólogos, biólogos, radiólogos… Desmenuzó sus artículos y redactó síntesis. En 1992 publicó una obra de seiscientas páginas titulada Diagnóstico funcional por imágenes y geografía cerebral, un auténtico atlas que mostraba un mundo nuevo, una geografía insólita, con sus propios continentes, mares, archipiélagos…

Pese al éxito del libro entre la comunidad científica internacional, las instituciones francesas persistieron en su silencio. Peor aún: en Orsay y Lyon se habían instalado dos cámaras de positrones sin que su nombre hubiera sido mencionado una sola vez. Ni siquiera le habían consultado. Explorador sin barco, Ackermann se sumergió aún más profundamente en su universo de síntesis. Si por un lado recordaba ciertas experiencias con el éxtasis que en esa época lo habían llevado más allá de sí mismo, por otro no olvidaba los malos viajes y los abismos a que habían abocado su mente.

Estaba en el fondo de una de esas simas cuando recibió la carta del Comisariado de la Energía Atómica.

En un primer momento creyó que seguía delirando. Luego se rindió a la evidencia: era una respuesta afirmativa. Dado que la utilización de una cámara de positrones lleva aparejada la inyección de un trazador radiactivo, el CEA se interesaba por su trabajo. Una comisión específica deseaba entrevistarlo para determinar la medida en que el CEA podría implicarse en la financiación de su programa.

A la semana siguiente, Eric Ackermann se presentó en la sede de Fontenay-aux-Roses. Sorpresa: el comité de recepción estaba mayoritariamente compuesto por militares. El neurólogo sonrió. Aquellos uniformes le recordaban su buena época, el 68, cuando era maoísta y se zurraba con los CRS en las barricadas de la rue Gay Lussac. El recuerdo acabó de enardecerlo. Tanto más cuanto que se había echado al coleto un puñado de Benzedrinas para darse ánimos. Si no conseguía convencer a aquellos espadones, se despacharía a gusto.

Su exposición duró varias horas. Comenzó por explicar que en 1985 la utilización del Petscan había permitido identificar la zona del miedo y que, una vez descubierta, se podía definir una farmacopea específica para atenuar su influencia sobre la mente del hombre. Se lo contó a los militares.

A continuación, describió los trabajos del profesor Jones, que lo habían llevado a localizar el circuito neuronal del dolor, y añadió que era posible limitar el sufrimiento asociando esas localizaciones a un condicionamiento psicológico.

Lo dijo ante un comité de generales y psiquiatras del ejército. Luego pasó revista a otras investigaciones sobre la esquizofrenia, la memoria, la imaginación…

Con gran alarde de gestos, estadísticas y bibliografía, les dejó entrever posibilidades fabulosas: en adelante, gracias a la cartografía cerebral, sería posible observar, controlar, modelar el cerebro humano.

Un mes más tarde volvieron a convocarlo. Estaban dispuestos a financiar su proyecto, con la condición expresa de que se instalara en el Instituto Henri-Becquerel, un hospital militar situado en Orsay. Además, tendría que colaborar con sus colegas del ejército con absoluta transparencia.

Era para troncharse: ¡iba a trabajar para el Ministerio de Defensa!. Él, un típico producto de la contracultura de los setenta, un psiquiatra chiflado que funcionaba a base de anfetas… Se dijo que sabría ser más astuto que sus socios, que sabría manipularlos sin dejarse manipular.

Se equivocaba de medio a medio.


Volvió a sonar el teléfono.

Ni se molestó en contestar. Descorrió los visillos y miró por la ventana sin, disimulo. Los centinelas seguían en su puesto.

La avenue Trudaine ofrecía una delicada policromía de marrones: barro seco, oro sucio, metal viejo… Por algún extraño motivo, contemplarla siempre le hacía pensar en un templo chino o tibetano cuya pintura, desconchada, amarilla o herrumbrosa, revelaba la corteza de otra realidad.

Eran las cuatro y el sol aún estaba alto.

De repente, decidió no esperar hasta la noche.

Estaba demasiado impaciente por huir.

Cruzó el salón, cogió el bolso de viaje y abrió la puerta.

Todo había empezado con el miedo.

Todo acabaría con él.

39

Bajó al aparcamiento del edificio por la escalera de emergencia. Se detuvo en el umbral y escudriñó la penumbra: nadie. Cruzó el garaje y descorrió el cerrojo de una puerta metálica disimulada detrás de una columna. Recorrió el pasillo y llegó a la estación de metro Anvers. Miró a sus espaldas: no lo seguía nadie.

En el vestíbulo de la estación, la muchedumbre de los viajeros le produjo pánico, pero le bastaron unos segundos de reflexión para tranquilizarse: la multitud favorecería su fuga. Se abrió camino entre la gente sin acortar el paso, con la mirada clavada en la siguiente puerta, al otro lado del vestíbulo.

Cuando llegó ante el fotomatón, hizo como quien espera a que salga su tira de fotos y utilizó el manojo de llaves que se había agenciado. Tras algunas vacilaciones, dio con la buena y abrió discretamente la puerta con la leyenda: RESERVADO PERSONAL.

De nuevo solo, respiró aliviado. En el pasillo flotaba un olor penetrante, un tufo agrio, pegajoso, que no conseguía identificar pero parecía envolverlo por entero. Avanzó por el pasadizo chocando con cajas de cartón mojado, trozos de cable, envases metálicos… No intentó localizar un interruptor. Abrió varias cerraduras, candados, verjas y puertas precintadas. No se molestó en volver a cerrarlos con llave, pero sentía que se acumulaban a sus espaldas como otras tantas barreras protectoras.

Al fin, penetró en las entrabas del segundo aparcamiento, situado bajo la place d'Anvers. Era una réplica exacta del primero, aunque las paredes y el suelo de aquel estaban pintados de verde claro. No se veía a nadie. Reanudó la marcha. Estaba empapado en sudor, temblaba inconteniblemente y tan pronto tenía frío como calor. Más allá de la angustia, los síntomas eran claros: la abstinencia.

Por fin, en el número 2033, vio el Volvo Break. Su imponente aspecto, su carrocería gris metalizada, su placa de matrícula del departamento de Haut-Rhin, le comunicaron una sensación de seguridad. Todo su organismo parecía estabilizarse, encontrar su punto de equilibrio.

Desde el comienzo de los trastornos de Anna, había comprendido que la situación iba a agravarse. Sabía mejor que nadie que sus lapsus se multiplicarían y que, tarde o temprano, el proyecto acabaría en desastre. De modo que había pensado en una vía de escape. Primero, volvería a su región natal, Alsacia. Ya que no podía cambiar de nombre, se mezclaría con los demás Ackermann del planeta: más de trescientos solo en los departamentos de Bas y Haut-Rhin. Después, prepararía la auténtica fuga: a Brasil, Nueva Zelanda, Malaisia…

Se sacó el mando a distancia del bolsillo. Iba a accionarlo, cuando una voz lo apuñaló por la espalda:

– ¿Estás seguro de que no olvidas nada?

Se volvió y, apenas a unos pasos, vio una figura negra y blanca, envuelta en un abrigo de terciopelo.

Anna Heymes.

Su primera reacción fue la cólera. Aquella mujer era un pájaro de mal agüero, una maldición que no se despegaba de sus talones. Pero recapacitó. «Entrégala -se dijo-. Entrégala, es tu única salvación.»

Dejó el bolso en el suelo y adoptó un tono mezcla de sorpresa y alivio.

– Anna… Por amor de Dios, ¿dónde te habías metido? Todo el mundo te busca -dijo avanzando hacia la mujer con los brazos abiertos-. Has hecho bien viniéndome a buscar. Has…

– No te muevas.

Eric Ackermann se detuvo en seco y lenta, muy lentamente, se volvió hacia la nueva voz. A su derecha, otra figura asomó detrás de una columna. Se quedó tan asombrado que se le nubló la vista Los recuerdos emergieron, confusos, a la superficie de su conciencia. Conocía a aquella mujer.

– ¿Mathilde? -La interpelada se acercó sin responder- ¿Mathilde Wilcrau? -especificó Ackermann con la misma estupefacción. La mujer se plantó ante él y lo encañonó con la pistola automática que empuñaba con la mano enguantada-. ¿Os… os conocéis? -balbuceó mirándolas alternativamente.

– Cuando una ya no se fía de su neurólogo, ¿a quién acude? A la psiquiatra.

Mathilde Wilcrau seguía alargando las sílabas y hablando con ondulaciones graves, como antaño. ¿Cómo olvidar aquella voz? La boca de Eric Ackermann se llenó de saliva. Un sabor a limón que le recordaba el extraño olor de hacía un rato. Esta vez supo identificarlo: el sabor del miedo, agrio, espeso, envenenado. Él era su única fuente. Lo exudaba por todos los poros de la piel.

– ¿Me habéis seguido? ¿Qué pretendéis?

Anna se le acercó. Sus ojos índigo brillaban a la verdosa luz del aparcamiento. Ojos de océano sombrío, alargados, casi asiáticos.

– ¿Tú qué crees? -dijo sonriendo.

40

Soy el mejor, o al menos uno de los mejores, en el área de las neurociencias, la neuropsicología y la psicología cognitiva, y no hablo solo de Francia. No es vanidad, sino un simple hecho reconocido por la comunidad científica internacional. A los cincuenta y dos años, soy lo que suele llamarse un valor seguro, una referencia.

Sin embargo, no empecé a ser realmente importante en dichos campos hasta que me alejé del mundo científico, hasta que abandoné los caminos trillados y tomé un sendero prohibido. Un sendero que nadie había tomado antes que yo. Fue entonces cuando me convertí en un investigador excepcional, en un pionero que marcará su tiempo. Solo que ya es demasiado tarde para mí…


Marzo de 1994

Tras dieciséis meses de experimentos tomográficos sobre la memoria -tercera etapa del programa «Memoria personal y memoria cultural»-, la repetición de ciertas anomalías me impulsa a contactar con los laboratorios que utilizan para sus investigaciones el mismo trazador radiactivo que mi equipo: el Oxígeno-15.

Respuesta unánime: no han advertido nada.

Eso no significa que me equivoque. Significa que inyecto dosis superiores a los sujetos de mis experimentos y que la singularidad de mis resultados se debe precisamente a esa dosificación. Presiento esta verdad: he cruzado un umbral, y ese umbral ha revelado el poder de la sustancia.

Es demasiado pronto para publicar nada. Me contento con redactar un informe dirigido a mi mecenas, el Comisariado para la Energía Atómica, en el que hago balance de la etapa que termina. En una nota adjunta, en la última página, menciono la repetición de los hechos originales observados durante las pruebas; hechos relacionados con la influencia directa del 0-15 sobre el cerebro humano, que merecerían, sin lugar a dudas, un programa específico.

La reacción es inmediata. Durante el mes de mayo me convocan a la sede del CEA. Me espera una decena de especialistas en una gran sala de conferencias. Pelo cortado al cepillo, cortesía envarada… Los reconozco al primer vistazo. Son los militares que me recibieron dos años antes, cuando presenté por primera vez mi programa de investigación.

Comienzo mi exposición por el principio:

– El principio de la TEP (Tomografía por Emisión de Positrones) consiste en inyectar un trazador radiactivo en la sangre del sujeto. Una vez radiactivado, dicho sujeto emite positrones que la cámara capta en tiempo real, lo que permite localizar la actividad cerebral. Por mi parte, he elegido un isótopo radiactivo clásico, el Oxígeno-15, y…

Me interrumpe una voz:

– En su nota, menciona usted unas anomalías. Vayamos a los hechos: ¿qué ha ocurrido?

– He advertido que, tras las pruebas, los sujetos confundían sus recuerdos con anécdotas que se les habían relatado durante la sesión.

– Sea más preciso.

– Varias experiencias de mi programa consisten en la audición de historias imaginarias, breves relatos que el sujeto debe resumir oralmente. Tras las pruebas, los sujetos relataban dichas ficciones como si fueran hechos verídicos. Todos estaban convencidos de haber vivido esas historias en la realidad.

– ¿Cree usted que la causa de ese fenómeno es el empleo del O-15

– Lo supongo. La cámara de positrones no puede tener ningún efecto sobre la conciencia: es una técnica no invasiva. El único producto que administramos a los sujetos es el O-15.

– ¿Cómo explica usted esa influencia?

– No puedo explicarla. Tal vez se deba al impacto de la radiactividad sobre las neuronas. O a un efecto de la molécula misma sobre los neurotransmisores. Es como si la experiencia exaltara el sistema cognitivo, lo volviera permeable a las informaciones recibidas durante la prueba. El cerebro ya no sabe diferenciar entre los datos imaginarios y la realidad vivida.

– ¿Cree usted que, gracias a esa sustancia, sería posible implantar recuerdos… digamos artificiales en a mente de un sujeto?

– Se trata de algo mucho más complejo. En mi…

– ¿Cree usted que sería posible, sí o no?

– Sería factible trabajar en ese sentido, sí.

Silencio. Otra voz:

– Durante su carrera, ha trabajado usted sobre la técnicas de lavado de cerebro, ¿no?

Me echo a reír, en un vano intento de neutralizar la atmósfera inquisitorial que reina en la sala de conferencias.

– Hace más de veinte años. ¡Fue para mi tesis de doctorado!

– ¿Está usted al corriente de los progresos realizados en ese terreno?

– Sí, más o menos. Pero, en ese sector, hay muchas investigaciones que no se han publicado. Trabajos clasificados como Alto Secreto. No se si…

– ¿Podrían utilizarse eficazmente determinadas sustancias como pantalla química para ocultar la memoria de un sujeto?

– Existen varios productos, sí.

– ¿Cuáles?

– Está usted hablando de manipulaciones que…

– ¿Cuáles?

– Actualmente -respondo a mi pesar- se habla mucho de sustancias como el GHB, el gammahidroxibutirato. Pero, para obtener los resultados a los que se ha referido, sería mucho mejor utilizar un producto más corriente. El Valium, por ejemplo.

– ¿Por qué?

– Porque, en dosis infraanestésicas, el Valium provoca no solo una amnesia parcial, sino determinados automatismos. El paciente se vuelve permeable a la sugestión. Además, tenemos un antídoto el sujeto puede recuperar la memoria de inmediato.

Silencio. La primera voz:

– Suponiendo que un sujeto haya sufrido ese tratamiento, ¿sería posible a continuación inyectarle nuevos recuerdos mediante el Oxígeno-15?

– Si cuentan conmigo para…

– ¿Sí o no?

– Sí.

Nuevo silencio. Todos los ojos están clavados en mí.

– ¿El sujeto no se acordaría de nada?

– No.

– ¿Ni del primer tratamiento con Valium ni del segundo con Oxígeno-15?

– No. Pero es demasiado pronto para…

– Aparte de usted, ¿quién conoce esos efectos?

– Nadie. Me puse en contacto con los laboratorios que utilizan un isótopo, pero no habían notado nada y…

– Sabemos con quién contactó.

– ¿Qué saben…? ¿Me tienen vigilado?

– ¿Habló personalmente con los responsables de esos laboratorios?

– No. Nos comunicamos por correo electrónico y…

– Gracias, profesor.

A finales de 1994, se aprobó un nuevo presupuesto. Un programa exclusivamente dedicado a los efectos del Oxígeno-15. Y ahí está la ironía de la historia: después de tantas dificultades para obtener los fondos de un programa que había elaborado, presentado y defendido personalmente, consigo financiación para un proyecto en el que ni siquiera había pensado.


Abril de 1995

La pesadilla ha empezado. Recibo la visita de un policía escoltado por dos esbirros vestidos de negro. Un gigante de bigote gris y trinchera de lana. Se presenta: Philippe Charlier, comisario. Parece jovial, risueño, campechano, pero el instinto de viejo hippy me dice que es peligroso. Reconozco al energúmeno, al infiltrado, al cabrón convencido de su derecho.

– He venido a contarte una historia -me dice-. Un recuerdo personal. Relacionado con la ola de atentados que sembró el pánico en Francia de diciembre de 1985 a septiembre de 1986. La calle de Rennes y todo aquello, ¿lo recuerdas? En total, trece muertos y doscientos cincuenta heridos.

»Por aquel entonces, yo trabajaba para la DST (Dirección de Vigilancia del Territorio). Nos proporcionaron todos los medios habidos y por haber. Miles de hombres, sistemas de escucha y medidas de excepción. Pasamos por la criba a los grupos islamistas, las ramificaciones palestinas, las redes libanesas, las comunidades iraníes… París estaba bajo nuestro absoluto control. Incluso se ofreció una recompensa de un millón de francos a quien nos proporcionara información. No sirvió de nada. No conseguimos ni una pista, ni una información. Cero. Y los atentados continuaban matando, hiriendo y destrozando, sin que consiguiéramos detener la matanza.

»Un día de marzo de 1986 se produjo un pequeño cambio y detuvimos de un solo golpe a todo el comando: Fouad Ali Salah y sus cómplices. Guardaban las armas y los explosivos en un piso de la rue de la Voûte, en el Distrito Duodécimo. Su punto de encuentro era un restaurante tunecino de la rue Chartres, en el barrio de la Goutte d'Or. Yo mismo dirigí la operación. Los cogimos a todos en cuestión de horas. Un trabajo limpio, exquisito, sin cabos sueltos. Los atentados cesaron de la noche a la mañana y la ciudad recobró la calma.

»¿Sabes qué permitió ese milagro? ¿Cuál fue el "pequeño cambio" que lo decidió todo? Uno de los miembros del grupo, Lofti ben Kallak, decidió cambiar de chaqueta, sencillamente. Se puso en contacto con nosotros y delató a sus cómplices a cambio de la recompensa. Incluso aceptó organizar la trampa desde el interior.

»Lofti estaba loco. Nadie renuncia a la vida por unos cientos de miles de francos. Nadie acepta vivir como un animal acosado, esconderse en el culo del mundo sabiendo que tarde o temprano recibirá su castigo. Pero la trascendencia de su traición fue enorme. Por primera vez estábamos en el interior del grupo. En el corazón de la trama, ¿comprendes? Desde ese instante, todo fue claro, fácil, rápido. Esa es la moraleja de mi historia. Los terroristas solo tienen un arma: el secreto. Golpean donde y cuando les viene en gana. Solo hay un medio de pararlos: penetrar en su red. Penetrar en su cerebro. A partir de ahí, todo es posible. Como con Lofti. Y, gracias a ti, vamos a conseguirlo con todos los demás.

El proyecto de Charlier es diáfano: utilizar el Oxígeno-15 con sujetos próximos a las redes terroristas, implantarles recuerdos artificiales -por ejemplo, un motivo de venganza- para convencerlos de que cooperen y traicionen a sus correligionarios.

– El programa se llamará Morfo -me explica-. Porque modificaremos la morfología psíquica de los moros. Les cambiaremos la personalidad, la geografía cerebral. Y, a continuación, volveremos a soltarlos en su hábitat natural. Como a putos perros contaminados en mitad de la jauría. Tu elección es sencilla -concluye en un tono de voz que me hiela la sangre-. De un lado, medios ilimitados, sujetos en abundancia, la ocasión de encabezar una revolución científica con total confidencialidad. Del otro, la vuelta a la aperreada vida del investigador, el zascandileo en busca de pasta, los laboratorios de tercera, las publicaciones en revistas que no lee ni Dios… Y, por descontado, desarrollaremos el programa igualmente; con otros, a los que entregaremos tus trabajos, tus notas, todo. Puedes estar seguro de que esos científicos profundizarán en los efectos del Oxígeno-15 y se atribuirán la paternidad del descubrimiento.

En los días inmediatamente posteriores, procuro informarme. Philippe Charlier es uno de los cinco comisarios de la sexta división de la Dirección Central de la Policía Judicial (DCPJ). Una de las principales figuras de la lucha antiterrorista internacional, a las órdenes de Jean-Paul Magnard, el director de la «Sexta Oficina».

Apodado en el servicio «el Gigante Verde», es famoso por su obsesión por la infiltración y también por la brutalidad de sus métodos. Hasta el punto de ser regularmente apartado por Magnard, conocido a su vez por su intransigencia, pero fiel a los métodos tradicionales y alérgico a los experimentos.

Pero estamos en la primavera de 1995, y las ideas de Charlier adquieren una resonancia particular. Sobre Francia pesa la amenaza de una red terrorista. El 25 de julio, una bomba estalla en la estación de metro de Saint-Michel y acaba con la vida de diez personas. Se sospecha de los GIA, pero no hay la menor pista para atajar la ola de atentados.

El Ministerio de Defensa, en colaboración con el del Interior, decide financiar el proyecto Morfo. Si bien no permitirá solucionar este asunto concreto -«demasiado inmediato»-, se considera que ha llegado el. momento de utilizar armas nuevas contra el terrorismo, A finales del verano de 1995, Philippe Charlier me hace otra visita y habla ya de la selección de un cobaya entre los centenares de islamistas detenidos en el marco del plan Vigipirate.

En ese preciso momento, Magnard obtiene una victoria decisiva. La policía de Lyon ha encontrado una bombona de gas en la línea del TGV y se dispone a destruirla, cuando Magnard ordena su análisis. Se descubren las huellas de un sospechoso, Jaled Kelkal, que resulta ser uno de los autores de los atentados. El resto pertenece a la historia y las hemerotecas: perseguido como un animal por los bosques de la región lionesa, Kelkal es abatido el 29 de septiembre, y la red, desmantelada.

Triunfo de Magnard y los viejos métodos.

Fin del programa Morfo.

Mutis de Philippe Charlier.

Pero el presupuesto está aprobado. Los ministerios responsables de la seguridad del país me proporcionan importantes medios para proseguir mis trabajos. Los resultados obtenidos durante el primer año demuestran que estaba en lo cierto. El Oxígeno-15, inyectado en dosis significativas, convierte a las neuronas en permeables a los recuerdos artificiales. Bajo su influencia, la memoria se vuelve porosa, deja pasar elementos de ficción y los asimila a realidades.

Mi protocolo se afina. Trabajo sobre varias decenas de pacientes que me proporciona el ejército: soldados voluntarios. Se trata de condicionamientos de muy poca envergadura. Un solo recuerdo artificial por sesión. Luego, espero varios días para asegurarme de que el «injerto» ha arraigado.

Queda intentar el experimento definitivo: ocultar la memoria de un sujeto para, acto seguido, implantarle recuerdos completamente nuevos. No tengo ninguna prisa por realizar semejante tentativa. Por suerte, la policía y el ejército parecen haberse olvidado de mí. Durante estos años, Charlier, alejado de las esferas del poder, se ha visto reducido a la investigación sobre el terreno. Magnard y sus principios tradicionales reinan sin oposición. Tengo la esperanza de que me suelten las riendas definitivamente. Sueño con volver a la vida civil, publicar mis resultados oficialmente, dar una aplicación sana a mis descubrimientos…

Todo eso habría sido posible sin el 11 de septiembre de 2001.

Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.

Su onda expansiva pulveriza todas las certezas policiales, todas las técnicas de investigación y de espionaje, a escala mundial. Los servicios secretos, las agencias de información, las policías y los ejércitos de los países amenazados por al-Queda andan de cabeza. Los responsables políticos están asustados. Una vez más, el peligro terrorista ha demostrado cuál es su principal arma: el secreto.

Se habla de guerra santa, de amenaza química, de alerta atómica…

Philippe Charlier vuelve al primer plano. Es el hombre de la rabia, de la obsesión. Un personaje fuerte, de métodos turbios, violentos… y eficaces. El programa Morfo renace de sus cenizas. Palabras proscritas hasta hacía poco regresan a todos los labios: condicionamiento, lavado de cerebro, infiltración…

A mediados de noviembre, Charlier se presenta en el Instituto Henri-Becquerel y, sonriendo de oreja a oreja, dice:

– Los moros han vuelto.

Me invita a comer. En un antro lionés: salchichón caliente y borgoña. La pesadilla se reanuda en medio del olor a grasa y fritanga.

– ¿Sabes cuál es el presupuesto anual de la CIA y el FBI? -me pregunta. Respondo que no-. Treinta mil millones de dólares. Las dos agencias disponen de satélites, submarinos espía, aparatos automáticos de reconocimiento, centros de escucha móviles… La tecnología más avanzada en el campo de la vigilancia electrónica. Por no hablar de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, y sus habilidades. Los yanquis pueden oírlo todo, percibirlo todo. Ya no hay secretos sobre la faz de la tierra. Se ha repetido hasta la saciedad. El mundo entero estaba preocupado. Incluso se hablaba del Gran Hermano… Pero llegó el 11 de septiembre. Unos tíos armados con cuchillos de plástico consiguieron destruir el World Trade Center y un buen trozo del Pentágono, con un balance de cerca de tres mil muertes. Los yanquis lo escuchan todo, lo captan todo, menos a los hombres realmente peligrosos. -El Gigante Verde ya no se ríe. Vuelve lentamente las palmas de las manos hacia el techo, por encima del plato-. ¿Te imaginas los dos platillos de la balanza? De un lado, treinta mil millones de dólares. Del otro, cuchillos de plástico. En tu opinión, ¿qué marcó la diferencia? -Pega un puñetazo en la mesa-. La voluntad. La fe. La locura. Frente a la armada de la tecnología, frente a los miles de agentes de Estados Unidos, un puñado de hombres resueltos consiguió eludir todos los sistemas de vigilancia. Porque nunca habrá ninguna máquina tan poderosa como el cerebro humano. Porque ningún funcionario, con una vida normal, con ambiciones normales, podrá detener a un fanático que no da un bledo por su vida y se identifica en cuerpo y alma con una causa superior. -Hace una pausa, respira y continúa-: Los pilotos kamikazes del 11 de septiembre se habían depilado el cuerpo. ¿Sabes por qué? Para ser totalmente puros cuando entraran en el paraíso. Contra semejantes tarados, no se puede hacer nada. Ni espiarlos, ni comprarlos, ni comprenderlos. -Sus ojos tienen un brillo ambiguo, como si llevara años pronosticando la catástrofe-. Te lo repito: solo hay un modo de atrapar a esos fanáticos. Lavarle el cerebro a uno de ellos. Entrar en su cabeza para leer el envés de su locura. Solo entonces podremos combatirlos. -El Gigante Verde clava los codos en el mantel, se lleva la copa de tinto a los labios y vuelve a alzar el bigote con una sonrisa-: Tengo una buena noticia para ti. A partir de hoy, el proyecto Morfo vuelve a ponerse en marcha. Incluso te he encontrado un candidato. -La mueca sardónica se acentúa-. Mejor dicho, una candidata.

41

– Yo.

La voz de Anna rebotó contra el hormigón como una pelota de ping-pong. Eric Ackermann le dedicó una débil sonrisa, una sonrisa casi de disculpa. Llevaba más de una hora hablando sin parar, sentado en el Volvo Break con la puerta abierta y las piernas extendidas fuera. Tenía la garganta seca y habría dado cualquier cosa por un vaso de agua.

Recostada en la columna, Anna Heymes permanecía inmóvil, tan delicada como un graffiti pintado con tinta china. Mathilde Wilcrau no paraba de ir y venir, y accionaba el interruptor de la luz cada vez que actuaba el temporizador de los fluorescentes.

Mientras hablaba, el neurólogo no había dejado de observar a las dos mujeres. La menuda, pálida y morena, parecía investida de una rigidez muy antigua, casi mineral. La alta, en cambio, era vegetal, de una frescura vibrante e intacta. La misma boca demasiado roja, los mismos cabellos demasiado negros… Un choque de colores crudos, como en un puesto de mercado.

¿Cómo podía pensar en esas cosas en esos momentos? Los hombres de Charlier debían de estar peinando el barrio, ayudados por los policías del distrito, todos en su busca. Batallones de maderos armados que querían su pellejo. Y la necesidad de droga, que aumentaba por momentos y se confabulaba con la sed para crisparle hasta la última molécula del cuerpo…

– Yo… -repitió Anna bajando la voz y sacando un paquete de cigarrillos de un bolsillo.

– ¿Puedes…? ¿Puedes darme uno? -se atrevió a preguntar Ackermann.

Anna encendió el Marlboro y luego, tras un momento de vacilación, le tendió el paquete. Las luces se apagaron cuando iba a darle fuego. La llama perforó la oscuridad e imprimió la escena en negativo.

Mathilde volvió a accionar el interruptor.

– Continúe, Ackermann. Falta lo principal: ¿quién es Anna?

El tono seguía siendo amenazante, pero estaba desprovisto de cólera u odio. Ahora sabía que aquellas mujeres no lo matarían. Un asesino no se improvisa. Su confesión era voluntaria, y le quitaba un peso de encima. Esperó a que el sabor del tabaco le llenara la garganta y respondió:

– No lo sé todo. Ni mucho menos. Según lo que me dijeron, te llamas Sema Gokalp. Eres turca, trabajadora clandestina. Procedes de la región de Gaziantep, en el sur de Anatolia. Trabajabas en el Distrito Décimo. Te trajeron al Instituto Henri-Becquerel el 16 de noviembre de 2001, tras una breve estancia en el hospital de Sainte-Anne.

Anna seguía apoyada en la columna, impasible. Las palabras parecían atravesarla sin efecto aparente, como un bombardeo de partículas, invisible pero letal.

– ¿Me secuestraron ustedes?

– Más bien te encontraron. Ignoro cómo ocurrió. Un enfrentamiento entre turcos, una acción de represalia contra un taller de Strasbourg-Saint-Denis. Una oscura historia de extorsión, no sabría precisar. Cuando llegó la policía, ya no quedaba nadie en el taller. Excepto tú. Estabas escondida en un cuartucho. -El neurólogo le dio una calada al Marlboro. A pesar de la nicotina, el olor del miedo persistía-. El asunto llegó a oídos de Charlier. No tardó en comprender que tenía el sujeto ideal para iniciar el proyecto Morfo.

– ¿Por qué ideal?

– Sin papeles, sin familia, sin relaciones… Y, sobre todo, en estado de shock. -Ackermann lanzó una mirada a Mathilde; una mirada de especialista. Luego volvió a dirigirse a Anna-: No sé qué viste esa noche, pero debió de ser algo espantoso. Estabas profundamente traumatizada. Tres días después seguías teniendo las extremidades agarrotadas por la catalepsia. Te sobresaltabas al menor ruido Pero lo más interesante era que el trauma te había perturbado la memoria. Parecías incapaz de recordar tu nombre, tu identidad y el resto de los datos que figuraban en tu pasaporte. No dejabas de murmurar frases incoherentes. Tu amnesia me había preparado el terreno. Podría implantar nuevos recuerdos mucho más rápidamente. Eras la cobaya perfecta.

– ¡Hijo de puta…! -gritó Anna,

Ackermann asintió cerrando los ojos, pero se lo pensó mejor; tomando conciencia de su actitud, añadió con cinismo:

– Además, te expresabas en un francés impecable. Ese fue el detalle que le dio la idea a Charlier.

– ¿Qué idea?

– Al principio, solo pretendíamos implantar fragmentos de recuerdos artificiales en la mente de un sujeto extranjero, de una cultura distinta. Queríamos ver qué ocurría. Por ejemplo, modificar las creencias religiosas de un musulmán. Inocularle un motivo de resentimiento. Pero, contigo, se nos ofrecían otras posibilidades. Hablabas nuestra lengua perfectamente. Tu físico era el de una europea de piel clara. Charlier puso el listón más alto: un condicionamiento total. Borrar tu personalidad y tu cultura e implantarte una identidad de occidental. -Ackermann hizo una pausa. Las dos mujeres guardaban silencio. Una invitación tácita a proseguir-: Primero, reforcé tu amnesia inyectándote una sobredosis de Valium. Luego, inicié el trabajo de condicionamiento propiamente dicho. La construcción de tu nueva personalidad. Mediante el Oxígeno-15.

– Eso, ¿en qué consistía? -preguntó Mathilde, intrigada.

Ackermann le dio otra calada al cigarrillo antes de responder, sin poder apartar los ojos de Anna:

– Principalmente, en exponerte a informaciones. De todo tipo. Charlas. Imágenes filmadas. Sonidos grabados. En cada sesión, te inyectaba el isótopo radiactivo. Los resultados eran increíbles. Cada dato se transformaba en tu cerebro en un recuerdo real. Cada día te convertías en la verdadera Anna Heymes un poco más.

La joven se despegó de la columna.

– ¿Quieres decir que ella existe realmente?

En su interior, el olor, cada vez más fuerte, viraba hacia la podredumbre. Sí, se estaba pudriendo allí mismo. Entretanto, la falta de anfetaminas hacía surgir lentamente el pánico en el fondo de su cráneo.

– Había que rellenar tu memoria con un conjunto coherente de recuerdos. El mejor medio era elegir una personalidad existente, utilizar su pasado, sus fotos, sus vídeos… Por eso elegimos a Anna Heymes. Poseíamos ese material.

– ¿Quién es? ¿Dónde está la auténtica Anna Heymes?

Ackermann se colocó bien las gafas antes de responder

– A varios metros bajo tierra. Está muerta. La mujer de Heymes se suicidó hace seis meses. La plaza estaba vacante, por así decirlo. Todos tus recuerdos pertenecen a su pasado. La muerte de tus padres. Los familiares del suroeste. La boda en Saint-Paul-de-Vence. La licenciatura en Derecho…

En ese momento, volvieron a apagarse los fluorescentes. Mathilde pulsó el interruptor. El retorno de la luz coincidió con el de su voz:

– ¿Iban a soltar a una mujer así en el barrio turco?

– No. No hubiera tenido ningún sentido. Era un simple experimento. Una tentativa de condicionamiento… total. Para ver hasta dónde podíamos llegar.

– Al final -dijo Anna-, ¿qué habrían hecho conmigo?

– Ni idea. La decisión no estaba en mis manos.

Otra mentira. Por supuesto que sabía la suerte que correría. ¿Qué hacer con una cobaya tan comprometedora? Lobotomizarla o eliminarla. Cuando Anna retomó la palabra, parecía haber intuido aquella siniestra realidad. Su voz era fría como la hoja de un cuchillo:

– ¿Quién es Laurent Heymes?

– Exactamente quien dice ser: el director de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior.

– ¿Por qué se prestó a esta mascarada?

– Debido a su mujer. Era depresiva, incontrolable… En los últimos tiempos, Laurent intentó hacerla trabajar. Una misión particular en el Ministerio de Defensa, relacionada con Siria. Anna robó unos documentos. Pretendía venderlos a las autoridades de Damasco para huir no se sabe adónde. Una chiflada. El asunto se descubrió. Anna se vino abajo y se suicidó.

– ¿Y ese asunto seguía siendo un medio de presión sobre Hemes, incluso después de la muerte de su mujer? -preguntó Mathilde, horrorizada.

– Temía el escándalo. Su carrera se habría ido al traste. Un alto funcionario casado con una espía… Charlier posee un expediente completo sobre el asunto. Tiene cogido a Laurent, como tiene cogido a todo el mundo.

– ¿Todo el mundo?

– Alain Lacroux. Pierre Caracilli. Jean-François Gaudemer -enumeró Ackermann volviéndose una vez más hacia Anna-. Los supuestos altos funcionarios con los que solías cenar.

– ¿Quiénes son?

– Payasos, delincuentes y policías corruptos sobre los que Charlier posee información. No tenían más remedio que prestarse a esas carnavaladas.

– ¿Qué fin tenían esas cenas?

– Fue idea mía. Quería confrontar tu mente con el mundo exterior, observar tus reacciones. Se filmaba todo. Y se grababan las conversaciones. Debes comprender que tu vida entera era falsa: el piso de la avenue Hoche, la portera, los vecinos… Todo estaba bajo nuestro control.

– Una rata de laboratorio…

Ackermann se levantó y quiso dar unos pasos, pero apenas había espacio entre la puerta del Volvo y la pared del aparcamiento, de modo que volvió a dejarse caer en el asiento.

– Este programa es una revolución científica -repuso con voz ronca-. No debía coartarnos ninguna consideración moral.

Anna le tendió otro cigarrillo por encima de la puerta. Parecía dispuesta a perdonarlo, a condición de que les proporcionara todos los detalles.

– ¿Y la Casa del Chocolate?

Al encender el Marlboro, advirtió que temblaba. Se avecinaba una crisis. El mono no tardaría en aullar bajo su piel.

– Ese fue uno de los problemas -murmuró tras una nube de humo-. Lo del trabajo nos cogió desprevenidos. Tuvimos que reforzar la vigilancia. Había policías observándote permanentemente. El aparcacoches de un restaurante, creo…

– La Marea.

– La Marea, eso es.

– Cuando trabajaba en la Casa del Chocolate, había un cliente que venía a menudo. Un hombre al que tenía la sensación de conocer. ¿Era policía?

– Es posible. No conozco todos los detalles. Todo lo que sé es que te nos escapabas de las manos. -La luz volvió a apagarse y Mathilde, a encenderla-. Pero el auténtico problema eran las crisis -siguió diciendo Ackermann-. Enseguida intuí que había algún fallo. Y que la cosa iría a peor. El problema con las caras no era más que el primer síntoma; tus verdaderos recuerdos estaban volviendo a la superficie.

– ¿Por qué las caras?

– Ni idea. Estamos en la pura experimentación. -Las manos le temblaban cada vez más. Procuró concentrarse en lo que decía-. Cuando Laurent te descubrió observándolo en plena noche, comprendimos que el problema era grave. Había que internarte.

– ¿Por qué querías hacerme una biopsia?

– Para quedarme tranquilo. Cabía la posibilidad de que las dosis masivas de Oxígeno-15 hubieran causado una lesión. ¡Necesitaba comprender lo que había ocurrido!

Ackermann calló bruscamente, arrepentido de haber gritado. Tenía la sensación de que un encadenamiento de cortocircuitos hacía crepitar su piel. Tiró el cigarrillo y se agarró los muslos. ¿Cuánto tiempo podría aguantar así?

Mathilde Wilcrau pasó a la pregunta crucial:

– Los hombres de Charlier, ¿dónde buscan? ¿Cuántos son?

– No lo sé. Estoy fuera de juego. Para Charlier, el programa está cerrado. No tiene más que una prioridad: encontrar a Anna y retirarla de la circulación. Leéis los periódicos. Sabéis lo que pasa con los medios, con la opinión pública, cuando se descubre una simple escucha telefónica no autorizada. Imaginad lo que ocurriría si el proyecto saliera a la luz.

– Así que soy la pieza que hay que abatir… -murmuró Anna.

– La paciente que hay que tratar, más bien. No sabes lo que tienes en la cabeza. Debes entregarte, ponerte en manos de Charlier. En nuestras manos. Es la única manera de que te cures… ¡Y de que todos nos salvemos! -Las miró por encima de las gafas. Las veía borrosas. Mejor así-. ¡Dios santo, no conocéis a Charlier! insistió-. Estoy seguro de que ha actuado con total ilegalidad. Y ahora está haciendo limpieza. A estas horas, ni siquiera sé si Laurent seguirá vivo. La cosa está jodida, a menos que aún podamos tratarte…

La voz se ahogó en su garganta. ¿Para qué continuar? Él tampoco creía en esa posibilidad.

– Todo eso no explica por qué le cambió el rostro -dijo Mathilde con su flema habitual.

Ackermann sintió que sus labios esbozaban una sonrisa: esperaba aquella pregunta desde el principio.

– Nosotros no te cambiamos el rostro.

– ¿Cómo?

El neurólogo volvió a mirarlas a través de los cristales de las gafas. La estupefacción había petrificado sus facciones. Clavó los ojos en las pupilas de Anna.

– Cuando te encontramos, ya tenías ese aspecto. Al hacerte las primeras tomografías, descubrí las cicatrices, los implantes, los clavos… Era increíble. Una operación de estética completa. Una intervención que debió de costar una fortuna. Desde luego, nada que pueda pagarse una obrera ilegal.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no eres una obrera. Charlier y los demás se equivocaron. Creían que habían secuestrado a una turca anónima. Pero eres mucho más que eso. Por disparatado que pueda parecer, creo que ya te escondías en el barrio turco cuando la policía te encontró.

Anna rompió a llorar.

– No es posible… No es posible… ¿Cuándo acabará todo esto?

– En cierto sentido -siguió diciendo Ackermann con extraño encarnizamiento-, eso explica el éxito de la manipulación. Yo no soy un mago. Jamás habría podido transformar hasta ese punto a una obrera recién llegada de Anatolia. Sobre todo, en unas semanas. El único que se lo traga es Charlier.

Mathilde se detuvo sobre aquel último punto:

– ¿Qué dijo cuándo le explicaste que Anna se había operado la cara?

– No se lo dije. Era algo delirante; se lo oculté a todo el mundo. -Ackermann miró a Anna-. Incluso cambié las radiografías el pasado sábado, cuando viniste a Becquerel. Las cicatrices aparecían en todas las placas.

– ¿Por qué lo hacías? -preguntó la joven secándose las lágrimas.

– Quería completar el experimento. Era una ocasión demasiado buena… Tu estado físico era ideal para intentarlo. Solo importaba el programa…

Anna y Mathilde se quedaron mudas.

Cuando la pequeña Cleopatra recobró el habla, su voz era tan seca como una hoja de incienso.

– Si no soy Anna Heymes ni Sema Gokalp, ¿quién soy?

– No tengo ni la menor idea. Una intelectual, una refugiada política… O una terrorista. Yo…

Los fluorescentes se apagaron por enésima vez. Mathilde no se movió. La oscuridad parecía espesa como el alquitrán. Me he equivocado, pensó por un breve instante. Van a matarme. Pero la voz de Anna resonó en la tiniebla:

– Solo hay un medio de saberlo. -Nadie encendía la luz. Eric Ackermann adivinaba el resto. De pronto, muy cerca de él, Anna murmuró-:Vas a devolverme lo que me robaste. Mi memoria.

Загрузка...