Una máscara de madera de pesadilla.
Paul Nerteaux se había pasado la noche soñando con un monstruo de piedra, un titán maléfico que recorría el Distrito Décimo, un Moloch que tenía bajo su férula al barrio turco y exigía sacrificios humanos
En su sueño, el monstruo llevaba una máscara mitad humana, mitad animal, de origen a la vez griego y persa. Sus labios minerales estaban al rojo blanco, y su sexo, erizado de cuchillas. Sus pasos hacían temblar la tierra, levantaban nubes de polvo y resquebrajaban los edificios.
Había acabado despertándose a las tres de la mañana, empapado en sudor. Tiritando en el pisito de tres habitaciones, se había preparado café y se había sumido en los nuevos documentos arqueológicos que la tarde anterior los chicos de la BAC habían dejado ante la puerta.
Hasta el alba, había hojeado catálogos de museos, folletos turísticos y libros científicos observando, estudiando cada escultura, y comparándola con las fotografías de las autopsias (y también, inconscientemente, con la máscara de la pesadilla). Sarcófagos de Antalya. Frescos de Cilicia. Bajorrelieves de Karatepe. Bustos de Éfeso…
Había atravesado edades y civilizaciones sin obtener el menor resultado.
Paul Nerteaux entró en la cervecería Los Tres Obuses, en la Porte de Saint-Cloud, y se enfrentó al olor a café y tabaco esforzándose en cerrar sus sentidos y reprimir las náuseas. Su pésimo humor no se debía tan solo a la pesadilla. Era miércoles y, como todos los miércoles, había tenido que llamar a Reyna con las primeras luces pata anunciarle que no podía ocuparse de Céline.
Jean-Louis Schiffer lo esperaba al final de la barra mojando con parsimonia un cruasán en el café. Recién afeitado, envuelto en un impermeable Burberry's, parecía haber recuperado la forma.
Al ver a Paul, sonrió de oreja a oreja.
– ¿Has dormido bien?
– De coña.
Schiffer se quedó mirando su rostro, pero se abstuvo de hacer comentarios.
– ¿Un café?
Paul asintió. En un abrir y cerrar de ojos, una taza de líquido negro con bordes de espuma marrón se materializó sobre el cinc de la barra. El Cifra la cogió e indicó una mesa libre junto a la luna.
– Ven a sentarte. Tienes peor cara que un fiambre.
Una vez acomodados, el viejo policía le ofreció la canastilla de los cruasanes. Paul rehusó. La idea de tragar cualquier cosa le revolvía el estómago. Pero había que reconocer que esa mañana Schiffer estaba de lo más simpático, de modo que le preguntó a su vez:
– Y usted, ¿ha dormido bien?
– Como un tronco.
Paul volvió a ver los dedos seccionados, la guillotina ensangrentada… Tras aquella carnicería, había acompañado al Cifra hasta la Porte de Saint-Cloud, donde este tenía un piso, en la rue Gudin. Desde entonces, no dejaba de hacerse una pregunta.
– Teniendo ese piso -dijo señalando hacia la plaza gris a través de los cristales-, ¿qué coño hace en Longéres?
– El instinto gregario. La morriña de la bofia. Estando solo le daba demasiadas vueltas a la cabeza.
La explicación sonaba poco convincente. Paul recordó que Schiffer se había inscrito en la residencia utilizando un seudónimo, el apellido de soltera de su madre. Un tipo de la IGS le había dado el soplo. Un enigma más. ¿Se escondía? ¿De quién?
– Saca las fichas -ordenó el Cifra.
Paul abrió la carpeta y dejó los documentos sobre la mesa. No eran los originales. Había pasado por la oficina a primera hora para hacer fotocopias. Había estudiado cada una de las fichas armado de su diccionario de turco y conseguido descifrar, los nombres de las víctimas y la información esencial sobre ellas.
La primera se llamaba Zeynep Tütengil. Trabajaba en un taller anexo a los baños turcos La Puerta Azul, propiedad de un tal Talat Gurdilek. Veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Domiciliada en la rue de la Fidélité, número 34. Originaria de un pueblo de nombre impronunciable, cercano a la ciudad de Gaziantep, al sudeste de Turquía. Llegada a París en septiembre de 2001.
La segunda respondía al nombre de Ruya Berkes. Veintiséis años. Soltera. Trabajaba en su domicilio, situado en el 58 de la rue d'Enghien, para Gozar Halman, un nombre que Paul había encontrado varias veces en el atestado: un negrero especializado en el cuero y las pieles. Ruya Berkes procedía de una gran ciudad, Adana, situada en el sur de Turquía. Solo llevaba ocho meses en París.
La tercera era Roukiyé Tanyol. Treinta años. Soltera. Obrera de la confección en la sociedad Sürelik, con sede en el passage de la Industrie. Llegada a París el pasado mes de agosto. Sin familia en la ciudad. Vivía de incógnito en un hogar para mujeres, en el 22 de la rue des Petites-Ecuries. Nacida, como la primera víctima, en la provincia de Gaziantep.
Aquellos datos no ofrecían ninguna posibilidad de acotar el perfil de las víctimas. No añadían el menor punto en común que permitiera deducir, por ejemplo, cómo las localizaba o abordaba el asesino. Pero, sobre todo, no daban mayor corporeidad ni presencia a aquellas mujeres. Por el contrario, los nombres turcos contribuían a aumentar su misterio. Para convencerse de su realidad, Paul tuvo que volver a contemplar las polaroid. Facciones anchas, de contornos suaves, que sugerían cuerpos de generosas redondeces. Había leído en alguna parte que el canon de belleza turco se correspondía con esas formas, con aquellas caras de luna llena…
Schiffer seguía estudiando los datos con las gafas caladas. Paul dudaba si tornarse el café, por miedo a vomitarlo. El ruido de voces, el tintineo de los vasos y el entrechocar de cubiertos resonaban en su cabeza. Los vozarrones de los borrachos derrengados sobre la barra le taladraban los tímpanos. No soportaba a aquellos tipos a la deriva que morían a pie firme a base de copas…
¿Cuántas veces había ido a buscar a sus padres, juntos o por separado, a la sombra de otras barras de cinc? ¿Cuántas veces los había recogido entre el serrín y las colillas, luchando contra las ganas de vomitar sobre sus progenitores?
– Empezaremos por el tercer taller -decidió el Cifra quitándose las gafas-. La víctima más reciente. Es el mejor modo de recoger recuerdos frescos. A continuación nos remontaremos a la primera. Luego, nos ocuparemos de los domicilios, los vecinos, los itinerarios… En algún sitio las habrá abordado, y nadie es invisible.
Paul se bebió el café de un trago y, sintiendo la quemazón de la bilis, insistió:
– Se lo repito, Schiffer: a la menor mierda…
– No seas pesado. Lo he entendido. Pero hoy vamos a cambiar de método. -El viejo policía movió los dedos como si manejara los hilos de una marioneta-. Trabajaremos con soltura.
Tomaron la vía rápida, girofaro en acción. El gris del Sena, añadido al granito del cielo y las orillas, tejía un universo neutro y átono. A Paul le gustaba aquel tiempo, aplastante de aburrimiento y tristeza. Un obstáculo más que superar mediante su voluntad de policía enérgico.
Por el camino, escuchó los mensajes de su teléfono móvil. El juez Bomarzo pedía noticias. Su voz era tensa. Le daba dos días antes de reunir a la Brigada Criminal y escoger dos nuevos investigadores. Naubrel y Matkowska continuaban con sus pesquisas. Habían pasado el día anterior entre los «tubistas», los obreros que excavaban el subsuelo parisino y se descomprimían todas las tardes en cámaras especiales. Habían interrogado a los responsables de ocho empresas diferentes, sin resultados. También habían visitado al principal constructor de las cámaras de marras, en Arcueil. Según el director, la idea de una cámara de presurización manejada por alguien sin formación de ingeniero era un puro disparate. ¿Había que deducir que el asesino poseía tales conocimientos o, por el contrario, que estaban siguiendo una pista equivocada? Los OPJ proseguían sus indagaciones en otras áreas de la industria.
Al llegar a la place du Châtelet, Paul vio un coche patrulla que tomaba el boulevard Sébastopol. Lo alcanzó a la altura de la rue des Lombards e hizo señas al conductor para que se detuviera.
– Solo será un minuto le dijo a Schiffer abriendo la guantera y cogiendo los Kinder Sorpresa y los Carambar que había comprado una hora antes.
En su precipitación, la bolsa de papel se abrió y su contenido se desparramó por el suelo. Paul recogió los dulces y salió del Golf, rojo como un tomate.
Los policías de uniforme se habían detenido y esperaban fuera del coche, con los pulgares bajo el cinturón. Paul les explicó en pocas palabras lo que deseaba de ellos y dio media vuelta. Cuando volvió a sentarse ante el volante, el Cifra agitaba un Carambar en el aire.
– Miércoles, el día de los niños. -Paul arrancó sin responder-. Yo también utilizaba a los machacas como correos. Para mandar regalos a mis amigas…
– A sus empleadas, querrá decir.
– Exacto, muchacho. Exacto. -Schiffer desenvolvió la pastilla de café con leche y se la echó a la boca-. ¿Cuántos hijos tienes?
– Una niña.
– ¿De cuánto?
– De siete.
– ¿Cómo se llama?
– Céline.
– Un poco cursi, para la hija de un madero. -Paul estaba de acuerdo. Nunca había entendido por qué una marxista en busca del absoluto como Reyna le había puesto a su hija aquel nombre de niña pija. Schiffer masticaba ruidosamente-. ¿Y la madre?
– Estamos divorciados.
Paul se saltó el semáforo y cruzó la rue Réaummur.
Su fracaso conyugal era el último tema que deseaba comentar con Schiffer. Vio con alivio el anagrama rojo y amarillo del McDonald's que señalaba el comienzo del boulevard Strasbourg y aceleró aún más, para no dar tiempo a que su acompañante le hiciera más preguntas.
Su territorio de caza estaba a la vista.
A las diez de la mañana, la rue du Faubourg-Saint-Denis parecía un campo de batalla en el apogeo del encarnizamiento. Calzada y aceras se confundían en un solo torrente frenético de viandantes que hormigueaban por el laberinto de vehículos atascados y ruidosos. Todo ello bajo un cielo sin color, tenso como una lona llena de agua a punto de reventar.
Paul optó por aparcar en la esquina de la rue Petites-Ecuries y siguió a Schiffer, que empezaba a abrirse paso entre los embalajes transportados a la espalda, las brazadas de vestidos y los cargamentos que oscilaban sobre carros. Entraron en el passage de la Industrie y llegaron a una bóveda de piedra que daba a una calleja.
El taller Sürelik era un bloque de ladrillo sostenido por un armazón de metal remachado. La fachada ostentaba un aguilón en arco mitral, tímpanos acristalados y frisos labrados de tierra cocida. El edificio, de un rojo vivo, exhalaba una especie de entusiasmo, una fe alegre en el porvenir industrial, como si tras sus muros acabara de inventarse el motor de explosión.
A unos metros de la puerta, Paul agarró a Schiffer del cuello del impermeable, lo arrastró hasta un portal y lo sometió a un cacheo en toda regla en busca de un arma.
El viejo policía chasqueó la lengua con desaprobación.
– Pierdes el tiempo, muchacho. Con diplomacia, ya te lo he dicho.
Paul se irguió sin decir palabra y se dirigió hacia el taller.
Los dos hombres empujaron juntos la puerta de hierro y entraron en un gran espacio cuadrado de paredes blancas y suelo de cemento pintado. Todo estaba limpio, impecable, reluciente. Las estructuras de metal verde pálido puntuadas de abombados remaches reforzaban la sensación de solidez que emanaba el lugar. Los amplios ventanales dejaban entrar rayos de luz oblicua, y los muros estaban surcados por crujías que recordaban los puentes de un crucero.
Paul esperaba una covacha y se había encontrado con un loft de artista. Unos cuarenta obreros, hombres en su totalidad, trabajaban a buena distancia unos de otros ante máquinas de coser, rodeados de telas y cajas de cartón abiertas. Vestidos con bata, parecían agentes de transmisiones confeccionando mensajes en código durante la guerra. Un radiocasete difundía música turca y una cafetera borboteaba sobre un infiernillo. El paraíso del artesanado.
Schiffer dio una patada en el suelo.
– Lo que te imaginas está aquí debajo -dijo-. En el sótano. Cientos de obreros, apretados como sardinas en lata. Todos ilegales. Nosotros estamos en el interior. Esto es el escaparate.
El viejo policía arrastró a Paul hacia las hileras de máquinas y pasaron entre los trabajadores, que se esforzaban en no mirarlos.
– Qué modositos, ¿verdad? Obreros modelo, muchacho. Trabajadores. Obedientes. Disciplinados.
– ¿A qué viene ese tono irónico?
– Los turcos no son trabajadores, son ventajistas. No son obedientes, son indiferentes. No son disciplinados, siguen sus propias reglas. Jodidos vampiros, créeme. Mangantes que ni siquiera se toman la molestia de aprender nuestra lengua… ¿Para qué? Están aquí para ganar todo lo que puedan y abrirse cuanto antes. Su lema es: «Coge lo que puedas y arreando».-Schiffer agarró a Paul del brazo-. Son una plaga, hijo mío.
Paul lo rechazó con brusquedad.
– No vuelva a llamarme así.
El Cifra levantó las manos como si acabara de amenazarlo con un arma, pero lo miraba con sorna. A Paul le habría gustado borrarle aquella expresión del rostro, pero a su espalda resonó una voz:
– ¿Puedo ayudarlos en algo, caballeros?
Un individuo rechoncho enfundado en una inmaculada bata azul avanzaba hacia ellos con una sonrisa untuosa bajo el poblado bigote.
– ¡Señor inspector! -exclamó sorprendido-. Hace tiempo que no teníamos el placer de verlo por aquí…
Schiffer soltó una carcajada. La música había parado. La actividad de las máquinas se había interrumpido. En torno a ellos reinaba un silencio sepulcral.
– ¿Ya no me llamas Schiffer? ¿Ni me tuteas? -A modo de respuesta, el capataz lanzó una mirada de desconfianza a Paul-, Paul Nerteaux -añadió el viejo policía-. Capitán de la primera DJP. Mi superior jerárquico, pero ante todo mi amigo. -El Cifra le dio una palmada en la espalda a Paul sonriendo con socarronería-. Hablar ante él es como hablar ante mí. -El Cifra se acercó al turco y le rodeó los hombros con el brazo. Era un ballet estudiado hasta el último detalle-. Ahmid Zoltanoi -dijo volviéndose hacia Paul-, el mejor jefe de taller de la Pequeña Turquía. Tieso como su bata, pero con buen fondo, cuando llega la ocasión. Aquí todos lo llaman Tanoi.
El turco esbozó una reverencia. Bajo el carbón de sus cejas, juzgaba al recién llegado con ojos de águila. ¿Amigo o enemigo?
– Tenía entendido que se había retirado -dijo volviéndose hacia Schiffer en el mismo tono untuoso.
– Caso de fuerza mayor. Cuando hay una urgencia, ¿a quién se llama? Al tío Schiffer.
– ¿Qué urgencia, señor inspector?
De un revés, el Cifra barrió unas fibras de tela de una mesa de corte y sacó la fotografía de Roukiyé Tanyol.
– ¿La conoces?
El hombre se inclinó hacia delante con las manos metidas en los bolsillos y los pulgares tiesos. Parecía mantener el equilibrio sobre los pliegues almidonados de su bata.
– Nunca la he visto.
Schiffer le dio la vuelta a la polaroid. En el dorso, escrito con rotulador, podía leerse el nombre de la víctima y la dirección de los talleres Sürelik.
– Marius ha cantado. Y los demás vais a hacer lo mismo, créeme.
El turco se descompuso. Cogió la fotografía con reticencia, se caló las gafas y se concentró.
– Su cara me dice algo, sí.
– Te dice mucho más que eso. Trabajaba aquí desde agosto de 2001. ¿Correcto?
– Sí.
– ¿Qué hacía?
– Era mecánica de confección.
– ¿La tenías ahí abajo?
El capataz alzó las cejas para colocarse bien las gafas. Tras él, los obreros habían vuelto al trabajo. Parecían haber comprendido que los policías no estaban allí por ellos, que quien estaba en dificultades era su jefe.
– ¿Abajo? -repitió el turco.
– En tu sótano -masculló Schiffer con irritación-. Despierta, Tanoi. Si no, me voy a enfadar de verdad.
El turco se balanceaba ligeramente sobre las piernas. A pesar de su edad, parecía un colegial cogido en falta.
– Trabajaba en el taller de abajo, sí.
– Era de Gaziantep, ¿no?
– No del mismo Gaziantep, de un pueblo cercano. Hablaba un dialecto del sur.
– ¿Quién tiene su pasaporte?
– No tenía pasaporte.
Schiffer suspiró, como si se resignara a aquella nueva mentira.
– Háblame de su desaparición.
– No hay nada que contar. La chica salió del taller el jueves por la mañana. Nunca llegó a casa.
– ¿El jueves por la mañana?
– Sí, a las seis. Hacía el turno de noche.
Los dos policías intercambiaron una mirada. Cuando el asesino la sorprendió, la mujer volvía de trabajar, pero todo había ocurrido al amanecer. Habían acertado en todo, salvo en el horario, que habían invertido.
– Has dicho que nunca llegó a casa -le recordó el Cifra-. ¿Quién te lo ha contado?
– Su novio.
– No volvían juntos.
– Él trabajaba de día.
– ¿Dónde podemos encontrarlo?
– En ningún sitio. Se ha vuelto a Turquía.
Las respuestas de Tanoi eran tan rígidas como las costuras de su bata.
– ¿No intentó recuperar el cuerpo?
– No tenía papeles. No hablaba francés. Huyó llevándose su dolor. Un destino de turco. Un destino de exilio.
– Déjate de gaitas. ¿Dónde están sus compañeras?
– ¿Qué compañeras?
– Las que volvían a casa con ella. Quiero interrogarlas.
– Imposible. Se han ido. Se han evaporado.
– ¿Por qué?
– Tienen miedo.
– ¿Del asesino?
– De ustedes. De la policía. Nadie quiere verse mezclado en este asunto.
El Cifra se plantó delante del turco con las manos entrelazadas a la espalda.
– Creo que sabes mucho más de lo que dices, amiguito. Así que ahora vamos a bajar juntos al sótano. Puede que eso te desate la lengua.
El capataz no se movió. Las máquinas de coser zumbaban. La música serpenteaba por las vigas de acero. El hombre dudó unos segundos más, pero acabó volviéndose y echando a andar hacia una escalera de hierro situada bajo una de las crujías.
Los policías lo siguieron. Al final de las escaleras había un pasillo oscuro, una puerta metálica y, tras ella, otro pasillo de tierra batida, que tuvieron que recorrer con la cabeza agachada. Una sucesión de bombillas desnudas, suspendidas entre las conducciones del techo, iluminaba el camino. Dos hileras de puertas, simples paneles numerados con tiza, flanqueaban el pasadizo. Un rumor sordo vibraba en el aire.
Al llegar a un recodo, su guía se detuvo y cogió una barra de hierro oculta tras un viejo somier con los muelles al aire. Luego siguió avanzando con cautela al tiempo que golpeaba los tubos del techo.
De pronto, asustados del ruido, los enemigos invisibles hicieron su aparición: ratas, apelotonadas sobre un arco de fundición, encima de sus cabezas. Paul recordó las palabras del forense: «La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… vivo».
El capataz juró en turco y empezó a lanzar golpes en dirección a los roedores, que huyeron despavoridos. Ahora el pasadizo vibraba de punta a punta. Las puertas temblaban sobre sus goznes. Tanoi se detuvo al fin frente a la treinta y cuatro.
A fuerza de empujones, consiguió abrir la puerta. El zumbido se multiplicó por mil y, a la intensa luz de los fluorescentes, apareció un taller en miniatura. Unas treinta mujeres sentadas ante máquinas de coser trabajaban a pleno rendimiento, como borrachas de velocidad. Encorvadas bajo los fluorescentes, hacían pasar las piezas de tela bajo las agujas sin prestar la menor atención a los recién llegados.
El cubículo no tendría más de veinte metros cuadrados y carecía de ventilación. El aire era tan espeso -olor a tinte, partículas de tela, tufo a disolventes- que apenas se podía respirar. Algunas mujeres llevaban la boca tapada con un pañuelo anudado al cuello. Otras tenían a niños de pecho envueltos en un chal sobre el regazo. También había niños trabajando, sentados sobre montañas de retales, que doblaban y guardaban en cajas. Paul se ahogaba. Se sentía como uno de esos personajes de película que despiertan en plena noche y descubren que su pesadilla es real.
– ¡El auténtico rostro de las empresas Sürelik! -exclamó Schiffer adoptando su tono justiciero-. De doce a quince horas de trabajo y varios miles de piezas por día y por obrera. Las «tres-ocho» en versión turca, con solo dos equipos, cuando no es uno. Y en todos los sótanos, el mismo panorama, muchacho.-El Cifra parecía disfrutar con la crueldad del espectáculo-. Pero, ¡ojo!: todo esto se hace con la bendición del Estado. Todo el mundo cierra los ojos. El negocio de la confección se basa en la esclavitud.
El turco ponía cara de circunstancias, pero en el fondo de sus pupilas brillaba una chispa de orgullo. Paul observó a las obreras. Como en respuesta, algunos ojos se alzaron y miraron en su dirección, pero las manos siguieron trabajando, como si nada ni nadie pudiera detener sus movimientos.
Paul superpuso los rostros mates y los largos cortes, las ensangrentadas resquebrajaduras de las víctimas. ¿Cómo accedía el asesino a aquellas mujeres subterráneas? ¿Cómo había descubierto su parecido?
El Cifra reanudó el interrogatorio a voz en cuello:
– Los repartidores recogen el trabajo acabado durante el cambio de turno, ¿no?
– Exacto.
– Si añadimos las obreras que salen del taller, a las seis de la mañana la calle debe de estar la mar de animada. ¿Nadie vio nada?
– Se lo juro.
El viejo policía se recostó en la pared de piedra.
– No jures. Tu dios es menos clemente que el mío. ¿Has hablado con los jefes de las otras víctimas?
– No.
– Mientes, pero no importa. ¿Qué sabes sobre la serie de asesinatos?
– Dicen que torturaron a las mujeres, que les destrozaron la cara. No sé nada más.
– ¿No ha venido a verte ningún policía?
– No
– Y vuestra milicia, ¿qué coño hace?
Paul se estremeció. Era la primera vez que oía hablar de aquello. Así que el barrio tenía su propia policía… Tanoi gritaba para hacerse oír sobre el chiquichaque de las máquinas.
– No sé. No han descubierto nada.
Schiffer indicó a las obreras con un gesto de la cabeza.
– Y ellas, ¿qué dicen?
– Ya no se atreven a salir. Tienen miedo. Alá no puede permitir algo así. ¡El barrio está maldito! ¡Azrael, el ángel de la muerte, está aquí!
El Cifra sonrió, le dio una palmada amistosa en el hombro e indicó la puerta.
– ¡Así me gusta! Por fin un poco de sentido común…
Volvieron al pasillo. Paul salió el último y cerró la endeble puerta sobre el infierno de las máquinas. No había acabado de encajarla, cuando oyó un estertor ahogado. Schiffer acababa de lanzar a Tanoi contra las conducciones.
– ¿Quién mata a las chicas?
– No… no lo sé.
– ¿A quién protegéis, cerdos?
Paul se abstuvo de intervenir. Intuía que Schiffer no iría más lejos. Era un último arranque de cólera, un gesto para la galería. Tanoi lo miraba con ojos desorbitados, pero no respondía.
El Cifra soltó a su presa. Bajo la bombilla desnuda, que oscilaba como el péndulo de un hipnotizador, el capataz trataba de recuperar el aliento.
– La boquita bien cerrada, ¿eh, Tanoi? Ni una palabra de nuestra visita a nadie.
El turco alzó los ojos hacia él y volvió a adoptar la expresión servil de costumbre.
– La boca la tengo cerrada desde siempre, señor inspector.
La segunda víctima, Ruya Berkes, no trabajaba en un taller, sino en casa, en el 58 de la rue d'Enghien. Cosía a mano forros de abrigo que a continuación entregaba en el almacén del peletero Gozar Halman, en el 77 de la rue Sainte-Cécile, perpendicular al eje del Faubourg-Poissoinniére. Habría podido empezar por la vivienda de la obrera, pero Schiffer prefirió interrogar antes a su jefe, al que al parecer conocía desde hacía mucho tiempo.
Paul conducía en silencio disfrutando el regreso al aire libre. Pero ya empezaba a temer los nuevos placeres. Veía los escaparates ensombrecerse, llenarse de prendas oscuras de lánguidos pliegues, a medida que se alejaban de las rues del Faubourg-Saint-Denis y del Faubourg-Saint-Martin. En todas las tiendas, las telas y los tejidos habían cedido el sitio al cuero y las pieles.
Torció a la derecha y tomó la rue Sainte-Cécile.
Schiffer lo detuvo: habían llegado al 77.
Esta vez Paul se esperaba una cloaca llena de pieles recién despellejadas, de cajas manchadas de sangre, de olor a carne muerta. Se encontró con un pequeño patio iluminado y adornado con flores, cuyo empedrado parecía haber sido encerado por el rocío matutino. Los dos policías lo cruzaron hasta llegar al edificio del fondo, perforado por ventanas enrejadas, el único que parecía un almacén comercial.
– No lo olvides -dijo Schiffer cruzando el umbral-. Gozar Halman es un fanático de Tansu Çiller.
– ¿Quién es ese? ¿Un futbolista?
El Cifra rió por lo bajo mientras empezaba a subir una amplia escalera de madera gris.
– Tansu Çiller es la antigua primera ministra de Turquía. Estudios en Harvard, diplomacia internacional, Ministerio de Asuntos Exteriores y, luego, la jefatura del gobierno. Un modelo de éxito.
– El currículum clásico del político -repuso Paul con desdén.
– Solo que Tansu Çiller es una mujer.
Dejaron atrás el segundo piso. Todos los rellanos tan amplios y oscuros como capillas.
– No debe de ser muy frecuente en Turquía que un hombre tenga como modelo a una mujer -señaló Paul.
El Cifra se echó a reír.
– Chico, si no existieras, no estoy seguro de que hiciera falta inventarte. ¡Entérate, Gozar también es una mujer! Es una teyze. Una «tía», una madrina en sentido amplio. Vela por sus hermanos, sus sobrinos, sus primos y todos los obreros que trabajan para ella. Se encarga de regularizar su situación. Les envía albañiles para que renueven sus cuchitriles. Se ocupa de mandar sus paquetes y sus giros. Y, en caso necesario, unta a los polis para que los dejen en paz. Es una negrera, pero una negrera benévola.
Tercer piso. El almacén de Halman era una gran sala con suelo de parquet gris, cubierto de trozos de poliestireno y arrugadas hojas de papel de seda. En el centro, tableros de melamina colocados sobre caballetes hacían las veces de mostradores. Sobre ellos, había cajas de cartón, bandejas de plástico, bolsas de tela rosa con el anagrama TATI, fundas para vestidos…
Los hombres extraían de ellos abrigos, cazadoras, estolas… los palpaban, los alisaban, comprobaban los forros y, a continuación, colocaban las prendas en colgadores suspendidos de barras. Frente a ellos, las mujeres, con pañoletas en la cabeza, largas faldas y rostros de corteza oscura, parecían esperar su veredicto con aspecto de cansancio.
Una galería elevada y acristalada, oculta tras una cortina blanca, dominaba la sala: el mirador ideal para vigilar aquel pequeño y laborioso mundo. Sin dudarlo ni saludar a nadie, Schiffer se agarró a la barandilla y empezó a subir los empinados peldaños que llevaban a la plataforma.
Una vez arriba, tuvieron que atravesar una muralla de plantas verdes para entrar en una habitación abuhardillada, casi tan grande como la sala de abajo. Las ventanas, flanqueadas de visillos, se abrían sobre un paisaje de pizarra y cinc: los tejados de París.
A pesar de sus dimensiones, el taller recordaba un tocador de los años 1900 por su recargada decoración. Los modernos aparatos -ordenador, cadena musical, televisor…-estaban cubiertos con tapetes, colocados igualmente al pie de fotografías enmarcadas, figuritas de cristal y grandes muñecas vestidas con trajecitos llenos de encajes. Las paredes estaban cubiertas de carteles turísticos que en su mayoría cantaban las alabanzas de Estambul, y de los tabiques pendían pequeños kilims de colores vivos a modo de estores. Las omnipresentes banderas turcas de papel hacían juego con los racimos de postales clavadas con chinchetas en los pilares de madera que sostenían el techo.
Un escritorio de roble macizo, cubierto con una carpeta de cuero, ocupaba el extremo derecho del despacho y dejaba el lugar central a un diván de terciopelo verde que descansaba sobre una gran alfombra. No había nadie a la vista.
Schiffer se dirigió hacia un vano disimulado tras una cortinilla de sartas de perlas y canturreó:
– ¡Princesa! ¡Soy yo, Schiffer! No hace falta que te acicales.
Solo le respondió el silencio. Paul dio unos pasos y observó de cerca varias fotografías. En todas ellas, una pelirroja con el pelo corto y bastante atractiva sonreía en compañía de ilustres presidentes: Bill Clinton, Boris Yeltsin, François Mitterrand… Sin duda, la famosa Tansu Çiller…
Un tintineó le hizo volverse. La cortina de perlas se abrió para dar paso a la mujer de las fotografías en carne y hueso, aunque en versión maciza.
Gozar Halman había acentuado su parecido con la ministra, sin duda para conseguir una autoridad suplementaria. Su atuendo, túnica y pantalón negros, apenas realzado por unas joyas, era un modelo de sobriedad. Sus gestos y sus andares reafirmaban el efecto, al tiempo que traicionaban una altiva distancia de empresaria. Su aspecto parecía trazar una línea invisible a su alrededor. El mensaje era claro: todo intento de seducción estaba condenado al fracaso.
El rostro, en cambio, decía casi lo contrario. Era una gran cara blanca de Pierrot lunar, enmarcada en cabellos rojizos, en la que los ojos relucían con pasión. Los párpados de Gozar estaban pintados de naranja y salpicados de lentejuelas.
– Sé por qué has venido, Schiffer dijo con voz ronca.
– ¡Por fin una mente despierta!
La empresaria ordenó unos papeles sobre el escritorio con aire distraído.
– Sabía que acabarían sacándote del trastero.
Más que tener auténtico acento, hablaba con un tonillo ondulante que culminaba al final de las frases y que parecía cultivar con coquetería.
Schiffer hizo las presentaciones abandonando de paso su tono áspero. Paul intuyó que las fuerzas estaban equilibradas.
– ¿Qué sabes? -preguntó el viejo policía sin más preámbulos.
– Nada. Menos que nada. -Durante unos segundos, la mujer siguió removiendo papeles sobre el escritorio. Luego se sentó en el diván y cruzó lentamente las piernas-. El barrio tiene miedo -murmuro-. La gente cuenta de todo.
– ¿Por ejemplo?
– Rumores, versiones contradictorias. Incluso he oído decir que el asesino es uno de los vuestros.
– ¿De los nuestros?
– Sí, sí, un policía.
Schiffer desechó la idea con un gesto de la mano.
– Háblame de Ruya Berkes.
Gozar acarició el tapete que cubría el brazo del diván.
– Traía los trabajos cada dos días. Vino el 6 de enero de 2002. Pero el 8 no volvió. Es todo lo que puedo decir.
Schiffer se sacó una libreta de un bolsillo e hizo como que leía. Paul adivinó que era un gesto para ganar tiempo. Decididamente, la teyze le imponía respeto.
– Ruya es la última víctima del asesino -dijo sin levantar la vista de la libreta-. El cuerpo que encontramos el 10 de enero.
– Que Dios la tenga en su seno -repuso la mujer sin dejar de juguetear con el encaje-. Pero el asunto no me concierne.
– Os concierne a todos. Y yo necesito información.
La conversación empezaba a subir de tono, pero Paul creía percibir en ella una extraña familiaridad. Una complicidad entre el fuego y el hielo, que no tenía ninguna relación con la investigación.
– No tengo nada que decir -repitió la mujer-. El barrio se cerrará en banda respecto a esta historia. Como respecto a todas.
Las palabras, la voz, el tono, incitaron a Paul a observar a la turca con más atención. La mujer encañonaba a Schiffer con sus negros ojos nimbados de oro rojo. Paul los comparó con láminas de chocolate cubiertas de cáscara de naranja escarchada. Pero, sobre todo, comprendió súbitamente que Gozar Halman era la mujer otomana con la que el Cifra había estado a punto de casarse. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no había prosperado el asunto?
La peletera encendió un cigarrillo. Larga bocanada de azulado hastío.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Cuándo entregaba los abrigos?
– Al final del día.
– ¿Sola?
– Sola. Siempre sola.
– ¿Sabes qué camino tomaba?
– La rue du Faubourg-Poissonniére. A esa hora está abarrotada, si es lo que quieres saber.
Schiffer pasó a las generalidades:
– ¿Cuándo llegó a París?
– En mayo de 2001. ¿No has ido a ver a Marius?
– ¿Qué clase de mujer era? -inquirió el Cifra haciendo caso omiso a la pregunta.
– Una campesina, pero había vivido en la ciudad.
– ¿En Adana?
– Primero en Gaziantep, luego en Adana.
Schiffer se inclinó hacia delante. El detalle parecía interesarle.
– ¿Era originaria de Gaziantep?
– Eso creo, sí.
– ¿Alfabetizada? -preguntó Schiffer paseando por el despacho y acariciando las chucherías.
– No. Pero moderna. No era una esclava de las tradiciones.
– ¿Se movía por París, ¿Salía? ¿Iba a la discoteca?
– He dicho moderna, no una perdida. Era musulmana. Sabes tan bien como yo lo que eso significa. Además, no hablaba una palabra de francés.
– ¿Cómo vestía?
– A la occidental. ¿Qué quieres, Schiffer? -preguntó Gozar alzando levemente la voz.
– Quiero averiguar cómo pudo sorprenderla el asesino. Una chica que no sale de casa, no habla con nadie y no tiene ninguna distracción no es fácil de abordar.
El interrogatorio daba vueltas sobre sí mismo. Las mismas preguntas de hacía una hora, las mismas respuestas previsibles. Paul se acercó a los cristales del lado del taller y apartó la cortina. Los turcos seguían en sus puestos; el dinero cambiaba de manos por encima de las pieles, apelotonadas como animales adormilados.
La voz de Schiffer volvió a sonar a sus espaldas:
– ¿Cuál era su estado de ánimo?
– El mismo que el de las otras. El cuerpo aquí y la cabeza allí. No pensaba más que en volver a su tierra, casarse y tener hijos. Aquí estaba de paso. Vivía como una hormiguita, clavada a su máquina de coser en un piso de dos habitaciones que compartía con otras dos mujeres.
– Quiero verlas.
Paul había dejado de escuchar. Observaba las idas y venidas de mozos y costureras, que a sus ojos tenían algo de trueque, de rito ancestral. Las palabras del Cifra volvieron a captar su atención:
– ¿Y tú? ¿Qué piensas tú del asesino?
Se produjo un silencio. Lo bastante prolongado como para que Paul se volviera hacia la pareja.
Gozar se había levantado y contemplaba los tejados a través de la ventana.
– Pienso que es algo más bien… político -murmuró sin volverse.
Schiffer se le acercó.
– ¿Qué quieres decir?
La mujer volvió la cabeza.
– El asunto podría ir más allá de los intereses de un solo asesino.
– ¡Explícate, Gozar, por amor de Dios!
– No tengo nada que explicar. El barrio tiene miedo y yo no soy la excepción. No encontrarás a nadie dispuesto a ayudarte.
Paul se estremeció. El Moloch que tenía bajo su férula al barrio turco en su pesadilla le pareció más real que nunca. Un dios de piedra que buscaba a sus presas en los sótanos y los cuchitriles de la pequeña Turquía.
– La entrevista ha terminado, Schiffer -dictaminó la teyze.
El viejo policía se guardó la libreta en el bolsillo y retrocedió sin rechistar. Paul echó un último vistazo al cambalacheo del piso inferior.
De pronto, lo vio.
Un repartidor -mostacho negro y chándal azul Adidas- acababa de entrar al almacén con una caja de cartón entre los brazos. Su mirada se alzó distraídamente hacia la galería. Al ver a Paul, su expresión se congeló.
Dejó la caja, le dijo algo a un mozo que estaba colgando prendas retrocedió hacia la puerta. Un último vistazo hacia la plataforma confirmó la intuición de Paul: el miedo.
Los dos policías volvieron a la sala inferior.
– Esta cabezona, con sus malditos rodeos, ya me estaba hartando -masculló Schiffer-. ¡Jodidos turcos! Todos igual de retorcidos, igual de…
Paul apretó el paso y saltó al rellano. Se asomó al hueco de la escalera: una mano atezada se deslizaba por la barandilla. El fulano bajaba como quien tiene prisa.
Paul se volvió y apremió a Schiffer, que acababa de cruzar la puerta:
– Vamos. Rápido.
Paul corrió hasta el coche. Se sentó al volante y accionó la llave de contacto con un solo movimiento. A Schiffer apenas le dio tiempo a montar.
– ¿Qué coño pasa? -refunfuñó el viejo policía.
Paul arrancó sin responder. El repartidor acababa de torcer a la derecha, al final de la rue Sainte-Cécile. Paul aceleró, giró en la rue du Faubourg-Poissonnière y volvió a enfrentarse al tráfico y la muchedumbre.
El sujeto caminaba a buen paso sorteando repartidores, viandantes y puestos de crepes y pitas, y lanzando rápidas miradas a su espalda. Seguía la calle en dirección al boulevard Bonne-Nouvelle.
– ¿Vas a explicármelo o qué? -insistió Schiffer de mal humor.
– En la peletería. Un hombre -masculló Paul cambiando a tercera-. Ha huido al vernos.
– ¿Y qué?
– Se ha olido que somos policías. Temía que lo interrogáramos. Puede que sepa algo sobre el caso.
El «cliente» torció a la izquierda y continuó por la rue d'Enghien. Por suerte iba en la misma dirección que el tráfico.
– O que no tenga permiso de residencia -rezongó Schiffer.
– ¿En el almacén de Gozar? ¿Y quién lo tiene? Ese fulano tiene algún motivo especial para estar asustado. Lo presiento.
El Cifra se repantigó en el asiento.
– ¿Dónde está? -preguntó con desgana.
– En la acera de la derecha. El del chándal Adidas.
El turco seguía avanzando en línea recta. Paul procuraba mantener la distancia. Un semáforo en rojo. La mancha azul empezó a alejarse. Paul adivinó que, como él, Schiffer lo seguía con la mirada. Dentro del coche, el silencio adquirió una densidad especial: se habían entendido, compartían la misma calma, la misma atención, concentrada sobre su presa.
Verde.
Paul arrancó accionando los pedales con suavidad, sintiendo un intenso calor que le subía por las piernas. Aceleró justo a tiempo para ver al turco doblando la esquina de la rue du Faubourg-Saint Denis, de nuevo en la dirección del tráfico.
Paul giró, pero la calle estaba colapsada, embotellada, taponada por la multitud, que lanzaba al aire grisáceo su rumor de gritos y bocinazos.
Estiró el cuello y entrecerró los ojos. Los letreros -al por mayor, al por menor, mayor y detalle- se superponían por encima de las carrocerías y las cabezas. El chándal azul había desaparecido. Miró aún más lejos. Las fachadas de los edificios se fundían con la neblina de la contaminación. Al fondo, el arco de la Porte Saint-Denis flotaba tras los gases de combustión.
– Ya no lo veo.
Schiffer abrió su ventanilla. La algarabía del exterior inundó el habitáculo. Sacó medio cuerpo fuera.
– ¡Allá delante! -advirtió-. A la derecha.
Los vehículos reanudaron la marcha. El punto azul destacaba contra un grupo de peatones. Nueva detención. Paul trató de convencerse de que el embotellamiento jugaba a su favor, de que los obligaba a circular al paso para que mantuvieran la distancia.
El turco volvió a desaparecer, pero reapareció entre dos camionetas de reparto, delante de la cafetería Le Sully. Seguía mirando hacia atrás cada dos por tres. Sabría que lo seguían?
– Está muerto de miedo -dijo Paul-. Sabe algo.
– Eso no quiere decir nada. Hay una posibilidad entre mil de que…
– Confíe en mí. Solo por esta vez.
Paul cambió a segunda. Tenía la nuca ardiendo, y el cuello de la parka, húmedo de sudor. Apretó el acelerador y llegó a la altura del turco al final de la rue du Faubourg-Saint-Denis.
De pronto, al pie del arco, el hombre cruzó la calzada prácticamente rozando el guardabarros del coche, aunque sin verlos, y tomó el boulevard Saint-Denis a paso ligero.
– ¡Mierda! -exclamó Paul-. Es dirección única.
– Aparca -dijo Schiffer incorporándose en el asiento-. Lo seguiremos a… ¡Coño! Va a coger el metro.
El individuo había cruzado el bulevar y acababa de desaparecer en la boca de metro Strasbourg-Saint-Denis. Paul frenó en seco y estacionó frente al bar de l'Arcade, en la franja que rodea el Arco de Triunfo. Schiffer ya se había apeado.
Paul bajó la visera con la leyenda «Policía» y saltó fuera del Golf. El impermeable del Cifra revoloteaba ente los coches como una oriflama. Paul estaba electrizado. En un segundo, lo captó todo, la vibración del aire, la rapidez de Schiffer, la determinación que los unía en aquellos momentos…
Corrió en zigzag entre el tráfico del bulevar y alcanzó a su compañero en lo alto de las escaleras.
Los dos policías irrumpieron en el vestíbulo de la estación. Una muchedumbre presurosa hormigueaba bajo la bóveda anaranjada. Paul barrió el vestíbulo con la mirada: a la izquierda, las cabinas acristaladas de la RATP; a la derecha, los carteles azules de las líneas de metro; enfrente, las puertas automáticas.
Ni rastro del turco.
Schiffer se lanzó de cabeza sobre la muchedumbre en un eslalon suicida en dirección a las puertas neumáticas. Paul se puso de puntillas y descubrió a su hombre, que en ese momento torcía a la derecha.
– ¡Línea cuatro! -gritó en dirección al Cifra, invisible entre el gentío.
Al fondo del túnel alicatado, resonaron los suspiros de apertura de las puertas de un convoy. Una ola de agitación recorrió a la muchedumbre. ¿Qué pasaba? ¿Quién gritaba? ¿Quién empujaba? De pronto, un rugido resonó sobre el vocerío.
– ¡La puertas, cojones! Era la voz de Schiffer.
Paul se abalanzó hacia las taquillas, que estaban justo a su izquierda. Con la nariz pegada al cristal, gritó:
– ¡Abran las puertas!
El empleado del metro lo miró boquiabierto.
– ¿Eh?
A sus espaldas, la sirena anunció la salida del convoy. Paul aplastó el carnet de policía contra el cristal.
– ¡Cagüen la leche! ¿Vas a abrir las puertas o qué?
Las barreras se apartaron.
Paul se abrió paso a codazos, tropezó y consiguió pasar al otro lado… Schiffer corría bajo la bóveda roja, que ahora parecía palpitar como el interior de una garganta.
Lo alcanzó en la escalera. El viejo policía la bajaba de cuatro en cuatro. No habían recorrido la mitad de la distancia, cuando oyeron el entrechocar de las puertas.
Schiffer vociferó sin dejar de correr. Estaba a punto de llegar al andén, cuando Paul lo agarró del cuello y lo obligó a detenerse. El Cifra se quedó mudo de estupor. Las luces de los vagones se deslizaban sobre su arrugado rostro. Lo miraba con ojos de loco.
– ¡No debe vernos! -le gritó Paul a la cara. Schiffer seguía mirándolo asombrado, incapaz de recuperar el aliento-. Tenemos cuarenta segundos para llegar a la siguiente estación -dijo Paul bajando la voz, mientras el traqueteo del metro se convertía en un rumor-. Lo cogeremos en Château-d'Eau.
Les bastó una mirada para ponerse de acuerdo. Volvieron a subir las escaleras, cruzaron el bulevar a la carrera y se lanzaron de cabeza al interior del Golf.
Habían pasado veinte segundos.
Paul rodeó el Arco de Triunfo y torció a la derecha al tiempo que bajaba la ventanilla. Colocó el faro magnético en el techo del Golf y enfiló el boulevard Strasbourg con la sirena en marcha.
Recorrieron los quinientos metros en siete segundos. Al llegar al cruce con la rue du Château-d'Eau, Schiffer hizo amago de apearse. Paul volvió a retenerlo.
– Lo esperaremos fuera. No hay más que esas dos salidas. Números pares e impares del bulevar.
– ¿Quién nos dice que va a bajar aquí?
– Esperaremos veinte segundos. Si se ha quedado en el tren, aún tendremos veinte segundos para llegar a la estación del Este.
– ¿Y si tampoco baja allí?
– No saldrá del barrio turco. O va a esconderse o va a avisar a alguien. En ambos casos, lo hará aquí, en nuestro territorio. Tenemos que seguirlo hasta su destino. Ver adónde va.
El Cifra miró su reloj.
– Arranca.
Paul dio otra vuelta, de derecha a izquierda, de pares a impares, y apretó el acelerador. Podía sentir en sus venas la vibración del metro, que circulaba bajo las ruedas del Golf.
Diecisiete segundos después, frenaba ante la verja de la estación del Este y apagaba la sirena y el faro giratorio. Una vez más, Schiffer fue a saltar del coche y, una vez más, Paul se lo impidió.
– Nos quedamos aquí. Controlamos casi todas las salidas. La del centro. en la explanada de la estación. La de la rue du Faubourg-Saint-Martin, a la derecha. Y la de la rue 8 de Mai de 1945, a la izquierda. Son tres posibilidades de cinco.
– ¿Dónde están las otras dos?
– A ambos lados de la estación. En la rue du Faubourg-Saint-Martin y en la de Alsace.
– ¿Y si sale por una de las dos?
– Son las más alejadas del andén. Tardaría más de un minuto. Esperaremos treinta segundos. Si no aparece, usted se va a la rue d'Alsace, y yo, a la del Faubourg-Saint-Martin. Utilizaremos los móviles para mantenernos informados. No puede escapársenos.
Schiffer guardó silencio. Las arrugas que surcaban su frente traicionaban su desconcierto.
– ¿Cómo es posible que te sepas las salidas?
Paul sonrió sin apartar la vista del parabrisas.
– Me las he aprendido de memoria. Por si teníamos que perseguir a alguien.
El arrugado rostro de Schiffer le devolvió la sonrisa.
– Si ese tío no aparece, te parto la cabeza.
Diez, doce, quince segundos.
Los más largos de su vida. Paul observaba las figuras que emergían de las bocas del metro, zarandeadas por el viento. Ningún chándal Adidas.
El río de viajeros vibraba ante sus ojos, se agitaba al ritmo de sus latidos.
Treinta segundos.
Paul puso la primera y masculló:
– Lo dejo en la rue d'Alsace.
Arrancó con un chirrido de neumáticos, tomó la rue 8 de Mai, a su izquierda, y soltó al Cifra al comienzo de la rue d'Alsace, sin darle tiempo a abrir la boca. Giró en redondo, pisó a fondo el acelerador y no levantó el pie hasta llegar a la rue du Faubourg-Saint-Martin.
Habían transcurrido otros diez segundos.
A esa altura, la rue du Faubourg-Saint-Denis es muy distinta de su tramo inferior, la parte turca: aceras desiertas, almacenes y edificios de oficinas. Una vía de salida ideal.
Paul miró el segundero: cada salto de la aguja le encogía el corazón un poco más. La muchedumbre anónima se dispersaba, se perdía en aquella calle demasiado amplia. Miró de reojo hacia el interior de la estación. Vio la gran cristalera y pensó en un enorme invernadero lleno de gérmenes venenosos y plantas carnívoras.
Diez segundos.
Las posibilidades de ver aparecer el chándal Adidas se reducían casi a cero. Paul pensó en los convoyes que corrían bajo tierra, en las salidas de las grandes líneas y de los trenes de cercanías, que se dispersaban a cielo abierto; en los millares de rostros y conciencias que se apretujaban bajo los grises armazones.
No podía haberse equivocado. Sencillamente, no era posible. Treinta segundos.
Nada.
Oyó el timbre del portátil.
– Pedazo de idiota… -masculló la voz gutural de Schiffer.
Paul lo recogió al pie del paso elevado que comunica las dos mitades de la rue d'Alsace por encima del inmenso haz de vías de la estación del Este.
– Idiota -repitió el viejo policía subiendo al coche.
– Probaremos en la estación del Norte. Nunca se sabe…
– Y una mierda. Se acabó. Lo hemos perdido. -Aun así, Paul aceleró y se dirigió hacia el norte-. No debería haberte hecho caso -insistió Schiffer-. No tienes ninguna experiencia. No sabes nada de nada. No…
– Está ahí
Paul acababa de distinguir el chándal azul al final de la rue des Deux-Gares, en la acera de la derecha. El turco caminaba por la parte superior de la rue d'Alsace, justo encima de las vías.
– Será cabrón… -masculló el Cifra-. Ha utilizado la escalera exterior de la SCNF. Ha salido por los andenes. -Señaló el parabrisas con el índice-. Sigue todo recto. Nada de sirena. Nada de prisas. Lo cogeremos en la próxima calle. Discretamente.
Paul bajó a segunda con mano temblorosa y se mantuvo a veinte kilómetros por hora. Cuando cruzaron la rue La Fayette, el turco apareció cien metros más arriba. Miró a su alrededor y se quedó petrificado.
– ¡Mierda! -exclamó Paul recordando que había olvidado retirar el faro giratorio del techo del Golf.
El hombre echó a correr como alma que lleva el diablo. Paul pisó a fondo. El gigantesco puente que se abría ante ellos se le antojó un símbolo. Un gigante de piedra que extendía sus negros brazos bajo el cielo de tormenta.
Siguió acelerando y pasó al turco en mitad del puente. Schiffer saltó fuera sin esperar a que el coche se detuviera. Paul frenó, miró por el retrovisor y vio a Schiffer placando al turco como un medio de rugby.
Soltó una maldición, paró el motor y se apeó. El Cifra tenía al fulano cogido del pelo y le golpeaba la cabeza contra los barrotes de la verja. Como en un flashback, Paul volvió a ver la mano de Marius bajo la guillotina. Otra vez no.
Desenfundó la Glock y echó a correr hacia los dos hombres.
– ¡Basta!
En esos momentos, Schiffer estaba pasando a su víctima por encima de la verja. Su fuerza y su rapidez eran pasmosas. El del chándal agitaba las piernas en el aire, encajado entre dos remates puntiagudos.
Paul estaba convencido de que el Cifra iba a arrojarlo al vacío. Pero el viejo policía se encaramó a lo alto de la verja, se agarró a un pilar de piedra y, de un solo tirón, arrastró al turco junto a él.
La operación solo había durado unos segundos, y la proeza física que requería no hacía más que aumentar la leyenda negra que envolvía a Schiffer. Cuando Paul llegó a su altura, los dos hombres ya estaban fuera de su alcance, en el estrecho borde de la plataforma de hormigón. El sospechoso berreaba mientras su torturador lo arrinconaba contra el vacío lanzándole golpes y frases en turco alternativamente.
Paul empezó a trepar por la verja, pero se quedó inmóvil a medio camino.
– ¡BOZKURT! ¡BOZKURT! ¡BOZKURT!
Los gritos del turco resonaban en el aire húmedo cae la mañana. Paul pensó que pedía auxilio, pero vio que Schiffer lo soltaba y lo empujaba hacia la verja, como si hubiera obtenido lo que quería,
Paul iba a sacar las esposas, pero el hombre echó a correr cojeando
– ¡Deja que se vaya!
– ¿Qué?
Schiffer se derrumbó sobre la acera. Se inclinó Hacia un lado, hizo una mueca y se levantó sobre una rodilla.
– Ha dicho lo que tenía que decir -murmuró entre dos toses.
– ¿Qué? ¿Qué ha dicho?
El Cifra se levantó. Estaba sin aliento y se agarraba la ingle izquierda. Su tez había adquirido un tono violáceo, salpicada de puntos blancos.
– Vive en el mismo edificio que Ruya. Los vio llevarse a la chica por el hueco de la escalera. El 8 de enero a las ocho de la tarde.
– ¿«Los»?
– A los Bozkurt.
Paul no entendía nada. Se concentró en los ojos azul cromado del Cifra y pensó en su otro apodo: el Hierro.
– Los Lobos Grises.
– ¿Los qué?
– Los Lobos Grises. Un grupo de extrema derecha. Los sicarios de la mafia turca. Estábamos equivocados desde un principio. Los que matan a las chicas son ellos.
Las vías térreas se desplegaban hasta donde alcanzaba la vista, que no encontraba descanso en el horizonte. Era una maraña inmóvil y dura, que aprisionaba la mente y los sentidos. Líneas de acero que se clavaban en las pupilas como alambres de espino; cambios de agujas que trazaban nuevas direcciones, sin conseguir liberarse de sus tirantes y traviesas; ramales que se perdían en la distancia, pero evocaban en todo momento la misma sensación de irremediable enraizamiento. Y los puentes, fueran de sucia piedra o negro metal, con sus escalas, sus balaustres, sus lucernas, contribuían a encorsetarlo todo.
Schiffer había bajado a las vías por una escalera reservada al personal ferroviario. Paul le había dado alcance trompicando por el balasto y las traviesas.
– ¿Quiénes son los Lobos Grises?
Schiffer siguió andando en silencio y respirando a grandes bocanadas. Las piedras negras rodaban bajo sus pies.
– Sería muy largo de explicar -dijo al fin-. Todo eso pertenece a la historia de Turquía.
– ¡Hable, por Dios santo! Me debe una explicación.
El Cifra siguió avanzando, manteniéndose en todo momento en la vía de la izquierda.
– En la Turquía de los años setenta -murmuró con voz cansada al cabo de unos instantes- reinaba la misma atmósfera sobrecargada que en Europa. Las ideas de izquierda tenían todas las simpatías. Se preparaba una especie de Mayo del 68… Pero allí la tradición siempre es la más fuerte. Se creó un grupo de reacción. Militantes de extrema derecha dirigidos por un tal Alpaslan Türkes, un auténtico nazi. Al principio, formaban pequeñas células en las universidades, luego empezaron a captar a jóvenes del medio rural. Se hacían llamar los Bozkurt, los Lobos Grises. Y también Ülkü Ocaklari, Jóvenes Idealistas. En muy poco tiempo, la violencia se convirtió en su principal argumento. -Aunque estaba sofocado, a Paul le castañeteaban los dientes hasta el punto de oírlos entrechocar-. A finales de los setenta -siguió contando Schiffer-, tanto la extrema derecha como la extrema izquierda tomaron las armas. Atentados, atracos, asesinatos… En aquella época, se contabilizaban más de treinta muertos diarios. Era una auténtica guerra civil. Los Lobos Grises se adiestraban en campos de entrenamiento. Los captaban cada vez más jóvenes. Los adoctrinaban. Los convertían en máquinas de matar. -Schiffer seguía pisoteando el balasto, su respiración había recuperado el ritmo normal y sus ojos estaban fijos en los relucientes raíles, como si buscaran en ellos la dirección de sus ideas-. En 1980 el ejército turco tomó el poder. El país volvió al orden. Los combatientes de ambos bandos acabaron en la cárcel. Pero los Lobos Grises salieron enseguida: sus ideas eran las mismas que las de los militares. Solo que entonces estaban en el paro. Y aquellos chavales, que habían crecido en los campos de entrenamiento, solo sabían hacer una cosa: matar. Como era de esperar, acabaron vendiendo sus servicios a cualquiera que necesitara sicarios. Primero, el gobierno, siempre dispuesto a emplear esbirros para eliminar discretamente a jefes armenios o terroristas kurdos. Luego, la mafia turca, que intentaba controlar el tráfico de opio en el Cuerno de Oro. Para los mafiosos, los Lobos Grises eran un regalo del cielo, una fuerza viva, armada, experimentada y, sobre todo, aliada del régimen.
»De entonces acá, los Lobos Grises ejecutan contratos. Ali Agça, el individuo que disparó contra el Papa en 1981, era un Bozkurt. Hoy, la mayoría son mercenarios que han guardado sus opiniones políticas en un cajón. Pero los más peligrosos siguen siendo fanáticos, terroristas capaces de lo peor. Iluminados que creen en la supremacía de la raza turca, en la reinstauración de un imperio turcófono.
Paul escuchaba desconcertado. No veía la menor relación entre aquellas historias del año de la polca y el caso que tenían entre manos.
– ¿Y se supone que esos tíos se han cargado a las chicas?
– El del chándal Adidas los vio llevarse a Ruya Berkes.
– ¿Les vio la cara?
– Llevaban pasamontañas, como los comandos.
– ¿Como los comandos?
– Son guerreros, muchacho -rezongó Schiffer-. Soldados. Se dieron a la fuga en un coche negro. El del chándal no se acuerda ni de la matrícula ni de la marca. O no quiere acordarse.
– ¿Por qué está tan seguro de que eran Lobos Grises?
– Gritaron consignas. Llevan signos distintivos. No hay ninguna duda. Además, concuerda con el resto. El mutismo de la comunidad. El comentario de Gozar sobre un «asunto político». Los Lobos Grises están en París. Y el barrio, muerto de miedo.
Paul no podía aceptar un cambio de orientación tan radical, tan inesperado, en total contradicción con sus propias presunciones. Llevaba demasiado tiempo trabajando sobre la hipótesis de un único asesino.
– Pero ¿por qué tanto ensañamiento?
Schiffer seguía avanzando entre los raíles, perlados de llovizna.
– Proceden de tierras muy lejanas. De llanuras, desiertos y montañas donde ese tipo de torturas es la regla. Tú has partido de la hipótesis de un asesino en serie. Como Scarbon, te has empeñado en interpretar las mutilaciones de las víctimas como el resultado de una búsqueda del sufrimiento, la prueba de un trauma o yo qué sé… Pero os habéis olvidado de la solución más sencilla: esas mujeres fueron torturadas por profesionales. Expertos adiestrados en los campos de Anatolia.
– ¿Y las mutilaciones post mortem? ¿Las hendiduras en la cara?
El Cifra esbozó un gesto desdeñoso que presagiaba alguna de sus salidas de tono.
– Puede que uno de esos fulanos esté más loco que los demás. O quizá sencillamente quieren que las víctimas sean inidentificables, que no podamos reconocer el rostro que buscan.
– ¿El rostro que buscan?
El viejo policía se detuvo y se volvió hacia Paul.
– ¿Todavía no lo has comprendido, muchacho? Los Lobos Grises tienen un contrato. Buscan a una mujer. -Schiffer se metió la mano en el impermeable manchado de sangre y le tendió las polaroid-. Una mujer que tiene este rostro y responde a esta descripción: pelirroja, costurera, ilegal y originaria de Gaziantep. -Paul observaba en silencio las fotos sobre la arrugada mano de Schiffer. Todo cobraba cuerpo. Todo encajaba-. Una mujer que sabe alguna cosa y a la que tienen que arrancar una confesión. Han creído que la habían encontrado en tres ocasiones. Y se han equivocado en las tres.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Cómo sabe que no la han encontrado?
– Porque si una de ellas hubiera sido la que buscaban, habría hablado, créeme. Y ellos habrían desaparecido.
– ¿Cree… cree usted que la caza continúa?
– No te quepa la menor duda. -Los iris de Schiffer brillaban bajo sus entrecerrados párpados. Paul pensó en dos balas de plata, el único medio de acabar con un hombre lobo, según la leyenda-. Te has equivocado de medio a medio, muchacho. Buscabas un asesino. Llorabas a tres muertas. Pero lo que debes encontrar es una mujer viva. Bien viva. La mujer a la que persiguen los Lobos Grises. -El Cifra abarcó con un amplio ademán los edificios que rodeaban las vías-. Está ahí, en algún lugar de este barrio. En el fondo de una casa ocupada o de un hogar de acogida. La persiguen los peores asesinos que puedas imaginar, y tú eres el único que puede salvarla. Pero tendrás que ser rápido. Muy, muy rápido. Porque los cabrones que tienes enfrente están bien entrenados y se mueven a sus anchas por el barrio. -El viejo policía agarró a Paul de los hombros y lo miró a los ojos con intensidad-. Y, como las malas noticias nunca llegan solas, voy a anunciarte otra desgracia: soy tu única oportunidad de conseguirlo.